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Tema 1:
La atención de las
personas con uso
problemático de
sustancias en
contextos de alta
vulnerabilidad: análisis
de las barreras sociales
y sanitarias en el
acceso a los servicios
Colombia
felipe.tirado@upb.edu.co
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ÍNDICE
7. Glosario ...................................................................................................................................... 29
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1. Resumen y palabras clave
1.1. Resumen
Este tema tiene como propósito brindar las herramientas conceptuales que permitan abordar desde
una perspectiva integral y de salud pública, la atención a las personas con uso problemático de
drogas, con énfasis en los grupos que se encuentran en condiciones de alta vulnerabilidad;
entendida esta, como las condiciones contextuales que favorecen la vulneración de los derechos
de los usuarios de drogas a causa del estigma y la discriminación de la cual son víctimas de
manera frecuente.
Por último, se describen algunos de los avances de las políticas actuales, las cuales proponen
trascender de la mirada punitiva frente al fenómeno del consumo, a una enfocada a la salud
pública; y a partir de allí, se plantean los principales retos que tienen los Estados en términos de
inclusión y equidad, para posteriormente, proponer futuras líneas de investigación y desarrollo en
el tema, desde el punto de vista sanitario y social, así como en las intervenciones dirigidas a
mitigar las consecuencias adversas del consumo, especialmente las de base comunitaria.
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2. Lectura inicial
La vulnerabilidad es hoy en día un rasgo social predominante en América, debido al impacto de las
políticas neoliberales y de desarrollo en la región (Pizarro Hofer, 2001), las cuales han generado
condiciones que exponen a los grupos más desfavorecidos a situaciones de desventaja, a causa
de su incapacidad para controlar las circunstancias riesgosas (Feito, 2007).
Lo anterior nos lleva a argumentar que el concepto de vulnerabilidad no es rígido, pues será
diferente la situación en términos de vulnerabilidad de una persona con buen poder adquisitivo que
experimente por primera vez con las drogas y lo haga por curiosidad, a la de otro individuo de bajos
recursos, que lo haga para intentar evadir o sobrellevar las condiciones adversas de su
cotidianeidad; en tanto dicho concepto, es dinámico, flexible, modificable y está estrechamente
relacionado con el contexto y circunstancias propias de cada sujeto (Luna, 2004). En
consecuencia, y a partir de los argumentos expuestos, es posible entender como los habitantes de
calle, las mujeres, la población que vive en condiciones de miseria, las personas con orientación
sexual diversa, las personas que viven con VIH, entre otros, pueden tener un grado de
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vulnerabilidad mayor, al igual que múltiples barreras de acceso a los servicios de salud, a causa del
estigma, el rechazo y la discriminación de que son víctimas debido a su condición (Uprimny et al.,
2014).
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3. Desarrollo del tema
El concepto de vulnerabilidad encierra múltiples significados (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002) que
van desde una dimensión antropológica, que hace a un individuo susceptible a diversos daños por
la fragilidad intrínseca de su condición de ser humano, hasta una dimensión social, derivada de
aspectos contextuales (pertenencia a un grupo, género, localidad, condición socioeconómica,
cultural y política), que generarán diferentes riesgos, los cuales dependerán de las capacidades
con que cuenten las personas para enfrentarlos (Feito, 2007).
A pesar de la polisemia del término (Luna, 2004), en todos los acercamientos conceptuales al
respecto hay un denominador común, entendido como posibilidad de un daño (Feito, 2007). Así
pues, la noción de vulnerabilidad hace referencia a riesgos económicos, inseguridad social,
delincuencia, exposición a factores ambientales y desastres naturales, por localización geográfica,
problemas de infraestructura, disponibilidad del recurso humano o falta de inversión estatal (Villa &
Rodríguez Vignoli, 2002), y ha sido empleada para referirse a ciertos grupos poblaciones en
condición de desventaja frente a los demás (Feito, 2007) a causa de del desempleo, la falta de
educación, su condición de salud o su pertenencia a sectores económicos informales (Pizarro
Hofer, 2001).
