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La Baronesa y El Músico. La Señora Von Meck y Chaikovski (Henri Troyat, 2005)
La Baronesa y El Músico. La Señora Von Meck y Chaikovski (Henri Troyat, 2005)
E st e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i
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Todos los derechos reservados.
LA BARONESA Y EL MÚSICO La señora Von Meck y Chaikovski
Henri Troyat
ElCobre
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
I
4
«¡No puedo más!» (N. de la T.)
sentimientos que la música y nadie mejor que usted sabrá explicárselos
a los demás; es por ello que le escribo fin vacilar sobre mis
sentimientos, mis pensamientos y mis deseos; estoy convencida de no
equivocarme al confiar todo lo que me es más querido en unas manos
verdaderamente puras.» ¿Ha sobrevalorado Nadiezhda su poder sobre
el compositor? Esta vez, Chaikovski se sustrae con diferentes pretextos
a la oferta de componer «El reproche». Pero, en contrapartida, abre a
Nadiezhda su corazón. ¿No es acaso un regalo más precioso que
cualquier composición de circunstancias? Sin falsa vergüenza, admite
que las gratificaciones con que le obsequia Nadiezhda de vez en
cuando son más necesarias que nunca. «En general -le escribe el 1 de
mayo de 1877-, hay en mi relación con usted este parámetro delicado
que hace que, cada vez que nos escribimos, intervenga el factor dinero.
Admitamos que nunca es humillante para un artista que se le retribuya
por su trabajo, pero una composición como la que me pide usted exige
de mí cierto estado de ánimo, es decir; eso que se llama inspiración, la
cual no está siempre a mi disposición, y no habría sido artísticamente
honrado por mi parte si, con el fin de mejorar mi situación, abusando
de mi habilidad técnica, le hubiera entregado un metal falso por uno
verdadero.»
Más tarde, tras excusarse de esta forma por su negativa a obedecer,
se mete el amor propio en el bolsillo e implora francamente a la
baronesa que atienda a sus necesidades actuales y futuras: «Es usted la
única persona en el mundo a quien no me avergüenza pedir dinero.
Para empezar, es usted buena y generosa, y además, es usted rica.
Desearía poder dejar todas mis deudas en manos de un acreedor
magnánimo, y gracias a él, librarme de las garras de los usureros. Si
usted acepta prestarme la suma que me permitiría desembarazarme de
ellos, le estaría infinitamente agradecido por ese inapreciable favor».
Necesitaría tres mil rublos, por lo menos, y promete devolverlos
realizando para Nadiezhda von Meck diversos arreglos musicales o
remitiéndole los honorarios que recibirá por la representación de sus
óperas. Nadiezhda está encantada al verse así convertida en
contribuyente y, adivinando que al acceder al deseo de Chaikovski
creará un vínculo definitivo entre ellos, le responde a vuelta de correo
que puede contar con ella siempre que quiera y que no debe
preocuparse por la forma en que le devolverá el dinero en su
momento. Esta sublime generosidad tiene como recompensa una
respuesta inmediata de Chaikovski: «Gracias a usted podré empezar a
vivir con sosiego y esto ha de reflejarse positivamente en mis
actividades musicales».
Al concluir este intercambio de cartas, los dos comunicantes están
tan satisfechos el uno del otro como si hubieran cerrado entrambos un
buen negocio. Tras asegurar el porvenir de Chaikovski en el terreno
musical, la baronesa Nadiezhda von Meck tiene la impresión de haber
garantizado al mismo tiempo el suyo en el terreno moral. No contenta
con ayudarle «de vez en cuando» según el ritmo irregular de sus
llamadas de socorro, pronto se compromete a fijarle una pensión
permanente que lo proteja de las diversas inquietudes que padece el
vulgo. «Me hago cargo de todos los aspectos de su vida -le escribe el 12
de febrero de 1878-. Se halle usted en el extranjero, en Rusia, en Moscú,
mi solicitud seguirá siendo la misma de ahora, tanto más cuanto estoy
convencida de mi longevidad. Para que el talento pueda avanzar y
conocer la inspiración, es indispensable que se libere de los aspectos
materiales de la vida.»
Al tiempo que asigna una renta fija a Chaikovski, continúa
manteniéndose informada sobre la actividad musical y las
preocupaciones sentimentales del beneficiario de su generosidad. De
esta forma, lo sigue con el pensamiento hasta Kamenka, propiedad de
su hermana Alexandra, donde consigue componer la obertura de su
Cuarta sinfonía y de su ópera Eugenio Oneguin, inspirada por el famoso
poema de Pushkin. Esta última empresa inquieta a Nadiezhda. No le
gusta demasiado la obra de Pushkin, evocadora en su opinión de una
Rusia anticuada, embotada por los prejuicios, las tradiciones y el falso
sentimentalismo romántico. Además, es hostil a todos los espectáculos
de ópera, pues censura que capten la atención del público por la
intriga, el decorado, los trajes y la interpretación de los actores, en
lugar de dejar el campo libre al milagro único de la música. Teme por
Chaikovski, sin osar decírselo abiertamente, en el reto escénico, cruel
con demasiada frecuencia. Pero lo que sigue siendo su obsesión
cotidiana es lo que ocurre en la vida íntima de su ídolo. Ni siquiera
Joseph Kotek consigue saciar su sed de información. Aunque el año
anterior había escrito a Chaikovski: «Siento tal curiosidad por saberlo
todo sobre usted que casi puedo afirmar que sé dónde se encuentra en
cada momento y lo que está haciendo»,5 hoy confiesa que lo esencial de
este hombre se le escapa. Extraño dúo a distancia. Cada uno de los dos
protagonistas de esta pasión desencarnada viaja de ciudad en ciudad,
por Rusia y a través de Europa. Se confiesan y se aman, pluma en
mano, de Florencia a París, de Viena a Venecia, sin cansarse jamás el
uno del otro. En sus cartas, las reflexiones elevadas sobre el arte, la
religión o la política del gobierno se alternan con juicios contradictorios
sobre tal o cual director de orquesta. Sus opiniones difieren cuando se
trata de valorar a Mozart, Brahms, Wagner o Berilos. Cada uno
defiende sus preferencias con un ardor agresivo. En esta lidia epistolar
Nadiezhda demuestra una competencia que maravilla a Chaikovski.
No sólo está sedienta de la gran música, sino que se embriaga con el
pequeño universo musical, comenta los cotilleos del gremio de
concertistas, se indigna con una actitud insolente de Rubinstein o con
un artículo reticente sobre Chaikovski. La vida de Nadiezhda es tan
pronto una sinfonía divina como una cacofonía insoportable, pero
jamás un silencio profundo. Es para iniciarse en la singular alquimia de
la creación que desearía introducirse en la cabeza y en el corazón de
Chaikovski. Sin embargo, cuanto más prolijo se muestra él en la
invocación de sus proyectos musicales, de su vida en Venecia o en
Moscú, de sus paseos solitarios, de las aventuras de su hermano
Anatole o de su hermano Modesto, de sus crisis nerviosas al caer la
tarde y de su angustia de compositor sin inspiración, menos se siente
ella vinculada al secreto de su genio. Un velo de bruma deforma su
5
Carta del 7 de marzo de 1877.
visión. Está cerca de la cerradura, pero le falta la llave. Ciertas noches,
irritada por la vanidad de este juego del escondite, no tiene siquiera
valor para sentarse al piano y consolarse con la música, pues la música
es también Chaikovski y su misterio.
Además, se dice, en su relación con este personaje todo es fuera de
lo corriente. Así como se confiesa incapaz de ahondar en la
personalidad de Chaikovski, debe convenir igualmente que, a
despecho de todos sus conocimientos musicales, ella carece de la talla
necesaria para componer la más inocente sonata. Impotente para
conquistar un alma que se sustrae para concebir una de esas melodías
que embrujan su soledad, se rebela contra su doble imperfección. ¿Qué
ha hecho ella a Dios para que la condene a la esterilidad en cuestiones
de música y a arrebatos inquietos y superficiales en cuestiones de
amistad? Si es lo bastante sabia para discutir interminablemente sobre
contrapunto o armonía en las cartas que intercambia con Chaikovski,
¿por qué ha de verse excluida de las grandes aventuras de la creación?
Para ella es tan irritante, tan frustrante, como patalear durante horas a
la puerta de un museo cerrado por obras. Tras haberse rebelado contra
su triste sino como aficionada instruida cuya ciencia y paciencia no
bastan para engendrar la más pequeña melodía, se consuela bien que
mal releyendo las cartas inflamadas de aquel al que paga para que
tenga el genio en su lugar.
III
¡Por fin noticias de él! Hace semanas que Nadiezhda las aguarda con
desespero. Al reconocer la letra del amado en el sobre, se prepara para
una llamarada de felicidad. La carta, enviada desde Moscú, lleva fecha
del 3 de julio de 1877. La baronesa lee las primeras líneas y de golpe su
alegre impaciencia se torna estupor y luego consternación: «Muy
respetable Nadiezhda Filarétovna, [...] por amor de Dios, perdóneme
por no haberle escrito antes. He aquí la breve historia de todo lo que
me ha ocurrido en los últimos tiempos. Debo decirle en primer lugar
que me prometí en matrimonio durante los últimos días del mes de
mayo. Ocurrió así. Hace algún tiempo, recibí carta de una joven a la
que conocía y con la que me había encontrado ya. Su carta me
informaba de que hacía tiempo que estaba enamorada de mí. La
confesión estaba redactada con tanta espontaneidad y calor que decidí
responderle, cosa que me había negado a hacer siempre en casos
semejantes. Aunque mi respuesta no daba ninguna esperanza de
reciprocidad a mi comunicante, entre nosotros se produjo a
continuación un intercambio regular de cartas. No voy a hablarle de
los detalles, pero el resultado fue que acepté ir a verla, tal como ella me
pedía. ¿Por qué lo hice? Me parece ahora que una fuerza fatídica me
empujaba hacia esta joven. Durante nuestro encuentro, volví a
explicarle que yo no sentía nada por ella, fuera de la simpatía y de la
gratitud por el amor que ella me profesaba. Pero, después de habernos
despedido, recapacité sobre la ligereza de mi comportamiento. Si no la
amaba y no quería alentar sus sentimientos, ¿por qué había ido a verla
y cómo iba a terminar todo aquello? De la carta que me envió a
continuación, deduje que, si después haber llegado tan lejos, me
alejaba bruscamente de esta joven, la haría realmente desgraciada, lo
que podría provocar un final trágico. Así pues, me encontraba ante una
difícil alternativa: o bien conservar mi libertad al precio de la muerte
de la joven (y la palabra «muerte» no es en absoluto excesiva en este
caso, puesto que siente por mí un amor sin límites), o bien casarme con
ella. No podía dejar de elegir la segunda solución. Lo que ha reforzado
mi decisión es que mi anciano padre, de ochenta y dos años de edad, y
todos mis familiares sueñan con verme casado. Así pues, un buen día,
fui a ver a mi futura esposa y le declaré con toda franqueza que no la
amaba, pero que, de todas formas, sería para ella un amigo devoto y
agradecido; le hice una descripción detallada de mi carácter: mi
irritabilidad, la volubilidad de mi humor, mi temperamento social y
finalmente las condiciones materiales de mi existencia. Después, le
pregunté si quería convertirse en mi esposa. Naturalmente, la
respuesta fue afirmativa.»
Al llegar a esta fase capital, Nadiezhda oscila entre la cólera, la
tristeza y la vergüenza. Se siente traicionada por un hombre al que
creía haber cautivado enteramente y enternecida a la vez por esa
ingenuidad y esa vulnerabilidad tan masculinas ante los suspiros de
una jovencita cualquiera. Tras recobrar la compostura, prosigue la
lectura con mayor indulgencia, pero sin resignarse aún a lo inevitable.
