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¿Qué tan madura está nuestra democracia?

28 Jul 2019

Terminaron ayer las inscripciones de candidatos para alcaldías, gobernaciones, concejos y


asambleas en todo el país. La Registraduría esperaba recibir por lo menos a 120.000 aspirantes
demostrando, al mismo tiempo, lo frágil y robusta que es la democracia del país. ¿Saldrán a
relucir las peores prácticas políticas de Colombia en los próximos tres meses? No es este el
espacio para analizar de manera microscópica las variopintas alianzas que se vieron en las
distintas regiones, pero sí queda el sinsabor de que las malas prácticas siguen vigentes.
¿Responderán los grandes partidos políticos nacionales por los múltiples avales que dieron a
candidatos cuestionados y que, sin duda, de ser elegidos traerán consigo escándalos
vergonzosos? ¿Situaciones como la de Cartagena, que ha visto un desfile de alcaldes
destituidos por varias razones, no han servido de escarmiento? ¿Sigue aplicando la lógica del
“todo vale” para configurar el poder a nivel regional? Es cierto que el país se construye en las
regiones. La historia de la democracia colombiana ha estado marcada por los caciques que
ejercen el control político de ciertos territorios como si se tratase de su feudo personal. El
resultado ha sido la persistencia de nidos de corrupción, la pérdida de legitimidad de las
instituciones y la abstención de los votantes, desanimados por este tipo de prácticas. No
podemos olvidar que la lucha contra la corrupción será un fracaso si instituciones tan
importantes como los concejos y las asambleas se llenan de políticos en elecciones que
despiertan poca atención en la opinión pública. Las elecciones del 27 de octubre importan. Ese
debe ser el mensaje que se repita hasta el cansancio. Así como el año pasado se vio una
participación electoral esperanzadora, lo mismo debería repetirse en todos los municipios de
Colombia. Hay que tomarse las urnas. Más allá del riesgo de corrupción (en estas épocas
abundan los acuerdos del tipo “yo te financio, luego tú me contratas cuando estés en el
poder”), otro foco de atención deben ser los discursos populistas que se construyen sobre el
odio. En varias regiones del país estamos viendo que toma carrera el discurso que culpa a los
migrantes venezolanos de todos los problemas que enfrentan las regiones. Ante la xenofobia
descarada y oportunista, debe haber una respuesta contundente de rechazo a la
instrumentalización política de esta población vulnerable. El país tiene que enfrentar con
solidaridad la crisis de migrantes y los políticos que fomenten la visión contraria no pueden ser
celebrados. Por lo demás, el reto está en que sean elecciones con ánimos caldeados en el
ámbito retórico, pero pacíficas en cuanto a la violencia se refiere. ¿Podremos aprovechar la
desaparición de las Farc para seguir fortaleciendo la participación electoral en las regiones
marginadas históricamente? ¿Seguiremos viendo cómo la paz se utiliza para polarizar y crear
divisiones que son innecesarias en un país que necesita un proyecto común? Empieza esta
carrera y no sobra recordarles a cada uno de esos ciento y pico mil de aspirantes que han
asumido una responsabilidad con el país. Demuestren que podemos tener una democracia
madura con debates que construyan.
Un primer año sin rumbo fijo

