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Amor incondicional
Colección «PROYECTO»
103
John Powell
Amor
incondicional
«El amor no tiene límites»
Traducción:
Milagros Amado Mier
Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
mariap.aguilera@gmail.com
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya)
Índice
1. El principio vital . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
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El principio vital
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estaba convencido de que funcionamos mejor cuando
aspiramos a algo que no tenemos. Y yo creo que, en la
mayoría de los casos, tiene toda la razón.
Así que te pido que hagas conmigo lo que Dag
Hammarskjöld denominaba «el viaje más largo, el viaje
interior» al centro de tu ser, donde las respuestas no están
memorizadas, sino muy vivas. El viaje al que te invito
está lleno de recelos. El conocido psiquiatra Carl Jung
decía en Memories, Dreams, Reflections:
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más clara. Por ejemplo, si ves que durante tu día perfecto
o en las actividades que más te agradan estás solo, puede
que enterrada en lo más profundo de tu interior se oculte
una necesidad de soledad o incluso un deseo de evitar
la relación.
La pregunta es: en tu opinión, ¿para qué vivimos?
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Dios la bendiga. Sin duda había sido educada para
creer –y lo creía de todo corazón– que la vida es una dura
prueba, el precio de la bienaventuranza eterna. El cielo
hay que comprarlo, y no es barato. Estoy seguro de que el
cielo pertenece ya a aquella querida alma que vivió tan
fielmente de acuerdo con sus luces. (De hecho, pienso que
debe de haber una sección reservada para almas especiales
como la Schwester). Pero no puedo creer que este tipo de
triste compra de un lugar en el cielo sea verdaderamente
la vida a la que Dios nos llama. No creo que Dios
pretenda que nos arrastremos por un oscuro túnel con las
manos y rodillas ensangrentadas para tener lo que se
denomina «una porción de cielo cuando muramos».
Dios no es el judío Shylock del shakespeareano Mercader
de Venecia exigiendo su libra de carne por la vida eterna.
De hecho, lo que yo creo es que, hablando
teológicamente, la vida eterna ya ha comenzado en
nosotros, porque la vida de Dios está ya en nosotros.
Y deberíamos celebrarlo. Somos los sarmientos de la vid
que es Cristo (véase Jn 15,5).
¿Recuerda el lector, como lo recuerdo yo, la famosa
oración de la Salve? Describe una tristísima y desesperada
versión de la vida humana: «...a ti clamamos los
desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas...».
He pensado a menudo que, si alguien creyera realmente
esto, su vida sería un tanto sombría. Lo que Jesús dijo fue:
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia» (Jn 10,10). «Os he dicho esto, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado»
(Jn 15,11).
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Un inventario personal
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trabajo, familia o clima puede ayudarme.
Vaya adonde vaya o haga lo que haga, el problema estará
conmigo. Seguiré haciendo las mismas tortuosas
preguntas: ¿significa esa mirada que no le gusto?... No
sonríe...: seguro que no le ha gustado lo que he hecho...
(y miles de etcéteras).
Lo mismo puede decirse del «perfeccionista
compulsivo» que no puede experimentar jamás una
satisfacción, porque nada es nunca absolutamente
perfecto. Tal persona es, al menos internamente, un crítico
implacable de todo y de todos. (Esta persona, cuando
llegue al cielo, seguro que le sugiere a Dios que se gaste
«una pasta» en adecentar el lugar).
Debemos revisar nuestras pautas de acción y reacción
para localizar estas o parecidas distorsiones en nuestras
actitudes, y luego debemos esforzarnos por enmendar esas
actitudes en los aspectos en que sea preciso. Pero la
realidad más importante y universal que hay que
investigar es lo que yo denomino un «principio vital».
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de las oscuras regiones del subconsciente y dejarse
examinar a plena luz, pero, de hecho, ahí está.
En cada uno de nosotros hay un conjunto de necesidades,
objetivos o valores que nos preocupan psicológicamente.
En los zigzags de la vida cotidiana hay algo que domina
todos nuestros demás deseos. Este principio vital atraviesa
el tejido de nuestras opciones como el tema dominante de
una pieza musical: es recurrente, y es posible oírlo en
diferentes contextos. Como es natural, sólo tú puedes
responder por ti mismo –como sólo yo puedo responder
por mí mismo– cuál es tu principio vital.
Algunas personas, por ejemplo, buscan por encima de
todo seguridad. Evitan cualquier lugar donde pueda haber
peligro, aun cuando la ocasión pueda estar esperando en
ese mismo lugar. No asumen riesgos, no se aventuran.