«No podría explicarle los horribles sentimientos por los que he
atravesado en los primeros días que siguieron a aquella velada -sigue
diciendo Chaikovski-. Se comprende. Haber vivido treinta y siete años
con una antipatía visceral al matrimonio y encontrarse por la fuerza de
las circunstancias como hombre prometido, para colmo sin estar
enamorado de su futura esposa, es realmente una dura prueba. Tendré
que alterar por completo mi estilo de vida, tendré que velar por la
tranquilidad y el bienestar de la persona a la cual me voy a unir, y para
un célibe endurecido en su egoísmo, todo esto resulta penoso. A fin de
hacerme a la idea y de acostumbrarme a mirar al porvenir con
serenidad, decidí no modificar mi plan inicial y partir igualmente para
pasar un mes en el campo. Eso fue lo que hice. La dulce vida rural en
un círculo de personas muy simpáticas y en medio de una naturaleza
soberbia tuvo sobre mí un efecto de lo más saludable. Resolví no
escapar a mi suerte y ver en mi encuentro con esta joven una suerte de
predestinación. Además, sé por experiencia que muy a menudo los
acontecimientos que en un primer momento nos asustan acaban
resultando benéficos, y que, al contrario, se puede sufrir una decepción
con las consecuencias de ciertas disposiciones que prometían mucho
bienestar y felicidad. ¡Que ocurra lo que tenga que ocurrir! Ahora,
desearía decirle unas palabras sobre mi futura esposa.»
Al leer esta promesa de descripción, Nadiezhda se pone en guardia.
Hela aquí, cara a cara con «su rival». La silueta de la desconocida se
define con cada palabra. «Se llama Antonina Ivánovna Miliúkova
[Ania para los íntimos] -indica Chaikovski-. Tiene veintiocho años. Es
bastante guapa. Su reputación es irreprochable. Por apego a su
independencia, ha vivido de su trabajo, aunque tiene una madre que la
quiere muchísimo. Es muy pobre, con una educación que no ha pasado
del nivel medio (estudió en el Instituto Elisabeth). Es, a todas luces,
una persona de una gran bondad y capaz de un afecto incondicional.
Nuestro matrimonio se celebrará dentro de unos días. No sé qué
ocurrirá a continuación, pero dudo que pueda cuidarme. Será preciso
ocuparse de los arreglos de nuestro apartamento.»
Aturdida por esta avalancha de informaciones desconcertantes,
Nadiezhda recorre con la vista el resto de la carta, sumida en una
especie de embotamiento. Chaikovski vuelve a hablarle de su ópera
Eugenio Oneguin, del genio de Pushkin, que defiende de las críticas de
Nadiezhda, de la sinfonía dedicada a ella y de la indefectible gratitud
que siente hacia ella por sus innumerables «bondades».
Afortunadamente, la última página redime las numerosas afrentas
prodigadas en las primeras. «¡Qué feliz me haría -dice- poder
demostrarle en el futuro, no con palabras, sino con actos, la verdadera
medida de mi gratitud y de mi amor por usted! Por desgracia, no tengo
otro medio para hacerlo que mi obra musical.» En un arranque de
desconfianza, Nadiezhda se dice que Chaikovski está dorando la
píldora amarga que acaba de servirle para que se la trague sin
protestar demasiado. Casi le odia por esta manifestación tardía de
amor y devoción* Pero enseguida él vuelve con franqueza a su
principal cuita: «Adiós, mi queridísima y excelente amiga. Deséeme
que no me deje abatir por los cambios que van a producirse en mi vida
[...]. Si me caso sin amor es porque las circunstancias han hecho que no
pudiera obrar de otro modo. [...] Después de alentar sus sentimientos
con mis respuestas y una visita, tenía que actuar tal como lo he hecho.
En todo caso, repito que tengo la conciencia tranquila: no le he
mentido, ni la he engañado. le he dicho lo que podía esperar de mí y
con lo que no podía contar. Le ruego que no dé a conocer a nadie las
circunstancias que me han llevado al matrimonio. No hay nadie al
corriente aparte de usted.»
No sabiendo ya a quién creer ni a qué aferrarse tras esta decepción
fulminante, Nadiezhda pasa la noche exaltándose y enfriándose por
turnos, antes de concluir que ningún amor es eterno y que Chaikovski
volverá siempre a ella, no porque ella lo mantenga, no porque ella lo
ame, sino porque él ama la música y, a sus ojos, Nadiezhda es una
música con rostro de mujer. Además, ¿a título de qué podría
recriminarle su traición? ¿Acaso ella es su esposa, su hermana o su
madre para indignarse por su conducta? Como mucho puede quejarse,
como melómana, de una nota falsa en la ejecución del fragmento. Pero,
después de reflexionar, esta leve crítica le parece aún demasiado
semejante a un resto de rencor que Nadiezhda querría sofocar por
orgullo. Aunque es más supersticiosa que religiosa, elige la solución
cristiana para proteger mejor el porvenir de sus relaciones con ese loco
de Chaikovski. Deja pasar la boda, que se celebra el 6 de julio de 1877
en la iglesia de San Jorge de Moscú, y escribe a Chaikovski, el 19 de
Julio, con una serenidad angelical: «Al recibir su última carta, me
alegré como siempre, pero cuando empecé a leerla mi corazón se llenó
de compasión y de angustia por usted, mi querido, mi admirable
amigo. ¿Por qué se entristece y se tortura de ese modo? Es fácil
remediar esa clase de congoja y no vale la pena que se atormente por
ello. Parta, pues, de vez en cuando para cuidarse, disfrute de la
naturaleza, de la tranquilidad ambiental, de su bienestar, y recuérdeme
de vez en cuando [...]. Alégrese y sea feliz. No olvide a quien lo ama
con toda su alma. Nadiezhda von Meck».
Sin duda Chaikovski había creído que el anuncio de su compromiso
impulsaría a la baronesa a interrumpir toda relación con él, poniendo
fin, en consecuencia, a la fuente principal de sus ingresos, ya que se
confunde en agradecimientos por la comprensión de la que ella hace
gala, y afirma que, si hubiera tardado más en responderle, se habría
vuelto «loco de desesperación». Debe partir de inmediato con su
esposa y su suegra para pasar el verano en una casita que esta última
posee en los alrededores de Moscú. Pero Nadiezhda puede estar
tranquila. Pensará en ella todo el tiempo y no olvidará contarle
detalladamente su primera experiencia como hombre casado. Así, sin
querer, Nadiezhda se ve invitada a ser testigo invisible de los enredos
conyugales de la pareja. Chaikovski, a quien ella ha colocado siempre
por encima del común de los mortales, ¿se revelará también como un
vulgar aficionado a la carne fresca? ¿Bastará la música para protegerlo
de los viles apetitos del sexo? Él, a quien Nadiezhda consideraba único,
¿no valdrá más que los otros? No tiene mucho tiempo para hacerse
estas preguntas; el 23 de julio de 1877, Chaikovski le envía desde Kiev
un largo mensaje desesperado: «Nadiezhda Filipovna, he aquí un
breve relato de todo lo que he vivido desde el 6 de julio, es decir, desde
el día de mi boda. Como ya le escribí antes, no me he casado
obedeciendo a un impulso del corazón, sino por un extraño cúmulo de
circunstancias que no alcanzo a explicarme. [...] En cuanto terminó la
ceremonia y me encontré a solas con mi esposa y con la conciencia de
que, a partir de ese momento, nuestro destino nos uniría para siempre,
sentí de pronto que no me inspiraba siquiera una simple amistad, sino
que me era odiosa en toda la acepción de la palabra. Tuve la impresión
de que, si no yo, sí al menos la única parte valiosa de mí, es decir, la
musicalidad, se había perdido para siempre. Mi futuro me parecía un
estado penosamente vegetativo y la más insoportable y lastimosa de
las comedias».
Al leer la confesión de esta repulsión física y moral hacia la criatura
que se había ofrecido a un gran hombre por pura vanagloria,
Nadiezhda von Meck saborea el vino de la venganza. La intrusa,
piensa, ha sido desenmascarada y repudiada a medias. Lo que ella
tanto temía, la llegada a la vida de Chaikovski de una «verdadera
mujer» que diluyera su genio en la felicidad conyugal, no había sido,
pues, más que una pesadilla. Temía quedar eliminada del juego de las
sillas musicales, pero es la otra la que ya no tiene donde posar su
bonito trasero. Nadiezhda siente deseos de reír. Pero ¿cómo soportará
Chaikovski el choque de esta necesaria desilusión? Al recorrer las
siguientes líneas, Nadiezhda se asusta ante la profundidad de la
pesadumbre que él evoca. «Mi esposa no es culpable en absoluto en lo
que a mí respecta -escribe-, no me ha obligado a unirme a ella por los
lazos del matrimonio. En consecuencia, habría sido una cobardía y una
crueldad hacerle sentir que no la amo y que la considero un fardo
insoportable. No tengo más remedio que engañarla. Pero tener que
engañarla durante toda la vida es el más terrible de los suplicios. ¿Y
cómo podría pensar en el trabajo en estas condiciones? He caído en
una desesperación tanto más terrible cuanto que no tengo a nadie a mi
lado para socorrerme. He empezado a desear la muerte con todas mis
fuerzas. Pero tengo la debilidad (si se puede llamar a esto debilidad) de
amar la vida, de amar mi trabajo y mis éxitos futuros. En fin, no he
dicho aún todo lo que quiero decir antes de trasladarme a la
eternidad.»
Nadiezhda respira con alivio; el peligro más grande está descartado.
Queda el pequeño trapicheo de una pareja desunida que intenta salvar
las apariencias. Tras un viaje breve a San Petersburgo, Ania ha querido
llevar a su marido a casa de su madre. «No sé cómo hice para no
volverme loco -se lamenta Chaikovski-. La madre y todo el entorno de
la familia al que me incorporé me eran antipáticos. Sus intereses son
limitados, su mentalidad es horrible y están todos enemistados entre sí;
además, mi esposa (admito que quizá soy injusto) me resulta más
odiosa cada hora que pasa. No tengo palabras para describir, querida
Nadiezhda Filarétovna, el grado que han alcanzado mis tormentos
morales.» Más adelante reconoce que, para olvidar estas ideas, ha
tenido que buscar refugio en la bebida, pero sin excesos; que el afecto
vigilante de Kotek le ayuda a soportar el humor extravagante de su
esposa; que aún está muy débil, «como una mujer que se recupera de
una alta fiebre»; que siente lástima por Ania, que tiene muchas
cualidades, a pesar de su torpeza. Al final de esta larga letanía de
quejas, Nadiezhda tiene derecho a un homenaje que le encanta:
«Reboso gratitud por el alma inestimable que va a salvarme [...]. Mi
corazón está Heno de usted y no aspira más que a desahogarse con la
música. ¿Quién sabe? Quizá deje tras de mí alguna cosa que será
verdaderamente digna de la gloria de un artista de primer orden [...].
Nadiezhda Filarétovna, la bendigo por lo que ha hecho por mí».
Consciente de haberse reencontrado con «su» Chaikovski tiras una
terrible alarma, Nadiezhda no piensa más que en el mejor modo de
reafirmar su superioridad sobre la pécora desvergonzada que no ha
logrado robárselo.
Al enterarse de que Chaikovski se encuentra en Kamenka, en la
provincia de Kiev, en casa de su hermana y en compañía de sus dos
hermanos pequeños y de su mujer, Nadiezhda se alegra muchísimo.
Para armarse de paciencia ante una posible separación definitiva del
matrimonio que no osa esperar; relee por décima vez una frase de la
carta de Chaikovski con fecha del pasado 8 de julio. Hablando de esa
Ania con la que acaba de casarse, escribía: «Sentí de pronto que no me
inspiraba siquiera una simple amistad, sino que me era odiosa en toda
la acepción de la palabra». En un primer momento, Nadiezhda se había
alegrado de que Chaikovski confesara sentir semejante aversión hacia
«la intrusa». Había visto en ella la confirmación de una maravillosa
semejanza entre el temperamento del compositor y el suyo. Para él,
igual que para ella, el amor a la música vetaba todo amor terrenal. Pero
hete aquí que una ligera duda empieza a insinuarse. Nadiezhda se
pregunta si es normal que un hombre de treinta y siete años, por muy
músico que sea, demuestre una repugnancia física tan irrefrenable ante
una esposa de veintiocho años decidida a seducirle. ¿Acaso no es ello
muestra de cierto trastorno en su condición masculina? ¿No será que
Chaikovski busca en otra parte las satisfacciones que una mujer no
puede darle? Con una mezcla de aprensión y de simpatía, Nadiezhda
recuerda los rumores que circulaban por Moscú sobre los hábitos
equívocos de ciertos alumnos de Nikolái Rubinstein en el
Conservatorio. Reflexiona sobre el intenso afecto de Chaikovski por el
encantador Kotek, sobre el interés que siente por otros jóvenes de su
circulo. Pero rechaza rápidamente la idea de una perversión como ésa
en un ser acostumbrado al aire puro de las más altas cimas del arte.
