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Varios - Antologia Erotica
Varios - Antologia Erotica
Varios autores
Oliverio Girondo
Exvoto
Las chicas de Flores tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la
Confitería del Molino, y usan moños de seda que les liban las nalgas en un aleteo
de mariposas.
Las chicas de Flores se pasean tomadas de los brazos, para trasmitirse sus
estremecimientos, y si alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas, de
miedo de que el sexo se les caiga en la vereda.
Al atardecer, todas ellas cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro de
los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de
noche, a remolque de sus mamás —empavesadas como fragatas— van a pasearse
por la plaza, para que los hombres les ayaculen palabras al oído, y sus pezones
fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas.
Las chicas de Flores viven en la angustia de que las nalgas se les pudran, como
manzanas que se han dejado pasar, y el deseo de los hombres las sofoca tanto,
que a veces quisieran desembarazarse de él como de un corsé, ya que no tienen el
coraje de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo a todos los que pasan por la
vereda.
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Las mujeres vampiro son menos peligrosas que las mujeres con sexo prehensil.
Desde hace siglos, se conocen diversos medios para protegernos contra las
primeras.
Se sabe, por ejemplo, que una fricción de trementina después del baño, logra en la
mayoría de los casos inmunizarnos; pues lo único que les gusta a las mujeres
vampiro es el sabor marítimo de nuestra sangre, esa reminiscencia que perdura en
nosotros, de la época en que fuimos tiburón o cangrejo.
La imposibilidad en que se encuentren de hundirnos su lanceta en silencio,
disminuye, por otra parte, los riesgos de un ataque imprevisto. Basta con que al
oírlas nos hagamos los muertos para que después de olfatearnos y comprobar
nuestra inmovilidad, revoloteen un instante y nos dejan tranquilos.
Contra las mujeres de sexo prehensil, en cambio, casi todas las formas defensivas
resultan ineficaces. Sin duda, los calzoncillos erizables y algunos otros preventivos,
pueden ofrecer sus ventajas; pero la violencia de honda con que nos arrojan su
sexo, rara vez nos da tiempo a utilizarlos, ya que antes de advertir su presencia,
nos desbarrancan en una montaña rusa de espasmos interminables, y no tenemos
más remedio que resignarnos a una inmovilidad de meses, si pretendemos
recuperar los kilos que hemos perdido en un instante.
Entre las creaciones que inventa el sexualismo, las mencionadas, sin embargo, son
las menos temibles. Mucho más peligrosas, sin discusión alguna, resultan las
mujeres eléctricas, y esto, por un simple motivo: las mujeres eléctricas operan a
distancia.
Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando como un
acumulador, hasta que de pronto entramos en un contacto tan íntimo con ellas, que
nos hospedan sus mismas ondulaciones y sus mismos parásitos.
Es inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de
amianto y los pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere,
poco a poco, propiedades de imán. Las tachuelas, los alfileres, los culos de botella
que perforan nuestra epidermis, nos emparentan con esos fetiches africanos
acribillados de hierros enmohecidos. Progresivamente las descargas que ponen a
prueba nuestros nervios de alta tensión, nos galvanizan desde el occipucio hasta las
uñas de los pies. En todo instante se nos escapan de los poros centenares de
chispas que nos obligan a vivir en pelotas. hasta que el día menos pensado, la
mujer que nos electriza intensifica tanto sus descargas sexuales, que termina por
electrocutarnos en un espasmo lleno de interrupciones y de cortocircuitos.
Octavio Paz
Todos los días oímos esta frase: nuestro siglo es el siglo de la comunicación. Es un
lugar común que, como todos, encierra un equívoco. Los medios modernos de
transmisión de las noticias son prodigiosos; lo son mucho menos las formas en que
usamos esos medios y la índole de las noticias e informaciones que se transmiten
en ellos. Los medios muchas veces manipulan la información y, además, nos
inundan con trivialidades. Pero aun sin esos defectos toda comunicación, incluso la
directa y sin intermediarios, es equívoca. El diálogo, que es la forma más alta de
comunicación que conocemos, siempre es un afrontamiento de alteridades
irreductibles. Su carácter contradictorio consiste en que es un intercambio de
informaciones concretas y singulares para el que las recibe. Digo verde y aludo a
una sensación particular, única e inseparable de un instante, un lugar y un estado
psíquico y físico: la luz cayendo sobre la yedra verde esta tarde un poco fría de
primavera. Mi interlocutor escucha una serie de sonidos, percibe una situación y
vislumbra la idea de verde. ¿Hay posibilidades de comunicación concreta? Sí,
aunque el equívoco nunca desaparece del todo. Somos hombres, no ángeles. Los
sentidos nos comunican con el mundo y, simultáneamente, nos encierran en
nosotros mismos: las sensaciones son subjetivas e indecibles. El pensamiento y el
lenguaje son puentes pero, precisamente por serlo, no suprimen la distancia entre
nosotros y la realidad exterior. Con esta salvedad, puede decirse que la poesía, la
fiesta y el amor son formas de comunicación concreta, es decir, de comunión.
Nueva dificultad: la comunión es indecible y, en cierto modo, excluye la
comunicación: no es un intercambio de noticias sino una fusión. En el caso de la
poesía, la comunión comienza en una zona de silencio, precisamente cuando
termina el poema. Podría definirse al poema como un organismo verbal productor
de silencios. En la fiesta —pienso, ante todo, en los ritos y en otras ceremonias
religiosas— la fusión se opera en sentido contrario: no el regreso al silencio, refugio
de la subjetividad, sino entrada en el gran todo colectivo: el yo se vuelve un
nosotros. En el amor, la contradicción entre comunicación y comunión es aún más
patente.
El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Vestido o desnudo,
el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante, es todas las formas del
mundo. Apenas abrazamos esa forma, dejamos de percibirla como presencia y la
asimos como una materia concreta, palpable, que cabe en nuestros brazos y que,
no obstante, es ilimitada. Al abrazar a la presencia, dejamos de verla y ella misma
deja de ser presencia. Dispersión del cuerpo deseado: vemos sólo unos ojos que
nos miran, una garganta iluminada por la luz de una lámpara y pronto vuelta a la
noche, el brillo de un muslo, la sombra que desciende del ombligo al sexo. Cada
uno de estos fragmentos ve por sí solo pero alude a la totalidad del cuerpo. Ese
cuerpo que, de pronto, se ha vuelto infinito. El cuerpo de mi pareja deja de ser una
forma y se convierte en una substancia informe e inmensa en la que, al mismo
tiempo, me pierdo y me recobro. Nos perdemos como personas y nos recobramos
como sensaciones. A medida que la sensación se hace más intensa, el cuerpo que
abrazamos se hace más y más inmenso. Sensación de infinitud: perdemos cuerpo
en ese cuerpo. El abrazo carnal es el apogeo del cuerpo y la pérdida del cuerpo.
También es la experiencia de la pérdida de la identidad: dispersión de las formas en
mil sensaciones y visiones, caída en una substancia oceánica, evaporación de la
esencia. No hay forma ni presencia: hay la ola que nos mece, la cabalgata por las
llanuras de la noche. Experiencia circular: se inicia por la abolición del cuerpo de la
pareja, convertido en una substancia infinita que palpita, se expande, se contrae y
nos encierra en las aguas primordiales; un instante después, la substancia se
desvanece, el cuerpo vuelve a ser cuerpo y reaparece la presencia. Sólo podemos
percibir a la mujer amada como forma que esconde una alteridad irreductible o
como substancia que se anula y nos anula.
La condenación del amor carnal como un pecado contra el espíritu no es cristiana
sino platónica. Para Platón la forma es la idea, la esencia. El cuerpo es una
presencia en el sentido real de la palabra: la manifestación sensible de la esencia.
Es el trasunto, la copia de un arquetipo divino: la idea eterna. Por esto, en el Fedro
y en El Banquete, el amor más alto es la contemplación del cuerpo hermoso:
contemplación arrobada de la forma que es esencia. El abrazo carnal entraña una
degradación de la forma en substancia y de la idea en sensación. Por esto también
Eros es invisible; no es una presencia: es la obscuridad palpitante que rodea a
Psiquis y la arrastra en una caída sin fin. El enamorado ve la presencia bañada por
la luz de la idea; quiere asirla pero cae en la tiniebla de un cuerpo que se dispersa
en fragmentos. La presencia reniega de su forma, regresa a la substancia original
para, al fin, anularse. Anulación de la presencia, disolución de la forma: pecado
contra la esencia. Todo pecado atrae un castigo: vueltos del arrebato, nos
encontramos de nuevo frente a un cuerpo y un alma otra vez extraños. Entonces
surge la pregunta ritual: ¿en qué piensas? Y la respuesta: en nada. Palabras que se
repiten en interminables galerías de ecos.
No es extraño que Platón haya condenado al amor físico. Sin embargo, no condenó
a la reproducción. En El Banquete llama divino al deseo de procrear: es ansia de
inmortalidad. Cierto, los hijos del alma, las ideas, son mejores que los hijos de la
carne; sin embargo, en Las leyes exalta a la reproducción corporal. La razón: es un
deber político engendrar ciudadanos y mujeres que sean capaces de asegurar la
continuidad de la vida en la ciudad. Aparte de esta consideración ética y política,
Platón percibió claramente la vertiente pánica del amor, su conexión con el mundo
de la sexualidad animal y quiso romperla. Fue coherente consigo mismo y con su
visión del mundo de las ideas incorruptibles, pero hay una contradicción insalvable
en la concepción platónica del erotismo: sin el cuerpo y el deseo que enciende en el
amante, no hay ascensión hacia los arquetipos. Para contemplar las formas eternas
y participar en la esencia, hay que pasar por el cuerpo. No hay otro camino. En esto
el platonismo es el opuesto a la visión cristiana: el eros platónico busca la
desencarnación mientras que el misticismo cristiano es sobre todo un amor de
encarnación, a ejemplo de Cristo, que se hizo carne para salvarnos. A pesar de esta
diferencia, ambos coinciden en su voluntad de romper con este mundo y subir al
toro. El platónico por la escala de la contemplación, el cristiano por el amor a una
divinidad que, misterio inefable, ha encarnado en un cuerpo.
Unidos en su negación de este mundo, el platonismo y el cristianismo vuelven a
separarse en otro punto fundamental. En la contemplación platónica hay
participación, no reciprocidad: las formas eternas no aman al hombre; en cambio,
el Dios cristiano padece por los hombres, el Creador está enamorado de sus
criaturas. Al amar a Dios, dicen los teólogos y los místicos, le devolvemos,
pobremente, el inmenso amor que nos tiene. El amor humano, tal como lo
conocemos y vivimos en Occidente desde la época del «amor cortés», nació de la
confluencia entre el platonismo y el cristianismo y, asimismo, de sus oposiciones. El
amor humano, es decir, el verdadero amor, no niega al cuerpo ni al mundo.
Tampoco aspira a otro ni se ve como un tránsito hacia una eternidad más allá del
cambio y del tiempo. El amor es amor no a este mundo sino de este mundo; está
atado a la tierra por la fuerza de gravedad del cuerpo, que es placer y muerte. Sin
alma —o como quiera llamarse a ese soplo que hace de cada hombre y de cada
mujer una persona— no hay amor pero tampoco lo hay sin cuerpo. Por el cuerpo, el
amor es erotismo y así se comunica con las fuerzas más vastas y ocultas de la vida.
Ambos, el amor y el erotismo —llama doble— se alimentan del fuego original: la
sexualidad. Amor y erotismo regresan siempre a la fuente primordial, a Pan y a su
alarido que hace temblar la selva.
El reverso del Eros platónico es el tantrismo, en sus dos grandes ramas: la hindú y
la budista. Para el adepto de Tantra, el cuerpo no manifiesta la esencia: es un
camino de iniciación. Más allá no está la esencia, que para Platón es un objeto de
contemplación y de participación; al final de la experiencia erótica el adepto llega,
si es budista, a la vacuidad, un estado en que la nada y el ser son idénticos; si es
hindú, a un estado semejante pero en el que el elemento determinante no es la
nada sino el ser —un ser siempre idéntico a él mismo, más allá del cambio. Doble
paradoja: para el budista, la nada está llena; para el hinduista, el ser esta vacío. El
rito central del tantrismo es la copulación. Poseer un cuerpo y recorrer en él y con
él todas las etapas del abrazo erótico, sin excluir a ninguno de sus extravíos o
aberraciones, es repetir ritualmente el proceso cósmico de la creación, la
destrucción y la recreación de los mundos. También es una manera de romper ese
proceso y detener la rueda del tiempo y de las sucesivas reencarnaciones. El yogui
debe evitar la eyaculación y esta práctica obedece a dos propósitos: negar la
función reproductiva de la sexualidad y transformar el semen en pensamiento de
iluminación. Alquimia erótica: la fusión del yo y del mundo, del pensamiento y la
realidad, produce un relámpago: la iluminación, llamarada súbita que literalmente
consume al sujeto y al objeto. No queda nada: el yogui se ha disuelto en lo
incondicionado. Abolición de las formas. En el tantrismo hay una violencia
metafísica ausente en el platonismo: romper el ciclo cósmico para penetrar en lo
incondicionado. La cópula ritual es, por una parte, una inmersión en el caos, una
vuelta a la fuente original de la vida; por otra, es una práctica ascética, una
purificación de los sentidos y de la mente, una desnudez progresiva hasta llegar a
la anulación del mundo y del yo. El yogui no debe retroceder ante ninguna caricia
pero su goce, cada vez más concentrado, debe transformarse en suprema
indiferencia. Curioso paralelo con Sade, que veía en el libertinaje un camino hacia
la ataraxia, la insensibilidad de la piedra volcánica.
Las diferencias entre el tantrismo y el platonismo son instructivas. El amante
platónico contempla la forma, el cuerpo, sin caer en el abrazo; el yogui alcanza la
liberación a través de la cópula. En un caso, la contemplación de la forma es un
viaje que conduce a la visión de la esencia y a la participación con ella; en el otro,
la cópula ritual exige atravesar la tiniebla erótica y realizar la destrucción de las
formas. A pesar de ser un rito acentuadamente carnal, el erotismo tántrico es una
experiencia de desencarnación. El platonismo implica una represión y una
sublimación: la forma amada es intocable y así se substrae de la agresión sádica. El
yogui aspira a la abolición del deseo y de ahí la naturaleza contradictoria de su
tentativa: es un erotismo ascético, un placer que se niega a sí mismo. Su
experiencia está impregnada de un sadismo no físico sino mental: hay que destruir
las formas. En el platonismo, el cuerpo amado es intocable; en el tantrismo el
intocable es el espíritu del yogui. Por esto tiene que agotar, durante el abrazo,
todas las caricias que proponen los manuales de erotología pero reteniendo la
descarga seminal; si lo consigue, alcanza la indiferencia del diamante:
impenetrable, luminoso y transparente.
Aunque las diferencias entre el platonismo y el tantrismo son muy hondas —
corresponden a dos visiones del mundo y del hombre radicalmente opuestas— hay
un punto de unión entre ellos: el otro desaparece. Tanto el cuerpo que contempla el
amante platónico como la mujer que acaricia el yogui, son objetos, escalas en una
ascensión hacia el cielo puro de las esencias o hacia esa región fuera de los mapas
que es lo incondicionado. El fin que ambos persiguen está más allá del otro. Esto
es, esencialmente, lo que los separa del amor, tal como ha sido descrito en estas
páginas. Es útil repetirlo: el amor no es la búsqueda de la idea o la esencia;
tampoco es un camino hacia un estado más allá de la idea y la no-idea, el bien y el
mal, el ser y el no-ser. El amor no busca nada más allá de sí mismo, ningún bien,
ningún premio; tampoco persigue una finalidad que lo trascienda. Es indiferente a
toda trascendencia: principia y acaba en él mismo. Es una atracción por un alma y
un cuerpo; no una idea: una persona. Esa persona es única y está dotada de
libertad, para poseerla, el amante tiene que ganar su voluntad. Posesión y entrega
son actos recíprocos.
Como todas las grandes creaciones del hombre, el amor es doble: es la suprema
ventura y la desdicha suprema. Abelardo llamó al relato de su vida: Historia de mis
calamidades. Su mayor calamidad fue también su más grande felicidad: haber
encontrado a Eloísa y ser amado por ella. Por ella fue hombre: conoció el amor; y
por ella dejó de serlo: lo castraron. La historia de Abelardo es extraña, fuera de lo
común; sin embargo, en todos los amores, sin excepción, aparecen esos
contrastes, aunque casi siempre menos acusados. Los amantes pasan sin cesar de
la exaltación al desánimo, de la tristeza a la alegría, de la cólera a la ternura, de la
desesperación a la sensualidad. Al contrario del libertino, que busca a un tiempo el
placer más intenso y la insensibilidad moral más absoluta, el amante está
perpetuamente movido por sus contradictorias emociones. El lenguaje popular, en
todos los tiempos y lugares, es rico en expresiones que describen la vulnerabilidad
del enamorado: el amor es una herida, una llaga. Pero, como dice San Juan de la
Cruz, es «una llaga regalada», un «cauterio suave», una «herida deleitosa». Sí, el
amor es una flor de sangre. También es un talismán. La vulnerabilidad de los
amantes los defiende. Su escudo es su indefensión, están armados de su desnudez.
Cruel paradoja: la sensibilidad extrema de los amantes es la otra cara de su
indiferencia, no menos extrema, ante todo lo que no sea su amor. El gran peligro
que acecha a los amantes, la trampa mortal en que caen muchos, es el egoísmo. El
castigo no se hace esperar: los amantes no ven nada ni a nadie que no sea ellos
mismos hasta que se petrifican... o se aburren. El egoísmo es un pozo. Para salir al
aire libre, hay que mirar más allá de nosotros mismos: allá está el mundo y nos
espera.
El amor no nos preserva de los riesgos y desgracias de la existencia. Ningún amor,
sin excluir a los más apacibles y felices, escapa a los desastres y desventuras del
tiempo. El amor, cualquier amor, está hecho de tiempo y ningún amante puede
evitar la gran calamidad: la persona amada está sujeta a las afrentas de la edad, la
enfermedad y la muerte. Como un remedio contra el tiempo y la seducción del
amor, los budistas concibieron un ejercicio de meditación que consistía en imaginar
al cuerpo de la mujer como un saco de inmundicias. Los monjes cristianos también
practicaron estos ejercicios de denigración de la vida. El remedio fue vano y
provocó la venganza del cuerpo y de la imaginación exasperada: las tentaciones a
un tiempo terribles y lascivas de los anacoretas. Sus visiones, aunque sombras
hechas de aire, fantasmas que la luz disipa, no son quimeras: son realidades que
viven en el subsuelo psíquico y que la abstención alimenta y fortifica.
Transformadas en monstruos por la imaginación, el deseo las desata. Cada una de
las criaturas que pueblan el infierno de San Antonio es un emblema de una pasión
reprimida. La negación de la vida se resuelve en violencia. La abstención no nos
libra del tiempo: lo transforma en agresión psíquica, contra los otros y contra
nosotros mismos.