Permanecen en casa por la noche y no revelan a nadie su
yo más profundo. Mejor estar seguro que lamentarse,
dicen. La misma clase de retrato esquemático puede
hacerse de la persona cuya preocupación fundamental y
principio vital es el deber, el reconocimiento, el dinero, la
fama, la necesidad, el éxito, la diversión, el relacionarse,
la aprobación ajena o el poder.
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vital: ¿dónde me lo voy a pasar mejor? Mi opción
fundamental es divertirme. Esto es lo que, consciente o
inconscientemente, he aceptado como principio vital.
Las opciones específicas son fáciles. No tengo que
rebuscar en mi interior para saber qué es lo que realmente
quiero en la vida, porque ya lo sé. La única incertidumbre
que debo abordar es: ¿dónde voy a divertirme más? Tener
tal principio vital, como ya hemos dicho, es cuestión de
economía psicológica.
Es muy importante caer en la cuenta de que somos
criaturas de costumbres. Cada vez que pensamos de
determinado modo, pretendemos un determinado bien o
utilizamos un motivo concreto, se forma y profundiza en
nosotros un hábito. Al igual que el arado traza el surco, así
también cada repetición le añade más profundidad al
hábito. (¿Ha tratado el lector alguna vez de romper un
hábito? Si es así, entonces ya sabe lo que quiero decir...).
Y lo mismo ocurre con cualquier principio vital.
Con cada uso, se profundiza más y se convierte en un
hábito más permanente. Y en el crepúsculo de la vida
nuestros hábitos nos gobiernan, definiendo y dictando
nuestras acciones y reacciones. Como reza el viejo dicho,
morimos como hemos vivido. Las personas que en la
ancianidad son demasiado egocéntricas y exigentes, al
igual que las que se caracterizan por su dulzura y
tolerancia, no se han hecho así en los últimos años de su
vida. Los viejos raros, al igual que los viejos santos, han
practicado toda su vida. Simplemente, han practicado
distintos principios vitales. Lo que tú y yo acabemos
siendo al final será, simplemente, más de lo que
decidimos y tratamos de ser ahora. Hay una opción
fundamental, un principio vital, que algún día nos poseerá
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hasta la médula de nuestros huesos y la sangre de nuestras
venas. No cabe duda de que moriremos como hayamos
vivido.
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Le llevó después a Jerusalén, le puso sobre el alero
del Templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate de
aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te
encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te
llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna”.
Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu
Dios”»
(Lc 4,1-12).
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En esta clarificación de su principio vital, Jesús afirma
firmemente: «¡No he de vivir para el placer! ¡No he de
vivir para el poder! ¡No he de abdicar de mi
responsabilidad con respecto a mi vida y a mis actos!».
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ejecutiva de nuestra estructura psicológica y trata de
regular nuestros deseos ajustándolos a la realidad.
Pero, en definitiva, la cuestión es que los impulsos
humanos son profundamente animales: impulso del placer
y de la gratificación personal. Y aun cuando se vea
frustrado o, cuando menos, moderado, el principio de
placer es, según Freud, el impulso fundamental de todos
los seres humanos.
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que ese deseo básico y esa lucha por el poder como
compensación del sentimiento de inferioridad debían
encauzarse en unas realizaciones positivas y útiles.
Pero su premisa y su interpretación se reducen, de hecho,
a que el impulso básico de la persona es el impulso del
poder y la realización.
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Ningún adulto ejerce realmente ni la libertad ni la
responsabilidad. Al menos esto es lo que afirma Skinner.
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un amplio consenso en el sentido de que la mayoría de la
gente ha renunciado hoy a toda esperanza seria y fundada
de poder determinar o incluso cambiar en algo su vida).
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en la corte imperial de Roma, estaba rodeado de los
miembros de su «nobleza» (los llamados «herodianos»),
que aprobaban sin rechistar todos sus caprichos, incluido
el divorcio de su mujer para casarse con la esposa de su
hermanastro, Herodías, que era además su sobrina.
Cuando Juan el Bautista, sin pelos en la lengua, denunció
este matrimonio como pecaminoso, Herodes mandó
encarcelarlo. Por otra parte, parece haber estado
completamente controlado por Herodías, la cual persuadió
a su hija Salomé de que pidiera la cabeza del Bautista.