Además, una nueva carta del compositor^ que recibe encontrándose
en Brailov, la tranquiliza con respecto al «equilibrio normal» de
Chaikovski. «Por favor -le escribe el 11 de agosto de 1877-, perdóneme
por haberle causado angustia e inquietud. Creo ahora firmemente que
saldré victorioso de esta situación lamentable y delicada. Será preciso
que venza mis sentimientos de hostilidad hacia mi mujer y aprecie sus
cosas buenas en su justo valor. [...] Me he restablecido hasta el punto
de que, durante los últimos días, he comenzado la instrumentación de
su sinfonía.» Al día siguiente, nueva carta más optimista aún. «Tiene
usted toda la razón, querida Nadiezhda Filarétovna, al decir que hay
circunstancias en la vida en las que es preciso armarse de coraje,
soportarlo todo y procurarse artificialmente siquiera una sombra de
felicidad. Siempre he soñado con trabajar hasta el límite de mis fuerzas
y, después, tras adquirir la certeza de que me es imposible seguir
avanzando en mi viaje, eclipsarme y, desde lejos, desde el fondo de mi
agujero, observar la agitación de la gente en su hormiguero. [...] Ahora
he renunciado a la esperanza de ese último refugio. Mis nuevos
vínculos me encierran en la arena de la vida. Sólo me queda, como
usted me aconseja, encogerme de hombros y tratar de ser feliz con mi
arte.»
Apaciguada con respecto a la fortaleza de ánimo con la que
Chaikovski encara el fracaso de su matrimonio, Nadiezhda von Meck
abandona su finca de Brailov para emprender uno de sus habituales
viajes por Europa. Estos desplazamientos suntuosos son para ella la
ocasión de cambiar provisionalmente de vida, de horizonte y casi de
nacionalidad, mientras que las personas menos afortunadas están
condenadas a la inmovilidad igual que los paralíticos a su sillón. Nada
la rejuvenece tanto como la idea de huir, de olvidar, de quemar
puentes. Sin embargo, incluso en Viena sigue preocupándose por los
vaivenes del humor de su genial protegido, le interroga sobre su ópera,
Eugenio Oneguin, en la que Chaikovski trabaja sin interrupción, le
asegura que no se ciega al considerarlo como un ser sobrenatural y que
cada carta suya representa la bocanada de oxígeno que necesita en
medio de una humanidad nauseabunda. Unos días más tarde, al llegar
a Bellagio, junto al lago de Como, Nadiezhda reitera sus declaraciones
de amor platónico, afirma qué-, al contemplar esas aguas límpidas y
serenas, esas montañas envueltas en bruma, esos cipreses y mirtos bajo
su ventana, es su música la que oye. Las cartas de Chaikovski la
esperan en Florencia, en Nápoles, en Venecia, donde Nadiezhda tirita
de frío. Pero no por ello admira menos esa ciudad mágica que reposa
sobre las olas como un sueño de silencio y de recuerdos. Incluso
aconseja a Chaikovski que vaya a Italia, no para reunirse con ella, ya
que desea por encima de todas las cosas ser siempre para él tan
intangible y evanescente como una música, sino para admirar sin ella
los paisajes que ella ha admirado sin él. Nadiezhda piensa regresar a
Moscú el 15 de octubre. ¿Por qué no toma «el relevo» y viaja hasta
Nápoles por esas mismas fechas?
Acostumbrada a organizar la vida de los demás al tiempo que la
suya, Nadiezhda no duda de que será obedecida. Lo único que le
preocupa es saber si Chaikovski hará el viaje solo o con su esposa. Al
no recibir respuesta, regresa a Moscú y encuentra una caita de
Chaikovski, fechada el 11 de octubre de 1877 en Clarens, Suiza.
Nadiezhda arranca el sello del sobre esperando descubrir una nueva
peripecia del interminable folletín matrimonial. No se equivoca.
.
IV
6
Carta del 23 de diciembre de 1877.
diciembre, sin duda aprueba la deserción del compositor ante las
celebraciones oficiales, pero aprovecha también la oportunidad para
hacerle saber; no sin segundas intenciones, que su ópera Eugenio
Oneguin se está estudiando en el Conservatorio con vistas a una
próxima representación ante los miembros de la familia imperial.
«Aguardo él espectáculo con una gran impaciencia», le dice,
subrayando además que la calidad de ciertos intérpretes le parece
mediocre. Nadiezhda espera así despertarle la curiosidad y hacerle
volver a Rusia más rápidamente. Mientras espera, le envía mil
quinientos francos para la edición de la Cuarta sinfonía, por fin
orquestada.
Nada consigue apartar a Chaikovski de su vagabundeo europeo. Sin
embargo, afirma en sus cartas que ama apasionadamente a su país.
Últimamente, además, hablando de sus paseos por San Remo, escribe a
Nadiezhda: «Sentí la tentación irresistible de volver a casa y de
explicar inmediatamente mi dolorosa nostalgia en las cartas destinadas
a usted y a Anatole. ¿Por qué? Por qué un simple paisaje ruso, por qué
una caminata en verano, en Rusia, de aldea en aldea, por los campos,
por el bosque, y la noche en la estepa, producen en mí una impresión
tan fuerte que, a veces, me tumbo en el suelo, como agotado bajo el
peso de mi amor por esa naturaleza [...] con su estepa, su río, su aldea
en lontananza, su modesta iglesia, en resumen, por todo lo que
constituye el querido y humilde paisaje ruso».
De hecho, ¿no es el amor excesivo de Chaikovski por Rusia lo que le
impide regresar?, se pregunta Nadiezhda cada vez más perpleja.
¿Tiene miedo de no ser bien acogido por sus compatriotas? ¿Teme más
su hostilidad (o su amistad) que la de los alemanes, los austríacos, los
italianos, los franceses? ¿Necesita una frontera entre su patria y él para
comprenderla mejor? Una vez más, cuando está al borde de censurar a
Chaikovski, la baronesa Von Meck constata que son extrañamente
parecidos. Tampoco ella es feliz más que cuando está separada del
objeto amado. Se trate de un ser vivo o de un país, sólo el alejamiento
le permite apreciar su valor. La verdadera posesión se consigue con la
ausencia. A pesar de estas buenas razones, Nadiezhda sigue
encontrando los días demasiado largos. Se consuela únicamente
diciéndose que es la réplica de Chaikovski en cuanto al corazón, ya que
no en cuanto al talento.
V
17
Versta: medida ruta equivalente a 1.067 metros. (N. de la T.)
la misma temperatura, son alegrías indescriptibles». Así mismo le
indica, por prudencia o por bromear, el itinerario de sus paseos
habituales. «Salimos regularmente a las once y vamos un poco más
lejos de Bionciani, donde usted vive, querido amigo. Después
regresamos para comer a mediodía exactamente por el mismo
camino.» Es Aliocha, el ayuda de cámara de Chaikovski, quien lleva la
respuesta a la villa Oppenheim, que dista apenas quinientos metros. En
esta esquela, el compositor da las gracias a Nadiezhda por sus
bondades florentinas, le asegura que todo le complace, aunque el
apartamento es demasiado grande, lujoso y confortable. Además, en
señal de gratitud, compone una nueva sonata para ella y le da ya el
nombre de Nuestra suite. «No tengo palabras para expresar cómo me
complace que su apartamento le guste -le escribe ella a su vez-. Desde
ayer, el mío me parece aún más encantador y mis paseos aún más
agradables. No sé cómo agradecerle el placer que me ha proporcionado
al anunciarme Nuestra suite. Cuánto encanto en esa sencilla palabra.» Y
empiezan a jugar al escondite. Cada día, en el transcurso de su salida
matinal, Nadiezhda pasa bajo las ventanas de Chaikovski con el
delicioso temor de encontrarse de pronto cara a cara con él. ¿No
transgredirá él la norma? Ella lo adivina a la vez devorado por la
tentación y paralizado por la idea de disgustarla desafiando lo
prohibido. Como ella, sin duda él se mantiene siempre en guardia,
desconfiando de su propia curiosidad. Esta sensación de burlar a cada
instante el peligro que ambos temen les excita más que la más atrevida
de las caricias. Una noche, en la ópera, cuando asiste a la
representación de II violino di diavolo, Nadiezhda descubre a
Chaikovski sentado en la sala, no lejos de ella. Sus miradas se cruzan.
Se reconocen. Pero, obedeciendo a la consigna que se han dado a sí
mismos, fingen no conocerse y apartan la mirada para evitar el
sacrilegio de una sonrisa banal de cortesía. De vuelta en la villa
Oppenheim, Nadiezhda está exultante: «¡Cómo me alegra haberle visto
en la ópera! Al despertarme esta mañana, mi primer pensamiento ha
sido para usted y todo el día le he sentido cercano a mí. ¡Poco importa
el frío que haga aquí, su vecindad me proporciona delicias infinitas!».
Sin embargo, dado que tiene organizado desde hace tiempo el
programa de sus desplazamientos en vagón privado a través de
Europa, Nadiezhda considera que ha llegado el momento de cambiar
de aires, y hela aquí en Viena, desde donde escribe el 24 de diciembre
de 1878 a Chaikovski, deseándole una feliz Navidad. Mientras tanto, él
tampoco ha podido seguir quieto y se ha apresurado a hacer un viaje a
París, donde espera inspirarse mejor que en ninguna otra parte para
componer su Doncella de Orleans. Pero ¡a cada cual su milagro! Igual
que Juana de Arco oía voces y notaba a su lado una presencia oculta y
tutelar, así Chaikovski va acompañado siempre, en todo lugar y a toda
hora, por el pensamiento de la invisible y eficaz baronesa. Siempre
solícita con su compositor ha alquilado para él un apartamento
soberbio, donde podrá cómodamente cantar los éxtasis y sufrimientos
de su santa heroína. Pero, ¡ay!, las atenciones de Nadiezhda no bastan
para apartar de Chaikovski los problemas de salud, las complicaciones
postmatrimoniales y las decepciones artísticas, que sufre con la
susceptibilidad de un desollado vivo. Tras una noche agitada en la que
los retortijones de estómago y las náuseas le han impedido dormir,
Chaikovski ha querido animarse asistiendo el 9 de marzo de 1879 a la
representación de La tempestad en el Chátelet bajo la dirección de
Edouard Colonne. ¡Horrible desengaño! Le abruma la mediocridad de
la orquesta tanto como la indiferencia del público. Al final, le parece
oír incluso algunos silbidos en medio de los aplausos de cortesía. Este
desdén de los oyentes de París le aflige. Rápidamente empieza a dudar
de su talento. ¿Merece aún el rango que ocupa en la opinión de sus
compatriotas? Advertida de este incomprensible fracaso, Nadiezhda
trata de levantar la moral de Chaikovski y le incita a distraerse
frecuentando los círculos intelectuales de la capital, pues está
convencida de que encontrará admiradores entre los franceses cultos,
como había sido el caso en Rusia. ¿Ha olvidado el fervor con el que
Liev Tolstói se había expresado en otro tiempo sobre su obra? ¿Por qué
no va a ver a Iván Turguéniev, del que todo el mundo sabe, afirma
Nadiezhda, que está casado con la señora Viardot-García, la cantante?
Chaikovski le responde el 19 de febrero de 1879 con una larga misiva,
en la que se complace en analizar su miedo al contacto directo con sus
semejantes: «Soy un salvaje. Cada nueva presentación, cada encuentro
con un desconocido ha provocado siempre en mí los peores
sufrimientos morales. Quizá sea timidez llevada hasta la manía, quizá
sea una ausencia total de sociabilidad, quizá sea el falso temor de
mostrarme tal como soy, quizá la incapacidad de decir lo contrario de
1© que pienso (y esta hipocresía es indispensable para la salvación de
toda relación con un ser humano), en fin, no tengo la menor idea de lo
que es, pero dada la imposibilidad de evitar ciertos encuentros, finjo
sentir placer, represento tal o cual papel, y eso me tortura
horriblemente [...]. Jamás en la vida he dado el menor paso para
conocer a una personalidad, por extraordinaria que fuera; si alguna
vez ocurría, no era por voluntad mía, y de ello no extraía nunca más
que decepción, tristeza y fatiga». Más adelante, tomando el ejemplo de
sus relaciones con Liev Tolstói, reconoce que, a pesar de su admiración
por el autor de Guerra y paz, ha sufrido al oírle cuando exponía sus
aberrantes teorías musicales y negaba todo talento a un coloso como
Beethoven. «Así comenzó nuestra conversación —prosigue— ese gran
escritor, ese genial conocedor del corazón humano, anunciando con
aplomo una opinión que cualquier músico ha de juzgar como
insultante y estúpida. ¿Qué hacer en semejante circunstancia?