Tanto la dimensión antropológica como la social del concepto de vulnerabilidad han recibido
diferentes críticas debido a su visión reducida de la realidad (Luna, 2004), situación que adquiere
una especial importancia a la hora de abordar temas relacionados con las personas que usan
drogas.
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En la primera de las críticas, se cuestiona el término como expresión de la condición humana y su
fragilidad desde el punto de vista ontológico, ético y sociocultural (Torralba, 2000), que lo hace
intrínsecamente propenso a la enfermedad y la muerte (Feito, 2007). Esto ubica a todos los seres
humanos en una única categoría de vulnerabilidad debido a su condición per se. Despojaría al
término de cualquier relevancia, por lo que no sería necesario buscar medidas de protección
específica para ciertos grupos de personas, lo cual tendría serias implicaciones en términos de
políticas públicas y sanitarias, al rechazar la existencia del término (Luna, 2004). Por otra parte, la
noción de vulnerabilidad social que clasifica a los grupos poblacionales de acuerdo con factores
contextuales que los hace más propensos a enfrentar circunstancias adversas (Villa & Rodríguez
Vignoli, 2002), a partir de atributos como género, raza, empleo, situación económica o sanitaria,
ubicación geográfica, participación política, etc. (CIOMS, 2002), abre la posibilidad de categorizar la
heterogeneidad humana e individualizar tantos grupos vulnerables como riesgos existan, debido a
la incapacidad de respuesta estatal para atender tanta diversidad (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002).
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Para el caso específico de las personas que usan drogas, el modelo multicausal que pondera la
contribución de los factores genéticos, psicológicos y sociales para explicar la vulnerabilidad de los
individuos en la aparición de los trastornos por uso de sustancias (Flores, 2003; Mino, 2000), no
logra dar respuesta al asunto, pues al considerar la población como la suma de individuos, deja de
lado asunto subjetivos, contextuales, culturales y políticos (E Granda, 1999; Edmundo Granda,
2004). Pero al centrar su atención en grupos vulnerables (jóvenes, minorías étnicas o sociales y
personas de escasos recursos) al igual que en los comportamientos riesgosos (consumo de alcohol
y drogas) (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), se convierte en un mecanismo legitimado por los
gobiernos, en cabeza de la ciencia positiva, para el control de la conducta social (Romaní, 2013;
Sepúlveda & López-Arellano, 2013).
La situación que se acaba de presentar no escapa al escenario político y a la manera como los
gobiernos intervienen el fenómeno, y a pesar de que no existe una relación causal, entre el
consumo de drogas con la delincuencia y la drogadicción (Rodríguez, 2013). Al revisar el tema, es
frecuente encontrar que las políticas regionales desconocen el uso recreativo de sustancias, y al
enfocar sus esfuerzos en el narcotráfico y el riesgo de desarrollar una adicción, terminan por crear
una categoría única para todos los usuarios de drogas, refiriéndose a ellos de manera general, sin
hacer una diferenciación clara entre los múltiples tipos de uso y consumidores, lo que se traduce en
políticas represivas (Colectivo de Estudios Droga y Derechos- CEDD, 2014), que desconocen la
subjetividad e invisibilizan la dimensión social del fenómeno (Conrad & Ingleby, 1982; Vázquez &
Stolkiner, 2009). Lo anterior tiene serias repercusiones en términos de vulnerabilidad social, ya que
ésta presenta una gran variedad intersubjetiva, en relación con las capacidades y habilidades
adaptativas de las personas (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), pues al etiquetar a los individuos en
una única categoría de vulnerabilidad solo por su condición- en este caso, ser usuarios de drogas-,
termina por presentar recetas generales de intervención para todos los sujetos, lo cual termina
siendo una respuesta reduccionista (Luna, 2004) para un tema abstracto y multidimensional como
el fenómeno de las drogas (Nateras & Nateras, 1994).