Yo pienso que Herodes estaba ebrio también en esa
ocasión, cuando el enorme placer que le produjo la danza
de Salomé le indujo a prometerle a ésta lo que ella
quisiera..., incluso la mitad de su reino, si así lo deseaba.
Cuando Jesús llegó ante Herodes, éste únicamente vio
en él a una especie de mago que haría unos cuantos trucos
o juegos de manos para entretener a la corte.
Cuando Jesús respondió con el silencio a las peticiones de
Herodes, inspiradas por su intoxicación etílica, éste
pronunció su sentencia: «¡Este individuo está loco!
Yo tengo poder sobre su vida, y él se queda ahí tan
tranquilo, en silencio, como un idiota. ¡Está loco!, ¡es un
demente! Llevadlo de vuelta a Pilato vestido de bufón».
El pobre Herodes tenía un aro en su nariz: el aro del
placer. Ése era su principio vital, el motivo subyacente
que regía todas sus decisiones y configuraba su vida
entera. Estaba dominado por la búsqueda del placer.
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Idumea. Al igual que muchas personas sedientas de poder,
Pilato era un hombre cruel. Hirió la sensibilidad religiosa
de los judíos, a los que había sido enviado a gobernar,
erigiendo imágenes del emperador. Confiscó dinero del
tesoro del Templo para financiar un acueducto. Masacró
despiadadamente a un grupo de exaltados y devotos
galileos. Acuñó monedas con la imagen de símbolos
religiosos paganos que resultaban ofensivos para los
judíos. En una ocasión, Pilato tuvo que ser llamado a
Roma para ser juzgado por crueldad y opresión.
Una carta de Herodes Agripa I a Calígula le describe
como un hombre «inflexible, despiadado y corrupto».
Fue acusado a menudo de ordenar ejecuciones sin juicio
previo. Una tradición bastante cuestionable, referida por el
historiador Eusebio, dice que se suicidó por orden de
Calígula poco después de sentenciar a muerte a Jesús.
La vida de Pilato muestra con toda claridad que su
principio vital era el poder. Es fácil imaginarle utilizando
a sus bárbaros soldados para infligir terribles crueldades
con el fin de afirmar los privilegios que le concedía el
poder. Sabe que si tiene éxito en la función que le han
encargado desempeñar, conseguirá un cargo aún más alto
y prestigioso. Eso es lo único que verdaderamente le
preocupa.
Por eso, cuando llevan ante él a Jesús, la acusación por
la que Jesús ha sido condenado en el Sanedrín –afirmar
que era el Mesías y el Hijo de Dios– ni siquiera es
mencionada. Eso no habría significado nada para Pilato,
que era politeísta y se habría limitado a encogerse de
hombros. Con la cantidad de los dioses a los que Roma
rendía culto, la divinidad no era para él motivo de
preocupación alguna. Consiguientemente, la acusación
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ante Pilato fue adaptada para impresionar a alguien cuya
única preocupación era el poder: «¡Afirma ser rey!».
Esto sí que impresionaría realmente a Poncio Pilato.
Si llegaba a Roma el rumor de que un simple judío
afirmaba ser rey y no era aplastado por Pilato, la carrera
política de éste habría llegado a su término, y él perdería
todo su poder. Por eso Pilato se ofrece para entrevistarse
con Jesús.
Y, efectivamente, le pregunta: «Tú no eres rey en
realidad, como andan diciendo esos de ahí fuera, ¿verdad?
A mí, desde luego, no me lo pareces...». Y Jesús le
responde: «Sí, en realidad soy rey, pero mi reino no es de
este mundo. Yo no pretendo competir contigo, pero, de
hecho, soy rey. Para eso nací y para eso vine al mundo.
Ésa es la verdad, y quienes realmente aman la verdad
escucharán mi voz» (véase Jn 18,33-37).
Entonces Pilato hace su famosa pregunta: «¿Y qué es
la verdad?». Es decir, ¿qué importa que tengas o dejes de
tener la verdad de tu parte? Lo que cuenta es el poder.
Pilato únicamente es capaz de pensar en términos de
poder y no puede reconocer ningún otro valor.
Pero algo le sucede a Pilato en aquella entrevista con
Jesús. Él hace cuanto puede por evitar pronunciar la
sentencia de crucifixión. Entonces regresa al pórtico de su
palacio, alza las manos exigiendo silencio y grita:
«¡Yo no encuentro culpa alguna en él!». Cuando la
multitud pide a gritos una y otra vez: «¡Crucifica a ese
galileo!», Pilato cae en la cuenta de algo que había pasado
por alto: Jesús era un galileo. Y entonces recuerda que
Herodes tiene poder para dirimir los casos en los que hay
galileos implicados, de modo que trata de escurrir el bulto
enviando a Jesús a Herodes. Y cuando Jesús le es remitido
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una vez más a él, Pilato intenta un nuevo subterfugio.