¿Discutir? Cierto, discutí [...]. Sin embargo, tuve que ocultarle mi enojo
y hacer comedia, es decir; fingir que era serio y razonable. [...] Después
vino a mi casa varias veces [,..], llegó incluso a llorar, a sollozar, cuando
toqué el andante de mi primer cuarteto a petición suya. Sin embargo, mi
relación con él, como todas las demás, no ha supuesto para mí más que
malestar y sufrimiento [...]. He aquí el porqué, querida amiga, de que
no vaya ni a casa de Turguéniev ni a la de ningún otro.» Tras justificar
de esta manera su misantropía, Chaikovski añade una rectificación que
toca una fibra sensible de Nadiezhda: «Permítame que corrija una
inexactitud que comentan muchas personas. Turguéniev no está
casado y nunca ha estado casado con la Viardot. Ella está casada con
Louis Viardot, que aún vive. Es un escritor muy respetable y traductor
de Pushkin. A Turguéniev no le une con la Viardot más que una
amistad conmovedora y muy pura, que se ha transformado desde hace
tiempo en una costumbre tan profunda que no pueden vivir ya el uno
sin el otro. Sobre esto no cabe la menor duda». De toda la carta, es este
último párrafo el que Nadiezhda relee con mayor emoción: al hablar
de la intimidad entre el escritor y la cantante, es su propia unión con
Chaikovski la que el compositor evoca delicadamente. Chaikovski y la
baronesa Von Meck, Turguéniev y la señora Viardot, ¡dos genios
atados por el corazón, ya que no por la carne, a dos mujeres
excepcionales!
Emocionada por esta «coincidencia», Nadiezhda no piensa más que
en renovar el placer de sus «desencuentros» con el compositor
ofreciéndole alojamiento en su propia residencia* disponiéndolo todo
para ausentarse de ella. En la primavera de 1879, Chaikovski ha
regresado a Rusia y Nadiezhda le escribe para proponerle que pase
una temporada en su finca de Simakij muy cerca de Brailov, a donde
piensa dirigirse ella en los próximos días. «Quisiera organizar en
Brailov -le escribe el 5 de mayo- una vida á nous deux,18 del tipo que
llevábamos en nuestro querido Viale dei Golli; sería muy fácil;
depende por entero de usted. Cerca de Brailov poseo una pequeña
villa, Simaki [...] enclavada en medio de un jardín umbrío, bordeado
por un río y animado por el canto de los ruiseñores [...]. Si acepta venir
a instalarse allí durante un mes o más, durante mi estancia en Brailov,
me haría más feliz de lo que puedo expresar. Así me permitiría revivir
los momentos más maravillosos de mi vida, los que conocí en el Víale
dei Colli. Cierto que en Brailov no podría pasearme cada día por las
inmediaciones de su casa, pero cada día lo sentiría cerca de mí y con
ese único pensamiento estaría feliz, alegre, serena, animada, tendría la
impresión de que, cerca de usted, ninguna villanía puede alcanzarme.»
Temiendo algún absurdo escrúpulo por parte de Chaikovski,
18
«Nuestra». En francés en la carta.
Nadiezhda vuelve a la carga seis días más tarde y, para conseguir que
se decida, invita también a su hermano Anatole a Simaki. Llevada por
la exaltación de una coleccionista de recuerdos, describe al compositor
el arrobo que experimenta al reencontrar, tras el paso del amado, los
lugares en los que él ha vivido mientras ella estaba ausente: «Si supiera
usted con qué indecible placer penetro en las estancias que ha
ocupado, donde parece que su presencia todavía lo impregna todo.
Contemplo su cama y me embriaga la idea de que no hace mucho
tiempo estaba usted acostado en ella y dormía bien». 19 20 Pero ¿no es la
impaciencia amorosa que demuestra lo que atemoriza a ese hombre,
más timorato en su vida que en su música?, se pregunta ella. Carta tras
carta, reitera su oferta de temporadas de descanso hermanadas. Y
respuesta tras respuesta, Chaikovski multiplica las excusas verdaderas
o falsas. Ora son las obligaciones de su carrera, ora las preocupaciones
familiares que lo retienen en Kamenka. Finalmente, el 8 de agosto de
1879, Chaikovski desembarca en Simaki y desde un principio el éxtasis
es total por ambas partes. «Buenos días, querido mío, mi adorable
invitado -le escribe ella al día siguiente de su llegada-. Deseo que
Simaki le agrade tanto como a mí.» Él contesta el 9 de agosto: «Estoy
sentado en el balcón, gozando de esta magnífica velada, volviendo mis
pensamientos hacia aquella a la que debo toda esta dicha, y le doy las
gracias». Repartiendo su tiempo entre el trabajo de composición al
piano y los paseos solitarios por el bosque, Chaikovski se dice a sí
mismo que se había equivocado al tardar tanto en aprovechar una
invitación tan agradable. Ahora bien, el 14 de agosto, en pleno
mediodía, a Nadiezhda, que suele evitar las salidas a esa hora, se le
ocurre ir a tomar el fresco al bosque con su hija Milotchka y algunos
parientes. Ordena enganchar la calesa y se dispone a dar un pacífico
paseo cuando, a la vuelta de un recodo, divisa a Chaikovski, que pasea
también en calesa. Tras unos instantes de estupor que los dejan
paralizados, el compositor levanta el sombrero cortésmente e inclina la
cabeza en un tímido saludo. Nadiezhda lo devora con los ojos y no osa
19
Carta del 5 de mayo de 1879.
20
Carta del 15 de mayo de 1879.
hablar ni sonreír, mientras nota que el corazón se le sube a la boca.
¿Qué hacer? Ni uno ni otro lo saben. Las calesas se alejan y la baronesa
Von Meck, roja de turbación, se esfuerza por reanudar la conversación
con su hija en un tono natural. Al regresar a casa, se encuentra con una
carta que le ha traído Pajulski, que oficia de mensajero entre las dos
casas: «Perdóneme, por amor de Dios, querida Nadiezhda Filarétovna,
por haber calculado mal mi empleo del tiempo y haberme interpuesto
inadvertidamente en su camino, lo que habrá suscitado sin duda
nuevas preguntas por parte de Milotchka y habrá supuesto una
situación violenta para usted, obligada a explicarle por qué el invitado
misterioso de Simaki no la visita jamás, a pesar de beneficiarse de su
hospitalidad». Pero Nadiezhda sabe sacar partido de las cosas. Dos
días después, recobrada de la impresión, se apresta a tranquilizar a
Chaikovski. «Se disculpa usted por ese encuentro y yo en cambio estoy
encantada. No tengo palabras para expresar hasta qué punto me ha
embargado la dicha cuando me he visto cara a cara con usted y he
sentido, por así decirlo, la realidad de su presencia en Brailov. No
deseo ninguna relación íntima entre nosotros, pero el hecho de estar
cerca de usted en silencio y de forma pasiva bajo el mismo techo, como
ocurrió en el teatro en Florencia, o de cruzarme con usted en mi
camino, como anteayer ver en usted no sólo a un mito sino a un ser
vivo al que amo de todo corazón y a quien debo tan extraordinarias
bienaventuranzas, considero que no hay dicha más grande que la de
tales ocasiones imprevistas.»
Poco a poco, como acicateado su apetito por esos accidentes
casuales que los colocan de pronto uno frente a otro, cuando se habían
jurado no verse jamás, Nadiezhda saborea la excitación del pecado. A
pesar de que sigue rechazando una relación continuada con el hombre
al que ha mitificado desde hace años, la baronesa cree que podrían
acordar a veces una breve licencia que les acercara físicamente sin
comprometer su futuro. Estos pequeños arrebatos de perversidad
inocente serían tanto más placenteros por el hecho de no durar más
que unos minutos, el tiempo de una mirada, de una sonrisa, de una
palabra, y de que, a continuación, uno y otro volverían a su buen
comportamiento como fantasmas unidos por las cartas y la música.
Además, la baronesa no está lejos de pensar que, pese a sus reticencias
de solterón aterrorizado por la intrusión de una mujer en su existencia,
también Chaikovski se deleita con esas entrevistas accidentales y sabe
apreciar ciertos caprichos peregrinos de1 su anfitriona. Así pues,
Nadiezhda le anuncia audazmente que el 26 de agosto de 1879 piensa
organizar una gran fiesta con baile de máscaras y fuegos artificiales a
orillas del río de Simaki, con ocasión de la fiesta de su hijo Alexandr
von Meck, y que le gustaría que él pudiera contemplar estos festejos
familiares. Al verse entre la espada y la pared, el compositor acepta
asistir a la fiesta, pero de lejos y de incógnito. Ella no pide más. El día
mencionado, Nadiezhda viste sus mejores galas, se adorna con sus
joyas más valiosas y se dirige a Simaki con una muchedumbre de
invitados. Allí, a orillas del río, con el corazón agitado por un júbilo
culpable, adivina la presencia del amado detrás de los árboles. Se
siente entonces veinte años más joven y se dice que no son ni' las
explosiones inofensivas de los cohetes, ni el torbellino de bailarines con
disfraces abigarrados lo que él observa en silencio, sino a ella sola en
medio de tanta gente, que en su mayor parte no significa nada para él.
Y cuando ella se afana en mostrarse cordial con todos, ataviada con su
vestido de princesa muy escotado y el hábil andamiaje de su peinado a
la antigua, en realidad sólo pretende complacerle a él. Al día siguiente,
Chaikovski le escribe: «He visto muy bien las luces y los fuegos
artificiales. Ha sido infinitamente agradable estar tan cerca de usted y
de los suyos, oír su VQK y vislumbrarla furtivamente, mi querida
amiga, en medio de sus invitados. En dos ocasiones ha pasado muy
cerca de mí, sobre todo la segunda vez, justo después de los fuegos
artificiales. Me encontraba todo el tiempo cerca del cenador al borde
del estanque. Pero mi placer estaba teñido de cierto miedo. Temía que
sus guardas creyeran que yo era un ladrón». Nadiezhda está encantada
con la vigilancia y el temor de Chaikovski, y le responde que le ha
hecho muy feliz saber que él estaba al acecho entre las sombras. Pero
tras esta concesión al momento presente, Nadiezhda retoma una frase
que él le había escrito en una de sus cartas anteriores: «La idea de que
pudiera sobrevivirle me resulta intolerable». ¡Qué confesión tan
sorprendente! Nadiezhda le da las gracias por estas palabras que, en su
opinión, resumen de una forma maravillosa y trágica su relación.
«Ahora -^escribe ella- siento por fin que no estoy sola en el mundo,
que -hay un corazón que late al unísono con el mío […]» Seis veces he
releído su frase e involuntariamente he apretado su carta contra mi
pecho, que se agita, embargado por la gratitud.» El resto de la estancia
de Chaikovski en Simaki es menos rica en acontecimientos. En la
pequeña villa que la baronesa Von Meck ha puesto a su disposición,
trabaja en La doncella de Orleans y termina su segundo concierto para
piano, destinado a Nikolái Rubinstein. Después, dejando a Nadiezhda
en Brailov, parte para Moscú, San Petersburgo y Kamenka. Descansa
apaciblemente en la casa de campo de su hermana, mientras que la
baronesa, siempre ave migratoria, se encuentra ya en París, donde
invita al compositor a reunirse con ella. «En cuanto llegue -le dice-,
estaremos los dos perfectamente, como en Viale dei Colli.» Al serle
recordados sus deberes como novio putativo, Chaikovski hace las
maletas. El 13 de noviembre de 1879 está en Para, donde Nadiezhda ha
alquilado una habitación para él en el hotel Meurice. Pero apenas
instalado, ella se va a Arcachon. A Chaikovski le asombra que esta
riquísima mujer que tiene mansiones en todas partes, tanto en Rusia
como en el extranjero, sienta de vez en cuando la necesidad de
descubrir un escenario, un modo de vida distintos. ¿Será que la gente
que tiene demasiado dinero y demasiada independencia se encuentra
sujeta de forma natural a un nomadismo señorial? ¿Será que un exceso
de satisfacciones materiales engendra una insatisfacción moral
permanente? ¿Será una maldición tenerlo todo y no saber ya qué más
se puede desear?
