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Strom

“Una historia sobre la emoción a lo desconocido,

la transparencia del alma y el sabor de la pasión”

La más impresionante de todas las aves que he visto y que jamás volverán
estos ojos a mirar en la vida; Strom, era un cóndor gigante que abría sus
enormes alas y todo abajo, en la tierra, oscurecía. Pero de los Andes, mis
señores.-decía Markus destapando una cerveza que le ofrecían los compañeros
de la noche en algún bar en los pueblos de Valdivia- no era lo más hermoso; lo
más puro y transparente eran los ojos de Ami, la machi de las montañas, la
que con su mirada podía adormecer hasta el mismo diablo si se lo propusiera.
Ella es el espíritu, la magia que recorre miles de kilómetros desde el desierto
hasta los lagos gélidos del Sur.

Cuando me invitaron a conocer el mundo lejano de Chile, ya la guerra fría


estaba ardiendo en los edificios lujosos de la reina, ya habíamos cambiado de
papa, y yo me estaba poniendo viejo, pero aún me quedaba fuerzas para una
más, otra travesía, quería ver los cielos en esa cordillera que muestra las
estrellas azules cuando todo está despejado, cuando se siente uno tan lejano de
la humanidad y tan cerca a lo divino. No lo dudé, y en un par de días estaba
en las tierras sagradas de los mapuches. Nunca he podido salir de aquí, más
por sus encantos que por el temor de “volver a los mausoleos austriacos que
luchan con la modernidad” como citaba Byron. “Allá quedarán mis padres, a
mí, que me entierren acá, para volverme mar o montaña que acaricia las
raíces de estos pueblos”.

A mí me tocó conducir un Willys blanco del año ochenta con dirección a la


Puna de Atacama, partimos desde la capital, nuestro objetivo era escalar el
Volcán Llullaillaco, siempre cargábamos carpas y abrigos, también las
cámaras de Pedro, y los libros que nunca leía el estudiante de antropología que
nos servía de guía, Juancho “El Mefo”, el que acababa con todas las cervezas
de mi cooler. Porque yo era el dueño de la bebida y las latas de salchichas que
venían conmigo desde Hamburgo. Nunca los vi poner para lo que tragaban.
Ellos eran buenos compañeros, conocían muy bien los mejores lugares para
acampar. Pedro era el chef que asaba lagartijas, le quedaban exquisitas cuando
la civilización nos quedaba a día y medio a la marcha del Jeep, y mucho
mejor si tomábamos mucha cerveza hasta que las sirenas pelirrojas, desnudas
e invitándonos a danzar en el aire como medusas en el mar, aparecían. Esos
viajes duraban mucho más de ocho semanas gracias a esas alucinaciones; y
como se nos acababa la cerveza tenía que producirla con la escaza agua que
nos quedaba, y que transportábamos en barriles de madera, como se hacía en
siglos pasados, también tenía que conseguir el oro verde- la flor de lúpulo-
cosa que sería un milagro, o despropósito mío. Mefo se reía de mí,
llamándome fome por lo cual yo lo bauticé Mefo que es fome al revés.

Era raro ver ríos o lagunas, estábamos en sitios muy áridos. Hasta que se nos
acabó el agua, y duramos dos días sedientos y casi deshidratados, entonces
decidí ir un poco más al Este, pero no veía siquiera vestigios de que alguna
vez el agua poblara estas montañas perennes. También nos habíamos quedado
sin combustible, todo ese viaje tan mal planeado me hacía perder la paciencia,
aún nos quedaban los enlatados, donde nos tocaba tomar lo último de líquido
que quedaba, que era la salmuera de las salchichas. Al tercer día de camino vi
luces a lo lejos, y al acercarnos era una pequeña aldea, dormimos esa noche
mucho más cómodos cerca al fuego y saciados de refresco de uvas.
Alquilamos unos caballos para regresar donde dejamos la camioneta, ya con
comida y gasolina.