A continuación, se presenta una revisión teórica de la literatura, la cual pretende argumentar cómo
el etiquetamiento y la estigmatización de las personas que usan drogas bajo una misma categoría
de vulnerabilidad, se traduce en acciones de intervención y prevención paternalistas, que afectan la
atención en salud y el acceso a diferentes beneficios sociales, a los cuales los usuarios de dichas
sustancias tienen derecho, como ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley.
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3.2 Estigmatización
En la década de los 70, Goffman conceptualiza el estigma como un atributo negativo por medio
del cual se identifica a las personas que lo portan. A partir del conjunto de normas y valores
aceptados por la sociedad, lo que genera son situaciones de rechazo y menosprecio hacia los
sujetos con tal condición, por parte de aquellos que no tienen el atributo en mención (Goffman,
1970). Posteriormente en el presente milenio, los profesores de la Universidad de Columbia en
Nueva York, Bruce G. Link y Jo C. Phelan, definen el estigma, como un proceso que involucra una
serie de cinco componentes interrelacionados entre sí, según los cuales, en primer lugar se
presenta un etiquetamiento de las personas a causa de las diferencias que los identifican; seguido
a esto, quienes poseen la etiqueta son estereotipados debido a su vinculación con características
indeseables; lo que genera una separación entre quienes llevan consigo la marca de la etiqueta y
quienes no; situación que conduce a la pérdida de la condición de sujeto para quienes la portan; lo
que favorece la discriminación, la exclusión y el rechazo para éstos, debido a un ejercicio desigual
del poder entre quien estigmatiza y el estigmatizado (Link & Phelan, 2001).
En lo que respecta a la estigmatización de las personas que usan drogas, en la actualidad hay
extensa evidencia que demuestran el rechazo social hacia esta población por su condición
(Organización de los Estados Americanos-OEA, 2013; Ronzani, Noto, & Silveira, 2015; Soares
et al., 2011; Vázquez & Stolkiner, 2009), debido a la vinculación que se hace de la práctica del
consumo con la pobreza, la ausencia de empleo, la irresponsabilidad, los accidentes de tránsito, la
agresión y la criminalidad (Barrondo Lakarra, López de Jesús, & Meana Martínez, 2006; Lorenzo
Fernández, Ladero, Leza Cerro, & Lizasoain Hernández, 2003; UNODC, 2013; Van Amsterdam &
Van den Brink, 2010). Esta situación refleja el lamentable panorama de políticas públicas en la
región, las cuales al estar basadas en prejuicios y estereotipos (Luján, 2014; Uprimny, Guzmán,
Parra, & Bernal, 2014b) hacen que el consumo recreativo sea una categoría prácticamente
inexistente, ya que solo el 46% de los países de América Latina y el Caribe, tienen planes
específicos para los usuarios de drogas, en su legislación (CEDD, 2014).
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intervención y prevención, al asumir a los usuarios de dichas sustancias como niños a los que el
Estado debe proteger y cuidar (Lobos, 2012) y no como ciudadanos en igual de derechos y
deberes frente a la ley (Ralet, 2000), en tanto la vulnerabilidad, no exime la autonomía y la
responsabilidad en cuanto a la toma de decisiones (Torralba, 2000).
El asunto aquí tratado adquiere una relevancia sustancial para las personas que usan drogas, pues
al categorizar a los individuos como vulnerables simplemente por su condición, sin hacer ningún
tipo de distinción entre ellos, trivializa el concepto (Luna, 2004). El error radica, al ubicar a un
consumidor experimental u ocasional en la misma categoría que un adicto, un delincuente o
traficante, pues al hacerlo podría implicar una afectación a sus garantías al considerar que dichos
sujetos se encuentran por fuera de la ley (Lobos, 2012). Lo que pretende decir con lo anterior, es
que la práctica del consumo no hace a los sujetos vulnerables per se, pues es claro que solo una
pequeña proporción de las personas que usan drogas desarrollan una dependencia a las mismas
(Szerman et al., 2017), o están directamente vinculadas con la delincuencia o redes de narcotráfico
(Guzmán & Uprimny Yepes, 2010), motivo por el cual situar a todos los sujetos en idéntica
categoría, supone un desacierto al considerar que todos puedan tener el mismo grado de
vulnerabilidad social.
