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Amor incondicional
Colección «PROYECTO»
103
John Powell

Amor
incondicional
«El amor no tiene límites»

Editorial SAL TERRAE


Santander – 2008
Título del original en inglés:
Unoconditional Love.
Love without Limits
© 1999 by John Powell
Publicado por
RCL Enterprises, Inc.
200 East Bethany Drive
Allen, Texas 75002-3804

Traducción:
Milagros Amado Mier

Para la edición española:


© 2008 by Editorial Sal Terrae.
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria)
Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es

Diseño de cubierta:
María Pérez-Aguilera
mariap.aguilera@gmail.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley,


cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
y transformación de esta obra sin contar con la autorización
de los titulares de la propiedad intelectual.
La infracción de los derechos mencionada
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual
(arts. 270 y s. del Código Penal).

Con las debidas licencias


Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 978-84-293-1748-0
Dep. Legal: BI-108-08

Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. – Basauri (Vizcaya)
Índice

1. El principio vital . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

2. La crisis de amor contemporánea . . . . . . . . . . . . 37

3. El significado del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55

4. Las dinámicas del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

5. El Dios del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

—5—
1
El principio vital

«Y, por encima de todo,


revestíos del amor»
(Colosenses 3,14)
Sócrates decía que una vida no sometida a examen no es
digna de ser vivida. Antes o después, todos nos
preguntamos en lo más hondo de nuestro interior: ¿para
qué vivimos? Pregunta que es importante y a veces
dolorosa, pero que debe hacerse.
Cuando me hago a mí mismo esta pregunta, trato de
dirigírsela a mi estómago, no a mi cabeza. Mi pobre
cabeza ha memorizado muchas respuestas ideales, y esas
respuestas rutinarias están listas para salir a trompicones
en cuanto alguien presiona el botón correspondiente.
El gran psicólogo Abraham Maslow consideraba que
perseguimos nuestros objetivos y tratamos de satisfacer
nuestras necesidades humanas de acuerdo con una
jerarquía perfectamente definida: una escala con muchos
peldaños. Los peldaños más bajos de la escala son los
impulsos fundamentales en busca de alimento, abrigo y
seguridad frente a las amenazas externas. Los peldaños
medios son el conjunto más específicamente humano de
necesidades y objetivos: las necesidades «de orden
superior» de dignidad, pertenencia y amor. En lo alto de la
escala de Maslow están las más excelsas aspiraciones
humanas: independencia y excelencia. Él denomina este
estado con la expresión «realización personal». Como es
natural, nunca alcanzamos la cúspide, pero eso es
precisamente lo que nos mantiene en marcha. Maslow

—9—
estaba convencido de que funcionamos mejor cuando
aspiramos a algo que no tenemos. Y yo creo que, en la
mayoría de los casos, tiene toda la razón.
Así que te pido que hagas conmigo lo que Dag
Hammarskjöld denominaba «el viaje más largo, el viaje
interior» al centro de tu ser, donde las respuestas no están
memorizadas, sino muy vivas. El viaje al que te invito
está lleno de recelos. El conocido psiquiatra Carl Jung
decía en Memories, Dreams, Reflections:

«Cuando se llega a la experiencia más íntima, al núcleo


de la personalidad, la mayoría de la gente se ve
superada por el miedo, y muchos salen corriendo...
El riesgo de la experiencia interior, la aventura del
espíritu, es, en cualquier caso, ajena a la mayoría de los
seres humanos».

Te invito a que reflexionemos juntos para dilucidar por


qué y para qué vivimos.
Puede que fuera oportuno que ambos nos sentáramos y
escribiéramos un guión de nuestra vida futura. Inténtalo
alguna vez. Tienes un cheque en blanco. Puedes rellenarlo
con la cantidad que quieras de éxito-fracaso, lágrimas-
risas, vida larga-vida breve, agonía-éxtasis... Tienes
completo control sobre el placer, el poder, el dinero, la
fama, las relaciones... ¿Qué consideras vida ideal?; ¿qué
es lo que realmente quieres?
O también podría servir de ayuda escribir una
descripción de tu «día perfecto», o bien una lista de las
diez actividades que más te gusten. Cuando reflexiones
sobre lo que hayas escrito, puede que veas tus más
profundas necesidades y anhelos desde una perspectiva

— 10 —
más clara. Por ejemplo, si ves que durante tu día perfecto
o en las actividades que más te agradan estás solo, puede
que enterrada en lo más profundo de tu interior se oculte
una necesidad de soledad o incluso un deseo de evitar
la relación.
La pregunta es: en tu opinión, ¿para qué vivimos?

Ganar un lugar en el cielo

Recuerdo una época, hace ya muchos años, en que me


encontraba yo en Alemania tratando de dominar la lengua
alemana. Tuve el privilegio de servir un cierto tiempo
como capellán de un remoto convento bávaro. La querida
hermana a la que asignaron el cuidado de mi habitación
tenía ochenta y cuatro años. Cada vez que yo salía de la
habitación, aunque no fuera más que por un momento, ella
se ponía a limpiarla. Y no me refiero a una limpieza
superficial, porque, de hecho, enceraba el suelo, sacaba
brillo a los muebles, etcétera, etcétera. En una ocasión,
cuando salí de la habitación para dar un corto paseo, volví
y me encontré a la Schwester de rodillas, extendiendo una
última capa de cera. Bromeé con ella riendo:

«Schwester, Sie arbeiten zuviel!»


(«¡Hermana, trabaja usted demasiado!»).

La querida y devota hermana se enderezó (aún de


rodillas) y, mirándome con una seriedad rayana en la
severidad, me dijo:

«Der Himmel ist nicht billig!»


