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Salido de las llamas

Por Robert Denton III

Una semana más tarde, al este, en tierras Fénix…


Tsukune ya se encontraba en mitad del umbral que llevaba hasta la capilla del bosque cuando se
percató de su error. Se encogió al tocar el terreno sagrado situado al otro lado del arco torii con
el pie derecho antes que con el izquierdo. Se había presentado ante sus pares, en el hogar de sus
ancestros, en la capilla de su familia, tal y como lo haría cualquier León.
Después de pasar la entrada, Tsukune susurró al hombre que caminaba a su lado:
—Lo he vuelto a hacer.
—Nadie se ha dado cuenta —respondió Tadaka—, limítate a seguir andando.
Tsukune metió las manos en las mangas de su kimono y acomodó el paso del hombre cuya
protección tenía asignada, manteniendo la posición dentro de la silenciosa procesión de copetes,
mon de la familia Shiba y obi de color blanco crema. Subían por un sinuoso camino de piedra
adornado con arcos torii de un ardiente color rojo. La fuerte brisa agitaba los claros elevados de
musgo rosado situados a uno y otro lado, esparciendo pétalos sobre el camino. Era una bendi-
ción en aquella extrañamente cálida primavera, a pesar de que cubriese los arcos del templo con
una gruesa capa de polen.
Tadaka susurraba plegarias mientras caminaba, al tiempo que iba pasando una por una
las esferas de jade de su collar de cuentas de una mano a otra. Era una cabeza más alto que los
demás, y las elaboradas capas de su kimono convertían su ancha espalda en un estandarte so-
litario de la familia Isawa. Tsukune podía ver cómo las facciones de aquellos que le miraban de
reojo quedaban iluminadas por el respeto que le profesaban. Sin embargo, no podía descifrar el
significado de las miradas que le dedicaban a ella.
Al final de las escaleras, el camino acabó
por llevar al patio de piedra del templo. En el
centro del patio aún podía verse una tabilla
mortuoria, pero el resto de elementos del fu-
neral llevado a cabo días atrás ya habían sido
retirados. La procesión se separó al llegar al
patio: los samuráis Shiba se separaron en pe-
queños grupos mientras aguardaban su turno
en el gran honden de dos plantas. Tsukune se
echó agua en las manos y antebrazos con un
cucharón, tras lo que dejó su lugar en las aguas

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benditas al siguiente de la fila. Se apartó de la asfixiante muchedumbre para contemplar el espe-
jado estanque cercano, que las doncellas del templo limpiaban de las flores de melocotonero que
habían caído sobre su superficie. Desde la superficie del ondulante espejo situado a sus pies, le
devolvió la mirada una chica de diecisiete veranos.
—Te estás obsesionando —comentó Tadaka, que apareció a su lado en el estanque.
—No puedo cometer este tipo de errores —susurró ella—. Aquí no. Si me equivoco en la
ceremonia de esta noche…
—Nadie se dará cuenta —le aseguró—. Estarán demasiado ocupados mirándose a sí mis-
mos como para preocuparse por ti. Bueno —añadió—, excepto las damas. Ellas me estarán
mirando a mí.
Los labios de Tsukune se enarcaron en una media sonrisa. —Apuesto a que realmente lo crees.
Se quedaron de pie, en silencio, mirando trabajar a las miko: introducían firmemente la
red en el lustroso estanque y barrían ceremoniosamente el borde de piedra entre los trinos de
los ruiseñores.
—Sabes —dijo Tadaka—, si alguien debería estar preocupado por esta noche, soy yo.
—Eso sería una novedad —respondió Tsukune.
—Exacto —sonrió Tadaka. El viento hizo estremecer el dosel de color blanco rosado, pro-
vocando la caída de una cascada de pétalos al tiempo que se filtraba la luz a través de él. Sus
ojos centellearon ante la zozobra de las doncellas del templo mientras las flores se esparcían a su
alrededor—. Cuando el viento roba sus flores a los melocotoneros, parece espontáneo. Pero en
realidad es algo planeado. Que el viento sople, que el árbol esté ahí, que los pétalos caigan de esa
manera… todo ello estaba ya determinado cuando fueron engendrados. Teniendo esto en cuen-
ta, ¿qué sentido tiene preocuparse?
—Qué fatalista —dijo Tsukune.
—Me reconforta —Tadaka se acercó al estanque. Por su cuerpo se movieron haces de luz,
reflejados por el agua.
—He visto indicios alentadores —susurró—. Los maestros me prefieren… o bueno, la ma-
yoría —se rio entre dientes—. La ceremonia de esta noche me proporcionará la autoridad que
necesito. Cuando vean la sabiduría de mis planes, iré a tierras Cangrejo a completar mi investi-
gación. Y tú vendrás conmigo. Allí plantaremos la simiente del futuro —hizo una pausa, y luego
añadió—. De nuestro futuro.
Sus nudillos se tocaron con los de ella. En el reflejo del estanque, las mejillas de la chica se
tornaron del color de las camelias en flor.
—¿Me engañan mis ojos, o Isawa Tadaka-sama ha bajado finalmente de su montaña?
Tsukune se envaró al tiempo que Tadaka sonreía en dirección a la nueva voz. Un deslum-
brante joven se acercaba desde la congregación del patio. Sobre su obi blanco, dibujada sobre las
elaboradas sedas que le cubrían el pecho, se veía un ala flamígera rodeando una naginata, el mon
del Ala del Cielo.

