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©Mónika Feren

Edición 2019
Todos los derechos reservados
Relatos

1. Tránsito
2. Muerto es muerto
3. Ventanilla macabra
4. Tu otro tú
TRÁNSITO
—Cariño, ¿puedes ir a la frutería? Olvidé comprar pimientos y ya sabes cómo se pone tu madre si
no acompañan a la tortilla.

—¿En serio? —preguntó enfadado, justo ahora que se había acomodado en el sofá tenía
que levantarse e ir a por unos malditos pimientos.

—Es tu madre, cielo. No tengo la culpa de que sea tan tiquismiquis. —Sara hablaba desde
la puerta del salón mirando a su marido Ángel con soberbia—. Además, te vendrá bien el paseo,
desde que nos casamos has engordado una barbaridad.

Ángel se levantó de un salto reprimiendo una carcajada:

—¡Qué me dices! ¡Si estoy lozano como un joven de veinte años! —dijo con seriedad
frotándose la barriga cervecera. Sara lo miró con ranuras en los ojos y se acercó a él.

—¡Venga! —dijo dándole un azote—. Mueve ese gordo trasero y ponlo en la frutería. ¡Por
favor!

—Está bien, está bien...

Ángel se fue al baño a peinar el poco pelo que le quedaba en la cabeza. Aunque lo negara,
los años sí que habían hecho mella en él y sí, le habían afectado más desde la boda, hacía ya cinco
años. Ya no iba al gimnasio, el pelo se había evaporado al igual que sus ansias de fiesta, la barriga
de la felicidad estaba creciendo... Aún así ninguno de los dos llegaba a los cincuenta años y le
quedaban muchos años por delante para disfrutar de la vida. Al menos eso creía Ángel.

Sara se quedó en el salón mientras Ángel se peinaba y una extraña sensación se apoderó
de ella. ¿De qué se trataba exactamente? No podía identificarla, era como un presentimiento de
que algo no estaba bien. ¿Por qué tenía la certeza de qué estaba enviando a su marido a la muerte?
Sara sacudió la cabeza pensando en que sería mejor dejar de leer esas novelas de terror que tanto
miedo le daban y que de todos modos no podía evitar leer. Cuando Ángel salió del baño, Sara fue
a su encuentro en el pasillo y le tendió un billete de 10:

—Si te sobra puedes comprar una cerveza, grandullón.

—Oh, ¡qué amable!

—Ten cuidado en el cruce —dijo Sara sin pensar—. Ya sabes que a veces los coches pasan
a toda velocidad y no respetan a los peatones.

—¡Mi querida Sara se ha hecho monitora de un curso para la protección de los viandantes!
—bromeó Ángel—. No te preocupes mujer.

Ángel cruzó por el paso de peatones sin ningún problema, Sara era una exagerada, la
visibilidad del cruce era excelente, había que ser muy tonto para resultar atropellado allí.
Entró en la frutería y el señor que regentaba la tienda parloteaba sin cesar con un cliente,
como de costumbre. Por eso a Ángel no le gustaba ir de compras, tener que esperar no era uno
de sus puntos fuertes.

—¡Hola! —exclamó para hacerse ver.

Increíblemente ninguno de los dos se molestó en contestar a su saludo.

"Que educados" pensó Ángel molesto. Con lo bien que estaba en el sofacito de su casa y
tener que salir a aguantar a esos especímenes.

Entonces entró una señora y pasó por delante de Ángel como si nada, se apoyó en el
mostrador y soltó sin más:

—A ver Eusebio, aquí venimos a comprar no a charlar... ¿Ya ha terminado de comprar? —


le espetó al cliente que hasta ese momento hablaba con Eusebio. Así es como se entraba en una
tienda, sí señora. Con decisión.

El hombre se ruborizó, cogió su bolsa con la compra y se fue sin hacer ningún comentario.
La señora se dio por satisfecha y se puso a pedir fruta, que si unos melocotones, que si unas
bananas y ponga también medio kilo de ciruelas pasas que son muy buenas para el estreñimiento.
Ángel no daba crédito, ¡se había colado con todo el descaro! Y ni siquiera Eusebio era capaz de
decirle nada.

De la trastienda salió la mujer de Eusebio y justo cuando ella se puso detrás del mostrador
y Ángel iba a pedirle los dichosos pimientos, un chico entró apresurado pidiendo una barra de
pan bien horneada. La mujer de Eusebio lo atendió enseguida.

Ángel no salía de su asombro pero decidió permanecer callado, si los dueños no decían
nada, no sería él quien empezase una discusión por el turno. No podía dejar de pensar en lo
caradura que podía llegar a ser la gente, en cómo podían pasar por delante de él como si tal cosa
e ignorarlo de esa manera... Desde luego, había personas para todo.

