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ESTADO DE DERECHO Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Rodrigo Pérez Lisicic


Profesor asistente
Derecho constitucional
Universidad de Atacama-Chile

SUMARIO: 1. Breve planteamiento.- 2. Por una acepción


técnica del Estado de Derecho.- 2.1. Acepción técnica del
Estado de Derecho.- 2.2. Acepción ideológica del Estado de
Derecho.- 3. Potestad estatal y derecho fundamentales.- 3.1.
Notas sobre la teoría de la auto limitación del Estado.- 3.2.
Los derechos fundamentales como ámbito material de
validez del Derecho.- 4. Función de los derechos
fundamentales en el Estado de Derecho.- 4.1. Estado liberal
de Derecho y derechos fundamentales como elementos de
defensa y elementos objetivos del ordenamiento jurídico.-
4.2. Estado social de Derecho y función de los derechos
fundamentales como derechos a prestación, directrices
constitucionales y reglas de actuación.- 4.3. Estado
democrático de Derecho y función de los derechos
fundamentales como derechos de participación-
conformación del status politicus y como garantías de
organización y procesales.- 5. Conclusión.- 6. Bibliografía.

1. Breve planteamiento.

La reflexión sobre el Estado de Derecho en la Europa continental se inicia a


propósito de una nueva lectura de la revolución de 1789 y de su singular experiencia
sobre la proclamación de las libertades. Es una lectura que alcanza su mayor grado de
desarrollo en la segunda mitad del novecientos y su contenido es el tránsito «de la
proclamación revolucionaria de las libertades a la tutela de los derechos en el derecho
positivo del Estado». Consistió esta cuestión en el intento por radicar los fundamentos
de la soberanía del Estado al margen de principios o criterios subjetivos como el
monárquico o el popular de filiación democrático-radical. Esta crítica al individualismo
iusnaturalista y contractualista de la revolución del setecientos tiene una clara
formulación liberal. Sus más destacados artífices fueron Georg Jellinek (1851-1911),
Raymond Carré de Malberg (1861-1935) y Vittorio Emanuele Orlando (1860-1952),
cuyos esfuerzos trazan, a pesar de sus objeciones a la Declaración de derechos, la línea
de continuidad entre la revolución y la doctrina del Estado de Derecho, logrando, por la
vía del principio objetivo de soberanía del Estado, los márgenes jurídicos de aquellos
derechos (Fioravanti, 2000: 112-125).
Esta breve referencia a los fundamentos liberales del Estado de Derecho
constituyen la matriz de las presentes notas. En la cultura jurídica europea el concepto
«Estado de Derecho» logra importantes manifestaciones normativas a través de la vasta
jurisprudencia arrojada desde sus respectivos Tribunales, Cortes o Consejos
constitucionales. Se puede constatar esta afirmación en numerosos botones de muestra,
a saber, en la Constitución Española cuyo artículo 1.1 declara: «España se constituye en
un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de
su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político»; en
su artículo 10.1 afirma que «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le
son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos
de los demás son fundamento del orden político y de la paz social». Otro influyente
texto constitucional del derecho público contemporáneo -la Ley Fundamental de 1949-,
establece en su artículo 20.1: «La República Federal de Alemania es un Estado federal,
democrático y social»; y en su artículo 23.1 compromete a la República Federal de
Alemania «con los postulados democrático, de Estado de Derecho, social y federal y
con el principio de subsidiariedad, y garantizadora de una protección de los derechos
fundamentales comparables en lo esencial a la ofrecida por la Ley Fundamental».
Tampoco se queda atrás en estos propósitos la Constitución Portuguesa de 2 de abril de
1976 al establecer en su Preámbulo, ciertamente de carácter declarativo, que la
«Asamblea Constituyente (Assembleia Constituinte) proclama la decisión del pueblo
portugués de defender la independencia nacional, de garantizar los derechos
fundamentales de los ciudadanos, de establecer los principios básicos de la democracia,
de asegurar la primacía del Estado de derecho democrático (...)». Ni tampoco la
Constitución de 1958 al identificar a la República de Francia con los adjetivos -entre
otros- de «democrática y social» (artículo 1). Otro tanto hace la Constitución Italiana de
1947 al prescribir que «Italia es una República democrática fundada en el trabajo»
(artículo 1) y en la que, además, constituye «obligación de la República suprimir los
obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la
igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la
participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y
social del país» (artículo 3, párrafo segundo).
Existe un sedimento jurídico, político y moral que resulta difícil ignorar. Se trata
de conceptos ligados al ideario jurídico de la Constitución como norma jurídica; al

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ideario político liberal; y, finalmente, al ideario moral de la dignidad de la persona y a
su libre desarrollo.

2. Por una acepción técnica del Estado de Derecho.

El concepto de Estado de Derecho «es un concepto esencialmente controvertido,


de lo que se deriva la inutilidad de emplear con él determinadas estrategias definitorias»
(Ansuátegui, 2000: 91). No se trata de una afirmación arbitraria que persiga desacreditar
el hondo significado de dicho concepto, sino de dar cuenta de las confusiones en la que
se ve atrapado el pensamiento de los autores cuando se anexa la idea de los derechos a
él. El principio del Estado de Derecho –sobre todo una vez inscrito bajo la forma de
cláusulas constitucionales- se torna en uno de los más controvertidos de la ciencia
jurídico-política, ya que «(...) en relación directa con su aceptación se han ido
multiplicando, con el transcurso de los años, los significados y los valores que se le
atribuyen» (Baratta, 1977: 11).
Pérez Luño propone una significativa estrategia para no caer en estas
controversias respecto del contenido y naturaleza del Estado de Derecho, haciendo la
distinción entre una acepción técnica y una acepción ideológica de dicho concepto.

2.1. Acepción técnica del Estado de Derecho.

La promoción de una acepción técnica del Estado de Derecho «pretende dar


cuenta de unos mecanismos o condiciones jurídicos de hecho, o supuestamente tales,
que presiden el funcionamiento del Estado» (Pérez-Luño, 1999: 238). Los mecanismos
que presiden el despliegue y actividad de un Estado de Derecho son la sujeción al
principio de legalidad o imperio de la ley, técnica que garantiza los derechos de las
personas (reconocimiento y garantía de derechos) y que establece un control
jurisdiccional contra los excesos o arbitrariedades de los gobernantes (Pérez-Luño,
1999: 238-239; también López Guerra, 1994: 154.).
Si se formula en términos históricos el concepto de Estado de Derecho nos sirve
como instrumento de interpretación del Estado y como tipo de Estado óptimo o ideal, y
que ha sido reconocida por diversas culturas jurídicas como la alemana y su concepto
del Rechtsstaat, la francesa y su concepto de la séparation des pouvoirs, la
angloamericana y su idea del rule of Law, aunque en la actualidad la expresión más afín

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es la de constitutionalism o constitutional government (Carreras, 1996: 6); o bien, la
italiana y su concepto del stato di diritto (Baratta, 1977: 15; Pérez-Luño, 1999: 238). Lo
común a todas estas denominaciones es una exigencia material del Estado que entronca
con una clara opción de carácter política: el liberalismo (Díaz, 1977: 52-53). Esta
acepción en sentido técnico del Estado de Derecho también resultó ser reconocida por el
jurista vienés, pese a su conocida concepción formal del concepto in comento,
consistente en la afirmación de que todo Estado tiene que ser Estado de Derecho, por el
sólo hecho de constituir un orden de naturaleza coactiva de la conducta humana y que se
identifica tanto con el concepto de Derecho como con el concepto de Estado. Asunto
muy distinto, -piensa Kelsen- es la relativa a la presencia de garantías jurídicas que
permitan asegurar la conformidad de los actos jurídicos individuales a las normas
jurídicas generales: «La respuesta a esta pregunta se halla en el concepto del Estado de
Derecho en el sentido material o técnico de la palabra» (Kelsen, 1983: 120).
También el profesor Francisco Javier Ansuátegui mantiene una acepción técnica
del Estado de Derecho, pues «para poder hablar de Estado de Derecho hace falta algo
más, mejor dicho, mucho más, que un sistema de legalidad. Es necesaria la presencia de
una dimensión sustancial que se identifica básica y principalmente con la protección y
garantía de derechos fundamentales» (Ansuátegui, 2000: 98).