(«El cielo no es barato, ¿sabe usted?»).

— 11 —
Dios la bendiga. Sin duda había sido educada para
creer –y lo creía de todo corazón– que la vida es una dura
prueba, el precio de la bienaventuranza eterna. El cielo
hay que comprarlo, y no es barato. Estoy seguro de que el
cielo pertenece ya a aquella querida alma que vivió tan
fielmente de acuerdo con sus luces. (De hecho, pienso que
debe de haber una sección reservada para almas especiales
como la Schwester). Pero no puedo creer que este tipo de
triste compra de un lugar en el cielo sea verdaderamente
la vida a la que Dios nos llama. No creo que Dios
pretenda que nos arrastremos por un oscuro túnel con las
manos y rodillas ensangrentadas para tener lo que se
denomina «una porción de cielo cuando muramos».
Dios no es el judío Shylock del shakespeareano Mercader
de Venecia exigiendo su libra de carne por la vida eterna.
De hecho, lo que yo creo es que, hablando
teológicamente, la vida eterna ya ha comenzado en
nosotros, porque la vida de Dios está ya en nosotros.
Y deberíamos celebrarlo. Somos los sarmientos de la vid
que es Cristo (véase Jn 15,5).
¿Recuerda el lector, como lo recuerdo yo, la famosa
oración de la Salve? Describe una tristísima y desesperada
versión de la vida humana: «...a ti clamamos los
desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas...».
He pensado a menudo que, si alguien creyera realmente
esto, su vida sería un tanto sombría. Lo que Jesús dijo fue:
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia» (Jn 10,10). «Os he dicho esto, para que mi
gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado»
(Jn 15,11).

— 12 —
Un inventario personal

Tú y yo debemos abrirnos a la pregunta ¿para qué


vivimos? Debemos sumergirnos en el tejido de nuestra
vida cotidiana. ¿Qué hago?; ¿es mi vida una serie de
fechas tope..., reuniones..., papeleo..., llamadas
telefónicas..., crisis tras crisis...?; ¿espero con ilusión el
tiempo de vida que tengo por delante: la próxima semana,
el próximo año...?; ¿es la mía una existencia precaria?;
¿es cuestión de mera subsistencia? Cuando me despierto
por la mañana, ¿mi primera reacción es: «¡Buenos días,
Dios mío!» o «¡Dios santo!; ¡otro día más!»?; ¿estoy
metido en un concurso de supervivencia?; ¿me siento
atrapado?; ¿estoy únicamente resistiendo?; ¿pregunto
cuánto más durará esto?...
Algunos, como dice Carl Jung, tenemos miedo a
afrontar estas preguntas por lo que pueden implicar las
respuestas. Preferimos dar por supuesto que alguien que
en realidad no nos comprende utilizará nuestras respuestas
para decirnos que tenemos que cambiar de vida: dejar el
trabajo, dejar a la familia, trasladarnos a un lugar con un
clima más benigno, etcétera, etcétera. Por supuesto, puede
que tú o yo debamos introducir algún cambio en nuestra
vida, pero yo creo que es mucho más realista e importante
cambiar algo en nuestro interior. Puede que los parásitos
que nos carcomen por dentro, privándonos de las alegrías
y satisfacciones profundas de la vida, deban convertirse en
objeto de nuestra atención.
Por ejemplo, si soy una persona «compulsivamente
complaciente» con los demás, que vive o muere en
función de la aprobación que es capaz de conseguir de su
persona o de su trabajo, entonces ningún cambio de vida,

— 13 —
trabajo, familia o clima puede ayudarme.
Vaya adonde vaya o haga lo que haga, el problema estará
conmigo. Seguiré haciendo las mismas tortuosas
preguntas: ¿significa esa mirada que no le gusto?... No
sonríe...: seguro que no le ha gustado lo que he hecho...
(y miles de etcéteras).
Lo mismo puede decirse del «perfeccionista
compulsivo» que no puede experimentar jamás una
satisfacción, porque nada es nunca absolutamente
perfecto. Tal persona es, al menos internamente, un crítico
implacable de todo y de todos. (Esta persona, cuando
llegue al cielo, seguro que le sugiere a Dios que se gaste
«una pasta» en adecentar el lugar).
Debemos revisar nuestras pautas de acción y reacción
para localizar estas o parecidas distorsiones en nuestras
actitudes, y luego debemos esforzarnos por enmendar esas
actitudes en los aspectos en que sea preciso. Pero la
realidad más importante y universal que hay que
investigar es lo que yo denomino un «principio vital».

El significado de un principio vital

Un principio vital es una intención generalizada y


aceptada que se aplica a opciones y circunstancias
específicas. Por ejemplo: «Hay que hacer el bien y evitar
en mal». Si éste es uno de mis principios vitales, siempre
que me vea frente a una opción concreta que implique el
bien y el mal, mi principio me llevará a elegir lo que es
bueno y a evitar lo que es malo.
Yo considero que todo el mundo tiene un principio
vital dominante. Puede que resulte difícil hacer que salga

— 14 —
de las oscuras regiones del subconsciente y dejarse
examinar a plena luz, pero, de hecho, ahí está.
En cada uno de nosotros hay un conjunto de necesidades,
objetivos o valores que nos preocupan psicológicamente.
En los zigzags de la vida cotidiana hay algo que domina
todos nuestros demás deseos. Este principio vital atraviesa
el tejido de nuestras opciones como el tema dominante de
una pieza musical: es recurrente, y es posible oírlo en
diferentes contextos. Como es natural, sólo tú puedes
responder por ti mismo –como sólo yo puedo responder
por mí mismo– cuál es tu principio vital.
Algunas personas, por ejemplo, buscan por encima de
todo seguridad. Evitan cualquier lugar donde pueda haber
peligro, aun cuando la ocasión pueda estar esperando en
ese mismo lugar. No asumen riesgos, no se aventuran.
Permanecen en casa por la noche y no revelan a nadie su
yo más profundo. Mejor estar seguro que lamentarse,
dicen. La misma clase de retrato esquemático puede
hacerse de la persona cuya preocupación fundamental y
principio vital es el deber, el reconocimiento, el dinero, la
fama, la necesidad, el éxito, la diversión, el relacionarse,
la aprobación ajena o el poder.