No hay remedio contra el tiempo. O, al menos, no lo conocemos. Pero hay que
confiarse a la corriente temporal, hay que vivir. El cuerpo envejece porque es
tiempo como todo lo que existe sobre esta tierra. No se me oculta que hemos
logrado prolongar la vida y la juventud. Para Balzac la edad crítica de la mujer
comenzaba a los treinta años; ahora a los cincuenta. Muchos científicos piensan
que en un futuro más o menos próximo será posible evitar los achaques de la
vejez. Estas predicciones optimistas contrastan con lo que sabemos y vemos todos
los días: la miseria aumenta en más de la mitad del planeta, hay hambrunas e
incluso en la antigua Unión Soviética, en los últimos años del régimen comunista,
aumentó la tasa de la mortalidad infantil. (Ésta es una de las causas que explican el
desplome del imperio soviético). Pero aun si se cumpliesen las previsiones de los
optimistas, seguiríamos siendo súbditos del tiempo. Somos tiempo y no podemos
substraernos a su dominio. Podemos transfigurarlo, no negarlo ni destruirlo. Esto es
lo que han hecho los grandes artistas, los poetas, los filósofos, los científicos y
algunos hombres de acción. El amor también es una respuesta: por ser tiempo y
estar hecho de tiempo, el amor es, simultáneamente, conciencia de la muerte y
tentativa por hacer del instante una eternidad. Todos los amores son desdichados
porque todos están hechos de tiempo, todos son el nudo frágil de dos criaturas
temporales y que saben que van a morir; en todos los amores, aun en los más
trágicos, hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumana: es
una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro lado, ese allá que es un aquí, en
donde nada cambia y todo lo que es realmente es.
La juventud es el tiempo del amor. Sin embargo, hay jóvenes viejos incapaces de
amor, no por impotencia sexual sino por sequedad de alma; también hay viejos
jóvenes enamorados: unos son ridículos, otros patéticos y otros más sublimes. Pero
¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado por la enfermedad? Es muy
difícil, aunque no enteramente imposible. Recuérdese que el erotismo es singular y
no desdeña ninguna anomalía. ¿No hay monstruos hermosos? Además, es claro que
podemos seguir amando a una persona, a pesar de la erosión de la costumbre y la
vida cotidiana o de los estragos de la vejez y la enfermedad. En esos casos, la
atracción física cesa y el amor se transforma. En general se convierte no en piedad
sino en com-pasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento de
otro. Ya viejo, Unamuno decía: no siento nada cuando rozo las piernas de mi mujer
pero me duelen las mías si a ella le duelen las suyas. La palabra pasión significa
sufrimiento y, por extensión, designa también al sentimiento amoroso. El amor es
sufrimiento, padecimiento, porque es carencia y deseo de posesión de aquello que
deseamos y no tenemos; a su vez, es dicha porque es posesión, aunque
instantánea y siempre precaria. El Diccionario de Autoridades registra otra palabra
hoy en desuso pero empleada por Petrarca: comphatía. Deberíamos reintroducirla
en la lengua pues expresa con fuerza este sentimiento de amor transfigurado por la
vejez o la enfermedad del ser amado.
Según la tradición, el amor es un compuesto indefinible de alma y cuerpo; entre
ellos, a la manera de un abanico, se despliegan una serie de sentimientos y
emociones que van de la sexualidad más directa a la veneración, de la ternura al
erotismo. Muchos de esos sentimientos son negativos: en el amor hay rivalidad,
despecho, miedo, celos y finalmente odio. Ya lo dijo Catulo: el odio es indistinguible
del amor. Esos afectos y esos resentimientos, simpatías y antipatías, se mezclan en
todas las relaciones amorosas y componen un licor único, distinto en cada caso y
que cambia de coloración, aroma y sabor según cambian el tiempo, las
circunstancias y los humores. Es un filtro más poderoso que el de Tristán e Isolda.
Da vida y muerte: todo depende de los amantes. Puede transformarse en pasión,
aborrecimiento, ternura y obsesión. A cierta edad, puede convertirse en comphatía.
¿Cómo definir a este sentimiento? No es un afecto de la cabeza ni del sexo sino del
corazón. En el fruto último del amor, cuando se ha vencido a la costumbre, al tedio
y a esa tentación insidiosa que nos hace odiar todo aquello que hemos amado.
El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo, estira los minutos y
los alarga como siglos. El tiempo, que es medida isócrona, se vuelve discontinuo e
inconmensurable. Pero después de cada uno de esos instantes sin medida,
volvemos al tiempo y a su horario: no podemos escapar de la sucesión. El amor
comienza con la mirada: miramos a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué
vemos? Todo y nada. No por mucho tiempo; al cabo de un momento, desviamos los
ojos. De otro modo, ya lo dije, nos petrificaríamos. En uno de sus poemas más
complejos, Donne se refiere a esta situación. Arrobados, los amantes se miran
interminablemente:
Tenemos que mirar, juntos, al mundo que nos rodea. Tenemos que ir más allá, al
encuentro de lo desconocido.
Si el amor es tiempo, no puede ser eterno. Está condenado a extinguirse o a
transformarse en otro sentimiento. La historia de Filemón y Baucis, contada por
Ovidio en el libro VIII de Las metamorfosis, es un ejemplo encantador. Júpiter y
Mercurio recorren Frigia pero no encuentran hospitalidad en ninguna de las casas
adonde piden albergue, hasta que llegan a la choza del viejo, pobre y piadoso
Filemón y de su anciana esposa, Baucis. La pareja los acoge con generosidad, les
ofrece un lecho rústico de algas y una cena frugal, rociada con un vino nuevo que
beben en vasos de madera. Poco a poco los viejos descubren la naturaleza divina
de sus huéspedes y se prosternan ante ellos. Los dioses revelan su identidad y
ordenan a la pareja que suba con ellos a la colina. Entonces, con un signo, hacen
que las aguas cubran la tierra de los frigios impíos y convierten en pantano sus
casas y sus campos. Desde lo alto, Baucis y Filemón ven con miedo y lástima la
destrucción de sus vecinos; después, maravillados, presencian como su choza se
transforma en un templo de mármol y techo dorado. Entonces Júpiter les pide que
digan su deseo. Filemón cruza unas cuantas palabras con Baucis y ruega a los
dioses que los dejen ser, mientras duren sus vidas, guardianes y sacerdotes del
santuario. Y añade: puesto que hemos vivido juntos desde nuestra juventud,
queremos morir unidos y a la misma hora: «que yo no vea la pira de Baucis ni que
ella me sepulte». Y así fue: muchos años guardaron el templo hasta que, gastados
por el tiempo, Baucis vio a Filemón cubrirse de follajes y Filemón vio cómo el follaje
cubría a Baucis. Juntos dijeron: «Adiós esposo» y la corteza ocultó sus bocas.
Filemón y Baucis se convirtieron en dos árboles: una encina y un tilo. No vencieron
al tiempo, se abandonaron a su curso y así lo transformaron y se transformaron.
Filemón y Baucis no pidieron la inmortalidad ni quisieron ir más allá de la condición
humana: la aceptaron, se sometieron al tiempo. La prodigiosa metamorfosis con la
que los dioses —el tiempo— los premiaron, fue un regreso: volvieron a la
naturaleza para compartir con ella, y en ella, las sucesivas transformaciones de
todo lo vivo. Así, su historia nos ofrece a nosotros, en este fin de siglo, otra lección.
La creencia en la metamorfosis se fundó, en la Antigüedad, en la continua
comunicación entre los tres mundos: el sobrenatural, el humano y el de la
naturaleza. Ríos, árboles, colinas, bosques, mares, todo estaba animado, todo se
comunicaba y todo se transformaba al comunicarse. El cristianismo desacralizó a la
naturaleza y trazó una línea divisoria e infranqueable entre el mundo natural y el
humano. Huyeron las ninfas, las náyades, los sátiros y los tritones o se convirtieron
en ángeles o en demonios. La Edad Moderna acentuó el divorcio: en un extremo, la
naturaleza y, en el otro, la cultura. Hoy, al finalizar la modernidad, redescubrimos
que somos parte de la naturaleza. La tierra es un sistema de relaciones o, como
decían los estoicos, una «cons-piración de elementos», todos movidos por la
simpatía universal. Nosotros somos partes, piezas vivas en ese sistema. La idea del
parentesco de los hombres con el universo aparece en el origen de la concepción
del amor. Es una creencia que comienza con los primeros poetas, baña a la poesía
romántica y llega hasta nosotros. La semejanza, el parentesco entre la montaña y
la mujer o entre el árbol y el hombre, son ejes del sentimiento amoroso. El amor
puede ser ahora, como lo fue en el pasado, una vía de reconciliación con la
naturaleza. No podemos cambiarnos en fuentes o encinas, en pájaros o en toros,
pero podemos reconocernos en ellos.
No menos triste que ver envejecer y morir a la persona que amamos, es descubrir
que nos engaña o que ha dejado de querernos. Sometido al tiempo, al cambio y a
la muerte, el amor es víctima también de la costumbre y del cansancio. La
convivencia diaria, si los enamorados carecen de imaginación, puede acabar con el
amor más intenso. Poco podemos contra los infortunios que reserva el tiempo a
cada hombre y a cada mujer. La vida es un continuo riesgo, vivir es exponerse. La
abstención del ermitaño se resuelve en delirio solitario, la fuga de los amantes en
muerte cruel. Otras pasiones pueden seducirnos y arrebatarnos. Unas superiores,
como el amor a Dios, al saber o a una causa; otras bajas, como el amor al dinero o
al poder. En ninguno de esos casos desaparece el riesgo inherente a la vida: el
místico puede descubrir que corría detrás de una quimera, el saber no defiende al
sabio de la decepción que es todo saber, el poder no salva al político de la traición
del amigo. La gloria es una cifra equivocada con frecuencia y el olvido es más
fuerte que todas las reputaciones. Las desdichas del amor son las desdichas de la
vida.
A pesar de todos los males y todas las desgracias, siempre buscamos querer y ser
queridos. El amor es lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los
bienaventurados. Las imágenes de la edad de oro y del paraíso terrenal se
confunden con las del amor correspondido: la pareja en el seno de una naturaleza
reconciliada. A través de más de dos milenios, lo mismo en Occidente que en
Oriente, la imaginación ha creado parejas ideales de amantes que son la
cristalización de nuestros deseos, sueños, temores y obsesiones. Casi siempre esas
parejas son jóvenes: Dafnis y Cloe, Calixto y Melibea, Bao-yu y Dai-yu. Una de las
excepciones es, precisamente, la de Filemón y Baucis. Emblemas del amor, esas
parejas conocen una dicha sobrehumana pero también un final trágico. La
Antigüedad vio en el amor un desvarío e incluso el mismo Ovidio, gran cantor de
los amoríos fáciles, dedicó un libro entero, las Heroidas, a las desventuras del
amor: separación, ausencia, engaño. Se trata de veintiuna epístolas de mujeres
célebres a los amantes y esposos que las han abandonado, todos ellos héroes
legendarios. Sin embargo, para la Antigüedad el arquetipo fue juvenil y dichoso:
Dafnis y Cloe, Eros y Psiquis. En cambio, la Edad Media se inclina decididamente
por el modelo trágico. El poema de Tristán comienza así: «Señores, ¿les agradaría
oír un hermoso cuento de amor y de muerte? Se trata de la historia de Tristán y de
Isolda, la reina. Escuchad cómo, entre grandes alegrías y penas, se amaron y
murieron el mismo día, él por ella y ella por él...» Desde el Renacimiento, nuestro
arquetipo también es trágico: Calixto y Melibea, pero, sobre todo y ante todo,
Romeo y Julieta. Esta última es la más triste de todas esas historias, pues los dos
mueren inocentes y víctimas no del destino sino de la casualidad. Con Shakespeare
el accidente destrona al Destino antiguo y a la Providencia cristiana.
Hay una pareja que abarca a todas las parejas, de los viejos Filemón y Baucis a los
adolescentes Romeo y Julieta; su figura y su historia son las de la condición
humana en todos los tiempos y lugares: Adán y Eva. Son la pareja primordial, la
que contiene a todas. Aunque es un mito judeo-cristiano, tiene equivalentes o
paralelos en los relatos de otras religiones. Adán y Eva son el comienzo y el fin de
cada pareja. Viven en el paraíso, un lugar que no está más allá del tiempo sino en
su principio. El paraíso es lo que está antes; la historia es la degradación del tiempo
primordial, la caída del eterno ahora en la sucesión. Antes de la historia, en el
paraíso, la naturaleza era inocente y cada criatura vivía en armonía con las otras,
con ella misma y con el todo. El pecado de Adán y Eva los arroja al tiempo
sucesivo: al cambio, al accidente, al trabajo y a la muerte. La naturaleza,
corrompida, se divide y comienza la enemistad entre las criaturas, la carnicería
universal: todos contra todos. Adán y Eva recorren este mundo duro y hostil, lo
pueblan con sus actos y sus sueños, lo humedecen con su llanto y con el sudor de
su cuerpo. Conocen la gloria del hacer y del procrear, el trabajo que gasta el
cuerpo, los años que nublan la vista y el espíritu, el horror del hijo que muere y del
hijo que mata, comen el pan de la pena y beben el agua de la dicha. El tiempo los
habita y el tiempo los deshabita. Cada pareja de amantes revive su historia, cada
pareja sufre la nostalgia del paraíso, cada pareja tiene conciencia de la muerte y
vive un continuo cuerpo a cuerpo con el tiempo sin cuerpo... Reinventar el amor es
reinventar a la pareja original, a los desterrados del Edén, creadores de este mundo
y de la historia.
El amor no vence a la muerte: es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes.
Por el amor vislumbramos, en esta vida, a la otra vida. No a la vida eterna sino,
como he tratado de decirlo en algunos poemas, a la vivacidad pura. En un pasaje
célebre, al hablar de la experiencia religiosa, Freud se refiere al «sentimiento
oceánico», ese sentirse envuelto y mecido por la totalidad de la existencia. Es la
dimensión pánica de los antiguos, el furor sagrado, el entusiasmo: recuperación de
la totalidad y descubrimiento del yo como totalidad dentro del Gran Todo. Al nacer,
fuimos arrancados de la totalidad; en el amor todos nos hemos sentido regresar a
la totalidad original. Por esto, las imágenes poéticas transforman a la persona
amada en naturaleza —montaña, agua, nube, estrella, selva, mar, ola— y, a su
vez, la naturaleza habla como si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es
el mundo. También con los tres tiempos. El amor no es la eternidad; tampoco es el
tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no
es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo,
de todas las vidas en un instante. No nos libra de la muerte pero nos hace verla a
la cara. Ese instante es el reverso y el complemento del «sentimiento oceánico». No
es el regreso a las aguas de origen sino la conquista de un estado que nos
reconcilia con el exilio del paraíso. Somos el teatro del abrazo de los opuestos y de
su disolución, resueltos en una sola nota que no es de afirmación ni de negación
sino de aceptación. ¿Qué ve la pareja, en el espacio de un parpadeo? La identidad
de la aparición y la desaparición, la verdad del cuerpo y del no-cuerpo, la visión de
la presencia que se disuelve en un esplendor: vivacidad pura, latido del tiempo.
Delmira Agustini
CUENTAS DE MÁRMOL
CUENTAS FALSAS
O rosario fecundo,
Collar vivo que encierra
La garganta del mundo.
Cadena de la tierra,
Constelación caída.
SERPENTINA
FIERA DE AMOR
Juan Gelman
Juan Gelman nació en Buenos Aires en 1930. Su primera obra publicada, Violín y
otras cuestiones, prologada entusiastamente por Raúl González Tuñon, recibió
inmediatamente el elogio de la crítica. Su obra delata una ambiciosa búsqueda de
un lenguaje trascendente que no descarta el compromiso social y político. Fue
obligado a un exilio de doce años por la violencia política estatal, que además le
arrancó un hijo y a su nuera, embarazada, quienes pasaron a formar parte de la
dolorosa multitud de desaparecidos.
En 1997 recibió el Premio Nacional de Poesía. Su obra ha sido traducida a diez
idiomas. Reside actualmente en México, aunque la ciudad de Buenos Aires lo honró
recientemente con el título de ciudadano ilustre.
Entre sus obras: Violín y otras cuestiones (1956); El juego en que andamos (1959);
Velorio del solo (1961); Gotán; Cólera Buey (1965); Los poemas de Sidney West
(1969); Fábulas (1971); Relaciones (1973); Hechos (1974); Comentarios (1978);
Notas (1979); Citas (1979); Carta Abierta (1980); Si dulcemente (1980); Bajo la
lluvia ajena (1980); Hacia el Sur (1982); Com/posiciones (1983); Eso (1983);
Dibaxu (1983); Salarios del impío (1984); Anunciaciones (1988); Interrupciones I
(1988); Interrupciones II (1988); Carta a mi madre (1989).
MARCAS
Susana Villalba
yo
yo y mi
yo y mi cuerpo fuimos a esa fiesta
yo bailé
hermoso rico y poderoso rozaba mi cuerpo
mi betty boop mi reina descalza
mi nombre es yoni.meri yo también
fuego furia ¿fumás? fuimos a su casa
estás mojada no sé no hemos sido presentados
sumergidos suma de noche estera estambres estaba aterrorizada
profeta centinela sentí un automóvil rojo rubio el tabaco
su espalda fuerte trepaba mi caída infimos funestos café
piedras para dormir me acompañaba a casa y olvidé decírselo
las palabras son monedas clavadas a la tierra
historias de susy siempre lo he sabido
cómo explicarte hubiese cupido calendario
perdida en los andenes al día siguiente mi sombra caía del piso 29
olvidé decirle que siempre nadie y yo nunca los amores cobardes
lloraba no llegan porque los hombres etcétera
él era despiadado todo un hombre quemado de belleza
mi cuerpo gemía como un gato y lo envidié pero yo nunca
me meto en sus asuntos
dijo tu piel mi nena dame no sé qué cosa qué llave del infierno
yo hubiera declarado desplegado y estrenado un novio
hubiese dicho a mis amigas entrado en algún bar hubiese
hubiese vino que me matara
habráse visto tan chiquita y calentando bancos en la plaza
ay corazón si te fueras de madre
siempre la pena entra la pena y la nada
mi cuerpo roto pegado a lo sumido curioso rito de cucharas en
la mesa
sobre la mesa en la ducha él era el agua y me frotaba
belladona
dame en el centro de lo que siempre habla el espejo la sombra
del deseo era lacan en mi escritorio
ah para su estudio de análisis oh para sus análisis
acababa de ver
mi cuerpo demasiado tarde dónde estuviste le decía
ay corazón si supieras ser látigo y dormir
Juan L. Ortiz
Juan Laurentino Ortiz nació en Puerto Ruiz (Entre Ríos) el 11 de junio de 1896. Al
poco tiempo la familia se trasladó a las selvas de Montiel; el paisaje de su provincia
marcará a fuego al niño que años más tarde convertirá esos elementos en
protagonistas de su poesía. Estudia en la Escuela Normal Mixta de Maestros de
Gualeguay. Temprano lo atrapa el ideario socialista; hace vigorosos discursos y
comienza a escribir en la prensa gráfica. Tiene un breve paso por Buenos Aires,
realiza estudios de Filosofía y Letras, se relaciona con el ambiente bohemio y
literario de la capital, hace amigos entrañables entre escritores y poetas y regresa a
su provincia en la búsqueda de su aire, de sus elementos, de su paisaje. Nunca
militó en grupos literarios ni en partidos políticos. Construye así una de las obras
cumbres de la literatura en lengua castellana.