2.2. Acepción ideológica del Estado de Derecho.

Bajo la acepción ideológica del Estado de Derecho -entiende Pérez Luño- se


quiere expresar que este concepto «ha sido caballo de batalla para la lucha, en ocasiones
ideal y utópica, por el perfeccionamiento de la realidad empírica del Estado» (Pérez-
Luño, 1999: 239-240), ya que en numerosas ocasiones se ha empleado para la
justificación de realidades políticas heterogéneas.
Deviene en ideológica la utilización de la expresión Estado de Derecho cuando
no se hace posible constatar, al interior de un ordenamiento jurídico, los elementos
básicos de su identidad: sometimiento de la actuación del poder estatal al principio de
legalidad y garantías jurídicas efectivas para la protección de los derechos. El Estado de
Derecho se halla más próximo a las ideas de ordenación estatal impersonal, con
generación objetiva de la normatividad jurídica, formulación general y abstracta de la
ley, secularización de lo religioso y a las doctrinas que pretenden justificar el Estado
mediante la figura del contrato o pacto social. El propio Jellinek afirma que el influjo

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histórico ejercido por la doctrina del contrato ha sido extraordinario, que en toda forma
de Estado contemporáneo es posible apreciar el espíritu de la doctrina del Estado de
Derecho, presente en su estructura como en sus instituciones, a saber, los derechos de
libertad y todo el sistema de garantías jurídicas a ellos conexos (Jellinek, 1981: 161).
Las coordenadas del presente concepto son liberales y no otras que legitimen los
privilegios estamentales o “corporativos”, amparen las desigualdades entre los hombres
fundadas en la raza, condición, creencias o género de las personas o bien, que acepte la
actuación caprichosa de quienes detentan el poder. El Estado de Derecho deja de ser tal
cuando el Derecho no es ya limitación a la soberanía del Estado, sino fundamento de la
forma ordenada y obligatoria de la dominación. Ha adqurido el Derecho, entonces, un
carácter ético transpersonal, indisponible e incuestionable para los súbditos
individualmente considerados. Bajo esta acepción autoritaria del Derecho no tiene
sentido hablar de esferas subjetivas o de libertad de los individuos, pues de ella se
ocupará la ordenación transpersonal de los «nuevos» valores. Esto es un proceso de
autoritarización del Derecho: la sustracción por el Estado de las esferas de libertad
individuales, sustituyéndolas por la reunión e integración de sujetos en una esfera
colectiva. Estas son las formas de los regímenes autoritarios y totalitarios, mas no de
aquellos en los que se observa una sujeción a los valores y principios de identidad
propios del Estado de Derecho.
Para un conservador como Schmitt, quien efectúa una atenta descripción jurídica
de la noción de Estado de Derecho, éste concepto del Rechtsstaat reúne dos principios
presentes en toda Constitución moderna. Por una parte, el principio de distribución que
dibuja la extensión de los derechos y competencias de la relación esfera
individual/esfera estatal, respectivamente. Por otra, un principio de organización que
armoniza y pone en práctica el principio de distribución, y que se expresa
fundamentalmente en la doctrina de separación de poderes. De este modo, para el jurista
del Tercer Reich los contenidos típicos del Estado de Derecho -Estado liberal burgués
de Derecho, en su terminología- son derechos fundamentales y división de poderes
(Schmitt, 1982: 138; véase también Baratta, 1977: 19). Una doctrina de la distribución
de los derechos/competencias es inútil sin la formulación del principio de reserva legal,
especialmente, en lo que dice relación con los derechos: «Sólo valdrá como Estado de
Derecho aquel en que no puedan intentarse injerencias en la esfera de libertad individual
sino a base de una ley [...]» (Schmitt, 1982: 142).

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El pensamiento de Schmitt da cuenta de la posición que juegan los elementos
“Estado” e “individuo”, cuánto poder se asigna en uno y otro y sus respectivos grados
de extensión en el ejercicio de dicho poder. En consecuencia, de haber una ordenación
política y jurídica donde, conforme al principio de distribución, los individuos (en
principio) ejercen una libertad limitada; y el Estado, conforme a esta misma
distribución, ejerza una potestad (en principio) ilimitada, tal vez se halle fuera de lo que
hemos descrito como Estado de Derecho.
A modo de recapitulación, se ha advertido el carácter controvertido de la
expresión “Estado de Derecho”; se ha rescatado una pedagógica distinción que reconoce
acepciones técnicas e ideológicas del concepto Estado de Derecho, donde la primera lo
identifica con los principios de imperio de la ley, control de la autoridad y derechos de
los individuos; la segunda, correspondería a cualquiera otra forma de la ordenación
jurídica y política de una comunidad diversa de la anteriormente expuesta. En definitiva,
que no basta con las definiciones formales del Estado de Derecho sino que, además, se
hace necesario introducir elementos materiales o sustanciales que, en una adecuada
articulación jurídica respecto del Estado, reconozca y garantice derechos a los
individuos.

3. Potestad estatal y derechos fundamentales.

Uno de los importantes logros de la teoría del Estado fue determinar la relación
de éste frente a su propio Derecho: la teoría de la autolimitación. Ya afirmaba Jellinek
que de la respuesta satisfactoria a esta cuestión dependía «todo Derecho Público, y por
consiguiente de todo Derecho en general» (Jellinek, 1981: 275). La teoría de la
autolimitación del Estado, si bien fue objeto de críticas no menores por el jurista vienés,
encuentra eco en la idea kelseniana de “ámbito material de validez” del Derecho -y, en
consecuencia, del Estado-, la que mantiene hasta nuestros días las líneas maestras para
explicar las consecuencias que genera las relaciones entre derechos fundamentales y
Estado de Derecho. En este sentido, e inspirado en el modelo garantista como modelo
de Derecho, el profesor Ansuátegui Roig indica «que la afirmación que vincula
derechos fundamentales y Estado de Derecho supone una estructuración compleja del
Ordenamiento jurídico, con consecuencias muy concretas en lo que se refiere a la
organización de los poderes públicos y al ejercicio de su capacidad normativa»
(Ansuátegui, 2000: 114). El propio jurista de Heidelberg lo expresa en los siguientes

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términos: «La idea de la auto-obligación del Estado respecto a su Derecho ha
desempeñado un papel importantísimo en la formación del constitucionalismo moderno.
No sólo trata éste de contener la omnipotencia del Estado mediante la fijación de
normas para la exteriorización de su voluntad, sino que trata de refrenarle muy
especialmente, mediante el reconocimiento de derechos individuales garantidos. Esta
garantía consiste en otorgar a los derechos protegidos el carácter de inmutables»
(Jellinek, 1981: 279).