La práctica perfecciona el hábito

Tener un principio vital es cuestión de economía


psicológica, porque reduce el desgaste de tener que tomar
todas las decisiones a partir de cero. Si, por ejemplo, mi
principio vital es la diversión, cuando se me plantee la
opción entre dos invitaciones a sendas fiestas en una
misma noche, simplemente tendré que aplicar mi principio

— 15 —
vital: ¿dónde me lo voy a pasar mejor? Mi opción
fundamental es divertirme. Esto es lo que, consciente o
inconscientemente, he aceptado como principio vital.
Las opciones específicas son fáciles. No tengo que
rebuscar en mi interior para saber qué es lo que realmente
quiero en la vida, porque ya lo sé. La única incertidumbre
que debo abordar es: ¿dónde voy a divertirme más? Tener
tal principio vital, como ya hemos dicho, es cuestión de
economía psicológica.
Es muy importante caer en la cuenta de que somos
criaturas de costumbres. Cada vez que pensamos de
determinado modo, pretendemos un determinado bien o
utilizamos un motivo concreto, se forma y profundiza en
nosotros un hábito. Al igual que el arado traza el surco, así
también cada repetición le añade más profundidad al
hábito. (¿Ha tratado el lector alguna vez de romper un
hábito? Si es así, entonces ya sabe lo que quiero decir...).
Y lo mismo ocurre con cualquier principio vital.
Con cada uso, se profundiza más y se convierte en un
hábito más permanente. Y en el crepúsculo de la vida
nuestros hábitos nos gobiernan, definiendo y dictando
nuestras acciones y reacciones. Como reza el viejo dicho,
morimos como hemos vivido. Las personas que en la
ancianidad son demasiado egocéntricas y exigentes, al
igual que las que se caracterizan por su dulzura y
tolerancia, no se han hecho así en los últimos años de su
vida. Los viejos raros, al igual que los viejos santos, han
practicado toda su vida. Simplemente, han practicado
distintos principios vitales. Lo que tú y yo acabemos
siendo al final será, simplemente, más de lo que
decidimos y tratamos de ser ahora. Hay una opción
fundamental, un principio vital, que algún día nos poseerá

— 16 —
hasta la médula de nuestros huesos y la sangre de nuestras
venas. No cabe duda de que moriremos como hayamos
vivido.

El principio vital de Jesús

En los denominados relatos de las tentaciones que se


recoge en Lucas 4,1-13, vemos a Jesús, al principio de su
vida pública, clarificando su principio vital.
Más concretamente, le vemos rechazando tres principios
vitales que le sugiere el maligno. Jesús esperó hasta los
treinta años para comenzar su vida pública, porque ésa era
la edad aceptable para que un hombre comenzara su
actividad como rabino (maestro). En aquella época, antes
de comenzar lo que llamamos su «vida pública», Jesús fue
llevado por el Espíritu al desierto.

«Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y


era conducido por el Espíritu en el desierto, durante
cuarenta días, tentado por el diablo. No comió nada en
aquellos días y, al cabo de ellos, sintió hambre.
Entonces el diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a
esta piedra que se convierta en pan”. Jesús le respondió:
“Está escrito: No sólo de pan vive el hombre”.
Llevándolo luego a una altura, le mostró en un
instante todos los reinos de la tierra y le dijo el diablo:
“Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos,
porque me la han entregado a mí y yo se la doy a quien
quiero. Si, pues, me adoras, toda será tuya”. Jesús le
respondió: “Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y
sólo a él darás culto”.

— 17 —
Le llevó después a Jerusalén, le puso sobre el alero
del Templo y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate de
aquí abajo; porque está escrito: A sus ángeles te
encomendará para que te guarden. Y: En sus manos te
llevarán para que no tropiece tu pie en piedra alguna”.
Jesús le respondió: “Está dicho: No tentarás al Señor tu
Dios”»
(Lc 4,1-12).

Podríamos decir que la primera tentación consistía en


que aceptara el principio vital del placer. Jesús había
observado un riguroso ayuno de toda clase de alimentos y
estaba realmente hambriento. La promesa del maligno no
era otra que satisfacer su hambre física. Pero la respuesta
de Jesús fue: «No sólo de pan vive el hombre».
Entonces el maligno llevó a Jesús a un lugar elevado
desde donde le mostró los más esplendorosos refulgentes
reinos del mundo y le prometió concederle el poder sobre
todos esos lugares y pueblos. Jesús rechazó enérgicamente
este principio vital: «Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él
darás culto». Jesús no entregará su corazón ni a la
búsqueda del placer ni a los halagos del poder.
Entonces Satanás condujo a Jesús hasta el alero del
Templo y le invitó a que se arrojara al vacío. «Tu Padre
hará que los ángeles te tomen en sus brazos», le provocó
el diablo. Pero Jesús está totalmente decidido a no abdicar
de su responsabilidad personal respecto de su vida. Así
precisamente es como yo veo esta tercera tentación, que
implica que no somos realmente libres en modo alguno y
nos pide aceptar un determinismo que racionaliza el hecho
de eludir la responsabilidad. Pero Jesús sigue en sus
trece: «No tentarás al Señor tu Dios».

