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Poesía de Miguel Hernández PDF
Poesía de Miguel Hernández PDF
Tema 5. La poesía española desde principios del siglo XX hasta Miguel Hernández.
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“ANTOLOGÍA POÉTICA”
MIGUEL HERNÁNDEZ
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acontecimiento bélico: “Poco podrán las armas: les falta corazón. / Separarán de
pronto dos cuerpos abrazados, / pero los cuatro brazos avanzarán buscándose /
enamoradamente.” “Hablemos del trabajo, del amor sobre todo, / donde la telaraña y
el alacrán no habitan.”
Con “Cancionero y romancero de ausencias” (1938-1941), el poeta de Orihuela
vuelve a otorgarle al amor la importancia anterior a la guerra, aunque sin desempeñar
necesariamente el mismo papel que en sus primeras obras.
Efectivamente, en esta obra el término amor predomina con clara diferencia
sobre el resto de su tríptico temático (amor, 40 apariciones; vida, 28; muerte, 17). El
amor ahora desempeña un papel salvador, es la esperanza que todo lo vence, el motivo
que todo lo justifica. “Porque dentro […] del sabor a carcelero / constante, y a
paredón, / y a precipicio en acecho, / alto, alegre, libre soy. / Alto, alegre, libre, libre, /
sólo por amor.” La fuerza del amor es la que le hace sobreponerse siendo entonces la
imagen de la esposa lejana la que mantiene la libertad de los dos.
Pero ese amor que libera, al mismo tiempo es amor que condena, que condena al
enamorado a ser esclavo de ese sentimiento: “Por amor, vida, abatido, / pájaro sin
remisión. / Sólo por amor odiado. / Sólo por amor.” El espacio carcelario aparece como
lugar de aislamiento en el que el amante vive su soledad de amor. El amor es un castigo,
un peso añadido a la falta de libertad.
En las "Nanas de la cebolla" el poeta plasma tierna y dolorosamente el amor por
su mujer y por su hijo. Miguel Hernández, estando en prisión, había recibido una carta
de su esposa donde le decía que sólo comía pan y cebolla y que tendría muchas
dificultades para amamantar a su hijo de ocho meses. El poeta tras unos días sin hablar
y sin salir de la celda, lleno de dolor y rabia por no poder ir corriendo a socorrer a su
familia, escribió este poema.
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empujón brutal pero al fin y al cabo como muerte enamorada a la cual le es imposible
perdonar.
La muerte aparece también como preludio de la guerra civil española.
Hernández siente la necesidad de ser la voz del pueblo, de inculcar valentía a los suyos.
En esta ocasión la muerte se minimiza hasta convertirse en una necesidad para lograr la
España deseada. Lejos queda el sentimiento de muerte que encontrábamos en el poema
a su amigo Ramón Sijé. “¡Que la muerte nos encuentre / yendo siempre hacia adelante
/ o dentro de las trincheras / firmes lo mismo que árboles; / a cada herida más fieros, /
más duros a cada ataque, / más grandes a cada asalto / y a cada muerte más grandes!”
Pero será en “Viento del pueblo” (1936-1937) cuando la muerte alcance su
cumbre. El poeta, más que nunca, se entrega a la labor social y testimonial de la tragedia
de su alrededor. En este libro Hernández escribe lo siguiente: “Los poetas somos viento
del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus
sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este mundo de pasión, de vida, de
muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo.”
Y junto a la muerte de los valientes soldados, el poeta canta a la muerte de la
libertad y la de todo un país que parece que se destruye progresiva e irremediablemente:
“arrastrados sin remedio / gritemos amargamente: / ¡Ay España de mi vida, / ay
España de mi muerte!”
Tras “Viento del pueblo” y “El hombre acecha”, Miguel Hernández compone
“Cancionero y romancero de ausencias”. En este libro el tema mortal se hace más
próximo y familiar para el poeta: el sombrío horizonte de los presos, el ir a la muerte
cada madrugada, el dolor del hombre ante la ausencia de la mujer, del hijo y de la
libertad. Todo lo abarca la soledad y la muerte.
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propia muerte: No hay extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus
conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida. (“Elegía a Ramón Sijé”)
Con los preludios de la guerra, la vida adquiere más que nunca un valor
instrumental, un trueque de vida a cambio de libertad. Así pues, en “Viento del
pueblo”, no es de extrañar que nos encontremos la palabra vida junto a vuestra (en
referencia a sus hermanos en las trincheras). Y, además, encontramos otros términos
alentadores como héroe, iluminar, noble, o generosas.