De regreso de nuevo a la Aldea para devolver los caballos, quisimos acampar


esa noche en una pequeña colina, Pedro tenías tantas virtudes que sacaba su
guitarra y alrededor del fuego nos embriagamos de nuevo. Yo no podía
dormir, recordaba mis días en Sevilla tomando la primera cerveza que hice,
recordaba los campos de cebada donde me escondía con alguna mujer para
darle besos. De repente amaneció y mis compañeros dormían. Me levanté,
tomé mi mochila y aún mareado me puse a caminar sin rumbo fijo, buscando
no sé qué, no sé dónde. Sabía que mis amigos no se preocuparían al no verme,
ya me conocían lo suficiente para saber que me gustaba aislarme para explorar
yo solo. Habíamos recorrido desde la selva hasta los polos, yo lo hacía por
amor al arte, Pedro se ganaba la vida fotografiando paisajes para una revista y
Mefo es el chileno más alegre que había conocido.

Miré hacia arriba, la sombra me sobrecogió, y fue un temor repentino.

La gente del bar se iba marchando mientras Markus proseguía su historia


como si la viviera de nuevo; otros atraídos, decidieron quedarse para ver en
que paraba la historia del viejo loco,...el hombre que vio a la diosa Ami, la que
monta sobre el gran cóndor Strom... siempre recibía monedas o un billete de
diez mil pesos como cosa muy rara. En eso se había convertido la vida del
gran Markus Hayek, el heredero del gran imperio húngaro de la cerveza,
vendiendo su historia a los viajeros curiosos que llegaban desde Puerto Montt
a Valdivia en el verano para los desfiles de barcos de vela.

Desapareció, -lo que no sabía que era- se perdió de mi vista, solo duró lo que
puede durar una ráfaga de luz; pero era de oscuridad, si la pudiera llamar así.
Quería devolverme hacia el camino y retomar el viaje con los muchachos,
pero ya estaba atardeciendo y me sentía fatigado porque no había comido nada
durante el día, escuché el ruido de agua que caía, y me detuve, corrí hacia
donde provenía el sonido, escalé un cerro no muy alto, y justo en la cima pude
ver aquel manantial donde caían hilos plateados entre las rocas y más abajo se
formaba en una cascada chispeante del cual aún siento el aroma de sus
vapores cuando aspiro. Bajé casi rodándome por la colina, el agua estaba tibia,
espumosa, pero mi mayor emoción fue verme rodeado de lúpulos enormes,
florecidos, brillantes. Saqué de mi mochila la navaja y de inmediato me
dispuse a cortar lo que tanto había deseado encontrar. No me detuve a pensar
si era que estaba desvariando, o que quizás era un sueño y que tenía que
pellizcarme. Estaba fascinado, todo era exótico, de tamaños exagerados a los
cuales no estaba acostumbrado, era como un edén en medio de la nada, de la
rigurosidad del ambiente, de la tranquilidad de las montañas. Ese pequeño
mundo era grande en diversidad, en formas y colores, en música, en trinos y
murmullos de la naturaleza que no era nada natural para mí.
-¿Qué está haciendo? -Una voz femenina interrumpió mi labor.

Volteé y la tenía a mi lado, no sé cómo pero logré quedar en pie, temblando,


con la mirada fija en ella. Dejé caer el cuchillo y le respondí:

-Nada.

-¿Por qué ha cortado mis niñas? - preguntaba mientras empuñaba las manos.

-¿Las flores? -contestaba yo desconcertado.

-Sí, eso que usted llama flor, no le pertenece…-sentí tanta vergüenza que bajé
la cabeza-. ¿Qué piensa hacer con ello?

-Cerveza, -le dije-. Ella me miró fijamente a los ojos, como queriendo conocer
de mí algo que le brindara confianza, no se atrevía a acercarse a mí, pero lo
hizo. Sacó impulso y me dijo al oído -debería abandonar lo más pronto que
pueda este lugar- . Yo alcé de nuevo la miraba, su voz armonizaba con ese
lugar, en cambio la mía desentonaba, yo me quedaba corto de respiración ante
su desnudez, su belleza, su delicada vocecita que me pedía más que una huída,
porque en sus ojos había una curiosidad enorme de saber que era yo, si era una
especie rara o un alma en pena que venía a perturbar su baño, sus rituales de
sacerdotisa o diosa de las aguas. Qué se yo que era, o quien era esa mujer tan
hermosa que no podía mirar a los ojos sin sentirme solo en medio de la nada
pero junto a ella. Se retiró del lugar sin decirme al menos su nombre.