3.1. Notas sobre la teoría de la autolimitación del Estado.

La exposición sistemática y desarrollada de la doctrina de la autolimitación del


Estado se puede consultar en la clásica obra de Georg Jellinek Teoría General del
Estado (Allgemeine Staatslehre), la que citaré en lo sucesivo, y, un profundo estudio de
la misma, se puede encontrar en la capital obra de Raymond Carré de Malberg, por la
que también guiaré algunas ideas.
Jellinek piensa que el orden jurídico del Estado lo obliga a sí mismo, no sólo a
los que se encuentran sometidos a su poder, es decir, a los que tienen el carácter de
súbditos, sino que a todo órgano (objetivo o subjetivo) que integre o forme parte del
Estado. De esta manera, nuestro autor combate una opinión bastante generalizada en la
doctrina del derecho público de la época, cuál es, la de estimar que la soberanía estatal
no reconocía límites para el propio Estado. Es decir, estos autores estimaron que el
Estado era incapaz de quedar ligado y obligado a su propio Derecho. Jellinek se muestra
crítico frente a esta situación pues no logra tolerar la circunstancia por la cual lo que
aparece como Derecho para el súbdito o para el titular de un órgano del Estado, no sea,
a la vez, Derecho para el propio Estado, esto es, en nada jurídicamente. Todavía más, el
autor in comento se encuentra convencido de que dicha ordenación jurídica sólo es
posible en una estructura social de carácter teocrático, en la que un dios o un monarca
venerado como dios, pueda reconocer como inmutables las decisiones de su voluntad,
imponerlas a todos bajo el ropaje de normas obligatorias, a excepción de sí mismo
(Jellinek, 1981: 275).
Carré de Malberg realiza una breve descripción del concepto de autolimitación
del Estado al señalar que: «La idea esencial que se encuentra en la base de esta doctrina
es que el Estado no puede estar obligado, ligado o limitado más que en virtud de su
propia voluntad. En esto mismo consiste su soberanía. Por consecuencia, las reglas de

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derecho que han de regir el ejercicio de la potestad estatal sólo pueden ser obra del
Estado mismo. Si la soberanía no es necesariamente un poder sin límites, por lo menos
pertenece a la esencia del Estado soberano determinar por sí solo, por su propia
voluntad, las reglas jurídicas que deberán formar la limitación de su potestad soberana.
El Estado dejaría verdaderamente de ser soberano si tales limitaciones pudieran serle
impuestas por una voluntad o una potestad superiores a la suya» (Carré de Malberg,
1998: 222). Según Carré de Malberg, las expresiones alemanas para referirse a esta
doctrina de la auto limitación estatal son Selbstverpflichtung (auto compromiso),
Selbstbindung (auto atadura, compromiso, auto vinculación) y Selbstbeschränkung
(auto limitación).
Precisamente en esto constituye el gran aporte de Jellinek a la doctrina del
Derecho Público contemporáneo, entender que la potestad de dominación estatal es una
potestad de naturaleza jurídica y que por lo mismo sometida al Derecho, ergo,
necesariamente una potestad limitada (Carré de Malberg, 1998: 220). Concebir como
jurídicas el ejercicio de una potestad estatal significa desentrañar los fundamentos de
una concepción garantista del Derecho. La primera de todas las garantías a los derechos
fundamentales es el diseño de mecanismos que eviten el ejercicio absoluto del poder:
«Acompaña, pues, a todo principio de Derecho la seguridad de que el Estado se obliga a
sí mismo a cumplirlo, lo cual es una garantía para los sometidos al Derecho. La orden
dada por el Estado a sus órganos, de ejecutar las disposiciones jurídicas, no es puro
arbitrio de aquél, como acontece en la teoría opuesta [se refiere Jellinek a aquella que
niega la auto limitación del Estado] si quiere ser consecuente consigo misma, sino que
se trata de cumplir un deber; el Estado se obliga a sí mismo en el acto de crear un
Derecho respecto de sus súbditos, cualquiera que sea el modo como el derecho nazca, a
aplicarlo y mantenerlo» (Jellinek, 1981: 276).
Con casi idéntico razonamiento, el maestro de Estrasburgo agrega que es
innegable que el orden jurídico vigente no solamente liga a los súbditos, sino también al
Estado. No los liga sin duda de la misma manera, pues al Estado siempre queda
reservada la competencia para modificar el Derecho vigente. Mientras tanto, el Estado
no puede desconocer el Derecho que actualmente lo vincula, debiendo ejercer su
potestad de conformidad a lo que establezcan las normas constitucionales. No es
efectivo que la potestad del Estado sólo reconozca límites en los hechos, en el orden
moral o en el orden político. La potestad estatal encuentra en su camino auténticos
límites de derecho (Carré de Malberg, 1998: 220-221).

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La defensa de la autolimitación expuesta por Carré de Malberg incorpora una
crítica a aquellos autores, opositores a esta doctrina, que en definitiva afirman la
limitacion de la potestad estatal en argumentos o principios tomados fuera del Estado y
de la voluntad de éste. Una de esas proposiciones -dice Carré de Malberg- es la teoría de
los derechos innatos nacidos durante el fragor de la Revolución francesa y que exigen su
respeto por el Estado, tal como fueron proclamados en el artículo 2 de la Déclaration
des droits de l’homme et du citoyen. La mirada atenta del jurista de Estrasburgo muestra
el interesante error de los defensores del derecho natural revolucionario toda vez que
dichos derechos adquieren valor jurídico bajo condición de haber sido previamente
declarados, regulados por ley y sancionados por ésta, lo cual no es otra cosa sino
admitir la realidad del sistema de la auto limitación. Cuestión muy distinta es la del
éxito o eficacia jurídica de los derechos consagrados en la Constitución francesa de
1791 (Carré de Malberg, 1998: 226-227).
Estas ideas de Carré de Malberg dan cuenta de su talante positivista en el sentido
de advertir la inadmisibilidad de criterios iusnaturalistas a la hora de justificar un
criterio extrajurídico tendiente a la auto limitación de las potestades estatales. La
doctrina de la auto obligación del Estado a su propio Derecho no es una teoría
conservadora de los derechos fundamentales, es decir, para el resguardo de
determinados derechos, sino una teoría orgánica y funcional al momento de explicar la
asunción por la voluntad del Estado de determinados contenidos o exigencias éticas
como son los derechos fundamentales. Admitir la «exterioridad» de los principios que
justifican la limitación del Estado significa dotar con cuotas crecientes de incertidumbre
e inestabilidad en la garantías de los derechos de las personas. Esta es, pienso, la razón
por la que Carré de Malberg, con extraordinaria lucidez, señala la diferencia entre los
conceptos de «Estado de Derecho» (Rechtsstaat) y «autolimitación»
(Selbstbeschränkung). El Estado de Derecho supone algo mucho más que la necesidad
de autolimitación, supone, además, que toda la actividad del Estado ejercida sobre los
ciudadanos (súbditos) debe estar conforme a una regla que le preexista. La doctrina de
la autolimitación, contiene un propósito distinto, esencial para la posibilidad de todo
Estado, pero de un alcance menor a los fines perseguidos por la doctrina del Estado de
Derecho. Las potestades estatales como conjunto de facultades o atribuciones de la
autoridad se ejercen bajo un efecto positivo y otro negativo, es decir, cuando el
ordenamiento jurídico confiere una potestad a un órgano del Estado (efecto positivo), al
mismo tiempo excluye de su ejercicio a otros titulares de otros órganos estatales (efecto

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negativo). También se observa este fenómeno de la limitación de la potestad estatal
cuando ha sido la propia Constitución la que se reserva la declaración o existencia de
los derechos fundamentales –expresados mediante el ejercicio del poder constituyente-
(efecto positivo) privando de tal determinación a cualquiera otra clase de autoridad
constituida (Carré de Malberg, 1998: 223-224).