En uno de los clásicos non sequitur de la historia, dice:
«No encuentro culpa alguna en él. Por tanto, voy a
castigarlo y a ponerlo en libertad». Pero tampoco esto
sirve de nada.
A Pilato se le ocurre entonces otra escapatoria: existe
la costumbre de que el Procurador romano libere a un
preso por la Pascua, de manera que le ofrece a la multitud
la posibilidad de elegir entre un famoso criminal, llamado
Barrabás, y Jesús. Pero la multitud se decide por Barrabás.
Cuando la esposa de Pilato, Claudia, le envía un mensaje
diciéndole que ha tenido un sueño y le aconseja que no
ceda a las demandas de la multitud, Pilato se irrita.
Está tratando con todas sus fuerzas de salir del apuro y se
ofrece de nuevo a castigar a Jesús antes de liberarlo;
pero el clamor de la muchedumbre pidiendo su muerte
no se apaga.
Pilato hace entonces un último intento de evitar lo
inevitable. «¿Queréis sangre? ¡Yo os daré sangre!».
Y ordena que Jesús sea flagelado. Cuando Jesús es llevado
de nuevo ante la multitud convertido en una sanguinolenta
piltrafa, Pilato gime: «¿Lo veis? Aquí tenéis a vuestro
hombre. Miradlo...». Y una vez más dice: «Tomadlo
vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro en él
ninguna culpa».
Pero la multitud grita: «Si sueltas a ése, no eres amigo
del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César»
(Jn 19,12).
«¿A vuestro rey voy a crucificar?».
«¡No tenemos más rey que el César!».
Entonces Pilato, a la vez que hace un gesto de
impotencia mirando displicentemente a Jesús, pronuncia
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la sentencia: «Ibis ad crucem!» («¡Irás a la cruz!»).
La multitud percibe su debilidad. Le han dado donde más
le duele. Está en juego su poder. Poder, poder, poder.
Y en un último gesto de ironía, ordena a un muchacho
que le traiga una jofaina con agua, con la cual se lava las
manos delante de la gente, diciendo: «Soy inocente de la
sangre de este hombre». Pero el ansia de poder de Pilato
se había adueñado de él y le había llevado adonde no
quería. Había construido su vida sobre la búsqueda del
poder, y al final el poder le había destruido a él.
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De hecho, sabemos muy poco acerca de este pobre
hombre, y tal vez no sea del todo justo utilizarlo como
ejemplo. Sin embargo, al parecer atribuía su difícil
situación al hecho de que no había nadie dispuesto a
ayudarle. También parece haber perdido la esperanza.
Como muchas de las personas que no quieren asumir la
responsabilidad respecto de su propia vida, habla
únicamente de lo que los demás no hacen por él.
Aparentemente, no ha dedicado demasiado tiempo a
pensar cómo podría él ayudarse a sí mismo.
Está tan centrado en las limitaciones de su condición que
no explora las posibilidades creativas de la situación.
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pasiva; la implicación es activa. Y ellos eligen la
pasividad, en lugar de la actividad, en su vida.
Además de la excusa de la enfermedad, hay muchas
otras formas de racionalización que se emplean para
justificar el principio vital de eludir la responsabilidad.
A veces permitimos que nuestros miedos o los complejos
de inferioridad que nosotros mismos nos creamos nos
eximan de asumir los riesgos y hacer frente a los desafíos
de una vida plena. Sustituimos el «no voy a intentarlo
siquiera» por el «no puedo». Recuerdo a un antiguo
alumno mío que me explicaba por qué en el último
momento decidía siempre no presentarse a los exámenes
finales: «Es más fácil no intentarlo que intentarlo y
fracasar. Si no lo intentas, siempre puedes consolarte
diciéndote a ti mismo: “Es probable que lo hubiera
conseguido”. Si lo intentas y fracasas, ni siquiera tienes
ese dudoso consuelo».
Cuando uno se empeña en buscar vías de escape, las
posibilidades son infinitas. Por ejemplo: «¡Yo soy así...!».