— 18 —
En esta clarificación de su principio vital, Jesús afirma
firmemente: «¡No he de vivir para el placer! ¡No he de
vivir para el poder! ¡No he de abdicar de mi
responsabilidad con respecto a mi vida y a mis actos!».

Principios vitales: Freud, Adler, Skinner

Estos mismos tres principios rechazados por Jesús han


sido propuestos por tres de los grandes nombres de la
historia de la psicología como los principios de todos los
seres humanos.

A Sigmund Freud (1856-1939) se le ha asociado


tradicionalmente con el impulso o principio de placer.
En la primera parte de su carrera profesional pensaba que
todas las neurosis se debían a la represión sexual.
Más tarde comprendió que están implicados también otros
factores personales, pero siguió utilizando la palabra
libido (la palabra latina para «deseo» o «lujuria») para
describir las energías y deseos instintivos que se derivan
del llamado id (ello). En la construcción freudiana, el id
representa nuestros impulsos (animales): vanidad, gula,
lujuria. Es la fuente de energía que se manifiesta en los
impulsos emocionales, los cuales no son nada refinados y
sí muy primitivos y no pretenden más que la gratificación
inmediata. Por supuesto, Freud afirmaba que este deseo
básico de placer tiene que ser moderado.
Y esa moderación la realiza el superego (censor), lo cual
significa que en toda persona se da una constante tensión
entre deseo y moral; tensión que ha de ser resuelta por el
ego (el yo). El ego es, por así decirlo, la dimensión

— 19 —
ejecutiva de nuestra estructura psicológica y trata de
regular nuestros deseos ajustándolos a la realidad.
Pero, en definitiva, la cuestión es que los impulsos
humanos son profundamente animales: impulso del placer
y de la gratificación personal. Y aun cuando se vea
frustrado o, cuando menos, moderado, el principio de
placer es, según Freud, el impulso fundamental de todos
los seres humanos.

Alfred Adler (1870-1937) fue discípulo y seguidor de


Freud hasta 1911, en que decidió dejar de lado a su
«Maestro» para iniciar su propia escuela de «Psicología
Individual», así llamada porque Adler pensaba que todo
ser humano representa un problema psicológico único.
Consiguientemente, acusó a Freud de aplicar
indiscriminadamente a todos los seres humanos una
fórmula general. Más en concreto, Adler pensaba que el
error básico de Freud consistía en aplicar de manera
universal la premisa de que la frustración de la libido
(principio de placer) está siempre en el centro mismo de
cualquier problema humano. Sin embargo, cuando Adler
progresó en la elaboración de su propio pensamiento, cayó
en la misma falacia de aplicar universalmente su fórmula
de compensación-de-la-inferioridad. Adler veía el sexo y
la libido únicamente como marco de la lucha por el poder.
Interpretaba toda relación como una lucha por el poder: el
hijo, tratando de quitarse de encima la autoridad parental;
el marido y la mujer, luchando ambos por imponerse;
etcétera. Según Adler, todo comienza por un complejo de
inferioridad; un complejo que es universal, por lo que
todo el mundo experimenta el deseo de compensar esa
sensación de inferioridad. Naturalmente, Adler proponía

— 20 —
que ese deseo básico y esa lucha por el poder como
compensación del sentimiento de inferioridad debían
encauzarse en unas realizaciones positivas y útiles.
Pero su premisa y su interpretación se reducen, de hecho,
a que el impulso básico de la persona es el impulso del
poder y la realización.

B.F. Skinner (1904-1990) es un psicólogo


contemporáneo cuya propuesta consiste en que ni el placer
ni la búsqueda del poder determinan el guión de la vida
humana. Afirma Skinner que somos el resultado
irreversible de nuestro condicionamiento o programación.
Lo cual, lógicamente, nos invita a eludir la
responsabilidad respecto de nuestra vida.
El «condicionamiento operante» se basa en el presupuesto
de que, si observamos que un determinado tipo de
comportamiento resulta gratificante, tendemos a repetirlo.
Y si produce resultados negativos, lo evitamos y
probamos otra cosa. En su libro Más allá de la libertad y
la dignidad, Skinner trata de refutar la teoría de que
podemos elegir nuestro propio principio vital. Según él,
no está en nuestra mano elegir nada. La suya es una teoría
conductista que aboca al determinismo. Y quien la acepte
es que, en el fondo, abdica de toda responsabilidad
personal respecto de su vida y sus actos y se limita a
esperar y ver lo que la vida le ofrece, observando cómo se
desarrollan las cosas; vería la historia de su vida como una
grabación completa ya en todos sus detalles, resultado de
su programación en la infancia. Durante el tiempo de vida
de la persona, la grabación está, simplemente,
reproduciéndose. El proceso es automático. La historia no
puede cambiarse. Estamos predeterminados.

— 21 —
Ningún adulto ejerce realmente ni la libertad ni la
responsabilidad. Al menos esto es lo que afirma Skinner.