Transcurrido un rato, la señora mal encarada y el chico se marcharon.

—¡Por fin! —exclamó Ángel apoyándose en el mostrador— ¡Debo de ser invisible!


¡Increíble! Quiero dos kilos de pimientos, de los que pican, por favor.

Eusebio se giró, le dio la espalda sin decir nada y la mujer de Eusebio se fue de nuevo a la
trastienda.

—¡Eh! ¿Me está oyendo? —preguntó alarmado Ángel dando un golpe con la mano en el
mostrador—. ¿Es que es hoy el día de los Santos Inocentes o qué?

—¡Marta! —exclamó Eusebio saliendo de detrás del mostrador— ¡Ven a ver! Ha pasado
algo ahí fuera, en el cruce...

—¡Claro que pasa algo! ¡Quiero mis pimientos! —gritó Ángel sintiéndose ridículo de
inmediato, parecía un niño en plena rabieta.
Entonces Ángel se detuvo a escuchar realmente por primera vez desde que había entrado
en la frutería. Había estado tan concentrado en el descaro de las otras personas que se habían
colado, que no reparó en ningún momento en cómo sonaban las voces. La voz de Eusebio se oía
lejana, como si en vez de estar a su lado, estuviese mucho más allá, en otro lugar. De fondo se
escuchaba a la gente murmurando en la acera enfrente de la frutería.

—Parece que han atropellado a alguien —dijo el chico que acababa de comprar el pan
hacía un momento.

—Ese cruce... Mira que lo tengo dicho, los coches no respetan nada. Espero que no sea
grave —dijo Eusebio.

—Creo que sí que lo es —dijo Ángel aunque nadie pudiera oírlo ya. Pasó entre la gente
caminando como en un sueño, cada persona tenía un color alrededor que antes no podía ver y
que ahora brillaba intensamente. Todo parecía gris y desvaído excepto esos colores.

—¿Qué está pasando? —preguntó a una mujer que estaba mirando hacia el lugar en donde
se encontraba una ambulancia y un coche detenido con el capó abollado.

La mujer no contestó y continuó con la mano en la boca tapando su expresión de sorpresa.


De su mano brotaba un color rojo intenso. "El color del miedo" pensó Ángel sin sentido. Continuó
caminando hasta llegar al cruce al que temía Sara. Al final iba a resultar que tenía razón y todo.
Odiaba tener que darle la razón. De todos modos, ya no podría hacerlo.

Estaba muerto. Su cuerpo yacía medio ladeado a dos metros de sus pies etéreos. De la
cabeza salía un reguero de sangre considerable y preocupante, la pierna izquierda estaba
retorcida en una postura nada natural. Recordó sus propios pensamientos: “solo un tonto podría
ser atropellado en este cruce”. Así que además de morir se había ganado un título nada agradable.

Había ido a por unos pimientos y había hallado la muerte. Que extraña cosa es el destino
que nos lleva allí a donde debemos de estar. Se imaginó a Sara llorando su muerte y no pudo
contener sus propias lágrimas.

—Estoy aquí, aún no me he ido...


MUERTO ES MUERTO

—¡Lo has vuelto a conseguir, Lisa! —exclamó su amiga poniéndose la chaqueta. Lisa la miró y le
guiñó un ojo sin darle mayor importancia. Estaba convencida de que la suerte que tenía jugando
a los dardos era gracias a las pinzas que su abuela le había regalado. Y esa noche las llevaba
puestas sujetando el pulcro moño que además le dejaba ver mejor la diana.

Los gallitos de turno miraban a Lisa de hito en hito con mal humor, especialmente Herver
que odiaba perder contra ella y no era la primera vez que ocurría, sino la sexta. A ninguno de ellos
les gustaba que una chica ganase el torneo de dardos que todos los viernes de fin de mes se
celebraba en el bar de Larry.

—Será mejor que nos vayamos, Tati —dijo Lisa entre divertida y molesta—, antes de que
alguno de esos me lance un dardo a los ojos.

—Eres la mejor —dijo Larry desde detrás de la barra—, algún día tendrán que aceptarlo.

Larry le entregó el trofeo del campeonato, una diana de plata en miniatura con un dardo
justo en el blanco y la fecha del evento: 21/04/19

—Gracias —dijo Lisa con sinceridad, Larry era un buen hombre.

—Esto no quedará así —dijo Herver pasando por su lado. Solo le había faltado escupir para
terminar de mostrar todo el desprecio que reflejaban sus ojos.