Celebró la revolución rusa del año '17 y la liberación de París; denunció el asesinato
de García Lorca y los horrores del nazismo; padeció la cárcel durante el golpe del
'55 y en 1957 fue invitado a visitar China y la ex Unión Soviética encabezando una
delegación de intelectuales argentinos. Sus libros también fueron alcanzados por la
barbarie de la última dictadura teniendo como destino trágico la hoguera. Juan L
Ortiz murió el 2 de setiembre de 1978.
Entre su obra podemos citas: El agua y la noche (1924-1932); El alba sube...
(1933-1936); El ángel inclinado (1938); La rama hacia el este (1940); El álamo y el
viento (1947); El aire conmovido (1949); La mano infinita (1951); La brisa
profunda (1954); El alma y las colinas (1956); De las raíces y del cielo (1958); En
el aura del sauce, entre otras.
ELLA
Jorge Boccanera
Jorge Boccanera nació en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1952. Poeta,
dramaturgo y ensayista, ejerce el periodismo. Publicó los libros de poesía: Los
espantapájaros suicidas (1974), Noticias de una mujer cualquiera (1976),
Contraseña (1976), Poemas del tamaño de una naranja (1979), Música de fagot y
piernas de Victoria (1979), Los ojos del pájaro quemado (1980), Polvo para morder
(1986), Sordomuda (1991). Preparó un panorama de poesía hispanoamericana en
varios volúmenes, publicado entre 1978 y 1982: La novísima poesía
latinoamericana, Poesía rebelde en Latinoamérica, La nueva poesía amorosa de
América Latina, Poesía contemporánea de América latina, Palabra de mujer y El
poeta y la muerte. Y las compilaciones de poesía argentina: Voces y fragmentos
(1981) y Poesía joven de Argentina (1982). Publicó además los libros de historias
de vida: Ángeles Trotamundos I (1993); Ángeles Trotamundos II (1996); Malas
Compañías (1997), y las antologías: García Lorca / Poesía (1994) y Raúl González
Tuñón, Juancito Caminador (1998).
Es autor, también, de los ensayos Confiar en el misterio / Viaje por la poesía de
Juan Gelman (1994), Sólo venimos a soñar, La poesía de Luis Cardoza y Aragón
(1999) y Tierra que anda y Los escritores en el exilio (1999). Como dramaturgo,
estrenó Arrabal amargo en el teatro Margarita Xirgu, dentro del ciclo de Teatro
Abierto (1982); y la obra Perro sobre Perro en 1986, en el Centro Cultural General
San Martín. Obtuvo el Premio Casa de las Américas, Cuba, en 1976, y el Premio
Nacional de Poesía Joven de México en 1977. Su obra ha sido traducida a diferentes
idiomas.
Conocedor de las vanguardias y desafecto a las rígidas consignas, hizo suyo el
desafío de la más amplia libertad formal junto a la defensa de la libertad política
durante los llamados años de plomo. El tema de la extranjería es recurrente en su
obra. Su credo poético se expresa en plenitud en los textos en donde la poesía se
interroga a sí misma y desafía al poeta que la busca, la persigue, la traduce en un
gesto que aspira a la certidumbre.
EL ALTILLO
esto no es
la suite especial del plaza hotel
ni hay una alfombra roja donde rodar a gusto
es tan sólo un altillo
afuera
no muy lejos
la estrella herida de la tarde
rueda como un gato sin fuerzas
sobre el techo del mundo
aquí
casi a nueve peldaños de la muerte
tus ojos encuentran a los míos
y no tenemos tiempo siquiera de despertar.
Susana Cerdá
11
Dalmiro Sáenz
Pero había una tarde ahí afuera del cuarto, con un aire gris acribillado de lluvia que
de tanto en tanto parecía infiltrarse a través de sí mismo por los agujeros que las
gotas de agua le producían, provocando una brisa liviana e imperceptible como el
aleteo de un pájaro sobre la tierra caliente de un verano; y había también una
tarde dentro de ese departamento, un poco adelantada a la otra tarde por las
cortinas en las ventanas, y no limitada por esos grises sumados sobre los grises de
ese cielo, sino encerrada entre los planos del techo del piso y de las paredes
blancas de los cuartos.
En la segunda tarde no estaba Catalina, pero había estado hacía unas horas y había
levantado la cabeza de la almohada y había dicho:
—A vos te gusta Ana —desde adentro de un abrazo, interrumpiendo un beso arisco
y una sonrisa y envolviendo su cuerpo desnudo con la sábana.
—Sí —había dicho Juan.
—¿Te siguen gustando las mujeres igual que antes?
—No. Es distinto, me gustan más pero a través tuyo.
Entonces ella lo miró desde su risa ancha y tirante que le achicaba los ojos como a
un gato acurrucado de caricias, mientras los dientes surgían blancos y grandes
entre la increíble ternura de los labios, después desenvolvió su cuerpo de la sábana
y metió la cabeza debajo de la almohada.
—No voy a salir nunca de acá —dijo.
—No te oigo —mintió él.
—Que no voy a salir nunca más.
Él se llamaba Juan y había metido su cabeza también bajo la almohada, donde
empezó a besarle los costados de la cara y después la boca, se besaron como
chicos, demorando mucho los besos y mirando la insistencia de las bocas
respectivas, hasta que la almohada cayó al suelo porque ellos habían girado sobre
sí mismos abrazados, desnudos como animales, apretando esa forma inquietante y
repetida como si ambas desnudeces fuesen una sola desnudez, o el intento de una
sola desnudez de los cuerpos y también de los espíritus.
La piel de ella y la de él se detuvieron y quedaron quietas una contra la otra, los
límites de los cuerpos, los bordes de la gracia, las fronteras de aquellos
movimientos que de nuevo comenzaban sin apuro recorriendo su propia avidez,
incursionando con la lengua dentro de las bocas, o accionando las manos en la
oscura atracción de entre las piernas.
—Tomá —le había dicho Catalina, y había tomado uno de sus pechos y los había
acercado a aquella boca, como saciando su hambre, mientras miraba cómo esos
labios apretaban y soltaban la erguida rebeldía de su pecho que parecía modelada
por su boca, mientras ella con los ojos entornados lo abrazaba y dispersaba sus
dedos en el pelo corto de la nuca.
—Te gusta Ana. Vi cómo la mirabas... ¿La mirabas? ¿La miraste en los ojos? ¿No?...
¿Si la tuvieras acá qué le harías?
—¿Qué harías vos?
—Miraría.
—¿Querés que la traiga un día?
—Sí.
—Ahora me decís que sí, pero apenas terminás me vas a decir que no.
—Esta vez no, te prometo que no.
Después se quedaron callados y él retiró su mano de entre los muslos de ella y la
dejó a su lado al extremo del brazo sobre la cama.
—No te creo —le dijo.
—Sí, en serio... ¿Por qué seré así? Soy una degenerada —dijo riéndose.
—A mí también me gustaría verte con un hombre.
—¿Con quién?
—Cualquiera, alguien que te guste, Miguel por ejemplo.
—No me gusta Miguel, le coqueteo porque sé que a vos te excita.
Pero esto había sido a la mañana en ese cuarto ahora vacío en donde los sonidos
ya no estaban y de los movimientos no quedaban ni las arrugas que los cuerpos
habían dibujado sobre las sábanas, ahora tirantes con sus pliegues borrados por la
blanca energía de las esquinas del colchón, como si el amor hubiese sido hecho en
las arenas de una playa, y la marea y el viento hubiesen dispersado sus huellas
para siempre. Había un reloj con un tic tac imperceptible o tal vez parado, y hasta
la toalla del baño había abandonado parte de la humedad que esa mañana
absorbiera de la cara y de las manos.
Cuando el teléfono sonó, nada cambió dentro del cuarto, no hubo pasos
apresurados, ni manos extendidas hacia la insistencia del sonido, nadie levantó el
tubo ni dijo:
—Hola —ni nadie contestó desde el otro lado de la línea.
—Hola ¿sos vos? —porque era Juan el que llamaba a Catalina, que todavía no había
vuelto de su pensativo caminar a través de la tarde en donde la lluvia continuaba
sobre el empedrado, y sobre las baldosas, y sobre los techos de los coches, y sobre
el diario que protege la cabeza de ese hombre que camina apresurado junto al
cordón de la vereda para después cruzar mirando con cautela a ambos lados de la
calle, y sobre las cornisas, y sobre un buzón, y sobre la superficie brillante de una
lata, y sobre el agua que corre a la alcantarilla y sobre la explosión de las gotas en
el paraguas de Catalina, la que mira hacia abajo, hacia el fondo de su microclima,
hacia sus mocasines mojados y piensa sensatamente:
—Me tendría que haber puesto los viejos.
—Sí —le va a decir Juan más tarde, a ella que se ha sentado y deja que él le saque
primero uno y después el otro y siente sus manos a través de la toalla alrededor de
cada uno de sus pies.
—Dejá, yo me seco, me da vergüenza que me veas los pies.
—No.
—No hiciste cosas, ¿no?
—¿Qué cosas?
—Ya sabés qué cosas. ¿No la viste a Ana?
Los dos se rieron y él le contestó:
—No, ya sabés que no.
Entonces ella inclinó la cabeza hacia un costado y él pensó que nunca había visto ni
vería una cara así, y por eso extendió su mano para acariciar la piel tan suave de
los pómulos.
—Soy una tarada, pero me muero de miedo. Cuando estoy excitada te pido que lo
hagas, pero después me da miedo.
—Ya sé, boba, ya sé.
Él la miró con seriedad, y sintió esa emoción que sentía a veces ante esa desvalida
actitud de su rebeldía. La había visto luchar contra ella misma más de una vez y la
había visto rebelarse también contra su propia lucha, por eso le dijo:
—Te pasa algo a vos.
—No.
—Sí, te pasa algo.
—Estuve pensando.
—¿Qué?
—En eso que hablamos de Ana.
—Hace tiempo que hablamos de esas cosas, pero no antes ni después, sino
durante.
—Antes me daba vergüenza pensar esas cosas, pero ahora no. Hoy pensé todo el
tiempo, y no entiendo por qué, por qué hablamos de estas cosas, por qué las
pensamos.
—Porque nos excita.
—¿Pero por qué nos excita?
Ella sonreía y él miró por un rato las rodillas infantiles que asomaban tras el borde
de la pollera, no las besó ni estiró su mano para tocarlas, pero las retuvo en su
subconsciente por un tiempo, mientras su mirada volvía a la toalla que envolvía los
pies, y sentía las manos de ella sobre su cara.
Se adoraban, se adoraban realmente, casi desde el día en que se conocieron en ese
living en donde ella había contestado:
—Sí, soy yo —porque él le había preguntado:
—¿Vos sos vos? —mirándola en los ojos grandes, en donde los dorados viejos y los
nuevos se superponían como los tonos de una llanura seca amaneciendo debajo del
rocío. Después él le había dicho:
—Te va a costar mantenerte en tu pedestal. Me han contado un montón de cosas
tuyas. ¿Sos un montón de cosas, no?
Desde ese día no dejaron de verse, se encontraron en esquinas, en taxímetros, en
los bancos de las plazas, en ese departamento en donde un día se dieron cuenta de
que ya era tarde para retroceder, que nunca más podrían separarse, que eran sus
vidas depositarias de aquello que justificaba la vida. Una vez dijeron:
—Las parejas fracasan porque evolucionan distinto, porque cada uno crece y se
transforma por su cuenta hasta que llega un momento en que son dos extraños
hartos de verse uno al otro.
Y otra vez también dijeron:
—Los dos no podemos fracasar porque vamos a vivir una verdad total, y vamos a
saber con exactitud dónde el otro está situado, y hacia dónde evoluciona, y nos
vamos a acoplar a esa evolución.
Ya los pies estaban secos, pero él los mantenía envueltos en la toalla y ella desde la
altura del sillón le sonreía, después se inclinó sobre la cabeza de él y sus manos
agarraron cada una de sus orejas estirándolas hacia los costados.
—Si fueras así te querría menos.
—Te sería más cómodo.
—¿Qué cosa?
—Sí.
—¿Sí?
Entonces sonó el teléfono y él dejó los pies de ella sobre el suelo y se levantó a
atender.
—Hola... sí soy yo... ah, hola cómo te va... Estuvimos hablando de vos hoy... con
Catalina... muchas cosas... ¿Dónde estás?... bueno vení.
Cuando cortó, los dos callados se miraron:
—¿Era Ana?
—Sí.
—¿Qué dijo?
—Que estaba a dos cuadras, si podía venir.
—¿Sabía que yo estaba?
—No, creo que no.
Ahora el tiempo latía dentro del cuarto y los pasos de Ana en algún lugar de la calle
se reproducían en los pensamientos de Catalina, eran pasos no muy rápidos, sobre
una vereda imaginada y en donde los tacos altos y las baldosas producían un
sonido que avanzaba junto con las piernas largas y el vestido también imaginado
con las franjas en colores subiendo en espiral alrededor del cuerpo.
—Ya debe estar abajo.
Él sonrió y le dijo:
—No hagamos nada, vas a sufrir, te va a dar miedo, vas a tener celos.
—No, no. Me muero si no lo hacemos... Decile que no estoy y yo me quedo
escuchando en el otro cuarto.
—¿En serio querés?
—Sí, por favor.
—Mirá que tal vez no pase nada, tal vez no quiera.
—Sí. Va a pasar, le encantás, sabés muy bien que le encantás. Decile que yo no
vengo en toda la tarde y hacéle mil cosas... no puedo más...
Se encerró en el otro cuarto con la espalda apoyada contra la puerta. Su vista
recorrió los objetos ordenados por sus propias manos en las otras horas de los
otros días, los días apacibles en donde las horas se deslizaban sin apuro,
generalmente esperando que Juan volviera de algún lado, las horas sin latidos, sin
sonidos escrutados del silencio, sin temblor en las piernas, sin su mente en acecho
de ese timbre que ahora sonaba despertando la piel sobre su cuerpo.
—¿Por qué lo hago? —pensó—. ¿Qué es lo que me excita? Tengo celos y tengo
miedo, pero me muero si no lo hago.
Y después fue la voz:
—Hola.
—Hola.
La debe haber besado en la cara —pensó—; a veces la besa, y a veces le da la
mano, pero esta vez la debe haber besado lo más cerca posible de la boca.
—¿Y Catalina? —la oyó decir.
—No está, no viene hasta la noche.
—Le traje el libro.
—¿Tenías que verla para algo especial?
—No, quería devolverle el libro, nomás, como estaba cerca aproveché. ¿Y vos qué
hacés acá todo solo?
—No estoy todo solo. Estás vos.
—Yo no cuento, yo soy la mujer de tu prójimo.
—Yo soy mi prójimo.
Catalina oyó la risa y se imaginó los dientes entre los labios. Pensó:
—La debe estar mirando en los ojos, la debe estar mirando en la misma forma que
me mira siempre a mí o tal vez no, tal vez ella se ha dado vuelta y se ha puesto a
mirar por la ventana para que él le mire la cintura y la cola y las piernas, porque
sabe que tiene unas piernas lindísimas, y Juan las debe estar mirando y pensará
que son más lindas que las mías. Debe estar quemada, seguro que está quemada,
como no tiene nada que hacer se pasará el día al sol.
—Ya no llueve más —oyó que decía—. ¿Dónde dijiste que fue Catalina?
—Salió. No vuelve hasta la noche.
—Es un amor Catalina.
—Sí.
Después hubo silencio y Catalina pensó:
—¿Por qué no hablan, por qué no dicen nada, qué es lo que están haciendo? ¿Qué
hubiera hecho yo en su lugar? —y recordó vagamente un episodio intrascendente
de su adolescencia, cuando ella espigada sobre sus catorce años había mirado y
mirado a un amigo de su padre sin decir palabra, hasta conseguir que la distancia a
esa cara se acortara, y el olor a tabaco y a Bay Rhum quedara en su memoria en
forma más fuerte que el beso que él había dejado sobre su boca inexperta.
—No puedo aguantar que estén callados —pensó, y el silencio adquirió la forma de
un cubo del tamaño del cuarto, duro como un témpano que encerraba para siempre
las posiciones de dos cuerpos que tal vez estuviesen abrazados.
—No, no puede ser —se repitió—, todavía no puede ser. —Pero los cuerpos
congelados en el bloque del silencio estaban ahí en alguna posición, parados uno
frente al otro, o sentados en el borde del sofá, como tantas veces ella había estado
sabiendo que las manos se encontraban tan cerca de las manos.
—Tal vez estén frente a la ventana —se dijo Catalina—, mirando hacia afuera, muy
juntos uno del otro, él puede estar señalándole algo y tener un codo casi tocándole
el pecho.
La mano de Catalina está entre sus piernas bajo la pollera, apretando con fuerza su
propio apretar contra sí misma, pero se detiene bruscamente, porque ha sentido el
ruido de los vasos.
—¿Con agua o solo?
—Con agua.
—Entonces no están junto a la ventana —piensa—, están en el otro lado del cuarto,
y después se van a sentar, él sobre el sofá y ella en el sillón de cuero negro, y va a
tener la pollera cortísima, o la va a subir un poco con el codo, porque le encantan
sus rodillas y tiene muslos dorados y firmes. —Y Catalina mira sus propios muslos
que surgen de la pollera levantada y pasa el dorso de su mano por la piel muy
suave de entre las piernas.
—No puedo más —pensó—, no puedo más; si no hacen algo ahora me muero... y
ese silencio, seguro que van a poner música y ella va a empezar a seguir el ritmo
con la mano o con las piernas, siempre está haciendo cosas con las piernas, tal vez
bailen, tal vez Juan ponga la boca junto a su oreja, tal vez se la bese, tal vez ella
va a girar la cabeza y se van a besar en la boca... Dios mío, tengo miedo de
terminar.
La frente de Catalina sigue apoyada contra la puerta; su mirada abarca un gran
sector de la madera opaca, y ella piensa:
—Tengo celos de lo que me imagino que está haciendo, porque cada uno de esos
movimientos los he hecho yo antes que ella, y tengo miedo de la parte mía que
está en ella, como cuando nos miramos en el espejo y lo vea a Juan desnudo con
una mujer desnuda apretada contra él, y no me importa que esa mujer sea yo
misma, porque soy y no soy al mismo tiempo, como Ana, que en este momento no
es Ana, porque él está pensando en mí mientras la besa, porque él sabe que yo
estoy acá respirando agitada como un animal en celo junto a la puerta.
Las piernas de Catalina se apretaron inmovilizando su mano mojada entre los
muslos, las ondas surgieron del fondo de algún lado y crecieron en olas sucesivas
hacia las paredes inexistentes, que encerraban aquella nada desbordada de sí
misma. —No quiero terminar —llegó a decir, mientras los párpados se cerraban
sobre los ojos y la boca se abría a la espera del sollozo que la última ola depositó
en la costa de su angustia.