Algunas personas culpan a sus genes de todo cuanto les
acontece en la vida. Otras afirman que la culpa de todo la
tiene la educación que han recibido. Otras atribuyen su
inmovilismo y su pasividad a sus orígenes étnicos o a su
falta de contactos. Y, finalmente, no son pocos los que
culpan de todo a «los astros». Esta tendencia a utilizar la
astrología como un medio para eludir su responsabilidad
personal es una auténtica forma de racionalización tan
antigua como el ser humano.
«En ocasiones, los hombres son dueños de su destino.
La culpa, querido Bruto, no es de los astros, sino de
nosotros mismos...».
(W. SHAKESPEARE, Julio César I, ii,134)
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No juzgar, sino comprender
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la copa de su Sangre, surge una disputa acerca de «quién
de ellos debería ser considerado el mayor» (Lc 22,24).
Después de haber pasado tres años siendo instruidos por el
más grande de los directores espirituales, los discípulos
siguen aún siendo presa de sus viejas ilusiones. Son
mezquinos, competitivos y egocéntricos.
Por eso, en las últimas horas de su vida, Jesús trata de
recordarles su mensaje central lavándoles los pies. Según
la costumbre judía, si el anfitrión de una comida se sentía
honrado por la presencia de sus invitados, les lavaba los
pies. Si, por el contrario, los invitados se consideraban
honrados por haber sido invitados, el anfitrión no hacía tal
cosa, seguramente para que quedara de manifiesto su
superior status social. Recordemos que, cuando Jesús
comió en casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50), éste no
practicó con Jesús tal acto de cortesía.
(Jn 13,4-9).
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Durante los tres años transcurridos con los Doce –en
los que pasó la mayor parte del tiempo a solas con ellos,
enseñándoles y preparándoles para su misión–, el mensaje
central de Jesús era el Reino de Dios. Gran parte de las
narraciones evangélicas tienen que ver con la predicación
y las parábolas del Reino. Si fuera posible definir este
Reino en pocas palabras, ciertamente habría que hacer
constar dos cosas.
La primera es que el Reino es una invitación de Dios.
Es una invitación que Dios hace a toda la humanidad a
entrar con Él en una íntima relación de amor.
Más vívidamente, podríamos imaginar a Dios
sonriéndonos con una cálida mirada de amor, tendiendo
sus brazos y abrazándonos: «Venid a mí. Yo seré vuestro
Dios. Vosotros seréis mi pueblo, los hijos de mi corazón».
Hay que hacer notar que esta llamada o invitación no se
nos hace únicamente como individuos. En el Reino de
Dios no somos nunca menos que individuos, pero
tampoco somos nunca únicamente individuos. Somos el
Cuerpo de Cristo. Somos llamados a acudir al abrazo de
Dios como hermanos y hermanas en el Señor. El poeta
francés Charles Péguy escribió: «No trates de ir a Dios tú
solo. Si lo haces, seguro que te hará la embarazosa
pregunta: “¿Dónde están tus hermanos y hermanas?”».
En otras palabras, la invitación al reino se nos hace a
todos juntos. Yo sólo puedo decirle «sí» a Dios si os digo
«sí» a vosotros, mis hermanos y hermanas. Se trata de un
mismo y único «sí» que abarca a mi Dios y a toda mi
familia humana en un mismo acto de amor.
La segunda es que, por nuestra parte, el Reino de Dios
implica una respuesta amorosa libre.
«En el encabezamiento del libro está escrito de mí que
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hacer tu voluntad es mi deleite. Allá voy... corriendo».
Cuando recitamos la Oración del Señor y decimos «Venga
a nosotros tu Reino», estamos diciendo que todos diremos
el gran «sí» (y todos los pequeños «síes» que encierra)
unos a otros, y todos a nuestro Padre.
Estoy seguro de que es esto lo que Jesús quería dejar
muy claro a Pedro y a los demás discípulos. En todo el
tiempo que pasó con ellos, pero especialmente en la
Última Cena, en sus últimos momentos junto a ellos,
quiso subrayar esta verdad: mi Reino es un reino de amor.
No es un lugar donde lo que rige es el poder ni las
personas rivalizan entre sí. Tampoco es un lugar destinado
al placer ni un refugio para quienes no tienen el coraje de
intentar hacer nada. El verdadero y único requisito para
entrar en el Reino de Dios es optar por el amor como
principio vital. No hay más signo distintivo que éste: «En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis
amor los unos a los otros» (Jn 13,35).
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que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve”»
(Lc 22,25-27).
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