Y siguiendo esta tendencia, en “El hombre acecha”, Miguel Hernández
continúa dando valor a su bando, haciendo énfasis en términos como sangre, libertad,
vuelo o juventud (que de sus nueve apariciones, en cuatro ocasiones se encuentra ligada
a vida). El poeta no duda en impregnar fuerza a la vida de los suyos, en concederse la
razón y la victoria ante el enemigo: “Porque, sabed: llevamos mucha verdad metida /
dentro del corazón, sangrando por la boca: / y os vencerá la férrea juventud de la vida,
/ pues para tanta fuerza tanta maldad es poca.”
Sin embargo, en “Cancionero y romancero de ausencias”, Miguel Hernández,
vencido en ánimo y cuerpo, experimenta todo el pesar de la vida. Un hombre hecho
para medirse con la libertad, reducido a las miserias de las cuatro paredes de la cárcel:
“¡Ay, la vida: qué hermoso penar tan moribundo!” En este conjunto de poemas alude
frecuentemente a la cárcel y al cementerio.
Es fundamental señalar el papel de la mujer como regeneradora de vida y de
esperanza, que lo acompañará hasta el final de su obra: Con el amor a cuestas,
dormidos y despiertos, / seguiremos besándonos en el hijo profundo. / Besándonos tú y
yo se besan nuestro muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo.
El poeta calma su desesperación vital con el convencimiento de prolongar su
vida en el tiempo y el espacio, más allá de la muerte, mediante la vida concedida a su
descendiente: “Pero no moriremos. […] No es posible perdernos. Somos plena
simiente. / Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.”
El poeta nos dejó escritos estos versos que, perfectamente, podrían servirle de
epitafio: "Llegó con tres heridas / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida. / Con
tres heridas viene / la de la vida, / la del amor, / la de la muerte. / Con tres heridas yo:
/ la de la vida, / la de la muerte, / la del amor.” Y en el poema “La boca”
(“Cancionero y romancero de ausencias”), la boca de la esposa se encarga de dejar
para la eternidad la escritura del poeta y sus heridas: “Boca que desenterraste / el
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amanecer más claro / con tu lengua. Tres palabras, / tres fuegos has heredado: / vida,
muerte, amor. Ahí quedan / escritos sobre tus labios.”
2. IMÁGENES Y SÍMBOLOS.
A lo largo de su producción repite una serie de símbolos como el del toro, que
es la vida en plenitud, pero con un destino trágico. Ese toro resume su cosmovisión (el
ejemplo clarísimo lo leemos en su soneto "Como el toro" de “El rayo que no cesa”). El
toro representa la virilidad, la fuerza, la violencia, la masculinidad, la hombría, la
libertad más o menos ilimitada; porque él siempre fue un hombre incomprendido por su
padre, por sus hermanos, por la gente del pueblo e, incluso, por su mujer.
El poeta se enaltece unas veces con el vigor y la nobleza del toro de lidia, otras
veces es burlad, o “solo llora en la ribera” (soneto 26 de “El rayo que no cesa”). Los
atributos del toro son una reafirmación de la virilidad que aparece en la metáfora como
un fruto en la ingle: “Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy
marcado / por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto”. Es
un símbolo de bravura pero sobre todo de fijeza, de un ser no nacido para la humillación
y la burla, al que se le somete en las corridas de toros
El toro y su mundo están muy enraizados en Miguel con su gusto por el acertijo
con que nos retrató el toro («émulos imprudentes del lagarto») en la octava real III de
“Perito en lunas” (titulada “Toro”).
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Relacionado con el toro se encuentra el cuchillo (“carnívoro cuchillo de ala dulce
y homicida”). Son los dos símbolos más empleados por Miguel Hernández para
representar el destino trágico del amor y, en general, de su existencia. Y podemos
encontrar una gran cantidad de símbolos cortantes e hirientes, que simbolizan la pena:
“hierro infernal”, “espada”, “cornada”, “cuernos”, “puñales”…
En un estudio muy generalizado sobre los rayos, vemos que era en la mitología
clásica un atributo de los dioses (los rayos de Zeus).
En “El rayo que no cesa”, cuando el poeta nos representa en sus sonetos al rayo,
unas veces lo transmuta en cuchillo, que puede devorar, volar, herir; y, otras, en metal
crispado, amenazante. El poeta lucha contra la energía devastadora del rayo como
elemento vencible cuando escribe «pero al fin podré vencerte». ¿Es el rayo su pasión
insatisfecha? Otras veces, él mismo es el rayo, «un rayo soy sujeto a una redoma»
(soneto 20, v. 14).