4 Ago 2019

“No más divisiones entre izquierda y derecha. Somos Colombia. No más divisiones entre
socialistas y neoliberales. Somos Colombia. No más ismos. Somos Colombia”, dijo el presidente
Iván Duque al terminar su discurso de posesión presidencial hace ya casi un año. Hoy, los
colombianos seguimos esperando que los necesarios deseos de unión del mandatario se vean
materializados en la agenda legislativa y en los debates que decide liderar en el país. ¿Cuál es
el legado que busca el presidente? Eso todavía no está claro un año después. Desde los
mensajes, la administración Duque se ha querido posicionar como una oportunidad de unión
nacional, que es necesaria y bienvenida. En la práctica, sin embargo, hemos visto a un
Gobierno maniatado por el resentimiento del Centro Democrático, su partido, y por un debate
público que se ha enfocado en todos los temas que dividen al país. Pasó un año y el presidente
de todos los colombianos dio señas de no poder desprenderse de los caprichos de un sector
muy particular de la política nacional. Las buenas intenciones no se cuestionan y, de hecho, se
celebran, como cuando el mandatario se vinculó a la reciente marcha en contra de los
asesinatos de líderes sociales. Pero mirar con lupa la agenda legislativa que se fomentó en este
primer año es ver una síntesis del país polarizado. Todo el tiempo y esfuerzo que se perdió en
las objeciones a la regulación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el fracaso rotundo de
los proyectos anticorrupción que había prometido impulsar, la fallida reforma política y la
descoordinación entre el Gobierno y sus aliados en el Congreso son síntomas de una
Presidencia que no ha sabido aterrizar esa concepción de “unión” que pregona. La ausencia de
una relación transaccional con los parlamentarios es bienvenida, sin duda, pero debió estar
acompañada de una alternativa viable para promover los proyectos de ley importantes para el
país. El resultado ha sido un estancamiento infructuoso que hace ver al Gobierno como
ineficiente, pese a tener un considerable respaldo político. El nombramiento de ministros
técnicos, salvo en notables excepciones como el Ministerio de Defensa, y la propuesta de una
relación distinta entre el Ejecutivo y el Legislativo son dos apuestas que se han quedado a
medio camino por ausencia de liderazgo. Muchas veces los jefes de cartera parecen
pedaleando de manera aislada, cuando lo que el país necesita es que la Casa de Nariño ofrezca
una visión clara sobre el país que se sueña y los métodos para lograrlo. La solución no parece
estar en abandonar los principios —muchos han propuesto el despropósito de retornar a la
“mermelada” como motor del Congreso— ni en hacer mayores cambios en el gabinete, sino en
tomar las riendas, dejar a un lado los sectores más radicales y explicar el legado que se quiere
construir. En esta democracia sin reelección y período presidencial de cuatro años el tiempo es
oro. Hasta ahora, el saldo es el de una agenda infructuosa, un país plagado de odios y un
puñado de buenas intenciones que se han quedado en discursos inconsecuentes con la
práctica. Todavía le queda oxígeno al Gobierno para hacer los ajustes necesarios que nos
permitan saber cómo es que vamos a recordar la administración Duque.
Las palabras importan, aunque los políticos digan lo contrario

11 Ago 2019

Decir que alguien es un “violador de niños” en un país donde cerca de 55 niñas son violadas
cada día y donde cada tres días una menor de edad es asesinada es una frase diseñada para
evocar en quien la escucha la peor reacción posible. Sobre eso no hay duda, por más maromas
retóricas y lingüísticas que quieran hacerse para burlar la responsabilidad por lo dicho. Decir
que los migrantes y refugiados “infestan nuestro país” en un país que tiene profundos
resentimientos raciales y problemas de xenofobia es invitar a la deshumanización del
diferente. Allí yacen las raíces de un tipo muy particular de violencia. Decir que un periodista
que plantea una crítica es un “enemigo del pueblo”, o un aliado de los criminales, o un
vendido, es querer desacreditar lo dicho sin estudiar su fondo; es apelar al odio y seguir
atizando la desconfianza de los ciudadanos contra la prensa. Esos tres casos, ocurridos en
Colombia, Estados Unidos y en muchos otros países, dan cuenta de una tendencia que nos está
llevando a la destrucción de las sociedades democráticas, que está sentando las bases para
que el rencor sea la única moneda empleada en los debates políticos. Debemos hacer algo de
inmediato para intervenir la crisis. “El sujeto ideal de los regímenes totalitarios”, escribe
Michiko Kakutani en El fin de la verdad, “no es el nazi convencido o el comunista convencido,
sino las personas que consideran que la distinción entre los hechos y la ficción (por ejemplo, la
realidad de la experiencia), y la distinción entre lo verdadero y lo falso (ejemplo, los estándares
de pensamiento), no existe”. En otras palabras, los ciudadanos y los políticos que creen que la
“verdad” no existe y que las palabras significan lo que ellos quieran que signifiquen nos están
destruyendo, nos están quitando la posibilidad de entablar diálogos y nos están convirtiendo
en presas fáciles para la manipulación. Lo dijo el papa Francisco: “No hay tal cosa como una
desinformación inofensiva; confiar en una falsedad puede tener consecuencias atroces”. Para
no caer en esa trampa, necesitamos reconocer que sí hay hechos verificables, que las palabras
tienen conceptos delimitados y que éstos importan. Quienes dijeron que un periodista era
“violador de niños” hincharon el pecho con orgullo argumentando que por supuesto no se
referían al acto sexual, sino a una vulneración distinta de los derechos de los niños. Ingenuos
nosotros que entendimos mal, sugieren. Pero esa es la misma estrategia que invita al “todo
vale”, a promover “hechos alternativos”, a utilizar la hipocresía como herramienta discursiva.
Es útil a nivel político porque apela a los sesgos tribales que nos tienen divididos, pero afectan
los cimientos de una sociedad que necesita encontrarse en sus diferencias. Si ya no tenemos
un lenguaje común para entendernos, solo queda la confusión y, por supuesto, la ira irracional.
No hay culpables exclusivos. El debate político colombiano está plagado (nótese el uso con
propósito de esa palabra particular, que bien podría reemplazarse por “infestado”) de
adjetivos que no apuntan a las ideas, sino a destruir al otro y a cuestionar la “verdad”. Todo
son interpretaciones, todo es un performance en busca de abucheos o aplausos. ¿Y Colombia,
ese concepto complejo que necesita del aporte de todos sus ciudadanos para existir y poder
materializarse? Perdida en esta crisis semántica. Lo dijo Kakutani: “No podemos equiparar a la
víctima con el agresor, nunca debemos crear falsas equivalencias morales o fácticas, porque
entonces nos volvemos cómplices de los peores crímenes y las más nefastas consecuencias.
Debemos dejar de banalizar la verdad”.
Nunca renunciar a la esperanza que nos dejó Galán