El 19 de noviembre Chaikovski escribe a Nadiezhda que piensa ir a
la Comédie-Frangaise para asistir a una representación de Le gendre de
M. Poirier, obra de la que se dice que «es una maravillosa comedia
maravillosamente interpretada». Cuarenta y ocho horas más tarde, el
compositor se entera, leyendo Le globe, que el mismo día en que él se
divertía en la Comédie-Fran^aise, el zar Alejandro II había salido ileso
de un segundo atentado. Cuando su majestad volvía a Moscú después
de una estancia en Crimea, una máquina infernal había explotado en la
vía férrea, dañando el convoy que ocupaba el séquito imperial. El
soberano estaba sano y salvo, pero toda Rusia se había alzado en un
movimiento de indignación patriótica. A las gracias amables de Émile
Augier y de Jules Sandeau, Rusia contrapone la horrible tragedia de
una conspiración regicida. ¡Qué contraste entre el espíritu de las dos
naciones!, piensa Chaikovski. ¿Cómo podrían apreciar su obra en
Francia? ¿Acaso no le acusan algunos en Francia de componer una
música bárbara? Aunque raras veces se preocupa por la política,
Chaikovski reacciona con firmeza en una carta a la baronesa Von
Meck: «Creo que el emperador haría bien en reunir a hombres elegidos
de toda Rusia y, con estos representantes de su pueblo, estudiar las
medidas que deben tomarse para luchar contra esas horribles
manifestaciones del espíritu revolucionario más insensato. Pero
mientras todos nosotros, ciudadanos rusos, no seamos llamados a
participar en el gobierno del país, no valdrá la pena esperar un
porvenir mejor». Nadiezhda comparte su indignación. Pero teme que
el necesario rigor de las autoridades, justificado por los últimos
acontecimientos, dañe de una forma u otra la carrera del compositor.
Su premonición es lógica. A principios de diciembre, Chaikovski se
marcha por las buenas de París en dirección a Roma, donde se reúne
con su hermano Modesto y el joven enfermo Kolia Kondrati. Mientras
visita la ciudad como turista maravillado por los monumentos, las
iglesias y los museos, se entera de que también él va a sufrir las
consecuencias del atentado contra el emperador. Por decisión
administrativa, las representaciones de su ópera Opritchnik se han
prohibido sine die, debido a que ciertos delatores han percibido en ella
indicios de connivencia con las teorías revolucionarias. Tras este aviso,
Chaikovski escribirá a Nadiezhda: «La historia de mi Opritchnik es
muy curiosa. El espectáculo ha sido prohibido porque se ha
considerado que el tema tenía, en nuestra época, un significado
subversivo. Je n’ai qu’a m’en féliciter,21 ya que me alegro de toda
circunstancia que impida que esta obra fallida vuelva a ver la luz». 22
¿Lo cree de verdad? No hay nada seguro. En todo caso, la ira que le
inspira la acción de los terroristas borra el levísimo inconveniente
personal que supone para él. Desde Roma vuelve a escribir a la
baronesa para comentar el acto criminal, que no le parece dirigido
contra la monarquía, sino contra el país entero. «He estado a punto de
enloquecer de cólera al enterarme de ese nuevo atentado contra la vida
de nuestro soberano. No sé qué es más sorprendente en todo este
asunto, si la insolencia y el instinto homicida de esa banda de asesinos,
o la impotencia de la policía y de todos aquellos cuyo deber es proteger
al emperador. Uno se pregunta en qué acabará todo esto. Y se pierde
en conjeturas [...]. Empiezo a considerar con aprensión el contraste
entre la maravillosa primavera de la que disfruto aquí [en Roma] y el
rudo invierno que voy a volver a encontrar en San Petersburgo.»
Cuando escribe estas palabras, faltan unos días para la partida de
Chaikovski. Pero se desvía por París y Berlín antes de volver a Moscú y
San Petersburgo. Al reencontrarse con su patria, tiene la impresión de
que le falta el aire y de que hay un asesino oculto detrás de cada
puerta. La mayoría de personas con las que habla están aún afectadas
por los dos atentados frustrados contra el zar. Por más que la
temporada de conciertos se ha reanudado en la capital, incluso los
melómanos piensan menos en la música de Chaikovski que en la
política del gobierno. Con humor taciturno, el compositor visita por
primera vez la tumba de su padre, muerto el 10 de enero de ese mismo
año mientras él estaba ausente, pero cuya desaparición no le ha
afectado más que moderadamente. De pie, con la cabeza descubierta,
trata de recogerse ante la simple cruz de madera que señala el lugar, a
la espera del monumento funerario que su hermano y él han
encargado. «El tiempo era sereno y soleado, pero helaba -escribe a
21
«No puedo por menos que felicitarme». En francés en la carta.
22
Carta del 2 de febrero de 1880.
Nadiezhda-. No pensaba que sufriría tan atrozmente con el frío. Tres
inviernos en países de clima templado me han vuelto friolero. En
general San Petersburgo me produce una impresión mortalmente
pesada y siniestra. ¡Pobre Rusia!» Sin embargo, no le habla aún de la
necesidad de huir al extranjero. Le anuncia incluso que piensa ir a
Moscú para preparar un concierto de sus obras. Pero no pasará allí más
que dos o tres días, dice, «sin que lo sepa nadie». Es muy poco, piensa
ella, pero viniendo de él, hay que contentarse. Nadiezhda también se
encuentra ahora en Moscú y considera un privilegio acoger en su
ciudad a este tránsfuga invisible, aunque sólo sean cuarenta y ocho
horas. Chaikovski llega el 2 de abril de 1880, se instala en el hotel y al
día siguiente ella le escribe con pluma impaciente: «Qué feliz me hace
saber que está en Moscú, aunque resida lejos de mí, pero respiramos
los dos el mismo aire moscovita, comemos sin duda los mismos
bizcochos crujientes y contemplamos la misma basura en las calles».
Ahora bien, parece ser que el destino se empeña en perseguir a la
baronesa en los momentos en que se cree al abrigo de toda
contrariedad. El mismo día en que se instala provisionalmente en
Moscú, Chaikovski le hace saber que, en el transcurso de un paseo a
orillas del Moskova, ha visto detenerse ante él la carroza de
Constantino Nikoláievich, hermano del zar Alejando II. El príncipe,
que conocía ya al compositor y le había expresado su admiración, le ha
presentado a su hijo, el gran duque Constantino Constantínovich, que
también es aficionado a la música y poeta a ratos perdidos. A la
entrevista le suceden numerosas invitaciones a palacio y Chaikovski,
regocijado y halagado, parece haberles tomado gusto. Helo aquí
introduciéndose en el gran mundo. Aunque se queja de temblar de
fatiga y de tener que llevar siempre frac, Nadiezhda adivina su orgullo
por el tributo que se le rinde a la sombra del trono. «El domingo -le
escribe Chaikovski con necia vanidad- estuve desde las dos hasta las
cinco de la tarde en los salones de la señora Abaza [la mujer del
ministro], donde se encontraba también toda la familia de la gran
duquesa Katerina Mijaílovna, y a petición suya toqué unos fragmentos
de mi ópera. La hija de la gran duquesa tiene talento para cantar e
interpretó deliciosamente varias de mis romanzas [...]. El lunes tuve
que asistir a una gran cena en casa del príncipe Vasiltchikov, donde
fui, por así decirlo, el héroe de la fiesta. A esa cena asistieron
numerosos aristócratas. Entre ellos destacaba el príncipe Eugene de
Leuchtenberg, cuya esposa es una excelente cantante y me hizo el
honor de asegurarme que era una ferviente admiradora de mi obra.»
Cómo luchar, cuando no se es más que la baronesa Von Meck, con los
«prestigiosos ruiseñores» que se esfuerzan por hechizar al ingenuo
Chaikovski. Irritada por la enumeración de ecos de sociedad,
Nadiezhda se siente trágicamente desarmada por su elección de no
dejar que se acerque jamás el hombre al que ama. Y, sin embargo, le
repugna imitar los melindres de esas mujeres que hacen ostentación de
sus títulos, de sus encantos engañosos y cuyo juego le parece tan
impropio como las evoluciones de una criatura excesivamente
perfumada. Para ella, la castidad y el misterio que ella pretende
observar ante su ídolo entrañan una ruda y sana amargura que sólo los
expertos saben apreciar y que devalúa las banales golosinas del
sentimiento. A Nadiezhda la atormentan los celos, pero se niega a bajar
los brazos o a cambiar de táctica. Chaikovski será suyo sin haberle
rozado siquiera la mano. Esta apuesta es su orgullo y su secreta razón
de existir. ¿Quién osaría criticarla por su feroz empecinamiento? Él no,
en cualquier caso, ya que aprueba estas restricciones excitantes, según
cree Nadiezhda, y ya no podrá pasar nunca más sin ellas. Menos de
una semana después de los festejos en los que ha estado a punto de
dejarse introducir como novicio, el compositor le hace saber que va a
abandonar Moscú para irse a Kamenka. Por otra parte, Nadiezhda se
prepara para irse a su querido Brailov. A veces la baronesa se pregunta
cuáles son los auténticos motivos de la inquietud viajera que comparte
con él. Se diría que ambos temen el sedentarismo, como si vieran en él
los síntomas de una enfermedad paralizante. Pero mientras que
Chaikovski corre a diestro y siniestro en busca de inspiración, ella se
desplaza con toda la impedimenta de familia y sirvientes, sin más
objetivo a la vista que la búsqueda desesperada de sí misma.
VI
Con cincuenta años, a la baronesa Von Meck se le ocurre que tiene más
razones que nunca para evitar todo encuentro con Chaikovski. Su
espejo refleja la imagen de una mujer flaca, poco atractiva, de rasgos
viriles, con la piel amarillenta, arrugada y los párpados ajados, pero de
mirada viva y hombros erguidos. No ha perdido un ápice de su
espíritu dominante ni de su sentido de la organización. Tiene ojos para
todo y en todas partes. Se trate de la carrera de Chaikovski, de la
gestión de sus tierras o del porvenir de sus hijos, sobrinos y sobrinas,
ella tiene algo que decir y su autoridad es tanta que raramente hay
quien ose hacerle frente. Así es como, a pesar de todos los recuerdos
que la unen a los lugares de su juventud, vende su querido Brailov,
invierte en el extranjero una parte de los fondos obtenidos y, con el
resto, adquiere una propiedad en Plestchievo, más modesta, pero con
la ventaja de estar cerca de Moscú. Completa la operación con la
compra, en Francia, de una quinta Luis XIII, Bel Aire, situada en Indre-
et-Loire, y de una confortable villa en Niza 23 para pasar soleadas
vacaciones en familia. Los viajes han sido siempre una parte integrante
de su vida, como de la vida de Chaikovski. Peregrinos infatigables,
llevan existencias paralelas, lejos el uno del otro, y le piden al alma que
supla la indiferencia de su piel. No cabe duda de que tienen siempre
tantas cosas24 que contarse cuando se escriben porque sus caminos no
se cruzan jamás.
Un día, de paso por Berlín, Chaikovski anuncia a Nadiezhda que le
ha decepcionado sobremanera una representación del Tristán e Isolda
de Wagner, pero que, por el contrario, está convencido del genio etéreo
de Mozart tras haber escuchado ocho veces en París Las bodas de Fígaro,
cuya música, afirma, le «hace entrar en calor» y le da la impresión de
24
Cf. Wanda Bannour: L'itrange Baronne von Meck.
ser feliz, «como si acabara de cumplir una buena acción». Sin entrar
con él en una controversia musical, que, en opinión de la baronesa, no
sería oportuna, le responde con un tono fríamente práctico,
informándole de las dificultades presupuestarias por las que atraviesa
a pesar de sus últimas transacciones inmobiliarias y bursátiles. En
realidad, si le da a conocer así sus aprietos financieros es porque juzga
necesario advertirle de que posibles reveses de fortuna podrían llevarla
a reducir, o incluso a suprimir, la pensión que le tiene asignada desde
hace años. Esta idea no se le habría ocurrido jamás si él hubiera
mostrado la misma actitud de confianza y afecto exclusivo de antaño.