—Lárgate, Herver —. Larry movió la mano indicando a Herver donde estaba la puerta por
si lo había olvidado. Herver salió de mala gana sin dejar de mirar a Lisa con aquellos ojos
oscuros—.

Será mejor que esperéis un poco antes de iros por si se le ocurre esperar por vosotras o
algo. Os invito a una ronda.

—No te preocupes, Lisa está yendo a clases de judo, ¿verdad? —preguntó Tati—. Todo por
culpa de su hermano…

Lisa le dio un codazo, su amiga era tan impertinente como de costumbre. Siempre con su
manía de contar lo que no debía.

—Debemos irnos —dijo molesta—, hasta mañana, Larry.

Afuera empezaba a hacer fresco, aunque estaban en primavera las noches todavía seguían
siendo frías. Lisa se puso la chaqueta de cuero dispuesta a echarle la bronca a su amiga por hablar
de más, pero cuando la miró, ella ya estaba preparada con esos ojos de pena que tanta lástima le
daban a Lisa.
—Lo siento —dijo Tati gimoteando como una niña pequeña—. No consigo dominar mi
lengua…

Lisa refunfuñó para sí pero no dijo nada.

—Espero que sea la última vez... —Lisa se rió dando por hecho que no iba a ser así y Tati
suspiró aliviada—. No quiero que nadie más se entere de que mi hermano está amenazándome.

—Ya sabes lo que opino de eso —dijo Tati sacando las llaves del bolso para entrar en su
casa. El edificio de Tati estaba muy cerca del bar de Larry, sin embargo a Lisa aún le quedaban
dos calles que recorrer en plena noche—, ¿quieres que te acompañe?

—¿Para qué? Luego tendrías que regresar sola hasta aquí. La que voy a clase de judo soy
yo, tú misma lo has dicho —replicó Lisa guiñándole un ojo.

—Está bien, espero que duermas de maravilla después de otra gran victoria —Tati sonrió—,
avísame cuando llegues a casa.

Lisa asintió y se alejó caminando con los hombros encogidos. Debería haber llevado una
bufanda de las finas, después se quejaba del dolor de garganta que siempre aparecía en los
momentos más inoportunos. El trofeo del campeonato de dardos estaba igual de frío que la
noche pero al menos le serviría por si alguien intentaba atacarla.

Caminaba mirándose los pies y las deportivas blancas, tal vez había llegado el momento
de jubilarlas. Empezaban a despegarse por los lados pero eran tan cómodas que se resistía a
cambiarlas. Casi sin darse cuenta había llegado a su edificio, lo reconoció por el cambio en la
acera que pasaba de ser de baldosa grises a baldosas rojas y amarillas. Así de originales eran en
su calle. Cuando alzó la vista se detuvo bruscamente. ¿Qué hacía eso allí? Un poco más adelante
de su portal, en el medio y medio de la acera, había una cámara de vídeo grande, sostenida por
un trípode y enfocando justo hacia donde estaba Lisa. Emitía un pulso de luz roja cada pocos
segundos como si estuviese grabando en aquel mismo instante. Lisa no se lo pensó dos veces,
sabía lo que le ocurría a los curiosos en las películas de terror, así que abrió la puerta con rapidez
y echó a correr escaleras arriba. Era un edificio muy antiguo y no tenía ascensor pero jamás en la
vida Lisa había llegado tan rápido hasta su cuarto piso. Se detuvo intentando recuperar la
respiración y la calma, ya de paso, pero no se imaginaba lo que aún estaba por venir.

«Seguro que alguien está grabando un reportaje o algo» pensó para intentar serenarse pero
su mente le decía que no solo era raro que alguien dejara sola una cámara como aquella que debía
de costar un pastizal, sino que además era de noche y que Lisa supiera no había nada interesante
que grabar junto a su portal a excepción de las estupendas baldosas, claro.

De pronto escuchó unos pasos en las escaleras que llevaban hacia el quinto. Sonaban
como si alguien acabase de venir de ducharse con unas deportivas: chof, chof, chof... Lisa quiso
meter la llave en la puerta para entrar de inmediato pero la luz de las escaleras se apagó dejándola
en la más completa oscuridad acompañada solo de aquel aterrador sonido. Lo intentó a oscuras
pero no atinaba con la cerradura y empezaba a perder los nervios, así que cogió el móvil de la
mochila y encendió la pantalla. Los pasos sonaban cada vez más cerca y las llaves se le cayeron
al suelo del puro estrés.

Se giró enfocando a la oscuridad con la ridícula luz blanca del móvil.

—¡Peter! ¿Eres tú? —preguntó moviendo el móvil en todas direcciones. Peter era su vecino
del quinto. Desde la muerte de su hijo se comportaba de un modo extraño y taciturno, tal vez
había perdido la chaveta por completo y se paseaba por las escaleras con los pies encharcados
de agua.

