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AGUA QUE NO HAS DE BEBER

Se recordó en la alta tiniebla, y para asegurarse de no haber muerto durante el sueño,


acarició la sábana a los lados, con lentitud y sabiduría. Intentó en vano recobrar la visión
del techo. En algún lado, fuera, se desgarraba un ave.
Volvió a cerrar los ojos, apretó los párpados hasta que su cerebro se llenó de fuegos
fatuos. Luego se incorporó, en un arranque de valentía o de locura. Sabía que detrás del
muro de negrura lo enfrentaba un espejo, oval, con repujado marco de caoba. Que a su
diestra se alineaban formales los cuadritos que encerraban su memoria. El primero, evocó:
una puesta de sol sobre una isla del aciago Delta, con botes tristes y redes tristes y lúgubres
hombres anónimos, tan fugaces como aquel momento; luego enseguida él, sonriendo para
una posteridad que nunca adivinó tan sórdida, vestido de saco y corbata como para
enamorar a la muerte y convencerla de que siguiera de largo nomás; luego ella, bella y
distante y dolorosa, con su habitual sonrisa solar y esa inefable levedad de traslúcida
criatura marina; cerrando la serie, aquel día ya olvidado en que algún círculo literario de
mediano prestigio le había otorgado cierta distinción, también definitivamente olvidada.
Como si en verdad la sonrisa de la mujer emanara alguna suerte de luz secreta, que
atrajera sus ojos como la llama de un quinqué a la incauta polilla, se descubrió
contemplándola – a la fotografía y a ella, al recuerdo del cuerpo allí capturado –, se
sorprendió recorriéndola con el moroso detenimiento del psicópata o del poeta. A la
fotografía y a ella y a su cuerpo, entonces por fin presente, por fin real. Tal vez fuera
simplemente que su vista había acabado por acostumbrarse a la oscuridad: eso explicaría
por qué cada detalle se erguía de pronto con insoportable desafío, se recortaba con impía
nitidez.
Allí estaban su vestido, ligero, orgánico, colorido, prestándole un aire de flor
temprana. Su boca de labios llenos y precisos, que uno – vaya a saberse por qué –
imaginaba con sabor a sandía. Sus ojos con azul hondura de poza milagrosa, de esas
inesperadas en medio de un vasto desierto árido y pedregal, de esas en las que no cabe
sino beber, beber y otra vez beber, porque se intuye que no habrá más agua en kilómetros
de arena tostada y procaz, e incluso tal vez: que ésa es el agua última, que negarse
significa un redondo y liso suicidio.
Ella nunca supo que ella era agua, ni la redención en un desierto; ni siquiera
columbró el desierto, no llegó a sospechar que él deseara bebérsela, bebérsela y otra vez
bebérsela. Ahora mismo ignoraba la pervivencia de su foto en el muro y la sombra.
El amor no es nunca imposible, se dijo. Sólo improbable.
Caminó hacia la ventana casi maquinalmente, arrastrado por la costumbre,
preguntándose si por fin había llegado el día tan esperado y temido. Corrió de golpe las
cortinas, levantando un sahúmo de polvo. Se reencontró con el húmedo recuerdo del
prócer fundador, Pancho Portela bajo la pertinaz garúa: lo mismo los torturados árboles
desnudos, la exasperada vagancia de perros, cartoneros y noctámbulos retrasados.
También un poco consigo mismo, en el tenue y deforme reflejo que le devolvió el cristal.
Echó aliento sobre él, para empañarlo y borrar así aquel patético recordatorio.

1
Estaba perdido en el corazón mismo del desierto, aquel punto que equidistaba de
todos los demás en la invisible circunferencia que lo rodeaba o aprisionaba, y en donde,
paradójicamente, resultaba imposible errar. Perdido sin esperanza de agua en el horizonte
plural e inabarcable. ¿Se lanzaría a caminar así como al garete, en busca del eventual
oasis, venteando con las fosas nasales dilatadas, tentando aspirar en el aire horneado su
evanescente perfume a frondas, peces y olvido? ¿Se conformaría con la construcción de
neblina, claror y refracción que pudiera ofrecerle la pérfida fatamorgana? En ambos
casos, podía perder todo lo que poseía en el intento. Pero ¿no era más digno agonizar
explorando la geografía de su agonía, antes que aguardar la consumación sentado con los
brazos cruzados, tendido con los brazos inertes a lo largo… de pie mirando por la ventana
la calle, los árboles, perros, cartoneros, sin que importara ya qué hacía con las manos?
Así como vienen encadenándose los azares, como andan cruzándose los diversos
hilos en la urdimbre del cosmos… morir de sed sería un verdadero honor para mí.
Llevó la mano derecha al bolsillo, y extrajo su celular. Con culpable parsimonia
presionó once veces nueve teclas. Nunca había dialogado con el agua. ¿Podría
responderle el agua… le sería accesible su misterioso idioma de hidrógeno y oxígeno,
suave e inexorable fluencia…? Una voz respondió más allá, y era igual al ave que se
desgarraba afuera, a su sangre, a los árboles, la tortura, la desnudez. Pero él sólo atinó a
decir:
– Tengo sed. – y agregar luego: – Hace tiempo que la sufro, y sin embargo, no
consigo morirme.
En un impiadoso e irrefutable más allá, la mujer entendió. Porque él había empleado
el antiquísimo y arcano lenguaje de las aguas primordiales, de los mares donde nació la
vida, de la lluvia y del tiempo.
– No podés beber de mi agua. Sólo bañarte en ella… y nadar, si querés y sabés.
– Y si, al llegar a la orilla opuesta… ¿me niego a secar mi cuerpo? ¿Si me quedo así,
todo mojado… gloriosamente desnudo, torturado y árbol? – pero no dijo esto: pero calló
esto, esperando que diera igual, que fuera como si en el fondo de verdad lo hubiera dicho.
Allá en el más allá se oyó un suspiro – ¿resignado? ¡hastiado! –, un murmullo como
de arroyuelo sobre peñas verdecidas, un frufrú de helechos sacudidos por insólitas pluvias
monzónicas. Y también eso, aquel seco mandoble de cimitarra de pirata malayo: la
comunicación degollada.
Él quedó mirando sin ver por la ventana, escuchando el inaugurado silencio lleno de
voces muertas. Rumiando sonidos fatídicos que emergían a la memoria, como cadáveres
de ahogados cuya hinchazón a la postre arrancaba de su profunda tumba: sonidos
actualizados de fatídicos derrumbes de torres vencidas, de hachas sobre troncos, acero
sobre hombres y hojas de acero sobre cuellos de hombres.
Ahí quedó: solita su alma.
Con su sed de momia incaica, su sed de siglos. Con los siglos de los siglos, sin
esperanza de Amén.

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