Pero, en los últimos tiempos, los éxitos mundanos y las felicitaciones
oficiales han embriagado a Chaikovski. Después de componer por
encargo una Marcha de la coronación y de que el zar se lo agradeciera
regalándole una sortija con un soberbio diamante, el compositor va de
palacio en palacio y de alteza en alteza. Antón Rubinstein, el hermano
de Nikolái, ha hecho que se aplaudieran las últimas obras de
Chaikovski en cada uno de sus recitales. Cada vez se habla más de él
en los periódicos extranjeros como de una figura eminente de la
música rusa. Temiendo que se le escape, Nadiezhda se dice a sí misma
que le urge mostrarle lo que arriesga alejándose de ella para acercarse a
otros protectores o protectoras. No hay maniobras indignas para una
mujer que ama, deseosa de conservar el objeto de su pasión. Igual que
ciertos hombres no son plenamente felices más que satisfaciendo sus
deseos con criaturas venales, también ella tiene la convicción íntima de
que su afecto por Chaikovski es más intenso por el hecho de pagar
para obtenerlo. Lo que excita a la vez su orgullo y su cariño es el
pensamiento de que compra a su compañero virtual como si fuera una
mercancía. Se diría que la pasión que siente por él se centuplica con la
idea del dinero que ha de entregarle a cambio. A fuerza de reflexionar
sobre su situación, la baronesa se encuentra tan extrañamente dividida
entre la dignidad y la confusión como si su castidad la hubiera
encanallado.
Esta reflexión sobre sus propios sentimientos no supone retraso
alguno para el proyecto, concebido desde hace tiempo, de casar a su
hijo Nikolái von Meck con una de las sobrinas de Chaikovski. En un
principio había pensado en prometer a Kolia con la joven Natacha
Davidova, pero después de muchas vacilaciones, ha decidido ofrecerle
este honor a otra sobrina del gran hombre, Anna Davidova. Por lo
demás, poco importa a la baronesa que se trate de Natacha o de Anna,
con tal de que se concrete la clase de unión de la casa de los Von Meck
con la de los Davidov. Dicho y hecho. La boda se celebra el 11 de enero
de 1884. Para Nadiezhda, en el preciso momento en que Kolia y Anna
intercambian los anillos, es como si el sacerdote bendijera su acuerdo
intemporal con Chaikovski. Sin embargo, se mantiene fiel a su
determinación de permanecer invisible y mostrar una discreción
absoluta. Ni por un momento piensa en abandonar Cannes, donde
disfruta de una agradable estancia, para ir a engrosar las filas de
invitados a la ceremonia nupcial. Ausente físicamente de la vida de
Chaikovski, considera que su deber es permanecer ausente también en
el momento en que va a convertirse en pariente de Chaikovski por
matrimonio, tras haber registrado la Iglesia el consentimiento muto de
los novios. Por el contrario, el compositor y su hermano Modesto se
consideran en la obligación de asistir a la ceremonia religiosa.
Nadiezhda aguarda con curiosidad el relato del acontecimiento. Pero
en la carta que le envía Chaikovski al día siguiente, éste no hace más
que una breve mención al matrimonio de su sobrina y se explaya
profusamente sobre la actitud de la dirección de los teatros donde va a
representarse su Mazeppa, negándose a pagarle beneficios. Se le
escatima el dinero, explica, basándose en el hecho de que su ópera no
tiene más que tres actos en lugar de cuatro. Con pluma indulgente, la
baronesa se compadece de su cólera de niño mimado, pero en su fuero
interno, le parece demasiado egoísta y quisquilloso para ser un gran
hombre. Los éxitos demasiado rápidos y el trato con la sociedad
aristocrática, ¿no hastiarán y le habrán vuelto exigente a la vez? Ahora
bien, el estreno de Mazeppa el 4 de febrero en Moscú y el 7 de febrero
en San Petersburgo es un fracaso. Esta interrupción en la carrera
ascendente de su ídolo enternece a Nadiezhda. En el fondo, ¡prefiere
consolar a Chaikovski de sus reveses que aplaudir «con los demás»
(esos otros a los que ella detesta)! Pero esta desalentadora pausa en la
carrera del compositor es de corta duración. Muy pronto recupera su
marcha ascendente y Nadiezhda le pisa los talones con una
desconfianza mezclada con la adt miración. A pesar délas reservas de
la prensa tras el estreno de Mazeppa la popularidad de Chaikovski se
refuerza de día en día* El 23 de febrero lo condecoran con la orden de
san Vladímir y se le comunica que el zar aprecia su música
especialmente y que ha pedido al director de orquesta Napravnik que
proceda a reestrenar Eugenio Oneguin en las mejores condiciones
posibles. El 7 de marzo, tras ser recibido por el zar y la zarina en su
palacio de Gatchina, el compositor confiesa, maravillado, que junto a
Sus Majestades ha vivido unos momentos inolvidables. Dividida entre
la satisfacción de conocer su felicidad y la irritación de no formar parte
de ese sentimiento, Nadiezhda no se sorprende al leer la carta que él le
envía al día siguiente de la audiencia imperial. «Los dos fueron
amables y solícitos. Me conmovió en el alma la atención con que me
distinguía el soberano, pero no tengo palabras para describirle la
angustia mortal que experimenté a causa de mi timidez. El soberano
me habló largamente, repitió varias veces que le gustaba mucho mi
música y en resumen mostró una amabilidad extraordinaria hacia mí.»
Monárquica convencida, Nadiezhda no puede por menos que
regocijarse al saber que el zar reconoce el talento de su predilecto. No
obstante, teme que, al convertirse en un compositor oficial, Chaikovski
no piense más ella cuando componga su música, sino en personajes tan
encumbrados que finalmente ella deje de existir a sus ojos. Si
Chaikovski continúa por este camino, piensa con dolor, las sinfonías,
las sonatas, los conciertos que compondrá ya no serán sus sinfonías, sus
sonatas o sus conciertos, sino los de Su Majestad o los de cualquier
persona cercana al trono. En estas condiciones, ¿debe continuar
financiando a un artista, aunque no tenga parangón, cuando todo
indica que ella no es ya su musa inspiradora? ¿Es normal que
mantenga a un hombre que la ha traicionado por amor a la gloria? El
hecho de que la engañe con personas como el emperador, la
emperatriz y los más brillantes representantes de la aristocracia, ¿sirve
en realidad para disculparlo? Por lo demás, también ella tiene poder
para imponer su voluntad a personas que, sin ella, no serían nada,
tanto si se trata de miembros de su familia como de su pequeño tropel
de músicos, o de la decena de factótums que componen su círculo.
Tras una breve rebelión contra las «infidelidades» cortesanas y
mundanas de su predilecto, la baronesa recapacita y, para incitar a
Chaikovski a volver con ella, hace instalar el piano Erard en su quinta
de Bel Air, en Touraine. Para atraerlo «a este rincón del Paraíso», le
describe el placer que ella misma ha encontrado y le promete
desaparecer en cuanto él se destaque en el horizonte. Pero se hace
evidente que él tiene otras ideas en mente. Hete aquí que se declara
cansado de sus vagabundeos europeos y deseoso de adquirir una
dacha cerca de Moscú para pasar en ella pacíficas temporadas, lejos del
mundanal ruido. La baronesa cree que se trata de un proyecto en el
aire y le anima a llevarlo a la práctica. Sin embargo, Chaikovski acaba
pasando la primavera, una vez más, en Kamenka. Desde allí, anuncia a
Nadiezhda que trabaja en una Tercera suite, al tiempo que se afana en
aprender inglés con la institutriz de los pequeños Davidov. Pero sus
mayores alegrías se las proporcionan el regreso de Aliocha, liberado
por fin del servicio militar, y la simpatía del joven Bob, de trece años de
edad, dado por igual a trepar a los árboles que a dar puntapiés a un
balón o a tocar el piano, Lós ecos de este entusiasmo inquietan a
Nadiezhda, que percibe emolios una rivalidad equívoca, más peligrosa
quizá que la que ejerce sobre Chaikovski el mundo rutilante y
adulterado de la corte. Redobla entonces sus llamamientos para que
vuelva con ella. Y finalmente, el compositor aceptar trasladarse a la
finca que la baronesa ha adquirido en Plestchievo, gracias a la venta de
Brailov. La propietaria «momentáneamente» ausente lo ha ideado todo
para que Chaikovski se encuentre allí plenamente satisfecho. Dispone
de una «sala de música», cuyo ornato lo constituye un «armonio» de
calidad excepcional que, por sí solo, bastaría para retener a cualquier
virtuoso perfeccionista. Seducido por el armonio, la comodidad, el
ambiente del lugar y, quizá de manera accesoria, por el recuerdo de la
ectoplásmica anfitriona, Chaikovski prolonga su estancia a todo el mes
de septiembre. Allí compone una Fantasía para piano y orquesta que
supone un grandísimo orgullo para Nadiezhda. De esta forma, la
baronesa tiene una vez más la sensación de haber contribuido desde
lejos al nacimiento de una obra de. arte. Poco después, Chaikovski
marcha rápidamente a San Petersburgo para asistir al estreno de
Eugenio Oneguin el 19 de octubre de 1884. El éxito clamoroso de su
ópera entre el público, la corona de laurel que le colocan después de la
función en medio de una salva de aplausos, le provocan una crisis
nerviosa que él mismo describe a Nadiezhda como a la única y
auténtica especialista en sus estados de ánimo. Con la esperanza de
recobrarse cambiando de aires y de inquietudes, Chaikovski emprende
un viaje a Occidente y visita a Joseph Kotek, el violinista que le había
puesto en contacto con la baronesa Von Meck en su momento y que,
consumido por la tuberculosis, escupe los pulmones por la boca en un
sanatorio de Davos. Después, tras un breve rodeo por París, regresa a
San Petersburgo y se entera, el 23 de diciembre de 1884, de la muerte
del encantador violinista de 30 años, cuyo talento había apreciado la
baronesa manteniéndolo bajo su protección durante largo tiempo.
Ciertamente Nadiezhda se aflige por la muerte prematura de un
músico que pertenecía a su pequeña corte. Pero pronto ha de olvidar
esta pena, pues debe consagrarse a los sinsabores de su hijo Kolia, cuyo
matrimonio con la sobrina de Chaikovski, Anna Davidova, había
arreglado ella autoritariamente y que es incapaz de soportar a una
esposa orgullosa, terca y artera. A la señora Von Meck le asombra
haber creído en un principio que elegía una nuera a su conveniencia.
¿Cómo no había adivinado a primera vista que aquella criatura
utilizaría todos los medios a su alcance para separar a Kolia de su
madre y transformarlo en un caniche obediente al primer chasquido de
los dedos de su ama? El 5 de enero de 1885 confiesa a Chaikovski en
una carta que lamenta amargamente haber «entregado a Anna su
excelente Kolia». A pesar de las débiles protestas del compositor,
Nadiezhda sigue interpretando con un rencor sistemático los ecos que
le llegan de la vida de la joven pareja. No tarda mucho en decidir que
la hechicera que ha introducido en la familia Von Meck no tiene otra
ocupación en el mundo más que hacerle perder la estima de su hijo.
Amenazada la hegemonía que ejerce sobre todos los suyos, Nadiezhda
busca el mejor modo de castigar a la intrusa. «Que nadie se atreva a
tocar la ¡autoridad que tengo sobre mi hijo, ni la confianza que tiene
depositada en mí -escribe-. Me lo debe todo: su moral, su educación, su
estado.» Afirma, además, que si Anna insiste en mostrarse tan
arrogante y difícil, Kolia acabará por despertar de su apatía y ella
misma, muda de momento por el instinto maternal, no vacilará en
precipitar la separación de una pareja tan mal avenida. Lo más
lamentable para ella es que la traición de su hijo por culpa dé una
mujer le recuerda el desapego de Chaikovski, cegado por el Oropel de
la fama. En ambos casos, se trata de un crimen de lesa infidelidad.
Pero, si bien Chaikovski tiéne la excusa de haber sido seducido por los
más altos nombres del imperio, Kolia se deja adoctrinar por una vulgar
Davidova de extracción modesta, ennoblecida por su matrimonio con
un Von Meck, buena solamente para relleno en los bailes o para
realizar tareas domésticas. Sin embargo, cuanto más prodiga
Nadiezhda sus lamentaciones y maldiciones en las cartas que dirige a
Chaikovski, menos prisa tiene él por responderle. Nadiezhda da en
pensar que lo aburre confiándole sus cuitas de madre, cuando él no se
priva de comentarle a ella sus tormentos como músico. Finalmente, la
baronesa se convence de que es demasiado buena para los que la
rodean y que aquellos a los que ama no merecen ni su dedicación, ni su
generosidad. Después se rehace e intenta imaginar a Chaikovski en
medio del torbellino al que lo arrastra la admiración de las masas. En
todas partes le predicen una gloria comparable a la de un Bach, un
Beethoven, un Schubert... En Francia parece incluso que un Massenet,
un Fauré, un Saint-Saéns lo tratan de igual a igual. ¿Cómo iba a tener
tiempo para ocuparse de ella en medio de ese glorioso trajín? La
baronesa piensa también que ella misma se ha forjado su desgracia al
hilo de los años, empujándole en una carrera en la que ha triunfado
demasiado deprisa y demasiado bien para no sentirse tentado a
abandonar a su antigua protectora. Sí, pero ¿por qué, si tanto lo
absorben los viajes, los conciertos y las recepciones, emplea sus escasos
momentos de ocio en divertirse con su «adorable Bob» o con su
«maravilloso Aliocha»? ¿Experimenta un mayor placer charlando
tontamente con ellos que en su íntima relación epistolar con ella?