18 Ago 2019

Hace 30 años unos sicarios asesinaron a quien tenía casi asegurado ser presidente de
Colombia. Sus ideas de respeto a la legalidad y rechazo rotundo al narcotráfico y a sus
tentáculos en el Estado resultaron ser demasiado problemáticas para muchos en el país. Tres
décadas después, nuestra nación sigue en la pugna paradójica entre adoptar una modernidad
democrática o dejarse seducir por las peores prácticas de nuestra cultura política. Luis Carlos
Galán Sarmiento era reconocido en todo el país como el rostro de la esperanza. En una
Colombia asfixiada por el narcotráfico y las guerrillas, con serias preguntas sobre la
confiabilidad de los miembros del Estado, su valentía les pedía a los colombianos soñar una
sociedad mejor, respetuosa de las normas y con un futuro brillante por delante. Sin embargo,
eran tiempos muy difíciles, pues Pablo Escobar estaba en la cima de su poder y la guerra del
narcotráfico contra el Estado y la Colombia decente ya venía cobrando múltiples vidas. Galán
corrió esa suerte. Como escribió Juan Lozano Ramírez cuando mataron a Galán, “el sepelio fue
el más desgarrador testimonio de orfandad colectiva. Cientos de miles de personas
acompañaron el féretro, llorando sinceramente al dirigente caído. Era una mezcla de
indignación, dolor, rabia, amargura y frustración”. El atentado contra el líder político fue
también un acto de violencia contra la esperanza colectiva. Tres décadas después, el recuerdo
de lo ocurrido con Galán encuentra a Colombia con grupos ilegales que obtienen más poder
gracias al narcotráfico y con una violencia ideológica que tiene a los ciudadanos divididos. Sin
embargo, también es verdad que la Constitución inició la consolidación de las instituciones y
que, pese a los múltiples intentos de cooptar el Estado, nuestra democracia ha venido
creciendo y fortaleciéndose. Nos falta mucho trecho, pero la esperanza sigue viva. No sobra
recordar las ideas de Galán para enfrentar la polarización actual en Colombia. Cuando estaba
impulsando la reunificación del Partido Liberal, el líder dijo que “los únicos enemigos son los
que utilizan el terror y la violencia para acallar al pueblo colombiano o intimidarlo, o para
asesinarle a sus más importantes protagonistas”. No podemos olvidar que la causa común es
construir un Estado fuerte, donde la corrupción y la violencia no tengan cabida. Ha faltado
justicia en el caso de Galán, como en tantos otros en el país. Los condenados hasta ahora dejan
entrever que hubo más personas involucradas que se beneficiaron con el magnicidio. ¿Habrá
verdad plena en algún momento? Pocos días antes de su muerte, Galán dijo que “a los
hombres se les puede eliminar, pero a las ideas no. Y al contrario, cuando se elimina a veces a
los hombres, se robustecen las ideas”. No fue él el primer silenciado ni ha sido el último. Los
líderes sociales están siendo asesinados a un ritmo alarmante y aquellos que le han apostado a
la construcción de paz en todo el territorio están amenazados. Ellos, como Galán, comparten el
mismo sueño. Es una buena oportunidad para que Colombia se mire al espejo y se pregunte
cómo seguir robusteciendo las ideas de un país en paz.
Sin justicia por vencimiento de términos