Nadie contestaba y Lisa vio su propio reflejo en el cristal de la ventana que había al fondo
del rellano. Del puro susto el teléfono salió despedido de su mano y rodó escaleras abajo
rompiéndose en pedazos pero a Lisa poco le importaba, ni siquiera pensó en como iba a avisar a
Tati de que ya había llegado a casa, lo que le preocupaba era su corazón que le golpeaba el pecho
con furia como si quisiera salir a dar un paseo.

Se echó a llorar con impotencia deslizándose por la pared hasta acabar sentada en el suelo.
Podría haber intentado alcanzar el interruptor de la luz pero estaba demasiado lejos de él y a la
vez demasiado cerca de aquellos pasos misteriosos.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó desde el suelo, ya no sabía que más podía hacer, el miedo
se había apoderado de ella. Como por encantamiento la luz de las escaleras se encendió tras su
pregunta, seguramente porque alguien había salido a ver qué ocurría y había encendido la luz,
pero lo que la luz revelaba no era en absoluto mejor que la oscuridad. Lo que estaba viendo Lisa
allí delante era imposible. En el descansillo de la escalera entre el cuarto y el quinto piso, estaba
Hugo, el hijo de Peter. Si sus ojos no la engañaban era el mismo niño que había muerto hacía tres
años ahogado en la piscina de su abuela. Llevaba puesto un pijama gris y miraba a Lisa fijamente
con sus ojos azules brillantes. Su pelo estaba pegado a la cabeza y en su mirada se reflejaba una
tristeza que Lisa nunca había contemplado en un rostro de alguien de tan corta edad. Hugo
estaba mojado de arriba a abajo y Lisa podía ver como del pijama caían sin cesar gotas de agua,
sin duda eso explicaba el sonido aguado de los pasos.

—Creo que me sentaron mal los espaguetis —dijo Hugo y sonrió, le faltaban los dos dientes
delanteros—, la abuela lo decía siempre —la voz del niño se transformó en la de una señora
mayor—: No vayas a nadar después de comer, puede darte una indigestión.

Tras decir esto, Hugo abrió mucho los ojos y se echó a correr hacia Lisa dejando un reguero
de agua tras de sí.

—¡Corre! —gritó recuperando su voz infantil y recogió las llaves de Lisa del suelo—. ¿Cuál
es la llave?

Lisa no respondía, se había quedado en estado de shock allí sentada en el suelo tras
escuchar como la voz de Hugo se transformaba en la de su abuela como si tal cosa. Lisa podía ver
a Hugo agitando las llaves delante de sus narices preguntando sin cesar cuál era la que abría la
puerta y sin embargo, permanecía parada mirando hacia el frente.
—¡Ayúdame! —gritó Hugo, pero Lisa continuó quieta sin poder moverse. Aunque hubiera
deseado ayudar al pobre niño muerto, no podía ni mover un solo músculo del cuerpo, las
neuronas de Lisa habían dejado de hacer sinapsis y ya no respondían.

Hugo consiguió abrir la puerta después de probar varias llaves y tiró de Lisa hacia adentro,
justo a tiempo antes de que una sombra mucho más alta que Lisa y que el propio techo se
abalanzase sobre ellos. Sin saber muy bien como, Lisa se percató de que ya estaba dentro de la
casa, de pie y apoyada en la puerta.

—¡Tienes que apartarte de la puerta! ¡Está ahí fuera! —apremió Hugo.

Lisa, en lugar de hacerle caso, se giró dispuesta a ver que era eso que estaba tras la puerta
y que tanto miedo daba al niño y no se le ocurrió una mejor idea que otear por la mirilla. Enseguida
se arrepintió de haberlo hecho, parecía que la ración de sustos y terror no iba a terminar tan
rápido esa noche. Allá afuera, delante de la puerta, estaba Hugo. ¿Acaso no estaba dentro con ella
hacía solo unos segundos? Sin embargo el niño que estaba tras la puerta no parecía el mismo de
antes. Su pelo estaba alborotado, además de seco y el pijama se había transformado en un
vaquero y una camiseta blanca. Hugo sonrió y sacudió la mano:

—Ven —le dijo. Lisa pudo leer sus labios sin problema—, debes acompañarme. No hagas
caso de mi otro yo, él se ha quedado atrapado en el miedo. No querrás que te ocurra lo mismo,
¿verdad?

Lisa se apartó poco a poco de la mirilla caminando hacia atrás.

—Tú misma —le oyó decir—, volveré más tarde.