3.2. Los derechos fundamentales como ámbito material de validez del Derecho.

Norberto Bobbio rescata en un clásico opúsculo -recopilación de varios artículos


sobre teoría jurídica y filosofía política- una interesante idea de Kelsen. Los límites del
ordenamiento jurídico (también del Estado) no se agotan en el conocido ámbito de
validez personal, espacial y temporal. También existe un ámbito de validez material,
respecto del cual existen materias que de hecho no pueden ser, objetivamente, sometida
a reglamentación alguna, como asimismo, materias que han sido declaradas por el
propio Derecho como indisponibles. Es el caso de las libertades, en cuya esfera de
protección individual, el Estado no puede, en principio, intervenir, pero si lo hace, el
límite de validez material afectado puede restablecerse mediante un procedimiento que
declare ilegítima la actuación estatal cuestionada (Bobbio, 1992: 130). Es el propio
Kelsen quien nos explica el significado de «ámbito material del orden jurídico
nacional»: «Además de las cuestiones relativas al espacio, al tiempo y a los individuos
para los que el orden jurídico nacional tiene validez, surge el problema de las materias
que dicho orden puede regular. Trátase de la cuestión sobre el ámbito material de
validez del orden jurídico nacional, que suele presentarse como el problema de hasta
dónde llega, en relación con sus súbditos, la competencia del Estado» (Kelsen, 1995:
287).
Resulta interesante este concepto de los derechos fundamentales concebidos
como límites a la validez material del Estado (Bobbio, 1992: 138), es decir, el propio
Estado (o Derecho) formaría en su seno un haz de derechos frente a los cuales tiene un
deber de respeto (absteniéndose de lesionar esos derechos, sea por acción u omisión de
su actividad) o un deber de promoción (removiendo obstáculos a fin de que todos
obtengan su ejercicio). Si bien Kelsen parece no haber considerado esta cuestión del
ámbito material de validez del Derecho en el sentido expuesto por Bobbio, sino como
los ámbitos hasta dónde la potestad estatal es capaz de ser extendida y, en definitiva,
como una cuestión más del Derecho natural que sólo preocupa a liberales o a socialistas,

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es decir, de si el Estado puede o no intervenir en éste o aquél derecho a fin de obtener o
una sociedad más libre o más igualitaria.
Concluyendo los puntos aquí tratados se puede afirmar que la teoría de la
autolimitación o autobligación del Estado a su propio Derecho resulta funcional en la
caracterización de lo que contemporáneamente se ha denominado como Estado de
Derecho, sobre todo cuando se trata de resguardar los derechos de las personas
reconocidos por el ordenamiento jurídico. Esta teoría, comentada muy especialmente
por Carré de Malberg, constituye una teoría jurídica positiva en la medida que afirme la
sujeción de la potestad estatal a principios, normas o valores del ordenamiento jurídico
y no a un ordenamiento normativo extra jurídico. Kelsen, quien no militó
fervientemente en esta doctrina de la autolimitación del Estado -debido a razones
perfectamente coherentes con sus postulados metodológicos-, planteó el concepto de la
validez material del ordenamiento jurídico (léase, también, Estado) como ámbito en la
que las potestades estatales reconocen límites. Son, pues, los derechos fundamentales
límites de validez material del ordenamiento jurídico.

4. Función de los derechos fundamentales en el Estado de Derecho.

Los derechos fundamentales articulan el contenido y forma de la organización,


ejercicio y funciones del poder estatal. En su clásica obra, Los derechos fundamentales,
Antonio Enrique Pérez Luño afirma que la «(...) concepción de los derechos
fundamentales determina (...) la propia significación del poder público, al existir una
íntima relación entre el papel asignado a tales derechos y el modo de organizar y ejercer
las funciones estatales» (Pérez-Luño, 1998: 20).
Los derechos fundamentales han desarrollado funciones tales frente al poder que
le definen y acotan normativamente en cada período histórico. Se puede observar en el
desarrollo de éstas instituciones jurídicas una línea de progreso, de menos a más, vale
decir, de meras tolerancias del soberano los derechos fundamentales han logrado ser, a
nuestros días, fundamento y fin no sólo de la sujeción normativa de la autoridad política
al Derecho, sino también a la promoción y protección de los mismos.
Georg Jellinek destaca un hecho significativo para toda investigación histórica
de los derechos en una de sus grandes aportaciones a la cultura jurídica de los derechos
fundamentales. En opinión del jurista de Heidelberg, un texto clásico de la historia
constitucional inglesa, el Bill of Rights de 1689, versa o trata muy poco de los derechos

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individuales. La mayoría de sus disposiciones dicen relación con la generalidad y
eficacia de la ley, con la prohibición de tribunales especiales, prohibición de castigos
crueles, jurados nombrados convenientemente, que no se arme ejército sin previo
consentimiento del Parlamento inglés, sobre garantías a la elección del mismo, entre
otras de similar entidad. Para Jellinek todas estas cosas no son derechos sino más bien
obligaciones del Gobierno. Los únicos contenidos relativos a derechos propiamente
tales serían el derecho de portar armas y la libertad de opinión de los miembros del
Parlamento inglés. Remata su observación con la siguiente consideración: «Si, a pesar
de esto, las cláusulas del Bill of Rights se designan como Derechos y Libertades del
pueblo inglés, obedece a la idea de que son derechos populares las limitaciones que la
ley impone a la Corona» (Jellinek, 1943: 82-83).
Volviendo con la exposición, en las diversas adjetivaciones del Estado de
Derecho (liberal, social y/o democrático) los derechos de las personas han cumplido
ciertos «papeles» que nos permiten comprender su peso específico en el funcionamiento
de un régimen político o de un ordenamiento jurídico.
Pero por otra parte, los derechos fundamentales que han alcanzado su
positivación en los textos constitucionales adquieren funciones muy específicas y que
son propiamente jurídicas.
Sólo los derechos fundamentales son capaces de desplegar funciones al interior
del Estado de Derecho. Autores como Hans Peter Schneider han afirmado que los
derechos fundamentales son «(...) simultáneamente la conditio sine qua non del Estado
constitucional democrático, puesto que no pueden dejar de ser pensados sin que peligre
la forma de Estado o se transforme radicalmente» (Schneider, 1991: 136). Para este
autor los derechos fundamentales, considerados en abstracto, constituyen «fines en sí
mismos y expresión de la dignidad humana que sólo se pueden funcionalizar de manera
limitada». Según Schneider, «es indiscutible que los derechos fundamentales, como
contenido objetivo de integración de la Constitución (Smend), participan en la
constitución del Estado y las posibilidades de realización de los mismos deciden, al
mismo tiempo y de manera esencial, si los principios estructurales de la Constitución
cobran realidad y efectividad en el proceso político». Esto es lo que se denomina la
función estructural de los derechos fundamentales. En el Estado liberal de Derecho, los
derechos fundamentales cumplen una función de defensa frente al Estado y de elemento
objetivo del ordenamiento jurídico; en el Estado democrático de Derecho, los derechos
fundamentales cumplen una función de participación en la formación de la voluntad

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política y una función de garantía procesal; finalmente, en el Estado social de Derecho,
los derechos fundamentales cumplen una función de prestación y, a la vez, son
directrices u orientaciones a la actividad del legislador (Schneider, 1991: 137 ss).
Se trata, en todo caso, de comprender que cada una de estas funciones se han ido
incorporando al acervo dogmático que presentan las constituciones contemporáneas, lo
cual evidenciaría que los Estados democráticos de hoy van acumulando, agregando a
sus culturas jurídicas los aportes de cada una de las expresiones del Estado de Derecho,
es decir, lo que se entiende por conquistas de los derechos no es más que la positivación
de estas funciones en los respectivos ordenamientos jurídicos. Claro está que las
diferencias entre uno y otro serán de mayor o menor intensidad.

4.1. Estado liberal de Derecho y derechos fundamentales como elementos de defensa y


elementos objetivos del ordenamiento jurídico.

