La obra de Girard parte del campo de la historia, pero se mueve siempre de forma transversal
entre la antropología, la filosofía y la literatura. Parte de una noción central: la de “mímesis” o
imitación, que él toma directamente de Platón y Aristóteles para reconducirla en la elaboración de una concepción del hombre que encuentra refrendada tanto en la literatura como en la historia (la pasada y la presente). El hombre es fundamentalmente deseo, pero no deseo de un objeto por su utilidad o función, sino deseo del objeto que posee el otro. La relación es pues entre tres elementos: yo, el otro y el objeto. De ahí la rivalidad que lleva al antagonismo y, finalmente, a la violencia. Vivimos, creía Girard, en una sociedad violenta, hija de un acto de violencia en un inocente (chivo expiatorio), acto que posteriormente se mitifica como forma de superación de la propia culpa. No es casual que esa concepción del deseo más allá del propio objeto sea utilizada por Girard a partir de la segunda mitad de los sesenta. Son los años en los que aparece también la crítica a la sociedad de consumo, una crítica que él comparte. El consumismo, sostuvo Girard, nos degrada, exacerba nuestros deseos hasta sumirnos en la miseria moral. Quien mejor se dio cuenta de ello fue la publicidad, que estimuló los deseos de los individuos más allá de la necesidad del producto. La violencia tiene una función unificadora de la sociedad. En momentos de crisis, el conjunto es capaz de encontrar elementos a los que acusar del mal. Es el chivo expiatorio, perfectamente reseñado en los libros bíblicos. Cristo mismo es una víctima. Pero es también, en la visión de Girard, el mecanismo que posibilita la superación de esa culpa, hasta el punto en que propone que imitar a Cristo consiste en evitar ser imitado. Cristo es, sostenía, la víctima inocente, de modo que hace evidente que el mal no se halla en la víctima sino en la sociedad. La verdad está de parte de la víctima, no en el acto del sacrificio.