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Mi verdad ha estado depurándose durante mucho tiempo.

Buscándola, he
explorado y sondeado con la esperanza y la intuición; la he filtrado y condensado
lo mejor que pude con la reflexión; después la hice circular por mis motores, al
principio con. cautela, para ver qué ocurría Hubo algunas dificultades, de acuerdo:
una o dos explosiones en la pista de carreras, mientras aprendía cuán volátil debe
ser toda filosofía de destilación casera. Cubierto de hollín, pero más sabio, me di
cuenta hace tiempo de que he estado haciendo funcionar mi mente con este
peculiar combustible durante gran parte de mi vida. Incluso hoy, con cautelosa
temeridad, gota a gota, voy elevando gradualmente los octanos.
Sin embargo, si decidí destilar mis propios hechos no fue por pura diversión, ni
porque alguna vez cargara mis depósitos con combustible común. Apasionado por
descubrir motivos para existir y temas con los cuales vivir, investigué religiones
cuando era adolescente y, siendo todavía piloto de combate de las Fuerzas
Aéreas, estudié a Aristóteles, A Descartes y a Kant en cursos universitarios
nocturnos.

Al terminar el último curso, andando por la acera con pasos lentos y pesados, me
atacó una extraña depresión. Por lo que pude entender en las aulas, esos
caballeros sabían menos que yo acerca de quiénes somos y por qué estamos
aquí, y yo tenía apenas una vaga idea. Ellos eran pesados intelectuales que
surcaban estratosferas por encima del techo de mis aviones de combate. Yo
estaba dispuesto a aprovechar descaradamente su discernimiento para aumentar
el mío, pero cuando escuchaba en clase, apenas podía contenerme para no gritar:
"¿A quién le importa eso?" Admiraba al práctico Sócrates por su decisión de morir
por sus principios cuando escapar habría sido fácil. Otros no eran tan
convincentes. Tantas páginas apretadas, de le-tras microscópicas, y al final una
sabia conclusión: "Tienes que arreglártelas solo, Richard. ¿Cómo quieres que
sepamos lo que es válido para ti?" Terminados los estudios caminé sin rumbo por
la no-che, con el eco de mis pasos en un recinto vacío, sin tener en la mente un
sitio al que dirigirme. "Seguí este curso buscando una guía", pensaba; "necesitaba
una brújula que me llevara a través de las selvas." Las religiones organizadas eran
para mí puentes endebles, ramitas mal atadas que se quebraban a la menor
presión, una pregunta de niño convertida en misterio imposible. ¿Por qué las
religiones se aferran a Preguntas Sin Respuesta? ¿No saben acaso que "Eso es
imposible de responder" no es una respuesta? Cada vez que encontraba una
teología nueva, planteaba una prueba: ¿Adopto esta creencia para convertirla en
mi vida? Cada vez que lo preguntaba, el juego de palillos chinos temblaba y crujía;
de pronto se derrumbaba delante de mí y los peldaños se desprendían,
desplomándose hasta desaparecer. Yo me aferraba al mundo, retirándome del
borde; agradecido por no haber muerto en la caída. ¿Cómo se sentiría alguien que
ha entregado su corazón a un credo según el cual el planeta se disolverá en fuego
el 31 de diciembre, al despertar el Día de Año Nuevo, con el canto de los pájaros?
Se sentiría avergonzado. Detrás de mí, mientras caminaba, sonaron los pasos de
una mujer en la noche. Me hice a la derecha para dejarla pasar. "Ahora he
terminado mis estudios de veinte filosofías", pensé, "todas y cada una de las
estrellas más luminosas de la historia han fallado." Yo sólo pedía que me
mostraran una manera de pensar sobre el universo para que me guiara en la vida
cotidiana; no parecía tarea tan difícil para Tomás de Aquino o Georg Wilhelm
Friedrich Hegel. Sus respuestas servían para ellos, pero vivían diariamente en una
luna distinta de la mía. — ¿Tus estudios no han servido para nada? —preguntó
ella—. ¿Te han enseñado lo que esperabas descubrir des-de hace tantos años y
todavía no sabes? Un destello de contrariedad... La mujer no estaba simplemente
pasando a mi lado: ¡estaba escuchando mis pensamientos! — Perdone usted —
dije con toda la frialdad posible. Pelo oscuro con un audaz mechón rubio, veinte
años mayor que yo, fea, no muy bien vestida, ignorante de lo que hago con
quienes destruyen mis momentos de intimidad. — ¡Te dieron lo que viniste a
buscar! —insistió—. Tu vida está cambiando esta noche; ¿no lo sientes? Miré
hacia atrás; no había nadie más a la vista en la acera. Ella debía de haberme
confundido, sin duda. No era de la clase de filosofía y nunca la había visto. —No
creo conocerla —dije. En vez de quedarse paralizada, se echó a reír. —"No creo
conocerla". Agitó la mano frente a mis ojos. —¡Te han enseñado que ellos no