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Tadaka echó sus brazos sobre el recién llegado. —¡Tetsu-san! Me preguntaba cuándo tendrías
el valor de acercarte. —Los dos rieron mientras Tsukune observaba, como un niño pequeño ha-
ría al mirar a unos adolescentes.
—Esto merece una felicitación —dijo Tetsu—. El Maestro Rujo te ha hecho un gran honor.
—Me esforzaré por ser digno de él —replicó Tadaka—. Tengo entendido que también parti-
ciparás en la ceremonia, ¿no es así?
Tetsu asintió. —Hai. Esta noche haré una demostración de las adiciones que hizo senséi a las
kata del Ala del Cielo. Aunque sin duda no seré capaz de igualar su donaire y pericia, haré todo
cuanto esté en mi mano para honrar su memoria.
Tsukune apartó la mirada mientras conversaban. Sus voces se perdieron entre los ruidos del
patio, una algarabía de saludos, gritos de reconocimiento y profundas reverencias.
Había reunidos más miembros de la familia Shiba de los que jamás recordase haber visto
juntos: viejos, jóvenes y recién salidos del gempukku. Sobre ellos, el viento movía los tapices col-
gados de los techos inclinados que se utilizaban para la danza sagrada. Regalos de otros templos
situados en distintas provincias, eran como los Shiba que se encontraban bajo ellos: vibrantes
pinceladas de color entre la piedra gris y la madera pulida de la capilla. Todos, a excepción de
uno: una representación rústica y desvanecida de una cascada situada muy por encima de un
dosel de pinos. La columna de estampados situados en una austera esquina contaban la historia
del tapiz: su origen era León, y había sido completado en tierras Fénix. En comparación con los
demás, sus colores parecían apagados, inexpertos y desequilibrados.
Tsukune decidió que le gustaba. Podía entenderlo.
—Después de todo, tengo que resarcir a Tsukune-kun —bromeó Tadaka, y la mención de su
nombre hizo a Tsukune volver a prestar atención de repente. Puede que Tadaka fuese la única
persona que le pudiese llamar “kun” y salirse con la suya—. Es por mi culpa que no pueda dejar
de lado sus deberes como yōjimbō, aunque todos los demás lo hayan hecho.
Tsukune le dirigió una mirada airada. A modo de respuesta, él le dedicó una sonrisa juguetona.
—Tsukune-san es muy diligente —comentó Tetsu. Su sonrisa se veía reflejada en sus ojos—.
Me alegra verte de nuevo. Te echamos de menos en el festival Kanto. Hubo algunos comentarios,
pero les aseguré que hubieses estado allí si tus deberes no te lo hubieran impedido.
Tsukune se limitó a asentir y responder —Como digas—, tal y como hacía siempre que se
quedaba sin argumentos.