Incursiones en mi propia vida

Naturalmente que algo hay de verdad en lo que cada uno


de estos tres autores han dicho. (Es difícil estar
completamente equivocado). No tenemos más que
examinar nuestra propia experiencia para saber que hay en
nosotros un impulso hacia el placer y hacia el poder.
Del mismo modo, somos conscientes de que determinadas
reacciones, prejuicios, fobias, etcétera, han sido
programados en nosotros. Tenemos que reconocer que
nuestra libertad ha quedado en alguna medida limitada por
las primeras experiencias de nuestra vida.
Sin embargo, todos y cada uno de nosotros gozamos
de libertad y tenemos capacidad de elegir, de clarificar
nuestros propios valores y de actuar por motivos que
nosotros mismos hemos escogido. Es bueno para nosotros
examinar las opciones tomadas en el pasado: ¿cuál de los
principios vitales propuestos ha tendido a dominar en mi
vida?; ¿ha sido la historia de mi vida una búsqueda del
placer o, más bien, he sido una persona competitiva,
ambiciosa e intoxicada por el adictivo licor del poder?
Tal vez ninguno de esos dos principios haya sido la fuerza
que me ha impulsado en la vida. Puede que haya
permitido que ésta me arrollara, que haya decidido no
decidir, que haya aceptado el principio vital de eludir la
responsabilidad, y que ello me haya llevado a abdicar de
mi responsabilidad respecto de la orientación y el
resultado final de mi vida. (Digamos de paso que existe

— 22 —
un amplio consenso en el sentido de que la mayoría de la
gente ha renunciado hoy a toda esperanza seria y fundada
de poder determinar o incluso cambiar en algo su vida).

Los principios vitales


en algunos personajes evangélicos:

En los evangelios aparecen distintos personajes que


parecen ser otras tantas personificaciones de estos tres
principios vitales.

Herodes, por ejemplo, parece estar dominado por el


principio de placer. En mi opinión, el tal Herodes estaba
ebrio cuando Jesús fue llevado ante él para ser juzgado.

«Cuando Herodes vio a Jesús, se alegró mucho, pues


hacía largo tiempo que deseaba verlo, por las cosas que
oía de él, y esperaba que hiciera algún signo en su
presencia. Le hizo numerosas preguntas, pero él no
respondió nada. Estaban allí los sumos sacerdotes y los
escribas acusándolo con insistencia. Pero Herodes, con
su guardia, después de despreciarlo y burlarse de él, le
puso un espléndido vestido y lo remitió a Pilato».
(Lc 23,8-11)

Mi sospecha de que Herodes se encontraba ebrio no se


debe únicamente al retrato que de él ha hecho la historia
secular como un hombre débil y adicto al placer, sino que
se basa también en el hecho de que Jesús no le dirigiera la
palabra. Y seguramente no lo hizo porque no habría
servido de nada. Aquel hombre, que había sido educado

— 23 —
en la corte imperial de Roma, estaba rodeado de los
miembros de su «nobleza» (los llamados «herodianos»),
que aprobaban sin rechistar todos sus caprichos, incluido
el divorcio de su mujer para casarse con la esposa de su
hermanastro, Herodías, que era además su sobrina.
Cuando Juan el Bautista, sin pelos en la lengua, denunció
este matrimonio como pecaminoso, Herodes mandó
encarcelarlo. Por otra parte, parece haber estado
completamente controlado por Herodías, la cual persuadió
a su hija Salomé de que pidiera la cabeza del Bautista.
Yo pienso que Herodes estaba ebrio también en esa
ocasión, cuando el enorme placer que le produjo la danza
de Salomé le indujo a prometerle a ésta lo que ella
quisiera..., incluso la mitad de su reino, si así lo deseaba.
Cuando Jesús llegó ante Herodes, éste únicamente vio
en él a una especie de mago que haría unos cuantos trucos
o juegos de manos para entretener a la corte.
Cuando Jesús respondió con el silencio a las peticiones de
Herodes, inspiradas por su intoxicación etílica, éste
pronunció su sentencia: «¡Este individuo está loco!
Yo tengo poder sobre su vida, y él se queda ahí tan
tranquilo, en silencio, como un idiota. ¡Está loco!, ¡es un
demente! Llevadlo de vuelta a Pilato vestido de bufón».
El pobre Herodes tenía un aro en su nariz: el aro del
placer. Ése era su principio vital, el motivo subyacente
que regía todas sus decisiones y configuraba su vida
entera. Estaba dominado por la búsqueda del placer.

Otro personaje es Poncio Pilato, un hombre cuya vida,


en mi opinión, se regía por el deseo de poder. Entre cinco
y diez años antes de que condenara a Jesús a morir, había
sido nombrado por Roma gobernador de Judea, Samaría e

— 24 —
Idumea. Al igual que muchas personas sedientas de poder,
Pilato era un hombre cruel. Hirió la sensibilidad religiosa
de los judíos, a los que había sido enviado a gobernar,
erigiendo imágenes del emperador. Confiscó dinero del
tesoro del Templo para financiar un acueducto. Masacró
despiadadamente a un grupo de exaltados y devotos
galileos. Acuñó monedas con la imagen de símbolos
religiosos paganos que resultaban ofensivos para los
judíos. En una ocasión, Pilato tuvo que ser llamado a
Roma para ser juzgado por crueldad y opresión.
Una carta de Herodes Agripa I a Calígula le describe
como un hombre «inflexible, despiadado y corrupto».
Fue acusado a menudo de ordenar ejecuciones sin juicio
previo. Una tradición bastante cuestionable, referida por el
historiador Eusebio, dice que se suicidó por orden de
Calígula poco después de sentenciar a muerte a Jesús.
La vida de Pilato muestra con toda claridad que su
principio vital era el poder. Es fácil imaginarle utilizando
a sus bárbaros soldados para infligir terribles crueldades
con el fin de afirmar los privilegios que le concedía el
poder. Sabe que si tiene éxito en la función que le han
encargado desempeñar, conseguirá un cargo aún más alto
y prestigioso. Eso es lo único que verdaderamente le
preocupa.
Por eso, cuando llevan ante él a Jesús, la acusación por
la que Jesús ha sido condenado en el Sanedrín –afirmar
que era el Mesías y el Hijo de Dios– ni siquiera es
mencionada. Eso no habría significado nada para Pilato,
que era politeísta y se habría limitado a encogerse de
hombros. Con la cantidad de los dioses a los que Roma
rendía culto, la divinidad no era para él motivo de
preocupación alguna. Consiguientemente, la acusación