La forma clásica o tradicional del Estado de Derecho ha sido su versión liberal.


En él, se han establecido «principios y reglas procesales según las cuales se crea y
perfecciona el ordenamiento jurídico, se limita y controla el poder estatal y se protegen
y realizan los derechos individuales a la libertad» (Schneider, 1991: 137). Uno de los
importantes logros del liberalismo político es su insistencia en el respeto al principio de
legalidad, incluidos los gobernantes, sujetos a una ley producto de la soberanía de la
nación y no de figuras monocráticas autoritarias, como asimismo, su intensa lucha por
los derechos individuales, todos los cuales se agregan legítimamente a la noción del
Estado de Derecho liberal (Díaz, 1998: 41).
Pues bien, bajo el Estado de Derecho, a secas, los derechos fundamentales
cumplen una función de derechos de defensa (Abwehrrechte) frente al Estado,
«llamados a asegurar la esfera de libertad del individuo frente a los ataques del poder
público. Al mismo tiempo, los derechos fundamentales ofrecen al ciudadano la
posibilidad de acudir a la vía judicial para defenderse de las limitaciones a su libertad
derivadas de medidas estatales» (Schneider, 1991: 137). Este es el sentido que Hesse
otorga a los derechos de defensa cuando los define o caracteriza como «determinaciones
de competencias negativas para los poderes estatales», negative
Kompetenzbestimmungen für die staatlichen Gewalten (Hesse, 1999: 133). O como
afirma Forsthoff, para quien «los derechos fundamentales conservaron su significación
jurídica en cuanto que limitaron el poder del Estado frente al individuo, ofreciendo una

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protección jurídica a la que se podía acoger el individuo cuando el Estado rebasaba sus
fronteras» (Forsthoff, 1975: 250).
Como se dijo anteriormente, los derechos fundamentales también desarrollan
una función de elemento objetivo del ordenamiento (Elemente objektiver Ordnung),
bajo la forma de «[...] normas jurídicas objetivas formando parte de un «sistema
axiológico» que aspira a tener validez, como decisión jurídico-constitucional
fundamental, para todos los sectores del Derecho» (Schneider, 1991: 139). Esta
categoría nace en la temprana jurisprudencia desarrollada por el Tribunal Constitucional
Federal alemán (Bundesverfassungsgericht) bajo la vigencia de la Ley Fundamental de
Bonn (Bonner Grundgesetz). La decisión del Tribunal Constitucional alemán de 15 de
enero de 1958, conocida como “Caso Lüth” (Lüth-Urteil), declara , en sus fundamentos
(Gründe) que la Ley Fundamental no quiere ser un ordenamiento valorativamente
neutro (wertneutrale Ordnung), que la Constitución ha establecido un ordenamiento
valorativo objetivo (objektive wertordnung) y que el sistema valorativo se desarrolla en
torno a las ideas del libre desarrollo de la personalidad humana y de su dignidad (frei
entfaltenden menschlichen Persönlichkeit und ihrerWürde) [BVerfGe 7, 198 (205), que
quiere decir: Bundesverfassungsgericht, tomo 7, página 198, página 205 por la que se
cita].
En la misma dirección que la jurisprudencia alemana Konrad Hesse piensa que
los derechos fundamentales no sólo son derechos subjetivos, sino también principios
objetivos del ordenamiento constitucional y del ordenamiento jurídico en su conjunto:
«Al significado de los derechos fundamentales como derechos subjetivos de defensa del
individuo frente a las intervenciones injustificadas del Estado corresponde su
significado jurídico objetivo como preceptos negativos de competencia. Las
competencias legislativas, administrativas y judiciales encuentran su límite siempre en
los derechos fundamentales; éstos excluyen de la competencia estatal el ámbito que
protegen, y en esa medida vedan su intervención» (Hesse, 1996: 91-92).
El hecho de que los derechos fundamentales puedan ser considerados como
valores objetivos del ordenamiento jurídico significa un profundo cambio en la manera
de entender la idea Estado de Derecho desde una perspectiva liberal-formal a una
liberal-material, cuestión que se manifestó en los últimos años de la República de
Weimar logrando extenderse más allá de las fronteras de Alemania: «[...] el concepto
material del Estado de Derecho se caracteriza por el hecho de que el poder del Estado se
entiende como vinculado a determinados principios y valores superiores del Derecho,

14
así como porque el centro de gravedad de la actividad estatal no se entiende ya como
orientado primariamente a asegurar las garantías formales de la libertad, sino a
establecer una situación jurídica justa en sentido material» (Böckenförde, 2000: 40). Es
en la República de Weimar cuando el jurista Rudolf Smend formula una de las teorías
axiológicas sobre los derechos fundamentales más influyentes en Europa. Su postulado
es la posibilidad de conocer el «sentido contenido en un catálogo de derechos
fundamentales» (der inhaltliche Sinn eines Grundrechtskatalogs), que se propone
regular un sistema de valores, un sistema cultural (Alexy, 1986: 134).
La evolución normativa de las Constituciones ya no se agota en la organización
de los límites del poder estatal frente a las esferas de la libertad civil, como asimismo,
de la organización de los derechos políticos y su función en la conformación de la
voluntad estatal. También las Constituciones contemporáneas cristalizan jurídicamente
(sistema de garantías procesales) unos “valores fundamentales” que ordenan la vida en
común (Böckenförde, 2000: 40).
Si efectivamente las normas sobre derechos fundamentales son contenido
material de la Constitución y se expresan como «orden objetivo de valores»,
«condensación de principios suprapositivos», entonces “ese sistema de valores tiene que
tener «validez para todos los ámbitos del derecho»”. Esta vinculación al orden de los
valores es lo que transustancia la clásica idea liberal-formal del Estado de Derecho: «La
Constitución no garantiza ya la libertad de una forma incondicionada a través de una
delimitación jurídico-formal, sino solo la que cabe dentro del sistema de valores
reconocida por ella: quien se sitúa fuera de este sistema de valores, positivado entre
otros en la cláusula de intangibilidad (art. 79, III en relación con el art. 20 LF), deja de
tener derecho a la libertad política (art. 2, I y II, art. 18 LF)» (Böckenförde, 2000: 41).
Pérez Luño da cuenta de la incorporación, por la dogmática constitucional
española, de la concepción germana de las funciones objetivas y subjetivas de los
derechos fundamentales, es decir, la comprensión de estos institutos jurídicos como
configuradores institucionales y del estatus jurídico de los ciudadanos.
En cuanto a la función objetiva que despliegan los derechos fundamentales,
Pérez-Luño afirma que una vez que los derechos logran reconocimiento, protección y
garantías suficientes en el orden constitucional, es decir, cuando la decisión inequívoca
de la voluntad estatal ha sido observar y promover los derechos fundamentales, estos
pasan a constituir el fundamento para el consenso político sobre el que debe edificarse
toda sociedad democrática, sistematizando ese nuevo contenido axiológico que se