Finalmente solos dentro del santuario interior, Tsukune situó respetuosamente su tazón de
incienso sobre las brasas. En cuestión de instantes comenzaron a levantarse un par de espirales
gemelas de humo de madera de agar, entrelazándose sobre el receptáculo de los recién fallecidos,
una caja lacada de cenizas en la que se mostraba una tira de papel. Tsukune leyó lo que había
escrito en el papel a la luz color avellana de las velas: Shiba Ujimitsu, Campeón del Clan del Fénix.
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Tsukune aferró el collar de cuentas tal y como le había enseñado la miko. Trató de no pensar
en lo que le había oído decir: que el Campeón del Clan del Fénix había fallecido antes de que le
llegase su hora. Que su muerte había afectado gravemente a su hermano. En lugar de ello cerró
los ojos e inclinó la cabeza mientras susurraba una plegaria por el espíritu del fallecido.
Ujimitsu se había sentado en el centro del salón del banquete durante la ceremonia de gem-
pukku en la que Tsukune había alcanzado la mayoría de edad. Recordaba la apariencia que tenía
entonces: su cuerpo achaparrado y sus rasgos poco agraciados en contraste con su gloriosa cha-
queta alada kataginu, abierta como si fuese a alzar el vuelo. A su derecha se sentaba su alumno
más prometedor, otro puesto de grandes honores.
Aquel día era Shiba Tetsu el que se sentaba en el asiento en el que imaginaba que se habría
sentado su hermano, si aún estuviera vivo.
Se escuchó un estrépito proveniente del exterior. El recuerdo se desvaneció. Tsukune alzó la
vista hacia la estatua de piedra de Shiba, el fundador de su familia. La estatua se encontraba arrodi-
llada. En aquel momento le parecía más grande que nunca. Desde fuera oyó cómo una sacerdotisa
regañaba a las doncellas del templo a la vez que dirigía los preparativos de la ceremonia.
Sólo una noche. Después, ella y Tadaka podrían volver a sus vidas sencillas. A su futuro juntos.
Metió la mano discretamente en su obi y sacó un delgado trozo de tela. La sencilla tela, que
no era más larga que su antebrazo y se encontraba deshilachada en los bordes, aún mostraba el
roto mon del dojo de su hermano. Sus dedos apretaron la tela, su tenugui. Exhaló en silencio. Y
durante un instante, pareció como si su hermano estuviera ahí, quitándose la tela de la frente
y vendando con ella una pequeña rozadura en su rodilla, mientras sonreía a su hermanita.
—Haré cuanto pueda —susurró. Sobre ella, el rostro de piedra de Shiba le observaba.

La estilizada naginata de Tetsu seguía el rastro de las estrellas con su hoja en el patio situado
ante la capilla a la luz de la luna. El filo trazaba arcos argénteos a su alrededor sin detenerse entre
sus pasos. Tsukune no veía dos entidades, hombre y arma, sino un único cuerpo rendido a una
danza de luz, acero y vacuidad. Cada grácil gesto implicaba la muerte de un oponente invisible,
cada estocada era un último aliento. Tetsu se detuvo, con un pie colocado tras la rodilla opuesta,
equilibrado sobre una única pierna y con la lanza extendida hacia fuera. En aquel momento se
convirtió en un bastón de bambú, flotando en un torrente que reflejaba el cielo.
Tetsu colocó el arma en su atril y apretó la frente contra el suelo. Al levantarse, el patio quedó
iluminado por la luz de su ejecución. Los feroces braseros aniquilaban, celosos, polillas del cielo
nocturno. Regresó a su asiento, un sakura solitario entre arces.
Nadie habría sido capaz de ejecutar la kata de las Alas del Cielo con mayor perfección, ni si-
quiera si Ujimitsu aún hubiese estado vivo. Si el fallecido Campeón aún moraba en este mundo,
tenía la certeza de que lo hacía en la habilidad de su mejor pupilo.
El tañido apagado que señalaba el comienzo de la hora de la rata rompió el silencio. Los
testigos del patio se giraron todos a una para situarse encarados con la entrada del templo.
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Sus puertas pintadas se abrieron. Los Shiba se inclinaron, todos a una. Tsukune captó el reflejo de la
luz de la luna al deslizarse por los bordes de un palanquín lacado situado en mitad de la procesión
de doncellas del templo, sacerdotes y shugenja que se adentraron silenciosamente en el patio.
Una espada curva se encontraba colocada sobre un pedestal de madera de ciprés. Los deli-
cados grabados de alas en la funda reflejaban la luz de los braseros, haciéndola brillar con tonos
carmesíes y de oro bruñido. Incluso desde donde se encontraba sentada, Tsukune podía ver cada
una de las perlas incrustadas en su empuñadura de piel de manta, las cintas de seda inmaculada
trenzadas perfectamente alrededor del pomo, y las alas curvadas de bronce que conformaban la
guarda tsuba de la espada.
Ofushikai, la espada ancestral del Clan del Fénix, portada por todos los Campeones del clan
desde los albores del Imperio.
Los últimos en salir de la capilla fueron cinco personas ataviadas con elaboradas túnicas de
seda, y los kataginu alados de cada una de las figuras portaban un mon diferente, un elemento
capturado dentro de un círculo perfecto. Mientras se adentraban en la oscuridad de la noche
del patio, Tsukune recordó cómo Tadaka le había hablado de los elementos, hace ya tantos años:
Fuego, Agua, Aire, Tierra y Vacío. Cinco elementos naturales, y un Maestro Elemental para cada
uno de ellos.
Finalmente vislumbró a Tadaka cuando éste se colocó en su lugar, al lado del Maestro de la
Tierra. Vestido con sus ropas ceremoniales, tenía un aspecto aún más resplandeciente que an-
tes. El espacio vacante tras él parecía llamar a Tsukune, pero fortaleció su corazón ante el instin-
to de ir junto a él y permaneció en su asiento. Sólo los individuos queridos por los kami podían
presidir esta parte de la ceremonia. Si se sentía incómodo sin Tsukune a su lado, Tadaka no dio
muestras de ello. Mucho más alto que su senséi y de la mitad de su edad, parecía un gran pino
al lado de un roble marchito. También había otros aprendices, uno por cada uno de los Maes-
tros Elementales. Todos ellos bajaron la cabeza y movieron los labios al unísono. Sus palabras
no podían ser oídas por la audiencia, y
en lugar de ello se alzaron directamente
hacia los Cielos.
Tsukune sintió de forma instintiva
una mirada. El señor temporal del Cas-
tillo Shiba la observaba desde su asiento
en el estrado del patio. Shiba Sukazu, an-
tiguo hatamoto del Campeón del clan y
hermano de éste. La luz de los braseros
parecía formar arrugas en su rostro, e ilu-
minó la cinta de plata que adornaba su
sien. El blanco de su obi prácticamente
brillaba, igual que lo hacía el pergamino