— 25 —
ante Pilato fue adaptada para impresionar a alguien cuya
única preocupación era el poder: «¡Afirma ser rey!».
Esto sí que impresionaría realmente a Poncio Pilato.
Si llegaba a Roma el rumor de que un simple judío
afirmaba ser rey y no era aplastado por Pilato, la carrera
política de éste habría llegado a su término, y él perdería
todo su poder. Por eso Pilato se ofrece para entrevistarse
con Jesús.
Y, efectivamente, le pregunta: «Tú no eres rey en
realidad, como andan diciendo esos de ahí fuera, ¿verdad?
A mí, desde luego, no me lo pareces...». Y Jesús le
responde: «Sí, en realidad soy rey, pero mi reino no es de
este mundo. Yo no pretendo competir contigo, pero, de
hecho, soy rey. Para eso nací y para eso vine al mundo.
Ésa es la verdad, y quienes realmente aman la verdad
escucharán mi voz» (véase Jn 18,33-37).
Entonces Pilato hace su famosa pregunta: «¿Y qué es
la verdad?». Es decir, ¿qué importa que tengas o dejes de
tener la verdad de tu parte? Lo que cuenta es el poder.
Pilato únicamente es capaz de pensar en términos de
poder y no puede reconocer ningún otro valor.
Pero algo le sucede a Pilato en aquella entrevista con
Jesús. Él hace cuanto puede por evitar pronunciar la
sentencia de crucifixión. Entonces regresa al pórtico de su
palacio, alza las manos exigiendo silencio y grita:
«¡Yo no encuentro culpa alguna en él!». Cuando la
multitud pide a gritos una y otra vez: «¡Crucifica a ese
galileo!», Pilato cae en la cuenta de algo que había pasado
por alto: Jesús era un galileo. Y entonces recuerda que
Herodes tiene poder para dirimir los casos en los que hay
galileos implicados, de modo que trata de escurrir el bulto
enviando a Jesús a Herodes. Y cuando Jesús le es remitido

— 26 —
una vez más a él, Pilato intenta un nuevo subterfugio.
En uno de los clásicos non sequitur de la historia, dice:
«No encuentro culpa alguna en él. Por tanto, voy a
castigarlo y a ponerlo en libertad». Pero tampoco esto
sirve de nada.
A Pilato se le ocurre entonces otra escapatoria: existe
la costumbre de que el Procurador romano libere a un
preso por la Pascua, de manera que le ofrece a la multitud
la posibilidad de elegir entre un famoso criminal, llamado
Barrabás, y Jesús. Pero la multitud se decide por Barrabás.
Cuando la esposa de Pilato, Claudia, le envía un mensaje
diciéndole que ha tenido un sueño y le aconseja que no
ceda a las demandas de la multitud, Pilato se irrita.
Está tratando con todas sus fuerzas de salir del apuro y se
ofrece de nuevo a castigar a Jesús antes de liberarlo;
pero el clamor de la muchedumbre pidiendo su muerte
no se apaga.
Pilato hace entonces un último intento de evitar lo
inevitable. «¿Queréis sangre? ¡Yo os daré sangre!».
Y ordena que Jesús sea flagelado. Cuando Jesús es llevado
de nuevo ante la multitud convertido en una sanguinolenta
piltrafa, Pilato gime: «¿Lo veis? Aquí tenéis a vuestro
hombre. Miradlo...». Y una vez más dice: «Tomadlo
vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro en él
ninguna culpa».
Pero la multitud grita: «Si sueltas a ése, no eres amigo
del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César»
(Jn 19,12).
«¿A vuestro rey voy a crucificar?».
«¡No tenemos más rey que el César!».
Entonces Pilato, a la vez que hace un gesto de
impotencia mirando displicentemente a Jesús, pronuncia

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la sentencia: «Ibis ad crucem!» («¡Irás a la cruz!»).
La multitud percibe su debilidad. Le han dado donde más
le duele. Está en juego su poder. Poder, poder, poder.
Y en un último gesto de ironía, ordena a un muchacho
que le traiga una jofaina con agua, con la cual se lava las
manos delante de la gente, diciendo: «Soy inocente de la
sangre de este hombre». Pero el ansia de poder de Pilato
se había adueñado de él y le había llevado adonde no
quería. Había construido su vida sobre la búsqueda del
poder, y al final el poder le había destruido a él.

El personaje evangélico que parece sugerir, cuando no


personificar, el principio vital de eludir la responsabilidad
es el inválido de la piscina de Betzatá.

«Hay en Jerusalén una piscina probática que se llama en


hebreo Betzatá, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía
una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos,
esperando la agitación del agua. Porque el ángel del
Señor se lavaba de tiempo en tiempo en la piscina y
agitaba el agua; y el primero que se metía después de la
agitación del agua recobraba la salud de cualquier mal
que tuviera. Había allí un hombre que llevaba treinta y
ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo
que llevaba ya mucho tiempo, le dice: “¿Quieres
recobrar la salud?”. Le respondió el enfermo: “Señor,
no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se
agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que
yo”. Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y anda”.
Y al instante el hombre recobró la salud, tomó su
camilla y se puso a andar»
(Jn 5,2-9).