Las noticias anunciaban lluvias torrenciales y mucho viento, pero a Lisa un poco de agua y aire no
iban a asustarla después de lo que había visto hacía tan solo unas horas. Después de lo sucedido
la noche anterior había logrado llegar hasta la cama y taparse la cabeza con la almohada y así se
había quedado hasta que la televisión se encendió a las siete en punto, como todos los días.

—No salgan de casa a menos que sea estrictamente necesario, la borrasca... —Lisa se
incorporó en la cama y apagó la televisión con el mando dejándolo caer a un lado sin preocuparse
demasiado. Desde la ventana podía ver cómo las nubes se estaban agrupando, poniendo la
mañana cada vez más gris y oscura, por una vez lo que decían las noticias iba a ser cierto, a pesar
de que Lisa estaba convencida de que había visto en algún momento como daban buen tiempo
para todo el fin de semana.

Se levantó acercándose a la ventana. En ella podía ver su reflejo demacrado mientras


intentaba convencerse de que lo que había visto no era real, seguramente alguien le había echado
algo en la bebida en el bar de Larry y había alucinado. Le extrañaba que Tati no estuviera ya allí
preguntando porqué no la había avisado al llegar. Quizás aún era demasiado temprano, pero
conociendo a su amiga lo lógico es que hubiera llamado a la policía preocupándose por ella.
Supuso que lo mejor que podía hacer era avisarla cuanto antes de lo que había pasado o por lo
menos ir a comprobar si el móvil aún seguía con vida tras la caída por las escaleras.

—Lo que deberías hacer primero es ir a junto Peter y decirle que su hijo ha regresado de
entre los muertos —dijo en voz alta. No parecía muy buena idea pero por algún lado tendría que
empezar a retomar la normalidad. Si acaso Peter la tomaba por loca lo comprendería.

Subió las escaleras hasta el quinto, ahora que la luz del día entraba por la ventana del
rellano ya nada parecía tan tétrico como la noche anterior. Es más, el recuerdo de lo vivido
empezaba a desvanecerse en la mente de Lisa como si realmente nunca hubiese ocurrido, sin
embargo, cuando vio las manchas de sangre en la puerta de Peter cambió de opinión. Tal vez esas
manchas rojas siempre habían estado ahí y Lisa no las había visto hasta ese momento, pero
aunque esa idea era tentadora para calmar su miedo, hacía solo dos días que Lisa había estado
junto a esa puerta pidiéndole a Peter tomate frito para sus macarrones y no recordaba haber visto
ninguna mancha.

«A lo mejor las hice yo con el tomate...» pensó.

«Claro, por eso las manchas tienen forma de dedos... ¡De dedos infantiles, además!», le
replicó su mente y Lisa se echó a reír de sus propias ocurrencias. Reír por no llorar.
Pulsó el timbre a la espera de que Peter le contara qué estaba ocurriendo allí pero nadie
respondía. Quizás no estuviera en casa. En ocasiones se iba al pueblo de su madre, a la casa en
donde había muerto su hijo. Las malas lenguas decían que se sentaba en el borde de la piscina y
se pasaba horas y horas contemplando el agua. Había quien aseguraba que incluso hablaba solo
y esperaba una respuesta que nunca llegaba.
Justo cuando Lisa iba dar la vuelta para irse y pensar qué hacer, la puerta de Peter se abrió
lentamente con un chirrido que resonó por todo el rellano. ¿Y qué hace alguien cuando una puerta
manchada de sangre se abre de forma misteriosa? Entrar adentro, por supuesto. Lisa se asomó y
un olor nauseabundo le traspasó todos los sentidos, empezaba a preguntarse si a Peter no le
habría ocurrido algo grave... ¿Y si un ladrón había entrado sibilinamente y herido a Peter? Podría
ser que aún estuviera vivo pidiendo auxilio sin que nadie lo escuchara. Aunque desde luego,
ninguno de esos pensamientos explicaba semejante olor a podrido.
—¿Peter? —llamó—, soy Lisa, voy a entrar...
Caminó por el pasillo mirando a todas direcciones con la adrenalina bombeando su sangre
a cien por hora por sus venas y arterias. No se oía nada, ni tan siquiera los ruidos habituales de la
calle, coches pasando o el camión de la basura realizando su servicio.
«Es demasiado temprano» se convencía Lisa.
—¿Peter?
Fue hacia el salón porque de allí parecía provenir el olor y oteó con cuidado. La puerta
estaba abierta de par en par pero no había nada extraño, es más, estaba ordenado y limpio a más
no poder.
La mesa incluso tenía un jarrón lleno de rosas blancas que parecían recién arrancadas. No
entendía cómo podía oler así de mal con lo limpio que estaba todo. Una gran cortina de color
granate cubría la ventana del salón y le impedía ver si había algo detrás de ella. Lisa rogaba en
silencio a todos los dioses existentes para que el cuerpo descuartizado de Peter no estuviera allí
detrás esperando a ser descubierto.
Fue hacia la cortina caminando despacio y mirando hacia atrás por si alguien venía a por
ella y a medida que avanzaba oscurecía cada vez más. Las nubes debían haberse reunido ya todas
y por eso estaba todo tan oscuro. Sin duda la mente de Lisa era ideal para inventar excusas que
justificasen su miedo.
—No es eso, Lisa —dijo una voz detrás de ella—, la borrasca no es real, nada de esto lo es.
Tú misma lo has pensado. ¿No daban buen tiempo para el fin de semana? ¿Entonces como
explicas esta repentina borrasca? Aquí todo ocurre al revés.
Era Hugo vestido con su vaquero y la camiseta blanca, además ahora tenía una piruleta de
colores que intentaba morder sin éxito. Sonreía a pesar de su aspecto pálido y demacrado.
—Me rompí los dientes cuando me desmayé al lado del borde de la piscina —dijo Hugo con
desidia—, ¡qué fastidio! Podría haberme salvado si me hubiera desmayado solo un centímetro
más atrás. ¿Quieres? —preguntó señalándola con la piruleta, Lisa negó con la cabeza y dio varios
pasos hacia atrás acercándose cada vez más a la cortina—. Muy bien, Lisa, por ahí es el camino
correcto. ¿Preparada para aceptar tu nueva realidad?
Lisa fue consciente de que estaba yendo hacia donde Hugo quería y eso no era muy
conveniente después de todas las locuras que él le estaba contando. Quiso correr esquivando al
niño pero él le dio un empujón y su sonrisa desapareció al instante.