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que llevaba entre las manos. Las últimas palabras de Shiba Ujimitsu, su poema de muerte, esta-
ban escritas en ese pergamino.
Tsukune se quedó congelada ante aquella mirada inexpresiva: un sentimiento de culpa por
haber cruzado la mirada con él encendió su rostro mientras se esforzaba por identificar el error
que había cometido para llamar su atención. Pero no hubo respuesta del señor del castillo. Sim-
plemente asintió y centró su atención nuevamente en la ceremonia. Ella hizo lo mismo, al tiempo
que soltaba un suspiro de alivio.
La primera aprendiz en dar un paso al frente fue la acompañante del Maestro del Aire. Cin-
co doncellas del templo le rodearon. El sonido rítmico de los tambores taiko llenó el aire. Cada
golpe atronador parecía golpear directamente al corazón de Tsukune. Las doncellas ejecutaron
una elaborada danza mientras la shugenja cogía una pequeña concha y se la llevaba a los labios.
El sonido reverberaba entre la multitud, y una ráfaga de viento golpeó contra las copas de los ár-
boles, provocando una lluvia de pétalos de melocotonero. Los kami habían aceptado la ofrenda.
Había llegado el turno de Tadaka. Dominaba el claro con sus ropas ceremoniales y su im-
presionante estatura. La danza de las doncellas del templo cambió. Ahora era más pesada, más
centrada. Tadaka sacó un tazón de cerámica, en cuyo interior se ocultaba un verde retoño. Con
la otra mano movió las cuentas de su collar de plegarias a la vez que murmuraba para sí. Primero
lentamente, y luego de repente, el retoño se abrió y floreció con pétalos blancos.
Tsukune dio un respingo cuando escuchó cómo a su alrededor los espectadores se quedaron
sin aliento. Callaron de nuevo rápidamente, pero a pesar de todo no pudo evitar imaginarse lo
que pensarían sus mayores de aquella revoltosa nueva generación.
A continuación le tocó actuar al aprendiz del Maestro del Fuego. La danza sagrada cambió de
nuevo, ahora todo pasos ágiles y giros enérgicos. El joven sacó una vela y efectuó su ofrenda con
un movimiento hacia fuera. Cerró los ojos y murmuró. La luz del patio vaciló y creció con cada
plegaria susurrada. La multitud levantó la mirada hacia el pábilo de la vela.
El alumno se detuvo. Abrió los ojos. Nada cambió. Parpadeó, confundido. Luego se escuchó
un fuerte grito cuando uno de los tapices del patio estalló en llamas.
La multitud se giró rápidamente ante el repentino destello de luz. El fuego consumió la en-
vejecida tela. Una ráfaga de viento golpeó contra las llamas, prendiendo fuego al tejado de paja
de la capilla.
Tsukune sintió cómo la empujaban. La noche se llenó de gritos al tiempo que los siervos co-
rrían desde sus puestos designados. Shiba Sukazu se levantó, pero su rostro no se alteró. Su boca
se movió al dar órdenes. Los samuráis reunidos comenzaron a actuar de inmediato, evacuando
el patio, cogiendo agua. Algunos corrieron hacia la capilla. De repente se dio cuenta de que ella
formaba parte de ese grupo.
El fuego devoraba, ansioso, gruesas tiras de lacado, haciéndolas a un lado antes de morder
profundamente la madera ancestral situada bajo él. El fuego ya había tocado tierra, como si fuera
pintura derramada.