Es en este punto donde el estigma adquiere incidencia en términos de vulnerabilidad (Link &
Phelan, 2006), justamente porque al equiparar a todos los usuarios de drogas como adictos o
delincuentes en potencia, se desconocen las particularidades que diferencian a los sujetos (Conrad
& Ingleby, 1982; Vázquez & Stolkiner, 2009). En tal sentido, Luna plantea que el concepto de
vulnerabilidad tiene una relación estrecha con las circunstancias del contexto en que se dé, ya que
no estaría en igual situación de vulnerabilidad un sujeto con un consumo experimental que resida
en un país industrializado que le brinde diversas oportunidades laborales, educativas, económicas
y sociales, que un individuo que resida en un país de bajos recursos, en el cual dichas
oportunidades sean más limitadas (Luna, 2004).
El estigma actúa de manera negativa sobre las oportunidades que las personas que usan drogas
(al ser catalogados como delincuentes o adictos) tienen en términos de educación, empleo y
vivienda (Paiva et al., 2014), debido al rechazo y la discriminación de las que son víctimas; lo que
limita el ejercicio de su ciudadanía (Herrera & Marín, 2015), sus posibilidades de superación y
reintegración social (Organización de los Estados Americanos, 2013). Con base en lo anterior es
posible argumentar que la vulnerabilidad no es una condición permanente (Luna, 2004). Motivo
por el cual, si al estigma propio del consumo de drogas, se le suman otras situaciones, como tener
una orientación sexual diferente, vivir en situación de miseria, ser habitante de calle o tener una
enfermedad infectocontagiosa. El grado de vulnerabilidad será mayor, y por ende, el rechazo, la
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discriminación y las barreras de acceso a los servicios sociales y de salud, también lo serán
(Uprimny et al., 2014a).
3.2.1 Barreras de acceso y vacíos en la prestación de servicios para las personas que usan
drogas debido a la estigmatización
Link y Phelan plantean que el estigma tiene un enorme efecto en las oportunidades de vida,
laborales y de acceso a la atención médica para las personas que lo portan (Link & Phelan, 2006),
puesto que los individuos etiquetados buscan diferentes estrategias de ocultamiento y distancia
social para evitar la criminalización y el rechazo producto de su condición (Epele, 2007). Esta
situación tiene un impacto negativo no solo en términos de acceso y garantía a diferentes a
beneficios sociales, sino también en lo relativo al ejercicio de sus relaciones interpersonales
(Ferreira, Silveira, Noto, & Ronzani, 2014), lo que genera múltiples consecuencias como pérdida de
la identidad, desesperanza y baja autoestima (Felicissimo, Ferreira, Soares, Silveira, & Ronzani,
2013; Ronzani et al., 2015).
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relaciones afectivas entre estos y la falta de recurso humano femenino para la atención de dichas
usuarias; aun cuando no existen evidencias de sobrecostos para la atención de las personas que
usan drogas respecto a su género (Uprimny et al., 2014a).
Paralelo a la vulneración a su derecho a la salud, las personas que usan drogas también
experimentan múltiples dificultades para acceder a oportunidades laborales. Condiciones que
en la práctica se expresan en una reducida oferta de vacantes para estos sujetos o en empleos mal
remunerados. El reconocer abiertamente ser un consumidor, estar en proceso de tratamiento o
tener historia clínica de hospitalización por drogodependencia, genera desconfianza por parte de
los empleadores en contratar a estas personas. Esta situación que se hace manifiesta en la región,
ya que en informes emanados por organismos rectores como la Comisión Interamericana para el
Control del Abuso de Drogas de la Organización de Estados Americanos (CICAD-OEA), se revela
que las limitaciones para acceder a un empleo digno, hace que las personas sean más vulnerables
a tener un patrón problemático de consumo de sustancias, en tanto el estigma y la exclusión,
refuerzan procesos psicológicos como la baja autoestima, una posición nihilista ante el futuro y la
falta de confianza en sus propias capacidades (OEA, 2013).