El llanto explotó en su cara, superó las cejas y plegó la frente hasta los mismos
límites del pelo, se demoró en los pómulos y se hundió en las palmas abiertas de
sus manos.
Más tarde oiría la voz de Juan bajo las caricias.
—Ya se fue, tomó un whisky y se fue enseguida, no hicimos nada.
Afuera la tarde seguía subiendo, ya había abandonado la calle y los balcones y las
últimas ventanas de los edificios altos y las azoteas con ropa colgada despidiéndose
en el viento; adentro Catalina está hincada en el suelo besando sus propios besos
en las manos de Juan entre sus manos. Su pulsera avanza por el antebrazo y
queda ahí, como una aureola muerta colgada de su muñeca, en el cielo recortado
de la ventana los grises abandonan a los grises hasta dejar un último gris en la
carne viva del poniente.
Liliana Díaz Mindurry nació en Buenos Aires en 1953. Es autora de los libros de
poemas: Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas (1er Premio Instituto Griego de
cultura y Embajada de Grecia) y Wonderland. De relatos: Buenos Aires ciudad de la
magia y de la muerte; La estancia del sur (1º Premio Municipal de Buenos Aires,
inéditos 1990-91); En el fin de las palabras; Retratos de infelices; Ultimo tango en
Malos Ayres (Premio Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París 1993 y
Premio El Espectador de Bogotá, Concurso Juan Rulfo, París, 1994), y de las
novelas La resurrección de Zagreus; A cierta hora; Lo extraño (1er Premio Fondo
Nacional de las Artes); Lo indecible; Pequeña música nocturna (Premio Planeta
1998) y Summertime.
Cuando entré al cuarto de mi tío, estaba pintando. Suele pintar de noche algunas
veces si no está muy cansado.
O si está nervioso.
Eso dice. Que cuando está nervioso, pinta. Entonces no quiere contarte ninguna
historia, nada de nada, sólo pintar y pintar. Ni siquiera te ve.
Le dije: ¿Estás enojado conmigo?
Me dijo: No, no estoy enojado.
Nos quedamos sin hablar. Cuando pinta es raro que hable. Él miraba su pintura o
miraba algo que yo no veía, algo que estaría en el aire. Yo le miraba la cabeza.
Estaba Minos presente, suele seguirme a todas partes. Si uno lo acaricia se
duerme. Yo lo acariciaba y se dormía.
Le pregunté a mi tío algo sobre los huracanes y me dijo que no quería hablar más
de eso. Que estaba harto de eso.
Le pregunté por la flor y me dijo que lo dejara en paz.
Le dije que sí estaba enojado. Me dijo que no y basta. Cuando pinta es así. Cuando
pinta lo odio.
Le dije : Merce tiene pesadillas todas las noches. Sueña con algo que no sabe qué
es. Me dijo: Yo también sueño. Le dije: ¿Qué soñás? No supo decirme qué soñaba.
Le dije: Debés soñar con la Cosa, lo que sueña Merce. Hace meses yo también
soñaba con la Cosa. Que se metía, que estaba acechando detrás de la puerta, que
me tocaba los pies, que me subía por las piernas. Que yo cerraba la puerta y la
Cosa empujaba y entraba. Le conté a Merce. Ahora la Cosa se le metió en los
sueños a ella.
Entonces me hizo la pregunta de todos los grandes.
Por qué los grandes repiten lo mismo. No se cansan.
¿Qué es la Cosa?
Le dije: Si se supiera, no sería la Cosa. Nadie lo sabe.
Siguió pintando, cuando pinta lo odio. No se entendía mucho lo que pintaba. Era
todo amarillo, naranja y marrón con alguna gama del verde oscuro. Sería la Cosa.
En una parte salía la cabezota enorme de Josecito pero podía ser una calabaza o no
sé qué.
Era como si en el cuadro pasaran muchos acontecimientos, pero había que
descubrirlos. Había que mirarlo mucho para entenderlo. Mirarlo y que te ardieran
los ojos de tanto mirarlo, y te cansaras y quisieras dormir. Entonces te dormías y
soñabas con el cuadro, con lo que escondía el cuadro. Era mi cabeza, ahora
resultaba más nítida. Uno la podía reconocer. Era mi cabeza.
Era yo adentro del cuadro.
Después hizo unos remolinos como los de Dante. Remolinos adentro de un desierto
blanco o amarillo muy pálido. Un desierto como ese lugar donde hay camellos. O un
lugar que no es: vacío, creo que se dice.
Me dijo: Sacate la ropa. Le dije: ¿Toda? Me dijo: El vestido solamente. Le dije: Me
da vergüenza. Pero me la saqué. Me senté en bombachas sobre los talones.
..........................
..........................
..........................
Fue veloz. Me hizo arrodillar como en el cuadro y me hizo poner lo tenso y suave en
la boca. Me la abrió y toqué la punta con la lengua. Miré la pared, el muro donde él
se apoyaba.
Dejé de mirar.
Tenía un gusto levemente salado. Me aferró la cabeza con violencia, con el mismo
enojo que cuando pintaba y me la hizo mover y él también se movió. Bailaba. Eso
tocó cerca de mi garganta. Me hizo lamer y volví al gusto salado. El gusto como
cuando te tragás las lágrimas. Se parecía a la lengua, pero era distinto. Me dijo que
aspirara, que absorbiera y empecé a sentir el remolino.
Era como una prueba de circo. Eso se metía, era un animalito vivo que deseara ser
tragado. Era el gusto de la flor, aunque no un girasol, sino una cala, esas flores de
muertos que son blancas y están llenas de vida. Sería la flor de la adormidera que
dicen que es roja.
Tenía el ritmo de una ceremonia de esas de las películas con tipos raros y tribus.
Una música nocturna. Imaginé a Francesca sobre los huracanes tragando a Paolo.
En un momento pensé que debería comer o que me devoraría el animalito que se
movía entre mis dientes. Mi tío se quejaba con la tristeza de las grullas. Era una
grulla.
Pensé en Dios, en Dios deforme. Se me hacía difuso.
Después sentí en la lengua un agua blanca y mi tío gritó como si le sacaran la vida.
Tragué el agua blanca, la vida.
Mi tío se acostó en el piso. Parecía desmayado. Quizá muerto. Yo no sabía. Quizá la
policía viniera a buscarme y me encerrarían.
No le hablé.
No le dije nada.
Él tampoco. Podía estar muerto. Vendría la policía.
Miré el desierto del cuadro.
Me fui. Llamé a Minos y me siguió.
..........................
OTRO DÍA
Dijo: No es posible que vengas todas las noches a despertarme. Le dije: Cambiaste.
Antes me contabas historias todas las noches. Dijo: Estoy cansado.
No le dije nada.
Entré al cuarto de al lado. Miré los cuadros de Dorothea.
Me llamó.
Me dijo que me iba a contar una historia tan pequeña como la pequeña música de
Mozart. Le dije sí. Me dijo que había una vez una niña que miraba un cuadro que se
llamaba “Pequeña música nocturna” donde había otras niñas como ella aunque de
veinte años atrás.
Me dijo que la niña tenía mucho miedo del cuadro porque pensaba que en ese
cuadro había algo escondido que la pintora había querido decir. Algo más allá de
girasoles peligrosos, pasillos con puertas, pelos erizados, vestidos rotos. Eso que la
pintora había querido decir no importaba tanto como lo que la niña veía en el
cuadro. La zona que despertaba era parte de la niña y no del cuadro o de la
intención de la pintora. El girasol no guardaba ningún significado si el girasol no
estaba dentro de ella. Como la niña no estaba segura averiguó que la pequeña
música nocturna era una serenata con allegro, romanza, minuetto y rondó, y que
Mozart había nacido en Salzburgo en el siglo dieciocho.
(No es cierto, yo no hice todas esas averiguaciones. Porque seguro que yo era esa
niña. Los grandes cuentan así: dicen “esa niña” en vez de decir el nombre de una
como para que sepan que hablan de una y a la vez no estén muy convencidos.)
Que el girasol se vuelve hacia el sol y que tiene semillas comestibles de las que se
extrae el aceite. Pero eso no significaba nada porque a Mozart no le importaban los
girasoles. Pensó que si el girasol se mueve hacia donde el sol camina, qué
sucedería con un girasol nocturno o con un girasol al compás de una música. Pensó
en flores que se rompen en la noche, y ya fue su pensamiento el que pensaba y
nada de lo que estaba en el cuadro de verdad. Y en el placer de una de las niñas
(podría ser sueño, sufrimiento, desmayo) y en el pánico de pelos parados de la
otra. Y en la noche como silencio. Y en la puerta abierta como el lugar de las
revelaciones. En la música de la noche como en la armonía oculta del silencio.
Como estaba leyendo a Dante dijo que los huracanes del Segundo Círculo infernal
eran los que arrancaban pétalos al girasol o erizaban los cabellos con la violencia
del aire en movimiento. Pensó que era un viento de lujuria y que la lujuria es el
más misterioso de los pecados, el más extrañamente provocador de pánico, como
si fuera la raíz del pecado, como si contuviera en sí a los otros pecados hasta el
crimen y el odio, formas de lujuria. Formas de la pasión por lo prohibido, por lo que
no puede verse ni tocarse ni palparse con la lengua. Que un cuchillo en el vientre es
lujuria. Y que todo el resto eran los innobles pecados de los mediocres: avaricia,
envidia, maledicencia. Pero que el gran mal era esa lujuria, soberbia de sí y
blasfema. Que el girasol era un demonio que deseaba atacar la entrepierna de las
niñas, lo que tenían de más oculto y secreto. Aquello que sólo verían los guardianes
del orden y rápidamente para saber que nada se ha salido de su perfecto sitio.
(Los médicos deben ser guardianes del orden.)
La niña tenía un tío que pintaba. Una especie de guardián del orden, pero que
pintaba. Todo el que pinta sueña con pintar el secreto, lo que no dicen las caras ni
las cosas ni las palabras ni siquiera los símbolos. Por sólo eso ya era un guardián
imperfecto y enfermo. Se lo toleraba porque sus cuadros no querían decir nada o
querían decir algo tan oculto que no se advertía y porque mostraba modales de
guardián del orden. Esa especie de guardiana también había soñado con otro
cuadro que se llamaba “Hotel La Adormidera”, es decir, hotel del opio, de los
sueños. Y pensaba: será así el hotel del otro mundo, del otro lado de las cosas, de
la séptima cara del dado, de lo que no se ve, del mundo de los que duermen. Y
adentro de ese hotel se esforzaba por pintar el mundo de la adormidera, ese que
veía en los sueños, pero jamás lo lograba. De repente encontró a la niña que
miraba la esquina del hotel, la sirena escondida de la estatua que soñaba en voz
alta, pero él dijo: No, soy un guardián del orden, aunque imperfecto y enfermo. No
tengo que olvidarme de cerrar la última puerta del sueño, la que la Ley ordena que
debe permanecer cerrada. Abrirla sería la locura que es una forma gigantesca de la
culpa. La culpa que rompe las palabras, que desordena el mundo. Y mandó a la
niña que se fuera a dormir y que ya basta.
Todos los cuentos de mi tío Marcel terminaban así.
No sé si dijo así lo que dijo, pero hablaba mucho como cuando mi tío se acerca a la
nariz una especie de talco. Lo olía y hablaba.
Me gustaban las palabras.
Me las metía en la boca y les encontraba un gusto salado a cosa tensa y suave.
Las anotaba. Muchas veces las anoto para no perderlas en una libretita que siempre
llevo conmigo. Anoto las palabras de sus cuentos y cómo unas y otras se mezclan.
Después las leo muchas veces y aunque no las entiendo me gusta repetirlas.
Me ponía las palabras en las uñas y se me quebraban las uñas de las ganas de
acariciar. Acariciar el gusto salado, tenso y suave.
Le pedí varias veces que las repitiera para copiarlas bien y para aprenderlas de
memoria como las poesías de la escuela. Yo tengo muy buena memoria y las
aprendo enseguida. Las encerré en el fondo de mi cabeza y pregunté por qué el tío
de la historia mandaba a la niña a dormir. Aunque no abriera la puerta del sueño,
ambos podían mirarla. Y si ese mundo sale al mundo de las cosas vulgares es
grande el peligro. Por ejemplo decir “buenas noches” y que buenas noches
signifique distinto de lo que significa buenas noches. (¿Qué puede significar?) La
locura hay que saltarla cuando el ojo duerme. De lo contrario contamina el mundo.
Le pregunté: ¿Es una enfermedad contagiosa?
Dijo que sí. Que cuando se abre la puerta ya no hay fuerza capaz de volver a
cerrarla. Que si uno mira la puerta, estalla el deseo de abrirla. Y si la abre invade la
culpa y se sufre como si uno estuviera por morirse a cada momento. Ese es el
infierno que contaba Dante y el infierno debe quedar en el libro que es un sueño
escrito o en un cuadro que es un sueño pintado. Y si uno pierde la culpa vive en
otro mundo. Entonces vienen los guardianes del orden y te encierran en una jaula
de animal.
..........................
..........................
Yo estaba desnuda, sentada sobre mis rodillas. Tenía la cabeza de mi tío sobre los
muslos. La cabeza me acunaba. Hablábamos no sé de qué.
Del ruido del agua.
Del ruido que hace el agua cuando cae de la canilla. De eso. Yo contaba las gotas
como cuando no dormís y te dicen que hay que contar ovejas.
Y del silencio. Y que el silencio tiene rumor de agua.
Él estaba desnudo. Yo lo miraba. Era tan raro ver a un hombre grande desnudo. No
te acostumbrás. Desnudo y tendido. Se lo dije. Y que estaba adentro del silencio.
Como si fuera adentro del silencio.
Un hombre desnudo, un hombre grande, es algo raro de verdad. Las personas
grandes no quieren que las vean desnudas.
Entonces me propuso un juego. Era más raro jugar desnuda con un hombre grande
y desnudo. Era un juego de silencio como cuando vos te mirás con otra chica y no
pueden hablar y se miran hasta que una hace buches de risa y todo se acaba. Este
es un juego para jugar en silencio. Y no reírse. Yo voy a hacer algo, pero vos tenés
que estar en silencio. Sólo pondrás tus uñas en mi espalda. Quiero que veas cómo
corre mi sangre. Porque el viaje tiene que ser con sangre. Así dijo.
Le pregunté: ¿Para eso querías que no me comiera las uñas y que me crecieran?
Contestó: Para eso.
Y con una tijera cortó mis uñas en punta.
Le dije: Pero a mí no me gusta lastimarte.
Me dijo: Yo sí quiero que me lastimes.
No le dije nada.
Pensé que él también iba a lastimarme. Que jugaríamos a las peleas y que nadie
podría gritar. Me abrió las piernas y empezó lentamente a absorberme. Yo le puse
las uñas en la espalda. No me gustaba eso de lastimarlo.
No quería.
Pero después fue imposible. Para contener esa impaciencia que empecé a sentir,
para que no se volviera grito, abrí la boca, para gritar sin voz. Para gritar con voz
de canilla, de agua metida en el silencio.
Ya no me acunaba.
Nadie me acunaba.
Noté que me temblaba el cuerpo.
Que temblaba la pieza entera. Un terremoto.
El techo, los cuadros, todos viajaban conmigo.
Es difícil eso de no gritar. Te vuelve completamente impaciente. Te enfurecés.
Después no sé. Vi las gotitas de sangre en la espalda que bajaban en hilitos rojos.
Yo las había extraído. Grité. Me tapó el grito con su grito. Nos tapamos la boca.
Nos tapábamos el grito para que nadie oyera.
No entenderían. La gente grande no entiende esas cosas, ya sabés. Se asustarían.
Especialmente por la sangre. Mamá querría tirarse por la ventana más alta. Merce
lloraría. José se escondería detrás de una silla y aullaría como una tiza que raspa el
pizarrón.
No entenderían.
Después lo toqué. Le hice una casita entre mis manos. Las humedecía con el agua
blanca y me las puse en la boca.
Había vuelto el silencio con rumor de canillas. El silencio donde podías meterte
despacito como en la iglesia y cerrar los ojos.
Así aprendí a lastimarlo y a querer que me lastimara. Es lindo eso de lastimar. Y a
veces hasta es lindo que a uno lo lastimen. Pero es mejor lastimar.
Le dije: Me haré una pulsera con las gotitas de tu sangre.
Me dijo: Me haré un anillo con la tuya.
En casa no entenderían eso de viajar así. Se lo dije. Ni de viajar de ninguna
manera. Los niños no viajan. No veo por qué.
Me dijo: Son unos imbéciles.
Le dije: Ahora quiero toda la sangre.
Me dijo: Sí.
Daniel Muxica
Daniel Muxica nació en Valentín Alsina, provincia de Buenos Aires en 1950. Poeta
de palabra precisa e incitante y de fructífera trayectoria, ha armonizado la poesía
con trabajos periodísticos, talleres literarios y una extendida labor editorial.
En poesía: publica en 1976 Hermanecer (Editorial Schapire); en 1983 El poder de la
música (Editorial Stephane y Bloom Asociados) y en 1987 El perro del alquimista
(Editorial Stephane y Bloom Asociados). En 1988 edita Contra dicción (Editorial De
la Pluma); en 1989 Ex Libris (Editorial Xul) y en 1991 Siete textos premortales
(Editorial El Caldero). En 1993 El libro de las traducciones (Editorial El Caldero). En
1998 edita Nihil Obstat, cd-libro del cual ahora presentamos algunos trabajos, con
las voces de Ingrid Pelicori, Horacio Peña y Juan Carlos Puppo. En 2004 publica La
conversación (Editorial La Bohemia)
En teatro: 1988 estrena Los ángeles organizados.
En 1995 publica La erótica argentina, antología poética 1600/1990 (co edición de
Editorial Catálogos y Editorial El Caldero), reeditada en 2003 (Editorial Manantial).
En 2002 funda y dirige la revista de textos poéticos “Los rollos del mal muerto”.