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Los Maestros Elementales se mantu-
vieron inmóviles cerca de la capilla en lla-
mas. Sus rostros, iluminados por el fuego,
observaban con calmado interés cómo se
extendían las llamas, como si estuviesen
leyendo un pergamino o estudiando una
pintura. Dos de ellos parecían conversar,
pero Tsukune no podía oírlos. Un frag-
mento de baldosa ardiente se rompió al
golpear contra el suelo al lado de la Maes-
tra de Agua. Ni siquiera dio un respingo.
Y Tadaka observaba junto a ellos, el único
alumno que quedaba en el patio, indistin-
guible salvo por su enorme figura.
Tsukune corrió a su lado y consiguió tomar aliento. Le agarró del brazo. —¡Tadaka-sama!
Es demasiado peligroso. Venid conmigo.
—¡No! —el poco característico grito de Tadaka le congeló la sangre en las venas. Se giró, con
los ojos brillantes, y su rostro enmarcado por la luz anaranjada—. ¡No te preocupes por mí! ¡La
capilla interior! ¡La biblioteca! —Genealogías, plegarias, diagramas estelares, ensalmos. Conoci-
mientos irremplazables, de incalculable valor.
Alguien pasó corriendo a su lado. Al girarse hacia la capilla vio a Shiba Tetsu. Sus resplande-
cientes ropas de seda se agitaban al correr. Mientras saltaba al interior de la capilla en llamas, su
rostro era el de un hombre en paz. Y así desapareció, tragado por la luz.
Ella le siguió. El calor golpeó su rostro y los ojos comenzaron a llorarle, pero continuó avan-
zando hacia el santuario interior, el lugar al que Tetsu debía haberse dirigido. A su alrededor
todo era brillante luz anaranjada o humo del oscuro color del hierro. No podía continuar. Se giró,
pero no vio ninguna salida. Apenas unos pasos detrás de ella, las llamas le cortaban el paso. ¿Era
normal que se extendiesen tan rápido? Recordó el tenugui de su hermano y lo sacó del obi. Lo
apretó contra su rostro y tomó aire a través de la tela, al tiempo que se agachó para situarse bajo
el humo y buscar una alternativa.
Acertó a escuchar una voz desesperada entre el estrépito del fuego. —¡Ayudadnos, por favor!
—provenía de la habitación lateral que otrora había sido la oficina administrativa. Allí se encon-
tró con dos sirvientes y una doncella del templo. Uno de los sirvientes se encontraba atrapado
bajo un mueble en llamas, el otro gritaba en busca de ayuda. La miko se había quedado mirando
las llamas que caían de las paredes.
Tsukune empujó el estante con el hombro. El estante se estremeció, pero no se movió. Mien-
tras empujaba, la tela se le cayó de las manos. La doncella del templo pareció despertar del trance
en el que se había sumido, se situó a su lado y empujó también. Juntas lograron apartar el mueble.

