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Comoquiera, pues, que yo sea, Señor, manifiesto estoy ante ti. También he dicho ya el
fruto que produce en mí esta confesión, porque no la hago con palabras y voces de
carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos
conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que tomar disgusto
de mí; y, cuando soy bueno, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuirme eso a mí,
porque tú, Señor, bendices al justo; pero antes de ello haces justo al impío. Así, pues,
mi confesión en tu presencia, Dios mío, es a la vez callada y clamorosa: callada en
cuanto que se hace sin ruido de palabras, pero clamorosa en cuanto al clamor con que
clama el afecto.
Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aunque ninguno de los hombres conoce lo
íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él, con todo, hay
algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita dentro de él; pero tú,
Señor, conoces todas sus cosas, porque tú lo has hecho. También yo, aunque en tu
presencia me desprecie y me tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí.