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Colección Clásicos de la Diversidad Título original: La

baronne et le musicien Diseño gráfico: G. Gauger


Primera edición: julio del 2005 ElCobre Ediciones, 2005
c/ Folgueroles, 15, pral. 2 a - 08022 Barcelona
Maquetación: Víctor Igual
Impresión: Limpergraf
Encuadernación: Imbedding
Depósito legal: B. 27.219 - 2005
ISBN: 84-96095-89-4
Impreso en España
Ilustración de la cubierta: «Condesa, boceto de vestuario
p a r a e l b a l l e t d e C h a i k o v s k i La bella durmiente del bosque
r e p r e s e n t a d a d u r a n t e l a t em p o r a d a d e l o s b a l l e t s r u s o s en
P a r í s » d a L a o n B ak s t

E st e l i b r o n o p o d r á s e r r e p r o d u c i d o , n i t o t a l n i
p a r c i a l m e n t e , s i n e l p r e v i o p e r m i s o e s c r i t o d e l ed i t o r .
Todos los derechos reservados.
LA BARONESA Y EL MÚSICO La señora Von Meck y Chaikovski

Henri Troyat

ElCobre
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
I

Como la mayor parte de los propietarios de bienes raíces de Rusia, la


baronesa Nadiezhda von Meck temía que la abolición de la
servidumbre, decretada con una inquietante generosidad en la
primavera de 1861 por el emperador Alejandro II, provocara una
oleada de reivindicaciones de los mujiks y profundos trastornos en su
propia vida. Sin embargo, muy pronto constata que esta satisfacción
otorgada a los partidarios del «progreso a la europea» no supone
mayor perjuicio para ella ni para los suyos. Ciertamente, los siervos
liberados reciben parcelas de tierra tomadas de su propiedad. Pero
unos «jueces de paz»; designados por el mariscal de la nobleza en cada
distrito, velan por que el reparto sea indoloro para los señores. Como
nuevos hombres libres, los campesinos se sienten a la vez felices y
asustados ante lo desconocido. Acostumbrados a que un amo
dispuesto a mantener en buen estado su capital humano les libere de
toda preocupación por el porvenir, desconfían de una independencia
llena de riesgos y se preguntan si no eran más felices antes de que en
las altas esferas se percibiera el perjuicio de las desigualdades sociales.
Los criados, especialmente, manifiestan a menudo demasiado apego
a su situación anterior para desear el cambio. Así ocurre, por fortuna,
en casa de la baronesa Von Meck. Los cincuenta criados de los que
dispone no se mueven de su lado cuando se les anuncia el cambio de
situación. Continúan garantizando con celo el tren de vida de la
hermosa residencia de sesenta habitaciones, situada en el bulevar
Rojdestvenski de Moscú, donde su señora, de soltera Nadiezhda
Frolovski,1 reina orgullosamente al lado de su marido, el barón Karl
1
Nadiezhda Frolovski nació el 29 de enero de 1831 en Znamenskoie, en la provincia de Smolensko. (Esta nota y las siguientes son del
autor, salvo que se indique lo contrario.)
von Meck. En realidad, se casó en 1848 con este hidalgüelo de origen
báltico y temperamento ecuánime y conciliador, al que no amaba, por
acatar el deseo de su padre, Filareto Frolovski, que temía morir antes
de haberla casado y situado en la vida. Sin embargo, el padre no era
para ella un progenitor al que recurrir en caso de necesidad para
solicitar consejo o protección, sino que, subyugada por la dulzura del
risueño diletante, veía en él la encarnación de la inteligencia, la
sensibilidad y la rectitud. Melómano y gran viajero, Filareto tocaba el
violín, frecuentaba círculos artísticos y no dudaba en arrastrar a su hija
tras de sí de ciudad en ciudad, de concierto en concierto, a través de
Europa. En el ánimo de la adolescente, había eclipsado incluso la
imagen de una madre, que no era para ella más que un nombre, tanto
en vida como muerta. Cuando Filareto falleció, a su vez, y Nadiezhda
se encontró huérfana de padre después de serlo de madre, tuvo una
época de desazón, a pesar de la presencia de un marido comprensivo y
solícito. Después, poco a poco, heredando la voluntad de hierro de
Filareto Frolovski, consiguió rehacerse y no paró hasta probar de lo
que ella misma era capaz. ¿Era necesaria la desaparición de aquel
padre admirable para que ella osara mostrarse digna de él? Para
empezar, se afana en justificar su papel de esposa dando hijos al
matrimonio. Nadiezhda no conoce medias tintas y se aplica con
diligencia. En veinticuatro años de matrimonio dará a luz a seis niñas y
cinco niños.2
Los repetidos embarazos no le impiden, entre un parto y otro, velar
por la carrera de su marido y el aumento de su fortuna. Mujer con
cerebro al tiempo que fecunda, incita a Karl von Meck a abandonar la
administración, donde gana mil quinientos rublos al servicio del
Estado, para lanzarse a empresas más arriesgadas y lucrativas. El
barón funda una compañía de ferrocarriles con su hermano, la línea de
Moscú a Riazan, para cuyo inicio disponen del capital de su mujer. Al
mismo tiempo, ella desarrolla la actividad de una empresa metalúrgica
2
Elizabeth, nacida en 1848; Alexandra, nacida en 1849; Vladímir, nacido en 1852; Julia, nacida en 1853; Lidia, nacida en 1855; Nikolái,
llamado Kolia, nacido en 1863; Alexandr, llamado Sachok, nacido en 1864; Sofía, llamada, Sonia, nacida en 1867; Maximiliano, llamado Max,
nacido en 1869; Mijníl, llamado Micha, nacido en 1871; Ludmilla, llamada Milotchka, nacida en 1872.
que los Von Meck poseen en los Urales y aumenta la producción de
una azucarera de su propiedad en Ucrania. Lo supervisa todo sin
desplazarse e inmediatamente encuentra la solución más rentable.
Gracias a su estímulo, la pareja gana mucho dinero y una justa fama en
el mundo de los negocios. Siguiendo sus aficiones, Nadiezhda puede
emocionarse por un balance financiero y un concierto sucesivamente.
El bueno de Karl siente verdadera devoción por una esposa de
múltiples talentos, que se desenvuelve con igual facilidad entre cifras y
notas musicales, en la vida más prosaica y en el sueño más etéreo. El
barón no sabe qué hacer para agradecer a Nadiezhda todas las
satisfacciones que le procura. No encuentra mejor recompensa que la
de divertirla con un continuo cambio de decorado. Sin tan siquiera
salir de Rusia, los Von Meck tienen medios para exiliarse. Además del
inmenso palacete de Moscú, poseen una elegante dacha en San
Petersburgo, en la isla Vassilievski, y una finca magnífica en Brailov. Y
si buscan nuevos horizontes, toda Europa está a su alcance. Huyendo
del invierno septentrional, con toda naturalidad pasan temporadas en
la Riviera francesa, en el País Vasco, a orillas del lago Como, en las
islas Borromeas, en Florencia, en Roma, en Ginebra, en Weimar, en
Viena o en París. Atendiendo a las preferencias de su mujer, Karl se
deja arrastrar y sigue con ella la estela de pianistas, violinistas y
directores de orquesta que son sus ídolos del momento. Para sus
desplazamientos al extranjero, la pareja dispone además de un vagón
de tren particular blasonado con el escudo de armas de los Von Meck,
donde todo está concebido para su mayor comodidad, y que se
engancha a los trenes internacionales siguiendo sus indicaciones.
De regreso a Moscú, Nadiezhda von Meck descubre con placer
renovado las viejas costumbres rusas. Todo transcurre rutinariamente
en la casa. Los niños se crían bajo el ojo vigilante de sus niñeras e
institutrices. Miles de rublos afluyen a las cajas y los salones más
encopetados acogen con agrado a una pareja tan simpática. Pero a
Nadiezhda cada vez le atraen menos los asuntos mundanos. Maníaca
del orden, la organización y la puntualidad, sigue un régimen de vida
espartano. Nunca duerme más de ocho horas. Al levantarse, reza
durante treinta minutos en voz alta ante los iconos. Para comer,
siempre frugalmente, se contenta con carne asada y unas legumbres. A
continuación, paseo higiénico, llueva, nieve o sople el viento, a fin de
activar la circulación de la sangre al cerebro. Y, en toda ocasión, un
gran consumo de té. La reunión de la familia delante del samovar
obedece a la regularidad de un rito ancestral. Alrededor de Nadiezhda
y de Karl se congregan todos los hijos desde que tienen edad para
comprender la oportunidad que se les ofrece. También les acompañan
unos músicos elegidos por la señora de la casa, contratados por ella y
con los que ejecuta cada día las obras de sus compositores preferidos.
Estos pequeños conciertos a domicilio son el preludio de discusiones
apasionadas con los instrumentistas. Ella los sorprende con la
amplitud de sus conocimientos musicales y con el ardor que pone en
defender sus opiniones. No es raro que estos intercambios se
prolonguen hasta altas horas de la noche. Tratándose de música, la
baronesa es infatigable. ¡Sea tocando o hablando de ella! Se diría que al
recorrer el teclado del piano con los dedos experimenta el éxtasis que
su marido no ha sabido transmitirle jamás al estrecharla entre sus
brazos. No se puede tocar bien sin amar la música, pero se puede en
cambio ser una buena esposa sin obtener un verdadero placer de la
unión carnal. A los cuarenta y cuatro años de edad, Nadiezhda
constata con filosofía que, en los veinte años largos que ha vivido junto
a un marido insignificante e irreprochable, no ha hecho más que parir
niños, confiar su educación a manos mercenarias y administrar su casa
y su fortuna a la mayor satisfacción de toda la familia. Ni un gramo de
sensualidad, de ilusión, de improvisación, de sorpresa en la rutina de
un alma prudente y un cuerpo sereno. Incluso sus hijos son ahora una
decepción. Nadiezhda se había ocupado muy poco de ellos en su
infancia y juventud, y no ve razón alguna para rodearlos de un afecto
tardío; menos ahora, cuando menor es la necesidad que tienen de ella
para dirigir su propia existencia. Ha casado a Elizabeth con uno de sus
antiguos pretendientes, un tal Jolchine; Alexandra se ha casado con un
tal conde Bennigsen, Lidia con un tal Levis de Maynard; Vladímir, el
cabeza de chorlito, el calavera precoz, se ha casado con una joven a la
que engaña descaradamente. La verdad es que Nadiezhda se embrolla
a veces con la lista de yernos y nueras. La vida continúa lejos de ella
como un torrente apasionado y apasionante. ¿Seguirá ella en la orilla,
inmóvil y ociosa, durante mucho tiempo?
Cuando más lamenta la inanidad entorpecedora de su destino, su
corazón sufre un golpe inesperado: en enero de 1876 muere
súbitamente su querido Karl von Meck. Hela aquí viuda, con cuatro
hijos más o menos bien casados y otros siete todavía a su cargo.
Abrumada por el dolor y consciente de sus nuevas responsabilidades,
no encuentra más consuelo que sentarse al piano. Es de su piano de
quien espera la auténtica absolución. ¿Será posible que su trayecto
como mujer se detenga aquí, en la incertidumbre, la ociosidad y la
ausencia de ideal? Cuando se mira en el espejo, detesta su rostro
anguloso, de nariz aguileña, de mirada negra, agresiva y altanera, que
parece despreciar al común de los mortales. Es muy alta y delgada, y
se encorva por una vergüenza instintiva de su estatura. ¿Cómo había
podido soportarla el pobre Karl von Meck? ¿Cómo podría amarla otro
hombre con su edad, sus arrugas? El único compañero de su triste
existencia es el piano, que ella acaricia cada día con exigencia. Se ha
casado en segundas nupcias con la música. Además, a despecho de la
costumbre que impone un periodo de reserva y de contrición a toda
viuda consciente de sus deberes, no bien ha enterrado a su marido,
Nadiezhda se dedica de nuevo a frecuentar los salones de conciertos y
los teatros donde se representan óperas. Como única muestra de
acatamiento a las convenciones sociales, lleva un vestido negro muy
severo, de manga larga y cuello alto. Ataviada de esta guisa, asemeja el
ángel de la fatalidad cumpliendo con su misión. Este uniforme del
dolor conyugal no le desagrada: es así, diferenciándose de los demás
con el atuendo apropiado, como una mujer distinguida consigue que
se acostumbren a respetar su pena.
Cierta velada, justo antes de la fiesta de fin de año, Nadiezhda von
Meck pone un esmero especial en vestirse, pues ha decidido asistir a
un concierto que se celebra bajo la égida de la Sociedad Musical Rusa;
dirigirá la orquesta un habitual de la casa, el célebre Nikolái
Rubinstein; en el programa figura un poema sinfónico adaptado de La
tempestad. de Shakespeare. Es la última obra de un compositor ruso del
que se habla muy bien: Piotr Ilich Chaikovski. Nadiezhda sabe que
Nikolái Rubinstein aprecia la obra del joven creador. No obstante, la
víspera del concierto la curiosidad la había impulsado a releer algunas
escenas de La tempestad y había sufrido una gran decepción. A sus ojos,
se trata de una obra desordenada y ampulosa que no merece inspirar a
un músico de talento. Así pues, entra en la sala de conciertos, a medio
llenar ya, con un prejuicio desfavorable. Cuando Nikolái Rubinstein
ocupa su sitio delante de los músicos, Nadiezhda siente cierta congoja
al pensar en la inevitable desilusión que se avecina.
Sin embargo, desde los primeros compases se siente transportada
como por un viento llegado del más allá. Lo que escucha no es la
verborrea solemne del mago Próspero, ni los amaneramientos espurios
de Miranda, ni las declaraciones amorosas de Fernando, sino el fragor
de un mar embravecido que amenaza el refugio de una isla simbólica y
que se aplaca poco a poco hasta quedar reducido a un mero temblor
del aire y un suspiro del alma. Nadiezhda tiene la impresión de que
este mensaje secreto está dirigido únicamente a ella por encima de las
cabezas de cientos de oyentes anónimos. Esta comunión espiritual le
emociona hasta tal punto que olvida aplaudir con los demás al final del
pasaje. Las aclamaciones arrecian a su alrededor cuando dos jóvenes,
alumnos del Conservatorio sin duda, sacan al escenario a la fuerza a un
hombre desmañado que mantiene la cabeza gacha y parece
avergonzado de su éxito como si hubiera cometido una falta. Mientras
los músicos se ponen en pie y golpean sus instrumentos con el arco o
con la mano, según la costumbre, Nikolái Rubinstein abraza a
Chaikovski y, vuelto hacia el público, declara con gran vehemencia:
«¡He aquí al genio ruso de nuestra época, el incomparable Chaikovski,
autor de esta maravillosa Tempestad que acaban ustedes de escuchar
gracias a mí!».
Al escuchar este elogio hiperbólico, Nadiezhda recuerda que
Rubinstein acoge a Chaikovski en su casa desde hace tiempo y que
corren rumores sobre las costumbres disipadas de ambos. Decidida a
enterarse de los detalles, al día siguiente interroga a uno de sus
protegidos, un músico al que tiene alojado bajo su techo, Joseph Kotek.
Pero es evidente que éste no quiere ni defraudar a su «bienhechora», ni
criticar a un compositor al que admira. Sus informaciones
embarulladas y contradictorias irritan a Nadiezhda, que se resigna a no
preocuparse más por las hazañas del tal Chaikovski, quien, al fin y al
cabo, debe de ser un hombre bastante superficial, indigno del talento
que Dios le ha otorgado.
Durante varios meses, Nadiezhda vive en paz consigo misma, sin
perder la esperanza de una revelación deslumbrante que no podría
proceder más que de la música, del amor o de la muerte. Esta
premonición, aún muy confusa, transforma sus días en una larga
espera de no sabe qué. En mayo de 1876, durante un nuevo concierto
de la Sociedad Musical Rusa, cree percibir una segunda señal del
destino al escuchar el Concierto n° 1 para piano en si bemol menor del
mismo Chaikovski, interpretado por Serge Taneiev, un virtuoso de
veintidós años, laureado por el Conservatorio de Moscú. Desde el
principio, los acentos épicos del Concierto n° 1 producen en ella el
efecto de un mar de fondo. Barrida por esta marea, se sumerge con
temor supersticioso en la ilusión de que Mozart y Beethoven han
regresado a la vida y que está asistiendo a su resurrección bajo la
apariencia y el nombre de otro. Mas, por el momento, ese otro es
invisible. ¿Por qué se esconde? ¿Existe en realidad? ¿No habrá muerto,
entre tanto, como sus soberbios precursores? ¡No, Dios sea loado! Hete
aquí que, acogido con gritos de entusiasmo y aplausos frenéticos,
Chaikovski se deja arrastrar por Taneiev y sale de entre bastidores para
inclinarse, admirable y torpe, ante una muchedumbre delirante.
Al llegar a casa, Nadiezhda decide, incontinenti, que ha de escribir a
este compositor sin parangón para encargarle unas transcripciones
musicales sin importancia, que pagará generosamente. Se trata ésta de
una práctica bastante extendida entre los compositores, siempre a la
búsqueda de ingresos suplementarios para engrosar los magros
beneficios de sus conciertos. Sin embargo, Nadiezhda teme la negativa
de Chaikovski, cuya situación financiera desconoce. Ahora bien, el
compositor no sólo acepta su oferta, sino que la ejecuta con una rara
prontitud. Tranquilizada y radiante de alegría, Nadiezhda le escribe lo
siguiente el 18 de diciembre de 1876: «Querido señor Piotr Ilich,
permítame que le exprese mi más sincero agradecimiento por la
rapidez con que ha satisfecho mi petición. No me parece adecuado
decirle aquí la admiración que me producen sus obras, pues sin duda
estará usted acostumbrado a elogios de más alto nivel, y la admiración
de un ser musicalmente tan insignificante como yo no podría por
menos que parecerle risible, pero, dado que mi bienestar me es muy
preciado y que no desearía que se rieran de él, le diré simplemente,
rogándole que crea en mi palabra, que con su música la vida se hace
más fácil y agradable. Reciba la expresión de mi más profunda estima
y de mi sincera fidelidad. Nadiezhda von Meck».3
Tras enviar la carta, Nadiezhda teme haber sido demasiado osada al
testimoniar su gratitud. La espera no será larga. La respuesta le llega al
día siguiente: «Querida señora Nadiezhda Filarétovna, le estoy
sinceramente agradecida por los comentarios amables y elogiosos que
ha tenido usted a bien enviarme. Por mi parte, le diría que para un
músico es muy alentador saber que, junto a toda clase de decepciones y
obstáculos, existe una pequeña minoría de personas, a la cual
pertenece usted, que ama nuestro arte con tanta sinceridad y ardor. Su
muy fiel y devoto - Chaikovski».
Esta carta apacigua la inquietud de Nadiezhda y exalta su deseo de
dedicarse a la música y a compositores de su elección. Por su
temperamento combativo, se marcha precipitadamente a Bayreuth,
donde los fanáticos de Wagner celebran el culto a su ídolo. La
representación de La valquiria, segunda parte de la trilogía de El anillo
3
Correspondencia de la baronesa Von Meck. Los extractos de todas las cartas citadas, escritas en ruso, proceden de la edición Academia
(Moscú-Leningrado, 3 volúmenes).
de los Nibelungos, convoca a un público ingente. Nadiezhda se asombra
del empeño con que los adeptos de Wagner proclaman a los cuatro
vientos que su música, a veces estrepitosa y otras pastosa, comporta
una enseñanza filosófica para uso del mundo entero. Negándose a
creer en el valor universal de una manifestación tan extremadamente
germánica, en el foyer del teatro y los salones de la ciudad, Nadiezhda
se deshace en protestas vehementes contra el arte falsamente
revolucionario de Wagner, a quien opone el arte sincero, mesurado y
sensible de un Mozart, de un Schubert y, accesoriamente, de un
Chaikovski.
Durante su estancia en Alemania, tiene ocasión de volver a
encontrarse con Nikolái Rubinstein, el muy seductor Franz Liszt, cuya
virtuosidad le encanta, y diversos melómanos alemanes, ingleses,
franceses y rusos, que se zarandean e increpan, ya que unos son
wagnerianos por sentido de la moda y los otros son antiwagnerianos
por tradición o patriotismo. Dado que nadie pronuncia el nombre de
Chaikovski a su alrededor, Nadiezhda se siente de pronto destinada a
una misión de importancia crucial: abrir los oídos de ese grupo de
despistados a la música de quien ella considera ya como su protegido y
maestro.
II

Tras un breve intervalo en el campo, en sus tierras, Nadiezhda von


Meck vuelve a Moscú y, retomando su idea fija, interroga de nuevo a
uno de los músicos habituales de su pequeña corte, el violinista Joseph
Kotek, sobre la personalidad de Chaikovski. Ha oído decir que el
compositor se ha prometido recientemente con una cantante francesa,
Désirée Artót. ¿Qué hay de cierto en ello? Con su circunspección
acostumbrada, Kotek responde que, en efecto, la diva y el compositor
han mantenido un corto idilio, pero que la carrera de la joven la obliga
a viajar por el mundo y que Chaikovski estaba muy apegado a Moscú
y dudaba si abandonar siquiera momentáneamente Rusia, donde tenía
a varios miembros de su familia a su cargo. Así pues, el noviazgo se
había roto de común acuerdo y Désirée Artót se había casado con un
tenor, habituado como ella al vaivén de las giras, como último recurso.
Esta noticia tranquiliza un poco a Nadiezhda, pero al mismo tiempo
agudiza su desazón. Tras haberse alejado por los pelos del peligro de
Désirée Artót, trata de imaginar la decadencia que acecharía a un
Chaikovski si, por culpa de un matrimonio absurdo y de una inevitable
paternidad, se viera condenado al infierno de las mojigangas
conyugales, las frivolidades embotadoras, las enfermedades infantiles
y las necedades cotidianas. Para preservar su obra, es preciso que se le
ahorren las preocupaciones menores de una existencia ordinaria, con
los placeres y los azares de la carne distrayendo el espíritu de las
grandes realizaciones artísticas. ¡Cuántos músicos sublimes han dejado
de nacer, ahogados bajo una pila de facturas impagadas, de sábanas
sucias, de orinales volcados y de insignificantes preocupaciones
femeninas! Todo compositor digno de ese nombre debe negarse a vivir
como los demás para poder crear mejor que los demás. En medio de
sus categóricas reflexiones, Nadiezhda se entera de que, el 17 de
febrero de 1877, el propio Chaikovski dirigirá en el teatro Bolshoi la
ejecución de su nueva obra, la Marcha serbia, inspirada por la violencia
de la guerra ruso-turca. Al asistir a este concierto, tiene la impresión de
que es a ella, y no a Chaikovski, a quien el público va a juzgar.
Los primeros compases, rebosantes de patriotismo, la traspasan de
emoción. El ritmo marcial de los cobres despierta su alma guerrera. Se
siente orgullosa de ser rusa y más orgullosa aún de ser compatriota de
Chaikovski. No obstante, éste no tiene el menor aspecto de participar
en la fiesta. Director de orquesta ocasional, frente a los instrumentistas
muestra una batuta vacilante, los hombros encorvados, el cuello
hundido entre los hombros, como si le asustara el huracán musical que
él mismo desencadena. Se diría que no es el autor de esta marcha
triunfal, sino que es ella la que, poco a poco, engrandece a quien la
dirige. Al final, parece al borde del colapso, saluda torpemente al
público y se sumerge entre bambalinas. A pesar de los aplausos y las
llamadas, no reaparecerá en escena. Nadiezhda está perpleja. ¿Acaso es
tan tímido como genial? Esta suposición le hace doblemente atractivo,
puesto que un tímido tiene más necesidad de ser protegido y
aconsejado que ningún otro. Pues bien, piensa Nadiezhda, la
generosidad eslava es su fuerte. ¡Desborda incluso ternura maternal
hacia ese hombre maduro que, como bien comprende ella, no puede
ser más que un niño grande!
Habiendo elegido así el destinatario futuro de su benevolencia,
Nadiezhda somete de nuevo al joven Kotek al fuego de su curiosidad.
Cuanto más admira a Chaikovski, más exige que se le informe sobre su
vida y sus obras. ¿Qué está haciendo en este momento? ¿En qué
piensa? ¿Cuáles son sus medios de subsistencia, sus relaciones
familiares, sus gustos en materia de música, literatura, teatro? ¿Tiene
muchos amigos? ¿Busca la compañía femenina? Atosigado por cien
preguntas indiscretas, Kotek responde con cautela y en voz baja, como
si temiera divulgar un secreto de Estado. Sí, Chaikovski, del que
reconoce ser amigo íntimo, trabaja en este momento en una sinfonía y
piensa incluso en una ópera, pero su trabajo como profesor en el
Conservatorio le ocupa demasiado tiempo y echa pestes contra las
obligaciones que lo apartan de su obra. ¡Si al menos le pagaran «en
consecuencia»! Pero su salario es muy insuficiente y la vida en Moscú
es muy cara. Además, ha de atender a las necesidades de una familia
de la que lo menos que se puede decir es que es muy numerosa y
despilfarradora. Cierto, el padre, Illia Petrovitch, antiguo ingeniero de
minas, es un buen hombre, pero incapaz de administrar su dinero; se
ha arruinado especulando y cuenta con que le socorran sus cinco hijos:
Piotr, Hipólito, Nikolái, Anatole y Modesto, y su hija Alexandra. Pero,
si bien Hipólito y Nikolái tienen una situación estable y una conducta
irreprochable, y Alexandra está casada con un hombre de buena ley,
los dos pequeños, los gemelos Modesto y Anatole, que se dedicaban
supuestamente el primero a la magistratura y el segundo a la
literatura, no dejan de mendigar dinero a su hermano el magnífico
compositor, diez años mayor que ellos y orgulloso de todos los suyos.
Conocedores de la sensibilidad casi femenina de su hermano mayor,
los gemelos utilizan cualquier pretexto para enternecerlo. Al enterarse
de que Modesto ha decidido renunciar a sus vagas actividades;
jurídicas y periodísticas para consagrarla por un salario conveniente, a
la educación de un niño de siete años, Kolia, sordomudo de
nacimiento, Piotr Chaikovski se emociona tanto que llora en publico.
No se tranquiliza hasta asegurarse de que el padre de Kolia, un tal
Kuraki, ha puesto todas sus esperanzas en este tutor providencial para
obtener a la larga la curación de su hijo. Según Kotek, esta devoción de
Modesto por un niño discapacitado ha conmovido a Chaikovski hasta
el punto de mostrarse dispuesto a perdonar todos los errores pasados
de su hermano menor. Al relatar este episodio familiar, el propio Kotek
tiene la voz ronca y los ojos húmedos. Pero Nadiezhda sospecha que le
conmueve menos la solicitud de Modesto con el pequeño Kolia que la
ingenuidad y la gentileza de Chaikovski, siempre desarmado y con el
corazón en la mano. Súbitamente, Nadiezhda recuerda lo que algunas
malas lenguas divulgan sobre las extrañas costumbres de Nikolái
Rubinstein y sobre las orgías que supuestamente organiza con ciertos
alumnos y alumnas del Conservatorio. ¿No será el cándido Joseph
Kotek uno de los que se entregan a escondidas a juegos réprobos? Y
Piotr Chaikovski, que frecuenta ese medio en el que todo se permite
bajo la excusa de la libertad estética, ¿no se dejará arrastrar por el
ejemplo de los que persiguen placeres prohibidos? Mas no, semejante
desviación se trasluciría de una manera u otra en la música del
maestro. Y su música tiene la espontaneidad, la verdad y la pureza de
una lengua celeste. Dudar de ello sería un sacrilegio semejante al de
pintar narizotas a un icono. De todo lo que le ha dicho Joseph Kotek,
Nadiezhda von Meck no quiere recordar, más que una cosa:
Chaikovski necesita dinero y es un genio, mientras que ella no es un
genio, pero no sabe qué hacer con su dinero. La conclusión se impone
con una claridad cegadora. Por amor a la música, debe ayudar a
Chaikovski. Esta acción aparentemente desinteresada tendrá de hecho
una doble ventaja. Convertida en mecenas oficial del compositor, se
ganará su amistad y podrá, si Dios quiere, acceder al envidiable papel
de consejera e inspiradora. Librándole de preocupaciones monetarias,
protegiéndole de la fealdad de su entorno, comprándolo, prestará un
servicio a Rusia, que está falta de grandes hombres, y a sí misma, que
sueña desde su infancia con una fusión intemporal con un ser superior.
Resuelta a matar dos pájaros de un tiro, prepara un buen puñado de
rublos de oro y los envía envueltos en una nota lacónica. ¿No ofenderá
a Chaikovski esta subvención autoritaria e incongruente? Nadiezhda
tiembla esperando la reacción a su iniciativa. Pero al día siguiente se
tranquiliza. No solamente no ha ofendido a Chaikovski con la audacia
de su gesto, sino que el compositor se declara complacido más allá de
toda esperanza.
Alentada por su respuesta, Nadiezhda ya no siente más escrúpulos
y le encarga una segunda transcripción musical que se compromete a
pagar al contado. Una vez más, Chaikovski realiza el encargo con tanta
presteza que, al recibir el «arreglo» en su honor, Nadiezhda no sabe ya
si ella es la bienhechora o la protegida de Chaikovski. «De no ser por la
profunda simpatía que le tengo, temería que me estuviera mimando
demasiado -le escribe el 15 de febrero de 1877-. [...] Quisiera decirle
muchas, muchas cosas en esta ocasión con respecto a los fantásticos
sentimientos que experimento hacia usted, pero no me atrevo a abusar
del poco tiempo libre del que dispone. Le diré simplemente que este
sentimiento, aun abstracto, me es tan querido como el más hermoso, el
más elevado de todos los que es capaz el alma humana.»
Naturalmente, esta declaración de amor platónico va acompañada de
un justo salario.
Veinticuatro horas después, el destinatario reacciona con una
cortesía y una humildad que turban a Nadiezhda: «Permítame que le
agradezca la recompensa más que generosa por este pequeño trabajo.
[...] Experimento hacia usted los sentimientos de la más viva simpatía.
No lo tome como una frase hecha. No me es usted tan desconocida
como pueda suponer. Si tiene usted a bien honrarme con una carta en
la que exprese todo lo que quiera decirme, le estaré muy agradecido».
Emocionada por esta caricia epistolar, la baronesa le hace un nuevo
encargo el 7 de marzo, aprovecha para describirle su melancolía, su
búsqueda de un ideal inaccesible, y acaba por pedirle una fotografía.
«Quisiera -dice- encontrar en su rostro las inspiraciones, los
sentimientos bajo cuya influencia ha compuesto usted esa música que
transporta al ser humano al mundo de las sensaciones, de las
aspiraciones y los deseos que la vida no puede satisfacer. [,..}
Considero que el músico es el ser más perfecto que ha producido la
naturaleza. [...] Es por ello que, desde que me he recuperado de la
impresión que me han producido sus obras, he sentido deseos de saber
quién era el hombre que había compuesto esa música.» Después de
algunas vacilaciones, confiesa incluso que se ha dedicado a hacer
averiguaciones sobre él, prestando oídos a todos los testimonios,
provocando las confidencias más indiscretas. «Debo decir -añade para
tranquilizarle- que a menudo aquello que los demás censuraban en
usted, por el contrario a mí me ha llenado de admiración [...]. Me
alegra que el hombre y el músico estén tan maravillosamente, tan
armoniosamente unidos en usted [...]. Me alegra ver que mi ideal es
realizable, que no estoy obligada a renunciar a él, sino que, por el
contrario, se me hace aún más querido y más cercano [...]. Hubo un
tiempo en que sentía grandes deseos de conocerle. Ahora, cuanto más
me fascina usted, más temo el encuentro. Creo que sería incapaz de
hablarle [...]. Prefiero pensar en usted desde lejos, escucharle a través
de su música y compartir en ella mis sentimientos con los suyos.» Más
adelante, se atreve a pedirle que componga una marcha fúnebre a
partir de cierto motivo que ella ha apreciado en su ópera Opritchnik.
Chaikovski obedece dócilmente sin tardar, y el 16 de marzo
Nadiezhda von Meck recibe triunfante su «Marcha fúnebre»,
acompañada de una carta cuya modestia la conmueve. «No sé si le
satisfará la marcha, y si algo he logrado no será más que acercarme
aproximadamente a lo que usted había soñado. Si no es el caso, no
dude en decirme la verdad. Un día quizá consiga componer alguna
cosa más apropiada.»
¿Cómo podía resistirse ella al celo y a la habilidad de un genio que
parece tan feliz de obedecer sus deseos? Cuanto más admira
Nadiezhda a Chaikovski, más orgullosa está de tenerlo a sus órdenes.
Pero ¿se apresuraría tanto a satisfacer sus caprichos musicales si ella
dejara de pagarle a toca teja? ¡Poco importa! Sea pagándola o gratuita,
la amistad de un hombre al que centenares de melómanos aclaman en
cada concierto es una ocasión inesperada para una mujer que no
respira a gusto más que en las alturas del sentimiento. Al mes
siguiente, negándose a detener su avance por tan buen camino, la
insaciable Nadiezhda sugiere a Chaikovski que componga una obra
para violín y piano que lleve por tema y título «El reproche». «Ese
reproche -concreta el 30 de abril de 1877- ha de ser la expresión de un
estado de ánimo insoportable, que puede traducirse mediante la frase
francesa: Je n’en peux plus!4 Han de encontrarse en él un corazón hecho
añicos, una vez pisoteado, convicciones afrentadas, una felicidad
robada, todo lo que más aprecia el ser humano y de lo que se le ha
despojado sin la menor piedad. [...] Nada puede traducir mejor esos

4
«¡No puedo más!» (N. de la T.)
sentimientos que la música y nadie mejor que usted sabrá explicárselos
a los demás; es por ello que le escribo fin vacilar sobre mis
sentimientos, mis pensamientos y mis deseos; estoy convencida de no
equivocarme al confiar todo lo que me es más querido en unas manos
verdaderamente puras.» ¿Ha sobrevalorado Nadiezhda su poder sobre
el compositor? Esta vez, Chaikovski se sustrae con diferentes pretextos
a la oferta de componer «El reproche». Pero, en contrapartida, abre a
Nadiezhda su corazón. ¿No es acaso un regalo más precioso que
cualquier composición de circunstancias? Sin falsa vergüenza, admite
que las gratificaciones con que le obsequia Nadiezhda de vez en
cuando son más necesarias que nunca. «En general -le escribe el 1 de
mayo de 1877-, hay en mi relación con usted este parámetro delicado
que hace que, cada vez que nos escribimos, intervenga el factor dinero.
Admitamos que nunca es humillante para un artista que se le retribuya
por su trabajo, pero una composición como la que me pide usted exige
de mí cierto estado de ánimo, es decir; eso que se llama inspiración, la
cual no está siempre a mi disposición, y no habría sido artísticamente
honrado por mi parte si, con el fin de mejorar mi situación, abusando
de mi habilidad técnica, le hubiera entregado un metal falso por uno
verdadero.»
Más tarde, tras excusarse de esta forma por su negativa a obedecer,
se mete el amor propio en el bolsillo e implora francamente a la
baronesa que atienda a sus necesidades actuales y futuras: «Es usted la
única persona en el mundo a quien no me avergüenza pedir dinero.
Para empezar, es usted buena y generosa, y además, es usted rica.
Desearía poder dejar todas mis deudas en manos de un acreedor
magnánimo, y gracias a él, librarme de las garras de los usureros. Si
usted acepta prestarme la suma que me permitiría desembarazarme de
ellos, le estaría infinitamente agradecido por ese inapreciable favor».
Necesitaría tres mil rublos, por lo menos, y promete devolverlos
realizando para Nadiezhda von Meck diversos arreglos musicales o
remitiéndole los honorarios que recibirá por la representación de sus
óperas. Nadiezhda está encantada al verse así convertida en
contribuyente y, adivinando que al acceder al deseo de Chaikovski
creará un vínculo definitivo entre ellos, le responde a vuelta de correo
que puede contar con ella siempre que quiera y que no debe
preocuparse por la forma en que le devolverá el dinero en su
momento. Esta sublime generosidad tiene como recompensa una
respuesta inmediata de Chaikovski: «Gracias a usted podré empezar a
vivir con sosiego y esto ha de reflejarse positivamente en mis
actividades musicales».
Al concluir este intercambio de cartas, los dos comunicantes están
tan satisfechos el uno del otro como si hubieran cerrado entrambos un
buen negocio. Tras asegurar el porvenir de Chaikovski en el terreno
musical, la baronesa Nadiezhda von Meck tiene la impresión de haber
garantizado al mismo tiempo el suyo en el terreno moral. No contenta
con ayudarle «de vez en cuando» según el ritmo irregular de sus
llamadas de socorro, pronto se compromete a fijarle una pensión
permanente que lo proteja de las diversas inquietudes que padece el
vulgo. «Me hago cargo de todos los aspectos de su vida -le escribe el 12
de febrero de 1878-. Se halle usted en el extranjero, en Rusia, en Moscú,
mi solicitud seguirá siendo la misma de ahora, tanto más cuanto estoy
convencida de mi longevidad. Para que el talento pueda avanzar y
conocer la inspiración, es indispensable que se libere de los aspectos
materiales de la vida.»
Al tiempo que asigna una renta fija a Chaikovski, continúa
manteniéndose informada sobre la actividad musical y las
preocupaciones sentimentales del beneficiario de su generosidad. De
esta forma, lo sigue con el pensamiento hasta Kamenka, propiedad de
su hermana Alexandra, donde consigue componer la obertura de su
Cuarta sinfonía y de su ópera Eugenio Oneguin, inspirada por el famoso
poema de Pushkin. Esta última empresa inquieta a Nadiezhda. No le
gusta demasiado la obra de Pushkin, evocadora en su opinión de una
Rusia anticuada, embotada por los prejuicios, las tradiciones y el falso
sentimentalismo romántico. Además, es hostil a todos los espectáculos
de ópera, pues censura que capten la atención del público por la
intriga, el decorado, los trajes y la interpretación de los actores, en
lugar de dejar el campo libre al milagro único de la música. Teme por
Chaikovski, sin osar decírselo abiertamente, en el reto escénico, cruel
con demasiada frecuencia. Pero lo que sigue siendo su obsesión
cotidiana es lo que ocurre en la vida íntima de su ídolo. Ni siquiera
Joseph Kotek consigue saciar su sed de información. Aunque el año
anterior había escrito a Chaikovski: «Siento tal curiosidad por saberlo
todo sobre usted que casi puedo afirmar que sé dónde se encuentra en
cada momento y lo que está haciendo»,5 hoy confiesa que lo esencial de
este hombre se le escapa. Extraño dúo a distancia. Cada uno de los dos
protagonistas de esta pasión desencarnada viaja de ciudad en ciudad,
por Rusia y a través de Europa. Se confiesan y se aman, pluma en
mano, de Florencia a París, de Viena a Venecia, sin cansarse jamás el
uno del otro. En sus cartas, las reflexiones elevadas sobre el arte, la
religión o la política del gobierno se alternan con juicios contradictorios
sobre tal o cual director de orquesta. Sus opiniones difieren cuando se
trata de valorar a Mozart, Brahms, Wagner o Berilos. Cada uno
defiende sus preferencias con un ardor agresivo. En esta lidia epistolar
Nadiezhda demuestra una competencia que maravilla a Chaikovski.
No sólo está sedienta de la gran música, sino que se embriaga con el
pequeño universo musical, comenta los cotilleos del gremio de
concertistas, se indigna con una actitud insolente de Rubinstein o con
un artículo reticente sobre Chaikovski. La vida de Nadiezhda es tan
pronto una sinfonía divina como una cacofonía insoportable, pero
jamás un silencio profundo. Es para iniciarse en la singular alquimia de
la creación que desearía introducirse en la cabeza y en el corazón de
Chaikovski. Sin embargo, cuanto más prolijo se muestra él en la
invocación de sus proyectos musicales, de su vida en Venecia o en
Moscú, de sus paseos solitarios, de las aventuras de su hermano
Anatole o de su hermano Modesto, de sus crisis nerviosas al caer la
tarde y de su angustia de compositor sin inspiración, menos se siente
ella vinculada al secreto de su genio. Un velo de bruma deforma su

5
Carta del 7 de marzo de 1877.
visión. Está cerca de la cerradura, pero le falta la llave. Ciertas noches,
irritada por la vanidad de este juego del escondite, no tiene siquiera
valor para sentarse al piano y consolarse con la música, pues la música
es también Chaikovski y su misterio.
Además, se dice, en su relación con este personaje todo es fuera de
lo corriente. Así como se confiesa incapaz de ahondar en la
personalidad de Chaikovski, debe convenir igualmente que, a
despecho de todos sus conocimientos musicales, ella carece de la talla
necesaria para componer la más inocente sonata. Impotente para
conquistar un alma que se sustrae para concebir una de esas melodías
que embrujan su soledad, se rebela contra su doble imperfección. ¿Qué
ha hecho ella a Dios para que la condene a la esterilidad en cuestiones
de música y a arrebatos inquietos y superficiales en cuestiones de
amistad? Si es lo bastante sabia para discutir interminablemente sobre
contrapunto o armonía en las cartas que intercambia con Chaikovski,
¿por qué ha de verse excluida de las grandes aventuras de la creación?
Para ella es tan irritante, tan frustrante, como patalear durante horas a
la puerta de un museo cerrado por obras. Tras haberse rebelado contra
su triste sino como aficionada instruida cuya ciencia y paciencia no
bastan para engendrar la más pequeña melodía, se consuela bien que
mal releyendo las cartas inflamadas de aquel al que paga para que
tenga el genio en su lugar.
III

¡Por fin noticias de él! Hace semanas que Nadiezhda las aguarda con
desespero. Al reconocer la letra del amado en el sobre, se prepara para
una llamarada de felicidad. La carta, enviada desde Moscú, lleva fecha
del 3 de julio de 1877. La baronesa lee las primeras líneas y de golpe su
alegre impaciencia se torna estupor y luego consternación: «Muy
respetable Nadiezhda Filarétovna, [...] por amor de Dios, perdóneme
por no haberle escrito antes. He aquí la breve historia de todo lo que
me ha ocurrido en los últimos tiempos. Debo decirle en primer lugar
que me prometí en matrimonio durante los últimos días del mes de
mayo. Ocurrió así. Hace algún tiempo, recibí carta de una joven a la
que conocía y con la que me había encontrado ya. Su carta me
informaba de que hacía tiempo que estaba enamorada de mí. La
confesión estaba redactada con tanta espontaneidad y calor que decidí
responderle, cosa que me había negado a hacer siempre en casos
semejantes. Aunque mi respuesta no daba ninguna esperanza de
reciprocidad a mi comunicante, entre nosotros se produjo a
continuación un intercambio regular de cartas. No voy a hablarle de
los detalles, pero el resultado fue que acepté ir a verla, tal como ella me
pedía. ¿Por qué lo hice? Me parece ahora que una fuerza fatídica me
empujaba hacia esta joven. Durante nuestro encuentro, volví a
explicarle que yo no sentía nada por ella, fuera de la simpatía y de la
gratitud por el amor que ella me profesaba. Pero, después de habernos
despedido, recapacité sobre la ligereza de mi comportamiento. Si no la
amaba y no quería alentar sus sentimientos, ¿por qué había ido a verla
y cómo iba a terminar todo aquello? De la carta que me envió a
continuación, deduje que, si después haber llegado tan lejos, me
alejaba bruscamente de esta joven, la haría realmente desgraciada, lo
que podría provocar un final trágico. Así pues, me encontraba ante una
difícil alternativa: o bien conservar mi libertad al precio de la muerte
de la joven (y la palabra «muerte» no es en absoluto excesiva en este
caso, puesto que siente por mí un amor sin límites), o bien casarme con
ella. No podía dejar de elegir la segunda solución. Lo que ha reforzado
mi decisión es que mi anciano padre, de ochenta y dos años de edad, y
todos mis familiares sueñan con verme casado. Así pues, un buen día,
fui a ver a mi futura esposa y le declaré con toda franqueza que no la
amaba, pero que, de todas formas, sería para ella un amigo devoto y
agradecido; le hice una descripción detallada de mi carácter: mi
irritabilidad, la volubilidad de mi humor, mi temperamento social y
finalmente las condiciones materiales de mi existencia. Después, le
pregunté si quería convertirse en mi esposa. Naturalmente, la
respuesta fue afirmativa.»
Al llegar a esta fase capital, Nadiezhda oscila entre la cólera, la
tristeza y la vergüenza. Se siente traicionada por un hombre al que
creía haber cautivado enteramente y enternecida a la vez por esa
ingenuidad y esa vulnerabilidad tan masculinas ante los suspiros de
una jovencita cualquiera. Tras recobrar la compostura, prosigue la
lectura con mayor indulgencia, pero sin resignarse aún a lo inevitable.
«No podría explicarle los horribles sentimientos por los que he
atravesado en los primeros días que siguieron a aquella velada -sigue
diciendo Chaikovski-. Se comprende. Haber vivido treinta y siete años
con una antipatía visceral al matrimonio y encontrarse por la fuerza de
las circunstancias como hombre prometido, para colmo sin estar
enamorado de su futura esposa, es realmente una dura prueba. Tendré
que alterar por completo mi estilo de vida, tendré que velar por la
tranquilidad y el bienestar de la persona a la cual me voy a unir, y para
un célibe endurecido en su egoísmo, todo esto resulta penoso. A fin de
hacerme a la idea y de acostumbrarme a mirar al porvenir con
serenidad, decidí no modificar mi plan inicial y partir igualmente para
pasar un mes en el campo. Eso fue lo que hice. La dulce vida rural en
un círculo de personas muy simpáticas y en medio de una naturaleza
soberbia tuvo sobre mí un efecto de lo más saludable. Resolví no
escapar a mi suerte y ver en mi encuentro con esta joven una suerte de
predestinación. Además, sé por experiencia que muy a menudo los
acontecimientos que en un primer momento nos asustan acaban
resultando benéficos, y que, al contrario, se puede sufrir una decepción
con las consecuencias de ciertas disposiciones que prometían mucho
bienestar y felicidad. ¡Que ocurra lo que tenga que ocurrir! Ahora,
desearía decirle unas palabras sobre mi futura esposa.»
Al leer esta promesa de descripción, Nadiezhda se pone en guardia.
Hela aquí, cara a cara con «su rival». La silueta de la desconocida se
define con cada palabra. «Se llama Antonina Ivánovna Miliúkova
[Ania para los íntimos] -indica Chaikovski-. Tiene veintiocho años. Es
bastante guapa. Su reputación es irreprochable. Por apego a su
independencia, ha vivido de su trabajo, aunque tiene una madre que la
quiere muchísimo. Es muy pobre, con una educación que no ha pasado
del nivel medio (estudió en el Instituto Elisabeth). Es, a todas luces,
una persona de una gran bondad y capaz de un afecto incondicional.
Nuestro matrimonio se celebrará dentro de unos días. No sé qué
ocurrirá a continuación, pero dudo que pueda cuidarme. Será preciso
ocuparse de los arreglos de nuestro apartamento.»
Aturdida por esta avalancha de informaciones desconcertantes,
Nadiezhda recorre con la vista el resto de la carta, sumida en una
especie de embotamiento. Chaikovski vuelve a hablarle de su ópera
Eugenio Oneguin, del genio de Pushkin, que defiende de las críticas de
Nadiezhda, de la sinfonía dedicada a ella y de la indefectible gratitud
que siente hacia ella por sus innumerables «bondades».
Afortunadamente, la última página redime las numerosas afrentas
prodigadas en las primeras. «¡Qué feliz me haría -dice- poder
demostrarle en el futuro, no con palabras, sino con actos, la verdadera
medida de mi gratitud y de mi amor por usted! Por desgracia, no tengo
otro medio para hacerlo que mi obra musical.» En un arranque de
desconfianza, Nadiezhda se dice que Chaikovski está dorando la
píldora amarga que acaba de servirle para que se la trague sin
protestar demasiado. Casi le odia por esta manifestación tardía de
amor y devoción* Pero enseguida él vuelve con franqueza a su
principal cuita: «Adiós, mi queridísima y excelente amiga. Deséeme
que no me deje abatir por los cambios que van a producirse en mi vida
[...]. Si me caso sin amor es porque las circunstancias han hecho que no
pudiera obrar de otro modo. [...] Después de alentar sus sentimientos
con mis respuestas y una visita, tenía que actuar tal como lo he hecho.
En todo caso, repito que tengo la conciencia tranquila: no le he
mentido, ni la he engañado. le he dicho lo que podía esperar de mí y
con lo que no podía contar. Le ruego que no dé a conocer a nadie las
circunstancias que me han llevado al matrimonio. No hay nadie al
corriente aparte de usted.»
No sabiendo ya a quién creer ni a qué aferrarse tras esta decepción
fulminante, Nadiezhda pasa la noche exaltándose y enfriándose por
turnos, antes de concluir que ningún amor es eterno y que Chaikovski
volverá siempre a ella, no porque ella lo mantenga, no porque ella lo
ame, sino porque él ama la música y, a sus ojos, Nadiezhda es una
música con rostro de mujer. Además, ¿a título de qué podría
recriminarle su traición? ¿Acaso ella es su esposa, su hermana o su
madre para indignarse por su conducta? Como mucho puede quejarse,
como melómana, de una nota falsa en la ejecución del fragmento. Pero,
después de reflexionar, esta leve crítica le parece aún demasiado
semejante a un resto de rencor que Nadiezhda querría sofocar por
orgullo. Aunque es más supersticiosa que religiosa, elige la solución
cristiana para proteger mejor el porvenir de sus relaciones con ese loco
de Chaikovski. Deja pasar la boda, que se celebra el 6 de julio de 1877
en la iglesia de San Jorge de Moscú, y escribe a Chaikovski, el 19 de
Julio, con una serenidad angelical: «Al recibir su última carta, me
alegré como siempre, pero cuando empecé a leerla mi corazón se llenó
de compasión y de angustia por usted, mi querido, mi admirable
amigo. ¿Por qué se entristece y se tortura de ese modo? Es fácil
remediar esa clase de congoja y no vale la pena que se atormente por
ello. Parta, pues, de vez en cuando para cuidarse, disfrute de la
naturaleza, de la tranquilidad ambiental, de su bienestar, y recuérdeme
de vez en cuando [...]. Alégrese y sea feliz. No olvide a quien lo ama
con toda su alma. Nadiezhda von Meck».
Sin duda Chaikovski había creído que el anuncio de su compromiso
impulsaría a la baronesa a interrumpir toda relación con él, poniendo
fin, en consecuencia, a la fuente principal de sus ingresos, ya que se
confunde en agradecimientos por la comprensión de la que ella hace
gala, y afirma que, si hubiera tardado más en responderle, se habría
vuelto «loco de desesperación». Debe partir de inmediato con su
esposa y su suegra para pasar el verano en una casita que esta última
posee en los alrededores de Moscú. Pero Nadiezhda puede estar
tranquila. Pensará en ella todo el tiempo y no olvidará contarle
detalladamente su primera experiencia como hombre casado. Así, sin
querer, Nadiezhda se ve invitada a ser testigo invisible de los enredos
conyugales de la pareja. Chaikovski, a quien ella ha colocado siempre
por encima del común de los mortales, ¿se revelará también como un
vulgar aficionado a la carne fresca? ¿Bastará la música para protegerlo
de los viles apetitos del sexo? Él, a quien Nadiezhda consideraba único,
¿no valdrá más que los otros? No tiene mucho tiempo para hacerse
estas preguntas; el 23 de julio de 1877, Chaikovski le envía desde Kiev
un largo mensaje desesperado: «Nadiezhda Filipovna, he aquí un
breve relato de todo lo que he vivido desde el 6 de julio, es decir, desde
el día de mi boda. Como ya le escribí antes, no me he casado
obedeciendo a un impulso del corazón, sino por un extraño cúmulo de
circunstancias que no alcanzo a explicarme. [...] En cuanto terminó la
ceremonia y me encontré a solas con mi esposa y con la conciencia de
que, a partir de ese momento, nuestro destino nos uniría para siempre,
sentí de pronto que no me inspiraba siquiera una simple amistad, sino
que me era odiosa en toda la acepción de la palabra. Tuve la impresión
de que, si no yo, sí al menos la única parte valiosa de mí, es decir, la
musicalidad, se había perdido para siempre. Mi futuro me parecía un
estado penosamente vegetativo y la más insoportable y lastimosa de
las comedias».
Al leer la confesión de esta repulsión física y moral hacia la criatura
que se había ofrecido a un gran hombre por pura vanagloria,
Nadiezhda von Meck saborea el vino de la venganza. La intrusa,
piensa, ha sido desenmascarada y repudiada a medias. Lo que ella
tanto temía, la llegada a la vida de Chaikovski de una «verdadera
mujer» que diluyera su genio en la felicidad conyugal, no había sido,
pues, más que una pesadilla. Temía quedar eliminada del juego de las
sillas musicales, pero es la otra la que ya no tiene donde posar su
bonito trasero. Nadiezhda siente deseos de reír. Pero ¿cómo soportará
Chaikovski el choque de esta necesaria desilusión? Al recorrer las
siguientes líneas, Nadiezhda se asusta ante la profundidad de la
pesadumbre que él evoca. «Mi esposa no es culpable en absoluto en lo
que a mí respecta -escribe-, no me ha obligado a unirme a ella por los
lazos del matrimonio. En consecuencia, habría sido una cobardía y una
crueldad hacerle sentir que no la amo y que la considero un fardo
insoportable. No tengo más remedio que engañarla. Pero tener que
engañarla durante toda la vida es el más terrible de los suplicios. ¿Y
cómo podría pensar en el trabajo en estas condiciones? He caído en
una desesperación tanto más terrible cuanto que no tengo a nadie a mi
lado para socorrerme. He empezado a desear la muerte con todas mis
fuerzas. Pero tengo la debilidad (si se puede llamar a esto debilidad) de
amar la vida, de amar mi trabajo y mis éxitos futuros. En fin, no he
dicho aún todo lo que quiero decir antes de trasladarme a la
eternidad.»
Nadiezhda respira con alivio; el peligro más grande está descartado.
Queda el pequeño trapicheo de una pareja desunida que intenta salvar
las apariencias. Tras un viaje breve a San Petersburgo, Ania ha querido
llevar a su marido a casa de su madre. «No sé cómo hice para no
volverme loco -se lamenta Chaikovski-. La madre y todo el entorno de
la familia al que me incorporé me eran antipáticos. Sus intereses son
limitados, su mentalidad es horrible y están todos enemistados entre sí;
además, mi esposa (admito que quizá soy injusto) me resulta más
odiosa cada hora que pasa. No tengo palabras para describir, querida
Nadiezhda Filarétovna, el grado que han alcanzado mis tormentos
morales.» Más adelante reconoce que, para olvidar estas ideas, ha
tenido que buscar refugio en la bebida, pero sin excesos; que el afecto
vigilante de Kotek le ayuda a soportar el humor extravagante de su
esposa; que aún está muy débil, «como una mujer que se recupera de
una alta fiebre»; que siente lástima por Ania, que tiene muchas
cualidades, a pesar de su torpeza. Al final de esta larga letanía de
quejas, Nadiezhda tiene derecho a un homenaje que le encanta:
«Reboso gratitud por el alma inestimable que va a salvarme [...]. Mi
corazón está Heno de usted y no aspira más que a desahogarse con la
música. ¿Quién sabe? Quizá deje tras de mí alguna cosa que será
verdaderamente digna de la gloria de un artista de primer orden [...].
Nadiezhda Filarétovna, la bendigo por lo que ha hecho por mí».
Consciente de haberse reencontrado con «su» Chaikovski tiras una
terrible alarma, Nadiezhda no piensa más que en el mejor modo de
reafirmar su superioridad sobre la pécora desvergonzada que no ha
logrado robárselo.
Al enterarse de que Chaikovski se encuentra en Kamenka, en la
provincia de Kiev, en casa de su hermana y en compañía de sus dos
hermanos pequeños y de su mujer, Nadiezhda se alegra muchísimo.
Para armarse de paciencia ante una posible separación definitiva del
matrimonio que no osa esperar; relee por décima vez una frase de la
carta de Chaikovski con fecha del pasado 8 de julio. Hablando de esa
Ania con la que acaba de casarse, escribía: «Sentí de pronto que no me
inspiraba siquiera una simple amistad, sino que me era odiosa en toda
la acepción de la palabra». En un primer momento, Nadiezhda se había
alegrado de que Chaikovski confesara sentir semejante aversión hacia
«la intrusa». Había visto en ella la confirmación de una maravillosa
semejanza entre el temperamento del compositor y el suyo. Para él,
igual que para ella, el amor a la música vetaba todo amor terrenal. Pero
hete aquí que una ligera duda empieza a insinuarse. Nadiezhda se
pregunta si es normal que un hombre de treinta y siete años, por muy
músico que sea, demuestre una repugnancia física tan irrefrenable ante
una esposa de veintiocho años decidida a seducirle. ¿Acaso no es ello
muestra de cierto trastorno en su condición masculina? ¿No será que
Chaikovski busca en otra parte las satisfacciones que una mujer no
puede darle? Con una mezcla de aprensión y de simpatía, Nadiezhda
recuerda los rumores que circulaban por Moscú sobre los hábitos
equívocos de ciertos alumnos de Nikolái Rubinstein en el
Conservatorio. Reflexiona sobre el intenso afecto de Chaikovski por el
encantador Kotek, sobre el interés que siente por otros jóvenes de su
circulo. Pero rechaza rápidamente la idea de una perversión como ésa
en un ser acostumbrado al aire puro de las más altas cimas del arte.
Además, una nueva carta del compositor^ que recibe encontrándose
en Brailov, la tranquiliza con respecto al «equilibrio normal» de
Chaikovski. «Por favor -le escribe el 11 de agosto de 1877-, perdóneme
por haberle causado angustia e inquietud. Creo ahora firmemente que
saldré victorioso de esta situación lamentable y delicada. Será preciso
que venza mis sentimientos de hostilidad hacia mi mujer y aprecie sus
cosas buenas en su justo valor. [...] Me he restablecido hasta el punto
de que, durante los últimos días, he comenzado la instrumentación de
su sinfonía.» Al día siguiente, nueva carta más optimista aún. «Tiene
usted toda la razón, querida Nadiezhda Filarétovna, al decir que hay
circunstancias en la vida en las que es preciso armarse de coraje,
soportarlo todo y procurarse artificialmente siquiera una sombra de
felicidad. Siempre he soñado con trabajar hasta el límite de mis fuerzas
y, después, tras adquirir la certeza de que me es imposible seguir
avanzando en mi viaje, eclipsarme y, desde lejos, desde el fondo de mi
agujero, observar la agitación de la gente en su hormiguero. [...] Ahora
he renunciado a la esperanza de ese último refugio. Mis nuevos
vínculos me encierran en la arena de la vida. Sólo me queda, como
usted me aconseja, encogerme de hombros y tratar de ser feliz con mi
arte.»
Apaciguada con respecto a la fortaleza de ánimo con la que
Chaikovski encara el fracaso de su matrimonio, Nadiezhda von Meck
abandona su finca de Brailov para emprender uno de sus habituales
viajes por Europa. Estos desplazamientos suntuosos son para ella la
ocasión de cambiar provisionalmente de vida, de horizonte y casi de
nacionalidad, mientras que las personas menos afortunadas están
condenadas a la inmovilidad igual que los paralíticos a su sillón. Nada
la rejuvenece tanto como la idea de huir, de olvidar, de quemar
puentes. Sin embargo, incluso en Viena sigue preocupándose por los
vaivenes del humor de su genial protegido, le interroga sobre su ópera,
Eugenio Oneguin, en la que Chaikovski trabaja sin interrupción, le
asegura que no se ciega al considerarlo como un ser sobrenatural y que
cada carta suya representa la bocanada de oxígeno que necesita en
medio de una humanidad nauseabunda. Unos días más tarde, al llegar
a Bellagio, junto al lago de Como, Nadiezhda reitera sus declaraciones
de amor platónico, afirma qué-, al contemplar esas aguas límpidas y
serenas, esas montañas envueltas en bruma, esos cipreses y mirtos bajo
su ventana, es su música la que oye. Las cartas de Chaikovski la
esperan en Florencia, en Nápoles, en Venecia, donde Nadiezhda tirita
de frío. Pero no por ello admira menos esa ciudad mágica que reposa
sobre las olas como un sueño de silencio y de recuerdos. Incluso
aconseja a Chaikovski que vaya a Italia, no para reunirse con ella, ya
que desea por encima de todas las cosas ser siempre para él tan
intangible y evanescente como una música, sino para admirar sin ella
los paisajes que ella ha admirado sin él. Nadiezhda piensa regresar a
Moscú el 15 de octubre. ¿Por qué no toma «el relevo» y viaja hasta
Nápoles por esas mismas fechas?
Acostumbrada a organizar la vida de los demás al tiempo que la
suya, Nadiezhda no duda de que será obedecida. Lo único que le
preocupa es saber si Chaikovski hará el viaje solo o con su esposa. Al
no recibir respuesta, regresa a Moscú y encuentra una caita de
Chaikovski, fechada el 11 de octubre de 1877 en Clarens, Suiza.
Nadiezhda arranca el sello del sobre esperando descubrir una nueva
peripecia del interminable folletín matrimonial. No se equivoca.
.
IV

Por mucho que Nadiezhda von Meck haya intentado representarse el


sufrimiento de un Chaikovski atado de pies y manos a una esposa a la
que no puede querer ni desear, ¡lo que dice en su carta sobrepasa todo
lo que había imaginado! Tras haberse afanado vanamente en aceptar la
presencia en su casa de esa mujer, cuya sola voz le irrita, Chaikovski
decide que el suicidio es «la única salida razonable a su
desesperación». Pero un telegrama providencial le ha llamado a San
Petersburgo, donde debe retomar su ópera Vakula, que ha recibido una
mediocre acogida desde su estreno, y él se ha apresurado a acudir, feliz
de librarse por un tiempo de Antonina Ivánovna, a la que, no obstante,
no tiene nada concreto que reprochar. Al descender del tren, lo recibe
su hermano Anatole tan efusivamente que no puede resistirse y le
cuenta con detalle la vida de embustes y de cobardía que lleva desde
su matrimonio. Tras esta confidencia desgarradora, sufre una crisis
nerviosa y permanece inconsciente, postrado durante varios días. Esta
súbita indisposición inquieta a Anatole hasta el punto de que, sin
consultar con nadie, toma una decisión enérgica. Deja a su hermano en
manos de los médicos y se va a Moscú para entrevistarse con
Antonina, la convence de aceptar un arreglo honorable y consigue que
Nikolái Rubinstein propague la noticia de una indisposición
momentánea de Chaikovski por la que ha de interrumpir sus clases en
el Conservatorio. Se acuerda que con el pretexto de imponer una cura
de reposo al enfermo, Anatole se llevará a su hermano al extranjero,
mientras que Antonina se irá sola a Odessa. Esta solución tendrá la
ventaja de permitir a los dos cónyuges que reflexionen cada uno por su
lado sobre el futuro de la pareja y de evitar el escándalo de una brusca
ruptura después de apenas tres meses de vida en común. Al llegar a
Clarens, Chaikovski tiene la sensación de estropear su convalecencia.
«Ahora me encuentro en medio de una naturaleza admirable, pero en
una espantosa situación moral. ¿Qué vendrá a continuación? Es
probable que no pueda volver a Moscú. No quiero ver a nadie, tengo
miedo de todo el mundo y, además, soy incapaz de trabajar. Por otra
parte, no hay un lugar en Rusia donde tenga posibilidad de
refugiarme. Temo incluso ir a Kamenka. Aparte de la familia de mi
hermana, que tiene ya una hija mayor, hay allí numerosos familiares
de su suegra, sus hermanos y muchas otras personas. ¿Cómo me
mirarán? ¿Y qué voy a decirles? ¡Además, no puedo soportar hablar
con nadie de nada absolutamente!»
De pronto, ante los ojos de Nadiezhda, la queja epistolar se
interrumpe para dar paso a consideraciones prácticas: «Es preciso que
pase una temporada aquí [en Clarens], a fin de tranquilizarme y de
hacer que se olviden un poco de mí. Igualmente, debo disponer lo
necesario para que a mi mujer no le falte de nada y para determinar la
naturaleza de mis futuras relaciones con ella. En fin, nuevamente
necesito dinero y, nuevamente, sólo a usted puedo recurrir. Todo esto
es horrible, todo esto es doloroso y me aflige hasta hacerme saltar las
lágrimas, pero debo tomar una resolución. Una vez más, debo recurrir
a su inagotable bondad. Para traerme aquí, mi hermano [Anatole] ha
conseguido que mi hermana [Alexandra] le envíe telegráficamente una
pequeña suma. Aun así, ni uno ni otra son ricos. Pedirles dinero de
nuevo es imposible. Y, no obstante, es preciso que deje bastante dinero
a mi mujer para diversos gastos [...] ¿No es extraño que el azar me
haya llevado a conocerla y que ahora, tras una larga serie de
extravagancias, me vea obligado a dirigirme a usted por tercera vez
para pedirle socorro? ¡Oh, si supiera usted cuánto me atormenta y me
hiere todo esto! [...] Estoy demasiado nervioso y turbado en este
momento para escribirle con calma. Tengo la impresión de que todo el
mundo me despreciará por mi falta de valor, mi debilidad, mi
estupidez. Tengo un miedo mortal a que también usted sienta hacia
mí, de una manera furtiva, un sentimiento cercano al desprecio».
Ahora bien, esta petición de dinero, lejos de incitar a Nadiezhda a
tratar a Chaikovski como un parásito vergonzoso, siempre dispuesto a
sacarle unos rublos, le devuelve de pronto la confianza en su poder de
dominación. Poco importa que una parte del dinero que le conceda
sirva de rebote para mantener a su calamitosa mujer. ¿Lo esencial no es
que él reconozca hasta qué punto necesita a su bienhechora para vivir?
¿No debe enorgullecerse de ser tan necesaria para un genio, tanto para
garantizar su comodidad material como para continuar un intercambio
intelectual epistolar en el que su mutua pasión por la música se
exprese con toda libertad? Ahora Nadiezhda encuentra evidente que el
abismo de incomprensión que separa a Chaikovski de la insignificante
Antonina Ivánovna hace que la armonía que reina en su
correspondencia con la invisible e inalcanzable baronesa sea aún más
preciosa para él. Con el corazón regocijado, Nadiezhda decide de una
vez por todas que, al darle el dinero que necesita para subsistir, es a
ella misma a quien se hace un magnífico regalo. Respondiendo el 17 de
octubre a la carta de Clarens, le felicita por haberse alejado
momentáneamente de su mujer, escapando así de una situación de
«falsos pretextos y embustes que no son propios de su carácter y que
son indignos de [él]». Todas las humillaciones, todas las penas que ha
soportado, Nadiezhda afirma haberlas sentido también ella en la
distancia. En cuanto a las preocupaciones pecuniarias de su amigo, le
tranquiliza al punto: «¿Por qué me inquieta a mí y se atormenta a sí
mismo con cuestiones materiales? ¿Acaso no soy una persona muy
cercana a usted? ¡Y usted sabe cuánto le amo, cuánto deseo su
felicidad! En mi opinión, no son los lazos de sangre, el parentesco
físico, los que determinan el derecho de cada uno, sino los vínculos
sentimentales y morales entre los individuos. No ignora usted la
cantidad de minutos dichosos que me ha proporcionado, cuánto le
agradezco esos instantes, hasta qué punto me es usted indispensable,
hasta qué punto necesito que se corresponda usted exactamente con lo
que ha creado. En consecuencia, no hago nada por usted, y todo lo que
hago es para mí misma. Al preocuparse por estas cuestiones, arruina el
placer que siento ocupándome de usted. Si yo tuviera necesidad de
alguna cosa de su parte, usted lo haría, ¿no es cierto? Así pues, estamos
en paz».
Para concluir su carta a Chaikovski, Nadiezhda expresa una última
petición. Le ruega encarecidamente que mantenga en secreto su
correspondencia. «No sé qué piensa usted, querido Piotr Ilich, pero yo
no quisiera que nadie más estuviera al corriente de nuestra amistad y
de nuestras relaciones. Cuando hablo de usted con Nikolái
Grigórovitch [Rubinstein], hago como si me fuera usted totalmente
desconocido.»
Pero, si bien exige una discreción total de Chaikovski en lo que
concierne a su intercambio epistolar, le ruega que carezca por completo
de ella en lo tocante a su mujer. Como no la ha visto jamás, le resulta
difícil imaginársela. ¿No podría describírsela en pocas palabras?
Obediente, Chaikovski le responde el 25 de octubre de 1877: «Me pide
usted que le haga un retrato de mi mujer. Lo haré de buen grado,
aunque temo que no sea objetivo. Mi herida está aún demasiado fresca.
Mi mujer es de estatura mediana, rubia, de complexión poco agraciada,
pero su rostro tiene esa clase de belleza que a veces se califica de
provocativa. Sus ojos son de un bonito color, pero inexpresivos, sus
labios son demasiado finos, lo que hace que su sonrisa no sea muy
atractiva. Tiene el cutis sonrosado [...]. Tiene veintinueve años, pero
aparenta veintitrés o veinticuatro [...]. No hace un solo movimiento, un
gesto, que no sea afectado [...]. Ni en las expresiones de su figura, ni en
sus actitudes se manifiesta esa belleza indefinible que no se puede
adquirir [...]. En mi mujer se adivina constantemente la necesidad de
complacer. [...] En cuanto a sus características morales e intelectuales,
experimento un malestar insoportable al definirlas [...]. Es cierto que se
ha mostrado cariñosa conmigo, pero se trataba de un cariño superficial,
hecho de abrazos y mimos continuos, y todo ello siendo yo incapaz de
disimular la antipatía quizá excesiva e inmerecida que me inspiraba y
que se iba acentuando por momentos. Adivinaba que detrás de sus
caricias no había ningún sentimiento verdadero. Era algo
convencional, indispensable sin duda a sus ojos, una especie de
certificado de vida conyugal. No ha expresado ni una sola vez el deseo
de saber qué hacía yo, en qué consistían mis ocupaciones, cuáles eran
mis proyectos, qué leía, cuáles eran mis preferencias en el campo del
pensamiento y del arte. Lo que más me sorprendía [...] era que
afirmaba llevar cuatro años enamorada de mí y poseer cierta cultura
musical. ¿Cómo explicar entonces que no conociera una sola nota de
mis obras? [...] Se pregunta usted, naturalmente, en qué pasábamos el
tiempo cuando nos encontrábamos a solas. Es muy parlanchina, pero
su conversación se limita a unos cuantos temas invariables. Lo más
frecuente era que me obligara a escuchar la enumeración de los
numerosos hombres que habían abrigado tiernos sentimientos hacia
ella. Se trataba casi siempre de generales, de sobrinos de banqueros
opulentos, de artistas renombrados e incluso de miembros de la familia
imperial. Por añadidura, me contaban: menudo, con una especie de
regocijo inexpresable, los pecados, los placeres crueles y degradantes,
la conducta abominable de parientes con los que estaba enemistada. La
que recibía su® más violentos reproches era, por otra parte, su madre,
[id] ¡Ahora tengo la convicción inquebrantable de que no me ha amado
nunca! Pero, lo repito, ha hecho cuanto ha podido por ligarme a ella.
Desgraciadamente, cuanto más se aplicaba en sus maniobras, más me
alejaba de ella. [...] Mi aversión aumentaba de día en día, de hora en
hora, de minuto en minuto, y se transformaba poco a poco en un odio
enorme y feroz, tal como no había conocido nunca antes; además,
nunca me habría considerado capaz de sentirlo».
La confesión de la feroz repugnancia que siente Chaikovski hacia su
mujer regocija a Nadiezhda en un principio. Durante unos instantes, se
regodea en la felicidad de la revancha femenina. El insulto infligido no
hace mucho a su amor propio ha sido vengado con creces. Pero
enseguida le invade la angustia. En el estado de exasperación en que
Antonina Ivánovna ha sumido a su marido, ¿no perderá éste la cabeza,
entregándose a los peores actos violentos contra la desdichada? Un
desenlace tan brutal provocaría sin lugar a dudas la intervención de la
policía y acarrearía el descrédito del gran compositor nacional a los
ojos del público. En su agitación, Nadiezhda imagina ya a su héroe
llevado ante los tribunales, acusado de actos de violencia contra su
mujer, y apelando a la baronesa Von Meck como testigo de su
moralidad. Por suerte, la continuación de esta «misiva-confesión» es
menos inquietante. Chaikovski explica que el bueno de Anatole ha
recibido de Antonina una carta insensata en la que, renunciando a su
pose de sonriente candor, aparece con su verdadero rostro, como una
intrigante calculadora y agresiva», Deseoso de zanjar el conflicto,
evitando una publicidad escandalosa, Chaikovski ha hecho saber a su
mujer que no volverá a vivir con ella, pero que está dispuesto a
compensarla pasándole una «mensualidad» conveniente. En espera de
la contestación de la interesada, y en su calidad de jurista y mediador
benévolo, Anatole vela por la mejor defensa de los intereses de su
hermano, embarcado en un sucio tejemaneje.
Aliviada en parte, Nadiezhda decide ser el bálsamo de Chaikovski,
cuya moral está por los suelos, y fija el montante de su pensión en mil
quinientos rublos al mes. Este consuelo pecuniario le permitirá, piensa
Nadiezhda, superar las molestias de una separación que ha de
permanecer en secreto. Ahora bien, en el ínterin, Chaikovski se ha
beneficiado de nuevos ingresos. Tomando en consideración su
antigüedad como profesor, el Conservatorio de Moscú le ha concedido
una pequeña subvención con la que él no contaba y su editor,
Jurgenson, le encarga dos piezas para piano que se venden bien.
Respaldado así a derecha e izquierda, vuelve al trabajo. Pero Antonina
se muestra tenaz. Repudiada sin un motivo concreto, pretende sacar el
máximo provecho de una ruptura que ella no deseaba. Desde el 30 de
octubre de 1877, Chaikovski se queja de haber recibido dos cartas
embarazosas de su mujer, una detrás de otra. La primera consiste en
una sarta de reivindicaciones e injurias; la segunda, sin renegar de
ninguno de los reproches anteriores, aboga a favor de una
reconciliación razonable. «Todo esto me atormenta -escribe Chaikovski
a Nadiezhda-. A la vez, no puedo evitar compadecerla. Le aconsejo que
busque trabajo, aunque sea sólo para distraerse.» La pueril ingenuidad
de Chaikovski irrita y enternece a la vez a la baronesa. Por el momento,
tras haber recobrado el sosiego y la fe en el futuro, Chaikovski se limita
a entregar cien rublos al mes a su esposa. Pero ¿se contentará ella
mucho tiempo con esta «limosna»? El compositor lo duda. Nadiezhda
se apresura a disipar sus temores. ¿Acaso no sabe él que, en caso de
nuevas exigencias de la «parte contraria», ella estará siempre allí para
aumentar el «subsidio», a fin de ahorrar toda clase de vejaciones a su
compositor, tan crédulo y vulnerable? Tal vez en sus cartas Nadiezhda
se muestra demasiado persuasiva, ya que, una vez repuesto, a
Chaikovski vuelve a acometerle el gusanillo de los viajes. Se diría que
para él la música y el alejamiento de la patria se complementan y son
garantía de su equilibrio moral y creativo.
Mientras ella sueña con su regreso a Moscú, él se va a París, después
a Florencia, a Roma, Venecia y Viena. En todas partes, conciertos,
aplausos, elogios. Y, sin embargo, dice tener la impresión de perder el
tiempo al ceder a satisfacciones accesorias. Nadiezhda adivina que está
tan desorientado y angustiado que, el 10 de noviembre de 1877, le
escribe para sugerirle que regrese al redil ruso. «Si empieza a aburrirse
en el extranjero, le aconsejo que vuelva a Rusia, pero sin que lo sepa
nadie. Así pues, véngase, no para un encuentro entre nosotros, sino
para que se instale en mi casa del bulevar Rojdestvenski. Poseo allí un
apartamento muy confortable donde no tendrá que preocuparse por
nada. En mi interior todo está dispuesto y no tendremos más en común
que lo cotidiano de la casa y nuestra amistad, tal como es ahora, sin
que se modifique en absoluto. Mientras esté en mi casa, es evidente
que ni yo, ni ningún miembro de mi familia, ni ningún habitante de
Moscú, sabremos que usted se aloja en ella. Es muy fácil esconderse a
los ojos del mundo entre mis muros. Usted sabe que yo llevo en Moscú
una vida enclaustrada: toda mi servidumbre está acostumbrada a vivir
como una guarnición dentro de una fortaleza. Por lo tanto, allí sería
usted inaccesible. Piénselo, mi querido amigo, y vaya allí directamente
desde Viena. Le ruego que me avise con tres días de antelación.» Con
esta ambigua invitación, Nadiezhda von Meck espera convencer a
Chaikovski del placer que sentirían ambos si él se instalara en su casa,
entre sus muebles y su intimidad cotidiana, mientras ella se mantiene
lejos, entregada a ensueños estériles. Es preciso, dice ella, un alma
refinada para saborear el calor del vacío. Igual que una verdadera
melómana aprecia el valor de los silencios en una melodía, de la misma
forma Nadiezhda está segura de que Chaikovski no está jamás tan
presente en su vida como cuando no está en ella.
Sin embargo, él duda si dejarse convencer. «Dice usted que lo mejor
para mí sería regresar a Rusia -le escribe el 19 de noviembre de 1877-.
¡Evidentemente! Me gusta viajar para descansar en el extranjero. Pero
no puedo vivir más que en Rusia y sólo cuando se está lejos de ella se
conoce la fuerza del amor que se le tiene, a pesar de todos sus defectos.
Por desgracia, la verdad es que no puedo regresar a Rusia.» De pronto,
Nadiezhda se pregunta por qué la idea de volver a Moscú atemoriza a
Chaikovski. ¿Tiene miedo de que Antonina lo agobie con nuevas
exigencias o, sin osar decirlo, teme alojarse en casa de su bienhechora,
aun cuando ella le ha prometido desaparecer antes de su llegada?
Dada la enorme dificultad de divorciarse en Rusia en aquella época sin
un auténtico motivo, la impaciencia de Nadiezhda se convierte en
obsesión. Por grandes que sean los esfuerzos de Anatole para
apaciguar el rencor y la voracidad de Antonina, mientras Chaikovski
no vuelva a Moscú y se instale en el bulevar Rojdestvenski, bajo el ala
protectora de la baronesa, ella cree que el escándalo seguirá siendo una
amenaza.
Por escándalo entiende ahora la acusación de impotencia que sin
duda Antonina aportará contra el ilustre Chaikovski. Acusado por esa
arpía de no haber cumplido con su deber conyugal, el compositor
perderá la reputación ante su público, siempre aficionado a anécdotas
escabrosas. Se burlarán de él en los salones y las redacciones de los
periódicos. Para darle el valor con el que afrontar esta amenaza de
calumnias, Nadiezhda le habla en sus cartas de religión, de moral, de
música, y lo mezcla todo en una exhortación a la pureza universal:
«Soy enemiga de toda apariencia externa -escribe-, tanto si se trata de
la belleza del rostro como del respeto de la opinión pública... [...]
Cuando oigo que se habla de un hombre dotado de las más altas
cualidades morales e intelectuales como de un caballo o de un mueble,
en lo que no se aprecia nada más que la belleza de las formas, me
indigno con todo mi ser. [...] Me despreciaría a mí misma si, para
adaptarme a la opinión pública, modificara cualquier aspecto de mi
conducta en función de lo que dijera la gente». Después, tras suplicar
de paso a Chaikovski que renuncie al alcohol, pues, según ella, la
música proporciona una embriaguez de mejor calidad que el jerez, le
ruega encarecidamente una vez más que vuelva a Moscú.
Los meses pasan sin que el compositor dé muestras de regresar a su
país. Vagando de ciudad en ciudad, no obstante ha tenido tiempo para
hacerse visitar por un médico, ya que sus trastornos nerviosos y sus
dolores de estómago se han vuelto insoportables. El médico le
tranquiliza. Su indisposición no es grave y los únicos remedios que
prescribe la ciencia en su caso son la higiene y una cura de aguas
termales. Al día siguiente de la consulta, Chaikovski afirma haber
recuperado una excelente forma física, pero sin obedecer en absoluto
las recomendaciones del médico. «Espero -escribe a Nadiezhda el 2 de
noviembre de 1877- que conservaré mucho tiempo la buena salud de
que disfruto desde que, habiéndome convencido de que esa lumbrera
parisina de la medicina era un charlatán, he renunciado a seguir sus
indicaciones.»
A finales de año, el compositor está en San Remo, hasta donde
viajan su hermano Modesto y el pequeño sordomudo Kolia.
Chaikovski se declara hechizado por la gracia silenciosa del niño. «Que
muchacho tan maravilloso -escribe a Nadiezhda- [...]. Siento por él. un
cariño enfermizo. Es imposible contemplar su actitud hacia mi
hermano sin emocionarse hasta las lágrimas. No es amor, es una
especie de culto [...]. La primera vez que lo vi, no sentí más que
compasión a causa de su enfermedad [...]. Después, me ha parecido
adorable todo en este niño, tan inteligente y tan dulce a pesar de su
infortunio.»
Al leer estas líneas, Nadiezhda cree que su inasequible comunicante
sufre de un exceso de amor paternal y que es feliz de haber encontrado
al fin un medio de satisfacer esta noble tendencia. Pero he aquí lo más
importante: el 21 de diciembre, Chaikovski recibe una invitación
oficial, firmada por Butovski, presidente de la sección rusa de la
Exposición Universal de París. Se te pide que vaya a Francia
inmediatamente en calidad de delegado de Rusia. Tendrá que
quedarse allí hasta el final de la Exposición y su salario será de mil
francos al mes. Esta proposición halaga el orgullo de Chaikovski, pero
las múltiples obligaciones que comportaría semejante honor le
horrorizan. Por otra parte, teme defraudar a la baronesa y a todos sus
amigos, a todos los admiradores que te tacharían de cobarde y de
holgazán si escurriera el bulto. «Pero en fin -escribe el 24 de diciembre
a Nadiezhda—, tras un debate interior que sin duda ha acortado mi
vida varios días, he comprendido que era mejor negarse ahora que ir
allí y verme obligado a hacerlo tras un completo desbaratamiento de
mi organismo.»
Temiendo más que nada los reproches de su propia conciencia,
Chaikovski intenta justificarse a sus ojos una vez más en otra carta:
«Sea como sea, tanto si actúo así por pereza como con razón, veo hoy
claramente que es imposible [...]. Lo esencial para mí ahora es que ni
usted, ni mis hermanos, ni mi hermana se enfaden conmigo. Le juro
que si me enterase por casualidad de que usted y ellos desean
realmente que lo haga, me iría a París. Pero sin el consejo de mi amiga
y de mis hermanos, estando enfermo y sujeto a horribles crisis
hipocondríacas, no puedo, no puedo, no puedo decidirme a hacerlo».6
Aun lamentando que Chaikovski haya renunciado a la gloria de
representar a Rusia en la Exposición Universal de París, Nadiezhda no
comprende por qué se demora tanto tiempo en el extranjero. No
porque le repugne enfrentarse con el público de París ha de negarse a
volver a Moscú para trabajar pacíficamente en una casa que ella habrá
evacuado previamente. En la carta que Nadiezhda le dirige el 31 de

6
Carta del 23 de diciembre de 1877.
diciembre, sin duda aprueba la deserción del compositor ante las
celebraciones oficiales, pero aprovecha también la oportunidad para
hacerle saber; no sin segundas intenciones, que su ópera Eugenio
Oneguin se está estudiando en el Conservatorio con vistas a una
próxima representación ante los miembros de la familia imperial.
«Aguardo él espectáculo con una gran impaciencia», le dice,
subrayando además que la calidad de ciertos intérpretes le parece
mediocre. Nadiezhda espera así despertarle la curiosidad y hacerle
volver a Rusia más rápidamente. Mientras espera, le envía mil
quinientos francos para la edición de la Cuarta sinfonía, por fin
orquestada.
Nada consigue apartar a Chaikovski de su vagabundeo europeo. Sin
embargo, afirma en sus cartas que ama apasionadamente a su país.
Últimamente, además, hablando de sus paseos por San Remo, escribe a
Nadiezhda: «Sentí la tentación irresistible de volver a casa y de
explicar inmediatamente mi dolorosa nostalgia en las cartas destinadas
a usted y a Anatole. ¿Por qué? Por qué un simple paisaje ruso, por qué
una caminata en verano, en Rusia, de aldea en aldea, por los campos,
por el bosque, y la noche en la estepa, producen en mí una impresión
tan fuerte que, a veces, me tumbo en el suelo, como agotado bajo el
peso de mi amor por esa naturaleza [...] con su estepa, su río, su aldea
en lontananza, su modesta iglesia, en resumen, por todo lo que
constituye el querido y humilde paisaje ruso».
De hecho, ¿no es el amor excesivo de Chaikovski por Rusia lo que le
impide regresar?, se pregunta Nadiezhda cada vez más perpleja.
¿Tiene miedo de no ser bien acogido por sus compatriotas? ¿Teme más
su hostilidad (o su amistad) que la de los alemanes, los austríacos, los
italianos, los franceses? ¿Necesita una frontera entre su patria y él para
comprenderla mejor? Una vez más, cuando está al borde de censurar a
Chaikovski, la baronesa Von Meck constata que son extrañamente
parecidos. Tampoco ella es feliz más que cuando está separada del
objeto amado. Se trate de un ser vivo o de un país, sólo el alejamiento
le permite apreciar su valor. La verdadera posesión se consigue con la
ausencia. A pesar de estas buenas razones, Nadiezhda sigue
encontrando los días demasiado largos. Se consuela únicamente
diciéndose que es la réplica de Chaikovski en cuanto al corazón, ya que
no en cuanto al talento.
V

Al constatar que, a pesar de su insistencia, Chaikovski se obstina en su


vagabundeo cosmopolita, Nadiezhda piensa que tal vez Anatole, o
Modesto, o Kotek, o -¿por qué no?- Aliocha, el devoto ayuda de
cámara del gran hombre, lograrán convencerle de que regrese a Rusia.
Sabe que todos ellos han ido a visitarlo al extranjero y que les ha
parecido que Chaikovski no se encontraba a gusto y que no tenía prisa
por poner fin a su peregrinaje por Europa. De todos los que han estado
con él, es de nuevo el encantador Kotek quien parece estar más al
corriente de sus obras y proyectos. Gracias a él, Nadiezhda conoce al
detalle el estado de las últimas obras del maestro. Según Kotek,
trasladando sus partituras de un hotel a otro, Chaikovski ha
compuesto una Segunda sonata adorable y un concierto para piano del
que está bastante contento, y acaba de aplicarse a una Liturgia, ejercicio
que domina con dificultad y del que espera mucho. En el fondo, piensa
Nadiezhda, este soberbio artista, ebrio de música, no está a gusto más
que en compañía de hombres. Por supuesto, comprende que ese
entorno exclusivamente masculino la libera de los riesgos de una
competencia femenina, pero al mismo tiempo, reaviva las sospechas
que ciertos chismes mundanos han despertado en ella. Tratando de
enterarse de más, Nadiezhda no vacila en interrogar a Chaikovski por
carta sobre su pasado sentimental cuando el compositor se encuentra
todavía en Florencia: «Piotr Ilich, ¿ha amado usted alguna vez? Tengo
la impresión de que no. Ama usted demasiado la música para amar a
una mujer. Conozco un episodio de su vida [la boda con Antonina],
pero considero que el amor que se llama platónico (aunque no era así
como amaba Platón) no es más que un amor a medias, un amor de la
imaginación, no del corazón, y no es ese sentimiento el que forma parte
integrante de la carne y de la sangre del hombre, y sin el cual no puede
existir».7 Al verse atacado frontalmente, Chaikovski responde con una
pirueta. «¿Me pregunta usted, querida amiga, si he conocido el amor
platónico? Sí y no. Si se plantea la pregunta de una forma distinta, es
decir, preguntándome si he experimentado la plenitud de ese amor,
¡¡¡le diré que no, no y no!!! Pienso, por lo demás, que en la música se
encuentra una respuesta a esta pregunta. Pero pregúnteme si
comprendo toda la fuerza, todo el poder inconmensurable de este
sentimiento, y le contestaré: sí, sí y sí, y repetiré una vez más que, a
través de la música, me he esforzado en explicar con amor el dolor y
las delicias del amor.» Deslizándose hábilmente de un tema a otro,
prosigue: «No estoy de acuerdo con usted cuando dice que la música
es incapaz de traducir el poder universal del amor. Creo, por el
contrario, que sólo la música es capaz de hacerlo. Dice usted que las
palabras pueden añadir alguna cosa. Pues bien, no, las palabras son
inútiles allí donde intervienen, se revelan impotentes y, cuando se
vuelven elocuentes, se confunden con la música [...]. Tiene razón al
decir que las palabras no hacen más que arruinar la música
instrumental obligándola a descender de su inaccesible altura». 8
Después de darle largas al asunto de esta forma, Chaikovski se enzarza
en consideraciones filosóficas abstrusas, de suerte que tras leer la carta
de cabo a rabo, Nadiezhda sigue a oscuras.
Unas semanas más tarde, al volver de un concierto donde ha
escuchado una vez más la Marcha serbia de Chaikovski, Nadiezhda le
declara de nuevo su entusiasmo, pero confiesa que, al descubrir la
cantidad de oyentes que aplauden su música, se siente feliz e inquieta
al mismo tiempo. «Tengo la impresión -escribe- de que está rodeado de
muchos amigos a los que quiere más que a mí [...]. Y, sin embargo, al
contemplar todos esos rostros desconocidos, he sentido que usted no
podía pertenecer a ninguna otra persona tan estrechamente como a mí
[...]. Me he unido a usted a través de su música y ahora no hay nada
que pueda rivalizar conmigo; ahí reino y amo yo.9 Perdóneme estos
delirios, no se asuste de mis celos. Son celos que no representan
7
Carta del 30 de enero de 1878.
8
Carta del 9 de febrero de 1878.
9
Alusión a un verso de Lermontov en El demonio: poema oriental.
ninguna obligación para usted. Son un sentimiento íntimo y personal
con el que he de componérmelas yo. No espero más de lo que ya tengo,
si no es una pequeña modificación en nuestro vocabulario. Quisiera
que se comportara usted conmigo como se suelen comportar los
amigos: ¿no podríamos tutearnos? No creo que sea difícil en una
correspondencia epistolar, pero si usted lo considera incorrecto, no
insistiré, ya que soy feliz incluso así. Ahora mismo desearía abrazarle
de todo corazón, pero quizá usted lo juzgaría demasiado extraño. Así
pues, le diré, como de costumbre: adiós, mi querido amigo.»10
Después de confesar sus celos y su amor, y de proponer el tuteo,
Nadiezhda aguarda la respuesta de Chaikovski con el corazón en un
puño. ¡Ay!, una vez más el compositor se desentiende. Desde luego
afirma que ella es «la piedra angular» de su existencia, pero
rápidamente cambia de estilo con una prudencia desconcertante. «En
lo que concierne al paso del usted al tú, realmente no tengo valor para
acometerlo. No soporto la hipocresía ni el engaño en mi relación con
usted y, sin embargo, siento que sería embarazoso para mí dirigirme a
usted en mis cartas de una forma tan familiar. Hemos adquirido ciertas
convenciones desde la cuna y, sea cual sea la distancia que nos separe
ahora de esas convenciones, la más pequeña alteración que le
impongamos se traduce en una incomodidad y esta incomodidad es
también una falsedad. [...] La trate de tú o de usted, la profundidad y la
amplitud de mi amor por usted serán las mismas.» 11 12 En otras
palabras, Chaikovski rechaza la vara adornada con cintas que ella le
tendía y Nadiezhda no tiene más remedio que inclinarse fingiendo una
comprensión sonriente... Así pues, seguirán amándose sin dejar de
tratarse de usted, como si acabaran de hacerse las presentaciones.
Por otra parte, muy pronto Nadiezhda ve recompensada su
docilidad al enterarse, a principios de abril de 1878, de que el
compositor ha abandonado Clarens, que se encuentra en Viena y que la
próxima carta que reciba de él llegará desde algún punto de Rusia: «Al
abandonar el extranjero y en vísperas de mi regreso a Rusia en calidad
10
Carta del 6 de marzo de 1878.
11
Carta del 13 de marzo de 1878.
12
Carta del 8 de abril de 1878.
de hombre honrado y curado por completo, totalmente normal y lleno
de energía creadora y de fuerza vital, debo darle las gracias una vez
más, mi querida e inestimable amiga, por todo lo que le debo, que no
olvidaré jamás de los jamases».12
Nadiezhda teme entregarse a una falsa alegría y que la siguiente
etapa de ese «trotamundos» impenitente sea Zurich, Nápoles o París.
Pero no, Chaikovski cumple su palabra. El 11 de abril de 1878 atraviesa
por fin la frontera para dirigirse a la casa de su hermana en Ucrania, en
Kamenka. El compositor esperaba sentir una emoción indecible al
reencontrarse con su tierra natal, pero tropieza con unos policías
ebrios, que registran sus maletas sin miramientos y examinan su
pasaporte con suspicacia. «¡Todo eso -escribe a Nadiezhda- ha
estropeado la alegría de volver a ver la patria que tan
apasionadamente amo!» Además, cuando aún no ha transcurrido una
semana desde su regreso, empieza a quejarse de nuevas molestias, que
atribuye, bien a todas las preocupaciones que le aguardaban en Rusia,
bien a un resfriado, bien a la estricta alimentación que impone la
cuaresma. La pasada noche, durante un doloroso insomnio, ha llegado
a creer que moriría y ha tenido que despertar a su hermano Anatole,
que dormía en la habitación contigua. A pesar de estas alarmantes
noticias, en el colmo de la alegría, Nadiezhda le felicita por su regreso a
la madre patria, que coincide con las fiestas de Pascua. Una doble
resurrección, piensa, la de Cristo devuelto a la humanidad y la de
Chaikovski, devuelto a sus compatriotas. «Qué feliz me hace saber que
está ahora más cerca de Moscú -le escribe-. Su estancia en el extranjero
ha sido ciertamente provechosa y espero que nos será posible obtener
la total liberación de sus lazos conyugales. [...] Querido Piotr Ilich,
tengo un deseo al que me encantaría que usted accediese y es que
venga usted a vivir a mi finca de Brailov, lugar que me es muy
querido, al que me transporto siempre en espíritu y que abriga tantos
recuerdos personales tristes.» Añade que, en lo sucesivo, desearía no
decir ya que ese lugar dichoso es mi Brailov, sino nuestro Brailov. Por
supuesto, le promete no aparecer en absoluto mientras él quiera
permanecer allí, puesto que está cada vez más resuelta a mantener
entre ellos el espejismo de la unión a través de la ausencia. ¿Es esta
última afirmación lo que acaba por decidir al compositor?
En todo caso, al mes siguiente se traslada a Brailov y, de entrada, se
siente encantado en ese remanso de paz. Según dice, se ha «sumergido
en un silencio divino, rodeado de objetos cuya sola visión [le] recuerda
a su bienhechora y lo acerca a ella». 13 Celebrará además las delicias de
esa «morada mágica» en un tríptico para piano y violín, Recuerdos de
un lugar querido. Recobrado el gusto por el trabajo, reparte sus días
entre las angustias y los goces secretos de la composición y las
molestias cotidianas debidas a las gestiones de su divorcio. Informada
de esta preocupación constante, hace poco Nadiezhda von Meck le ha
presentado una audaz sugerencia: «¿No podría proponer [a Antonina],
para su manutención durante un tiempo, la entrega de un adelanto
sobre lo que le da actualmente: diez mil rublos, por ejemplo? Esta
suma podría serle entregada inmediatamente en su totalidad si
aceptara divorciarse. Me comprometo a encontrar yo misma el dinero.
Pruébelo, querido amigo. Desearía de todo corazón que pudiera estar
usted tranquilo».14 Pero Anatole, encargado de comunicar a Antonina
las nuevas condiciones del divorcio, tropieza con una violenta reacción
por parte de la esposa repudiada. Al comprender que Antonina se
parapeta tras el pretexto del amor propio escarnecido para embrollar y
prolongar la discusión, Anatole decide ocultarle que no es su marido,
sino la baronesa Von Meck la que financiará el compromiso. Tras
varios conciliábulos, los dos hermanos idean una explicación para la
parte contraria, según la cual el dinero de la «compensación» lo
pagaría Liev Davidov, marido de Alexandra. De esta forma, el nombre
de la baronesa no aparecería en ningún momento en el curso de los
debates. «Ni siquiera los más allegados sabrán quién es la gran
bienhechora que me da la paz y la libertad», promete Chaikovski.
Nadiezhda teme alegrarse prematuramente de un acuerdo tan difícil
de obtener. Pero la carta que el compositor le escribe el 21 de mayo de
13
Carta del 17 de mayo de 1878.
14
Carta del 12 de febrero de 1878.
1878 desde Brailov la sumerge en un alborozo vigorizante. «Acabo de
recibir una carta de varias páginas de cierta persona [Antonina]. En
medio de un fárrago de reflexiones incoherentes y estúpidas, me
explica formalmente que acepta el divorcio. Tras leer esas líneas, me he
quedado transido de dicha y me he puesto a vagar por el jardín
durante media hora a fin de apaciguar mediante la fatiga física la
emoción, el alborozo que se había apoderado de mí. He decidido que
es indispensable que vaya a Moscú el próximo mes de junio para
acelerar el fin de este asunto. ¡Debo actuar deprisa, deprisa! ¡No me
tranquilizaré mientras no haya puesto en marcha la maquinaria, hasta
que no haya resuelto las últimas formalidades, etc.! ¿No es lo mejor
que puede hacerse?»
Evidentemente, Nadiezhda está de acuerdo y, evidentemente, el
proceso llega a un punto muerto. Si bien Chaikovski obtiene la
separación física, el divorcio sigue siendo hipotético. El tiempo de
abrazar a su hermano Anatole, al que encuentra horriblemente pálido,
delgado y nervioso, y helo aquí de nuevo en Kamenka, donde, a pesar
de la enfermedad de su hermana Alexandra, que sufre una crisis de fe,
y de la indisciplina de sus sobrinos, Chaikovski trabaja con entusiasmo
en una Suite para orquesta y piensa en una ópera que podría ser Romeo y
Julieta, o bien Les caprices de Marianne,15 o bien La doncella de Orleans de
Schiller. Hablando de este último proyecto, escribirá a Nadiezhda:
«Hay aquí un maravilloso tema para explotar musicalmente y no se ha
utilizado bien, aunque Verdi lo ha tratado ya». 16 Sin embargo, para
pasar el verano, prefiere la confortable mansión de Brailov, que la
baronesa, viajera infatigable, ha puesto a su disposición mientras ella
recorre Europa. Después de hacer su cura de aire puro, de soledad y de
silencio, el compositor regresa a Moscú como al lugar al que realmente
pertenece. Es allí donde recibe las numerosas cartas en las que
Nadiezhda le transmite sus impresiones de turista desengañada y
melómana severa con todo lo que no sea la obra de su ídolo. Él le
responde a un apartado de correos de París, San Remo, Florencia...
15
Obra de Alfred de Musset. (N. de la T.)
16
Carta del 21 de noviembre de 1878.
Cuando pasa por París por primera vez, en septiembre de 1878, la
baronesa asiste a los conciertos cuyo padrinazgo había rechazado
Chaikovski y en los que Nikolái Rubinstein desempeñaba
sucesivamente el papel de pianista y de director de orquesta. En el
programa había obras de Chaikovski, Glinka, Rimski-Korsakov... Al
salir de uno de estos conciertos, el 6 de septiembre de 1878,
descompuesta, al borde de las lágrimas, Nadiezhda escribe a su amado
compositor lo que ha sentido al oír La tempestad. «Desde que han
sonado las primeras notas, se diría que la multitud retenía el aliento...
He olvidado por completo París, el estúpido público, el orgullo
patriótico y el mundo entero. Delante de mí no había nada más que La
tempestad, el amor y el autor invisible que derramaba a su alrededor
esos acordes maravillosos, capaces de embrujar el universo y de
procurar al ser humano una plenitud de felicidad en el bien y el
arrobamiento. ¡Oh, Dios mío! No puedo explicarle lo que siento
cuando escucho sus obras. Estoy dispuesta a ofrecerle mi alma, se
vuelve divino a mis ojos y siento que desde lo más profundo de mi
corazón brota todo lo más noble que puede haber en él* todo lo más
puro y sobrenatural.» Entres ocasiones, la baronesa asiste a los
conciertos rusos de la Exposición Universal cuando el programa
incluye obras de Chaikovski. A los detallados relatos que después le
envía escrupulosamente, añade extractos de la prensa parisiense, que
se muestra elogiosa en general, pero en su opinión no lo suficiente. ¿Es
la idea de la importancia creciente de su obra en el extranjero y el
deseo de consagrarle más tiempo lo que incitan a Chaikovski a
considerar seriamente la dimisión del Conservatorio de Moscú? No
obstante, teniendo en cuenta la reducción de ingresos que comportaría
una medida tan radical, ha de pedir consejo a su generosísima
protectora antes de decidirse. Orgullosa de ser consultada sobre la
futura orientación de la carrera del compositor, Nadiezhda no vacila
un segundo y le responde el 20 de septiembre de 1878: «Por supuesto,
Piotr Ilich, abandone el Conservatorio. Hace tiempo que encuentro
absurdo que un hombre de su inteligencia, su cultura y su talento esté
a las órdenes de un personaje que es inferior a usted desde todos los
puntos de vista. No se lo he aconsejado antes porque esperaba que
usted mismo renunciaría a un puesto que le impone una sumisión
continua a nuestro amigo común Rubinstein». En la misma carta, como
él le había explicado que amaba demasiado a Rusia para soportar
tenerla a la vista constantemente y que tenía lá intención de pasar la
mitad de su vida en el extranjero, Nadiezhda le anima a exiliarse de
vez en cuando como hace ella misma: «Debería alternar temporadas en
el campo, en Rusia, con temporadas fuera de sus fronteras. Me alegro
de constatar que nuestros pensamientos coinciden también en esto. Sin
duda yo pasaré el invierno en el extranjero. Si usted pudiera venir a
algún sitio cercano a mí, amigo querido, ¡qué feliz me haría! Véngase a
Como, al orillas del lago. Sería increíblemente agradable que
pudiéramos vivir a una o dos verstas17 el uno del otro».
El entusiasmo de Nadiezhda es contagioso. Chaikovski acaba por
dimitir del Conservatorio con un alivio melancólico, pensando en los
doce años dedicados a él. Parte de Moscú el 7 de octubre de 1878 con
destino a Florencia. La baronesa Von Meck le espera impacientemente
en esta ciudad, con la firme intención de no encontrarse con él en carne
y hueso. Este continuo «evitarse» le parece más necesario que nunca
para la dicha de su insólita pareja. Nada más fácil para ellos que estar
invisibles y presentes a la vez, puesto que ella vive en la parte alta de la
ciudad, en la villa Oppenheim, Víale dei Colli, y para él ha alquilado
un apartamento en el que estará lejos de sus miradas, pero cerca de su
corazón. Nadiezhda ha encargado al violinista Pajulski, sucesor de
Kotek en su pequeña corte de músicos que sirven para todo, que vaya
a recibir a Chaikovski en la estación y que lo lleve al apartamento que
le ha asignado. Allí, sobre una mesa, encontrará un enorme ramo de
flores acompañado de una carta de su puño y letra: «¡Sea usted
bienvenido, mi querido, mi maravilloso y querido amigo! ¡Qué
contenta estoy de saber que está aquí! Sentirle cerca de mí, conocer la
habitación en la que vivirá, admirar la misma vista que usted, gozar de

17
Versta: medida ruta equivalente a 1.067 metros. (N. de la T.)
la misma temperatura, son alegrías indescriptibles». Así mismo le
indica, por prudencia o por bromear, el itinerario de sus paseos
habituales. «Salimos regularmente a las once y vamos un poco más
lejos de Bionciani, donde usted vive, querido amigo. Después
regresamos para comer a mediodía exactamente por el mismo
camino.» Es Aliocha, el ayuda de cámara de Chaikovski, quien lleva la
respuesta a la villa Oppenheim, que dista apenas quinientos metros. En
esta esquela, el compositor da las gracias a Nadiezhda por sus
bondades florentinas, le asegura que todo le complace, aunque el
apartamento es demasiado grande, lujoso y confortable. Además, en
señal de gratitud, compone una nueva sonata para ella y le da ya el
nombre de Nuestra suite. «No tengo palabras para expresar cómo me
complace que su apartamento le guste -le escribe ella a su vez-. Desde
ayer, el mío me parece aún más encantador y mis paseos aún más
agradables. No sé cómo agradecerle el placer que me ha proporcionado
al anunciarme Nuestra suite. Cuánto encanto en esa sencilla palabra.» Y
empiezan a jugar al escondite. Cada día, en el transcurso de su salida
matinal, Nadiezhda pasa bajo las ventanas de Chaikovski con el
delicioso temor de encontrarse de pronto cara a cara con él. ¿No
transgredirá él la norma? Ella lo adivina a la vez devorado por la
tentación y paralizado por la idea de disgustarla desafiando lo
prohibido. Como ella, sin duda él se mantiene siempre en guardia,
desconfiando de su propia curiosidad. Esta sensación de burlar a cada
instante el peligro que ambos temen les excita más que la más atrevida
de las caricias. Una noche, en la ópera, cuando asiste a la
representación de II violino di diavolo, Nadiezhda descubre a
Chaikovski sentado en la sala, no lejos de ella. Sus miradas se cruzan.
Se reconocen. Pero, obedeciendo a la consigna que se han dado a sí
mismos, fingen no conocerse y apartan la mirada para evitar el
sacrilegio de una sonrisa banal de cortesía. De vuelta en la villa
Oppenheim, Nadiezhda está exultante: «¡Cómo me alegra haberle visto
en la ópera! Al despertarme esta mañana, mi primer pensamiento ha
sido para usted y todo el día le he sentido cercano a mí. ¡Poco importa
el frío que haga aquí, su vecindad me proporciona delicias infinitas!».
Sin embargo, dado que tiene organizado desde hace tiempo el
programa de sus desplazamientos en vagón privado a través de
Europa, Nadiezhda considera que ha llegado el momento de cambiar
de aires, y hela aquí en Viena, desde donde escribe el 24 de diciembre
de 1878 a Chaikovski, deseándole una feliz Navidad. Mientras tanto, él
tampoco ha podido seguir quieto y se ha apresurado a hacer un viaje a
París, donde espera inspirarse mejor que en ninguna otra parte para
componer su Doncella de Orleans. Pero ¡a cada cual su milagro! Igual
que Juana de Arco oía voces y notaba a su lado una presencia oculta y
tutelar, así Chaikovski va acompañado siempre, en todo lugar y a toda
hora, por el pensamiento de la invisible y eficaz baronesa. Siempre
solícita con su compositor ha alquilado para él un apartamento
soberbio, donde podrá cómodamente cantar los éxtasis y sufrimientos
de su santa heroína. Pero, ¡ay!, las atenciones de Nadiezhda no bastan
para apartar de Chaikovski los problemas de salud, las complicaciones
postmatrimoniales y las decepciones artísticas, que sufre con la
susceptibilidad de un desollado vivo. Tras una noche agitada en la que
los retortijones de estómago y las náuseas le han impedido dormir,
Chaikovski ha querido animarse asistiendo el 9 de marzo de 1879 a la
representación de La tempestad en el Chátelet bajo la dirección de
Edouard Colonne. ¡Horrible desengaño! Le abruma la mediocridad de
la orquesta tanto como la indiferencia del público. Al final, le parece
oír incluso algunos silbidos en medio de los aplausos de cortesía. Este
desdén de los oyentes de París le aflige. Rápidamente empieza a dudar
de su talento. ¿Merece aún el rango que ocupa en la opinión de sus
compatriotas? Advertida de este incomprensible fracaso, Nadiezhda
trata de levantar la moral de Chaikovski y le incita a distraerse
frecuentando los círculos intelectuales de la capital, pues está
convencida de que encontrará admiradores entre los franceses cultos,
como había sido el caso en Rusia. ¿Ha olvidado el fervor con el que
Liev Tolstói se había expresado en otro tiempo sobre su obra? ¿Por qué
no va a ver a Iván Turguéniev, del que todo el mundo sabe, afirma
Nadiezhda, que está casado con la señora Viardot-García, la cantante?
Chaikovski le responde el 19 de febrero de 1879 con una larga misiva,
en la que se complace en analizar su miedo al contacto directo con sus
semejantes: «Soy un salvaje. Cada nueva presentación, cada encuentro
con un desconocido ha provocado siempre en mí los peores
sufrimientos morales. Quizá sea timidez llevada hasta la manía, quizá
sea una ausencia total de sociabilidad, quizá sea el falso temor de
mostrarme tal como soy, quizá la incapacidad de decir lo contrario de
1© que pienso (y esta hipocresía es indispensable para la salvación de
toda relación con un ser humano), en fin, no tengo la menor idea de lo
que es, pero dada la imposibilidad de evitar ciertos encuentros, finjo
sentir placer, represento tal o cual papel, y eso me tortura
horriblemente [...]. Jamás en la vida he dado el menor paso para
conocer a una personalidad, por extraordinaria que fuera; si alguna
vez ocurría, no era por voluntad mía, y de ello no extraía nunca más
que decepción, tristeza y fatiga». Más adelante, tomando el ejemplo de
sus relaciones con Liev Tolstói, reconoce que, a pesar de su admiración
por el autor de Guerra y paz, ha sufrido al oírle cuando exponía sus
aberrantes teorías musicales y negaba todo talento a un coloso como
Beethoven. «Así comenzó nuestra conversación —prosigue— ese gran
escritor, ese genial conocedor del corazón humano, anunciando con
aplomo una opinión que cualquier músico ha de juzgar como
insultante y estúpida. ¿Qué hacer en semejante circunstancia?
¿Discutir? Cierto, discutí [...]. Sin embargo, tuve que ocultarle mi enojo
y hacer comedia, es decir; fingir que era serio y razonable. [...] Después
vino a mi casa varias veces [,..], llegó incluso a llorar, a sollozar, cuando
toqué el andante de mi primer cuarteto a petición suya. Sin embargo, mi
relación con él, como todas las demás, no ha supuesto para mí más que
malestar y sufrimiento [...]. He aquí el porqué, querida amiga, de que
no vaya ni a casa de Turguéniev ni a la de ningún otro.» Tras justificar
de esta manera su misantropía, Chaikovski añade una rectificación que
toca una fibra sensible de Nadiezhda: «Permítame que corrija una
inexactitud que comentan muchas personas. Turguéniev no está
casado y nunca ha estado casado con la Viardot. Ella está casada con
Louis Viardot, que aún vive. Es un escritor muy respetable y traductor
de Pushkin. A Turguéniev no le une con la Viardot más que una
amistad conmovedora y muy pura, que se ha transformado desde hace
tiempo en una costumbre tan profunda que no pueden vivir ya el uno
sin el otro. Sobre esto no cabe la menor duda». De toda la carta, es este
último párrafo el que Nadiezhda relee con mayor emoción: al hablar
de la intimidad entre el escritor y la cantante, es su propia unión con
Chaikovski la que el compositor evoca delicadamente. Chaikovski y la
baronesa Von Meck, Turguéniev y la señora Viardot, ¡dos genios
atados por el corazón, ya que no por la carne, a dos mujeres
excepcionales!
Emocionada por esta «coincidencia», Nadiezhda no piensa más que
en renovar el placer de sus «desencuentros» con el compositor
ofreciéndole alojamiento en su propia residencia* disponiéndolo todo
para ausentarse de ella. En la primavera de 1879, Chaikovski ha
regresado a Rusia y Nadiezhda le escribe para proponerle que pase
una temporada en su finca de Simakij muy cerca de Brailov, a donde
piensa dirigirse ella en los próximos días. «Quisiera organizar en
Brailov -le escribe el 5 de mayo- una vida á nous deux,18 del tipo que
llevábamos en nuestro querido Viale dei Golli; sería muy fácil;
depende por entero de usted. Cerca de Brailov poseo una pequeña
villa, Simaki [...] enclavada en medio de un jardín umbrío, bordeado
por un río y animado por el canto de los ruiseñores [...]. Si acepta venir
a instalarse allí durante un mes o más, durante mi estancia en Brailov,
me haría más feliz de lo que puedo expresar. Así me permitiría revivir
los momentos más maravillosos de mi vida, los que conocí en el Víale
dei Colli. Cierto que en Brailov no podría pasearme cada día por las
inmediaciones de su casa, pero cada día lo sentiría cerca de mí y con
ese único pensamiento estaría feliz, alegre, serena, animada, tendría la
impresión de que, cerca de usted, ninguna villanía puede alcanzarme.»
Temiendo algún absurdo escrúpulo por parte de Chaikovski,

18
«Nuestra». En francés en la carta.
Nadiezhda vuelve a la carga seis días más tarde y, para conseguir que
se decida, invita también a su hermano Anatole a Simaki. Llevada por
la exaltación de una coleccionista de recuerdos, describe al compositor
el arrobo que experimenta al reencontrar, tras el paso del amado, los
lugares en los que él ha vivido mientras ella estaba ausente: «Si supiera
usted con qué indecible placer penetro en las estancias que ha
ocupado, donde parece que su presencia todavía lo impregna todo.
Contemplo su cama y me embriaga la idea de que no hace mucho
tiempo estaba usted acostado en ella y dormía bien». 19 20 Pero ¿no es la
impaciencia amorosa que demuestra lo que atemoriza a ese hombre,
más timorato en su vida que en su música?, se pregunta ella. Carta tras
carta, reitera su oferta de temporadas de descanso hermanadas. Y
respuesta tras respuesta, Chaikovski multiplica las excusas verdaderas
o falsas. Ora son las obligaciones de su carrera, ora las preocupaciones
familiares que lo retienen en Kamenka. Finalmente, el 8 de agosto de
1879, Chaikovski desembarca en Simaki y desde un principio el éxtasis
es total por ambas partes. «Buenos días, querido mío, mi adorable
invitado -le escribe ella al día siguiente de su llegada-. Deseo que
Simaki le agrade tanto como a mí.» Él contesta el 9 de agosto: «Estoy
sentado en el balcón, gozando de esta magnífica velada, volviendo mis
pensamientos hacia aquella a la que debo toda esta dicha, y le doy las
gracias». Repartiendo su tiempo entre el trabajo de composición al
piano y los paseos solitarios por el bosque, Chaikovski se dice a sí
mismo que se había equivocado al tardar tanto en aprovechar una
invitación tan agradable. Ahora bien, el 14 de agosto, en pleno
mediodía, a Nadiezhda, que suele evitar las salidas a esa hora, se le
ocurre ir a tomar el fresco al bosque con su hija Milotchka y algunos
parientes. Ordena enganchar la calesa y se dispone a dar un pacífico
paseo cuando, a la vuelta de un recodo, divisa a Chaikovski, que pasea
también en calesa. Tras unos instantes de estupor que los dejan
paralizados, el compositor levanta el sombrero cortésmente e inclina la
cabeza en un tímido saludo. Nadiezhda lo devora con los ojos y no osa
19
Carta del 5 de mayo de 1879.
20
Carta del 15 de mayo de 1879.
hablar ni sonreír, mientras nota que el corazón se le sube a la boca.
¿Qué hacer? Ni uno ni otro lo saben. Las calesas se alejan y la baronesa
Von Meck, roja de turbación, se esfuerza por reanudar la conversación
con su hija en un tono natural. Al regresar a casa, se encuentra con una
carta que le ha traído Pajulski, que oficia de mensajero entre las dos
casas: «Perdóneme, por amor de Dios, querida Nadiezhda Filarétovna,
por haber calculado mal mi empleo del tiempo y haberme interpuesto
inadvertidamente en su camino, lo que habrá suscitado sin duda
nuevas preguntas por parte de Milotchka y habrá supuesto una
situación violenta para usted, obligada a explicarle por qué el invitado
misterioso de Simaki no la visita jamás, a pesar de beneficiarse de su
hospitalidad». Pero Nadiezhda sabe sacar partido de las cosas. Dos
días después, recobrada de la impresión, se apresta a tranquilizar a
Chaikovski. «Se disculpa usted por ese encuentro y yo en cambio estoy
encantada. No tengo palabras para expresar hasta qué punto me ha
embargado la dicha cuando me he visto cara a cara con usted y he
sentido, por así decirlo, la realidad de su presencia en Brailov. No
deseo ninguna relación íntima entre nosotros, pero el hecho de estar
cerca de usted en silencio y de forma pasiva bajo el mismo techo, como
ocurrió en el teatro en Florencia, o de cruzarme con usted en mi
camino, como anteayer ver en usted no sólo a un mito sino a un ser
vivo al que amo de todo corazón y a quien debo tan extraordinarias
bienaventuranzas, considero que no hay dicha más grande que la de
tales ocasiones imprevistas.»
Poco a poco, como acicateado su apetito por esos accidentes
casuales que los colocan de pronto uno frente a otro, cuando se habían
jurado no verse jamás, Nadiezhda saborea la excitación del pecado. A
pesar de que sigue rechazando una relación continuada con el hombre
al que ha mitificado desde hace años, la baronesa cree que podrían
acordar a veces una breve licencia que les acercara físicamente sin
comprometer su futuro. Estos pequeños arrebatos de perversidad
inocente serían tanto más placenteros por el hecho de no durar más
que unos minutos, el tiempo de una mirada, de una sonrisa, de una
palabra, y de que, a continuación, uno y otro volverían a su buen
comportamiento como fantasmas unidos por las cartas y la música.
Además, la baronesa no está lejos de pensar que, pese a sus reticencias
de solterón aterrorizado por la intrusión de una mujer en su existencia,
también Chaikovski se deleita con esas entrevistas accidentales y sabe
apreciar ciertos caprichos peregrinos de1 su anfitriona. Así pues,
Nadiezhda le anuncia audazmente que el 26 de agosto de 1879 piensa
organizar una gran fiesta con baile de máscaras y fuegos artificiales a
orillas del río de Simaki, con ocasión de la fiesta de su hijo Alexandr
von Meck, y que le gustaría que él pudiera contemplar estos festejos
familiares. Al verse entre la espada y la pared, el compositor acepta
asistir a la fiesta, pero de lejos y de incógnito. Ella no pide más. El día
mencionado, Nadiezhda viste sus mejores galas, se adorna con sus
joyas más valiosas y se dirige a Simaki con una muchedumbre de
invitados. Allí, a orillas del río, con el corazón agitado por un júbilo
culpable, adivina la presencia del amado detrás de los árboles. Se
siente entonces veinte años más joven y se dice que no son ni' las
explosiones inofensivas de los cohetes, ni el torbellino de bailarines con
disfraces abigarrados lo que él observa en silencio, sino a ella sola en
medio de tanta gente, que en su mayor parte no significa nada para él.
Y cuando ella se afana en mostrarse cordial con todos, ataviada con su
vestido de princesa muy escotado y el hábil andamiaje de su peinado a
la antigua, en realidad sólo pretende complacerle a él. Al día siguiente,
Chaikovski le escribe: «He visto muy bien las luces y los fuegos
artificiales. Ha sido infinitamente agradable estar tan cerca de usted y
de los suyos, oír su VQK y vislumbrarla furtivamente, mi querida
amiga, en medio de sus invitados. En dos ocasiones ha pasado muy
cerca de mí, sobre todo la segunda vez, justo después de los fuegos
artificiales. Me encontraba todo el tiempo cerca del cenador al borde
del estanque. Pero mi placer estaba teñido de cierto miedo. Temía que
sus guardas creyeran que yo era un ladrón». Nadiezhda está encantada
con la vigilancia y el temor de Chaikovski, y le responde que le ha
hecho muy feliz saber que él estaba al acecho entre las sombras. Pero
tras esta concesión al momento presente, Nadiezhda retoma una frase
que él le había escrito en una de sus cartas anteriores: «La idea de que
pudiera sobrevivirle me resulta intolerable». ¡Qué confesión tan
sorprendente! Nadiezhda le da las gracias por estas palabras que, en su
opinión, resumen de una forma maravillosa y trágica su relación.
«Ahora -^escribe ella- siento por fin que no estoy sola en el mundo,
que -hay un corazón que late al unísono con el mío […]» Seis veces he
releído su frase e involuntariamente he apretado su carta contra mi
pecho, que se agita, embargado por la gratitud.» El resto de la estancia
de Chaikovski en Simaki es menos rica en acontecimientos. En la
pequeña villa que la baronesa Von Meck ha puesto a su disposición,
trabaja en La doncella de Orleans y termina su segundo concierto para
piano, destinado a Nikolái Rubinstein. Después, dejando a Nadiezhda
en Brailov, parte para Moscú, San Petersburgo y Kamenka. Descansa
apaciblemente en la casa de campo de su hermana, mientras que la
baronesa, siempre ave migratoria, se encuentra ya en París, donde
invita al compositor a reunirse con ella. «En cuanto llegue -le dice-,
estaremos los dos perfectamente, como en Viale dei Colli.» Al serle
recordados sus deberes como novio putativo, Chaikovski hace las
maletas. El 13 de noviembre de 1879 está en Para, donde Nadiezhda ha
alquilado una habitación para él en el hotel Meurice. Pero apenas
instalado, ella se va a Arcachon. A Chaikovski le asombra que esta
riquísima mujer que tiene mansiones en todas partes, tanto en Rusia
como en el extranjero, sienta de vez en cuando la necesidad de
descubrir un escenario, un modo de vida distintos. ¿Será que la gente
que tiene demasiado dinero y demasiada independencia se encuentra
sujeta de forma natural a un nomadismo señorial? ¿Será que un exceso
de satisfacciones materiales engendra una insatisfacción moral
permanente? ¿Será una maldición tenerlo todo y no saber ya qué más
se puede desear?
El 19 de noviembre Chaikovski escribe a Nadiezhda que piensa ir a
la Comédie-Frangaise para asistir a una representación de Le gendre de
M. Poirier, obra de la que se dice que «es una maravillosa comedia
maravillosamente interpretada». Cuarenta y ocho horas más tarde, el
compositor se entera, leyendo Le globe, que el mismo día en que él se
divertía en la Comédie-Fran^aise, el zar Alejandro II había salido ileso
de un segundo atentado. Cuando su majestad volvía a Moscú después
de una estancia en Crimea, una máquina infernal había explotado en la
vía férrea, dañando el convoy que ocupaba el séquito imperial. El
soberano estaba sano y salvo, pero toda Rusia se había alzado en un
movimiento de indignación patriótica. A las gracias amables de Émile
Augier y de Jules Sandeau, Rusia contrapone la horrible tragedia de
una conspiración regicida. ¡Qué contraste entre el espíritu de las dos
naciones!, piensa Chaikovski. ¿Cómo podrían apreciar su obra en
Francia? ¿Acaso no le acusan algunos en Francia de componer una
música bárbara? Aunque raras veces se preocupa por la política,
Chaikovski reacciona con firmeza en una carta a la baronesa Von
Meck: «Creo que el emperador haría bien en reunir a hombres elegidos
de toda Rusia y, con estos representantes de su pueblo, estudiar las
medidas que deben tomarse para luchar contra esas horribles
manifestaciones del espíritu revolucionario más insensato. Pero
mientras todos nosotros, ciudadanos rusos, no seamos llamados a
participar en el gobierno del país, no valdrá la pena esperar un
porvenir mejor». Nadiezhda comparte su indignación. Pero teme que
el necesario rigor de las autoridades, justificado por los últimos
acontecimientos, dañe de una forma u otra la carrera del compositor.
Su premonición es lógica. A principios de diciembre, Chaikovski se
marcha por las buenas de París en dirección a Roma, donde se reúne
con su hermano Modesto y el joven enfermo Kolia Kondrati. Mientras
visita la ciudad como turista maravillado por los monumentos, las
iglesias y los museos, se entera de que también él va a sufrir las
consecuencias del atentado contra el emperador. Por decisión
administrativa, las representaciones de su ópera Opritchnik se han
prohibido sine die, debido a que ciertos delatores han percibido en ella
indicios de connivencia con las teorías revolucionarias. Tras este aviso,
Chaikovski escribirá a Nadiezhda: «La historia de mi Opritchnik es
muy curiosa. El espectáculo ha sido prohibido porque se ha
considerado que el tema tenía, en nuestra época, un significado
subversivo. Je n’ai qu’a m’en féliciter,21 ya que me alegro de toda
circunstancia que impida que esta obra fallida vuelva a ver la luz». 22
¿Lo cree de verdad? No hay nada seguro. En todo caso, la ira que le
inspira la acción de los terroristas borra el levísimo inconveniente
personal que supone para él. Desde Roma vuelve a escribir a la
baronesa para comentar el acto criminal, que no le parece dirigido
contra la monarquía, sino contra el país entero. «He estado a punto de
enloquecer de cólera al enterarme de ese nuevo atentado contra la vida
de nuestro soberano. No sé qué es más sorprendente en todo este
asunto, si la insolencia y el instinto homicida de esa banda de asesinos,
o la impotencia de la policía y de todos aquellos cuyo deber es proteger
al emperador. Uno se pregunta en qué acabará todo esto. Y se pierde
en conjeturas [...]. Empiezo a considerar con aprensión el contraste
entre la maravillosa primavera de la que disfruto aquí [en Roma] y el
rudo invierno que voy a volver a encontrar en San Petersburgo.»
Cuando escribe estas palabras, faltan unos días para la partida de
Chaikovski. Pero se desvía por París y Berlín antes de volver a Moscú y
San Petersburgo. Al reencontrarse con su patria, tiene la impresión de
que le falta el aire y de que hay un asesino oculto detrás de cada
puerta. La mayoría de personas con las que habla están aún afectadas
por los dos atentados frustrados contra el zar. Por más que la
temporada de conciertos se ha reanudado en la capital, incluso los
melómanos piensan menos en la música de Chaikovski que en la
política del gobierno. Con humor taciturno, el compositor visita por
primera vez la tumba de su padre, muerto el 10 de enero de ese mismo
año mientras él estaba ausente, pero cuya desaparición no le ha
afectado más que moderadamente. De pie, con la cabeza descubierta,
trata de recogerse ante la simple cruz de madera que señala el lugar, a
la espera del monumento funerario que su hermano y él han
encargado. «El tiempo era sereno y soleado, pero helaba -escribe a
21
«No puedo por menos que felicitarme». En francés en la carta.
22
Carta del 2 de febrero de 1880.
Nadiezhda-. No pensaba que sufriría tan atrozmente con el frío. Tres
inviernos en países de clima templado me han vuelto friolero. En
general San Petersburgo me produce una impresión mortalmente
pesada y siniestra. ¡Pobre Rusia!» Sin embargo, no le habla aún de la
necesidad de huir al extranjero. Le anuncia incluso que piensa ir a
Moscú para preparar un concierto de sus obras. Pero no pasará allí más
que dos o tres días, dice, «sin que lo sepa nadie». Es muy poco, piensa
ella, pero viniendo de él, hay que contentarse. Nadiezhda también se
encuentra ahora en Moscú y considera un privilegio acoger en su
ciudad a este tránsfuga invisible, aunque sólo sean cuarenta y ocho
horas. Chaikovski llega el 2 de abril de 1880, se instala en el hotel y al
día siguiente ella le escribe con pluma impaciente: «Qué feliz me hace
saber que está en Moscú, aunque resida lejos de mí, pero respiramos
los dos el mismo aire moscovita, comemos sin duda los mismos
bizcochos crujientes y contemplamos la misma basura en las calles».
Ahora bien, parece ser que el destino se empeña en perseguir a la
baronesa en los momentos en que se cree al abrigo de toda
contrariedad. El mismo día en que se instala provisionalmente en
Moscú, Chaikovski le hace saber que, en el transcurso de un paseo a
orillas del Moskova, ha visto detenerse ante él la carroza de
Constantino Nikoláievich, hermano del zar Alejando II. El príncipe,
que conocía ya al compositor y le había expresado su admiración, le ha
presentado a su hijo, el gran duque Constantino Constantínovich, que
también es aficionado a la música y poeta a ratos perdidos. A la
entrevista le suceden numerosas invitaciones a palacio y Chaikovski,
regocijado y halagado, parece haberles tomado gusto. Helo aquí
introduciéndose en el gran mundo. Aunque se queja de temblar de
fatiga y de tener que llevar siempre frac, Nadiezhda adivina su orgullo
por el tributo que se le rinde a la sombra del trono. «El domingo -le
escribe Chaikovski con necia vanidad- estuve desde las dos hasta las
cinco de la tarde en los salones de la señora Abaza [la mujer del
ministro], donde se encontraba también toda la familia de la gran
duquesa Katerina Mijaílovna, y a petición suya toqué unos fragmentos
de mi ópera. La hija de la gran duquesa tiene talento para cantar e
interpretó deliciosamente varias de mis romanzas [...]. El lunes tuve
que asistir a una gran cena en casa del príncipe Vasiltchikov, donde
fui, por así decirlo, el héroe de la fiesta. A esa cena asistieron
numerosos aristócratas. Entre ellos destacaba el príncipe Eugene de
Leuchtenberg, cuya esposa es una excelente cantante y me hizo el
honor de asegurarme que era una ferviente admiradora de mi obra.»
Cómo luchar, cuando no se es más que la baronesa Von Meck, con los
«prestigiosos ruiseñores» que se esfuerzan por hechizar al ingenuo
Chaikovski. Irritada por la enumeración de ecos de sociedad,
Nadiezhda se siente trágicamente desarmada por su elección de no
dejar que se acerque jamás el hombre al que ama. Y, sin embargo, le
repugna imitar los melindres de esas mujeres que hacen ostentación de
sus títulos, de sus encantos engañosos y cuyo juego le parece tan
impropio como las evoluciones de una criatura excesivamente
perfumada. Para ella, la castidad y el misterio que ella pretende
observar ante su ídolo entrañan una ruda y sana amargura que sólo los
expertos saben apreciar y que devalúa las banales golosinas del
sentimiento. A Nadiezhda la atormentan los celos, pero se niega a bajar
los brazos o a cambiar de táctica. Chaikovski será suyo sin haberle
rozado siquiera la mano. Esta apuesta es su orgullo y su secreta razón
de existir. ¿Quién osaría criticarla por su feroz empecinamiento? Él no,
en cualquier caso, ya que aprueba estas restricciones excitantes, según
cree Nadiezhda, y ya no podrá pasar nunca más sin ellas. Menos de
una semana después de los festejos en los que ha estado a punto de
dejarse introducir como novicio, el compositor le hace saber que va a
abandonar Moscú para irse a Kamenka. Por otra parte, Nadiezhda se
prepara para irse a su querido Brailov. A veces la baronesa se pregunta
cuáles son los auténticos motivos de la inquietud viajera que comparte
con él. Se diría que ambos temen el sedentarismo, como si vieran en él
los síntomas de una enfermedad paralizante. Pero mientras que
Chaikovski corre a diestro y siniestro en busca de inspiración, ella se
desplaza con toda la impedimenta de familia y sirvientes, sin más
objetivo a la vista que la búsqueda desesperada de sí misma.
VI

Durante los últimos meses de 1880, Nadiezhda reside en Brailov,


mientras que Chaikovski sigue en Kamenka. ¿Por qué diablos no
acepta él la invitación de ir a Simaki, que ella le repite carta tras carta
con una autoridad suplicante? Nadiezhda no le oculta que está en
mejor sintonía con él cuando tienen el mismo cielo gris sobre la cabeza
y la misma nieve inmaculada bajo los pies. A fuerza de vivir
apasionadamente las relaciones intemporales que se han establecido
entre ellos, la baronesa experimenta la necesidad de ofrecer a algunos
de sus allegados la ocasión de una consumación amorosa que se niega
a sí misma. Su experiencia en las relaciones platónicas hace que sienta
deseos de nupcias oficiales para los demás. Así, se empeña en casar a la
más joven de las sobrinas de Chaikovski, Natacha Davidova, con su
hijo Nicolái von Meck, al que llaman Kolia, cuya juventud no le parece
un obstáculo insuperable. Y cuando Chaikovski expresa ciertas
reservas sobre la oportunidad de una unión tan precoz, ella le
responde que es actuando con mucha antelación como se hacen los
mejores emparejamientos. La idea de echar a una de las sobrinas de
Chaikovski en los brazos y luego en el lecho de su hijo le produce el
efecto de una consumación mística. Por las venas de los descendientes
de los tórtolos correrán las sangres maravillosamente mezcladas de dos
seres extraordinarios, Chaikovski y ella misma, que, sin embargo, no se
habrán entregado jamás al pecado de la carne. La perspectiva de esta
herencia legendaria, mantenida a través de las generaciones, compensa
a sus ojos el destino mediocre de sus otros hijos. Al haberse casado
Alexandra y Lidia, la primera con un oscuro conde Bennigsen y la
segunda con un alemán rico, Levis de Maynard, su progenie ha
recibido una educación germánica y no habla ruso, lo que es motivo de
consternación para Nadiezhda, teniendo como tienen a una baronesa
Von Meck en la familia. Por suerte, ha mantenido a su lado a su hija
Julia, que tiene ahora veintisiete años y cuya gracia, sensibilidad y
devoción la satisfacen mucho más que la juventud y la espontaneidad
de su hija pequeña, Milotchka. En cambio, no siente la menor simpatía
por su primogénito, el calamitoso Vladímir, que además carga con una
mujer, Tatiana, que se droga por estupidez y ociosidad. Cuanto más
decepcionada está la baronesa Von Meck con su familia, más exige a la
música y a los músicos que le curen sus accesos de melancolía. Al
tiempo que intercambia con Chaikovski sus sueños de matrimonio
entre los jóvenes, sigue atenta a la carrera de su amado. Está al
corriente de todo, sea por el propio compositor o por amigos comunes,
y sabe que en Simaki ha terminado la orquestación de su Juana de Arco
y que ha añadido uú movimiento a su Suite. Dos semanas antes, la
baronesa había recibido la reducción para piano de la Cuarta sinfonía y,
después de haberla tocado varias veces, había experimentado una
conmoción tan grande que se había creído en la obligación de revelar a
Chaikovski con toda franqueza y descaro que estaba locamente
enamorada de él. «Estos sonidos divinos se adueñan de todo mi ser,
excitan mis nervios, someten a mi cerebro a una exaltación tal que llevo
dos noches sin dormir. Presa de una felicidad devoradora, se me abren
los ojos como platos desde las cinco de las mañana, y al llegar las
primeras luces del alba no me apremiaba más que el deseo de volver a
sentarme al piano y tocar [...]. Piotr Ilich, quiero que esta sinfonía sea
mi sinfonía, ninguna otra persona es capaz de sentir lo mismo que yo al
oírla [...]. Dudo que pueda comprender los; celos que siento por su
culpa, a pesar de la ausencia de todo contacto personal con usted.
¿Sabe que siento unos celos absolutamente imperdonables, los de una
mujer que está enamorada de un hombre? ¿Sabe que sufrí cruelmente
cuando usted se casó? Tuve la impresión de que me arrancaban un
pedazo de mi corazón. La idea de que vivía cerca de esa mujer me
hería y me hacía experimentar una gran amargura. Seguramente no
habrá sospechado tanta maldad en mí, pero me alegré al saber que era
desgraciado con ella. Es un sentimiento que me recrimino a mí misma.
Creo que no lo he dejado nunca traslucir ante usted, pero tampoco he
sabido reprimirlo. Odiaba a esa mujer porque no sabía hacerle a usted
feliz, pero la habría odiado cien veces más si le hubiera dado la
felicidad. Pensaba que ella me había robado lo que no me pertenecía
más que a mí, ya que yo le amaba más que ninguna otra persona en el
mundo, y que eso me daba sobre usted un derecho imprescriptible. En
caso de que le incomode ser informado de todo esto, perdóneme por
esta confesión incongruente. ¡Si me he dejado llevar hasta tales
extremos, la culpa la tiene la sinfonía! Sin embargo, creo que es mejor
que usted sepa que no soy la criatura ideal que supone. Además, todo
esto no ha de modificar en absoluto nuestras relaciones. Quiero que
sigan como están, que no cambie nada hasta el final de mis días, y que
ninguna persona... pero no seguiré hablando. No tengo derecho a
decirlo... Perdóneme y olvide todo lo que acabo de decirle. Tengo la
cabeza trastornada.» La respuesta que le envió Chaikovski en su
momento, y que ella relee todavía, la dejó un poco desencantada.
Desde luego Chaikovski le repetía que la sinfonía le pertenecía tanto a
ella como a él, lo que representaba una unión más íntima que la que
bendecía la Iglesia, y que su amor por ella era «demasiado fuerte para
expresarse de otra forma que no fuera con la música», pero ella tiene la
impresión de que el compositor intenta «cumplir el trámite» con una
sucesión de frases admirables cuando en realidad no hay calor en su
corazón. Nadiezhda piensa para sí, además, que Chaikovski siente una
inquietud fuera de lo normal por la suerte del joven Aliocha Sofronov,
el devoto ayuda de cámara por el que vela como si fuera un hijo y que
ha alcanzado la edad del servicio militar, por lo que va a ser sometido
a la dura prueba del sorteo. Si le toca un mal número, tendrá que
pasarse cuatro años como mínimo sirviendo a su país. Ante la idea de
una separación tan larga de su «querido Lionel», de su «pichón»,
Chaikovski no puede disimular su angustia. Este tierno sentimiento
del maestro hacia un pequeño mujik al que se ha entretenido en pulir y
que quizá tendrá que incorporarse al ejército con tantos otros jóvenes
de su edad irrita a Nadiezhda. Además, ¿por qué se interesa tanto por
los asuntos de ese pequeño sordomudo, Kolia, de cuya educación se
ocupa su hermano Modesto? Bruscamente, Nadiezhda descubre que
está dispuesta a reprocharle que desperdicie su sensibilidad
ocupándose de personas que no valen la pena. Después recobra la
compostura, avergonzada de su conducta, y decide redimirse
encargando una joya simbólica para Chaikovski y que le servirá
también como talismán. Tras recibir de la casa Cartier de París un
recargado reloj, cuya caja ostenta por un lado la representación en
miniatura de las tres Gracias coronando a Apolo, y del otro a una
Juana de Arco escuchando sus voces, encomienda a Marcel Karlovitch,
su hombre de confianza, que se lo entregue a Chaikovski al recibirlo en
Brailov. Nadiezhda ha dispuesto el escenario hasta en sus más
mínimos detalles. El 2 de julio de 1880, Chaikovski llega de Kamenka y
franquea el umbral de la vasta mansión señorial que Nadiezhda se ha
apresurado a abandonar un mes antes para instalarse en Suiza, en
Interlaken. Al recibir de manos del factótum el estuche sellado en el
que reposa la joya de relojería, se siente momentáneamente violento;
después desdobla la nota que acompaña el estuche y lee: «Mi alma
estará presente en él, aunque invisible, y si el alma existe, la mía no le
abandonará a usted jamás».
Como de costumbre, desde la distancia Nadiezhda imagina la
sorpresa, la confusión del amado al descubrir el regio regalo. Le parece
incluso que habría sido menos feliz si se lo hubiera entregado con sus
propias manos. Unos días más tarde, recibe el agradecimiento de
Chaikovski y experimenta la más viva satisfacción. A Chaikovski le ha
maravillado tanto la belleza del objeto, afirma, como los sentimientos
que han inducido el gesto de la baronesa: «Pero permítame protestar
enérgicamente contra la suposición de que yo podría sobrevivirle.
Vivamos, pues, juntos, mi querida amiga, el mayor tiempo posible [...].
Este reloj lo llevaré conmigo hasta el último día de mi vida, no para
despertar su recuerdo, puesto que no la olvido ni un solo minuto y no
la olvidaría jamás, aunque viviera mil años, sino porque me es
infinitamente grato llevar conmigo alguna cosa cuyo indescriptible
refinamiento demuestra su bondad y el valor moral del sentimiento de
amistad que mi música y yo mismo hemos tenido la suerte de
inspirarle».23 Así mismo, le anuncia que su Juana de Arco se montará el
próximo invierno en San Petersburgo. ¡Nadiezhda deplora
sinceramente que sus proyectos de viaje le impidan estar en la capital
el día del estreno! Mientras él disfruta del verano ucraniano en Brailov,
ella se maravilla de los paisajes suizos, se pasea con sus hijos, celebra
con ellos y con champán el cumpleaños de su genial amigo y le
anuncia de pasada que acaba de acoger a un joven músico, premio
extraordinario del Conservatorio, que le ha enviado Edouard Colonne:
«Tiene veinte años, pero aparenta dieciséis; es un producto genuino de
los bulevares, un pilluelo de París», escribe Nadiezhda. El «pilluelo de
París» se hama Achille Claude Debussy. Rápidamente la baronesa
pone al recién hegado al corriente de su admiración por Chaikovski y
le invita a familiarizarse con el estilo del maestro descifrando la
trascripción para piano de sus obras. La técnica del invitado le parece
perfecta y opina que no carece de brío, si bien su admiración por
Massenet la contraría un poco. De todos modos, lo contrata como
profesor de música de sus hijos. Tras haberlo ligado a la familia, se
interesa por las «pequeñas piezas» que compone Debussy y le encarga
el transporte a cuatro manos de El lago de los cisnes. Cuando considera
que lo ha «domesticado» lo suficiente, le da el apodo afectuoso de
«Bussik» y lo lleva por etapas a Florencia, Venecia y finalmente a
Brailov, que Chaikovski ha abandonado antes, naturalmente, según su
convenio habitual. Después Nadiezhda lleva a Bussik a Moscú y lo
instala cerca de ella, en su palacete del bulevar Rojdestvenski. Al
conocer mejor al joven francés heno de promesas, le asombra su afición
por el estilo de un Borodin y un Mussorgski. Después de haber oído en
un concierto la Sinfonía n° 1 del primero y Una noche en el Monte Pelado
del segundo, se pregunta si es ella o es él quien se equivoca al
interesarse por esta música primitiva y ostentosa. Envía a Chaikovski
una fotografía de algunos músicos que ha vinculado a su persona,
entre los cuales se cuentan Pajulski y Debussy.
Chaikovski echa un vistazo al grupo y le llaman la atención la
mirada inspirada y las manos elegantes de Debussy, y escribe a
Nadiezhda: «Me recuerda a Antón Rubinstein en su juventud. ¡Quiera
Dios que tenga una parte de su genio!». Nadiezhda creía haber
despertado los celos de su predilecto y se siente decepcionada por la
tranquilidad filosófica mostrada ante la idea de una posible rivalidad
entre el pequeño Bussik y él. En realidad, Chaikovski está tan
absorbido por su trabajo que no ve nada más allá de su piano y sus
partituras. Refugiado en Kamenka, está componiendo una nueva
ópera, Mazeppa, inspirada por el poema Poltava de Pushkin, un
Concierto n° 2 para piano, una Serenata, y una overtura triunfal, titulada
El año 1812. Mientras Nadiezhda lo cree en plena euforia creadora, se
entera de que el 18 de diciembre, después de haberse tocado su
Liturgia en la Sociedad Musical Rusa, Chaikovski ha sido
violentamente atacado en un artículo firmado por «Un viejo sacerdote
de Moscú», pseudónimo -¡oh, qué transparente!- del obispo de Moscú,
Ambrosio. El venerable eclesiástico acusa a Chaikovski de profanación:
«La música sacra está destinada a la iglesia y no a una sala de
conciertos -escribe-. El texto de la liturgia no es una leyenda que pueda
servir para realizar un libreto». Según el obispo, Chaikovski había
cometido un sacrilegio imperdonable al autorizar la interpretación de
su Liturgia en un recinto no sagrado. Este absurdo reproche despierta
en Nadiezhda el recuerdo de sus antiguas discusiones con Chaikovski
sobre la diferencia entre la fe sincera y los dogmas arcaicos de la
religión. Pero por suerte, la prensa liberal se adueña del suceso y el
crítico de Los nuevos moscovitM felicita al compositor por te nobleza de
su inspiración y propone incluso que a la última semana dd año 1880
se le dé el nombre de 1a «Semana Chaikovski». ¡Magnífica
consagración tras una censura injustificada! Aunque reconfortado por
este éxito, Chaikovski no deja de temer la opinión del público en el
estreno de su Eugenio Oneguin el 12 de enero de 1881 en el teatro
Bolshoi de Moscú. Nadiezhda sigue retenida en Brailov, de modo que
no puede asistir a la representación y aguarda con impaciencia que el
autor le haga un relato exacto de la velada. En cuanto regresa a su casa
tras los últimos bravos, Chaikovski escribe a la baronesa Von Meck:
«Al principio, el público ha acogido mi ópera con cierta frialdad, pero
conforme se desarrollaba la acción, el éxito se ha ido definiendo y todo
ha terminado del mejor modo posible».24 El compositor se prepara para
los elogios de la prensa. Ahora bien, las críticas son tibias y a veces
hasta reticentes. En cambio, La doncella de Orleans, representada el 13 de
febrero de 1881 en el teatro Marinski de San Petersburgo, es un triunfo.
Chaikovski, que se ha comprometido a asistir a la gala, tiene que salir
veinticuatro veces a saludar. Las piernas le flaquean. Como de
costumbre, teme que esta suerte excesiva sea el presagio de una
catástrofe. Y, en efecto, unas semanas más tarde, el 1 de marzo de 1881,
una terrible noticia hace arrodillarse a toda Rusia: el zar Alejandro II,
libertador de los siervos, acaba de morir tras un tercer atentado, el más
audaz de todos. Cuando volvía de un desfile de la guardia, un
desconocido, mezclado entre los curiosos, se separa de la multitud y
arroja una bomba sobre la calesa imperial. La explosión mata a los
caballos, a algunos transeúntes y a tres cosacos de la escolta. Cuando el
zar, milagrosamente ileso, se apea de la calesa y con sangre fría se
acerca al criminal que la muchedumbre pretende linchar, un cómplice
que se ocultaba entre los mirones lanza una segunda bomba a los pies
del emperador. Con las dos piernas hechas trizas, el soberano es
trasladado a palacio, donde expira dos horas después en medio de
atroces sufrimientos. Estaba a punto de publicar al día siguiente un
manifiesto anunciando la reforma del Consejo de Estado y la creación
de una cámara de representación popular. Si los terroristas lo han
asesinado es porque han adivinado que estaba a punto de debilitar su
determinación al adelantarse a sus deseos. Escandalizado por el
salvajismo de estos profesionales del asesinato, Chaikovski cree que
todo el año 1881 ha quedado marcado por un signo nefasto. Otras tres
muertes golpearán al mundo artístico en este mismo período: a la
desaparición de Dostoievski el 9 de enero, le sucederán las de Nicolái
Rubinstein y, cinco días más tarde, la de Mussorgski. Chaikovski se
siente especialmente conmocionado por la muerte de Rubinstein,
puesto que la noticia le llega cuando se encuentra en París y es
precisamente en esta ciudad donde su amigo ha exhalado el último
suspiro. Aun cuando no ha visto el cadáver en su féretro, asiste al
funeral oficiado en la iglesia ortodoxa de la calle Daru. Al volver de las
exequias, escribe una carta a Nadiezhda confesándole su obsesión por
la muerte y su acercamiento a Dios: «Mi cabeza está llena de tinieblas
[...]. Siento que me acerco cada vez más al único remedio que existe
contra todos nuestros males. Siento que empiezo a aprender a amar a
Dios, cosa que no sabía hacer antes. He descubierto ya una alegría
inexpresable al inclinarme ante la sabiduría divina, inexplicable, pero
incontestable. Le rezo a menudo con lágrimas en los ojos (¿Dónde está?
¿Quién es? No lo sé, pero estoy seguro de que existe) y le suplico que
me dé amor y paz, y que me perdone y me ilumine. Me es grato
decirle: Señor, hágase Tu voluntad».25
De vuelta a San Petersburgo tras estas meditaciones místicas, el
compositor constata el desasosiego de sus habitantes ante el incierto
futuro que aguarda al país. «Hace cinco días que estoy en San
Petersburgo -escribe a Nadiezhda el 30 de marzo de 1881-. Todo es
siniestro en la ciudad, empezando por el tiempo, que es terriblemente
frío y no anuncia la primavera. Los habitantes están abatidos. En todos
los rostros se lee el miedo al mañana. Yo mismo tengo la impresión de
que estamos todos sobre un volcán cuya erupción inminente enterrará
toda la vida sobre la Tierra. No tengo más que un deseo: huir a alguna
parte, lo más lejos posible.»
La paz de espíritu la buscará en primer lugar en Kamenka. Allí
continúa desatando su furia contra los nihilistas rusos, vampiros
sedientos de sangre «a los que es preciso destruir, puesto que na hay
otro remedio para este mal», escribe a Nadiezhda. Ella sigue
temerosamente refugiada en Brailov y condena también la violencia
que hace estragos en Rusia. Al escribir a Chaikovski, se lamenta sobre
todo de los recientes pogromos que han tenido por objetivo a los
inofensivos judíos de la región. «Una cincuentena de individuos han
saqueado las casas de los judíos -relata-. Lo han arrojado todo a la calle
desde el segundo piso. ¡Nuestros pobres judíos de Brailov están
aterrorizados, más aún cuando las autoridades no toman ninguna
medida para impedirlo! ¡Qué época tan horrible e insoportable!»26
En realidad, le asaltan problemas mucho más graves. La baronesa
tiene reveses de fortuna. Ha sufrido pérdidas que se cifran en millones
de rublos. No obstante, calcula que le quedará bastante para mantener
a Chaikovski y a los amables músicos de su círculo. No piensa siquiera
en vender algunas tierras, ni de Brailov ni de ninguna otra parte. Tal
vez, como mucho, arrendará su finca de Simaki. El 16 de enero de 1881
anuncia incluso a Chaikovski: «Tengo intención de instalarme
definitivamente en Brailov a fin de ocuparme de la administración y de
obtener una renta de la finca. En cuanto a la razón por la que tengo
necesidad de esa renta, se la explicaré más adelante, cuando se haya
resuelto todo». No hace falta más para que Chaikovski se inquiete por
las consecuencias de estas restricciones presupuestarias en su propio
tren de vida. En todo caso, en adelante sentirá escrúpulos por
continuar recibiendo tan generoso sueldo de parte de la baronesa. «En
nombre del cielo, querida amiga —le escribe el 23 de febrero de 1881-,
no olvide que tengo abiertas las puertas de los dos Conservatorios y
que, desde ese punto de vista, tengo el sustento absolutamente
garantizado. La libertad y la vida de lujos materiales que llevo ahora
son bienes preciosos, pero se volverían penosos si constatara que me
estoy aprovechando en detrimento de una amiga demasiado discreta y
generosa. Se lo ruego, sea totalmente franca conmigo en este tema y
sepa, usted que es mi mejor amiga, que para mí supondría la mayor de
las felicidades renunciar a los bienes materiales más placenteros si con
ello pudiera mejorar su situación, por poco que fuera.»
¡Con qué alivio se enterará unos meses más tarde, por una
indiscreción, de que la baronesa ha vendido sus acciones del ferrocarril
de Libavo-Romensk por tres millones ochocientos mil rublos,
rehabilitando así definitivamente sus finanzas!
Después de que Nadiezhda haya tranquilizado a Chaikovski con
respecto al futuro material de su extraña relación, el compositor sólo
sufre moralmente por una ausencia: la de Aliocha Sofronov, que
realiza su servicio militar, ya que se trata de un joven delicado y
escasamente preparado. De vez en cuando Chaikovski va al cuartel
para visitarlo y darle ánimos. Regresa horrorizado por la brutalidad y
la vulgaridad que reinan entre los soldados. Aunque evita confiar a
Nadiezhda su desesperación, ella es demasiado astuta como para no
percibir que su genial compositor sufre por estar separado del solícito
criado como si hubiera perdido a un hijo o a una novia. Sabe también
que en los últimos meses Chaikovski se ha dado a la bebida para
mitigar su soledad. Ahora bien, a pesar de estos trastornos y de la
insatisfacción permanente, Chaikovski ha de dominarse una vez más
para ocuparse de la desintoxicación de su sobrina, Tatiana Davidova,
morfinómana y neurótica, y de la hermana de ésta, Sacha Davidova
(Alexandra), cuyos cólicos nefríticos son un suplicio constante.
Desbordado por estas preocupaciones de toda índole, se exilia en París,
mientras que Nadiezhda abandona Rusia para disfrutar de su fantasía
ambulante entre Viena, Niza y París. Lo esencial, afirma en sus cartas,
es huir de San Petersburgo, donde los festejos de la coronación no
harán más que incitar a los nihilistas a perpetrar nuevos atentados. Ni
siquiera la enfermedad del pequeño Micha, cuyo débil corazón
inquieta a los médicos, la decide a regresar a Rusia. Instalado de nuevo
en Kamenka, Chaikovski finge aprobar la aversión de la baronesa a
volver a una patria que ya no es más que una guarida de asesinos.
Además, las informaciones que llegan a Nadiezhda sobre los alborotos
que agitan toda Francia le hacen temer el contagio revolucionario de
un país tan ingenuo y vulnerable como el suyo» Precisamente, los
periódicos anuncian una extraña radicalización de la política francesa.
Tomando como pretexto un manifiesto contra la república lanzado a la
ligera por el príncipe Napoleón Víctor Bonaparte, el gobierno se
ensaña con los últimos representantes de la monarquía, lo que anima a
todos los «nihilistas» profesionales a alzar la voz. Erigiéndose en
defensor de una nobleza amenazada por el vil populacho, Chaikovski
escribe a la señora Von Meck: «¡Qué fealdad la de la política francesa!
Por culpa de ese desdichado príncipe Napoleón, que hace reír al
mundo entero con su manifiesto, ahora quieren perseguir a todos los
príncipes y en especial a toda la casa de Orleans, tan respetable y
alejada de las intrigas. Me repugna profundamente el gobierno francés
en general y su persecución insensata de los príncipes en particular».
La baronesa lo supera con creces en indignación. Para ella, los
franceses, con sus ideas democráticas, están lo bastante locos como
para incendiar toda Europa. De vuelta en Rusia procedente de Viena,
la baronesa maldice a los promotores de disturbios, sea cual sea su
nacionalidad, que se escudan en principios humanitarios para justificar
su locura. «Al volver aquí -escribe a Chaikovski-, he experimentado el
placer real de encontrarme de nuevo en casa. [...] Con este motivo, he
meditado sobre los peligros del sentimiento falsamente humanitario
del que son víctimas las personas que admiran a Proudhon y que han
adoptado por divisa su ampulosa fórmula: “La propiedad es un robo”.
¡Qué estupidez! Todo ser humano, tanto si pertenece a la elite como si
dispone de una ínfima inteligencia, no tiene cosa más valiosa que
aquello que constituye su “propiedad”. Lo confirma el proverbio
[popular]: “¡Todo lo que es tuyo es bueno!”. Sin embargo, la esencia de
una doctrina (¡si se puede considerar el nihilismo como doctrina!) se
basa en esa frase, que no es más que una pompa de jabón.» 27
Chaikovski le responde a vuelta de correo, suscribiendo de todo
corazón las opiniones de Nadiezhda. «Lo que dice usted sobre el
comunismo es absolutamente exacto. Sería imposible encontrar una
utopía más insensata y contraria al instinto de la propiedad que es la
base de la naturaleza humana.» Ahora bien, aunque condena la
ceguera de los revolucionarios de todo pelaje, no puede por menos que
sublevarse contra ciertas medidas di las autoridades de su patria.
Mientras el desdichado Aliocha languidece y se marchita tras varios
meses de servicio militar, he aquí que, obedeciendo a absurdas
consideraciones, el zar acaba de prolongar la duración de dicho
servicio para los jóvenes reclutas. Era de cuatro años y a partir de
ahora será de seis. Aterrado por este decreto inicuo, Chaikovski busca
una escapatoria desesperadamente. El caso es que Aliocha ha contraído
el tifus. Excelente excusa para dispensarlo de ejercicios y faenas. Se
restablece ahora poco a poco en la enfermería. Pero Anatole obtiene
para el joven un permiso de un año, aduciendo la necesidad de una
buena convalecencia.
Chaikovski tiene la impresión de que esta inesperada prórroga le ha
sido concedida a él mismo gracias a su buena conducta. La baronesa
comparte su alegría casi paternal con un deje de ironía. El compositor
está convencido de que se abre ante él una segunda vida porque ha
recuperado a Aliocha. Además, toda Rusia tiene esta sensación de
renacimiento después de la ascensión al trono del zar Alejandro III. Se
cuenta que este soberano de constitución atlética es digno de los
antiguos paladines de las leyendas rusas. Gigante barbudo de anchos
hombros, capaz, según se afirma, de estrujar una herradura entre sus
manos, el zar ha decidido desde un principio defender una política
contraria a la anterior y hacer entrar en razón a los aprendices de
terroristas que sueñan con socavar el trono. Por ello, Nadiezhda y
Chaikovski otorgan buenos augurios para este autócrata nacionalista y
reaccionario. Deseoso de demostrar su fidelidad a un emperador tan
fuerte y resuelto, Chaikovski vuelve a San Petersburgo el 15 de mayo
de 1881, justo a tiempo para recoger los ecos de la solemne coronación
que se desarrolla, según dicta la costumbre, en la catedral de la
Asunción de Moscú. Inmediatamente después, regresa a París con el
sentimiento del deber cumplido. En enero de 1883, su sorpresa es
grande al ver llegar a su hermano Modesto, acompañado de su sobrina
Tania Davidova, la drogadicta. Medio inconsciente, al borde de una
crisis de nervios, Tania se arroja en brazos de su tío y le confiesa llorosa
que, para colmo de males, está embarazada de cinco meses. No sabe de
quién es el hijo que espera, pero es probable que se trate del joven Félix
Blumenfeld, que le hacía la corte en Kamenka y ha desaparecido
después para evitarse líos. Modesto se las ha apañado para que los
demás miembros de la familia Davidov no sepan nada del embarazo
de Tania. Dada su neurosis, el compasivo Chaikovski la ingresa para
una cura de desintoxicación en una clínica de Passy que dirige un
alumno del gran Charcot.23 Tania ha mejorado cuando empieza a sentir
los dolores del parto, que se produce el 28 de abril de 1883, y
Chaikovski acude a visitar a Tatiana, que está extenuada y delira. El
compositor coge al bebé en brazos y no oculta su emoción ante este
pequeño ser tan endeble y misterioso en el que se adivina aún la
pertenencia al mundo prenatal.
Se decide que se dará a criar al niño en algún lugar de Francia. Los
gastos del parto y los diferentes honorarios que se derivan del mismo
los paga el «señor Pierre de Chaikovski». Desde sus primeros vagidos,
el recién nacido recibe el nombre de Georges-León y el apellido de la
familia, como debe ser, Davidov. Al día siguiente del parto, Chaikovski
tiene un sueño tan desconcertante que se lo cuenta con pelos y señales
a la baronesa Von Meck. En él se ha visto al mismo tiempo con los
rasgos de un recién nacido y los de su propio padre (fallecido en 1881).
Y este padre resucitado le ayudaba a bajar por un barranco. Pero, en
lugar de sostenerlo, su padre lo empujaba al abismo. Adulto y bebé a la
vez, salvador experimentado y víctima inocente de una caída sin fin en
la oscuridad, se pregunta si este sueño premonitorio no significará que
su suerte está ligada a la de un niño. Antes de que Chaikovski revele a
Nadiezhda la llegada a París de una Tania neurótica y embarazada, a
la baronesa la han puesto ya al corriente de las últimas peripecias de
este embrollo sentimental y ginecológico. Le divierte el ajetreo del
célebre compositor transformado en enfermero y casi en comadrona, y
se apresta a socorrerlo, enviándole la suma necesaria para cubrir los
gastos médicos y de hospitalización.
No obstante, al releer atentamente su correspondencia con
Chaikovski, la baronesa constata que la visión del bebé Georges-León
ha enternecido de forma evidente al compositor, que parece atraído
además por otro sobrino, el joven Vladímir Davidov, hijo de su
hermana Alexandra, más conocido en la familia por el apodo cariñoso
23
Jean-Martin Charcot (1825-1893). Científico francés que en 1882 fundó una clínica neurológica única en Europa y se interesó
especialmente por la neurosis, entonces conocida como histeria.
de Bob, y que tiene ahora doce años cumplidos. Chaikovski no oculta a
Nadiezhda el placer que siente al escuchar el parloteo inocente de Bob
y al tocar el piano con él a cuatro manos. A ella le complace constatar
lo sensible que es a la ingenuidad refrescante del muchacho. Esta
capacidad para ponerse espontáneamente al nivel de un interlocutor
infantil le parece el signo de una apertura del corazón. ¿No hace falta
ser un niño para vivir en la música y para la música? Entonces, de
pronto, atenazada por una horrible sospecha, la baronesa se pregunta
si, en lugar de imaginar una rival en cada mujer que se acerca a
Chaikovski, no debería más bien interrogarse sobre la naturaleza del
entusiasmo que demuestra por los chicos muy jóvenes, en general, y
por Bob, en particular.
VII

Con cincuenta años, a la baronesa Von Meck se le ocurre que tiene más
razones que nunca para evitar todo encuentro con Chaikovski. Su
espejo refleja la imagen de una mujer flaca, poco atractiva, de rasgos
viriles, con la piel amarillenta, arrugada y los párpados ajados, pero de
mirada viva y hombros erguidos. No ha perdido un ápice de su
espíritu dominante ni de su sentido de la organización. Tiene ojos para
todo y en todas partes. Se trate de la carrera de Chaikovski, de la
gestión de sus tierras o del porvenir de sus hijos, sobrinos y sobrinas,
ella tiene algo que decir y su autoridad es tanta que raramente hay
quien ose hacerle frente. Así es como, a pesar de todos los recuerdos
que la unen a los lugares de su juventud, vende su querido Brailov,
invierte en el extranjero una parte de los fondos obtenidos y, con el
resto, adquiere una propiedad en Plestchievo, más modesta, pero con
la ventaja de estar cerca de Moscú. Completa la operación con la
compra, en Francia, de una quinta Luis XIII, Bel Aire, situada en Indre-
et-Loire, y de una confortable villa en Niza 23 para pasar soleadas
vacaciones en familia. Los viajes han sido siempre una parte integrante
de su vida, como de la vida de Chaikovski. Peregrinos infatigables,
llevan existencias paralelas, lejos el uno del otro, y le piden al alma que
supla la indiferencia de su piel. No cabe duda de que tienen siempre
tantas cosas24 que contarse cuando se escriben porque sus caminos no
se cruzan jamás.
Un día, de paso por Berlín, Chaikovski anuncia a Nadiezhda que le
ha decepcionado sobremanera una representación del Tristán e Isolda
de Wagner, pero que, por el contrario, está convencido del genio etéreo
de Mozart tras haber escuchado ocho veces en París Las bodas de Fígaro,
cuya música, afirma, le «hace entrar en calor» y le da la impresión de
24
Cf. Wanda Bannour: L'itrange Baronne von Meck.
ser feliz, «como si acabara de cumplir una buena acción». Sin entrar
con él en una controversia musical, que, en opinión de la baronesa, no
sería oportuna, le responde con un tono fríamente práctico,
informándole de las dificultades presupuestarias por las que atraviesa
a pesar de sus últimas transacciones inmobiliarias y bursátiles. En
realidad, si le da a conocer así sus aprietos financieros es porque juzga
necesario advertirle de que posibles reveses de fortuna podrían llevarla
a reducir, o incluso a suprimir, la pensión que le tiene asignada desde
hace años. Esta idea no se le habría ocurrido jamás si él hubiera
mostrado la misma actitud de confianza y afecto exclusivo de antaño.
Pero, en los últimos tiempos, los éxitos mundanos y las felicitaciones
oficiales han embriagado a Chaikovski. Después de componer por
encargo una Marcha de la coronación y de que el zar se lo agradeciera
regalándole una sortija con un soberbio diamante, el compositor va de
palacio en palacio y de alteza en alteza. Antón Rubinstein, el hermano
de Nikolái, ha hecho que se aplaudieran las últimas obras de
Chaikovski en cada uno de sus recitales. Cada vez se habla más de él
en los periódicos extranjeros como de una figura eminente de la
música rusa. Temiendo que se le escape, Nadiezhda se dice a sí misma
que le urge mostrarle lo que arriesga alejándose de ella para acercarse a
otros protectores o protectoras. No hay maniobras indignas para una
mujer que ama, deseosa de conservar el objeto de su pasión. Igual que
ciertos hombres no son plenamente felices más que satisfaciendo sus
deseos con criaturas venales, también ella tiene la convicción íntima de
que su afecto por Chaikovski es más intenso por el hecho de pagar
para obtenerlo. Lo que excita a la vez su orgullo y su cariño es el
pensamiento de que compra a su compañero virtual como si fuera una
mercancía. Se diría que la pasión que siente por él se centuplica con la
idea del dinero que ha de entregarle a cambio. A fuerza de reflexionar
sobre su situación, la baronesa se encuentra tan extrañamente dividida
entre la dignidad y la confusión como si su castidad la hubiera
encanallado.
Esta reflexión sobre sus propios sentimientos no supone retraso
alguno para el proyecto, concebido desde hace tiempo, de casar a su
hijo Nikolái von Meck con una de las sobrinas de Chaikovski. En un
principio había pensado en prometer a Kolia con la joven Natacha
Davidova, pero después de muchas vacilaciones, ha decidido ofrecerle
este honor a otra sobrina del gran hombre, Anna Davidova. Por lo
demás, poco importa a la baronesa que se trate de Natacha o de Anna,
con tal de que se concrete la clase de unión de la casa de los Von Meck
con la de los Davidov. Dicho y hecho. La boda se celebra el 11 de enero
de 1884. Para Nadiezhda, en el preciso momento en que Kolia y Anna
intercambian los anillos, es como si el sacerdote bendijera su acuerdo
intemporal con Chaikovski. Sin embargo, se mantiene fiel a su
determinación de permanecer invisible y mostrar una discreción
absoluta. Ni por un momento piensa en abandonar Cannes, donde
disfruta de una agradable estancia, para ir a engrosar las filas de
invitados a la ceremonia nupcial. Ausente físicamente de la vida de
Chaikovski, considera que su deber es permanecer ausente también en
el momento en que va a convertirse en pariente de Chaikovski por
matrimonio, tras haber registrado la Iglesia el consentimiento muto de
los novios. Por el contrario, el compositor y su hermano Modesto se
consideran en la obligación de asistir a la ceremonia religiosa.
Nadiezhda aguarda con curiosidad el relato del acontecimiento. Pero
en la carta que le envía Chaikovski al día siguiente, éste no hace más
que una breve mención al matrimonio de su sobrina y se explaya
profusamente sobre la actitud de la dirección de los teatros donde va a
representarse su Mazeppa, negándose a pagarle beneficios. Se le
escatima el dinero, explica, basándose en el hecho de que su ópera no
tiene más que tres actos en lugar de cuatro. Con pluma indulgente, la
baronesa se compadece de su cólera de niño mimado, pero en su fuero
interno, le parece demasiado egoísta y quisquilloso para ser un gran
hombre. Los éxitos demasiado rápidos y el trato con la sociedad
aristocrática, ¿no hastiarán y le habrán vuelto exigente a la vez? Ahora
bien, el estreno de Mazeppa el 4 de febrero en Moscú y el 7 de febrero
en San Petersburgo es un fracaso. Esta interrupción en la carrera
ascendente de su ídolo enternece a Nadiezhda. En el fondo, ¡prefiere
consolar a Chaikovski de sus reveses que aplaudir «con los demás»
(esos otros a los que ella detesta)! Pero esta desalentadora pausa en la
carrera del compositor es de corta duración. Muy pronto recupera su
marcha ascendente y Nadiezhda le pisa los talones con una
desconfianza mezclada con la adt miración. A pesar délas reservas de
la prensa tras el estreno de Mazeppa la popularidad de Chaikovski se
refuerza de día en día* El 23 de febrero lo condecoran con la orden de
san Vladímir y se le comunica que el zar aprecia su música
especialmente y que ha pedido al director de orquesta Napravnik que
proceda a reestrenar Eugenio Oneguin en las mejores condiciones
posibles. El 7 de marzo, tras ser recibido por el zar y la zarina en su
palacio de Gatchina, el compositor confiesa, maravillado, que junto a
Sus Majestades ha vivido unos momentos inolvidables. Dividida entre
la satisfacción de conocer su felicidad y la irritación de no formar parte
de ese sentimiento, Nadiezhda no se sorprende al leer la carta que él le
envía al día siguiente de la audiencia imperial. «Los dos fueron
amables y solícitos. Me conmovió en el alma la atención con que me
distinguía el soberano, pero no tengo palabras para describirle la
angustia mortal que experimenté a causa de mi timidez. El soberano
me habló largamente, repitió varias veces que le gustaba mucho mi
música y en resumen mostró una amabilidad extraordinaria hacia mí.»
Monárquica convencida, Nadiezhda no puede por menos que
regocijarse al saber que el zar reconoce el talento de su predilecto. No
obstante, teme que, al convertirse en un compositor oficial, Chaikovski
no piense más ella cuando componga su música, sino en personajes tan
encumbrados que finalmente ella deje de existir a sus ojos. Si
Chaikovski continúa por este camino, piensa con dolor, las sinfonías,
las sonatas, los conciertos que compondrá ya no serán sus sinfonías, sus
sonatas o sus conciertos, sino los de Su Majestad o los de cualquier
persona cercana al trono. En estas condiciones, ¿debe continuar
financiando a un artista, aunque no tenga parangón, cuando todo
indica que ella no es ya su musa inspiradora? ¿Es normal que
mantenga a un hombre que la ha traicionado por amor a la gloria? El
hecho de que la engañe con personas como el emperador, la
emperatriz y los más brillantes representantes de la aristocracia, ¿sirve
en realidad para disculparlo? Por lo demás, también ella tiene poder
para imponer su voluntad a personas que, sin ella, no serían nada,
tanto si se trata de miembros de su familia como de su pequeño tropel
de músicos, o de la decena de factótums que componen su círculo.
Tras una breve rebelión contra las «infidelidades» cortesanas y
mundanas de su predilecto, la baronesa recapacita y, para incitar a
Chaikovski a volver con ella, hace instalar el piano Erard en su quinta
de Bel Air, en Touraine. Para atraerlo «a este rincón del Paraíso», le
describe el placer que ella misma ha encontrado y le promete
desaparecer en cuanto él se destaque en el horizonte. Pero se hace
evidente que él tiene otras ideas en mente. Hete aquí que se declara
cansado de sus vagabundeos europeos y deseoso de adquirir una
dacha cerca de Moscú para pasar en ella pacíficas temporadas, lejos del
mundanal ruido. La baronesa cree que se trata de un proyecto en el
aire y le anima a llevarlo a la práctica. Sin embargo, Chaikovski acaba
pasando la primavera, una vez más, en Kamenka. Desde allí, anuncia a
Nadiezhda que trabaja en una Tercera suite, al tiempo que se afana en
aprender inglés con la institutriz de los pequeños Davidov. Pero sus
mayores alegrías se las proporcionan el regreso de Aliocha, liberado
por fin del servicio militar, y la simpatía del joven Bob, de trece años de
edad, dado por igual a trepar a los árboles que a dar puntapiés a un
balón o a tocar el piano, Lós ecos de este entusiasmo inquietan a
Nadiezhda, que percibe emolios una rivalidad equívoca, más peligrosa
quizá que la que ejerce sobre Chaikovski el mundo rutilante y
adulterado de la corte. Redobla entonces sus llamamientos para que
vuelva con ella. Y finalmente, el compositor aceptar trasladarse a la
finca que la baronesa ha adquirido en Plestchievo, gracias a la venta de
Brailov. La propietaria «momentáneamente» ausente lo ha ideado todo
para que Chaikovski se encuentre allí plenamente satisfecho. Dispone
de una «sala de música», cuyo ornato lo constituye un «armonio» de
calidad excepcional que, por sí solo, bastaría para retener a cualquier
virtuoso perfeccionista. Seducido por el armonio, la comodidad, el
ambiente del lugar y, quizá de manera accesoria, por el recuerdo de la
ectoplásmica anfitriona, Chaikovski prolonga su estancia a todo el mes
de septiembre. Allí compone una Fantasía para piano y orquesta que
supone un grandísimo orgullo para Nadiezhda. De esta forma, la
baronesa tiene una vez más la sensación de haber contribuido desde
lejos al nacimiento de una obra de. arte. Poco después, Chaikovski
marcha rápidamente a San Petersburgo para asistir al estreno de
Eugenio Oneguin el 19 de octubre de 1884. El éxito clamoroso de su
ópera entre el público, la corona de laurel que le colocan después de la
función en medio de una salva de aplausos, le provocan una crisis
nerviosa que él mismo describe a Nadiezhda como a la única y
auténtica especialista en sus estados de ánimo. Con la esperanza de
recobrarse cambiando de aires y de inquietudes, Chaikovski emprende
un viaje a Occidente y visita a Joseph Kotek, el violinista que le había
puesto en contacto con la baronesa Von Meck en su momento y que,
consumido por la tuberculosis, escupe los pulmones por la boca en un
sanatorio de Davos. Después, tras un breve rodeo por París, regresa a
San Petersburgo y se entera, el 23 de diciembre de 1884, de la muerte
del encantador violinista de 30 años, cuyo talento había apreciado la
baronesa manteniéndolo bajo su protección durante largo tiempo.
Ciertamente Nadiezhda se aflige por la muerte prematura de un
músico que pertenecía a su pequeña corte. Pero pronto ha de olvidar
esta pena, pues debe consagrarse a los sinsabores de su hijo Kolia, cuyo
matrimonio con la sobrina de Chaikovski, Anna Davidova, había
arreglado ella autoritariamente y que es incapaz de soportar a una
esposa orgullosa, terca y artera. A la señora Von Meck le asombra
haber creído en un principio que elegía una nuera a su conveniencia.
¿Cómo no había adivinado a primera vista que aquella criatura
utilizaría todos los medios a su alcance para separar a Kolia de su
madre y transformarlo en un caniche obediente al primer chasquido de
los dedos de su ama? El 5 de enero de 1885 confiesa a Chaikovski en
una carta que lamenta amargamente haber «entregado a Anna su
excelente Kolia». A pesar de las débiles protestas del compositor,
Nadiezhda sigue interpretando con un rencor sistemático los ecos que
le llegan de la vida de la joven pareja. No tarda mucho en decidir que
la hechicera que ha introducido en la familia Von Meck no tiene otra
ocupación en el mundo más que hacerle perder la estima de su hijo.
Amenazada la hegemonía que ejerce sobre todos los suyos, Nadiezhda
busca el mejor modo de castigar a la intrusa. «Que nadie se atreva a
tocar la ¡autoridad que tengo sobre mi hijo, ni la confianza que tiene
depositada en mí -escribe-. Me lo debe todo: su moral, su educación, su
estado.» Afirma, además, que si Anna insiste en mostrarse tan
arrogante y difícil, Kolia acabará por despertar de su apatía y ella
misma, muda de momento por el instinto maternal, no vacilará en
precipitar la separación de una pareja tan mal avenida. Lo más
lamentable para ella es que la traición de su hijo por culpa dé una
mujer le recuerda el desapego de Chaikovski, cegado por el Oropel de
la fama. En ambos casos, se trata de un crimen de lesa infidelidad.
Pero, si bien Chaikovski tiéne la excusa de haber sido seducido por los
más altos nombres del imperio, Kolia se deja adoctrinar por una vulgar
Davidova de extracción modesta, ennoblecida por su matrimonio con
un Von Meck, buena solamente para relleno en los bailes o para
realizar tareas domésticas. Sin embargo, cuanto más prodiga
Nadiezhda sus lamentaciones y maldiciones en las cartas que dirige a
Chaikovski, menos prisa tiene él por responderle. Nadiezhda da en
pensar que lo aburre confiándole sus cuitas de madre, cuando él no se
priva de comentarle a ella sus tormentos como músico. Finalmente, la
baronesa se convence de que es demasiado buena para los que la
rodean y que aquellos a los que ama no merecen ni su dedicación, ni su
generosidad. Después se rehace e intenta imaginar a Chaikovski en
medio del torbellino al que lo arrastra la admiración de las masas. En
todas partes le predicen una gloria comparable a la de un Bach, un
Beethoven, un Schubert... En Francia parece incluso que un Massenet,
un Fauré, un Saint-Saéns lo tratan de igual a igual. ¿Cómo iba a tener
tiempo para ocuparse de ella en medio de ese glorioso trajín? La
baronesa piensa también que ella misma se ha forjado su desgracia al
hilo de los años, empujándole en una carrera en la que ha triunfado
demasiado deprisa y demasiado bien para no sentirse tentado a
abandonar a su antigua protectora. Sí, pero ¿por qué, si tanto lo
absorben los viajes, los conciertos y las recepciones, emplea sus escasos
momentos de ocio en divertirse con su «adorable Bob» o con su
«maravilloso Aliocha»? ¿Experimenta un mayor placer charlando
tontamente con ellos que en su íntima relación epistolar con ella?
Obsesionada por una sospecha inconfesable, repasa de memoria las
alusiones calumniosas que ha oído sobre el tema de las extrañas
«preferencias» del «maestro». Recuerda la cariñosa amistad que sentía
por Kotek, los dulces epítetos con los que obsequia a Bob en su
correspondencia, su desesperación, afirmada carta tras carta, cuando
Aliocha tuvo que abandonarlo para cumplir el servicio milita^ su
delirante alegría cuando «el pequeño» le fue devuelto tras una
separación intolerable de varios años, su intención de conservarlo junto
a sí a partir de ese momento, fuera como fuera. Las malas lenguas citan
a otros jóvenes cuya equívoca amistad él procuraba. Entre esos nuevos
«admiradores» que avivan los celos de Nadiezhda, se encuentra ahora
el gran duque Constantino Constantínovich, de veintiséis años de
edad. El sobrino del zar Alejandro III une a su soberbia elegancia
natural la pasión por las artes, cierto talento como poeta y una
halagadora reputación de pianista aficionado. A Chaikovski le fascina
esta estrella del firmamento dinástico. Los dos hombres se ven a
menudo, se escriben si se tercia y conciben incluso proyectos de
colaboración musical. De todo esto Nadiezhda se informa a través de
los habituales chismosos. Aunque carcomida por los celos, escribe por
conveniencia a Chaikovski para felicitarle por esa nueva y gloriosa
amistad que a ella la atormenta.
El 16 de enero de 1885 la familia imperial al completo asiste a la
decimoquinta representación de Eugenio Oneguin e invitan al autor al
palco de Su Majestad. El zar, la zarina y sus allegados lo colman de
cumplidos y le conceden la distinción suprema de preguntarle por su
vida y por sus métodos de trabajo. La víspera, Chaikovski ha tenido el
gozo de oír la Tercera suite bajo la batuta del prestigioso Hans von
Bülow. Y ahora Alejandro III le sugiere que componga una ópera
basada en La hija del capitán de Pushkin. Los deseos de un soberano son
órdenes para un súbdito leal como Chaikovski. Sin embargo, vacila en
lanzarse a esta nueva aventura. De hecho, pensamientos estrictamente
pragmáticos lo distraen continuamente del proyecto. Lo que más le
preocupa ahora son las ganas recurrentes de tener una casa
enteramente suya, cerca de Moscú, donde pueda instalarse a su gusto y
sin rendir cuentas a nadie. La hija del capitán puede esperar. Lo más
urgente es la adquisición de un refugio donde podrá reposar el alma y
el cuerpo, acechando el retorno de la inspiración. Poniendo las cartas
sóbrenla mesa, explica incluso en sus cartas a Nadiezhda que pretende
instalarse con su inseparable Aliocha en plena naturaleza, pero no
demasiado lejos de la capital, y así durante el resto de su vida.
Asombrada en un principio por este capricho del compositor, al que la
baronesa considera descortés, vistas las ventajas que ella misma le
ofrece en sus diferentes propiedades de Rusia y del extranjero,
Nadiezhda acaba por decirse a sí misma que, llevándole la contraria al
compositor en este antojo aberrante, desmentiría su reputación de
generosidad a toda prueba. Opta, pues, por una solución de
compromiso, proponiéndole un pequeño adelanto sobre su pensión
habitual.
Chaikovski se contenta con esto y encarga a Aliocha la búsqueda del
lugar ideal donde resguardarán su amistad en lo sucesivo. Después de
inspeccionar los alrededores, Aliocha elige una villa de alquiler en
Maidanovo, a dos verstas de la aldea de Kline, en la provincia de
Moscú. Unos meses más tarde, el propietario de la villa se deja
convencer y el alquiler se convierte en la compra, con todos los
requisitos, de un pabellón, también en Maidanovo, cercano a la
mansión principal. Así pues, Chaikovski es ahora propietario. De
golpe, Nadiezhda se siente desposeída de todas sus prerrogativas,
humillada en sus más nobles sentimientos. Poco le importa que
Chaikovski haya compuesto allí un poema sinfónico, Manfredo,
inspirado en la obra de Byron, que rehaga su antigua ópera Vakula el
herrero y que se haya consagrado a la composición de una nueva ópera,
La hechicera, puesto que estas obras no han nacido bajo su influencia ni
en una de sus moradas favoritas. Al trabajar en lugares que no
pertenecen a la baronesa Von Meck, es la persona de Chaikovski la que
deja de pertenecerle. So pretexto de un simple cambio de residencia, el
compositor se ha hecho culpable de una rebelión contra la autoridad y
la bondad de su protectora. Además, a ella no le gustan las óperas, sea
cual sea su inspiración. Tiene la sensación de que, al escapar a su
supervisión y «los decorados de su vida», Chaikovski se ha
descarriado. La baronesa deplora que haya cedido una vez más a la
tentación de mezclar la belleza pura de la música con los artificios
convencionales del espectáculo, y así se lo indica por escrito sin
ambages. Pero decididamente, Chaikovski es un hombre acomodaticio.
¡Cómo si tuviera algo que hacerse perdonar! «Tiene usted razón
-responde- al ver con desconfianza una forma de arte tan poco sincera,
pero la ópera ejerce una irresistible atracción sobre un compositor. Sólo
la ópera le ofrece la posibilidad de entrar en contacto con las masas.»
Nadiezhda deduce rápidamente que Chaikovski está sacrificando su
arte al gusto del público, a veces vulgar, y de sus nuevos amigos, entre
los cuales ella coloca a Aliocha, a Bob y a algunos cortesanos de altos
vuelos. A pesar de la diferencia de edad y de condición, para ella
constituyen el clan de sus enemigos, puesto que le arrebatan el corazón
de su gran hombre. Se sorprende al desear que Chaikovski se vaya lo
antes posible al extranjero, a fin de sustraerse a la fascinación que
ejerce sobre él su entorno masculino.
En efecto, Chaikovski emprende su gran viaje anual, pero, ¡ay!,
acompañado por Aliocha, que se ha convertido en su sombra. En
Tiflís,25 el teatro anuncia su Eugenio Oneguin, luego su Mazeppa; en
París, se compromete con el editor Mackar, que se convierte en

25
Actualmente se conoce por su nombre georgiano: Tbilisi. (N. de la T.)
promotor de su música en Francia; vuelve a encontrarse con Pauline
Viardot, en cuya casa examina con respeto religioso la partitura
autógrafa de Don Giovanni de Mozart; y frecuenta el trato de algunos
compositores y directores de Orquesta que lo reciben como a uno de
los más grandes compositores de su país. Confinada en Plestchievo,
Nadiezhda se ve reducida a respirar en las cartas del «ingrato» el
perfume del éxito que, cada día, les alienta y los enfrenta
alternativamente. Lo que ella desea está en contra de lo que desea él.
Por primera vez en su relación, sus corazones no laten al unísono. ¿De
quién es la culpa? ¿Es ella la que está demasiado obsesionada, la que se
muestra demasiado posesiva? ¿O es que él es demasiado egoísta,
demasiado influenciable y propenso a la dispersión? Pero bastan unas
líneas de Chaikovski para que ella lo perdone y vuelva a esperar no
sabe muy bien qué. El compositor le escribe desde Constantinopla,
Nápoles, Roma, París...
Durante ese tiempo, en Rusia la vida continúa, ora monótona, ora
desordenada, y Nadiezhda soporta con igual resignación periodos de
calma y otros de borrasca. Su hijo Vladúnir von Meck se arruina
estúpidamente en las salas de juego; otro de sus hijos, el débil Kolia,
sojuzgado por su infernal esposa Anna, ha renunciado a toda voluntad
propia, a toda identidad, y se ha unido a la tribu de los Davidov; su
hija Lidia se ha germanizado completamente al contacto de Levis de
Maynard; su otra hija, Sonia, pierde a su primer hijo y vuelve a casarse
por un capricho; y la pequeña Milotchka se muestra ya tan coqueta y
alegre que no tardará mucho en enamorarse ingenuamente de un
fulano cualquiera. Por suerte, Nadiezhda puede contar aún con su hija
Julia, de la que ha controlado siempre los sentimientos y la conducta a
fin de tenerla siempre bajo su autoridad. Pero he aquí que también a
Julia se le ocurre experimentar otro amor aparte del filial y, temblando
de pies a cabeza, le confiesa el secreto a la ogresa de su madre.
Nadiezhda la escucha con estupor horrorizado. ¿Cómo podría admitir
que esta virgen de treinta y cinco años, un poco ajada, haya caído bajo
los encantos de un hombre como Vladislav Pajulski, empleado como
secretario, violinista y factótum de los Von Meck? Nadiezhda deja que
estalle su cólera ante la culpable, que llora, balbucea, pero no cede.
Acostumbrada a la obediencia de sus allegados, Nadiezhda descubre
de pronto en su propia hija la testarudez de una pasión tan violenta
como inexcusable. Ciega de rabia, escribirá el 22 de septiembre de 1888
a Chaikovski para informarle de la escandalosa «traición» de Julia.
«¡Pérdida inmensa e irreparable, pierdo a mi hija, que me es
indispensable y sin la cual no sabría vivir!» Pero, entre el noviazgo y el
matrimonio, la baronesa piensa que una joven tiene innumerables
ocasiones para cambiar de opinión y retractarse. También se niega
todavía a reconocer que su autoridad materna haya salido perjudicada,
como ocurría últimamente en su relación epistolar con Chaikovski. Por
otro lado, ¿se ha equivocado al no prestar oídos a los rumores
maliciosos que corren sobre su predilecto? No cabe duda de que para
una Julia es incluso más degradante enamorarse de un Pajulski que
para un Chaikovski dejarse seducir de vez en cuando por jovencitos.
¡Quizá se contenta con caricias inocentes, con una palmada en la
mejilla, con un beso paternal! Incapaz de imaginar relaciones más
íntimas, Nadiezhda se dice a sí misma que la pasión verdadera no
podría limitarse a un contacto carnal entre un hombre y una mujer y
que es mejor amar sin distinción de sexo que no amar en absoluto. La
música es, para empezar, un don total en sí mismo, por lo que a veces
el artista se deja arrastrar y dedica su alma y su cuerpo a quien mejor le
parece. Todo lo que es bello y novedoso en su entorno ejerce sobre él
una atracción irresistible. Lo que importa a sus ojos es la sinceridad de
su arrebato personal y no la calidad del objeto codiciado. Sólo los
espíritus timoratos pueden reprochar a un ser que elija a un
compañero de placer de su propio campo.
Sin embargo, aun cuando Nadiezhda inventa argumentos para
replicar a los calumniadores de su gran amigo, experimenta cierto
malestar al pensar en el gran secreto que Chaikovski lleva consigo y
que jamás ha osado revelarle a ella por miedo a incurrir en su
desagrado. ¡Como si ella no tuviera talla suficiente para comprenderlo
todo cuando los sentimientos e incluso los actos están rodeados de
música! ¡Como si los gajes de la existencia no la hubieran
acostumbrado a reconocer en todo suceso la marca misteriosa de la
fatalidad! Estos últimos años han sido especialmente ricos en
emociones diversas. Entre sus allegados, los nacimientos y las muertes
se han sucedido a un ritmo infernal. En septiembre de 1886, el querido
Kolia y la abominable Anna tuvieron una hija, Kira. He aquí a
Nadiezhda abuela de una niña cuyo tío abuelo es Chaikovski, lo que
merece una oración de gracias delante del icono familiar. Pero, al año
siguiente, Chaikovski anuncia con tristeza la muerte de su querida
sobrina Tania Davidova, morfinómana y neurótica. Luego es su propia
hermana Alexandra, la madre de Tania, drogadicta en estado terminal,
la que también desaparece. ¡Si al menos los éxitos de Chaikovski
pudieran mitigar su congoja! Pero su última ópera, La hechicera,
estrenada el 20 de octubre de 1887 en el teatro de San Petersburgo, no
es bien recibida.
Tres semanas más tarde, el compositor no ha digerido aún su
fracaso y escribe a Nadiezhda: «Mi ópera no ha gustado al público;
para ser sincero, no ha tenido el menor éxito. La prensa de San
Petersburgo me ha manifestado tal hostilidad, tal odio, que aún hoy no
acierto a sosegarme ni a comprender el sentido y la razón de tanta
maldad».26 Conmovida por su turbación, Nadiezhda intenta
persuadirlo de que las críticas proceden de unos burros ignorantes,
que el número de sus admiradores no disminuirá por culpa de sus
divagaciones malévolas y que el mundo entero acabará consagrándolo
como uno de los más grandes. Unos días después, como él no parece
convencido por sus argumentos e incluso llega a escribirle que la nota
«más fría» y más ajena a él que otras veces, la baronesa estalla de
caridad, de amor y de furia vindicativa. «Al contrario -le responde-,
cuanto más tiempo pasa, más querido me es usted. En nuestra amistad
incorruptible y su eterna y divina música encuentro la única fuente de
felicidad que necesito en mi vida, mi único consuelo. Cuando siento el

26
Carta del 13 de noviembre de 1887.
corazón pesado y lleno de amargura, hago que toquen el dúo de
Dunois y el rey en Juana de Arco, o la escena del duelo en Eugenio
Oneguin. Olvido todo lo que es pesado, terrenal, me elevo hacia el
mundo invisible e indescifrable al que nos arrastra la música.
Escuchando su música, me sumerjo en el éxtasis.»
Y tres meses más tarde, analiza así el fondo de su carácter en honor
de su querido amigo:27 «Soy una persona que vive únicamente por el
corazón; siempre he tenido necesidad de amar a alguien, de mimar a
alguien, de preocuparme por la felicidad de alguien, pero ahora no
tengo a quien ofrecerle mi afecto. Mis hijos son tan mayores que ya no
puedo ni siquiera mimarlos, y si me ocupara demasiado de ellos los
molestaría; no me dan nietos a los que pueda amar; así pues, he
trasladado mi necesidad de cariño y de amor a mis perritos; a ellos les
hacen muy felices mis atenciones cuando los acicalo [...]; no protestan
contra mi empeño en mimarlos porque ellos, al menos, reconocen mi
autoridad».
Al releer esta carta antes de meterla en un sobre, Nadiezhda
recuerda otra carta bastante reciente en la que, hablando de sus
relaciones con Chaikovski, había empleado la expresión «nuestra
incompatible amistad».28 Y de repente, todo se aclara: ya no piensa ni
en sus hijos, ni en los perritos, ni tan siquiera «en la música. Le parecer
que en tres palabras, «nuestra amistad incompatible», ha definido toda
la felicidad y el drama de su vida. Con su obstinada negativa a
encontrarse con Chaikovski, a todo contacto carnal, a todo intercambio
de miradas, ha obedecido al instinto que impulsa a los fieles a amar a
Dios justamente porque es inaccesible e invisible. Para las almas
verdaderamente místicas, el Ser supremo no tiene necesidad alguna de
aparecerse para dominar e inspirar. Al contrario, su ausencia es su
fuerza; su transparencia lo sacraliza. Nadiezhda acaba de descubrir
que, creyendo olvidarse de todo con sus viajes, siempre ha llevado
consigo en sus peregrinaciones una capilla invisible donde la oración
no era más que música. Al privarse de un hombre, se ha enriquecido
27
Carta del 16 de marzo de 1888.
28
Carta del 5 de julio de 1888.
con una religión. Debería sentirse orgullosa de haberse convertido en
una devota ciega y radiante, en una monja seglar, pero la duda la
corroe. Después de llevar más de diez años luchando para proteger de
toda mancha sus relaciones con Chaikovski, se pregunta si no le habrá
incitado voluntariamente a buscar el placer en otra parte, tal vez
incluso en turbias prácticas. Esta idea la espanta; luego, de pronto, la
tranquiliza. Nadiezhda tiene cincuenta y seis años, él tiene cuarenta y
siete. A esas edades, entre dos seres elitistas no puede haber más que la
exaltación de la música para contentar a la vez el espíritu y la carne.
VIII

Cada vez que Nadiezhda examina su pasado, le confunde la vacuidad


de sus días, tan completos en apariencia. £1 exceso de riqueza, de
comodidades y de poder, le produce entonces el sentimiento de una
frustración esencial y vagamente maléfica. No le satisface nada porque
puede conseguirlo todo. En comparación con su apacible vida en
Plestchievo y sus lujosos viajes allende las fronteras en un vagón de
tren privado con su blasón, el galope sostenido de Chaikovski de
ciudad en ciudad, de triunfo en triunfo, a través de Europa, le parece
extenuante y excitante a la vez. Por mucho que él le repita una y otra
vez que está al límite de sus fuerzas, que los continuos cambios de
residencia lo exasperan y que le inquieta la acogida del público y la
crítica a su próximo concierto, la baronesa no le compadece. En el
contraste entre la banalidad dorada de su propia existencia y las
gloriosas turbulencias de la carrera del compositor ve incluso la señal
del favor del cielo hacia quien ha recibido desde su nacimiento el don
sobrenatural de la creación. Ocurra lo que ocurra, Chaikovski podrá
disculpar sus debilidades con esa maravillosa coartada de la obra que
madura en secreto, lejos de todos y por cuenta de todos. ¿Qué podría
reprochársele a Chaikovski cuando se ha ganado para su música el
derecho a la gratitud universal? Mientras que Nadiezhda no puede
hacer otra cosa que dar dinero a quienes no lo tienen, él da un remedio
infalible para todos los males de la humanidad. Y esta ofrenda
melodiosa no le cuesta nada. El compositor disfruta de un goce
solitario entreteniendo a las masas de sus semejantes. Una carta tras
otra, Chaikovski informa a la baronesa sobre las etapas de su éxito. Así,
a principios del mes de enero de 1888, le anuncia con orgullo que el zar
acaba de concederle una pensión anual vitalicia de tres mil rublos de
plata. «Esta decisión no sólo me ha alegrado, sino que también me ha
emocionado en lo más hondo -escribe-. En efecto, no se puede por
menos que estar profundamente agradecido a un monarca que sabe
reconocer la importancia de una actividad no ya exclusivamente
militar o administrativa, sino artística.» Al desembarcar en Londres el
11 de marzo, Chaikovski se lamenta de tener demasiado éxito: «Lo que
es insoportable son los nuevos conocidos, las visitas, las veladas
mundanas, la obligación de tomar la palabra o de escuchar a los otros,
y la imposibilidad absoluta de aislarse, de descansar, de leer, en
resumen, de hacer cualquier cosa que le permita a uno escapar de esos
horribles deberes de la vida en sociedad». Finalmente, el 24 de abril del
mismo año, se encuentra de vuelta en Rusia, disfrutando de las
ventajas de su nueva casa de campo, acondicionada en su ausencia por
Alexis, en Frolovskoie, cerca de la aldea de Kline.
Leyendo el relato sobre su vida diaria, Nadiezhda lo adivina tan
contento de estar en su casa y de no necesitar ya ni la hospitalidad ni
los subsidios regulares de su «gran amiga», que añora la época dichosa
en que sólo ella podía garantizarle comodidades y seguridad. Por ello,
siente un júbilo revanchista cuando descubre, en una carta fechada el 4
de junio de 1888, que, decididamente, Chaikovski no puede pasarse sin
ella para mantener su tren de vida: «Mi muy encantadora y
queridísima amiga -le escribe-, no tengo más remedio que molestarla
de vez en cuando con peticiones de dinero. Le parecerá extraño que
incluso ahora, de vuelta de una gira de conciertos por Europa, y siendo
beneficiario de una pensión del emperador, ande escaso de dinero. Lo
cierto es que ese largo viaje ha tenido como consecuencia, además de
una gran fatiga y del aumento de mi fama, una acumulación exagerada
de mis gastos [...]. Así pues, después de muchas vacilaciones, he
resuelto rogarle, si le es posible, que me envíe inmediatamente la suma
prevista en su presupuesto para el pago del 1 de octubre. Sería para mí
una satisfacción indescriptible y un gran alivio en medio de las
dificultades pecuniarias por las que atravieso. [...] ¡Me abochorna, me
avergüenza importunarla de este modo! ¡Espero que se encuentre bien
de salud y, por amor de Dios, perdóneme!».
Chaikovski implora su «perdón» cuando ella querría besarle las
manos para agradecerle que haya de recurrir de nuevo a ella, a pesar
de la evidente mejoría de su situación financiera. Encantada por este
retorno a una razonable alianza monetaria, la baronesa se apresura a
enviarle la suma reclamada. Tras responder así a su petición, piensa
con deleite que esa limosna no afectará demasiado a sus finanzas,
mientras que a unas cuantas verstas de su casa su predilecto será tan
feliz que la bendecirá como a una mensajera de la Providencia...
Nadiezhda se ha convertido en rival de Su Majestad Imperial en el
corazón de un artista. Sin tener libre acceso a la corte como Chaikovski,
la baronesa se siente de pronto igualada con los más grandes. Pero la
situación pecuniaria de Chaikovski es tan compleja como el programa
de sus futuras giras por el extranjero. Poco después de solicitar la
ayuda de Nadiezhda, le comunica que le han propuesto una estancia
de tres meses en Estados Unidos con una remuneración fabulosa:
veinticinco mil dólares. Confiesa a Nadiezhda que, a pesar de la fatiga
de una ausencia tan prolongada, siente la tentación de aceptar la oferta.
¿Qué debe responder? Ella vacila en darle un consejo, sabiendo que se
arriesga a arrepentirse después. Así pues, no dice ni que sí ni que no y
se mantiene al margen. En realidad tiene la impresión de que, desde
hace algunos meses, no ejerce ya sobre Chaikovski el mismo dominio
de antes. El compositor ya no le pertenece. Por lo demás, la mayor
parte de sus allegados han escapado a su influencia. Todas sus hij as,
salvo Milotchka, están casadas, han fundado una familia o vuelan por
sí solas sin preocuparse por su madre. El último de sus hijos, al que
llaman Max, acaba de comprar una finca y lleva allí una existencia
opulenta, sumergiéndose en la más pura tradición del clan de los Von
Meck. Y ahora es Milotchka la que se prepara para abandonar el nido.
El príncipe Chirinski ha pedido su mano. Imposible rechazar a un
pretendiente tan honorable, sobre todo porque la pequeña parece
sinceramente enamorada. Ante la amenaza de encontrarse sola el día
de mañana, cuando esperaba conservar indefinidamente a su lado a
una hija que era toda inocencia y contento, Nadiezhda se esfuerza por
fingir una legítima alegría cuando en realidad querría aullar de
desesperación. Hablando de su futuro yerno, que no tiene más de
veinte años pero ya publica sus artículos en los periódicos, se distrae
cazando osos en Siberia y encuentra tiempo para administrar la
hacienda familiar, la baronesa escribe a Chaikovski: «Le pido que
desee toda la felicidad posible a esta “novia-niña”. La joven pareja
manifiesta un amor recíproco extraordinario; ¿qué les aguarda
después? El futuro está en las manos de Dios». 29 Termina su carta
expresando una vez más su admiración por la prodigiosa ascensión de
Chaikovski, cuya gloria traspasa las fronteras de la patria, y compara
su vuelo con el de un pájaro que ha huido de su jaula y sobrevuela el
mundo entero aleteando con fuerza.
A Chaikovski le halaga ser uno de los primeros en conocer la noticia
del «noviazgo principesco» de Milotchka y responde el 12 de julio de
1888 a su inestimable baronesa: «Qué feliz me hace la noticia de que va
a casarse con un hombre que tanto le agrada a usted; reconozco incluso
que me alegra la idea de que se convierta en princesa. Sin embargo, se
me encoge el ánimo al pensar en usted. Imagino que le será difícil de
aceptar la ausencia de su hija menor, al menos en los primeros tiempos.
¡Aportaba tanta animación y encanto a su vida familiar! [...] Sea como
sea, no cabe si no felicitarse al verla casarse por amor con un joven tan
extraordinario».
No obstante, estas felicitaciones no hacen olvidar a Chaikovski las
dificultades materiales que lo agobian. El 22 de agosto de 1888 escribe
de nuevo a Nadiezhda para mendigar una ayuda monetaria como
adelanto del pago previsto en el «presupuesto». «El próximo invierno
-afirma- se resolverán mis asuntos y, como usted sabe, puede que me
enriquezca de verdad. Pero actualmente las circunstancias se han
conjugado de tal manera que me veo en la obligación de solicitar
fervientemente de su generosidad el envío inmediato de tres cuartas
partes de la suma prevista en el presupuesto para el año que viene, a

29
Carta del 5 de julio de 1888.
saber, cuatro mil rublos de plata. Le ruego así mismo encarecidamente
que los haga llegar en torno al 2 de septiembre, si le es posible.»
Nadiezhda obedece sin vacilar. ¿Qué son cuatro mil rublos para
ella? ¡Una brizna en un pajar! Imagina en la distancia la alegría del
predilecto al ver su firma en el cheque. Es su manera de saborear la
plenitud de la posesión. La pequeña Milotchka no conocerá jamás un
goce parejo en los brazos de su marido. Cuando Chaikovski anuncia a
Nadiezhda que «gracias a ella» ha recobrado las fuerzas y ha vuelto a
la corrección de su Quinta sinfonía y a la composición de una «obertura-
fantasía» para un Hamlet, ella se alegra como si fuera la promesa de un
encuentro amoroso. «Mi fatiga es inmensa -le escribe él el 14 de
septiembre de 1888-, trabajo como un loco con una asiduidad
apasionada, debido sin duda a la idea de que debo darme prisa, pues
tengo las horas contadas.» Semejante ardor en el trabajo alegra a
Nadiezhda y la entristece por igual. Súbitamente se le ocurre que
Chaikovski es intachable como músico, pero presenta numerosos
defectos como hombre. Se desvela por su obra, lo que hace que sea
anormalmente egoísta y le impide interesarse por las personas que más
lo quieren. Pero ¿acaso no es precisamente esa monstruosa indiferencia
por las preocupaciones del resto de los mortales lo que le permite
consagrar sus facultades de emoción e invención al servicio de la
música? Un compositor de tal envergadura ¿puede interesarse a la vez
por la vida que pasa y el arte que es eterno? ¿No debe elegir entre las
obligaciones hacia sus semejantes y la misión primordial que le ha
asignado Dios? ¿No cometería un sacrilegio si se apartara, siquiera
momentáneamente, de ese objetivo esencial para ocuparse de los
estados de ánimo de cada hijo de vecino? Sí, desde luego, decide
Nadiezhda. Pero la verdadera cuestión es otra: en el fondo, lo que a
ella le molesta son las extrañas reacciones de Chaikovski ante ciertos
acontecimientos de su destino. Así, Nadiezhda considera que su genio
debería hacerle insensible a la vanidad de la gloria. Y además, podría
elegir mejor sus relaciones, ser más circunspecto en lo referente a sus
amistades masculinas. ¿Por qué diablos se ha encaprichado con ese
joven Bob del que confiesa que no puede vivir sin él? ¿Qué encuentra
de extraordinario en ese adolescente de atenciones equívocas y sonrisa
seductora? Irritada por los comentarios halagadores con que el maestro
salpica sus cartas cuando habla de las cualidades morales de su
protegido, Nadiezhda trata de hacerle entrar en razón, anunciándole a
modo de burla que también ella se ha llevado una alegría inmensa,
puesto que su perra favorita, Bleuette, ha parido recientemente una
camada de adorables cachorritos. Pero Chaikovski no capta la amarga
ironía de esta noticia.
Decepcionada por la ceguera de su predilecto, Nadiezhda trata de
consolarse de sus carencias afectivas redoblando las atenciones a los
miembros de su familia. Pero, al parecer, en la pequeña tribu nadie
necesita sus consejos y su dedicación. Las mujeres no piensan más que
en parir. Unas se apresuran a quedarse embarazadas, otras crían a sus
bebés con embeleso, las demás no sueñan más que con ser amadas y
fecundadas a su vez. ¿Cuál es esa idea fija que las vuelve tan
impacientes por ser penetradas y dar la vida a un trozo de sí mismas
vivo y llorón? ¿Es Nadiezhda la única en el mundo que sitúa las
pasiones del alma por encima del instinto animal? Quizá porque no ha
experimentado nunca el contacto carnal con Chaikovski, se siente con
derecho a despreciar a las que no obedecen más que a las exigencias
del sexo. La abstinencia que ella misma se ha impuesto en su relación
con el compositor los engrandece a ambos y los aísla, juntos, en los
sortilegios de una música que, por sí sola, justificaría la presencia de la
humanidad en la tierra. No obstante, si bien está convencida de la
dicha suprema de la que ella disfruta en esta ascesis, no se atrevería a
asegurar que le ocurra lo mismo a él, ni que no busque en otra parte las
satisfacciones físicas que le ha negado siempre, en alguna admiradora
desvergonzada o algunos efebos acomodaticios. Nuevamente, los
chismes que suscitan, aquí y allá, las supuestas desviaciones de
Chaikovski perturban la devoción que querría seguir mostrándole. El
príncipe Chirinski, el yerno execrable que ha sojuzgado en unos meses
a la ingenua Milotchka, no se anda con rodeos cuando alude en la
conversación a las extrañas costumbres del «gran hombre» y se
asombra de la loca adoración que le profesa Nadiezhda. Con respecto a
ese tema, aporta incluso algunas anécdotas escandalosas a las que la
baronesa intenta no prestar oídos. Además, Chirinski no pierde el
tiempo en vanas galanterías. Apenas acaba de casarse cuando
Milotchka ya se encuentra encinta. ¡Ay!, esta pareja tan dispar parecer
disgustar a Dios tanto como a la baronesa. El 9 de marzo de 1889,
Nadiezhda confiesa en una carta a Chaikovski que le atormenta noche
y día la suerte de su infortunada Milotchka, esclava de un hombre que
no teme a nada: «Su marido tiene un carácter tan odioso que riñe con
todos los que tiene cerca, es celoso, brutal, egoísta y, por si fuera poco,
despilfarra el dinero de tal manera que acabará por dilapidar la fortuna
de su esposa. La desgraciada niña, mi Milotchka, lo ama con toda su
alma e imagina, claro está, que todo el mundo es injusto con él; esto la
hace sufrir y no sabe cómo remediarlo. ¡Pero la que más sufre soy yo,
naturalmente! Ya no duermo por las noches». Para colmo de males,
cuando Milotchka acaba de dar a luz una hija, se declara un incendio
en la casa en la que vive con su marido sin motivo aparente. Alertados
los vecinos rápidamente y con el refuerzo de los bomberos, se consigue
sofocar el fuego y se traslada a la madre y a la niña a una localidad
cercana. Pero aunque ambas se encuentras sanas y salvas, Milotchka ha
sufrido tal conmoción que los médicos recomiendan para ella una larga
convalecencia a resguardo de toda contrariedad. Nadiezhda está
impaciente por acudir al lado de su hija, pero se abstiene de hacerlo.
«Ahora Milotchka está ya levantada -escribe el 24 de julio de 1889 a
Chaikovski-, pero desde luego no pienso ir a verla porque, si lo hiciera,
me arriesgaría a encontrarme con su marido.» En la misma carta, pide
permiso a Chaikovski para enviarle la suma prevista en «el
presupuesto» para el periodo comprendido entre el 1 de octubre de
1889 y el 1 de julio de 1890, es decir, cuatro mil quinientos rublos. «Me
iría mejor hacerle el abono (de lo que se le debe) el día 1 de julio, ya
que durante esta época del año me encuentro generalmente en Rusia.
Si me autoriza usted a hacerlo, mi querido amigo, podría ir a mi casa,
ya que está en Moscú, para recibir de manos de Iván Vassiliev [su
hombre de confianza] un sobre con el cheque, que le haré preparar de
antemano a fin de que pueda entregárselo en persona. Si esto le parece
posible, avíseme cuanto antes.»
El «querido amigo» acepta la oferta, pero este arreglo financiero no
basta para reconciliar a Nadiezhda con las complicaciones de su vida
de mujer demasiado rica, sola y exigente. En su cerebro se instala la
idea de que una amenaza oculta pesa sobre su familia. ¿Qué crimen ha
cometido para que sus allegados y ella misma sean víctimas del mal de
ojo? Ya sea Julia, casada con un Vladislav Pajulski calamitoso y
necesitado, o el gentil Vladímir, que se arruina con el juego, o Nikolái
von Meck, entregado a Anna Davidova, la baronesa tiene la impresión
de asistir a una función de títeres. Ebrios de amor carnal, de codicia y
orgullo, celebran ante ella el triunfo de la carne sobre el espíritu, de la
prosa sobre la poesía, de lo efímero sobre lo eterno. Y, cosa asombrosa,
todas esas parejas con tanta prisa por vivir y gozar se contonean al son
de una música que le es familiar. Un director de orquesta, invisible y
probablemente diabólico, dirige sus evoluciones. Se llama Piotr Ilich
Chaikovski.
IX

