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Agua Que No Has de Beber PDF
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1
Estaba perdido en el corazón mismo del desierto, aquel punto que equidistaba de
todos los demás en la invisible circunferencia que lo rodeaba o aprisionaba, y en donde,
paradójicamente, resultaba imposible errar. Perdido sin esperanza de agua en el horizonte
plural e inabarcable. ¿Se lanzaría a caminar así como al garete, en busca del eventual
oasis, venteando con las fosas nasales dilatadas, tentando aspirar en el aire horneado su
evanescente perfume a frondas, peces y olvido? ¿Se conformaría con la construcción de
neblina, claror y refracción que pudiera ofrecerle la pérfida fatamorgana? En ambos
casos, podía perder todo lo que poseía en el intento. Pero ¿no era más digno agonizar
explorando la geografía de su agonía, antes que aguardar la consumación sentado con los
brazos cruzados, tendido con los brazos inertes a lo largo… de pie mirando por la ventana
la calle, los árboles, perros, cartoneros, sin que importara ya qué hacía con las manos?
Así como vienen encadenándose los azares, como andan cruzándose los diversos
hilos en la urdimbre del cosmos… morir de sed sería un verdadero honor para mí.
Llevó la mano derecha al bolsillo, y extrajo su celular. Con culpable parsimonia
presionó once veces nueve teclas. Nunca había dialogado con el agua. ¿Podría
responderle el agua… le sería accesible su misterioso idioma de hidrógeno y oxígeno,
suave e inexorable fluencia…? Una voz respondió más allá, y era igual al ave que se
desgarraba afuera, a su sangre, a los árboles, la tortura, la desnudez. Pero él sólo atinó a
decir:
– Tengo sed. – y agregar luego: – Hace tiempo que la sufro, y sin embargo, no
consigo morirme.
En un impiadoso e irrefutable más allá, la mujer entendió. Porque él había empleado
el antiquísimo y arcano lenguaje de las aguas primordiales, de los mares donde nació la
vida, de la lluvia y del tiempo.
– No podés beber de mi agua. Sólo bañarte en ella… y nadar, si querés y sabés.
– Y si, al llegar a la orilla opuesta… ¿me niego a secar mi cuerpo? ¿Si me quedo así,
todo mojado… gloriosamente desnudo, torturado y árbol? – pero no dijo esto: pero calló
esto, esperando que diera igual, que fuera como si en el fondo de verdad lo hubiera dicho.
Allá en el más allá se oyó un suspiro – ¿resignado? ¡hastiado! –, un murmullo como
de arroyuelo sobre peñas verdecidas, un frufrú de helechos sacudidos por insólitas pluvias
monzónicas. Y también eso, aquel seco mandoble de cimitarra de pirata malayo: la
comunicación degollada.
Él quedó mirando sin ver por la ventana, escuchando el inaugurado silencio lleno de
voces muertas. Rumiando sonidos fatídicos que emergían a la memoria, como cadáveres
de ahogados cuya hinchazón a la postre arrancaba de su profunda tumba: sonidos
actualizados de fatídicos derrumbes de torres vencidas, de hachas sobre troncos, acero
sobre hombres y hojas de acero sobre cuellos de hombres.
Ahí quedó: solita su alma.
Con su sed de momia incaica, su sed de siglos. Con los siglos de los siglos, sin
esperanza de Amén.