25 Ago 2019

Algo no está funcionando bien en la justicia colombiana cuando los procesos de alta
envergadura para el país no son noticia por una sentencia absolutoria o condenatoria sino
porque se vencieron los términos. Eso es claro. La pregunta abierta es quién tiene la
responsabilidad: ¿la Fiscalía? ¿Los jueces? ¿Los defensores de los implicados? ¿Todos los
anteriores? Esta semana quedaron en libertad Carlos Palacino y Francisco Ricaurte. El primero
ha sido señalado de haberse apropiado de casi $400.000 millones en favor de terceros. El
segundo ha sido acusado por los delitos de concierto para delinquir, cohecho, tráfico de
influencias y uso abusivo de información privilegiada, en el escándalo que se llegó a conocer
como el cartel de la toga, uno de los golpes reputacionales más significativos a la justicia del
país. Ahora ambos están libres por vencimiento de términos. El Consejo Superior de la
Judicatura anunció una investigación para averiguar quién tiene la culpa de esta situación. La
ocurrencia tan común de los vencimientos de términos en estos y tantos otros casos es una
muestra de que el sistema penal acusatorio, traído a Colombia con el propósito de agilizar la
justicia, ha fracasado en sus propósitos. Aunque sin duda ha marcado diferencia con el modelo
anterior, en la actualidad los jueces y fiscales están colapsados de trabajo, lo que los lleva a
descuidar los procesos. En ese contexto, es apenas esperable que los casos se dilaten hasta
que los términos se venzan. Eso, sin embargo, no es excusa válida. ¿Cómo es posible que la
Fiscalía descuide casos tan emblemáticos como el de Palacino, en el cual no ha habido avances
durante años, pese a la gravedad de lo investigado? Si bien el ente investigador ha intentado
exculparse, es necesario hacer la pregunta de por qué no parece tener las capacidades de
evitar que los casos terminen en vencimiento de términos. ¿Se debe únicamente a un
superpoder de las defensas? ¿Eso quiere decir que, en la práctica, la Fiscalía está en riesgo de
perder cualquier caso si en la defensa hay un abogado lo suficientemente habilidoso como
para explotar el sistema penal? Eso envía un mensaje frustrante a los colombianos, que ya de
por sí desconfían por la impunidad que perciben como omnipresente. Cabe preguntarles
también a los jueces si están usando todas las herramientas a su disposición para interrumpir
las maniobras dilatorias que suelen emplearse. ¿Por qué no utilizar la suspensión de términos
cuando en la defensa aprovechan cualquier excusa para apelar y demorar los procesos? Los
magistrados del país no pueden andar con las manos atadas cuando haya quienes quieren
abusar de la justicia. Finalmente, también cabe la pregunta a los abogados que defienden sus
maniobras en la idea de un “debido proceso”. Sí, el derecho a la defensa es fundamental en
Colombia, pero también hay una responsabilidad ética y disciplinaria de no interponer
recursos ridículos y temerarios. ¿Cuántas firmas no hinchan su pecho con orgullo por su
capacidad para sabotear procesos? Eso es, también, fallarle al país. Los casos de Palacino y
Ricaurte no se han cerrado, pero deben servir como una campanada de alerta. Todos los
involucrados, en vez de andar culpándose entre sí, harían bien reflexionando y haciendo lo
necesario para que estas situaciones no sigan siendo la ley.

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