El escenario que se acaba de presentar se complejiza en términos laborales, pues según las
normas del mercado económico actual, los empleos mejor remunerados se encuentran restringidos
a personas altamente calificadas (Pizarro Hofer, 2001), y dado que el consumo de drogas se
relaciona a partir del imaginario social con el delito o la enfermedad. Sin importar qué tan calificada
este una persona, el hecho de ser etiquetado como un consumidor, un drogadicto o un delincuente,
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los pone en una situación de desventaja ante los demás (Vázquez & Stolkiner, 2009), lo que afecta
sus oportunidades laborales y de inclusión social (Paiva et al., 2014).
Sumado a todo lo anterior, el uso del sistema penal como mecanismo privilegiado en América
Latina y el Caribe para intervenir el fenómeno del consumo, aun cuando no en todos los países de
la región está penalizado el uso de drogas. Esto contribuye a la estigmatización y a la vulneración
de los derechos fundamentales de los usuarios de dichas sustancias (Colectivo de Estudios Droga
y Derechos CEDD, 2014), debido a los abusos y malos tratos de los cuales son víctimas por parte
de funcionarios policivos y judiciales (Fundación Transform Drug Policy, 2014), los cuales son aún
más evidentes, si quien porta o es sorprendido consumiendo las sustancias ilícitas son mujeres, ya
que estas por su condición, son más vulnerables a verse implicadas en situaciones que involucran
insinuaciones sexuales o propuestas indebidas por parte de efectivos de la ley (Uprimny et al.,
2014a). A pesar de esto, la vulnerabilidad no obedece solamente a un asunto de género o a una
condición particular, ya que es un asunto circunstancial y contextual (Luna, 2004); pues en el tema
específico de las drogas, el perfil más buscado por los agentes policiales para ejercer su
mecanismo represivo, son en su mayoría los hombres jóvenes, de estratos socioeconómicos bajos
o habitantes de calle (Uprimny et al., 2014a).
Así pues, la intervención del fenómeno por vía penal, favorece la vulnerabilidad de las personas
que usan drogas frente a las autoridades, justamente porque los expone a diferentes situaciones
que vulneran sus derechos fundamentales, como detenciones arbitrarias, maltrato físico, abuso
sexual o extorsión (Colectivo de Estudios Droga y Derechos CEDD, 2014); situación que se agrava
aún más cuando estos sujetos son conducidos a la cárcel, pues los sistemas penitenciarios en su
gran mayoría carecen de programas de tratamiento y rehabilitación para esta población, lo que
limita no solamente sus posibilidades de recuperación, sino también sus oportunidades de acceso
un empleo digno y una vida sostenible, una vez obtengan su libertad (UNODC, 2011).
Hasta este punto, se presentó un análisis del fenómeno del consumo en términos de vulnerabilidad,
estigmatización y barreras de acceso en la prestación de servicios para las personas que usan
drogas, el cual revela las diferentes formas en las que esta población se enfrenta con situaciones
que vulneran sus derechos fundamentales. Sin embargo, el panorama no es del todo sombrío,
pues se han dado importantes avances en las políticas públicas de la región, las cuales evidencian
un marcado interés por trascender el abordaje del tema desde el enfoque penal, a uno centrado en
la salud y lo social.
A continuación, se describen algunos de los avances de las políticas actuales, así como los
principales retos que tienen los gobiernos en términos de inclusión y equidad, para
posteriormente, proponer futuras líneas de investigación y desarrollo en el tema.
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3.3 Avances y retos de las políticas públicas
Tras el rotundo fracaso de las políticas represivas en la meta de reducir la demanda y la oferta de
drogas (Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009; Fundación Transform
Drug Policy, 2014; Veccia et al., 2017), la Organización de Estados Americanos en el año 2013,
propuso reducir la intervención del fenómeno desde el enfoque penal, para abordarlo desde una
perspectiva de salud pública (OEA, 2013), hecho que se constituye en un gran avance en las
políticas públicas de la región.