tienen respuestas! ¿No comprendes? ¡Nadie tiene respuestas para ti, salvo uno!
"Que Dios me ampare", pensé. "Va a decirme que Jesucristo es mi Redentor y a
bañarme en la sangre del Cordero. ¿Tendré que arrojarle citas de la Biblia para
ahuyentar-la?" Suspiré. —Cuando Jesús dijo: "Nadie viene hasta el Padre sino a
través de mí", no se refería al ex oficial carpintero; quería decir "a través de mí, la
búsqueda del conocimiento del espíritu en..." — ¡Richard! —exclamó ella—. ¡Por
favor! Me detuve y la miré, esperando. Su sonrisa no había disminuido; sus ojos
chispeaban luz de estrellas. "Es mucho más bonita que fea", pensé; "¿cómo no
me di cuenta? ¿Acaso mi confusión hace que la gente parezca desaliñada?"
Mientras la observaba, las luces de la calle debieron cambiar... no era sólo bonita:
era hermosa. Esperó hasta concentrar toda mi atención. ¿Acaso era ella la que
cambiaba y no la luz? ¿Qué estaba pasando? —Jesús no tiene la verdad que
estás buscando —dijo—. Tampoco Lao-Tse ni Henry James. Lo que descubrirías
esta noche, si abrieras los ojos a algo más que una cara bonita, es… ¿qué? Se
quedó esperando — Te conozco, ¿verdad? —dije. Por primera vez en esa noche,
ella frunció el entrecejo. — ¡Por supuesto que sí, hombre! Así han sido las cosas
desde que tengo memoria. Alguien está siempre siguiéndome; choca conmigo
cuando vuelvo una esquina, aparece en el metro o en la cabina de un avión para
decirme cuál es la lección de cada hecho extraño. Al principio pensé que esas
personas eran fantasmas, productos de mi propia imaginación, y al comienzo lo
eran. Cuál sería mi sorpresa cuando varias de esas almas docentes resultaron ser
mortales, tan firmemente tridimensionales como yo, tan sobresaltadas al
encontrarme en medio de sus aventuras como yo al verlas en las mías. Al cabo de
un tiempo me resultaba imposible saber si la persona que me vigilaba y cuidaba
de mis lecciones era mortal o no; en la actualidad doy por sentado que son
personas hasta que desaparecen en medio de una frase o me arrebatan hacia
mundos alternativos, para ilustrar algún punto delicado de la metafísica. Al final,
por supuesto, no importa quiénes sean. Algunas personas han sido ángeles para
mí, aunque ni siquiera hayan tenido la cortesía de presentarse. A otras las he
conocido durante años antes de verles las plumas; hubo quienes me parecieron el
Evangelio en persona hasta el momento en que descubrí que no eran como yo
pensaba. Este libro es la historia de uno de esos encuentros en mi pequeña
refinería de pensamientos, lo que de él aprendí y cómo cambió mi vida con lo
aprendido. ¿Se parecen mis lecciones a las tuyas? ¿Soy acaso un ángel amigo,
chamuscado por el fuego de una carrera en la que tú también participas? ¿O soy
sólo uno de tantos desconocidos raros como andan murmurando por las calles?
Algunas respuestas no las sabré jamás. Pero ahora date prisa o llegaremos tarde
al primer capítulo. 1 Lejos, cerca del horizonte, rozaba suavemente el lago,
deslizándose hacia mí. Torcía algunas columnas de humo de chimeneas en la
ciudad, seiscientos metros más abajo, y agitaba hojas de esmeralda en los árboles
al pie de las colinas. En el borde del precipicio, delicadas ráfagas aleteaban a
rachas con las térmicas que pasaban: dos minutos perezosas, medio minuto
enérgicas. "Prefiero que haya un poco de viento cuando salte al precipicio", decidí;
"es mejor aguardar una ráfaga." —¿Hoy eres tú el maniquí? ¿O soy yo? Me volví
con una sonrisa hacia C.J. Sturtevant, una aviadora que apenas me llegaba al
hombro, sujeta por correas al arnés de su ala delta, amarrada dentro del casco y
las botas, con un raído osito mascota asomando por el bolsillo de su traje de
vuelo, y el ala, un charco de colores de nylon, cuidadosamente tendida en el
suelo, hacia atrás. —Espero un poco más de viento —respondí—. Ve tú primero,
si quieres. -Gracias, Richard —me dijo—. ¿Vía libre? Me aparté del paso. —Vía
libre. Esperó un segundo, mirando el horizonte; luego, de repente, se lanzó hacia
el precipicio. Por un momento fue un suicidio convincente: corría hacia su fin en
las rocas de abajo. Sin embargo, un momento después su ala volante se sacudió,
dejando de ser una tela floja para convertirse en una súbita tormenta de amarillo
rabioso y rosa eléctrico; una nube de fino tejido saltó a buena altura por encima de
su cabeza, súbita y grandiosa cometa china que venía a rescatarla de la locura de
morir. Cuando sus botas llegaron al abismo ya no corría sino que volaba,
sostenida en el aire por las cuerdas de suspensión que unían su arnés a la
gigantesca ala.

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