15
pretende como objetivo por el ordenamiento democrático y al cual el pueblo
políticamente activo otorga su consentimiento y condiciona su obediencia al Derecho.
No es extraño, pues, que toda esta axiología presente en la cúspide de la grada
normativa empapa al Derecho logrando su constitucionalización (Pérez-Luño, 1998: 21-
22).
La jurisprudencia constitucional española ha incorporado, con matices, la
doctrina de la subjetividad de los derechos y la doctrina de los derechos fundamentales
como elementos objetivos del ordenamiento jurídico. Como botones de muestra, están
las sentencias del Tribunal Constitucional 25/1981, de 14 de julio, ponente Antonio
Truyol Serra y la 53/1985, de 11 de abril, ponentes Gloria Begué Cantón y Rafael
Gómez-Ferrer Morant. La STC 25/1981 habla del doble carácter que tienen los derechos
fundamentales. Por una parte, son derechos subjetivos, “(...) derechos de los individuos
no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto
garantizan un «status» jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia”. Por otra
parte, el juez constitucional declara que también son los derechos fundamentales
«elementos esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto
ésta se configura como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada
históricamente en el Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o
el Estado social y democrático de Derecho» (Fundamento Jurídico 5. de la sentencia).
La STC 53/1985 –una de las decisiones del Tribunal Constitucional español con alto
número de votos particulares- establece que los derechos fundamentales no sólo
cumplen una función de derechos subjetivos de defensa frente al Estado, sino también
una función estructural básica, «(...) tanto del conjunto del orden jurídico objetivo
como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la expresión
jurídica de un sistema de valores, que, por decisión del constituyente, ha de informar el
conjunto de la organización jurídica y política (...)» (Fundamento jurídico 4. de la
sentencia).
La noción de subjetividad que tienen los derechos fundamentales apela a la
capacidad para configurar los estatutos jurídicos de los individuos al interior de la
comunidad, sea frente al Estado o en las relaciones con otros particulares. Aquí es
donde se observa una importante evolución en el sentido de los derechos. Hoy los
derechos fundamentales no sólo se afirman frente al Estado, sino también frente a
cualquier otro miembro de la comunidad que no ejerza potestades públicas, sean ellos
personas naturales o jurídicas. Es lo que la doctrina alemana ha llamado “eficacia de los

16
derechos fundamentales ante terceros” (Drittwirkung der Grundrechte). Esta es una de
las buenas aportaciones de la Ley Fundamental de Bonn al derecho constitucional
contemporáneo, el haber concebido los derechos como obligaciones vinculantes a todos
los poderes públicos para respetarlos y protegerlos (deberes negativos y positivos) y,
sobre todo, como «derecho directamente aplicable». Lo que ha sido caracterizado como
dimensión subjetiva de los derechos fundamentales no es más que el reconocimiento de
la configuración de un estatuto jurídico de los ciudadanos, sea en sus relaciones frente al
Estado o alguno de sus órganos, sea frente a otros ciudadanos con los que mantenga
relaciones de horizontalidad. Respecto de ambas situaciones el ordenamiento jurídico
ofrece al justiciable amparar su libertad, su autonomía y su seguridad (Pérez Luño,
1998: 22).
La calidad subjetiva de los derechos es ante todo un otorgamiento de status que
delimitan las respectivas esferas de actuación de los sujetos involucrados en una
relación jurídica. Por ello se mantiene con relativa vigencia la doctrina de los estatus
subjetivos de Georg Jellinek, formulada en su clásica obra “Sistema de los derechos
públicos subjetivos”, System der subjektiven öffentlichen Rechte (Para una visión
propedéutica, Pérez-Luño, 1998: 24-25). Georg Jellinek publica en 1892, Tübingen, la
primera edición de su teoría de los derechos públicos subjetivos; en 1905 se publica la
segunda edición. La última reimpresión es de 1964. En 1912 se publica la traducción
italiana de la segunda edición alemana, a cargo de Gaetano Vitagliano y con un prefacio
del insigne iuspublicista liberal Vittorio Emanuele Orlando. Jellinek formula la
existencia de cuatro status o calidades en las que se puede encontrar el individuo frente
al Estado. Un status pasivo, por el cual el individuo se haya sujeto a la potestad estatal,
sin posibilidad de autodeterminación y en que la insubordinación de aquél resulta una
«concezione incompatibile con la natura dello Stato». Por lo tanto, se encuentra el
individuo en un status subiectionis; un status negativo, por el cual el individuo recupera
su carácter de «señor absoluto», dotado de una esfera libre del Estado en la que se
excluye el imperium. Bajo esta calidad el sujeto se encuentra en un status libertatis; una
tercera calidad del individuo frente al Estado es el status positivo, en cuya virtud el
Estado otorga al sujeto pretensiones jurídicas en su contra, un conjunto de prestaciones
estatales en el interés individual. Posee aquí el individuo un status civitatis; por último,
tenemos el status activo, mediante el cual el Estado promueve una condición más
elevada y cualificada del individuo, reforzando su ciudadanía activa, permitiéndole el
ejercicio de los derechos políticos. A esta calidad la denomina Jellinek status activae

17
civitatis. Estas son las situaciones de derecho público del individuo (Jellinek, 1912: 96-
98).
La doctrina de los status de Jellinek tiene como contexto cultural el Estado
liberal de Derecho. Por este motivo, hay quienes se han atrevido a complementar la
tipología del jurista de Heidelberg, agregando un nuevo status, el status positivus
socialis, con el cual se desea comprender la cultura de los derechos económico-sociales.
Tal propuesta pone de relieve la compatibilidad entre los derechos civiles y políticos
con los de económico-sociales, en cuanto éstos permiten el desarrollo de la personalidad
tanto en su dimensión individual como colectiva (Pérez-Luño, 1998: 22).
Estos han sido los caracteres más importantes de los derechos fundamentales en
tanto funciones de defensa y elementos objetivos del ordenamiento.

4.2. Estado social de Derecho y función de los derechos fundamentales como derechos a
prestación, directrices constitucionales y reglas de actuación

a) Observación preliminar.

Resulta un lugar común a la hora de abordar el estudio y análisis de la literatura


sobre Estado social de Derecho advertir al lector sobre la viva polémica que suscita la
utilización del adjetivo «social» en la expresión «Estado de Derecho». Se afirma que
esta polémica es típicamente una discusión de la dogmática alemana cuyo contenido es,
más o menos, el siguiente: se trata de dilucidar la compatibilidad del régimen de
garantías propio del Estado liberal de Derecho con lo que se denomina Estado social de
Derecho, esto es, si acaso éste último es capaz de brindar satisfacción generalizada de
bienes sociales sin sacrificar, constitucionalmente, los fundamentos del Estado liberal.
En consecuencia, las tesis que de ello resultan son, por una parte, aquella que afirma la
prohibición de continuidad constitucional de los valores del Estado de Derecho hacia el
Estado social (Schmitt, Forsthoff); la otra, aquella que afirma la solución de continuidad
constitucional del Estado de Derecho hacia el Estado social de Derecho (Díaz, Heller,
Pérez-Luño, Abendroth). Intentaré abordar sucintamente esta problemática antes de
emprender la exposición de las funciones de los derechos fundamentales en el Estado
social.
Pérez-Luño sugiere que el paso desde el Estado liberal al Estado social de
Derecho «plantea una importante serie de cuestiones teóricas y prácticas (...)». El

18
profesor de la Universidad de Sevilla señala que el nuevo rol asumido por el Estado de
Derecho ha generado vivos debates, sobre todo, entre los juristas alemanes. Esta
discusión desemboca en dos importantes posturas doctrinales, que pronto analizaremos
(Pérez-Luño, 1999: 224; Pérez-Luño, 1983). ¿Constituye la incorporación de los
elementos «sociales» en las estructuras constitucionales del Estado de Derecho una
desfiguración del régimen de sus garantías? ¿Existe acuerdo en la doctrina sobre qué
clase de contenidos «sociales» tienen la aptitud para desfigurar el Estado de Derecho?
(Böckenförde, 2000: 35-36).

La tesis Constitución sin Estado social.