Con mi carga de flores empecé a salir del paraíso perdido de alguna


civilización secreta. El camino estaba marcado puesto que uno aprende esas
cosas, va dejando rastros para no perderse; tenía que mostrarle a los demás
este lugar, y demostrarme a mí mismo que no eran trastornos heredados de mi
padre por buscar el mejor sabor para su cerveza, ni producto de haber comido
alguna planta alucinógena. En cinco o menos horas ya estaba con ellos
contándoles lo que había encontrado. Pero ninguno me hizo caso para volver,
vieron las flores y no se sorprendieron para nada. -Entonces regresaré solo-,
les dije-.

Al mes, cuando por fin tenía la bebida perfecta, inicié mi regreso a ese mundo
fantástico, quería ver de nuevo a esa mujer y darle a probar de mi cerveza,
hecha con algo que había robado de su jardín. -La fermentación de la cebada y
las otras plantas que había escogido fue muy rápido, el agua de aquel lugar le
dio un sabor especial. Antes de haber aparecido la mujer, Markus había
recogido agua en su cantimplora-. Quería verla, quería perseguir el enigma,
eso me hizo regresar, -El viejo aventurero no se había dado cuenta que ya
estaba amaneciendo en el bar, y que solo el empleado que limpiaba las mesas
lo dejaba continuar para que le hiciera compañía, porque ya la historia se la
sabía de memoria, -aún así le parecía que algo de realidad vislumbraba-. Algo
tuvo que haberlo vuelto loco, o hacerse el loco para poder vivir en paz con los
recuerdos.

Volvió por las mismas trochas, volvió a ver la majestuosidad de los lúpulos, se
detuvo en la misma cima, esperó largas horas, pero no había señales de ella.
Empezaba a creer que era había sido un sueño.

-Me quedé dormido, y de pronto un ruido quejumbroso me despertó. -Seguía


Markus, hablando solo-. Un ruido que daba pavor, era como el graznido de un
ave que cae herido. Me levanté y corría asustado para buscar algún escondite,
pero la sombra me perseguía, yo corría desesperado… ella me veía correr, lo
sentía, ¿se estará burlando de mí? ¿Qué es eso que vuela tan bajo como
queriendo atraparme? …Muchos pensamientos giraban en mi cabeza al
tiempo que mis pulsaciones llegaban al límite de consumirme en un shock
cuando escuché por primera vez el grito que me hizo entenderlo todo: ¡Strom!
Me quedé quieto, era vano correr. La mujer que se me había aparecido en
aquella ocasión sobrevolaba en su cóndor gigante. -¿Qué hace de nuevo por
acá? -me decía mientras dominaba esa especie de Pegaso entre sus piernas.

-Le vine a traer un poco de mi bebida favorita, la hice yo mismo.

-Debe irse, todo el que ve a Strom debe morir. Le hablé a mi padre de usted.
Dice que la gente que cruza por el arco del agua, no es bienvenida, Strom es
eterno, igual que yo, porque somos el alma de la madre natura, yo soy la
machi, yo soy la Ami, alma de todo lo que tiene vida aquí. Si alguien me
destruye no me destruye a mí, si alguien hiere a Strom no lo hiere a él. Somos
y seguiremos eternos si no nos contaminamos de algo que venga de fuera.
-Pero lo extraño es que al ser tú de afuera, mi energía sigue iluminando el
aposento de la madre natura. -Continuaba argumentando ella.

-Debe ser porque he bebido y comido de tus frutos. -Le dije tan seguro que
con esas palabras me dejaría vivir-. Tengo algo para ti, ven y bebe tú también.
Saqué de la mochila una botella oscura, que contenía la cerveza. Ella bajó del
animal, y entonces pude observarlo más de cerca. Su plumaje brillaba y era
negro como petróleo. Lo circundé, hice un cálculo usando mis pasos y mi
estatura, un poco más alta que la de ella, que podía medir menos de seis pies
de altura, el cóndor quizá medía veinte pies desde el cuello hasta la cola, y las
alas como otros nueve pies en cada extremo. Cuando traté de tocarlo, se me
volteó y me amenazó con el pico, aleteaba despacio, la aguda mirada era roja,
y destellante. Alzó el vuelo mientras graznaba.

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