—¡Acepta la realidad! —le gritó—, si yo pude aceptarla con ocho años tú también puedes,
ya eres mayorcita.

Lisa trastabilló y se enredó en la cortina que no era tal, sino sangre coagulada que caía
como una cascada. Sintió como unas manos invisibles la agarraban y la obligaban a mirar por la
ventana.

—Mira, Lisa, allí abajo está tu realidad —decía un coro de voces—. Mira, mira, mira... —la
alentaban. Y Lisa miró porque no le quedaba más remedio.

En la acera que daba acceso al edificio de Lisa y Peter yacía el cuerpo sin vida de Lisa
Sanderson. Era de noche, y lo que Lisa había visto como una cámara de vídeo que la grababa, era
en realidad Herver, su mayor rival en el campeonato de dardos, apuntando directamente hacia
ella con una pistola de 9 mm. Por lo visto no tenía muy buen perder.

Lisa lo miró con asombro pero no le dio tiempo a mucho más. Un único disparo sonó en
mitad de la noche apenas como un «puf». Herver no tenía muchas luces, no, pero sabía que si
disparaba sin silenciador los vecinos llamarían a la policía y podrían pillarlo con las manos en la
masa. Después de tantos meses preparando ese asesinato no podía permitir que algo saliera mal.
Aunque podía parecer una venganza por el campeonato de dardos, la motivación de Herver era
bien distinta. Lo que lo movía era la cifra de hasta seis ceros que el hermano de Lisa ingresaría en
su cuenta tras acabar con la vida de esa mujer. Tampoco le importaba demasiado, ya había
intentado acercarse a ella para llevársela al huerto y así poder llevar a cabo la misión de una forma
menos drástica, pero pronto se dio cuenta de que sería imposible, así que cambió su táctica. Tan
solo tendría que encontrar el momento oportuno y aquella noche le había parecido estupenda.

El tiro fue certero e impactó en la sien derecha de Lisa que cayó despatarrada en la acera
al instante. Herver ni siquiera se acercó a comprobar si estaba muerta o no, confiaba ciegamente
en su puntería. Sus ocho años en el ejército de tierra y todas sus condecoraciones a mejor tirador
le daban esa seguridad. De hecho, le había fastidiado tener que simular mala puntería en la diana
para no levantar sospechas.

Lisa observó toda la escena desde la ventana del quinto piso e incluso pudo saber las
intenciones de Herver, todos sus pensamientos y quien le había ordenado cometer aquel crimen.
Su propio hermano, y todo por una disputa por una herencia familiar.

Las manos que antes la habían obligado a mirar por la ventana, ahora intentaban
consolarla frotando sus hombros con delicadeza.

—Lo sentimos... —decían.

Lisa atravesó la catarata de sangre regresando al salón. Se miró de arriba a abajo pero no
había ni rastro de sangre en sus ropas por mucho que la sangre pareciese manar a borbotones.

