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Fue el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein en el siglo

pasado el que llegó a pronunciar, entre otros, el siguiente


pensamiento: "Los límites de mi lenguaje son los límites de
mi mundo."

Yo estoy cada día más convencido de ello y aunque Loquillo -el enfant
terrible troglodita del rock español de los ochenta- confiese en una de sus canciones
que hay mejores formas que la sana y exigente dialéctica para dirimir cualquier
malentendido o discusión; creo que es indudable que la expresión verbal, rica en
matices, fértil en sugerencias y precisa en conceptos y referencias, es la mejor
herramienta de que disponemos los hombres de a pie, como animales racionales
que presumimos ser, para acordar respetarnos y llegar a entendernos reflexiva y
recíprocamente.

Dice el cantante barcelonés en una de las estrofas de su exitosa canción " Feo, fuerte
y formal":

Mi familia no son gente normal


de otra época y corte moral.
Resuelven sus problemas de forma natural.
Para qué discutir, si puedes pelear.

Y así es, está en nuestra naturaleza, necesitamos que o se nos dé la razón, o bien
cerciorarnos positivamente de que nuestras ideas son aceptables y aceptadas, que
se aprueban y se tienen en consideración, puesto que, indudablemente, son signo
de nuestra calidad intelectual y evidencian nuestra validez como seres sensibles,
sensatos y prudentes en el hablar y eficaces en el discurrir.

Pero, ay, algunas veces resulta que... ni el más refinado ni el más disciplinado en la
filosofía Zen puede resistirse en alguna ocasión a dar un puñetazo en la mesa, o a
replicar una impertinencia a destiempo con un mordaz sarcasmo, o a buscar el
enfrentamiento con un antipático contertulio empleando un tono desabrido al
tiempo que desafiante... Inevitablemente acabamos elevando la voz, sí, siempre más
de lo necesario, al menos lo suficiente como para no poder seguir manteniendo
incólume nuestro prestigio como conversadores de temple hierático e invulnerable
fachada.

Lo vemos constantemente en los muchos y lamentables programas de televisión de


pseudodebates, sin menoscabo de aquellos otros, minoritarios, eso sí, en los que
todavía se mantienen unos envites moderados y unas polémicas constructivas, ni
agresivas ni ofensivas.

Así pues, ya que, siendo sinceros, estamos muy lejos de ofrecer una conducta verbal
como interlocutores que sirva de ejemplo para nuestros hijos, que haga las veces de
espejo en el que puedan mirarse sin escrúpulos nuestros alumnos, que fomente la
sabia experiencia de la escucha atenta para nuestros conciudadanos y para el
prójimo en general; quizá podamos reducir el número de veces en que usamos las
palabras como arietes y la entonación con que las desenvainamos como quien
arrojara sal marina en carne herida.

Y se me antoja aquí y ahora, esgrimiendo como estandarte la agudeza del pensador


vienés con que inicié este texto, que tal vez aumentando significativamente nuestro
patrimonio lingüístico, es decir, el número y variedad del caudal léxico con el que
defender nuestras creencias, nuestros sentimientos, nuestras ideas y nuestras
vivencias, sea la manera mediante la cual nos mostremos realmente capaces de
templar los ánimos y de mudar los conatos de pasión e ira por los estímulos
necesarios para acertar cuando la ocasión lo requiera: acertar con la palabra
redonda, pulida, firme y exacta, irrefrenable, rigurosamente infalible con que
acallar estridencias, sofocar maledicentes y satisfacer a duelistas, imbatidos todavía
en el campo de la dialéctica, por gracia de la palabra, la bendita palabra.

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