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mejores obras: “El rayo que no cesa”, en el que describe el amor como destino trágico
en su vida.
Sus primeros pasos en Orihuela (relacionado con Ramón Sijé y otros amigos)
fueron de orientación clasicista, con la presencia de una poesía religiosa y un teatro sacro.
Cuando en 1934 viaja a Madrid por segunda vez, comienza una etapa en la que se
introducirá en la intelectualidad de la capital y se despegará del ambiente oriolano. Esto
provocará una crisis personal y poética de la que saldrá su voz definitiva. Es crucial su
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relación con Vicente Aleixandre y con el poeta chileno Pablo Neruda, tras la que
abandonará de manera total su influencia clasicista, conservadora y de acentos católicos
de Ramón Sijé. Su trabajo en las Misiones Pedagógicas, destinadas a difundir la cultura
general entre la población rural, significa el comienzo de su compromiso social.
En 1937 aparece su “Viento del pueblo” que marca otra trayectoria. La poesía se
hace canto épico: lo lírico cede a lo épico. El poeta lleva a la práctica la idea de que la
poesía es un "arma de guerra". Su poesía es de combate, social; una poesía de trincheras.
Allí leemos el rotundo "Andaluces de Jaén" (magníficamente popularizado por Paco
Ibáñez), "El niño yuntero" o "Vientos del pueblo". El idioma se hace más claro y directo.
Se dirige a la colectividad, con la que se identifica. Es un canto de combate, de lucha, de
reivindicación, de defensa de los explotados, de dolor compartido. El pueblo español
queda glorificado en atributos de fuerza y orgullo: “yacimientos de leones, / desfiladeros
de águilas / y cordilleras de toros.”
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b) Lamentación (lamentación por las víctimas de los opresores): “Elegía
primera” (“A Federico García Lorca, poeta”), “Elegía segunda” (“A Pablo de la
Torriente, comisario político”), “El niño yuntero”, “Aceituneros”.
En “Sentado sobre los muertos”, el poeta se reafirma una vez más en su firme
convicción acerca de que él es alguien nacido de la pobreza para convertirse en
“ruiseñor de las desdichas, eco de la mala suerte”. Son, por tanto, los vientos del
pueblo, de cada uno de los pueblos patrios, los que han de servir para modular su voz
poética, y sólo si cumple con su misión podría morirse con la cabeza muy alta. Como
también lo pueden estar los jornaleros, los aceituneros, los campesinos, quienes con sus
manos, herramientas del alma, y con su sudor se ganan, honrada y sacrificadamente, el
pan para el sustento diario.
Como, sin duda alguna, ha de estarlo el protagonista del poema “El niño
yuntero”. Con una ternura desgarradora, en este poema Miguel Hernández describe el
destino trágico de ese pobre niño, nacido para recibir golpes, para moverse entre
estiércol de vacas, con un alma que, a pesar de ser niña, se encuentra ya vieja y
encallecida. Un poema marcado por la tristeza, el dolor y la injusticia, aunque al final se
deja abierta la puerta a la esperanza de que sean los mismos jornaleros los que se
rebelen contra ese estado de cosas y pongan fin a esa mísera situación.
Y una especie de niño yuntero resulta ser su hijo Manuel Ramón, quien morirá
en 1938, a los diez meses de edad, como consecuencia de una infección intestinal y de
intensas diarreas. Una vez más, parece ser que el destino cruel se ha cebado con otro de
los seres más débiles.
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Pero el 4 de enero de 1939 nace su segundo hijo, Manuel Miguel, el cual
devolverá la ilusión a un Miguel Hernández que ve cómo el conflicto bélico camina, día
a día, por derroteros más amargos, llenos de derrotas y de muerte. Algo que se verá
fielmente plasmado en su libro “El hombre acecha”, que estaba prácticamente
concluido a comienzos de 1939.
Un libro que se abre con una “Canción primera” en la que aparece una
contundente afirmación: “Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre”. En
efecto, “El hombre acecha” es el resultado de una visión trágica, desalentada de la vida
y de la muerte. Muertes sin sentido, violencia, crueldad y odio configuran este libro. Ese
tono llega a su mayor intensidad en el poema “El tren de los heridos”: el tren avanza en
un espantoso silencio nocturno (la noche y el silencio son la soledad y el vacío), y sin
estación en la que detenerse (la estación es la esperanza o un posible alivio).