— 28 —
De hecho, sabemos muy poco acerca de este pobre
hombre, y tal vez no sea del todo justo utilizarlo como
ejemplo. Sin embargo, al parecer atribuía su difícil
situación al hecho de que no había nadie dispuesto a
ayudarle. También parece haber perdido la esperanza.
Como muchas de las personas que no quieren asumir la
responsabilidad respecto de su propia vida, habla
únicamente de lo que los demás no hacen por él.
Aparentemente, no ha dedicado demasiado tiempo a
pensar cómo podría él ayudarse a sí mismo.
Está tan centrado en las limitaciones de su condición que
no explora las posibilidades creativas de la situación.

Y Jesús le hace a aquel hombre una pregunta que le


mueve a examinar su actitud interna: «¿Quieres recobrar
la salud?». Como es bien sabido, hay personas que
convierten en una verdadera vocación su enfermedad, ya
sea física o emocional. Para ellos, el estar necesitados es
la forma más fácil, cuando no la única, de relacionarse
con los demás. A veces, la enfermedad proporciona la
excusa para no intentarlo siquiera. La Academia
Norteamericana de Medicina Psicosomática ha elaborado
la teoría de que el noventa y dos por ciento de las
enfermedades físicas están psicológicamente inducidas.
Al parecer, muchas personas, al menos
subconscientemente, prefieren estar enfermas –hasta el
punto de resistirse a emplear medios obvios de recobrar la
salud–, sencillamente porque han renunciado a su
capacidad de ser dueñas de su propia vida.
Son incapaces de aceptar los desafíos que la vida les
presenta, por lo que se repliegan en una especie de estado
de incapacidad física o emocional. La enfermedad es

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pasiva; la implicación es activa. Y ellos eligen la
pasividad, en lugar de la actividad, en su vida.
Además de la excusa de la enfermedad, hay muchas
otras formas de racionalización que se emplean para
justificar el principio vital de eludir la responsabilidad.
A veces permitimos que nuestros miedos o los complejos
de inferioridad que nosotros mismos nos creamos nos
eximan de asumir los riesgos y hacer frente a los desafíos
de una vida plena. Sustituimos el «no voy a intentarlo
siquiera» por el «no puedo». Recuerdo a un antiguo
alumno mío que me explicaba por qué en el último
momento decidía siempre no presentarse a los exámenes
finales: «Es más fácil no intentarlo que intentarlo y
fracasar. Si no lo intentas, siempre puedes consolarte
diciéndote a ti mismo: “Es probable que lo hubiera
conseguido”. Si lo intentas y fracasas, ni siquiera tienes
ese dudoso consuelo».
Cuando uno se empeña en buscar vías de escape, las
posibilidades son infinitas. Por ejemplo: «¡Yo soy así...!».
Algunas personas culpan a sus genes de todo cuanto les
acontece en la vida. Otras afirman que la culpa de todo la
tiene la educación que han recibido. Otras atribuyen su
inmovilismo y su pasividad a sus orígenes étnicos o a su
falta de contactos. Y, finalmente, no son pocos los que
culpan de todo a «los astros». Esta tendencia a utilizar la
astrología como un medio para eludir su responsabilidad
personal es una auténtica forma de racionalización tan
antigua como el ser humano.
«En ocasiones, los hombres son dueños de su destino.
La culpa, querido Bruto, no es de los astros, sino de
nosotros mismos...».
(W. SHAKESPEARE, Julio César I, ii,134)

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No juzgar, sino comprender

Lo importante es no dedicarse a juzgar ni a compadecer,


desde una posición privilegiada, a quienes han sido
embaucados por las fuentes de placer o arrastrados con
engaños a los palacios del poder. Tampoco podemos
diagnosticar con desdén a quienes parecen haber arrojado
la toalla y aceptado la vida como espectadores pasivos de
un deporte. La cuestión radica más bien en que, en alguna
medida, esos tres principios vitales han incidido en
nuestro propio estilo de vida y han dejado en él su huella.
Por eso tanto tú como yo debemos examinarnos a
fondo, llegando a ese punto en el que a muy pocas
personas les permitimos jamás que nos conozcan, si es
que se lo permitimos a alguna. ¿Qué queremos realmente
de la vida?; ¿qué pensamos realmente que nos haría
felices? Tanto tú como yo recurrimos a un principio vital
que tal vez no sea tan obvio a simple vista. Algún día
llegaremos incluso a apostar nuestra vida por ese
principio. En última instancia, todo el mundo se juega su
vida por algo o por alguien como camino hacia la
felicidad.

El principio vital cristiano

En el relato evangélico de la última fiesta de la Pascua


celebrada con los suyos (la Última Cena), Jesús escenifica
su propio principio vital y expone ante los Apóstoles y
ante todos nosotros cuál es la condición de nuestro
discipulado cristiano. Casi inmediatamente después de
haber repartido entre sus discípulos el pan de su Cuerpo y

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la copa de su Sangre, surge una disputa acerca de «quién
de ellos debería ser considerado el mayor» (Lc 22,24).
Después de haber pasado tres años siendo instruidos por el
más grande de los directores espirituales, los discípulos
siguen aún siendo presa de sus viejas ilusiones. Son
mezquinos, competitivos y egocéntricos.
Por eso, en las últimas horas de su vida, Jesús trata de
recordarles su mensaje central lavándoles los pies. Según
la costumbre judía, si el anfitrión de una comida se sentía
honrado por la presencia de sus invitados, les lavaba los
pies. Si, por el contrario, los invitados se consideraban
honrados por haber sido invitados, el anfitrión no hacía tal
cosa, seguramente para que quedara de manifiesto su
superior status social. Recordemos que, cuando Jesús
comió en casa de Simón el fariseo (Lc 7,36-50), éste no
practicó con Jesús tal acto de cortesía.