—¿Por qué no me dijiste que estaba muerta? —le preguntó a Hugo. Él estaba sentado en
el sofá como si nada hubiera ocurrido.

—Aún era muy pronto y además no quisiste acompañarme. Seguro que hubieras preferido
irte con mi otro yo, el miedoso... Esa triste sombra que se negó a aceptar mi muerte.

—No sé de qué me estás hablando —dijo Lisa con sinceridad.

—No importa, ¿me acompañarás al otro lado? —preguntó contento—, me gustaba cuando
jugabas conmigo de pequeño.

Lisa se sentó al lado de Hugo y lo miró profundamente:

—¿De verdad que estoy muerta?

Hugo asintió con la cabeza sin dejar de reír, por lo visto tener una nueva compañera de
juegos tras la muerte era la mar de divertido.

—Debemos irnos, ¿ves aquel carruaje?

Lisa miró a todos lados sin saber a qué se refería Hugo. Él se echó a reír a carcajadas y giró
la cabeza de Lisa hacia la tele:

—Allí —dijo entre risas.


En la imagen de la televisión aparecía un carruaje de los antiguos tirado por dos
impresionantes caballos negros pura sangre. Desde el carruaje asomaba una mano con un guante
blanco que les hacía señas para que se acercaran.

—Vamos —dijo Hugo—, o se irán sin nosotros. El niño agarró la mano de Lisa y se dirigieron
juntos hacia el televisor desapareciendo tras la pantalla como dos sombras blancas.

En el mundo de los vivos, Peter apagó la televisión harto de esperar a que volviera la
imagen. Ya llevaba más de diez minutos sin señal y estaba seguro de que algún pájaro tonto se
había posado otra vez en la antena interrumpiendo la señal como pasaba a menudo. En el fondo
de su corazón,

Peter prefería pensar que era su hijo intentando enviar una señal desde el más allá, algo
así como:

«Estoy bien, papá. No te preocupes». Pero ese mensaje nunca llegaba por más que Peter lo
así lo desease.

Era casi de día y se oía una ambulancia ulular a lo lejos, más bien parecía la sirena de la
policía o tal vez las dos cosas al mismo tiempo. Algo había ocurrido allí mismo, en su calle, pero a
Peter no le importaba, eses sonidos le recordaban el día en que su hijo había aparecido flotando
en la piscina de su madre. Nunca se lo había perdonado a sí mismo, si hubiera estado allí con él
en lugar de bebiendo en el bar de Larry nada de eso hubiera ocurrido. Quizá sí, pero no se sentiría
tan culpable.

La culpa le pesaba como una losa de cemento sobre la cabeza y por fin había llegado el
momento de cumplir con su promesa: reunirse con su hijo. La vida de Peter no valía nada sin Hugo,
debía sacrificarse para estar junto a él y poder observar juntos esos lugares fantásticos que le
esperaban tras la muerte.

Se asomó a la ventana pero ni siquiera vio que el cuerpo de su vecina estaba tendido sobre
la acera y que dos sanitarios se acercaban a él a la carrera tras aparcar la ambulancia frente al
portal.

Peter no vio nada de eso, solo a su pequeño Hugo sonriendo y haciéndole señas para que
se tirara por la ventana.

