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Hace poco más de cuarenta años, el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon, lanzó la
guerra internacional contra las drogas. Aunque las políticas prohibicionistas no eran
ninguna novedad en tal país: en 1914 el Congreso decretó la prohibición de estupefacientes
como la cocaína y la heroína, y en 1937 le llegó el turno a la marihuana, lo cierto es que
podría debatirse sobre el interés que ponían las autoridades en que se cumplieran esas
normas. Todo cambió en 1969. Pero sigamos haciendo un poco de historia.
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, en su libro El narco: la guerra fallida, ilustran cómo el
precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca a su destino final, en
EEUU. Los autores encontraron que un kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a
aproximadamente 1.600 dólares; al llegar a Panamá, ese mismo kilo valía ya 2.500 dólares,
que se convertían en 13.000 en la frontera norte de México, en 20.000 en EEUU y en
97.000 en las calles de las principales urbes de este último país.
Los márgenes de ganancia de los cárteles de la droga son, pues, enormes. De acuerdo a
algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su
mercancía y aun así obtener beneficios. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio
mundial de estupefacientes alcanza los 320.000 millones de dólares al año.
Los ingresos producto del tráfico internacional de drogas también han servido para
financiar a grupos terroristas como las FARC colombianas o el Sendero Luminoso peruano.
De tal forma, la Guerra Contra las Drogas no solo genera víctimas entre los traficantes,
vendedores o consumidores de estupefacientes, también entre personas inocentes que se
encuentran en el lugar equivocado a la hora equivocada.
En EEUU, la militarización de la Guerra Contra las Drogas no hace sino ganar terreno.
Cada día, más de cien casas son allanadas por equipos policiales paramilitares,
frecuentemente a altas horas de la noche o en la madrugada. Desde inicios de los 80, el
número de allanamientos efectuados por equipos SWAT (Special Weapons And Tactics) ha
aumentado un 1.300%, desde los 3.000 de 1981 hasta los 40.000 de 2001, cifra que
probablemente se haya quedado ya muy corta.
Todo este esfuerzo supone una alta erogación fiscal. En total, el costo de la Guerra Contra
las Drogas en EEUU ronda los 40.000 millones de dólares anuales, si se toman en cuenta
los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales relacionadas con los
estupefacientes. Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos
desarrollados, como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló
lo siguiente:
El negocio de la droga mueve en México unos 39.000 millones de dólares cada año, por lo
que los cárteles cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una
lucha desigual, donde las fuerzas de la seguridad llevan las de perder. Aun con la
colaboración de EEUU —cuya asistencia tiene límites, debido al recelo que provoca
cualquier presencia militar estadounidense en México—, los cárteles llevan ventaja. El Plan
Mérida, aprobado hace unos años por el Congreso de EEUU, contempla la inversión de
1.400 millones en la cooperación en la lucha contra las drogas, dinero al que también
tendrían acceso los países centroamericanos. Esa cifra no es sino una fracción del capital
que manejan las organizaciones narcotraficantes.
¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la Guerra Contra las Drogas, la interrogante radica entonces en si todas
estas vidas perdidas, todo este dinero, toda esta violencia, toda esta corrupción, esta
formidable erosión de las libertades civiles está, al menos, dando sus frutos. Pues bien,
quizá baste con citar la primera frase del informe "Evaluación nacional sobre la amenaza de
la droga" en su edición de 2010, informe elaborado por el Departamento de Justicia de
EEUU: "En general, ha aumentado la disponibilidad de drogas ilícitas".
Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles—, el
precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más
bajo jamás registrado; era un 22% inferior al registrado en 1999, año en que se lanzó el
Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en el país
sudamericano.
No hace mucho el presidente mexicano, Felipe Calderón, causó revuelo al aceptar por
primera vez que era necesario entablar un debate público y abierto sobre la legalización de
las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial de El
Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días
antes con el entonces presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Según fuentes de
ese periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el
territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca
de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón,
su predecesor, Vicente Fox, anunció que lanzaba una campaña para promover la
legalización de la producción, comercialización y consumo de estupefacientes.
De la misma opinión son los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso (Brasil), César
Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), quienes fueron los primeros ex jefes de
Estado en hacer un llamado para "romper el tabú" y discutir alternativas a la prohibición, en
el marco de lo cual sugirieron la despenalización de la marihuana.