Sobre este punto, es preciso acoger las recomendaciones hechas por la Asamblea General del
Naciones Unidas (UNGASS) en el año 2016 sobre el fenómeno de las drogas, según las cuales es
necesario incorporar la perspectiva de género en los programas y políticas de drogas,
asegurando la participación de las mujeres en su elaboración, ejecución, seguimiento y evaluación;
haciendo un espacial énfasis en el mejoramiento de las condiciones para que las mujeres que se
encuentran privadas de la libertad por delitos relacionados con drogas, puedan tener un adecuado
acceso y disponibilidad a tratamientos para trastornos por uso de sustancias, en caso que lo
requieran, en condiciones de calidad (UNODC, 2016).
La relación entre la salud y los derechos Humanos debe entenderse pues, como una exigencia
fundamental para los Estados, en términos de equidad, si se quiere intervenir de manera efectiva el
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asunto de las desigualdades sociales (R. M. Quintero, 2005), motivo por el cual, los gobiernos
deberán incorporar leyes que garanticen la atención en salud a los grupos más vulnerables y
marginados, independiente de su condición (Echeverry, 2007), teniendo como centro de su
actuación el respeto por la dignidad, así como la promoción de las libertades y capacidades
humanas (Quintero, 2005).
En lo que respecta al empleo y a otros beneficios sociales a los cuales tienen derecho las personas
que usan drogas, como ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley, es claro que una
política pública que trabaje en pro de los Derechos Humanos, debe reducir las condiciones que
favorecen la estigmatización de los grupos vulnerables, por medio acciones que fomenten mejores
oportunidades de oferta laboral, acceso a vivienda, educación, participación ciudadana y atención
en salud (Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009). Para alcanzarlo, es
fundamental que los Estados promuevan estímulos económicos y fiscales a las empresas que
garanticen el derecho al trabajo para los usuarios de drogas (París Pombo, Pérez Floriano, &
Medrano Villalobos, 2009), así como en términos de inversión presupuestal, para a cubrir las
necesidades básicas insatisfechas y favorecer el acceso a la educación y demás beneficios
públicos para esta población (Organización de los Estados Americanos, 2013).
Lo anterior, implica crear espacios de debate con los movimientos sociales y las
comunidades de usuarios de drogas, permitiendo que estos últimos tengan un papel activo en el
diseño y aplicación de políticas públicas sobre el tema en cuestión, con el apoyo de la academia y
la sociedad civil, en cooperación con sector privado (UNODC, 2016). Sin desconocer en ningún
caso, que la participación de los grupos vulnerables en el escenario político, no exime al Estado en
su papel de proveer a estos, las garantías mínimas de seguridad, que les permitan participar en
igualdad de condiciones (Pizarro Hofer, 2001). En tal sentido, es preciso entender que empoderar
las poblaciones vulnerables, es diferente a tenerles lástima; es fortalecerlos y brindarles
condiciones para que tengan una participación real (Luna, 2004), motivo por el cual, la intervención
del Estado es clave a la hora de propiciar mecanismos que favorezcan la participación ciudadana
(Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009; Quintero, 2005), pues la
fuerza para alcanzar la salud se encuentra en la misma población (Granda, 2007) y no en la
intervención paternalista del Estado, para asegurar la prevención de la enfermedad (Edmundo
Granda, 2004).
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Derechos CEDD, 2014), centrando las estrategias de intervención en las personas y no en las
drogas (Quintero & Posada, 2013), partiendo de la no discriminación de los grupos más
vulnerables, como las comunidades urbanas marginales, las poblaciones de bajos ingresos, las
personas privadas de la libertad, con orientación sexual diferente y los pertenecientes a minorías
culturales o étnicas (Amador & Cortes, 2016; Uprimny et al., 2014a).
Lo anterior, implica superar las etiquetas de vulnerabilidad que llevan a estereotipos, para no
presentar recetas indiscriminadas de intervención para todos los usuarios de drogas por igual; en
tanto las características intrínsecas y contextuales de cada sujeto o grupo poblacional, exigen
trascender las respuestas reduccionistas y centradas en medidas simplistas, que no logran
impactar los aspectos más importantes para los sujetos en cuestión (Luna, 2004).