·
VENTANILLA MACABRA

Todo empezó por culpa la lluvia de aquella noche. Llevaba veinte días con la ventanilla del coche
estropeada. No subía, ni bajaba. Se había quedado atascada justo en el medio y aún por encima
era la de mi lado, la del conductor. Bien podría haber sido la del acompañante o una de la parte
trasera y puede que tal vez no hubiese ocurrido nada de lo que pasó después.
Nunca encontraba un momento para arreglar la dichosa ventanilla. Era verano y hacía
calor por lo que la mayor parte del tiempo estaba bien que la ventanilla estuviese estropeada, al
menos lo fue hasta aquella noche de lluvia torrencial.
Venía del trabajo conduciendo por la autovía y de repente sin venir a cuento se puso a
llover como si fuese el día del juicio final. ¡Qué manera de llover! Era increíble, en pocos minutos
me empapé por completo por culpa de la maldita ventanilla estropeada. O más bien por mi culpa
por no haberla arreglado antes.
Al día siguiente fui al taller de Marcus dispuesto a dejar el coche allí y tomar el autobús
para llegar al trabajo pero gracias a mi mala suerte, resultó que el taller estaba cerrado porque
Marcus se había roto una pierna el día anterior. ¡Qué casualidad!
Recordé entonces, que de camino al trabajo había un taller "Reparo Todo" se llamaba y
decidí que por cambiar una vez de mecánico en toda la vida tampoco iba a pasar nada. ¡Ah, craso
error! Los cambios no siempre son buenos.
Dejé allí el coche y uno de los empleados se ofreció a llevarme al trabajo y venir a
recogerme al terminar mi jornada, que la ventanilla ya estaría lista para entonces. Le dije que no
era necesario, que podía llamar a un taxi, pero el chico insitió.
—Es lo mínimo que podemos hacer por nuestros clientes —dijo.
Y desde aquel día, la nueva ventanilla no ha dejado de insistir en que debo hacer algo
horrible. Dice que es mi cometido en la vida y que no puedo evitar hacerlo. Cualquiera diría que
estoy loco por hablar con una ventana inerte pero ella está viva y me ha prometido el oro y el
moro si hago lo que me pide.
Así que, aquí estoy. En el coche, con un mapa de la ciudad en el regazo y esperando que
salga la víctima perfecta. Según mi amiga la ventanilla, la primera persona afectada debería ser
alguien ni muy joven ni muy viejo, por lo que he venido a McDonals recordando al tipo seboso que
me atendió un día de mala manera. Debe tener unos cuarenta y tantos como yo. Una víctima
óptima. Solo espero que no me reconozca y el plan se vaya al garete.
Por allí viene con su barriga bamboleante. He aparcado de manera que pueda verme
cuando cruce la calle. Viene directo hacia mí.
—¡Disculpe! —grito para que pueda oírme y el tipo se señala a sí mismo.
—¿Yo? —pregunta acercándose, ya está pegado al coche.
—A ver si puede ayudarme buen hombre —digo ocultando mi rostro bajo la gorra que llevo
puesta—. Estoy intentando llegar aquí —señalo un punto en el mapa— y no hay manera.
El gordo se ríe y me alegro de haberle elegido a él como primera víctima. Es muy odioso.
—Tienes el mapa del revés hombre —dice metiendo la mano dentro del coche para
colocar el mapa.
La ventanilla se sube un poco pero no demasiado, no es el brazo el botín que quiere
llevarse la condenada.
Hago el tonto y me río acompañando su risa de hiena.
—¡Vaya, qué tonto soy! ¿Verdad? —pregunto.
—Un poco sí —dice todo convencido mientras sigue con su risa.
—¿Puedes señalarme bien la carretera por donde he de ir?
Su brazo es tan corto como rechoncho y casi tiene que meter la cabeza dentro del coche
para poder señalar bien en el mapa. Yo se lo aparto hacia la derecha con disimulo para que se
meta más y más dentro.
La ventanilla empieza a subir lentamente y el tipo no se entera, sigue entregado a darme
instrucciones que ni siquiera estoy escuchando, solo quiero ver como se desenvuelve mi amiguita.
De pronto la ventanilla sube con un golpe seco y la cabeza del seboso cae rodando entre
el mapa y mis piernas. El cuerpo se cae como en cámara lenta hacia la carretera y veo como
alguien que en ese momento sale del McDonalds se pone a gritar. Es un grito genuino donde lo
haya.
Cojo la cabeza del fulano por los pocos pelos que le quedan en la cabeza y la sacudo en el
aire riéndome, parece que ahora a él ya se le han quitado las ganas de reír.
TU OTRO TÚ

Es de noche, la hora de la cena. Mi madre está en la cocina preparando unas albóndigas y yo veo
la tele con mi padre en el salón. Dice que está muy cansado, hoy ha sido un día duro en el trabajo
y encima el jefe le ha echado la bronca. Lo escucho quejarse mientras de fondo suenan las noticias.

De pronto suena el timbre y la sensación de que algo va mal me embarga por completo de
un momento a otro.

—¿Quién era? -le pregunto a mi madre cuando entra por el salón. Su cara pálida y asustada
me prepara para lo peor.

—Es tu padre —dice susurrando.

Miro a mi padre que está sentado a mi lado en el sofá y él me devuelve la mirada con ojos
de no entender nada de lo que está ocurriendo. Se encoge de hombros como si lo más lógico del
mundo sea que tu doble haya venido a hacerte una visita a la hora de la cena.

—¡Si está aquí! —digo convencida.

—También aquí, ya viene —dice mi madre y en su boca se forma un rictus de horror.

En efecto, allí está detrás de mi madre clavando un cuchillo en su a espalda que ahora ya
le sobresale por el pecho. La sonrisa ladina del doble malvado de mi padre me atraviesa los
sentidos y lo único que puedo hacer es gritar.

Mi padre (el de verdad) me acompaña y los dos entonamos un cántico de alaridos nunca
escuchado antes en el mundo entero.

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