Más datos del informe Greenwald sobre el caso portugués: el porcentaje de heroinómanos
que se inyectan la droga ha pasado del 45 al 17, debido a que la nueva ley ha dado un gran
protagonismo a los programas de desintoxicación. Ese descenso explica, a su vez, que los
drogadictos representen sólo el 20% de los casos de VIH en el país ibérico, cuando antes de
la despenalización representaban el 56. Por otro lado, como ya no temen ser tratados como
criminales, cada vez son más los adictos que buscan ayuda. El número de inscritos en
programas de sustitución de drogas ha pasado de los 6.000 de 1999 a los 24.000 de 2008. A
todo esto, no se ha registrado un aumento en el consumo de drogas.
La experiencia de Portugal demuestra que hay alternativas. Sin embargo, la
despenalización, aunque es un paso en la dirección correcta, no elimina el mercado negro
en la producción y comercialización de las drogas. Eso sólo lo logra la legalización.
Al legalizar las drogas, los gobiernos tendrían más control sobre el mercado de
estupefacientes; podrían regular y gravar su producción y venta, como ya hacen con el
tabaco y el alcohol. Además, el dinero derivado de tales impuestos les permitiría brindar
tratamiento a los adictos. Al igual que con la despenalización, la legalización haría posible
afrontar de mejor manera el flagelo de la drogadicción, al remover el estigma que pesa
sobre los consumidores.
Con todo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los
elementos criminales del negocio de las drogas, lo cual haría disminuir, si no erradicar, la
violencia y la corrupción asociadas a la prohibición.
Ningún defensor de la legalización ha dicho que ésta sea la panacea. Sin embargo, sí es
sustancialmente mejor que la patentemente fracasada Guerra Contra las Drogas. La
legalización no es una solución al problema de las drogas. La drogadicción continuará
siendo un flagelo, pero, así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque
equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la Guerra Contra las Drogas ha
sido una manera equivocada de afrontar los problemas relacionados con el uso abusivo de
las drogas. Ya es hora de que caigamos en la cuenta.
El fracaso de la guerra
contra las drogas
Juan Carlos Hidalgo
Nº 45-46
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Hace poco más de cuarenta años, el entonces presidente de EEUU, Richard Nixon, lanzó la
guerra internacional contra las drogas. Aunque las políticas prohibicionistas no eran
ninguna novedad en tal país: en 1914 el Congreso decretó la prohibición de estupefacientes
como la cocaína y la heroína, y en 1937 le llegó el turno a la marihuana, lo cierto es que
podría debatirse sobre el interés que ponían las autoridades en que se cumplieran esas
normas. Todo cambió en 1969. Pero sigamos haciendo un poco de historia.
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, en su libro El narco: la guerra fallida, ilustran cómo el
precio de la cocaína aumenta exponencialmente conforme se acerca a su destino final, en
EEUU. Los autores encontraron que un kilo de cocaína pura se vendía en Colombia a
aproximadamente 1.600 dólares; al llegar a Panamá, ese mismo kilo valía ya 2.500 dólares,
que se convertían en 13.000 en la frontera norte de México, en 20.000 en EEUU y en
97.000 en las calles de las principales urbes de este último país.
Los márgenes de ganancia de los cárteles de la droga son, pues, enormes. De acuerdo a
algunos estimados, una organización narcotraficante puede perder el 90 por ciento de su
mercancía y aun así obtener beneficios. Según cifras de las Naciones Unidas, el comercio
mundial de estupefacientes alcanza los 320.000 millones de dólares al año.
En EEUU, la militarización de la Guerra Contra las Drogas no hace sino ganar terreno.
Cada día, más de cien casas son allanadas por equipos policiales paramilitares,
frecuentemente a altas horas de la noche o en la madrugada. Desde inicios de los 80, el
número de allanamientos efectuados por equipos SWAT (Special Weapons And Tactics) ha
aumentado un 1.300%, desde los 3.000 de 1981 hasta los 40.000 de 2001, cifra que
probablemente se haya quedado ya muy corta.