TRÍPTICO
Lo oral es oral y poco mucho tiene que ver con las horas el tiempo que llevo aquí a
cuanto a cuento de lengua vaginalmente hablando digo mientras chupo
desesperado esos labios inferiores bien la plazca le nazca y ella habla habla bla bla
las mujeres son así desmesuradas con su menstruación lingual pérfido bífido
machista me critica tensa y estalla se estrella contra el cielorrasoarraso con todo
pienso insisto chupo más más maaaassssssshhhhhhhhh y no es orín este silencio
mío de
pija baja parte arte que acaba en alzada venus monte prodigio tengo sólo palabras
líquidas atrevidas licuaciones en obligación de oscuridad descubrimiento no
descubrí miento mi lengua es un dígito que clitorea mientras ella habla bla bla bla
esa valva expuesta las mujeres jamás se arrepienten de esto aquello lo otro el Otro
por eso blablean parlan celoso me pongo la pongo me vengo ella se va con un grito
más grande del que cabe en una boca
así se piensa diría mi padre muerto para estas cosas así esta vida frente a estas
zorras no corras y ahora se baja en paradoja trepa su lengua por el pene la pija no
hay tanto que penar pensar qué tanto orar tanto si sólo es una buena succión
esmero salival apenas mojadura dura agua bendita la pira parada erecta hereje le
suda la cabeza tiesa ese bautismo costumbre rígida del enervamiento todo nuca
descontención me voy desde el mismo lugar al mismo lugar
machista eso dice en voz baja mientras se abaja para comenzar su tarea de marea
macho la pija hija les falta a Freud condenan sin compasión hablando de él todo el
día como si lo único que hizo ese mal cogido fue hablar ocuparse de ellas de la
cavidad la cabida cerebro recto pero no erecto nunca cogió carajo me digo
indignado pero
dámela qué cosa esa de dar es pija espejo infinito de la palabra dámela lamela
papito mamita te quiero que te metela más por favor de Dios no la saques nunca
me alienta calienta mi aliento en su nuca soplada así si de mí aquí dentro salgo de
algo un poco confundido muy sudado me acabo acá me qué decís preguntás tonto
de tanto movimiento
va
es posible que todo ocurriera antes que ella se largara empezara a hablar con su
infinito espejo seductivo delictivo su descontrol masturbación de máculas
industrialización de cuerpos ese libreto anatómico obsesión de brazos abrazos
trazos sobre el deseo ya caído ya resucitado ya muerto
es posible que todo ocurriera después con ese cuerpo de loba entregado al artificio
opuesto a la biología que orgía pienso cabrío ¿cabré? ¿habré? abrí la esa que orgías
gorgias retórico reto a la gorgófona y mi desgaste sueño cercano a la dormidera al
vacío me sacaste me secaste todas cada una de las gotas
antes o después de ella en los barrios decían si no hay tamaño hay talento estoy
atento en obediencia a qué inmoral es la moral cínica si ni mu dice distinta la
morada esa argolla que aguanta al caballero al caballo esa argonauta sexual es ella
y la quiero amar romper corromper cómplices sin complicaciones empieza otro
trabajo oral sobre mi orate me da vuelta me da la lengua serpenteando la espalda y
comienza el suspenso
loba boba desde que el mundo es mundo que no es y el cuerpo se come el cosmos
ella minuciosa punta de lengua erecta erigida dirigida me moja el culo el orificio con
talento con oficio lento quieto es mi cuerpo que ahora se prepara para algún
sacrificio
vértigo sensación de juego de azar soy el zar el emperador con mi eunuco y sin
embargo tiene un dedo
relajate dice me relajo sobre lajas pero no puedo tan fácil tan dócil este qué será
me recorre me corre el tiempo en los nervios los labios murmuraciones y su índice
en el sacro coxis
ameno amenazante esto no es una utopía la realidad empieza
hacer dejar hacer dejar dejarse la naturaleza erótica es más sabia que el sexo más
feroz trazos imborrables distintas anatomías mías en esa por esa lengua dedo hacia
el abismo la profundidad como principio de toda incertidumbre
siempre hay tiempo para una buena transfusión dice como perra caliente en patas
traseras a la espera de lo que uno nunca sabe
domarla potra es la otra la que vendrá desde ella la que siempre está en otro lugar
hurgar domarla ser su mal su dueño su sueño anal su analista machista grita
somos modernos pero con palabras no se ama el cuerpo
todo es dilatación fantasma espontáneo los agujeros se vuelven grandes entro por
atrás sorprendiendo al enemigo nalgas horcajadas carcajadas perversas grita la
masturbo para serenarla seducirla reducirla como revancha de una represión
original
late el orificio corazón corazonadas que también están en el glande cada vez más
grande cada vez menos gritos no evitar
pasar por el otro hija se hincha la pija todo es exigencia ilusión de poder perder
algo
ay ay ay que bien se seduce a sí misma lo más oculto lo más adentro papito del
mismo lugar al mismo lugar le mojo el ojo de atrás me matás dice aulla le cuelga
una lágrima pegajosa y mantiene la postura con soltura le doy me saca víveres mi
leche está vertida pero me podría ordeñar nuevamente me podría ordenar
nuevamente con estrategia de apariencia
la salgo hasta cuando hasta quién hasta dónde me dice vistiendo su silencio
probame que se trata de eso desesperar esperar lo que ya nadie
y habla desde su sonido desde el cuerpo vistiendo silencio habla desde la muerte
desde el miedo grita grito no puedo regalarle la última palabra a la naturaleza
Eros y Psique pariendo a Voluptuosidad muriendo a voluptuosidad.
BAILARINA DE SAMBA
Hembra en Brasil
orillas, orixas sexuales su cuerpo haga, jadee, dance la garota, menina menee su
gata, su toga, sus caderas sucundum, sucumbir en el tórrido tambor del cuero, en
el color de sus labios, en la carne carmesí, la bemba, la bomba de almíbar, ¿cómo
sustraerme hermes olocum a pantógrafo de sus pantorrillas?, eleusis sísmica sigo la
mímica, la sacudida impertinente de la arena en los muslos, mus de chocolate late
rico, sabroso café, malta, cafre densidad dura fláccida que se estira y conviene la
medida del baile, la medida de la intimidad
nova nave que no ave, eva era su verano, trópico en tránsito bogando, caderas
duras en salivadas sucundum resbaloso de sudar tanto ritmo, tanto antológico
músculo, antílope que frota mi báculo, ébano vano, con movimiento de pelvis
infinito
Elvio E. Gandolfo
Elvio E. Gandolfo nació en San Rafael (Mendoza) en 1947. A muy corta edad se
trasladó a Rosario, donde dirigió con su padre la revista literaria El Lagrimal
Trifurca. Fue colaborador de la revista El Péndulo. Escribió notas culturales en
distintos semanarios y diarios de Montevideo y Buenos Aires. Vivió
alternativamente en Rosario, Piriápolis, Montevideo y Buenos Aires. Hizo
abundantes traducciones, entre otros de Tennessee Williams, Pierre Choderlos de
Laclos, William Shakespeare, Henry James y Tim O’Brien. Compiló varias antologías
de géneros como el relato policial, la ciencia ficción y el suspenso. Actualmente
integra el equipo editor de El País Cultural de Montevideo, y escribe la página de
libros de la revista Noticias de Buenos Aires. Dirigió durante un año y medio la
Editorial Municipal de Rosario. Escribió varios libros de cuentos —La reina de las
nieves (1982), Caminando alrededor (1986), Sin creer en nada (1988), Rete
Carótida (1990), Dos mujeres (1992), Ferrocarriles Argentinos (1994), Cuando
Lidia vivía se quería morir (1994)—, y una novela, Boomerang (1993), primera
mención en el concurso Planeta.
TEMA DE LA ALUMNA Y EL PROFESOR
El jefe ha dicho que podía irme dos horas antes a casa, para terminar con las
carpetas de expedientes que llevé anoche. Después de un largo viaje en ómnibus,
en el día neblinoso, húmedo, con olores que quedan como colgando del aire, entro
al ascensor amarillento, sucio, recorro el pasillo cuyas paredes parecen sudar y
abro la puerta del departamento, empujando un poco para que se destrabe el
marco.
En la sala hay cuatro sillas, una sólida y vieja mesa de madera, de puntas
redondeadas, y con patas formadas por una U compacta, también de madera, que
se apoya sobre un soporte redondo y grueso como un leño. Detrás, al fondo, junto
a la puerta que lleva a la cocina, está el trinchante, un poco deslustrado. Donde
tendrían que ir botellas de distintas bebidas, en una puertita del costado izquierdo,
tengo las carpetas, papeles en blanco, carbónicos. Sin quitarme el sobretodo me
acerco, escurriéndome entre las sillas y la cómoda (los muebles entran un poco
apretados en el espacio reducido de la sala) y me agacho. También la puerta del
mueble está un poco trabada, pero al fin cede. Saco una pila de carpetas, y, en vez
de trasladarlas a la mesa, me dejo resbalar lentamente y quedó sentado, pasando
una tras otra, en busca de la que falta terminar.
En el otro extremo la puerta de la calle se abre: seguramente mi mujer, pienso, y
alzo apenas la cabeza para mirar por debajo de la mesa, entre la red que forman
las patas en U, las patas delgadas de las sillas, y el mantel de puntillas que cuelga
cerca de mi nariz y más allá, repitiéndose a dos metros, en otra punta de la mesa.
Lo que veo son las piernas de mi mujer, calzada con los zapatos de taco, cosa que
me llama la atención. Sólo alcanzo a distinguirlas hasta las rodillas, hasta donde
empieza el vestido color violeta que se pone los fines de semana. Aparto los ojos
por un segundo para mirar la hora: las cuatro y cuarto. Pensaba que el minúsculo
movimiento de mi cabeza sería acompañado por el ruido de la puerta al cerrarse
(uno empuja, entra, la vuelve a cerrar casi en un único movimiento) y sorprendido
de no oírlo vuelvo a mirar.
Hay un par de piernas de hombre junto a las piernas de mi mujer. Ahora sí la
puerta se cierra, y las piernas de los dos cambian de posición: mi mujer queda
apoyada contra la puerta y los tacos del hombre hacia mí: evidentemente la aprieta
contra la hoja de metal. Una mano aparece desde el borde de la mesa y el mantel,
baja, alza el vestido violeta de mi mujer lentamente y acaricia la carne a la vez con
ternura y violencia, con apremio y calma. Se oyeron los jadeos de mi mujer, largos
y profundos al principio, entremezclados con algo que es como el comienzo de una
palabra dicha entre dientes, que no llega a concretarse y que al fin se resuelve en
un "aaahh" ronco, cada vez más breve. La mano ha vuelto a subir por debajo del
vestido de mi mujer, y ahora le veo las piernas perdiéndose hacia arriba, con
medias largas, color carne.
De pronto las piernas de mi mujer se apartan de la puerta, las del hombre vacilan
un poco (fuera de mi visión debe estar viendo el movimiento de mi mujer,
captándolo más bien con el cuerpo, y tratando de adaptarse a él). Lo que ella hace
es retroceder de espaldas hasta la mesa, para apoyarse, y arrastrar al hombre,
tomándolo de la ropa, guiándolo.
Ha quedado apoyada con las nalgas en la mesa, y abre las piernas, que enmarcan
las del hombre, apoyándose en la punta de los pies, aún calzados. Así como antes
esperaba el ruido de la puerta, ahora espero que los pies del hombre se afirmen,
que los jadeos de mi mujer se hagan más intensos, que recomiencen al menos,
porque se han interrumpido. Pero los movimientos de los dos se hacen suaves,
silenciosos, casi respetuosos. Las dos manos del hombre bajan lentamente una de
las medias, mientras los pies de mi mujer, fuertes, ágiles, se quitan los zapatos con
un par de movimientos. Se oye el chasquido del elástico de la segunda media al
soltarse arriba: la otra media baja, lentamente.
Las piernas de mi mujer son blancas, casi lechosas donde se unen a las nalgas, al
borde de la gordura pero firmes; hay algo en ellas que reclama algo, no se sabe
bien qué: decir que reclaman ser tocadas sería simplificar, falsear las cosas.
No he alcanzado a ver el rostro del hombre, la primera vez porque quedó más allá
del borde del mantel, la segunda porque la pierna lo ocultó. Hay un susurro suave,
las piernas de mi mujer se apoyan alternadamente, en movimientos leves, sueltos:
se está sacando o le están sacando el vestido, que cae, formando una mancha
violeta junto a las cuatro piernas.
Llama la atención que el hombre no se haya sacado el pantalón: la está
acariciando, de vez en cuando una mano baja por las nalgas, y vuelve, se demora
en el surco cálido y suave que las divide, hasta que se demora definitivamente,
entra con delicadeza, los jadeos de mi mujer aumentan.
Esperaba ver subir las piernas de mi mujer, aferrarse a las del hombre, o un leve
crujido de la madera de la mesa que indicara que se recostaba, que se iba dejando
caer sobre ella, corriendo el mantel de puntillas, arrugándolo, derribando el
espantoso cisne de cerámica estilizado que hace de centro de mesa. Pero en
cambio cae (siempre suavemente, sin violencia) de rodillas, y baja con decisión
pero con cuidado el cierre metálico del pantalón del hombre. Desde donde estoy no
alcanzo a distinguir cómo surge su miembro porque mi mujer lo abarca casi antes
de que salga con la boca, lo cubre, se mueve. El hombre le sostiene la cabeza
tomándola del pelo y las orejas, como temiendo que se le caiga, porque todo
parece balanceo, ebriedad incontrolable, que al borde del desmoronamiento y el
desorden se controla sin embargo, multiplicando el goce.
Mi mujer va cambiando lentamente la posición del cuerpo. Es como si su rostro
fuera otro, a la vez más real y más anónimo que el de todos los días: tiene los ojos
entrecerrados, las mejillas rosadas y ahuecadas por la tarea, el pelo rubio
cayéndose desordenado y oscilante con los movimientos de la cabeza y del propio
cuerpo del hombre, prácticamente sostenido por el miembro, porque las piernas se
le han relajado tanto que uno de los zapatos está inclinado, flojo, como un barco
escorado.
Ahora mi mujer tira de él hacia abajo, se va recostando lentamente sobre el
soporte en U de ese extremo de la mesa. Apoya la espalda contra el grueso trozo
de madera y el hombre se arrodilla sacramentalmente, la penetra despacio al
principio, luego con más violencia.
La cabeza de mi mujer cae hacia atrás, volcando la cabellera rubia, que parece
brillar en la oscuridad bajo la mesa. Ahora veo su rostro invertido, jadeante,
levemente sacudido. Sus brazos rodean al hombre y lo atraen hacia ella. Por
primera vez le veo la cara: es un desconocido, tan atractivo o desagradable como
yo, pero en ese momento rescatado por el goce, alivianado, con todos los músculos
del rostro a la vez tensos y flexibles, porque los dos se mueven en armonía,
melodiosamente.
Mi mujer tiene que haber advertido algo a través de los ojos entrecerrados, porque
de pronto los abre. Debe verme también invertido, más allá de la oscuridad bajo la
mesa, con el montón de carpetas sobre las piernas, sentado contra el trinchante,
con el sobretodo puesto. Yo también la miro. Algo debemos transmitirnos que
impide que la probable sorpresa se traduzca en terror, en un breve espasmo
muscular que saque al hombre de su concentración para descubrirme. Lenta,
lentamente mi mujer vuelve a entrecerrar los ojos, y ni siquiera puedo inventarle
una sonrisa en los labios, que reciben con blandura los del hombre, se dejan
aplastar por ellos en medio de un ruido húmedo a succión, a entrega y devolución
de interiores, hasta que casi pierden la respiración.
Por primera vez los movimientos del hombre parecen casi desesperarse, rozar la
violencia. Lo que está haciendo es quitarse la camisa y el pulóver de un solo tirón,
y, con un movimiento sinuoso de todo el cuerpo, el pantalón, que se desliza hasta
las rodillas. Mi mujer lo abraza también con ansiedad, por un instante han quedado
separados, pero las manos del hombre vuelven a tomarla, a calmarla, y le quitan la
enagua de seda ocre, la arrojan sobre el montón de ropa que ha ocultado la
mancha violeta del vestido.
Ahora sí la penetración es violenta, transmitida por la espalda de mi mujer a toda la
mesa, haciendo que se agite la punta del mantel que tengo ante los ojos. Llegan al
clímax con rapidez, jadeando juntos, cada vez más roncamente, con un grito final
de agonía y triunfo. El hombre permanece sobre ella, acariciándole los cabellos, los
hombros. Mi mujer se acomoda un poco y su rostro queda oculto. Miro entonces
sus pechos: como siempre el pezón derecho está erecto, duro, y el izquierdo
blando, derrumbado.
Mi mujer vuelve a acomodarse y ambos quedan tendidos en el espacio entre la
mesa y la pared, acariciándose apenas. Alcanzo a distinguir cómo se eriza la piel de
mi mujer. Llega un momento en que los dos parecen estar dormidos. Siento mi
miembro erecto aplastado por la pila de carpetas, que empieza a ceder, recorrido
por un dolor entre angustioso y gratificante, retenido.
Lo primero que se mueve es la mano del hombre, que vuelve a acariciar y después
a introducirse en el surco de las nalgas, destacándose morena contra el blanco
purísimo de la piel de mi mujer, que despierta con un estremecimiento de todo el
cuerpo.
El temblor parece transmitirle energía al hombre, que toma a mi mujer y la alza en
peso, mientras él se entrepara. Mi mujer alcanza a aferrar con los brazos los dos
pilares de la U de madera, y resiste el embate rítmico del hombre por detrás. Ahora
sí abre los ojos de par en par y me mira fija, hipnóticamente, hasta que se ve
obligada a cerrarlos cuando ambos llegan por segunda vez al orgasmo.
La mesa se ha sacudido casi hasta descolarse, una de las carpetas se ha
desplazado de la pila y ha caído, pero sin sacarlos del trance animal en que se
mueven.
Ya me duele el brazo, y la erección ha desaparecido: siento todo el cuerpo al borde
del calambre. Pienso que tal vez vuelvan a caer, a relajarse, dormirse: son las cinco
menos diez.
Pero el rostro de mi mujer, que se ha echado hacia atrás esquivando hábilmente el
borde de la mesa para quedar unos instantes de rodillas junto a las piernas del
hombre, sufre una transformación horrible: recobra en un segundo los rasgos
cotidianos, la leve arruga nerviosa en la comisura izquierda de los labios, el gesto
general alerta, defensivo. Cuando la mano del hombre intenta acariciarle la
espalda, ella se la aparta, eficaz y terminante, mientras le dice que tiene que ir ya
mismo a buscar a nuestros hijos a la escuela.
No sé de qué manera, pero el hombre expresa con las piernas (por las que el
pantalón ha bajado hasta formar una especie de pedestal informe), con las manos,
incluso con el miembro, que ha recibido el mensaje, el baldazo de agua fría. Una de
las manos baja despacio y alza la enagua de mi mujer, aquella de seda ocre que le
compré en Harrod's para nuestro quinto aniversario. Pienso que va a alcanzársela,
pero lo que hace es limpiarse con cuidado el miembro, mientras con la otra mano
se sube primero los pantalones y toma después su ropa.
Mi mujer se ha puesto con rapidez el vestido violeta, los zapatos. Nuevamente les
veo sólo las piernas, las del hombre ahora inmóviles mientras se abrocha la camisa,
las de mi mujer moviéndose, taconeando hasta perderse cortadas por el borde de
la puerta que da al pasillo. Reconozco el ruido a vidrios flojos de la puerta del baño.
Advierto que se ha llevado la enagua.
Vuelve un segundo después. Por un instante las piernas de los dos reproducen con
tal perfección la posición de cuando entraron, que temo ver cómo las de mi mujer
se apoyan otra vez contra al puerta y cómo otra vez los tacos del hombre me
apuntan, para recomenzar. Pero es una décima de segundo que no detiene los
pasos firmes de mi mujer, el tirón de la puerta al abrirse, el ruido que hace al
cerrarse, sofocado por la humedad, casi neumático, y los pasos que se alejan hacia
el ascensor.
Ahora sí, con cierta dificultad, podré pararme.