Si en “Viento del pueblo” habíamos podido observar cómo la tristeza podía
llegar a empañar algunas de sus poesías más sentidas y entrañables, en “El hombre
acecha” el tono es mucho más pesimista y negativo. Porque el poeta ha podido
comprobar, de primera mano, la realidad de aquel famoso aserto de Hobbes según el
cual “el hombre es un lobo para el hombre”, o, como diría Gracián, “el hombre tiene la
intención más torcida que los cuernos de un toro”. Se plantea la dimensión de un mundo
cruel en el que el hombre es una amenaza para el hombre.
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pueden hablar de aquello que siempre ha constituido el quehacer de los poetas: llevar a
las gentes un mensaje lleno de locura amorosa, de fe en el ser humano, de unidad, de
comprensión, de solidaridad y de justicia.
Tal vez así, se pueda hacer plena y definitiva realidad lo que el poeta desea para
un inmediato futuro en la “Canción última” con la que se cierra el libro.
Partiendo de la situación actual, representada por esa casa que está pintada de
pasiones y desgracias, las mismas que han impregnado desde siempre la vida del poeta,
éste se atreve a expresar su confianza en que algún día pueda ver su casa sin llanto, sin
dolor, con una mesa bien abastecida de alimentos y una cama confortable en la que
descansar y dormir junto a la mujer amada.
Pero, lamentablemente, Miguel no pudo ver cumplidos sus deseos. La guerra
concluye con la derrota republicana. El 4 de mayo de 1939, el poeta es detenido cuando
se dirigía a la frontera portuguesa. Desde Huelva será conducido a la prisión de Torrijos,
de la que sabe en libertad el 17 de septiembre. Y, al decidir regresar a Orihuela, él
mismo contribuye decisivamente a escribir su sentencia de muerte. Tras ser delatado, el
día 29 es detenido en su pueblo natal, es juzgado y condenado a muerte, pena que se le
conmuta por la de treinta años de cárcel. Tras un periplo carcelario, es trasladado a
Alicante, donde enferma de neumonía que deriva en tuberculosis. Fallece el 28 de
marzo de 1942.
Durante su estancia en la cárcel escribe “Cancionero y romancero de
ausencias”, en el que nos encontramos con el tema de la situación del prisionero y las
consecuencias de la guerra. Precursor de la poesía social, el poeta se hace solidario con
los demás hombres. Aparece en él un nuevo concepto de la función de la poesía en el
mundo. Ya no hay canto combativo, ni exaltación de los héroes o del pueblo, ni
imprecación a los verdugos, solo hay lamento por el destino de cárcel y muerte que le
aguarda. La guerra se retrata con una terrible desnudez, y tras ella solo queda la muerte
prendida en los hombres y en su tierra, en sus miembros mutilados y en sus cárceles.
Por eso, el poeta nos quiso dejar en sus últimos versos unos versos de pacifismo
en “Tristes guerras”: “Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes, tristes. /
Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes, tristes. / Tristes hombres / si no mueren
de amores. / Tristes, tristes.”
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4. TRADICIÓN Y VANGUARDIA EN LA POESÍA DE MIGUEL
HERNÁNDEZ.
Muchos poetas del ’27 –entre ellos Miguel Hernández– son muchas veces
protagonistas de los movimientos vanguardistas: utilizan el verso libre y consideran la
metáfora como el elemento central del poema.
Pero, a la vez, enlazan con la tradición literaria y toman como modelo la poesía
popular, a autores clásicos como Góngora y a determinados poetas en activo, como Juan
Ramón Jiménez.
Una primera etapa vendría marcada por los balbuceos del poeta, observador
agudo y perspicaz de cuanto existe a su alrededor -en especial, los elementos de la
naturaleza y el paisaje levantinos (el gallo, el toro, los cohetes, la sandía, la oveja, las
cabras, la serpiente, las gitanas, el pozo, la noria o la palmera, a los que les aplica una
muy particular iconografía lunar)- y admirador de poetas como Virgilio (a través de las
versiones de fray Luis de León), San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Garcilaso,
Góngora, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Antonio Machado y, de forma muy
particular, su paisano Gabriel Miró.
En sus primeras creaciones, elaboradas en torno a los dieciséis años, Miguel
escribe versos de gran sonoridad, con ritmos y extensión variados (uso del octosílabo,
del endecasílabo, del dodecasílabo, del hexadecasílabo y, también, del verso libre),
imitando a escritores como Bécquer, Rubén Darío o el murciano Vicente Medina. E
incluso podemos encontrar algún que otro texto con rasgos fonéticos del panocho, como
se puede comprobar en el poema titulado “¡En mi barraquita!”.