Durante la Última Cena, o Cena pascual, Jesús...

«...se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando


una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y
se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos
con la toalla con que estaba ceñido.
Llega a Simón Pedro, y éste le dice: “Señor,
¿lavarme tú a mí los pies...?”. Jesús le respondió: “Lo
que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás
más tarde”. Le dice Pedro: “No me lavarás los pies
jamás”. Jesús le respondió: “Si no te lavo, no tienes
parte conmigo”. Le dice Simón Pedro: “¡Señor, no sólo
los pies, sino también las manos y la cabeza!”»

(Jn 13,4-9).

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Durante los tres años transcurridos con los Doce –en
los que pasó la mayor parte del tiempo a solas con ellos,
enseñándoles y preparándoles para su misión–, el mensaje
central de Jesús era el Reino de Dios. Gran parte de las
narraciones evangélicas tienen que ver con la predicación
y las parábolas del Reino. Si fuera posible definir este
Reino en pocas palabras, ciertamente habría que hacer
constar dos cosas.
La primera es que el Reino es una invitación de Dios.
Es una invitación que Dios hace a toda la humanidad a
entrar con Él en una íntima relación de amor.
Más vívidamente, podríamos imaginar a Dios
sonriéndonos con una cálida mirada de amor, tendiendo
sus brazos y abrazándonos: «Venid a mí. Yo seré vuestro
Dios. Vosotros seréis mi pueblo, los hijos de mi corazón».
Hay que hacer notar que esta llamada o invitación no se
nos hace únicamente como individuos. En el Reino de
Dios no somos nunca menos que individuos, pero
tampoco somos nunca únicamente individuos. Somos el
Cuerpo de Cristo. Somos llamados a acudir al abrazo de
Dios como hermanos y hermanas en el Señor. El poeta
francés Charles Péguy escribió: «No trates de ir a Dios tú
solo. Si lo haces, seguro que te hará la embarazosa
pregunta: “¿Dónde están tus hermanos y hermanas?”».
En otras palabras, la invitación al reino se nos hace a
todos juntos. Yo sólo puedo decirle «sí» a Dios si os digo
«sí» a vosotros, mis hermanos y hermanas. Se trata de un
mismo y único «sí» que abarca a mi Dios y a toda mi
familia humana en un mismo acto de amor.
La segunda es que, por nuestra parte, el Reino de Dios
implica una respuesta amorosa libre.
«En el encabezamiento del libro está escrito de mí que

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hacer tu voluntad es mi deleite. Allá voy... corriendo».
Cuando recitamos la Oración del Señor y decimos «Venga
a nosotros tu Reino», estamos diciendo que todos diremos
el gran «sí» (y todos los pequeños «síes» que encierra)
unos a otros, y todos a nuestro Padre.
Estoy seguro de que es esto lo que Jesús quería dejar
muy claro a Pedro y a los demás discípulos. En todo el
tiempo que pasó con ellos, pero especialmente en la
Última Cena, en sus últimos momentos junto a ellos,
quiso subrayar esta verdad: mi Reino es un reino de amor.
No es un lugar donde lo que rige es el poder ni las
personas rivalizan entre sí. Tampoco es un lugar destinado
al placer ni un refugio para quienes no tienen el coraje de
intentar hacer nada. El verdadero y único requisito para
entrar en el Reino de Dios es optar por el amor como
principio vital. No hay más signo distintivo que éste: «En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis
amor los unos a los otros» (Jn 13,35).

«Si no puedes aceptar esto –le dice Jesús


implícitamente a Pedro–, no tienes nada que ver conmigo.
El único poder en mi Reino es el poder del amor». En
respuesta a su absurda discusión acerca de quién de ellos
era el más importante, Jesús les lavó los pies y les dejó un
solemne recordatorio:

«Los reyes de las naciones las dominan como señores


absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se
hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino
que el mayor entre vosotros sea como el más joven, y el
que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es
mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el

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que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros
como el que sirve”»
(Lc 22,25-27).

Jesús quiere saber si han aprendido la lección.


Al parecer, veía en los Apóstoles la misma falta de
comprensión que yo suelo descubrir en mí mismo. En el
evangelio de Marcos, Jesús pregunta a los Apóstoles
diecisiete veces (me he tomado la molestia de contarlas):
«¿Todavía no comprendéis?». Juan escribe:
«Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos,
volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprendéis lo que he
hecho con vosotros? Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y
‘el Señor’, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el
Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros
también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os
he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis
como yo he hecho con vosotros. En verdad, en verdad
os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado
más que el que lo envía. Sabiendo esto, dichosos seréis
si lo cumplís”»
(Jn 13,12-17).

Debo hacerme a mí mismo una y otra vez la misma


pregunta: ¿comprendo verdaderamente?; ¿creo realmente
que Jesús me llama a aceptar como propio el principio
vital del amor?; ¿de veras entiendo que este compromiso
es el único camino hacia la verdadera y perpetua
felicidad? Éstas son las preguntas cuya respuesta se
encuentra en el fondo de mí mismo. Debo al menos
intentar la búsqueda en ese nivel de profundidad. Mi vida
entera está en juego.

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