La evidencia científica indica que la mayoría de los profesionales de atención primaria de salud
tienen una postura altamente moralista frente al consumo de drogas (Oliveira et al., 2012) y
manifiestan no tener motivación para la atención de los usuarios de dichas sustancias, debido a la
creencia arraigada que estos sujetos nunca dejarán de consumir (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015).
Lo anterior, afecta no solo la ejecución de intervenciones preventivas, sino también la calidad de
los servicios ofertados y la implementación de nuevas tecnologías y estrategias terapéuticas
(Oliveira et al., 2012), pues los usuarios de drogas evitan buscar ayuda debido a que
frecuentemente son víctimas de comentarios discriminatorios e intervenciones deshumanizadas por
parte de los trabajadores de la salud (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015). Por este motivo, una de las
tareas primordiales para intervenir el estigma hacia las personas que usan drogas, es la
capacitación del personal asistencial, para que sean conscientes de la importancia de cambiar sus
actitudes y prácticas frente a esta población (Oliveira et al., 2012).
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El cuidado de los usuarios de drogas debe trascender la transmisión de conocimientos y hacerse
desde una perspectiva integral (Pereir, Antunes da Costa & Ronzani, 2016), situación que implica
entender los procesos de intervención como una asociación conjunta entre los profesionales
sanitarios, los sujetos, sus familias y la comunidad, sin que la responsabilidad recaiga únicamente
en una de las partes involucradas (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015). En tal sentido, la literatura
señala la importancia de la implementación de políticas orientadas al fortalecimiento intersectorial,
a partir de enfoques comunitarios que favorezcan la acción ciudadana frente a la exclusión social,
por medio de la estructuración de redes sociales que faciliten la interacción entre los individuos, los
servicios de atención y los movimientos colectivos de acuerdo con los contextos y realidades
particulares de cada población (Pereira, Antunes da Costa & Ronzani, 2016).
Por otro lado, las estrategias de reducción de riesgos y de daños han mostrado ser efectivas,
eficaces y eficientes, particularmente en la intervención de colectivos en condición de
vulnerabilidad y exclusión social, como como los inyectores y las personas con orientación sexual
diversa (Martínez & Pallarés, 2013), ya que desde estos modelos de intervención se plantea que no
todos los consumos son problemáticos, y en tal sentido, se aboga por la gestión responsable del
uso de drogas y la intervención específica, de acuerdo con las condiciones contextuales y
culturales de cada caso en particular (Sepúlveda & López-Arellano, 2013).
En consideración con lo anterior, es preciso recordar que las estrategias de reducción de riesgos y
de daños son fenómenos sociales, y en tal sentido se encuentran atravesadas por la cultura a la
que se pertenezca; situación que obliga a generar capacidades de intervención, que consideren el
espacio contextual y temporal en el que se den, pues de lo contrario se convertirían en prácticas
inoperantes que estarían condenadas al fracaso (Rodríguez, 2013). En tal sentido, tanto los
programas de reducción del riesgo, como los de reducción del daño que se oferten para esta
población, deberán ser pragmáticos y estar libres de prejuicios y cargas morales, con el objetivo de
brindar a las personas que usan drogas, una información confiable, que favorezca el
empoderamiento sobre su condición y les permita tomar decisiones con base en la mejor evidencia
disponible (Martínez & Pallarés, 2013). Motivo por el cual dichos programas, deberán anteponer los
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aspectos sociales, políticos y culturales, por encima de los aspectos meramente técnicos
(Rodríguez, 2013).
A pesar de que en la literatura científica se describe que las estrategias educativas, de contacto
directo con las personas estigmatizadas y las actividades de tamizaje e intervención breve para la
derivación a tratamientos son potencialmente efectivas, los estudios en esta área son aún
incipientes o no se evalúan (Oliveira et al., 2012). Se requiere pues, mejorar la inversión en
investigación sobre el tema, al igual que una mayor movilización social por parte de los colectivos
de usuarios de drogas y la academia, para favorecer espacios de discusión política y social
(Ronzani, Noto, & Silveira, 2015); lo cual debe ir de la mano con la implementación efectiva de
estrategias que consideren la interacción entre el sistema de salud y la sociedad (Costa et al.,
2013), en pro de garantizar intervenciones de calidad para para esta población (Oliveira et al.,
2012).