Todo este esfuerzo supone una alta erogación fiscal. En total, el costo de la Guerra Contra
las Drogas en EEUU ronda los 40.000 millones de dólares anuales, si se toman en cuenta
los gastos que se realizan en todas las agencias federales y estatales relacionadas con los
estupefacientes. Sin embargo, la carga más pesada recae sobre los países menos
desarrollados, como los latinoamericanos. Un informe reciente del Banco Mundial señaló
lo siguiente:
El negocio de la droga mueve en México unos 39.000 millones de dólares cada año, por lo
que los cárteles cuentan con el dinero suficiente para armarse hasta los dientes. Es una
lucha desigual, donde las fuerzas de la seguridad llevan las de perder. Aun con la
colaboración de EEUU —cuya asistencia tiene límites, debido al recelo que provoca
cualquier presencia militar estadounidense en México—, los cárteles llevan ventaja. El Plan
Mérida, aprobado hace unos años por el Congreso de EEUU, contempla la inversión de
1.400 millones en la cooperación en la lucha contra las drogas, dinero al que también
tendrían acceso los países centroamericanos. Esa cifra no es sino una fracción del capital
que manejan las organizaciones narcotraficantes.
¿Está funcionando?
A la hora de evaluar la Guerra Contra las Drogas, la interrogante radica entonces en si todas
estas vidas perdidas, todo este dinero, toda esta violencia, toda esta corrupción, esta
formidable erosión de las libertades civiles está, al menos, dando sus frutos. Pues bien,
quizá baste con citar la primera frase del informe "Evaluación nacional sobre la amenaza de
la droga" en su edición de 2010, informe elaborado por el Departamento de Justicia de
EEUU: "En general, ha aumentado la disponibilidad de drogas ilícitas".
Los números no mienten. En el 2007 —último año para el cual hay datos disponibles—, el
precio al detalle de un kilogramo de cocaína pura en las calles estadounidenses era el más
bajo jamás registrado; era un 22% inferior al registrado en 1999, año en que se lanzó el
Plan Colombia con el objetivo de detener la producción de cocaína en el país
sudamericano.
No hace mucho el presidente mexicano, Felipe Calderón, causó revuelo al aceptar por
primera vez que era necesario entablar un debate público y abierto sobre la legalización de
las drogas, algo a lo que se había negado hasta ese momento. Según un editorial de El
Universal, el cambio de actitud de Calderón tuvo que ver con una reunión que sostuvo días
antes con el entonces presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos. Según fuentes de
ese periódico, Santos le dijo a Calderón que el narcotráfico no está bajo control en el
territorio colombiano y que México debería ser el país que lidere un debate público acerca
de la legalización o despenalización de las drogas. Días después del anuncio de Calderón,
su predecesor, Vicente Fox, anunció que lanzaba una campaña para promover la
legalización de la producción, comercialización y consumo de estupefacientes.
De la misma opinión son los ex presidentes Fernando Enrique Cardoso (Brasil), César
Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), quienes fueron los primeros ex jefes de
Estado en hacer un llamado para "romper el tabú" y discutir alternativas a la prohibición, en
el marco de lo cual sugirieron la despenalización de la marihuana.
Más datos del informe Greenwald sobre el caso portugués: el porcentaje de heroinómanos
que se inyectan la droga ha pasado del 45 al 17, debido a que la nueva ley ha dado un gran
protagonismo a los programas de desintoxicación. Ese descenso explica, a su vez, que los
drogadictos representen sólo el 20% de los casos de VIH en el país ibérico, cuando antes de
la despenalización representaban el 56. Por otro lado, como ya no temen ser tratados como
criminales, cada vez son más los adictos que buscan ayuda. El número de inscritos en
programas de sustitución de drogas ha pasado de los 6.000 de 1999 a los 24.000 de 2008. A
todo esto, no se ha registrado un aumento en el consumo de drogas.
Con todo, la mayor ventaja de la legalización es que ahuyentaría en gran medida a los
elementos criminales del negocio de las drogas, lo cual haría disminuir, si no erradicar, la
violencia y la corrupción asociadas a la prohibición.
Ningún defensor de la legalización ha dicho que ésta sea la panacea. Sin embargo, sí es
sustancialmente mejor que la patentemente fracasada Guerra Contra las Drogas. La
legalización no es una solución al problema de las drogas. La drogadicción continuará
siendo un flagelo, pero, así como la prohibición del alcohol resultó ser un enfoque
equivocado al problema del alcoholismo, de igual forma la Guerra Contra las Drogas ha
sido una manera equivocada de afrontar los problemas relacionados con el uso abusivo de
las drogas. Ya es hora de que caigamos en la cuenta.