Irene Gruss
Irene Gruss nació en Buenos Aires en 1950. Es poeta; su libro Lejos de la palabra,
nunca publicado, obtuvo el primer Premio a obra inédita de la Municipalidad de
Buenos Aires. Algunos poemas de ese volumen fueron incluidos en el libro conjunto
Lugar común (1981). Posteriormente publicó: La luz en la ventana (1982); El
mundo incompleto (1987) y La calma (1991); el poemario Sobre el asma (1995) y
Solo de contralto (1997). Dueña de una voz singular dentro de la poesía argentina
de este siglo, la autora construye su poética desde un acontecer personal, sin
apoyarse en otras referencias que no surjan de su experiencia más íntima. Sus
textos, tomados de libros o aún inéditos, han sido publicados con frecuencia en
diarios y revistas especializadas de diversos países.
MASTÚRBATE
Mastúrbate
úntate cada pezón con miel
y baja el mentón, la lengua
saben dulces, toca
circularmente cada punta morada, agrietada o lisa
y luego acaricia el vientre, el ombligo,
haz cine o literatura
con la mente pero no olvides los pezones,
la miel, el dedo circular
hazlo frente al televisor mientras te ríes
y te humillas: mastúrbate, abandona,
cuida el clítoris como a la piel de un niño,
escucha el viento que suena detrás
de la ventana cerrada, guarda tu jugo
a escondidas del mundo
y mastúrbate, que tus piernas
comiencen a abrirse y a cerrarse
que tu murmullo sea un gemido ronco,
grito agudo en el aire, en el hueco que
pide penetración, contacto,
habla despacio
hazlo en silencio pero gime
aúlla
murmura aunque sea el goce
el rozarse de tu pelo en la almohada
en la alfombra en la nuca,
mastúrbate,
hasta que las rodillas tiemblen
hasta que caigan
lágrimas y suene esta vez
no un viento sino un timbre
y otro, regular la campanilla,
recién entonces
dilátate como en el parto
lubrica tu vagina, el tubo que
sigue llamando, levántalo, bájalo
introdúcelo
y escucha ahora su voz,
lejana, ajena,
y cierra tus ojos, su boca
tan adentro.
Fernando Kofman
“Todos te llaman
en su soledad,
y te usan y se refugian en vos”:
—me dijiste—
Me confié a vos diciéndote:
“yo ante tu dolor sólo puedo
ofrecerte este espacio, entre mis dos tetas,
como otro pañuelo,
para que vos hagas lo tuyo,
para que vos digas lo tuyo”.
Esteban Moore
LA BOCA EN LA FRUTA
en pleno silencio
de las bocas
que mutuas se comen
las lámparas
su repentino fulgor
iluminan
los oscuros pezones
el vientre
la mano que se aroma
en la deseada humedad
en la desvanecida penumbra
esa mujer
anhela de las promesas
el empeño
en la disuelta oscuridad
esta mujer concibe
estímulos en carne propia
Che Tartufo Oí
quemá el peluquín
abandoná la mineta
no te vayas en suspiros
en esto de la libertad
/ de lenguas
Gustavo Nilesen
ALUCINANTES CARACOLES
2 REYES, I, 26
Los siento. Están ahí; empaquetados en celofanes, sostenidos por cintas de colores,
etiquetados en cajas bajo vidrio y bajo llave, entalcadísimos para regalo (como
alhajas demasiado valiosas); huecos de arena y de mar, mustios, ásperos,
anticipadamente sombreados por la oscuridad de los placares que vendrán; solos y
separados unos de otros por parecitas de cartón, clasificadísimos según la
Enciclopedia Estudiantil y el Códex.
Mi hermano me mira con ojos tristes, de playas apagadas. Le digo algo que no oigo
y que él tampoco oye. Ni esos caracoles que siguen ahí tan quietos, como corazas
de monstruos ausentes. Como la caja que los envuelve; como la caja que nos
envuelve a nosotros y nos aleja de todo, a mi hermano y a mí, como si quisiéramos
salir y afuera no estuviera la playa y las cosas, y hubiera un solo vacío, un barro
total, una lluvia sin fondo, la tierra de abajo de todos los bosques.
“Así no vale”, me digo.
Así dejaron de ser alucinantes.
1
Llevé el caracol hasta donde él estaba y le dije:
—Encontré uno. ¿Sirve?
Le dije también que era de la primera franja. Habíamos dividido la playa en franjas
de caracoles y le pusimos “uno” a la que estaba más cerca de la casa y “tres” a la
que mojaba la orilla. Pero ahora había aparecido una nueva franja, y a mi hermano
le daba fiebre tanto desorden. Estiró el brazo apoyando la mirada sobre la recta de
la manga de su pulóver azul, para ver si estábamos en lo correcto. Yo dije: “Hay
una nueva número uno”. Él dijo: “Puta madre, se nos despelotaron todas las
etiquetas”.
Mi prima fue la que la descubrió. Siempre complicándolo todo, no sé para qué la
trajimos. Da vueltas y se le vuela la pollera, del viento que hay. Ella también junta
caracoles, pero se hace la que no sabe y junta cualquier cosa. Te viene con una
pavadita rota como si hubiera encontrado una sirena. Encima quiere que la
consideremos.
Ayer se me acercó con una piedra extraña, opaca y siena. Yo estaba caratulando
las cajas de la colección. Al mediodía habíamos encontrado un caracol del tamaño
de una moneda de diez, celeste. No se ven caracoles celestes, y éste es celeste
como un cielo. Hasta hoy no supimos qué nombre ponerle, porque en el Códex no
aparece (se lo vamos a tener que inventar). Mi prima estaba ahí, parada, con eso
sobre las manos abiertas y yo pensándole el nombre. Dejé de despegar las
etiquetas engomadas para observarla con más detenimiento. Lo traía apoyado en
un papelito. Me pareció tan raro que le hice una sonrisa que significaba la sorpresa
de ver algo que todavía no teníamos, una piedra difícil de encontrar. Fui a tocarla
como si se tratara de un diamante preciado, y cuando la alcé se me hundieron los
dedos. Era una masa fofa y desagradable.
—¿Es un sorete de perro? –le pregunté.
—De perro no. Es un sorete de tu hermano. Acaba de depositarlo detrás de aquellos
matorrales, para la colección.
2
Ella lo sigue a todas partes. Estuvimos cambiándole las etiquetas a los caracoles la
noche entera, por ese descubrimiento que hicimos en el cual la franja uno pasaba a
ser la franja dos, la dos la tres y la tres la cuatro. Yo le dije a mi hermano:
“Pongámosle cero a la nueva, así no tenemos que tachar tanto”. Él me contestó:
“Eso carece de seriedad científica. Hagámoslo todo otra vez”. A ella le encantó, y
por esta bobada (tan fácil de arreglar) nos pasamos la noche en vela. Lo miraba y
lo miraba, la guacha. Fijamente, con los ojos vueltos dos caracolazos brillantes,
blancos con el bichito húmedo adentro, despierto, escarbador.
Yo le dije: “Éste todavía no lo encontramos”, y le señalé en el Códex uno rarísimo,
grande como un puño y lleno de puntas.
—Es una concha –dijo mi hermano—, no un caracol. Una concha marina.
Mi prima se rió y a mí me dio una rabia bárbara, porque se le sentó sobre la falda,
lo abrazó y le dijo:
—Lo que te falta a vos es una buena concha.
Se lo dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que yo escuchara. Lo
hace a propósito, de jodida que es. Mi hermano paró de tipear con la eléctrica y me
preguntó qué nombre le poníamos al celeste. Yo estaba furioso y el corazón me
latía como laten los peces recién pescados; yo mismo era ese gran pez arrancado
del mar a tirones. Mojado y palpitante, con el día mordiendo del anzuelo y el sol
sobre los ojos irritados, sin párpados, sin movimiento. Y luego sin escamas, sin
tripas, sin espinas, sin cuerpo.
—Qué nombre le ponemos.
—¿Cómo?
—Al caracol celeste. Tiene que existir un nombre para poder catalogarlo.
—No sé. A mí qué me decís. Preguntale a tu prima.
Después me quedé pensando un largo rato y no se me ocurrió nada, y me di cuenta
de que tenía la mente muda, en cero, singularmente desnuda.
3
Nos repartimos las franjas para poder alejarnos, porque en los últimos días
habíamos encontrado los mismos caracoles, y porque ya me estaba cansando de
verla todo el tiempo con el viento volándole la pollera. Fue lo mejor que hicimos.
Acabo de levantar uno que figura en la Enciclopedia Estudiantil y no en el Códex;
de la sección “Fauna abisal”, tomo III, fascículo 32, página 17, abajo cerca del
ganchito. Me acuerdo bien. Es un Conus fino, con franjas horizontales blancas y
negras y una modulación de textura en vertical. Por adentro todo plateado y liso.
Medidas aproximadas: veinte milímetros por diez; una joya.
Mi prima grita. Yo encontré uno divino y no hago escándalo, y ella viene corriendo
por la arena dura y cuando llega me grita: “¿A que no sabés qué tengo?”. Yo no la
miro, ya me pudrió. Después me sale con cualquier cosa y me la tengo que
aguantar por mi hermano.
—Mirame, che.
—Qué querés.
—Mirá qué caracol.
Sacó del bolsillo uno enorme, gris nacarado, como si estuviera haciendo un truco de
magia y eso fuera un conejo, o una paloma, o un globo. Extraordinariamente
aparecido. Una Charonia tritonis de un tamaño anormal para la orilla; le acerqué la
regla y medí: ¡750 x 48 x 350 mm!
—¿Adónde lo encontraste?
—Sorpresa. Se oye el ruido del mar.
Me lo arrimó a la oreja. Enseguida sentí el zumbido claro, bien caracol. “De éstos
no hay”, le dije temblando, y me puse colorado porque supe que esa Charonia era
fundamental para la colección, y no me animaba a pedírselo, después de tanto
putearla toda la tarde.
—Ni mamada se los doy –dijo—. Es mío. Olelo. Tiene el olor del mar.
Me lo puso en la nariz; yo aspiré y me hizo toser. Estaba lleno de arena finísima,
que volaba de nada. Tosí bastante, me picaba la nariz y ella me lo volvió a poner
como una máscara. Yo no podía respirar sino eso; las rodillas se me vencieron y
nos caímos hacia atrás los dos, jugando y tosiendo. Me empecé a reír, no sé por
qué, y la vi a ella tan linda. El mar estaba lejos y cerca, porque no podía fijar la
imagen y no me daba cuenta. El horizonte se me borraba del mareíto; ella me sacó
el caracol y yo le grité “más dame a oler otro poco”. Já. “Qué mierda te importa la
colección, dijo, volá que te va a hacer bien”. “ ¡A VOLAR COMO LOS
BERBERECHOS!”, gritó, y a mí me hizo gracia, porque justo cuando pensaba “los
berberechos qué van a volar”, pasó volando uno y me echó su cagadita sobre la
frente. Apoyé la espalda en la arena porque me caí cuando me vinieron ganas de
vomitar o de hacer pis o de hacer cualquiera. Pasaba el cielo entero y yo así,
acostado sin saber, y los bivalvos allá por la orilla, y ella también oliendo su
caracol, riéndose conmigo, bajándome la malla y chupando, ella pulpo calamar
ventosa agua fondo sueño adiós mundo real.
4
Cuando me desperté, ya se había ido. El dolor de cabeza me filtraba el resto del
cuerpo; cada movimiento, cada idea me dolía paralelamente conectada con aquel
dolor principal, con el dolor madre de todos los otros. Lo primero que busqué fue el
caracol; girando el cuello abrí los ojos una y otra vez y sentí el cansancio claro, y
un desdoblamiento de mi ser que se volvía a recostar, pesada y lentamente, sobre
la arena. “La resaca del infierno de mierda de la prima”, pensé, y no me atreví a
decirlo por temor a escucharme distinto, quizás con voz de pájaro, aguda y
estúpida. “Ella es una voz de pájaro, me dije, ¿cómo se puede ser aguda y estúpida
a la vez? así, veanlá”. Yo me hablaba callado, estremecido, en pelotas porque se
había robado mi malla y la puta madre que la parió. Otra vez esta rabia que es un
dardo acertando en el mambo del despertar desnudo y fisurado, arrastrando como
un gasterópodo sin coraza el estómago sobre la playa. Sin caracol. De nuevo
reptando sobre la franja dos, sobre la tres generosa de mejillones vacíos y medias
ostras y agujeritos con burbuja para pescar almejas; de nuevo el mar proveedor
único de interminables colecciones, de hondas cosmogonías sin fin, de arquitecturas
enigmáticas y abismales. ¿Cuánto habría dormido? ¿Un minuto o una hora?
Allá a lo lejos estaba la malla. Se dio cuenta porque a él nadie lo engañaba así
nomás, porque para eso era el menor de los Nilsen; qué joder, ¿no? Tenía una vista
bárbara, y a la malla le daba justo el recorte del médano contra el cielo. “Ni a mí ni
a mi hermano nos importa ella, que es una cosa que da vueltas por acompañar a la
pollera, ¿no? Ni siquiera es un caracol, que también es una cosa pero con
importancia, digna de guardarse en una caja de cartón con una vitrina arriba, para
mostrar”. Él sabe de qué habla cuando sube al médano, porque la respiración se le
junta en el pecho y tiene que soltarla de algún modo, y salen algunas quejas.
Siempre pasa. Se pone la malla y allá abajo, como a cincuenta metros, ve la
pollera, sobre un arbusto la fijación. Eduardo Nilsen sonríe y su cara se transforma
en un grito que se estira y estira cuando corre como un chico, hundiéndose en la
arena que baja por la pendiente casi a pique; se ata la pollera a la cintura gritando
y más allá, a veinte o treinta metros de subida por el médano, su blusa roja. Ya se
ríe a carcajadas y trepa, ya se cae, ya sigue trepando. Se mete los brazos de la
blusa por las piernas como si fueran pantalones; en el esfuerzo descose una de las
mangas y le queda una bolsa roja colgando. Y le estalla la piel del pecho con una
respiración agitada entre el ahogo de la risa y las corridas. Pero sigue, sigue
corriendo hasta el corpiño que está abajo y hasta la tanguita mínima que está
arriba otra vez, casi escondida, pero que él descubre con su vista formidable de
buscador de caracoles. Y aquí llega, la cara y las manos prendidas a los arbustos,
asmático, pidiéndole aire al aire, a la playa, a la prima que está jugando tan
regalada con su hermano Cristián como una injuria, como una humillación, como
una mancha en mitad de la colección. Es un molusco prendido con sus tentáculos
abyectos y su lengua, en el pozo del médano que él está mirando, y por el que ya
le explotan los ojos de envidia.
A su derecha estaba el caracolazo. Lo agarró sobresaltado, jadeante; se los iba a
tirar pero no, mejor adentro de la pollera, porque la colección es lo más importante.
Al fin y al cabo, era lo que tenían que hacer. ¡Tantas horas compartidas en el rigor
de la clasificación! Sólo ellos sabían las que habían pasado y los caracoles estaban
ahí, siempre ahí, quietos. Y otros en el mar que lleva y trae, y otros en las
profundidades o en el Códex. Jugando a descubrir y a ser descubiertos, al
conquilólogo y a la concha peluda, ¡cómo juega Cristián! Já. Lo da vuelta y lo
examina al caracol ( “una Charonia tritonis de locos”, pensó); con la punta de la
uña le rasqueteó el esmalte que salía tan fácil que parecía barniz. “Es la abombada
ésta que no lo deja tranquilo. Y que me distrae a mí también, para qué mentir. (¿Le
cuento o no le cuento que ella anduvo por entre mis cosas haciéndome cosquillitas
con saliva?)”. Tiene algo escrito en letra cursiva, el caracol. “Él me debería haber
dicho: Si la querés, usala. Así, directamente. Porque es nuestra prima pero no sé
de quién es más, o mejor dicho sí, sé. Y sé también que nos saca de tema todo el
tiempo, y que me volvió a pudrir. Porque el cartelito, este cartelito de acá abajo;
mirá, te digo que mirés, Eduardo, ¿ves?, este cartel impreso a la orilla del caracol
dice muy claro de quién; leé, volvé a leer. «Recuerdo de Miramar», dice. Y capaz
que era el pie de un velador y todo; ¿qué no?, ¿y para qué va a tener ese agujero
ahí abajo, sino para pasar el cable?
5
Ella paseaba por afuera dándole vueltas y más vueltas a la pollera azul; Cristián
alzaba tabiques de cartón que previamente había cortado con un escalpelo,
cementados formando nichos grises para quién sabe qué nuevos cadáveres de mar,
pensó Eduardo, que la miraba pegado al vidrio, mordiéndose las lágrimas. La
miraba fijamente, como si quisiera ver a través de ella, a través de esa pollera
inquieta, el fondo del océano. Y sus infinitos peces y sus caracoles.
—Tiene que irse –dijo, y parecía que ya lo había dicho antes, porque su hermano
no lo miraba y el deseo se le venía a los ojos inyectándoselos de sangre y ganas;
recordándole la sentencia (tienequeirsetienequeir), sintiéndola otra vez hecha un
latigazo firme de viento sobre su cara. El mismo viento que le volaba la pollera y
remontaba todas las palabras viejas, detrás del movimiento de la tela. Los dos
habían fracasado, habían hecho trampa y eso abría un tajo entre ellos, que se
parecía mucho al tajo que la prima llevaba incrustado entre las piernas, a ese
caracol secreto con la babosa adentro, extraño a todas las colecciones y al Códex.
Cristián pensó: “Por favor, que no se vaya, porque estoy enamorado”. Casi lo dijo.
El aire era como una masa densa de agua salada, inmóvil y oscura. Podía decirse
cualquier cosa, que todo daba lo mismo; apenas si se oía el repiqueteo de los
marcos agitados de las ventanas y un sordo y apagado ruido a mar, lejano, bien
adentro del día.
Su hermano Eduardo se maldijo a sí mismo por lo que estaba queriendo en ese
instante, por lo que le pasaba por la cabeza al verla rodar con su pollera azul
marino sobre la franja dos, sobre la dos y la uno; casi dijo algo pero se lo calló,
porque el agua le daba en la cara y porque las lágrimas mordidas no le surgían por
nada del mundo. Por nada del mundo. Entonces le arrancó el celofán a una caja de
rabia; los caracoles cayeron liberados al suelo y fueron una cascada, un rumor de
agua adentro del agua, una ola. “Éste es mío y éste también. Yo los encontré. Son
míos. Los quiero sin etiquetas, ni carteles, ni Códex. Voy a devolverlos a la playa,
que es adonde deben estar”. Le puso el pie arriba al celeste que todavía no tenía
nombre. Su hermano dijo: “No vale la pena, Eduardo. Pucha, una vez que
estábamos de acuerdo...”. Le apoyó encima todo el peso del cuerpo y el caracol
sonó.
—Nos olvidamos de la colección –dijo, descubriendo con el pie los pedazos rotos.
—Sí.
La intrusa los miraba a través del vidrio y sonreía; a Eduardo se le ocurrió que
porque era parte de otra cosa, porque estaba loca y afuera de la casa que era un
clasificador como los que hacían ellos pero mayor, mucho mayor, a escala humana;
y que habría otros, quizás la playa fuera uno y su prima, que parecía tan libre,
también estaba guardada en el sitio exacto por alguna exacta razón; y todo, los
caracoles y el mar y la arena y el mundo eran a su vez el álbum y las figuritas
pegadas en el álbum, y la difícil y las repetidas y las que todavía no salieron.