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Tsukune no tuvo que mirar la pierna del hombre para saber que no podría andar con ella.
Una gran nube de humo se acumuló por encima de ellos. Tsukune buscó una salida, pero no
encontró ninguna aparte del muro situado frente a ella, que era pasto de las llamas, compuesto
por un armazón de madera, papel grueso y una delgada capa de yeso.
—¡Por aquí! —gritó, y se lanzó contra el muro con todas sus fuerzas.
El calor abrasó su mejilla, y las llamas se curvaron a su alrededor. Pero el muro de papel cedió,
y logró hacer un agujero de gran tamaño que daba al jardín de la capilla. Cayó sobre un arbusto
y rodó boca abajo. Tras ella, la miko ayudó a los renqueantes sirvientes a salir del templo por
el agujero.
Tsukune comenzó a levantarse, pero se detuvo de inmediato. Se encontraba a los pies de un
hombre vestido con majestuosos ropajes ceremoniales, y tras él su sombra se extendía como unas
alas abiertas. El mon del Maestro Elemental del Fuego brillaba orgulloso en su pecho. Observó
las llamas mientras con las manos apretaba firmemente un largo collar de cuentas ambarinas.
Su rostro tenía una expresión seria, pétrea, pero su voz entonaba plegarias con un tono casi
suplicante. Retorció las manos. El collar se rompió con un sonoro chasquido, esparciendo cuen-
tas por el suelo.
Para cuando la última cuenta cayó al suelo, las últimas llamas de la capilla se habían apagado.
El maestro cerró los ojos y susurró, —Gracias, kami de las llamas, por aceptar esta ofrenda.
Tsukune vio cómo unos hilos de humo se alzaban de una cuenta de plegarias a apenas unos
centímetros de su rostro.

Los instantes posteriores se sucedieron rápidamente mientras los samuráis del Clan del Fénix
hacían un recuento de los daños. El honden había aguantado mejor de lo que parecía. Gracias a
las órdenes de Shiba Sukazu y a la experiencia del Maestro del Fuego, las llamas nunca llegaron
al santuario interior ni al recinto más sagrado. Una tercera parte de la estructura exterior había
resultado destruida, pero las secciones supervivientes no se habían hundido. Aparte de una cuerda
shimenawa rota y que su espíritu huésped había abandonado, se había perdido relativamente
poco de importancia. Las doncellas del templo comenzaron a soltar linternas flotantes torrente
abajo para guiar al espíritu perdido de vuelta a la capilla mientras se preparaba una nueva cuerda
bendecida. Los sacerdotes ofrecieron plegarias con la esperanza de que el estado de la capilla no
ofendiese a los espíritus que aún se encontraban en ella. Con el tiempo, las cicatrices provocadas
por el fuego sanarían.
Algunos Shiba se alejaron de la capilla. Llevaban artefactos, documentos y gran cantidad de
ceniza y quemaduras. Al mirarse en el estanque, Tsukune vio que no le había ido mucho mejor.
Tenías oscuras manchas en la frente y las mejillas, y su cabello de color castaño oscuro era ahora
negro y rígido. Su kimono bueno había sufrido daños a consecuencia de las llamas, y tenía man-
chas de hollín. Frunció el ceño y trató de quitarse la ceniza de las mangas.

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Luego miró detrás suyo, hacia el agu-
jero que había abierto en el muro de la ca-
pilla. Más allá del irregular agujero se veía
una capa negra de escamas de leña carbo-
nizada y humo. Se quedó mirando el lugar
en el que recordaba que se le había caído
la tela de su hermano. Ahora era como
él: únicamente cenizas, nada quedaba en
este mundo.
—¡Tsukune!
La voz era la de Tetsu. Se encontra-
ba junto con los Maestros Elementales
devolviendo la caja de pino que conte-
nía las cenizas de Ujimitsu, que había salvado de las llamas. Varios pergaminos antiguos aso-
maban de una bolsa colgada alrededor de su inmaculado kimono. Se acercó a Tsukune, con
los ojos llenos de preocupación. Aunque olía a humo, no mostraba señal alguna de cenizas
o quemaduras.
—¿Estás bien? —preguntó— ¡No deberías hacer cosas como saltar así al interior de un edifi-
cio en llamas, Tsukune-san!
Ella simplemente se le quedó mirando, chamuscada y llena de hollín, como un pájaro con las
alas quemadas.

—Ven con nosotros —susurró el Maestro del Fuego al pasar al lado de Tadaka—. Necesitas
escuchar esto.
Tadaka asintió y siguió al Maestro del Fuego hasta la cábala de los Maestros Elementales, para
asegurarse de que su conversación sería privada. Se plantó al lado de su senséi, Isawa Rujo, el
Maestro de la Tierra, e ignoró su mirada censuradora.
—Vuestro alumno ha aceptado la responsabilidad al completo, Tsuke-sama —dijo Rujo.
El ceño del Maestro del Fuego se arrugó visiblemente. —Resulta vergonzoso tener que pres-
cindir de él. Era muy prometedor.
—No hay nada que hacer —replicó Rujo—. Debemos preservar nuestro prestigio e impedir el
pánico. Que haya hecho lo necesario para evitarlo es una demostración de nobleza.
—Aun así… —murmuró el Maestro del Fuego.
—Ha… empeorado —dijo sin aliento el decrépito Maestro del Aire. Se apoyó en un bastón
tachonado de jade y se esforzó por respirar mientras los demás aguardaban—. No podemos…
continuar esperando a que el desequilibrio… se resuelva por sí solo. Debemos… involucrar-
nos… de forma directa.