La primera de las interpretaciones sobre la incidencia de lo social en el Estado


de Derecho corresponde a Carl Schmitt y su discípulo Ernst Forsthoff. Este último autor
hereda de aquél una significativa idea, cual es, la tendencia a «trazar una separación
tajante entre la Constitución como forma jurídica del Estado y el funcionamiento
político del poder, en su incidencia y condicionamiento por los conflictos sociales (...)»
vaciando de contenido la dimensión social del Estado social de Derecho presente en la
Constitución alemana de 1919 (Pérez-Luño, 1999: 224-225). La tesis de este autor que
expondremos suscintamente fue sostenida en 1953 durante la celebración de la Reunión
Anual de Profesores Alemanes de Derecho del Estado (Pérez Royo, 1984: 164).
Forsthoff cree necesaria la distinción entre los conceptos «función social» y
«dominación». Para este autor un Estado que se aproveche de las necesidades sociales
de sus ciudadanos tiene oportunidades de acrecentar su poder de dominación y trastocar
la forma política en un especie de Estado total. Un Estado que acceda a esa
transformación deja de ser un Estado social, pues lo que distingue a éste es la
realización de la función de servicio dirigida a lograr una existencia digna de los
súbditos. Una vez utilizadas las necesidades sociales como instrumentos del poder, en
opinión de Forsthoff, el Estado pierde el calificativo de social. Las ideas de función
social y dominación se excluyen recíprocamente (Forsthoff, 1986: 51-52).
Según Böckenförde la tesis de Forsthoff nada dice sobre la justificación o
necesidad del Estado social, sino simplemente que si se desea mantener la estructura
que caracteriza a la fórmula de Estado de Derecho entonces una implementación del
Estado social no puede darse a nivel constitucional, sólo es posible su tratamiento a
través de la legislación y la administración. Una idea se impone en la concepción de

19
Forsthoff, cuál es, la incompatibilidad entre el Estado social y el Estado de Derecho
(Böckenförde, 2000: 36).
Comentando la fórmula de Forsthoff, Pérez-Luño observa que la
incompatibilidad a nivel constitucional de los elementos sociales y de aquellos
constitutivos del Estado de Derecho se debe a la supuesta antítesis entre la finalidad de
statu quo económico-social, propia del Estado de Derecho que garantiza formalmente la
libertad de los ciudadanos mediante la separación de poderes, la legalidad de la
administración y la independencia judicial; y la finalidad transformadora que caracteriza
al Estado social caracterizada por la protección de las clases menos favorecidas
mediante una repartición equitativa de la riqueza (Pérez-Luño, 1999: 225). En este
sentido, Böckenförde es consciente de los motivos por los cuales afloran las
discrepancias en torno a la cuestión del Estado social como cláusula compatible con las
tradicionales del Estado liberal de Derecho. Quienes enemistan con la posibilidad de
incorporar cláusulas sociales en la Constitución liberal piensan que están en juego tres
importantes garantías constitucionales como son la igualdad jurídica, la libertad de
adquisición y la propiedad (Böckenförde, 2000: 36-37).

La tesis Constitución con Estado social.

La segunda de las interpretaciones entiende que una configuración democrática


del Estado social en nada violenta las líneas matrices del Estado de Derecho, pues, en
beneficio de éste, se han perfeccionado las garantías materiales de los postulados y
libertades propias del Estado liberal de Derecho (Pérez-Luño, 1999: 226). De esta
manera reconoce Pérez-Luño la fórmula política del Estado social de Derecho: el
compromiso entre la defensa de las libertades tradicionales de signo individual y las
exigencias de justicia social.
Para esta interpretación las notas del Estado social de Derecho son: primero,
necesaria continuidad entre los principios social y democrático y el Estado de Derecho;
segundo, supone el Estado social la abolición fáctica de la separación entre Estado y
sociedad; tercero, supone el Estado social la superación de la concepción negativa de
los derechos de libertad como deberes de autolimitación al soberano, pasando a ser
«instrumentos jurídicos de control de su actividad positiva, que debe estar orientada a
posibilitar la participación de los individuos y los grupos en el ejercicio del poder»;
cuarto, supone también el Estado social cuotas crecientes de descentralización y

20
flexibilización de las estructuras por las que se encauzan las decisiones del poder,
permitiendo la participación gestionada por los propios destinatarios de aquél en el
bienestar económico y social; y quinto, el Estado social no puede suponer
discontinuidad de los principios y garantías tradicionales del Estado de Derecho en la
medida que los avances en las áreas sociales se efectúen respetando las prescripciones
constitucionales, así se mantiene la primacía del derecho (Pérez-Luño, 1999: 226-228).

b) La función de los derechos en el Estado social de Derecho.

Hans Peter Schneider entiende por Estado social de Derecho aquel que
«encomienda a los órganos estatales la misión de conseguir, ya en el presente, una
relativa compensación de los diversos intereses, aspiraciones y necesidades según
criterios inspirados en la justicia social, y prescindiendo de todo igualitarismo utopista
proyectado hacia el futuro». En este sentido los derechos fundamentales pasan a
consistir en derechos de prestaciones sociales.
De esta suerte, es posible predicar la segunda función de los derechos
fundamentales que, bajo la vigencia del Estado de prestaciones sociales, logran
cristalizar «como directrices constitucionales y reglas de actuación legislativa, de las
cuales se desprende la obligación -no accionable, pero sí jurídicamente vinculante- de
una determinada puesta en marcha de la actividad estatal» (Schneider, 1991: 144-146).

4.3. El Estado democrático de Derecho y función de los derechos fundamentales como


derechos de participación-conformación del status politicus y como garantías de
organización y procesales.

Hans Peter Schneider describe cuatro interesantes elementos del Estado


democrático de Derecho y que derivan de lo que él denomina como «autodeterminación
del pueblo», consagrados en los artículos 20 (fundamentos del orden estatal y derecho
de resistencia) y 21 (estatuto de los partidos políticos) de la Ley Fundamental de Bonn
de 1949. En primer lugar, el Estado democrático está fundado en un principio de
autorrealización autónoma de “todo el pueblo” a través de cada individuo y no mediante
personas privilegiadas, colectivos, burocracias o élites. En segundo lugar, el Estado
democrático de Derecho se funda en la idea de una libertad real del individuo, expresión
de su dignidad humana (Menschenwürde) y portadora de las exigencias de
autodeterminación, de acción limitativa y de racionalización del ejercicio del poder. En

21
tercer lugar, otro presupuesto del Estado democrático en la conformación del proceso
político es la libre participación y la igualdad de oportunidades. Finalmente, como
componente del Estado democrático de Derecho es la transparencia de todo el proceso
social con la finalidad permanente de crear unas condiciones sociales más justas y
libres. En este sentido los derechos de libertad política adquieren la forma subjetiva de
participación y conformación del status politicus y por la que Schneider entiende que
«representan (...) las garantías constitutivas de la función del orden democrático».
Agrega este autor posteriormente: «Como consecuencia, las garantías de las libertades
públicas se han transformado paulatinamente de derechos de defensa frente al Estado
(constitucional) en derechos funcionales de la democracia frente al respectivo Gobierno
(parlamentario)» (Schneider, 1991: 140-141).
Frente a estos derechos subjetivos de participación existen las garantías
organizatorias y procesales del régimen democrático. La dominación democrática se
desarrolla de conformidad a dos fenómenos que caracterizan a los modernos Estados
constitucionales. Por una parte, existe una voluntad política mayoritaria y provisional
que moldea legítimamente la sociedad; por otra parte, existe también una minoría que
tiene a su alcance mecanismos de control de la acción del gobierno. Una y otra realidad
supone el ejercicio periódico y permanente de un sin fin de normas de organización y de
procedimiento. Es el caso de las normas que reglan no sólo los procesos eleccionarios y
plebiscitarios, sino también en todo el conjunto de normas que reglan los
procedimientos de la justicia electoral. También el de los contenciosos de
constitucionalidad a priori y a posteriori de proyectos de ley o de leyes en vigor,
respectivamente (Schneider, 1991: 142-143).
El valor teórico que tiene identificar los derechos fundamentales como garantías
de organización y procesal del régimen democrático no es menor si se tiene en cuenta
que una de las principales críticas efectuadas por los sectores conservadores de la
política, enemigos de su pluralidad, ha sido la apelación a la generalizada corrupción
propia de los sistemas liberales democráticos queriendo formar en la opinión pública la
sensación de «putrefacción del sistema» y, en consecuencia, la necesidad de
«intervenir» con urgencia y «mano de hierro» dicho estado social. Estas ideas son las
que se encuentran detrás de neoexpresiones políticas, creadas por los autoritarismos,
como las de «democracia orgánica» (franquismo, en España), «democracia protegida»
(pinochetismo, en Chile) y, más reciente, «democracia directa» (fujimorismo, en Perú).
Las dictaduras siempre se han legitimado ofreciendo barrer de la política los corruptos,