—Yo también estoy enamorado –le dijo, rabioso. Y estuvieron un rato callados,
calladísimos, hasta que ella entró a la casa.
—¿Qué pasa? –preguntó.
El silencio los tenía agarrados de las manos. Cristián dijo:
—Tenés que irte.
—Por qué?
—Porque sí.
6
Desde la ventana la vieron sacarse la blusa y el corpiño; la pollera solamente se la
alzó. No tenía ropa debajo. Se dio vuelta para verlos con sus ojos grises, copiados
del cielo que se estaba nublando. Después empezó a caminar hacia adentro, y
Eduardo lo vio gritar a su hermano sin escuchar el grito. Fue en un momento
bastante trágico, porque el agua le llegó a la cintura y la pollera parecía una
bandera que flotaba, el símbolo de un naufragio. Ellos sintieron el frescor entre las
piernas y un calor intenso en la cara y en las manos. El mar estaba plano, raro; una
impresión inolvidable. Tanto tiempo viviendo en esta casa y un día, por ponerse a
juntar piedras, se olvidaron del mar. Y ahora parece recién estrenado, detenido,
con una prima adentro y los caracoles caídos en el parquet. ¿Cómo encerrar todo
ese paisaje desconocido adentro de los nichos del clasificador? ¡Pensar que ellos lo
habían intentado!
Cristián salió, aturdido; su hermano salió detrás por precaución, por si se confundía
y se volvía loco de repente, ¿no? Puede pasar. Pero se cayó arrodillado sobre la
arena, nomás, a dos pasos de la puerta, y sus ojos fijos se quedaron enredados en
el último rastro del pelo de ella. Después se acabó todo, y lo vio largar el llanto con
la cara pegada a la playa. Entonces se volvió, caminando y mirando siempre hacia
abajo porque el reflejo del mar le irritaba los ojos, y hubiera parecido que él
también estaba llorando. Mirando siempre hacia abajo para buscar, ¿no?, y
pensando siempre hacia abajo. “Chau colección”, pensando. ¿Para qué alzar la vista
si en una piedra está todo escrito? Por qué llorás, Cristián, si en esa ola que se
empieza a mover estamos nosotros y ella y la colección y la playa y la ola misma,
alguien nos clasificó y por eso estamos. Tu propio llanto, el pozo que ahora
escarbás en la arena, el objeto que ahora levantás con tanta delicadeza, tu mano
semiabierta, tu mirada científica escudriñándolo milímetro a milímetro, tu ojo
abierto y tu ojo cerrado, tu pestañeo, tu pestaña, la mitad de tu pestaña, la mitad
de la mitad, Cristián.
Sonrieron. Él metió la punta de la lengua en una hendija que dejó entre el índice y
el mayor, lamiendo el objeto encerrado con las mejillas chispeantes de lujuria. Un
hilo de baba le colgaba desde el labio y se metía en el hueco interior de las dos
manos, pasando por entre la hendija de los dedos. Eduardo se acercó.
—¿Qué es? –le dijo.
La baba era el tobogán de otras gotas mínimas de saliva que se deslizaban desde la
punta de la lengua, y que hacían reflejos divertidos de sol, tanto que Eduardo
supuso que su hermano tendría fulgores de estrellas guardadas en la boca, que iba
largando para darle de comer al objeto de adentro de las manos.
—Qué guardás, che. Dejame ver.
—Un caracol.
Dedicado al señor Borges
Pedro Orgambide
Otras de sus obras son: Las hermanas, Buenos Aires, Editorial Goyanarte, 1959; La
vida prestada, 1959; Crónica de la Argentina, selección literaria y gráfica y textos
complementarios; Concierto para caballero solo; Memorias de un hombre de bien;
Historias cotidianas y fantásticas; El páramo; Los inquisidores; Yo, argentino; La
buena gente; Radiografía de Martínez Estrada; Enciclopedia de la literatura
argentina (junto a Roberto Yahni); Hotel familias; Confesiones de un poeta de
provincia; Borges y su pensamiento político; El arrabal del mundo; Hacer la
América; Gardel y la patria del mito; Genio y figura de Ezequiel Martínez Estrada;
Pura memoria; Todos teníamos veinte años; Historias imaginarias de la Argentina;
La mulata y el guerrero; La convaleciente; El negro Tubua y la Tomasa; Estaba la
paloma blanca; Che amigos; Celebración: crónica del General que cumplía cien
años (igual que la patria) y de las imprevistas aventuras que sucedieron en aquel
día memorable; Mujer con violoncello; Un amor imprudente; Horacio Quiroga: una
historia de vida; Crónicas del nuevo mundo; El escriba; Ser argentino; Un puritano
en el burdel; Ezequiel Martínez Estrada o el sueño de una Argentina moral, y otros.
NO HAGAS TANGO
Triste, reaccionario, niño, amor, basta, déjame, glotón, vamos a casa. En la casa
del cerro (herencia de mi padre, era muy rico ¿sabes? déjame, loco) el hombre
cayó abrazado a la mujer que jugaba a resistirse, a ceder, al juego de la señora y el
doctor, cayó sobre la cama inmensa de kilómetros de exilio, cayeron vestidos
todavía, desnudándose, mordiéndose, besándose, la mulata de Baudelaire, mi
negra, mi Cara de Tango, macho sombrío, triste, reaccionario, ella cerrando los
ojos, concentrándose en el puro goce de ese orgasmo imprevisto, fugaz,
perdóname, Tango, perdóname, Macho, ahora te toca a ti. Se abrió la cueva
húmeda. Pase mi rey, pase mi huésped, entra mi negro, mátame. Él estaba
acostado en la blanca cama de espuma, con la mulata que había nacido en Pekín
porque su padre era embajador —espérame tantito ¿quieres?— y ella seguía
hablando desde el baño, orinando su dulce miel como un verso de Neruda, volvía
bamboleándose, mira a tu novia ¿te agrada tu novia? hablando como una popi,
paseándose desnuda por la recámara, excitándolo, contándole sus viajes por el
mundo, las brujerías de su madre negra que su padre se robó en Jamaica. Era muy
racista el güero, nunca me pudo querer. Mi padre, el padre, el Padre de los pobres:
ella quería que le contara historias de Perón. Estaban desnudos, saciados de la
primera vez, fumando y tomando agua mineral, para que la segunda vez fuera
mejor, más amistosa, no ese relámpago de destrucción al que se habían entregado
en la casa del cerro. Dos veces, dos muertes. La primera vez, dijo el hombre, yo no
entendía, era un pendejo, un estudiante muy humanista, muy antifascista, claro,
muy pequeño burgués, una buena conciencia; la segunda no quise equivocarme,
quise creer en el Padre ¿entiendes? Ser como todos, fundirme en ese Todo como tú
en el Zen. Mi padre era un viejo, dijo ella, un podrido viejo cargado de medallas.
Cuando dejó a mi madre, ella se ahogó en el mar. ¿Por qué te cuento esto? No me
gusta hacer tango. Cántame un tango, cántale un tango a tu novia fea, fea, fea,
pidió y se echó a llorar porque ahora era una niñita sola en el mundo, no era la
Diosa ni la mulata de Baudelaire, sino una pobre muchacha pidiendo que le
cantaran un tango. ¿Quieres? Sí, dijo él y le cantó el tango de la casita de mis
viejos y otros tangos con patios y mujeres enfermas y jazmines. Todo eso está
muerto, pensó. Pero él no estaba muerto, estaba acariciando los hermosos pechos
de su amiga, las caderas inmensas, el sudor de los muslos, trepando por ella como
por el Árbol de la Vida que tenía en su cuarto, bebiéndosela, emborrachándose de
su boca, del suave pulque de su vagina. Mi rey, gimió ella y se quemaron juntos
otra vez y se durmieron y despertaron abrazados y con frío. Sí, es lo que vi, dijo el
hombre, vi a la gente calentándose con las fogatas, toda la noche, esperando a su
padre, al General, al Macho. Yo estaba con ellos, pero no era uno de ellos
¿entiendes? El Espía de Dios. El poeta es el Espía de Dios, dijo ella. No soy poeta.
Sí, lo eres dijo la mujer lamiéndole el vello del pecho, succionando las tetillas del
hombre porque ahora soy tu niña ¿quieres? bajando hasta el sexo de su amigo, su
hermano de la noche. Él miró la cabeza de la mujer allá abajo, la boca, la mata del
pelo oscilando en un movimiento loco de polea, en una frenética negación, su
propio pene como un péndulo de delirio. Mi rey. Mi negro. Y otra vez cabalgaron los
dos. El caballo, la yegua negra en un campo de incendio. Mi rey. Mi negra. Ven.
Claro que voy, espérame. Los cuerpos quedaron extenuados. La madrugada
empezaba a filtrarse por las ventanas, el día, la certidumbre de despertar. El
hombre miró a su amiga que dormía. Oyó tangos de Buenos Aires, tangos de la
memoria, tangos, tangos, tangos de cuando era demasiado joven, cuando la
revolución era una palabra, un improbable porvenir y no esos militantes entre los
que no estaba, sabiendo que esa sería su condena, su muerte, el equívoco síntoma
de su vejez en el momento de escribir su análisis político de la situación, mañana,
dentro de unas horas, cuando brillara el sol. Ella despertó. Le dijo: duérmete; esta
tarde seré tu compañera en La Siesta del Fauno, pero ahora duérmete, por favor.
Pienso en mis muertos, dijo él. Duérmete. Están matando a mi gente. Duérmete, te
digo. Si al menos supiera que lo que escribo sirve para algo. No hagas tango, mi
amor. Atan los cuerpos con alambres de púa, los hacen volar con dinamita...
Duérmete, ordenó la mujer. El hombre se cubrió con la sábana, se acercó a su
amiga y prometió no hacer tango. Mientras la acariciaba pensó en Hansel y Gretel
abandonados en el vasto mundo. Entonces se durmió. Pobre amor —dijo la mujer
mientras acariciaba la cabeza del hombre dormido— estás lleno de sueños, de la
podredumbre de los sueños. Creo que te mereces un descanso.
Gioconda Belli
Gioconda Belli es, junto con Ana Ilse Gómez, Claribel Alegría, Vidaluz Meneses,
Michèle Najlis y Daisy Zamora (poetas de su generación) una de las voces
femeninas de la literatura nicaragüense pioneras de la poesía revolucionaria.
Coherencia y unidad caracterizan su expresión poética. En los años de la lucha por
la liberación de su país, Gioconda Belli vivió en el exilio (radicando en México en
1976); a este período fuera de su patria corresponde su libro Línea de Fuego,
ganador del Premio Casa de las Américas 1978. Regresó a Nicaragua al triunfo de
la revolución sandinista, abandonando el FSLN cuando éste no logró reorganizarse y
partiendo una vez más para residir en diversos lugares del mundo (Lavinia, Breda,
1994; Francia, 1995). Actualmente se halla en su país, donde, desde el Movimiento
Renovador Sandinista (MRS), continua la lucha política de liberación nacional de su
pueblo.
La poesía de Gioconda, ha recibido influencias de José Coronel Urtecho (1906-
1994), quien dijo de su poesía ser una versificación sin género definible. Ha sido, a
la vez, comparada con Ernesto Cardenal, discípulo de Coronel Urtecho y uno de los
poetas más representativos de la literatura revolucionaria en Nicaragua, donde
Cardenal militó en el FSLN hasta su renuncia, ocurrida tras haber considerado que
el frente sandinista había sido destruido. Se ha concedido que Gioconda Belli es,
después de Ernesto Cardenal, la poeta simbólica de la revolución nicaragüense.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sobre la Grama (1974); Línea de
fuego (1978); Truenos y arco iris (1982); Amor insurrecto (1984); De la costilla de
Eva (1986); El ojo de la mujer (1991); From the Eve´s Rib (1989); La mujer
habitada (1988, novela) y Sofía de los presagios (1990, novela).
EN LA DOLIENTE SOLEDAD DEL DOMINGO...
Aquí estoy,
desnuda,
sobre las sábanas solitarias
de esta cama donde te deseo.
Veo mi cuerpo,
liso y rosado en el espejo,
mi cuerpo
que fue ávido territorio de tus besos;
este cuerpo lleno de recuerdos
de tu desbordada pasión
sobre el que peleaste sudorosas batallas
en largas noches de quejidos y risas
y ruidos de mis cuevas interiores.
Llueve copiosamente
sobre mi cara
y sólo pienso en tu lejano amor
mientras cobijo
con todas mis fuerzas,
la esperanza.
ES LARGA LA TARDE...
Es larga la tarde
como el camino curvo hasta tu casa
por donde regreso arrastrando los pies
hasta mi cama sola
a dormir con tu olor engarzado en mi piel,
a dormir con tu sombra.
Es larga la tarde
y el amor redondo como el gatillo de una pistola
me rodea de frente, de lado, de perfil.
El sueño pesa sobre mis hombros
y me acerca de nuevo a vos,
al huequito de tu brazo,
a tu respiración,
a una continuación infinita de la batalla
de sábanas y almohadas que empezamos
y que pone risa
y energía
a nuestro cansancio.
TE BUSCO
TE ESCRIBO, SERGIO
Te escribo, Sergio
desde la soledad
del mediodía asoleado y desnudo
mientras azota el viento
y estoy, gatunamente,
enrollada en la cama
donde anoche te quise y me quisiste
entre tiempos, sonrisas y misterios.
Va quedando lejano
el mundo que existía antes de conocerte
y va naciendo un nido de palabras y besos,
un nido tembloroso de miedo y esperanza
donde a veces me siento retozando entre trinos,
y otras veces me asusto,
abro los ojos y me quedo quieta,
pensando en este panal de miel
que estamos explorando,
como un hermoso, hipnotizante laberinto,
donde no hay piedritas blancas,
ni mágicos hilos
que nos enseñen el camino de regreso.
Acariciarte cerebralmente
o meterme en tu corazón y explotar
con cada uno de tus latidos.
SENCILLOS DESEOS
MAYO
RECORRIÉNDOTE
II
III
IV
Huele
Duele
Intercambia miradas saliva impregnante
Da vueltas imprime sollozos piel que se escurre
Pie hallazgo al final de la pierna
Persíguelo busca secreto del paso forma del talón
Arco del andar bahías formando arqueado caminar
Gústalos
VI
VII
VIII
Aspira suspira
Muérete un poco
Dulce lentamente muérete
Agoniza contra la pupila extiende el goce
Dobla el mástil hincha las velas
Navega dobla hacia Venus
estrella de la mañana
-el mar como un vasto cristal azogado-
Duérmete náufrago.
Claribel Terré Morell nació en Sancti Spíritu, Cuba, 1963 y está hace años radicada
en la Argentina. Estudió periodismo en la Universidad de La Habana. Dirige el
periódico cultural cubano-argentino Fresa y Chocolate de Argentina. Entre sus obras
se citan: Archivo de guerra para mujeres decentes; Cubana confesión y cuentos
como “Perverso ojo cubano”, publicado por la Editorial Bohemia (Bs. As.).
Perverso ojo cubano fue lo que ella pensó cuando el Tuerto la desnudó. El Tuerto
con su parche en el ojo. Su Pirata, su Sandokan, su Corsario negro, Rojo y Verde. Y
eso era lo que ella estaba viendo, lucecitas de colores. Porque al Tuerto le falta un
ojo pero le sobra lengua. ¡Ay que rico, madrecita mía! ¡Virgencita de la Caridad del
Cobre, qué cosa es esto! ¡Una pinga!, grita el Tuerto y a ella le duele la grosería.
Claro que es eso pero porqué tiene que decirlo. Mejor es hablar cosas bonitas o
quedarse callados, pero él dice que más rico es hablar. ¡Grita, coño, grita! ¡Di algo!
¡Dime papito bonito, papito sabroso! Y el Tuerto está sabroso de verdad pero a ella
no le gusta decir esas cosas y el Tuerto suda y las gotas le caen a ella en la cara y
él grita: ¡Chupámela, chupámela! y ella que se la chupa y él que le hala los pelos y
se la mete, se la mete y...¡Tuerto que no me cabe! ¡Sácala Tuerto, sácala! y ella
que no puede más y va a vomitar y de pronto eso en la boca... ¡Coño, cochino,
puerco, que a mí no me gusta! y él... ¡Trágatela, trágatela, trágatela!... y ella que
no, que sabe mal y el Tuerto que qué le pasa a ella y...¡No Tuerto, por ahí no!
¡Noooo! ¡Ay madrecita mía, Virgen de la Caridad del Cobre que se le baje, que se le
baje! y el que... ¡Aquí hay un hombre a tó, a tó! y ella que ¡No, no vi último tango
en París! y que loco este Tuerto que me pregunta si no hay mantequilla. En este
país hace siglos que no hay mantequilla y no, nooo. La saliva de El Tuerto es blanca
y gomosa. ¡Puerco, puerco, puercooo! Y ahora si se acabó y... ¡No niña aquí hay un
hombre a tó, a tó! y el Tuerto que la pone boca arriba y aquello sigue parao... y te
voy a dar jarabito de componte... y el Tuerto huele a sudor y ella lo siente y siente
que el tiene 50 dedos y ella no tiene más lugares y El Tuerto grita: ¡Ahora por las
orejas! y ¡Ahora por la nariz! y ella que no, nooo... y el Tuerto que aquí hay un
hombre a tó, a tó y a ella le duele todo el cuerpo y las estrellitas de colores son
cada vez más negras, más rojas, más verdes y el agua se va a las 5 de la tarde y
no viene más hasta el otro día y ella tiene que ir a una reunión a la fábrica a la que
dicen que va a ir Fidel y ella no quiere perder su trabajo, y El Tuerto grita cada vez
más alto y ella tiene ganas de llorar porque tuvo el primer orgasmo de su vida y
porque al Tuerto se le cayó el parche del ojo y el ojo blanco es terrible y aquello
sigue parao, parao, y el agua se va a las 5 de la tarde y ella no quiere perder su
trabajo, y ella quiere ver a Fidel y el Tuerto dice que si se va está traicionando a su
pinga parada y que eso es peor que traicionar a la Patria y ella no quiere traicionar
a nadie. Eso piensa mientras se limpia entre las piernas.
José Miguel Sánchez (Yoss)
Para Silvita
21 de enero de 1998.
Liliana Lukin
Liliana Lukin nació en 1951 en Buenos Aires. Se graduó como Licenciada en Letras
en la Universidad de Buenos Aires. Fue asesora literaria de la Fundación Noble del
Diario Clarín, donde organizó los Encuentros de Escritores que posteriormente
compiló bajo la Edición Narrativa Argentina. De su autoría son los siguientes libros:
Abracadabra, Malasartes, Descomposición, Cortar por lo Sano, Carne de Tesoro,
Cartas, Las Preguntas y Construcción Comparativa, y un estudio sobre la literatura
amorosa epistolar desde el siglo XII al XX.
RETÓRICA ERÓTICA
Así ella desearía ser raptada una, dos veces, marcada por la voluntad de esa mano
que también sabrá tocarla como a un instrumento musical. Tal su optimismo, su
instinto de juego en el instante mismo que, para los otros, será su tragedia. El
raptor, sus largos cabellos ofrecidos a esas manos, hace de su pesimismo el arma
más dulce: violenta, no pone ninguna distancia ¡oh, dioses bienaventurados!, entre
el deseo y el acto.