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La Maestra del Agua asintió. Su rostro estaba oculto tras dos cascadas gemelas de cabello ne-
gro, que caían de su sombrero cónico. —Hasta un guijarro causará ondas en el agua. Pronto los
demás clanes se harán preguntas. Es mejor que sea el Clan del Fénix el que las responda. —Tal
vez sería inteligente suspender la ceremonia de forma temporal —sugirió Rujo—. La destrucción
de la capilla es un mal presagio.
Uno por uno, todos ellos se giraron hacia el Maestro del Vacío. Isawa Ujina había dibujado
un círculo en el suelo. Se levantó y cogió un puñado de piedras pulidas de uno de sus muchos
saquitos. Las tiró al círculo mientras los demás observaban, y después se acuclilló al lado y es-
tudió las piedras con el cejo profundamente fruncido.
Tadaka dio un paso adelante. —¿Padre?
—La ceremonia debe continuar —Ujina miró hacia atrás—. El Clan del Fénix precisa de
un Campeón.

Tsukune regresó a su sitio en el círculo de los Shiba. A su derecha se encontraba Tetsu, con la
mirada hacia el suelo en señal de respeto. Incluso Shiba Sukazu se unió al círculo. Todos se
mantuvieron juntos de pie, hombro con hombro, con el Maestro del Vacío en el centro. En las
manos del Maestro se encontraba la espada ancestral del Clan del Fénix.
—Ofushikai —dijo el Ujina—, te rogamos humildemente que nos reveles a tu elegido. —A
continuación, se giró hacia el hombre situado directamente tras él y se inclinó, extendiendo las
manos y ofreciendo la espada al mismo tiempo.
Shiba Sukazu recibió la espada con la cabeza inclinada. La sostuvo durante unos instantes
mientras los demás le observaban. Ujina se levantó. Desde donde se encontraba situada, al otro
lado del círculo, Tsukune pudo ver el alivio en la sonrisa de Sukazu.
Sukazu se giró hacia el Shiba situado a su derecha y le ofreció la espada. El otro la aceptó.
El samurái sostuvo la espada, pero no sucedió nada, por lo que inclinó la cabeza y la ofreció al
siguiente. La espada fue pasando de un Shiba al siguiente, de forma lenta y reverencial, bajo la
siempre atenta mirada del Maestro del Vacío.
Tsukune miró a Tetsu y se percató de su mirada de preocupación, aunque le dirigió una mi-
rada reconfortante. Ella le devolvió una expresión similar. El mon de las Alas del Cielo y el sello
personal de Shiba Ujimitsu situado en sus hombros brillaban a la luz de la luna que caía en su
inmaculado kimono.
Serás tú, Tetsu-sama, pensó. Su sonrisa se ensanchó. Tal y como debe ser.
Se inclinó cuando la espada llegó hasta ella. Era más ligera que la de su madre, como si la
vaina estuviese vacía. Durante un breve instante observó cómo la luz de la luna se reflejaba en
los bordes de la guarda de bronce y en las exquisitas perlas que tachonaban la empuñadura. La
vaina había sido exquisitamente esculpida a partir de un único fragmento de madera, como si
plumas auténticas simplemente se hubiesen petrificado alrededor de la hoja. No pudo encontrar

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ni un solo defecto. La espada ancestral carecía de la drástica curva de una auténtica katana y de
los beneficios de la herrería moderna, pero su aspecto y la sensación que desprendía daban la
impresión de que acabase de haber sido forjada. Esta sería la única vez que tendría el honor de
sostener esta espada. Contuvo el aliento para hacer que el instante durase un poco más.
Se giró hacia Tetsu. Entregarte a Ofushikai será el mayor de los honores, Tetsu-sama.
La espada saltó de la vaina, revelando varios centímetros de espada sin mácula.
Isawa Ujina boqueó. Tsukune se quedó congelada. Los Shiba del círculo intercambiaron mi-
radas y susurros. Al otro lado, Sukazu sonrió. Tsukune miró a Tetsu. Sus ojos estaban abiertos
como platos. Igual que los de ella.
—¡Ha sido elegida! —anunció Ujina. Tsukune abrió la boca, pero no pudo emitir sonido
alguno. Ujina le miró a los ojos, sonriente, y le tomó de las manos—. ¡Sois vos, Shiba Tsukune,
Campeona del Clan del Fénix!
El silencio que se extendió por el patio no fue roto ni siquiera por los gorjeos de las ranas
nocturnas. Tsukune quería ponerle fin, gritar que había habido un error. Ella no podía ser la
elegida. No era posible.
Pero contradecir al Maestro del Vacío era algo inimaginable. Así que en lugar de ello inclinó la
cabeza, y finalmente pareció capaz de hablar. —Como digáis —se inclinó ante el Isawa y juró servir.