22
los gastos excesivos que demanda la deliberación pública y restablecer la seguridad y el
orden sociales. Sin embargo, las dictaduras, una vez ya en el poder, no destinan mayor
gendarmería a la fiscalización de sus propias actuaciones, pues teniendo suprimidas la
división de poderes y las libertades públicas, se priva a los honestos del derecho de
denunciar las corrupciones o ante la prensa, ante el parlamento o –como ha sucedido en
innumerables ocasiones- ante los propios tribunales de justicia, con el objeto de
perseguir la responsabilidad de los logreros. Esta circunstancia permite comprender por
qué en las dictaduras las denuncias de corrupción suelen ser más insólitas que en las
propias democracias: « Puede decirse por ello que ningún mito es tan mendaz como el
de que la Dictadura actúa como extirpadora de la corrupción» (Heller, 1985: 293-294).
Se ha expuesto que los derechos fundamentales han logrado el status de
elementos de defensa frente a las actuaciones ilegítimas del poder público
(incluyéndose también las actuaciones de particulares) y de elementos objetivos del
ordenamiento jurídico, vinculando de esta manera «a todos los sectores del Derecho»,
operadores jurídicos, órganos del Estado, personas y grupos de personas. Esta sujeción a
los derechos fundamentales es mucho más que sujeción a normas jurídicas, es, además,
sujeción a valores, valores como los de «dignidad de la persona», «inmutabilidad de los
derechos», entre otras. Los motivos por los cuales se llega a esta nueva forma de
vinculación jurídica no se debe, en ningún caso, a una supuesta crisis o incapacidad del
positivismo jurídico para concretar los anhelos de justicia mediante la idea de derechos
fundamentales. En ocasiones se pretende ver en la doctrina de los derechos
fundamentales la clara expresión de la crisis de la vieja idea de Estado de Derecho, que
sería la crisis de la ley en sentido formal y el triunfo del Derecho natural (Baratta, 1977:
21). En nuestra opinión, nada más equivocado que ello. La supuesta crisis de la ley es
una cuestión suplida por el mayor rango normativo que ha tomado la Constitución en
los últimos doscientos años de la cultura jurídica mayoritaria de la civilización
occidental. A su vez, el sistema de justicia constitucional ha también revalorado las
nuevas funciones de la ley (tipologías de ley) y que se expresan en una celosa
protección por los jueces constitucionales de los límites competenciales de cada
operador jurídico en el Estado. No tiene por qué tambalearse el Estado de Derecho a
medida que los derechos fundamentales se vayan vinculando a las fuentes superiores del
ordenamiento jurídico. La incorporación de los derechos fundamentales en la norma
constitucional ha permitido exigir del juez constitucional buenas y mejores razones con
el propósito de justificar o fundamentar su decisión judicial. La eficacia de los derechos

23
fundamentales, estén donde estén en el sistema de fuentes del Derecho, constituye, a la
vez, la eficacia y legitimidad del régimen político. Permítaseme la extensa cita
inmejorable de Otto Bachof: “Se ha alegado también que los numerosos y difundidos
conceptos de valor y otros conceptos indeterminados de nuestra Constitución -
«dignidad del hombre», «libre desarrollo de la personalidad», «igualdad», «Estado de
Derecho», «Estado social» y otros más- no son accesibles a una interpretación jurídica
suficientemente segura, de tal forma que su interpretación es pura política por falta de
una medida con arreglo a la cual se pueda juzgar en justicia. Esto apenas impresionará
al jurista, que conoce la problemática de los conceptos jurídicos indeterminados. Se
podría replicar que, desde hace tiempo, es una labor importante del juez, y generalmente
llevada a cabo con éxito, el rellenar con vida y contenido, mediante una jurisprudencia
dirigida a concretar y plasmar valores, los conceptos indeterminados que remiten a
preceptos éticos extralegales y a contenidos culturales o que se refieren a elementos
sociales o económicos cambiantes” (Bachof, 1987: 61-62).
Francisco Javier Ansuátegui Roig ha manifestado la importancia de la presencia
de valores en las áreas superiores del sistema de fuentes del Derecho. La inclusión de
valores y de otros contenidos sustanciales en los niveles más altos del ordenamiento
jurídico supone una sujeción mayor de los niveles inferiores del mismo. Por el
contrario, la ausencia de estos contenidos en la grada superior del Derecho, va
acompañada de cuotas mayores de libertad y de discrecionalidad en los niveles
inferiores del ordenamiento jurídico (Ansuátegui, 2000: 112).
Pero también los derechos fundamentales puede concebirse como derechos a
prestación, directrices y reglas de actuación a los operadores jurídicos -especialmente, al
legislador-, como normas de organización y garantías procesales del régimen
democrático. Los derechos fundamentales tienen una significación tanto en el Estado
liberal y democrático, como en el Estado social de Derecho. Los actuales Estados
constitucionales han acumulado los mejor de cada forma política de Estado. De este
modo, es posible hablar de una eficacia simultánea de los derechos fundamentales en
cuanto elementos de defensa y elementos objetivos del ordenamiento jurídico, como
derecho de participación y garantía procesal, como derecho de prestación y directriz
para el legislador (Schneider, 1991: 148).

5. Conclusión.

24
No voy a plantear una repetición de las breves conclusiones anteriormente
expuestas en este trabajo, sólo indicar tres consideraciones:

1. Se puede concluir que el Estado de Derecho constituye un concepto jurídico-


político, una determinada forma de ordenación jurídica y, a la vez, una determinada
exigencia de vincular la vida social a ciertos valores. Que las doctrinas fundadas en un
principio de autoritarismo tales como el fascismo, el nacionalsocialismo, ni la de todos
aquellos que pretendan fundar una institucionalidad por la fuerza, tienen posibilidad
alguna de caracterizar sus formas de ordenación social como Estado de Derecho. Sólo
existe Estado de Derecho para aquellos que siguen creyendo que la convivencia en
comunidad es la forma de desarrollo de la personalidad individual, y no de manera
atomista.
2. También se concluye que el diseño que se haga de las competencias estatales -
alcance de sus prerrogativas, como intensidad de las mismas- dependerá la naturaleza de
uno u otro concepto de Estado de Derecho. O bien, extremamos la arbitrariedad en la
creación y aplicación del Derecho o, bien, le entregamos a cada ciudadano un derecho
anarquista consistente en «haz lo que quieras»: el Estado de Derecho resulta ser como
un punto de equilibrio entre estas dos aspiraciones, un equilibrio ideal.
3. El Estado de Derecho deja ver fuertes tensiones respecto al modo como han
jugado conceptos como constitución, soberanía, representación, papel de los jueces
frente al ordenamiento jurídico, rol del legislador frente a la Constitución. El cómo se
den en los hechos cada uno de estos elementos -posiblemente muchos más- permitirá
una u otra realidad de Estado de Derecho.

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