Mientras le da vueltas en la cabeza a estas decepciones sucesivas,


Nadiezhda piensa con nostalgia en la época en que Chaikovski seguía
sus consejos sobre el modo de llevar su carrera. Hoy parece indiferente
a la opinión que ella maquine desde su villorrio, tanto en lo tocante a
su vida como a su obra. Sin embargo, Chaikovski sabe que a ella la
ópera le parece un género musical espurio y que no comparte su
admiración por La dama de picas, la novela fantástica de Pushkin con la
que se ha encaprichado. Antaño habría pedido diez veces la
aprobación de la baronesa antes de ponerse manos a la obra. Pero,
después de distanciarse de ella, tiene otros consejeros: su hermano
Modesto, Aliocha, Bob, algún melómano encopetado, algún intrigante
habitual de los salones. Por otra parte, Nadiezhda se niega a sentir
celos de estas traiciones. Su fatiga crónica, su reumatismo deformante,
sus migrañas recurrentes, sus pérdidas de memoria, le quitan hasta el
deseo de tomar la pluma. No obstante, espera todavía que Chaikovski
renuncie a ese proyecto, que ella desaprueba. Pero he aquí que recibe
una carta de Chaikovski desde Roma, el 27 de marzo de 1890, donde
éste le comunica que ha emprendido la composición de La dama de
picas, que el trabajo avanza con rapidez y que cuenta con terminar la
orquestación en tres semanas más. Al hallarse bruscamente ante el
hecho consumado, Nadiezhda se ofende por tantas prisas como si
fuera una falta de consideración hacia su persona. Desde luego ya
había leído la novela corta de Pushkin, pero al no haber encontrado
entonces en ella materia para una ópera, retoma el libro para verificar
la exactitud de su primera impresión. ¿Qué es, pues, lo que ha podido
cautivar a Chaikovski de la aventura de Hermann, ese joven oficial
ambicioso, calculador, amoral y cínico? Al oír hablar de una vieja
condesa depositaría de un secreto fabuloso, el de tres cartas cuya
combinación permite al iniciado ganar sumas considerables en el
juego, el héroe del relato se introduce en plena noche en casa de la
condesa, le suplica que le dé la combinación, la amenaza incluso con su
pistola para obligarla a desvelar el mágico arcano, pero ella muere de
un pasmo al verse apuntada con el arma y él huye despavorido sin
haber obtenido nada. Poco después, le parece percibir el fantasma de la
vieja dama, venida del más allá para darle la misteriosa fórmula.
Creyendo satisfecha su petición, corre a tentar su suerte sobre el tapiz
verde jugando las tres cartas que le ha indicado el espectro. Pero, en el
momento de arrojar sobre la mesa el as ganador, se da cuenta de que
en la mano tiene una dama de picas. La muerta se ha vengado de él,
burlándose de él desde la tumba en el último momento. Horrorizado y
arruinado, se hunde en la locura. Lo que sorprende a Nadiezhda al
releer este cuento maléfico es el carácter resuelto y fríamente
materialista de Hermann, dispuesto a todo por conseguir dinero, y el
desconcierto de la vieja condesa, a la que las riquezas y la aridez del
corazón ha transformado poco a poco en una horrible déspota,
encerrada en su casa. Esa vieja sentada sobre su tesoro, ¿no es acaso, a
los ojos de Chaikovski, la baronesa Von Meck en persona, que no sabe
qué hacer con sus millones, y el oficial aventurero que implora no es
acaso el compositor mismo, siempre mendigando unos rublos a su
benefactora? Al cabo de un rato, Nadiezhda se da cuenta de lo rara que
es una comparación tan desagradable para ella como para él y,
serenándose, decide otorgar a Chaikovski las circunstancias atenuantes
que merece su genio. Así, en medio de un viaje de recreo a Alemania,
una vez más Nadiezhda se preocupa por hacer llegar a tiempo sus
subsidios habituales al músico, que en ese momento se encuentra en
Rusia, en su casa de Frolovskoie. Como el año anterior; los escrúpulos
impulsan a la baronesa a escribir a Chaikovski a Ems el 28 de mayó de
1890 para disculparse: «Mi muy querido amigo, debo hacerle una
petición: el plazo para la suma mensual prevista en mi presupuesto se
cumple el 1 de junio y yo no regresaré a Moscú hasta el 1 de julio. ¿Me
permite usted que retrase unos días el envío del cheque? Hágame
llegar su respuesta sin falta; si mi petición le causa el menor problema
pecuniario, le ruego que no vacile en decírmelo: daré instrucciones
para que le envíen la suma inmediatamente desde Moscú». Cautivado
por este exceso de puntualidad en su benevolencia, Chaikovski no
tiene más remedio que darle las gracias profusamente. El 1 de julio de
1890, en la fecha prevista según su nuevo acuerdo, Chaikovski
confirma haber recibido «lo que se le debe»: «Mi querida e inestimable
amiga, Iván Vassiliev [emisario por lo general de Nadiezhda] acaba de
llegar [a Frolovskoie] portando una carta suya con los seis mil rublos
de plata previstos en el presupuesto. Le estoy inmensamente
agradecido». Así pues, parece que todo ha vuelto al orden. Y, sin
embargo, apenas ha reprimido Nadiezhda sus sombríos pensamientos
y aceptado su destino de eterna benefactora cuando le asaltan nuevas y
alarmantes dudas. Los comentarios amargos de sus hijos sobre la
pensión que ella tiene asignada a su ídolo a riesgo de mermar su futura
herencia, las alusiones sarcásticas de su hermano a la doble vida de
ciertos personajes célebres, el rumor que corría por los salones sobre
las preferencias equívocas de un hombre que ella se obstina en
divinizar, todo esto le produce el sentimiento de estar al borde de una
verdad fehaciente. Esta aclaración, Nadiezhda la desea y la teme a la
vez. Después de dolorosos retrasos, empieza a preguntarse si, durante
toda su vida, no ha sido más que la ingenua de una farsa indigna.
Presa de un hechizo, ha creído durante largo tiempo que Chaikovski y
su música no eran más que uno y que ella podía fiarse de él como
podía fiarse de su arte.
Rechazando la evidencia, por su ingenuidad congénita, Nadiezhda
no sospechaba que Chaikovski se burlaba de ella y que no quería más
que su dinero. Engañada de cabo a rabo, sólo ahora descubre el
ridículo de su situación. No cabe duda de que, para toda la alta
sociedad de Moscú, ella no es más que la «proveedora de fondos» de
un artista poco escrupuloso, la indefectible benefactora de un genio
estafador, la caricatura de la egeria que ella habría querido dejar como
imagen a la posteridad. ¡Es demasiado! Por respeto a ella misma, ha de
poner fin a esa parodia de amistad. Jamás ha vacilado en cortar por lo
sano para sanear las relaciones ambiguas. El 13 de septiembre de 1890,
en un paroxismo de resentimiento, escribe a Chaikovski para avisarle
de que nuevos reveses de fortuna le impiden seguir enviándole la
pensión que le había asignado desde hacía cerca de quince años. ¡Es la
ruptura! En el momento de firmar el acta de repudio, Nadiezhda
imagina el desconcierto de Chaikovski al descubrir la extensión del
desastre. Aunque no es rencorosa, le complace castigar a su modo al
responsable de sus recíprocas desavenencias. ¿Cómo reaccionará él?
¿Con orgullo, con humildad, con tristeza? Unos días más tarde, lo
descubre. La respuesta de Chaikovski lleva fecha del 22 de septiembre
de 1890. Alegato y lamento a la vez, la carta llega desde Tiflis, donde el
compositor está de gira. «La noticia qué me da en su última carta,
recibida ahora mismo, me entristece profundamente, pensando, no en
mi situación personal, sino en la suya. Desde luego mentiría si dijera
que este golpe radical a mi presupuesto no tendrá repercusiones ni
afectará a mi bienestar material. No obstante, me molestará menos de
lo que usted imagina [...]. Lo importante no es el hecho de que me veré
obligado a reducir mis gastos durante cierto tiempo, sino el hecho de
que usted se verá obligada a limitar su lujoso tren de vida. Es
horriblemente mortificante y penoso. Siento la necesidad de encontrar
un culpable a esta situación, pues sé bien que no es culpa suya y no
tengo la menor idea de quién es el verdadero responsable de todo esto
[...]. Será mejor que pida a Vladislav Albertovich [Pajulski] que me
escriba y me diga cómo piensa organizarse usted, dónde va a vivir y en
qué medida tendrá que padecer privaciones. No sabe cómo sufro y
cómo temo por usted. ¡No puedo imaginarla privada de su riqueza!...
Las últimas palabras de su carta me han ofendido un poco y me cuesta
creer que haya podido pensarlo sinceramente. ¿Acaso es posible que
me crea capaz de olvidar por un solo instante todo lo que usted ha
hecho por mí y todo lo que le debo? Puedo decir sin exagerar que
usted me ha salvado, que sin duda habría perdido la razón y me habría
hundido si no hubiera acudido usted a ayudarme y no me hubiera
sostenido con su amistad. Esa solicitud y ese socorro material fueron
entonces mi ancla de salvación. Contribuyeron a reforzar mi energía
vacilante y a asegurar mi ascensión en la carrera [artística]. Querida
amiga, puede estar segura de que me acordaré de usted hasta mi
último suspiro y que la bendeciré siempre. Ahora soy feliz; en este
momento en que no dispone usted ya de los medios para ayudarme
financieramente, le expreso con fuerza mi ferviente e inconmensurable
gratitud. [...] Puedo decir, sopesando mis palabras [...] que cada vez
que me pongo a pensar en mí mismo, es a usted a quien encuentro
invariablemente en mi espíritu. Beso sus manos ardientemente y le
ruego que recuerde siempre que nadie la compadece más que yo por
su suerte, ni se siente tan partícipe como yo de sus desdichas actuales |
oj|) Por amor de Dios, perdone esta carta apresurada y sin orden, pero
estoy demasiado emocionado para escribir bien.»
A pesar de la humildad y la desolación patentes en esta carta,
Nadiezhda mantiene su posición. Habiendo decidido de una vez por
todas que Chaikovski no ve en ella más que a una proveedora habitual
y que, en su fuero interno, la compara con la vieja condesa autoritaria y
malhumorada del relato de Pushkin, no considera necesario acusar
recibo de su carta. Igual que antaño se complacía en imaginar la vida
de Chaikovski, prohibiéndose a sí misma todo encuentro con él,
intenta ahora imaginar los afanes, las amistades, los proyectos de ese
hombre que atormenta sus pensamientos, pero al que niega el favor de
sus cartas y de su dinero. Enclaustrada en su suntuosa finca por culpa
de sus dolencias, su fatiga y la desconfianza que despierta en ella todo
nuevo rostro, se contenta con seguir las idas y venidas del infatigable
compositor a través de la prensa y de las raras confidencias de los que
la rodean. Así se entera de que La dama de picas ha sido estrenada en el
teatro María de San Petersburgo con un éxito que sobrepasa las
previsiones más optimistas; más tarde, he aquí que Chaikovski se
embarca rumbo a Estados Unidos, donde emprende una asombrosa
carrera; todos lo aclaman como embajador oficial de la música rusa;
después, apenas ha regresado a Rusia, cuando ya la prensa se hace eco
de su paseo triunfal por Varsovia, Hamburgo, París... ¿No se ha
cansado ya de tantos aplausos y clamores? Al enterarse por algunas
indiscreciones que Chaikovski ha empezado de nuevo a componer;
Nadiezhda no puede por menos que deplorar su decisión; tras La bella
durmiente y La dama de picas, parece que el compositor se dedica a un
género musical que a ella no le gusta demasiado: el ballet, con el
Cascanueces. Después viene otra ópera, Yolanta. La baronesa Von Meck
considera que abarca demasiado, que se dispersa. A pesar del rencor
que abriga contra Chaikovski, lamenta a veces haber renunciado a
escribirle y, en consecuencia, no poder discutir con él sobre sus futuras
composiciones. Cuando la atenaza la curiosidad, interroga a su yerno
Pajulski, que, tras haber aprobado y tal vez incluso alentado la ruptura
de su suegra con el compositor, sigue manteniendo una buena relación
con él. Pajulski es un gran aficionado a las intrigas y los cotilleos y no
vacila en entregar a Nadiezhda una carta de su antiguo adorador
fechada el 18 de junio de 1892.
«Lo que me hiere, me turba y, lo confieso, me ofende
profundamente -escribe Chaikovski a Pajulski- no es en absoluto que
ella [Nadiezhda] haya dejado completamente de interesarse por mí. Si
quería tener noticias mías, nada más fácil; Julia Karlovna [hija de la
baronesa] y usted podían ser sus intérpretes. Ni una sola vez les ha
pedido a los dos que indagaran sobre mi vida y mis asuntos. [...] Usted
sabe muy bien que el pasado septiembre Nadiezhda Filarétovna me
comunicó que se había arruinado y que, por tanto, me retiraba su
ayuda pecuniaria. Seguramente habrá visto usted mi respuesta. Lo que
yo deseaba por encima de todo era que no cambiara nada en mi
relación con ella después de que hubiera suprimido mi pensión. Por
desgracia, parece que eso es imposible, ya que todo indica que
Nadiezhda Filarétovna siente ahora una gran frialdad hacia mí. En
consecuencia, he dejado de escribirle y se han roto todos los vínculos
que había entre nosotros desde el día en que dejó de llegarme su
dinero. [...] Este otoño, en el campo, he vuelto a leer todas las cartas de
Nadiezhda Filarétovna y, durante la lectura, pensé que era imposible
que la enfermedad, las angustias o los problemas financieros hayan
podido alterar hasta tal punto los sentimientos que antes me
profesaba...
Sin embargo, han cambiado. ¿Es porque no he conocido jamás
personalmente a Nadiezhda Filarétovna que tenía de ella una imagen
idealizada? De una persona como ella, casi divina, no podía imaginar
semejante traición. Sin embargo, se ha producido, y toda la fe que
pudiera tener en mis semejantes, toda mi confianza, se han esfumado.
He perdido la tranquilidad y toda la dicha que me reservaba el destino
ha quedado emponzoñada. Sin quererlo, Nadiezhda Filarétovna se ha
comportado conmigo con la mayor crueldad. Jamás había sido
humillado de esta forma, jamás habían herido mi orgullo hasta este
punto. Y lo más penoso es que, teniendo en cuenta la mala salud de
Nadiezhda Filarétovna, no me atrevo a apenarla o contrariarla
revelándole mi tormento. [...] Basta ya de todo esto. Tal vez me
arrepienta de haberle escrito, pero no podía resistirme por más tiempo
a la necesidad de dar rienda suelta a la amargura que acumulo en mi
corazón. ¡Ni una palabra, claro está, a Nadiezhda Filarétovna! Si
pregunta por mí, dígale que he vuelto sano y salvo de América y que
me he instalado en Maidonova para trabajar. Estoy bien. No responda
a esta carta.»
Nadiezhda se deleita leyendo esta queja que ella misma ha
suscitado. No siente ningún remordimiento. Experimenta incluso una
extraña sensación de victoria. Pero ¿sobre quién? ¿Sobre Chaikovski o
sobre ella misma? Por su parte, Pajulski responde a Chaikovski
repitiéndole que la baronesa está enferma física y moralmente y que su
«depresión nerviosa» podría agravarse si se remueven delante de ella
los recuerdos que desearía olvidar. Esta desestimación de la petición
de Chaikovski tiene, por otra parte, la aprobación tácita de la baronesa.
Desde luego, Nadiezhda no ignora que Pajulski siempre ha estado
celoso de Chaikovski por su fama, que ha considerado el alejamiento
del compositor como obra suya y que ahora, con el terreno despejado,
se deleita aprovechando la confianza en exclusiva de su suegra. En
realidad, Nadiezhda no se engaña sobre el supuesto desinterés de su
yerno. Pero aprecia que esté al corriente de los chismes de la capital y,
de rebote, de la vida y milagros del gran hombre que la ha
decepcionado y al que no cesa de maldecir, al tiempo que se alegra de
las gloriosas peripecias de carrera. Decidido a cortar todos los puentes
entre ellos, Nadiezhda se afana día tras día en odiarle más, como si le
hiciera responsable de la admiración amorosa que hace tiempo le
inspiraba. Le odia pop haberla seducido, por haber jugado con ella y
haber aceptado su dinero a cambio de los efectos de su genio. ¡Si al
menos ella hubiera encontrado una compensación a esa vergonzosa
mascarada en el éxito social de los miembros de su familia! Pero allá
donde vuelve la vista, Nadiezhda no encuentra más que fracasos,
bajezas y engañifas. Su hijo mayor, Vladímir, la ha arrastrado a graves
problemas financieros. A veces ha tenido que rebajarse a pedir consejo
y ayuda a su hija Julia. Y el horrible Pajulski se mueve en la sombra
para evitar que acaben todos sepultados por las deudas. Mientras
tanto, Chaikovski sigue componiendo, prosperando, viajando y
recibiendo aplausos en todas partes. Se trata de una injusticia flagrante
de la que Nadiezhda se felicitaba en otro tiempo y que ahora la
subleva. Cuando quiere olvidar al ingrato para no sufrir más, se entera
de que Chaikovski acaba de componer Encantadores recuerdos de Florencia
y una Sexta sinfonía, llamada Patética, dedicada, según ciertos rumores
indiscretos, a ese joven Bob que le ha hecho perder la cabeza.
Nadiezhda no osa dar crédito a semejante infamia. Más aún cuando la
Sinfonía Patética es una obra maestra de sensibilidad, de invención
técnica y de armonía, y que por amistad y gratitud hacia ella, o incluso
por simple cortesía, debería haber reservado ese homenaje para ella.
Consumida por el desprecio y los celos, Nadiezhda pide explicaciones
a todos los que tiene ocasión de acercarse al compositor. Se le dice
entonces que, en una carta del 8 de octubre de 1893 al editor Jurgenson,
Chaikovski no ha podido ser más claro: «Por favor, querido, añade esto
en la cubierta [de la Sinfonía Patética]: A Vladímir Lvovitch Davidov
(Bob)». Al enterarse de la voluntad del compositor, Nadiezhda no se
atreve a afrontar la verdad en toda su crudeza. ¿Es un instinto paternal
descarriado o algún otro capricho perverso lo que le empuja a buscar la
compañía de ese muchacho? Vacilando al borde de la revelación,
Nadiezhda se niega a echar un vistazo al abismo de una conciencia que
había creído doblegar e incluso dominar. Prefiere indignarse,
manteniéndose en una ignorancia a medias, por principio, por
tradición. En los momentos de mayor cólera, y en nombre de una
piedad dogmática y feroz, Nadiezhda decide que el genio del músico
no basta para justificar la falsedad ni la apatía del hombre. Muy al
contrario, lo que es tolerable en el común de los mortales, resulta
inadmisible en él, cuya frente ha sido tocada por la luz divina desde el
nacimiento. Dejándose llevar por sus más bajos instintos, Chaikovski
se ha mancillado y la ha mancillado a ella misma. En lo sucesivo, cada
vez que piensa en la probada homosexualidad de Chaikovski, tiene la
impresión de recibir un escupitajo en pleno rostro. ¿No la ha engañado
acaso tanto con sus palabras como con sus notas? ¿Cómo adivinar que
llevaba una doble vida: la primera, dedicada a la vil pederastía, la
segunda, a la música más sublime? Ese personaje que se presenta como
el intérprete ideal de las vicisitudes y de las alegrías de toda la
humanidad, ¿se preocupaba en realidad por algo que no fuera su
carrera? Por mucho que el cerebro del maestro se explayara en engaños
generosos, su piano no sabe mentir. Con una especie de repugnancia
epidérmica, Nadiezhda trata superar su ingenuidad habitual e
imaginar a dos hombres acariciándose, besándose en la boca, a veces
bigote contra bigote, y uno de esos hombres sería Chaikovski. Pero,
por lo que se cuenta, son sobre todo los muchachitos los que le atraen.
Bob y otros parecidos, sin duda. Y entonces, a los ojos de Nadiezhda, la
perversión se convierte en profanación. La imagen de esta cópula
masculina es tan obsesiva que ha de ahuyentarla como si se tratara de
una visión de pesadilla. Por otra parte, su entorno familiar la
atormenta casi tanto como su bífido músico. Enferma y medio
arruinada, se entera sin darte la menor importancia de que Chaikovski
está de nuevo de viaje, que acaban de nombrarlo «doctor honoris
causa» por la universidad de Cambridge, el 16 de octubre de 1893, y
que ha dirigido él mismo de manera soberbia la representación de su
Sexta sinfonía en San Petersburgo. ¿Cómo puede hallar placer en
moverse, en componer, en vivir, cuando ella se sostiene apenas sobre
sus piernas y se ahoga con el más mínimo movimiento? Para ella, cada
día es una promesa de monotonía, inmovilidad y aburrimiento. Le
asombra la efervescencia del mundo que la rodea. ¡Cuánto tienen todos
por remover y por hablan cuántos proyectos! El país entero se dispone
a celebrar la alianza entre Rusia y Francia, simbolizada por la visita de
la flota rusa a Tolón, a fin de devolver la visita de la flota francesa a
Cronstadt dos años antes. Grandes festejos señalarán el acontecimiento
para las dos naciones amigas. Pero lo extraño es que, mientras este
optimismo político se contagia entre sus compatriotas, Nadiezhda
constata entre algunos de ellos que se recrudecen las sospechas sobre
la homosexualidad de Chaikovski. En todas partes oye decir ahora que
el propio zar considera que un gran artista traiciona su vocación y a su
público cuando se entrega a prácticas censurables. Se rumorea también
que un miembro de la familia imperial, el gran duque Constantín
Romanov, se ha contagiado del ejemplo del compositor y que la corte
está consternada. Lo cierto era que, si bien la inversión sexual se
practicaba clandestinamente en ciertos círculos aristocráticos, en Rusia
se consideraba entonces un crimen contra natura, merecedor de la
pérdida de los derechos cívicos, de la deshonra y del exilio en Siberia.
Ciertas personas bien informadas afirman incluso que, sin esperar a la
condena oficial de Chaikovski, se va a reunir inmediatamente un
tribunal de honor para darle a conocer su censura y que, fustigado así
por un conciliábulo de hombres íntegros, no tendrá más salida que la
huida al extranjero o la muerte.
Cuando Nadiezhda imagina la inhabilitación pública que acecha a
Chaikovski, no sabe si debe alegrarse o alarmarse. Ya no le ama lo
bastante para compadecerle por ese paso en falso y lo ama todavía
demasiado para felicitarse. Por suerte, la opinión pública es versátil. La
atención de los mismos que estaban dispuestos a arrastrar al músico
por el lodo a causa de su pederastía, se desvía de él para seguir el
desarrollo de un asunto igualmente importante y- que les concierne a
todos: la proliferación de los casos de cólera en San Petersburgo. Sin
embargo, en la capital están acostumbrados a ese tipo de alertas. Basta
con tomar un mínimo de precauciones para escapar a la plaga.
Además, en Rusia las distancias protegen más que cualquier remedio.
Refugiada en su villorrio, Nadiezhda decide que ella no tiene razón
alguna para alarmarse.
De repente, en las gacetas que le llegan desde la capital, la baronesa
lee con estupor que, el 25 de octubre de 1893, el famoso compositor ha
sucumbido a la epidemia. Según los periodistas que relatan los hechos,
habría contraído la enfermedad al beber agua sin hervir en el
transcurso de una cena en un restaurante. En medio de la vorágine de
sus pensamientos, Nadiezhda se pregunta horrorizada si la muerte de
Chaikovski la satisface como revancha por las artimañas de un traidor
o la postra como si fuera su viuda. Rumores y sospechas procedentes
de San Petersburgo y de Moscú turban su juicio. La gazeta de San
Petersburgo se asombra de que, habiendo sido Chaikovski víctima del
cólera según la versión oficial, su cadáver se haya expuesto en un
féretro abierto en medio de la iglesia el día de las exequias a fin de que
sus allegados pudieran darle un último beso. ¿Por qué no se han
observado las precauciones habituales si existía el riesgo de contagio?
Aquí y allá, personas indiscretas y bien informadas afirman que el
compositor no murió de cólera, sino que se suicidó para huir de un
horrible escándalo. Acusado de haberse entregado a prácticas
homosexuales y con la amenaza de una revelación pública que habría
arruinado su carrera y arrastrado al oprobio a varias personas muy
queridas para él, había preferido desaparecer para cerrar la boca a
todas esas personas de buena conciencia y de conducta irreprochable.
Al llegar a este punto de sus reflexiones, Nadiezhda acaba por admitir
que, si Chaikovski, en lugar de envenenarse, ahorcarse o dispararse un
tiro en la cabeza, prefirió beber agua sin hervir, despreciando todas las
reglas de higiene sanitaria, fue porque, como en la vida, tampoco en la
muerte había sabido tomar una decisión irrevocable. De la misma
forma que había mantenido con ella un juego malsano, donde sin duda
había puesto un poco de afecto y mucho interés, un poco de
complicidad artística y mucho de cálculos financieros, también en el
momento de poner fm a su vida se había reservado una oportunidad
para escapar a la fatalidad. Al contrario que Hermann, el héroe de
Pushkin en La dama de picas, que se lo juega todo a una sola carta, él
había jugado con el azar, esperando salir bien parado. Aparentemente
había cometido una trágica imprudencia al beber agua contaminada
del grifo, pero en el fondo contaba con un milagro en el último minuto.
Ahora bien, a semejanza de Hermann, cuyo subterfugio se vuelve
contra él, Chaikovski acaba siendo víctima de su indecisión. Como de
costumbre, no ha sabido jugarse el todo por el todo. Cuando su falso
suicidio resulta ser un suicidio auténtico, Chaikovski obtiene lo que no
quería. La vida humana, igual que la música, no admite notas falsas.
Agotada por esta sucesión de pensamientos fúnebres, Nadiezhda
tiene la impresión de que, por primera vez en su vida, ha encontrado la
clave que desvela el misterio del corazón de Chaikovski. Esta certeza
sirve para darle serenidad y sosegarla y puede por fin reconciliarse con
quien tanto, la atormentaba. La baronesa se pregunta de pronto si
Chaikovski habrá pronunciado su nombre antes de morir. Algunos
testigos le aseguran que sí. Pero si el compositor ha evocado su
recuerdo en el último momento, ¿ha sido para bendecir su nombre o
para maldecirlo? Nadie puede decirlo. No sabrá jamás si al expirar
Chaikovski tuvo fuerzas para exclamar: «¡No tiene nada que hacer
aquí! ¡Ya me ha molestado bastante! ¡Salga de aquí inmediatamente si
no quiere que haga que la echen a patadas!», o si suplicó, con voz
apagada: «Deme la mano por última vez. ¡Necesito esa mano querida y
esa mirada amada para partir en paz!». Las dos interpretaciones son
igualmente verosímiles. ¡No importa! Nadiezhda se conformará con
esta incertidumbre. Uno se conforma con todo a su edad. Consumida
por la tuberculosis, con dolores en los huesos y los pensamientos
inconexos, encuentra fuerzas suficientes para intentar un último viaje.
Pero ¿qué busca en la lejanía? Lo ignora y le trae sin cuidado. Hace tres
meses que Chaikovski exhaló el último suspiro y a ella le asombra
estar aún viva cuando le han amputado una parte esencial de su ser.
De hecho, ¿es su cuerpo o es el alma el que ha sufrido la pérdida? En
Niza, donde da por concluido su viaje, se siente irremediablemente
menguada y consumida. Sin embargo, no siente el menor deseo de
regresar a Rusia. La misma soledad la aguarda en todas partes. Si
prevé aún algún viaje, no es ya sobre la tierra donde busca un destino
para reposar al fin, sino bajo tierra, donde yace el hombre del que se las
ha ingeniado para huir y perseguir al mismo tiempo durante todo su
viaje. Al desaparecer -voluntariamente o por accidente-, Chaikovski la
ha condenado a desaparecer a ella. Ya que no ha existido más que para
él y por él, por fidelidad a su doble destino está obligada a dejar de
respirar de otro modo que no sea a través de la obra del compositor.
Tras agotar la paciencia y los recuerdos, el 14 de enero de 1894 (tres
meses después de la muerte de Chaikovski), Nadiezhda accede al fin a
la unión ideal con el gran ausente. El oficio fúnebre se celebra en la
iglesia ortodoxa de San Nicolás de Niza y el cadáver es repatriado
inmediatamente a Rusia. El día del entierro es probable que se tocara
en alguna parte, en San Petersburgo, en Moscú, en París, Londres,
Berlín, Roma, una obra de Chaikovski sin que nadie se interesara lo
más mínimo por la defunción, anunciada muy discretamente, de la
baronesa Nadiezhda Filarétovna von Meck. Habrá perdido así la
última ocasión de verse asociada a la gloria de un compositor de quien
habría querido ser el gran amor y de quien no fue más que la
banquera.

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