Obsesionada por una sospecha inconfesable, repasa de memoria las
alusiones calumniosas que ha oído sobre el tema de las extrañas
«preferencias» del «maestro». Recuerda la cariñosa amistad que sentía
por Kotek, los dulces epítetos con los que obsequia a Bob en su
correspondencia, su desesperación, afirmada carta tras carta, cuando
Aliocha tuvo que abandonarlo para cumplir el servicio milita^ su
delirante alegría cuando «el pequeño» le fue devuelto tras una
separación intolerable de varios años, su intención de conservarlo junto
a sí a partir de ese momento, fuera como fuera. Las malas lenguas citan
a otros jóvenes cuya equívoca amistad él procuraba. Entre esos nuevos
«admiradores» que avivan los celos de Nadiezhda, se encuentra ahora
el gran duque Constantino Constantínovich, de veintiséis años de
edad. El sobrino del zar Alejandro III une a su soberbia elegancia
natural la pasión por las artes, cierto talento como poeta y una
halagadora reputación de pianista aficionado. A Chaikovski le fascina
esta estrella del firmamento dinástico. Los dos hombres se ven a
menudo, se escriben si se tercia y conciben incluso proyectos de
colaboración musical. De todo esto Nadiezhda se informa a través de
los habituales chismosos. Aunque carcomida por los celos, escribe por
conveniencia a Chaikovski para felicitarle por esa nueva y gloriosa
amistad que a ella la atormenta.
El 16 de enero de 1885 la familia imperial al completo asiste a la
decimoquinta representación de Eugenio Oneguin e invitan al autor al
palco de Su Majestad. El zar, la zarina y sus allegados lo colman de
cumplidos y le conceden la distinción suprema de preguntarle por su
vida y por sus métodos de trabajo. La víspera, Chaikovski ha tenido el
gozo de oír la Tercera suite bajo la batuta del prestigioso Hans von
Bülow. Y ahora Alejandro III le sugiere que componga una ópera
basada en La hija del capitán de Pushkin. Los deseos de un soberano son
órdenes para un súbdito leal como Chaikovski. Sin embargo, vacila en
lanzarse a esta nueva aventura. De hecho, pensamientos estrictamente
pragmáticos lo distraen continuamente del proyecto. Lo que más le
preocupa ahora son las ganas recurrentes de tener una casa
enteramente suya, cerca de Moscú, donde pueda instalarse a su gusto y
sin rendir cuentas a nadie. La hija del capitán puede esperar. Lo más
urgente es la adquisición de un refugio donde podrá reposar el alma y
el cuerpo, acechando el retorno de la inspiración. Poniendo las cartas
sóbrenla mesa, explica incluso en sus cartas a Nadiezhda que pretende
instalarse con su inseparable Aliocha en plena naturaleza, pero no
demasiado lejos de la capital, y así durante el resto de su vida.
Asombrada en un principio por este capricho del compositor, al que la
baronesa considera descortés, vistas las ventajas que ella misma le
ofrece en sus diferentes propiedades de Rusia y del extranjero,
Nadiezhda acaba por decirse a sí misma que, llevándole la contraria al
compositor en este antojo aberrante, desmentiría su reputación de
generosidad a toda prueba. Opta, pues, por una solución de
compromiso, proponiéndole un pequeño adelanto sobre su pensión
habitual.
Chaikovski se contenta con esto y encarga a Aliocha la búsqueda del
lugar ideal donde resguardarán su amistad en lo sucesivo. Después de
inspeccionar los alrededores, Aliocha elige una villa de alquiler en
Maidanovo, a dos verstas de la aldea de Kline, en la provincia de
Moscú. Unos meses más tarde, el propietario de la villa se deja
convencer y el alquiler se convierte en la compra, con todos los
requisitos, de un pabellón, también en Maidanovo, cercano a la
mansión principal. Así pues, Chaikovski es ahora propietario. De
golpe, Nadiezhda se siente desposeída de todas sus prerrogativas,
humillada en sus más nobles sentimientos. Poco le importa que
Chaikovski haya compuesto allí un poema sinfónico, Manfredo,
inspirado en la obra de Byron, que rehaga su antigua ópera Vakula el
herrero y que se haya consagrado a la composición de una nueva ópera,
La hechicera, puesto que estas obras no han nacido bajo su influencia ni
en una de sus moradas favoritas. Al trabajar en lugares que no
pertenecen a la baronesa Von Meck, es la persona de Chaikovski la que
deja de pertenecerle. So pretexto de un simple cambio de residencia, el
compositor se ha hecho culpable de una rebelión contra la autoridad y
la bondad de su protectora. Además, a ella no le gustan las óperas, sea
cual sea su inspiración. Tiene la sensación de que, al escapar a su
supervisión y «los decorados de su vida», Chaikovski se ha
descarriado. La baronesa deplora que haya cedido una vez más a la
tentación de mezclar la belleza pura de la música con los artificios
convencionales del espectáculo, y así se lo indica por escrito sin
ambages. Pero decididamente, Chaikovski es un hombre acomodaticio.
¡Cómo si tuviera algo que hacerse perdonar! «Tiene usted razón
-responde- al ver con desconfianza una forma de arte tan poco sincera,
pero la ópera ejerce una irresistible atracción sobre un compositor. Sólo
la ópera le ofrece la posibilidad de entrar en contacto con las masas.»
Nadiezhda deduce rápidamente que Chaikovski está sacrificando su
arte al gusto del público, a veces vulgar, y de sus nuevos amigos, entre
los cuales ella coloca a Aliocha, a Bob y a algunos cortesanos de altos
vuelos. A pesar de la diferencia de edad y de condición, para ella
constituyen el clan de sus enemigos, puesto que le arrebatan el corazón
de su gran hombre. Se sorprende al desear que Chaikovski se vaya lo
antes posible al extranjero, a fin de sustraerse a la fascinación que
ejerce sobre él su entorno masculino.
En efecto, Chaikovski emprende su gran viaje anual, pero, ¡ay!,
acompañado por Aliocha, que se ha convertido en su sombra. En
Tiflís,25 el teatro anuncia su Eugenio Oneguin, luego su Mazeppa; en
París, se compromete con el editor Mackar, que se convierte en
25
Actualmente se conoce por su nombre georgiano: Tbilisi. (N. de la T.)
promotor de su música en Francia; vuelve a encontrarse con Pauline
Viardot, en cuya casa examina con respeto religioso la partitura
autógrafa de Don Giovanni de Mozart; y frecuenta el trato de algunos
compositores y directores de Orquesta que lo reciben como a uno de
los más grandes compositores de su país. Confinada en Plestchievo,
Nadiezhda se ve reducida a respirar en las cartas del «ingrato» el
perfume del éxito que, cada día, les alienta y los enfrenta
alternativamente. Lo que ella desea está en contra de lo que desea él.
Por primera vez en su relación, sus corazones no laten al unísono. ¿De
quién es la culpa? ¿Es ella la que está demasiado obsesionada, la que se
muestra demasiado posesiva? ¿O es que él es demasiado egoísta,
demasiado influenciable y propenso a la dispersión? Pero bastan unas
líneas de Chaikovski para que ella lo perdone y vuelva a esperar no
sabe muy bien qué. El compositor le escribe desde Constantinopla,
Nápoles, Roma, París...
Durante ese tiempo, en Rusia la vida continúa, ora monótona, ora
desordenada, y Nadiezhda soporta con igual resignación periodos de
calma y otros de borrasca. Su hijo Vladúnir von Meck se arruina
estúpidamente en las salas de juego; otro de sus hijos, el débil Kolia,
sojuzgado por su infernal esposa Anna, ha renunciado a toda voluntad
propia, a toda identidad, y se ha unido a la tribu de los Davidov; su
hija Lidia se ha germanizado completamente al contacto de Levis de
Maynard; su otra hija, Sonia, pierde a su primer hijo y vuelve a casarse
por un capricho; y la pequeña Milotchka se muestra ya tan coqueta y
alegre que no tardará mucho en enamorarse ingenuamente de un
fulano cualquiera. Por suerte, Nadiezhda puede contar aún con su hija
Julia, de la que ha controlado siempre los sentimientos y la conducta a
fin de tenerla siempre bajo su autoridad. Pero he aquí que también a
Julia se le ocurre experimentar otro amor aparte del filial y, temblando
de pies a cabeza, le confiesa el secreto a la ogresa de su madre.
Nadiezhda la escucha con estupor horrorizado. ¿Cómo podría admitir
que esta virgen de treinta y cinco años, un poco ajada, haya caído bajo
los encantos de un hombre como Vladislav Pajulski, empleado como
secretario, violinista y factótum de los Von Meck? Nadiezhda deja que
estalle su cólera ante la culpable, que llora, balbucea, pero no cede.
Acostumbrada a la obediencia de sus allegados, Nadiezhda descubre
de pronto en su propia hija la testarudez de una pasión tan violenta
como inexcusable. Ciega de rabia, escribirá el 22 de septiembre de 1888
a Chaikovski para informarle de la escandalosa «traición» de Julia.
«¡Pérdida inmensa e irreparable, pierdo a mi hija, que me es
indispensable y sin la cual no sabría vivir!» Pero, entre el noviazgo y el
matrimonio, la baronesa piensa que una joven tiene innumerables
ocasiones para cambiar de opinión y retractarse. También se niega
todavía a reconocer que su autoridad materna haya salido perjudicada,
como ocurría últimamente en su relación epistolar con Chaikovski. Por
otro lado, ¿se ha equivocado al no prestar oídos a los rumores
maliciosos que corren sobre su predilecto? No cabe duda de que para
una Julia es incluso más degradante enamorarse de un Pajulski que
para un Chaikovski dejarse seducir de vez en cuando por jovencitos.
¡Quizá se contenta con caricias inocentes, con una palmada en la
mejilla, con un beso paternal! Incapaz de imaginar relaciones más
íntimas, Nadiezhda se dice a sí misma que la pasión verdadera no
podría limitarse a un contacto carnal entre un hombre y una mujer y
que es mejor amar sin distinción de sexo que no amar en absoluto. La
música es, para empezar, un don total en sí mismo, por lo que a veces
el artista se deja arrastrar y dedica su alma y su cuerpo a quien mejor le
parece. Todo lo que es bello y novedoso en su entorno ejerce sobre él
una atracción irresistible. Lo que importa a sus ojos es la sinceridad de
su arrebato personal y no la calidad del objeto codiciado. Sólo los
espíritus timoratos pueden reprochar a un ser que elija a un
compañero de placer de su propio campo.
Sin embargo, aun cuando Nadiezhda inventa argumentos para
replicar a los calumniadores de su gran amigo, experimenta cierto
malestar al pensar en el gran secreto que Chaikovski lleva consigo y
que jamás ha osado revelarle a ella por miedo a incurrir en su
desagrado. ¡Como si ella no tuviera talla suficiente para comprenderlo
todo cuando los sentimientos e incluso los actos están rodeados de
música! ¡Como si los gajes de la existencia no la hubieran
acostumbrado a reconocer en todo suceso la marca misteriosa de la
fatalidad! Estos últimos años han sido especialmente ricos en
emociones diversas. Entre sus allegados, los nacimientos y las muertes
se han sucedido a un ritmo infernal. En septiembre de 1886, el querido
Kolia y la abominable Anna tuvieron una hija, Kira. He aquí a
Nadiezhda abuela de una niña cuyo tío abuelo es Chaikovski, lo que
merece una oración de gracias delante del icono familiar. Pero, al año
siguiente, Chaikovski anuncia con tristeza la muerte de su querida
sobrina Tania Davidova, morfinómana y neurótica. Luego es su propia
hermana Alexandra, la madre de Tania, drogadicta en estado terminal,
la que también desaparece. ¡Si al menos los éxitos de Chaikovski
pudieran mitigar su congoja! Pero su última ópera, La hechicera,
estrenada el 20 de octubre de 1887 en el teatro de San Petersburgo, no
es bien recibida.