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4. Futuro/Avances de la evidencia en este campo
En la actualidad, y por iniciativa del Profesor Telmo Mota Ronzani de la Universidad Federal de Juiz
de Fora (Brasil), se viene consolidando la conformación de la “Rede Latino-Americana de
Investigação sobre Estima e Drogas”, la cual tiene por objetivo promover la discusión, la
colaboración y el intercambio entre sus miembros (Argentina, Brasil, Colombia, Chile, España, Perú
y Uruguay), en áreas de investigación y estudios sobre el estigma y el uso de drogas. Resulta de
gran importancia la cooperación internacional para fortalecer la investigación, el desarrollo, la
tecnología, la innovación y la educación superior, como estrategias de intercambio y de generación
de conocimientos en el tema. Con la mirada del sector académico e de investigación, que genere
evidencia científica, tendiente a mejorar los procesos de inclusión, reconocimiento y acceso a
servicios de salud y otros beneficios sociales, para grupos vulnerables, tradicionalmente
estigmatizados, rechazados y excluidos, como los de las personas que usan drogas.
Lo anterior, está soportado en las múltiples investigaciones y publicaciones científicas que tienen los
miembros de la Red, las cuales justifican la necesidad de aunar esfuerzos cooperativos que
permitan la consecución de recursos económicos, que favorezcan la movilidad académica de
estudiantes, profesores e investigadores, así como la realización conjunta de investigaciones, en
áreas de ofrecer soluciones plausibles y basadas en evidencia científica de punta, para mejorar el
acceso y la garantía del respeto de los derechos fundamentales para los usuarios de drogas, en
términos de equidad, justicia y democracia.
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5. Lecturas recomendadas
Luna, F. (2004). Vulnerabilidad: la metáfora de las capas. Journal of Bioethics, 4(3): 44–49.
Arana, X. y Germán, I. (2005). Las personas usuarias de drogas especialmente vulnerables y los
derechos humanos: personas usuarias con patología dual y mujeres usuarias de drogas.
Eguzkilore, (19): 171–179
Link, B. G. y Phelan, J. C. (2006). Stigma and its public health implications. Lancet, 367(9509):
528–529.
Link B.G. y Phelan, J.C. (2001). Conceptualizing stigma. Annu Rev Sociol, 27: 363–385.
Soares, R. G., Silveira, P. S. da, Martins, L. F., Gomide, H. P., Lopes, T. M. y Ronzani, T. M.
(2011). Distância social dos profissionais de saúde em relação à dependência de substâncias
psicoativas. Estudos de Psicologia (Natal), 16(1): 91–8.
21
Herrera, M. y Marín, J. (2015). Consumo de drogas y estigma: percepción social sobre usuarios
de drogas en Chile. Boletín Observatorio Chileno de Drogas, 26: 1-5.
Uprimny, R., Guzmán, D., Parra, J. y Bernal, C. (2014). Políticas frente al consumo de drogas de
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7. Glosario
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Consumo ocasional
Consumo habitual
Consumo que se realiza a diario, con el fin de aliviar el síndrome de abstinencia o para mantener el
rendimiento normal del individuo (Castaño G, 2013; Martín et al., 2009).
Consumo compulsivo
Consumo que se presenta de manera muy intensa y varias veces al día, dando lugar a un trastorno
del comportamiento con múltiples consecuencias afectivas, laborales, académicas, familiares y
sociales (Castaño G, 2013; Martín et al., 2009).
Inequidad
Es la categoría que define las relaciones y contrastes de poder que existen en una sociedad;
producto de una historia de acumulación de poder y apropiación económica, política y cultural, para
subordinar o excluir a otras clases sociales (Breilh, 2009).
Desigualdad
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