Tsukune se encontraba sola en el santuario interior. La luz de la luna se colaba en gruesas


columnas a través de los agujeros provocados en el techo por las llamas. Habían pintado su
nuevo kataginu alado con secciones plateadas. En su obi descansaba el mapa del Castillo Shiba y
la provincia circundante, su nuevo hogar. Se planteó encender incienso ante la estatua de Shiba
y la capilla de Ujimitsu, pero la idea le revolvió las tripas. El lugar ya apestaba a ceniza y a ciprés
quemado. Si Tadaka estuviese aquí, le hubiese dejado encender a él incienso para no ofender a
los espíritus presentes. Pero Tadaka no se encontraba allí. Y pasado mañana, cuando regresase a
sus deberes, ella no le acompañaría.
Bajó la mirada hacia Ofushikai, que sostenía en las manos, sintiendo su peso y los surcos de
su vaina grabada. Tocaba aquella espada perfecta con unas manos torpes, toscas, sucias y llenas
de callos. No tenía unas manos elegantes como las de Shiba Tetsu, unas manos que nunca habían
tenido la oportunidad de tocar esta espada. Y ahora nunca lo harían.
En el instante después de que fuese elegida, sus ojos se apagaron, y apenas pudo ocultar una
mueca. Cuando la espada saltó de la vaina, ¿estaba ya Tetsu extendiendo la mano hacia ella?
Respiró rápidamente una vez. Luego otra. Después una y otra vez, de forma constante. Su
pecho se tensó como si unas manos frías aferrasen su corazón. Se estaba ahogando. Estaba ar-
diendo. Cayó hacia arriba a través del agujero irregular del techo. Las nubes cubrieron la luna.
Los pensamientos escaparon de su mente como si se derramasen de una taza demasiado llena.
Esto es un error. No deberías estar aquí. No es correcto. Todo está mal.

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Sintió un suave peso sobre el hombro. Abrió los ojos. La capilla seguía allí. Ella seguía allí.
Tenía un suelo bajo los pies y la luz de la luna se filtraba a través del techo. Las luciérnagas habían
comenzado a entrar a través del agujero. Brillaban, suspendidas en el aire, parpadeando como
si apareciesen y desapareciesen de la existencia. Fuera, el viento movía los árboles. Dentro, todo
estaba en calma.
Tsukune aún sentía algo sobre el hombro, un ligero toque que descansaba sobre él, pero no
había nada ahí. Enrolló los dedos alrededor de la empuñadura de Ofushikai y después de un
instante, sacó la mitad de la espada de su funda. En el reflejo de la hoja, vio el rostro de una niña
de diecisiete veranos.
Y tras ella, el rostro de Ujimitsu. Sus arrugas y su glorioso kataginu alado habían desapareci-
do. Ahora vestía un sencillo atuendo rústico y una media sonrisa. Su mano descansaba sobre el
hombro de ella. Tras él vio a docenas de guerreros Fénix. Viejos, jóvenes, hombres y mujeres. Sus
ropajes variaban desde recientes a ancestrales, y ocupaban completamente la cámara. Sus cuer-
pos resplandecientes dejaban pasar la luz de la luna, y no proyectaban sombras. Generaciones de
Campeones del Clan del Fénix se alzaban ante ella, y todos le sonreían con aquella media sonrisa.
Un pensamiento apareció en su mente, en una voz que no era la suya, pero que sonaba fami-
liar. Nunca estarás sola, Tsukune.
Envainó la espada y exhaló en silencio.
—Haré cuanto pueda —susurró. Sobre ella, el rostro de piedra de Shiba le sonrió.

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Shiba Tsukune, resuelta Campeona del Clan del Fénix.

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