Tres semanas más tarde, el compositor no ha digerido aún su
fracaso y escribe a Nadiezhda: «Mi ópera no ha gustado al público;
para ser sincero, no ha tenido el menor éxito. La prensa de San
Petersburgo me ha manifestado tal hostilidad, tal odio, que aún hoy no
acierto a sosegarme ni a comprender el sentido y la razón de tanta
maldad».26 Conmovida por su turbación, Nadiezhda intenta
persuadirlo de que las críticas proceden de unos burros ignorantes,
que el número de sus admiradores no disminuirá por culpa de sus
divagaciones malévolas y que el mundo entero acabará consagrándolo
como uno de los más grandes. Unos días después, como él no parece
convencido por sus argumentos e incluso llega a escribirle que la nota
«más fría» y más ajena a él que otras veces, la baronesa estalla de
caridad, de amor y de furia vindicativa. «Al contrario -le responde-,
cuanto más tiempo pasa, más querido me es usted. En nuestra amistad
incorruptible y su eterna y divina música encuentro la única fuente de
felicidad que necesito en mi vida, mi único consuelo. Cuando siento el
26
Carta del 13 de noviembre de 1887.
corazón pesado y lleno de amargura, hago que toquen el dúo de
Dunois y el rey en Juana de Arco, o la escena del duelo en Eugenio
Oneguin. Olvido todo lo que es pesado, terrenal, me elevo hacia el
mundo invisible e indescifrable al que nos arrastra la música.
Escuchando su música, me sumerjo en el éxtasis.»
Y tres meses más tarde, analiza así el fondo de su carácter en honor
de su querido amigo:27 «Soy una persona que vive únicamente por el
corazón; siempre he tenido necesidad de amar a alguien, de mimar a
alguien, de preocuparme por la felicidad de alguien, pero ahora no
tengo a quien ofrecerle mi afecto. Mis hijos son tan mayores que ya no
puedo ni siquiera mimarlos, y si me ocupara demasiado de ellos los
molestaría; no me dan nietos a los que pueda amar; así pues, he
trasladado mi necesidad de cariño y de amor a mis perritos; a ellos les
hacen muy felices mis atenciones cuando los acicalo [...]; no protestan
contra mi empeño en mimarlos porque ellos, al menos, reconocen mi
autoridad».
Al releer esta carta antes de meterla en un sobre, Nadiezhda
recuerda otra carta bastante reciente en la que, hablando de sus
relaciones con Chaikovski, había empleado la expresión «nuestra
incompatible amistad».28 Y de repente, todo se aclara: ya no piensa ni
en sus hijos, ni en los perritos, ni tan siquiera «en la música. Le parecer
que en tres palabras, «nuestra amistad incompatible», ha definido toda
la felicidad y el drama de su vida. Con su obstinada negativa a
encontrarse con Chaikovski, a todo contacto carnal, a todo intercambio
de miradas, ha obedecido al instinto que impulsa a los fieles a amar a
Dios justamente porque es inaccesible e invisible. Para las almas
verdaderamente místicas, el Ser supremo no tiene necesidad alguna de
aparecerse para dominar e inspirar. Al contrario, su ausencia es su
fuerza; su transparencia lo sacraliza. Nadiezhda acaba de descubrir
que, creyendo olvidarse de todo con sus viajes, siempre ha llevado
consigo en sus peregrinaciones una capilla invisible donde la oración
no era más que música. Al privarse de un hombre, se ha enriquecido
27
Carta del 16 de marzo de 1888.
28
Carta del 5 de julio de 1888.
con una religión. Debería sentirse orgullosa de haberse convertido en
una devota ciega y radiante, en una monja seglar, pero la duda la
corroe. Después de llevar más de diez años luchando para proteger de
toda mancha sus relaciones con Chaikovski, se pregunta si no le habrá
incitado voluntariamente a buscar el placer en otra parte, tal vez
incluso en turbias prácticas. Esta idea la espanta; luego, de pronto, la
tranquiliza. Nadiezhda tiene cincuenta y seis años, él tiene cuarenta y
siete. A esas edades, entre dos seres elitistas no puede haber más que la
exaltación de la música para contentar a la vez el espíritu y la carne.
VIII
29
Carta del 5 de julio de 1888.
saber, cuatro mil rublos de plata. Le ruego así mismo encarecidamente
que los haga llegar en torno al 2 de septiembre, si le es posible.»
Nadiezhda obedece sin vacilar. ¿Qué son cuatro mil rublos para
ella? ¡Una brizna en un pajar! Imagina en la distancia la alegría del
predilecto al ver su firma en el cheque. Es su manera de saborear la
plenitud de la posesión. La pequeña Milotchka no conocerá jamás un
goce parejo en los brazos de su marido. Cuando Chaikovski anuncia a
Nadiezhda que «gracias a ella» ha recobrado las fuerzas y ha vuelto a
la corrección de su Quinta sinfonía y a la composición de una «obertura-
fantasía» para un Hamlet, ella se alegra como si fuera la promesa de un
encuentro amoroso. «Mi fatiga es inmensa -le escribe él el 14 de
septiembre de 1888-, trabajo como un loco con una asiduidad
apasionada, debido sin duda a la idea de que debo darme prisa, pues
tengo las horas contadas.» Semejante ardor en el trabajo alegra a
Nadiezhda y la entristece por igual. Súbitamente se le ocurre que
Chaikovski es intachable como músico, pero presenta numerosos
defectos como hombre. Se desvela por su obra, lo que hace que sea
anormalmente egoísta y le impide interesarse por las personas que más
lo quieren. Pero ¿acaso no es precisamente esa monstruosa indiferencia
por las preocupaciones del resto de los mortales lo que le permite
consagrar sus facultades de emoción e invención al servicio de la
música? Un compositor de tal envergadura ¿puede interesarse a la vez
por la vida que pasa y el arte que es eterno? ¿No debe elegir entre las
obligaciones hacia sus semejantes y la misión primordial que le ha
asignado Dios? ¿No cometería un sacrilegio si se apartara, siquiera
momentáneamente, de ese objetivo esencial para ocuparse de los
estados de ánimo de cada hijo de vecino? Sí, desde luego, decide
Nadiezhda. Pero la verdadera cuestión es otra: en el fondo, lo que a
ella le molesta son las extrañas reacciones de Chaikovski ante ciertos
acontecimientos de su destino. Así, Nadiezhda considera que su genio
debería hacerle insensible a la vanidad de la gloria. Y además, podría
elegir mejor sus relaciones, ser más circunspecto en lo referente a sus
amistades masculinas. ¿Por qué diablos se ha encaprichado con ese
joven Bob del que confiesa que no puede vivir sin él? ¿Qué encuentra
de extraordinario en ese adolescente de atenciones equívocas y sonrisa
seductora? Irritada por los comentarios halagadores con que el maestro
salpica sus cartas cuando habla de las cualidades morales de su
protegido, Nadiezhda trata de hacerle entrar en razón, anunciándole a
modo de burla que también ella se ha llevado una alegría inmensa,
puesto que su perra favorita, Bleuette, ha parido recientemente una
camada de adorables cachorritos. Pero Chaikovski no capta la amarga
ironía de esta noticia.
Decepcionada por la ceguera de su predilecto, Nadiezhda trata de
consolarse de sus carencias afectivas redoblando las atenciones a los
miembros de su familia. Pero, al parecer, en la pequeña tribu nadie
necesita sus consejos y su dedicación. Las mujeres no piensan más que
en parir. Unas se apresuran a quedarse embarazadas, otras crían a sus
bebés con embeleso, las demás no sueñan más que con ser amadas y
fecundadas a su vez. ¿Cuál es esa idea fija que las vuelve tan
impacientes por ser penetradas y dar la vida a un trozo de sí mismas
vivo y llorón? ¿Es Nadiezhda la única en el mundo que sitúa las
pasiones del alma por encima del instinto animal? Quizá porque no ha
experimentado nunca el contacto carnal con Chaikovski, se siente con
derecho a despreciar a las que no obedecen más que a las exigencias
del sexo. La abstinencia que ella misma se ha impuesto en su relación
con el compositor los engrandece a ambos y los aísla, juntos, en los
sortilegios de una música que, por sí sola, justificaría la presencia de la
humanidad en la tierra. No obstante, si bien está convencida de la
dicha suprema de la que ella disfruta en esta ascesis, no se atrevería a
asegurar que le ocurra lo mismo a él, ni que no busque en otra parte las
satisfacciones físicas que le ha negado siempre, en alguna admiradora
desvergonzada o algunos efebos acomodaticios. Nuevamente, los
chismes que suscitan, aquí y allá, las supuestas desviaciones de
Chaikovski perturban la devoción que querría seguir mostrándole. El
príncipe Chirinski, el yerno execrable que ha sojuzgado en unos meses
a la ingenua Milotchka, no se anda con rodeos cuando alude en la
conversación a las extrañas costumbres del «gran hombre» y se
asombra de la loca adoración que le profesa Nadiezhda. Con respecto a
ese tema, aporta incluso algunas anécdotas escandalosas a las que la
baronesa intenta no prestar oídos. Además, Chirinski no pierde el
tiempo en vanas galanterías. Apenas acaba de casarse cuando
Milotchka ya se encuentra encinta. ¡Ay!, esta pareja tan dispar parecer
disgustar a Dios tanto como a la baronesa. El 9 de marzo de 1889,
Nadiezhda confiesa en una carta a Chaikovski que le atormenta noche
y día la suerte de su infortunada Milotchka, esclava de un hombre que
no teme a nada: «Su marido tiene un carácter tan odioso que riñe con
todos los que tiene cerca, es celoso, brutal, egoísta y, por si fuera poco,
despilfarra el dinero de tal manera que acabará por dilapidar la fortuna
de su esposa. La desgraciada niña, mi Milotchka, lo ama con toda su
alma e imagina, claro está, que todo el mundo es injusto con él; esto la
hace sufrir y no sabe cómo remediarlo. ¡Pero la que más sufre soy yo,
naturalmente! Ya no duermo por las noches». Para colmo de males,
cuando Milotchka acaba de dar a luz una hija, se declara un incendio
en la casa en la que vive con su marido sin motivo aparente. Alertados
los vecinos rápidamente y con el refuerzo de los bomberos, se consigue
sofocar el fuego y se traslada a la madre y a la niña a una localidad
cercana. Pero aunque ambas se encuentras sanas y salvas, Milotchka ha
sufrido tal conmoción que los médicos recomiendan para ella una larga
convalecencia a resguardo de toda contrariedad. Nadiezhda está
impaciente por acudir al lado de su hija, pero se abstiene de hacerlo.
«Ahora Milotchka está ya levantada -escribe el 24 de julio de 1889 a
Chaikovski-, pero desde luego no pienso ir a verla porque, si lo hiciera,
me arriesgaría a encontrarme con su marido.» En la misma carta, pide
permiso a Chaikovski para enviarle la suma prevista en «el
presupuesto» para el periodo comprendido entre el 1 de octubre de
1889 y el 1 de julio de 1890, es decir, cuatro mil quinientos rublos. «Me
iría mejor hacerle el abono (de lo que se le debe) el día 1 de julio, ya
que durante esta época del año me encuentro generalmente en Rusia.
Si me autoriza usted a hacerlo, mi querido amigo, podría ir a mi casa,
ya que está en Moscú, para recibir de manos de Iván Vassiliev [su
hombre de confianza] un sobre con el cheque, que le haré preparar de
antemano a fin de que pueda entregárselo en persona. Si esto le parece
posible, avíseme cuanto antes.»
El «querido amigo» acepta la oferta, pero este arreglo financiero no
basta para reconciliar a Nadiezhda con las complicaciones de su vida
de mujer demasiado rica, sola y exigente. En su cerebro se instala la
idea de que una amenaza oculta pesa sobre su familia. ¿Qué crimen ha
cometido para que sus allegados y ella misma sean víctimas del mal de
ojo? Ya sea Julia, casada con un Vladislav Pajulski calamitoso y
necesitado, o el gentil Vladímir, que se arruina con el juego, o Nikolái
von Meck, entregado a Anna Davidova, la baronesa tiene la impresión
de asistir a una función de títeres. Ebrios de amor carnal, de codicia y
orgullo, celebran ante ella el triunfo de la carne sobre el espíritu, de la
prosa sobre la poesía, de lo efímero sobre lo eterno. Y, cosa asombrosa,
todas esas parejas con tanta prisa por vivir y gozar se contonean al son
de una música que le es familiar. Un director de orquesta, invisible y
probablemente diabólico, dirige sus evoluciones. Se llama Piotr Ilich
Chaikovski.
IX