Alzada por él, ella sonríe, alzada, y aunque parezca dolor, en su rostro hay sólo la
altura que tiene conciencia del tiempo. ¿Cuánto podrá, así, no caer, cuánto más los
dedos hundirán felizmente su carne, hecha para esas penetraciones? Él oculta su
cabeza en ella y nada se sabe, más que el brillo de sus ojos.
Escandalosa,
para él que no
conoce los límites
de su propia dulzura, tan obscena.
Caída, lánguida
y sola en ese nido,
esa cueva, lecho
a su medida:
nocturna y nada
oscura, lunar.
Satén y plumas
para amar y ser leída, para beber y ser
bebida, fingiéndose dormir.
Escandalosa, para lo hecho pecho, fulgura
ante él, será de él: ah! quién pudiera
quedar, así poseída.
Si él se quedara ahí, así, adentro,
ella no caería nunca.
Lo dice y balancea su peso sobre él,
sobre el vacío, sobre la frase.
Y él, que trabaja para el placer,
pero alimenta la tristeza,
apretando su carne habla.
Ella ríe de lo que él habla: come
de lo que él pone entre sus dientes.
Rodolfo Wilcock
Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil y
vivió un tiempo en Mendoza en un proyecto relacionado con el ferrocarril
trasandino, pero luego abandonó esa profesión para dedicarse a la literatura. Amigo
de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, Wilcock, se fue a Italia en la década del
‘50, cuando ya era autor de una considerable obra poética en español (Libro de
poemas y canciones, Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores,
Los hermosos días, Paseo sentimental y Sexto) y allí siguió escribiendo en italiano.
Se invocan a menudo los antecedentes prestigiosos —Conrad, Nabokov, Beckett—
sin tener en cuenta que el cambio de idioma acarrea en cada caso un cambio de
perspectiva en relación al pasado y, por consiguiente, una especie de contrabando
lingüístico sustancial. Wilcock lo practicó con una nostalgia enrarecida y una
imaginación inagotable. En Italia incursionó en todos los géneros literarios: poesía,
relatos, novelas, teatro. También se destacó como traductor, tanto al castellano
como al italiano.
De su obra narrativa podemos mencionar: Fatti inquietanti (1960), Lo stereoscopio
dei solitari (1972), La sinagoga degli iconoclasti (1972), I due allegri indiani (1973),
Il tempio etrusco (1973), Il caos (1974), L’ingegnere (1975), Frau Teleprocu (1976,
en colaboración con Francesco Fantasia), Il libro dei mostri (1978), Le nozze di
Hitler e Maria Antonietta nell’ inferno (1985, en colaboración con Francesco
Fantasia).
Murió en Italia en 1978.
LOS AMANTES
David Viñas
David Viñas nació en Buenos Aires en 1929. Estudió con los curas y con los
militares. Fue fundador y codirector de la revista Contorno, de gran influencia en
medios universitarios e intelectuales. Por su novela Un Dios cotidiano recibió, en
1957, el Premio Gerchunoff. En 1963 recibió su doctorado de la Universidad de
Rosario, con la tesis La crisis de la ciudad liberal. Ya un año antes, su novela Dar la
cara había recibido el Premio Nacional de Literatura, premio que volvió a recibir en
1971 por su libro Jauría. En 1972, Lisandro recibió el Premio Nacional de Teatro, y
un año después Tupac-amaru el Premio Nacional de la Crítica. Según Ricardo Piglia,
"uno de los ejes de la obra de Viñas es la indagación sobre las formas de la
violencia oligárquica ". Algunos ejemplos de esa temática son su Los dueños de la
tierra (1958), Cuerpo a Cuerpo (1979) e Indios, ejército y frontera (1982). Entre
1973 y 1983 dio clases de literatura en California, Berlín y Dinamarca. Desde 1984
reside en Buenos Aires, donde es titular de la Cátedra de Literatura Argentina de la
Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires). En 1991, en una
decisión que alborotó al "mundillo" cultural, David Viñas recibió y rechazó la Beca
Guggenheim. "Un homenaje a mis hijos. Me costó veinticinco mil dólares. Punto",
diría Viñas más tarde. Sus hijos María Adelaida y Lorenzo Ismael fueron
secuestrados y "desaparecidos" por la dictadura militar en los años '70.
Algunas de sus obras son: Cayó sobre su rostro (1955); Los años despiadados
(1956); Un Dios cotidiano (1957); Los dueños de la tierra (1958); Dar la cara
(1962); En la semana trágica (1966); Hombres de a caballo (1967); Cosas
concretas (1969); Jauría (1971); Cuerpo a cuerpo (1979); Prontuario (1993).
Teatro: Sarah Golpmann; Maniobras; Dorrego; Lisandro (1971); Tupaca Amaru.
Ensayo: Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a Cortázar (1970);
De los montoneros a los anarquistas (1971); Momentos de la novela en América
Latina (1973); Indios, ejército y fronteras (1982); Los anarquistas en América
Latina (1983); Literatura argentina y política - De los jacobinos porteños a la
bohemia anarquista (1995); Literatura argentina y política II - De Lugones a Walsh
(1996); Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra; De Sarmiento a Dios - Viajeros
argentinos a USA (1998); Sarmiento en seis incidentes provocativos.
LA SEÑORA MUERTA
"La señora muerta" pertenece a Las malas costumbres, Buenos Aires, Editorial
Jamcana, 1963
—No me gusta el olor de la goma quemada —fue lo primero que dijo esa mujer.
Moure la miró un rato antes de contestar, pero no como la había estado observando
hasta ese momento, desde que la descubrió en la cola apoyada a medias contra la
pared, con un gesto resignado e insolente a la vez. "Levante", se dijo. "Levante
seguro", y le sonrió:
—No es goma lo que están quemando.
—Ah, ¿no? —esa mujer lo miraba con desconfianza— ¿Qué es entonces?
—Inmundicias —murmuró Moure con malestar.
—¿Y de quién?
—De todos... de todos los de la cola. Hace dos días que vienen haciendo lo mismo.
Desde atrás, los que estaban en medio de la penumbra que flotaba sobre la calle,
los empujaron para que avanzaran: ella se dio vuelta, apenas molesta de que la
tocaran o de que le arrugaran el vestido, murmuró. Ya va, ya me di cuenta, qué
tanto, y avanzó unos pasos ceremoniosamente. Se había apoyado contra la chapa
de un hotel y se miraba en el reflejo: era un enorme cuadrado de bronce y Maure
advirtió que se palpaba los labios.
—¿Le duelen? —se le acercó.
—No. Estoy despintada.
Y esa mujer seguía mirándose aunque esa chapa la reflejase deformada, con una
boca más ancha y unos ojos estirados.
—Usted no tiene esa boca —señaló Moure.
Ella abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera en un parque de
diversiones, con la desconfianza de un chico o de un provinciano:
—Sí, tengo una boca de muñeco —se juzgó con aire despreciativo.
—No, no... —protestó Moure.
—Pero me gusta tener una boca así.
Unos metros más adelante se fue levantando un murmullo que aumentó la
densidad y se prolongó un rato, como un moscardoneo. "No me puede fallar", se
propuso Moure. Una mujer con la cabeza cubierta con una pañoleta se le arrodilló
delante, agachada la frente y parecía rezongar con una confusa irritación mientras
se frotaba las manos; cuando la fila avanzó de nuevo, la mujer se fue arrastrando
sobre las rodillas sin dejar de gangosear eso que decía, sin dejar de frotarse las
manos.
—Rezan, ¿no?
—Sí —dijo Moure.
—Ah... —ella se persignó y lo hizo con torpeza, velozmente; parecía alarmada y
miró ese cielo bajo como si hubiera escuchado el ruido de un avión y tratara de
localizarlo. Pero el cielo estaba negro y no se veía nada. Después se tranquilizó, lo
miró a Moure, se sonrió a medias, agradecida de algo y apoyó la cabeza contra la
chapa del hotel.
—¿Está cansada? —la sostuvo Moure mientras se repetía "No me falla; no me
puede fallar". Al fin de cuentas, él había ido a la cola para eso.
Pero ella balanceaba la cabeza: eso no quería decir ni que sí ni que no, solamente
que no estaba segura. —¿Quiere irse? —
—Cuando me sienta bien cansada. Moure le oprimió el brazo.
—Pero mire que tenemos para rato. Ella frunció las cejas:
—¿Lo dice en serio?
—Yo siempre hablo en serio.
—¿Y cuánto dice que falta?
Moure miró hacia adelante y calculó dos cuadras, tres, una mancha larga que se
estremecía en medio de la penumbra, los de atrás que volvieron a empujar con una
pesadez insistente, la mujer de la pañoleta que seguía murmurando algo que no se
entendía muy bien, ahí arrodillada, un soldado con una olla humeante que brilló
bajo el farol:
—Unas tres horas dijo.
—¿Tanto?
Moure presintió que a ella no le interesaba mucho lo que había preguntado, ni le
interesaban las palabras que había usado, ni ninguna palabra: —Y, hay mucha
gente —reflexionó. —A la gente le gusta.
—¿Estar en la cola?
—Sí —dijo ella con desgano—. Le gusta esperar algo, cualquier cosa...
La mujer arrodillada por momentos parecía irritarse con lo que rezaba, cabeceaba y
fruncía la frente. "Esta noche no puede fallarme", seguía pensando Moure. Y toda
esa fila avanzaba muy lentamente, mucho más despacio que en una procesión.
Moure calculó: allá adelante estarían por cruzar un puente, se le habrían roto las
ruedas a un carro o el caballo se habría muerto en medio de la calle. Algo así
pasaría. "Seguro". Y había tan poca luz con esos trapos negros que envolvían los
faroles y todo era tan borroso.
—¿Me permite? —ella se le apoyó bruscamente en un brazo se descalzó, primero un
pie, después el otro y se los sobó con unos quejiditos de satisfacción. Pero cuando
estaba en eso, volvieron a empujarla para que avanzase y ella repitió —Ya está, ya
va, no ven lo que estoy haciendo. Me van a pisar, tengo los pies desnudos... La
mujer de la pañoleta levantó un momento la cabeza, verificó quién había dicho eso
y siguió con su rezo.
—¿Un poco de sopa? —ofreció Moure.
—No —ella todavía estaba con los pies desnudos y pugnaba por mantener el
equilibrio y calzarse— Me aburre la sopa.
—¿Ni un poco?
—No.
Moure señaló:
—Pero mire que le están ofreciendo...
Un soldado le había tendido una taza pero tuvo que recogerla; tenía una cara
adormecida y se esforzaba por sonreírse: la contempló a esa mujer, intentó
sonreírse con más convicción y lo único que logró fue un parpadeo, entonces la
miró humildemente pero ella había hundido las manos en los bolsillos y sacudía los
hombros:
—Me aburre la sopa —repetía—. De chica, me la hacían tragar: de arvejas, de
sémola, de verduras, era un asco.
Moure sacó un cigarrillo y lo golpeó muchas veces antes de encenderlo. "Papa
comida", se felicitó. Estaban muy cerca de uno de esos montones de basura que
habían quemado y que soltaban un calor denso, incómodo y un poco tembloroso;
algunas personas salían de la fila, se acercaban, la cara y el pecho se les enrojecían
y se quedaban un rato frotándose las manos como si estuvieran redondeando algo
entre las palmas, un poco de harina o de barro. Después volvían a la fila y les
susurraban a los que tenían al lado vayan, vayan; no les dicen nada. Moure la
codeó a esa mujer y señaló: otro se despegaba de la fila con una carrerita parecida,
casi avergonzado, casi alegre.
—¿Fuma? —preguntó Moure.
Ella miró a los costados, atentamente, después un poco a la mujer que seguía
arrodillada y rezongando:
—¿Aquí?... —y no sacó las manos de los bolsillos.
Moure encendió el cigarrillo y largó unas bocanadas para que ella oliera: eso era
bueno, caliente y llenaba la boca y el pecho. "Esto marcha solo", se alegró. Ella le
miraba la mano, sin indiferencia y de vez en cuando le espiaba los labios y la nariz
se le hinchaba como si le costara respirar o como si todavía le molestara ese olor
que había creído era de goma quemada.
—¿A usted le gustaba? —dijo de pronto.
Moure se sobresaltó pero largó una lenta bocanada: —¿Quién?
—La Señora... ¿Quién va a ser si no?
Moure tomó el cigarrillo entre las dos manos, lo acható y arrancó una hebra con la
misma cautela con que se hubiera cortado una cutícula; después levantó la vista y
la miró a esa mujer: era joven, tendría unos veinticinco, no mucho más. "Si me la
pierdo soy un...". Pero no se la iba a perder. Los de atrás empujaban, ésos no
respetaban nada, no se dio por enterado y siguió mirándola: el cuello, ese pecho
tan abierto, el vientre y la deseó bastante. Por fin dijo: —Era joven...
—¿Usted cree que la podremos ver?
—Y, no sé. Habrá que esperar.
—Dicen que está muy linda.
—¿Sí?
—La embalsamaron. Por eso.
Había quedado un espacio entre ellos dos y la mujer arrodillada.
—Hay que correrse —dijo ella como si se tratara de algo inevitable.
—Sí —advirtió Moure—. Sí.
Y se quedaron mirando vagamente hacia adelante: la mujer de la pañoleta se puso
de pie y estuvo un buen rato observándose y tocándose las rodillas, un chico
empezó a llorar y una mujer deslizó una mancha blanca sobre su mano y ahí la
sostuvo y de nuevo pasaron los soldados, ésta vez ofreciendo café, sin saltearse a
nadie, desapasionadamente. Ella murmuró algo y Moure le escrutó la cara para ver
qué quería. No. Me estaba acordando de algo. Nada más, dijo ella sin sacar las
manos de los bolsillos; Moure advirtió que era de piel el sacón que tenía porque lo
rozaba contra el dorso de la mano y pensó que le hubiera gustado acariciarlo con
los dedos, con el pulgar sobre todo, pero no se animó.
—¿Vio? —era ella que señalaba con el mentón desganadamente.
Moure volvió la cabeza y vio a un hombre que orinaba al borde de la vereda y se
sintió irritado, justamente irritado, porque ése podría haber ido a otro lugar o se
hubiese aguantado o, en último caso, no se hubiera puesto en la fila, entre tantas
mujeres, porque esas cosas siempre pasan y uno debe saber lo que se puede
aguantar.
—Está mal, ¿no? —murmuró.
Pero ella se había apoyado contra una vidriera y bostezaba, olvidada de sus pies y
de ese hombre que orinaba, y lo hizo varias veces, porque no fue un solo bostezo
prolongado sino una serie de tres o cuatro que la obligaron a fruncir la nariz y a
secarse unas lágrimas con la punta del pañuelo.
—¿Tiene sueño?
Ella negó sin dejar de bostezar: —Hambre tengo.
—¿Quiere... ?
—Sí.
Y fue ella misma quien lo tomó del brazo y la que dijo que subiera a un auto y
fueran primero a cualquier lugar. Algo cerca, fue lo único que exigió y no
perentoriamente, sino como si recordara algún requisito o alguna ventaja. Se
arrinconó a su lado en el auto y contemplaba sin ningún asombro las piernas de los
que iban en las plataformas de los tranvías iluminados, a uno que llevaba sandalias,
a los que la miraban largamente sin atreverse a sonreírse pero con muchas ganas
de hacerlo cada vez que el auto se detenía en cualquier bocacalle. Cuándo un
marinero se inclinó un poco para verla mejor, ella golpeó con la mano en el vidrio.
A ése lo espanté, suspiró. Y usaba un perfume de malva, un perfume de vieja o de
casa con pisos de madera. ¿Y cuánto querés? Lo que vos quieras y el auto siguió
corriendo. Moure se sintió agradecido, entusiasmado y le pasó el brazo sobre los
hombros. Cerca, ¿no?, volvió a preguntar ella y Moure sacudió la cabeza. Esa cola,
la gente que esperaba con tanta indiferencia, amontonados, pasivos, la calle en
tinieblas, él había esperado demasiado. Era lento y lo sabía, pero tampoco se podía
atropellar. Pero ya estaba. Y solo, esas cosas se hacen solas. Cuanto más se
piensa, sale peor. Cuando el coche se detuvo por primera vez y Moure advirtió que
el chofer esperaba una nueva orden mirando en el espejito, apenas dijo a otra.
Pero cerca. Cuando ocurrió la segunda vez, eso de toparse con una puerta cerrada
cuando alguien piensa exclusivamente, cálidamente en entrar de una vez y quedar
a solas como dos chicos que se esconden dentro de un ropero para que el mundo
de los adultos tan ordenado y con tanta gente que mira se desvanezca, Moure se
empezó a irritar. No hay lugar —informaba el chofer—. ¿Los llevo a otro? Sí, sí.
Pronto. Y anduvieron dando vueltas por unas suaves calles arboladas y ella empezó
a reírse porque sentía las manos de Moure que le oprimían las piernas, pero no
como para acariciarla, como si ella fuera ella, es decir, una mujer, sino como si su
piel fuera un pañuelo o una baranda o la propia ropa de Moure, algo de lo que se
aferraba para secarse o para no caerse. Por favor... por favor, repetía Moure y le
estrujaba la carne. También estaba la mirada del chofer, que delante de esos
portones cerrados soltaba el volante como para dar explicaciones porque él no tenía
nada que ver con todo eso. ¿Los llevo a otro? Sí. Pronto... Pero, pronto por favor...
Y toparon con otro portón, una gran tabla pintada de gris cerrada con un candado,
y la risa de esa mujer aumentó mientras Moure pensaba que lo que a ella le
correspondía era quedarse en silencio, tomarlo de la mano y tranquilizarlo o pasarle
los dedos por las sienes para que se le desarrugara la frente, pero las mujeres se
ponen nerviosas y no sirven para nada y por eso son mujeres. El coche había
parado por cuarta vez o sexta y el chofer repetía ese mismo ademán de
prescindencia.
—¿Todo está cerrado? —gritó Moure. Los ojos del chofer apenas temblaron en ese
espejito y ella se rió con una risa que le dobló la espalda. —¡No te rías más, mujer!
—la sacudió Moure. Y ella sólo negó con la cabeza, sin hablar pero con más ganas
de reírse, apretando los labios y no cubriéndose la boca con una mano. —¿No se
puede ir a otra parte? —Moure se había tomado del respaldo del chofer. —Y, no
sé...
—¿Nada hay?
—Más lejos...
—¿Dónde?
—En la provincia.
—¿Seguro?
—No; seguro, no.
—Estaba de Dios que tenía que pasar esto —cabeceó Moure.
—Hay que aguantarse —el chofer permanecía rígido, conciliador—. Es por la señora.
Julio Cortázar
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera
de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los
ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la
boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con
soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por
un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por
debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al
cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan
entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas
se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la
lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con
un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo,
acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si
tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia
oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y
terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una
sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como
una luna en el agua.
Vinicius de Moraes
SONETO
AUSENCIA
MUJER AL SOL