En la mayor parte de estas primeras composiciones, se observa una gran
capacidad para la percepción del mundo bucólico pastoril y para expresar las
sensaciones que le provoca el paisaje de su tierra. Pero en ellas hay escasa originalidad
y muy pocas referencias autobiográficas. Sí, en cambio, son muy abundantes las escenas
mitológicas y los ambientes orientales, todo ello como resultado de su gusto por el
romanticismo y el modernismo.
Tras su primer viaje a Madrid y tras darse cuenta de la altura a la que se
encontraba su poesía, decide una renovación de su lenguaje y de su estilo, haciéndolo
más cercano a las vanguardias. Fundamental es la celebración del tricentenario de
Góngora en 1927. Esto le permite entrar en contacto con la poesía de Alberti, de
Aleixandre y de Jorge Guillén.
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Será entonces cuando comience a cultivar el endecasílabo, las octavas reales, las
décimas y el gusto por la metáfora elaborada, que darán como resultado su libro
“Perito en lunas” (1933). En él, casi todavía adolescente, hace uso de un lenguaje
asombrosamente gongorino.
“Perito en lunas” -inicialmente titulado “Poliedros”, quizá como resultado de
un cierto gusto por el ultraísmo y el cubismo- está compuesto de cuarenta y dos octavas.
El libro es un claro ejemplo del neogongorismo, y que, en palabras de Gerardo
Diego, contiene auténticos “acertijos poéticos” o, como también podrían calificarse,
metáforas ingeniosas, metáforas adivinanzas, en un estilo muy cercano a las greguerías
(suma de metáfora y humor) de Ramón Gómez de la Serna.
A la luz de la metáfora -a la que se unen en perfecta armonía, el hipérbaton, la
anáfora y la elipsis-, los objetos más comunes adquieren rango artístico. Así, por
ejemplo, en el poema titulado “Palmera”, observamos algunas metáforas de filiación
surrealista, como puede ser la idea de colocarle a la luna un tirabuzón.
Pero pronto irá descubriendo su propio tono, y ya en “El rayo que no cesa” logra
mantener la brillantez del estilo, pero cargándolo además de contenidos.
La estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo
del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia
(pena-herida) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el
desdén de la amada y el amor como muerte.
Con la publicación de “El rayo que no cesa” Miguel Hernández aparece como
un poeta que ha asimilado plenamente la influencia de Quevedo y del dolorido sentir
garcilasiano, así como la forma estrófica del soneto. Todo lo cual le sirve para expresar
a la perfección su pasión de enamorado, después de haber iniciado, en el otoño de 1933,
una relación con la que acabaría siendo su esposa, Josefina Manresa. Su amor será
fuente de poesía, mediante la expresión de sus más íntimos sentimientos, deseos y
agonías, con un estallido de pasión, cegadora y fulminante, como la del rayo que da
título al libro. Y, junto a este neorromanticismo, encontramos la presencia de
determinados símbolos, como el cuchillo, el rayo, la espada, el fuego, el naufragio o el
toro.
Además del soneto, que alcanza una exquisita perfección formal, en “El rayo
que no cesa”, Hernández se sirve de otras estrofas, como ocurre en el poema inicial,
“Un carnívoro cuchillo”, escrito en cuartetas, una estrofa muy del gusto romántico, que
le sirve a la perfección para exponer su idea inicial de que el amor es ese carnívoro
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cuchillo que se clava, día a día, en el corazón del poeta. “Me llamo barro aunque Miguel
me llame” está escrito en silvas.
A última hora, Miguel Hernández incorpora su famosa “Elegía” a Ramón Sijé,
tras la súbita e inesperada muerte de su amigo, el 24 de diciembre de 1935, en Orihuela.
Compuesta en tercetos encadenados, el poeta se inserta en la tradición literaria de las
elegías fúnebres, como las “Coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique o el
“Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”, de Federico García Lorca.
Con el estallido de la guerra civil, la poesía de Miguel Hernández da un giro
radical hasta llegar a convertirse en esa especie de paradigma, casi de mito, para quienes
vieron en él al poeta comunista, luchador y mártir por la causa de la libertad, al tiempo
que se olvidaban de aquel otro Miguel Hernández en otro tiempo cultivador de la poesía
clásica y aferrado a un ferviente catolicismo.
En “Viento del pueblo” nos encontramos con un escritor profundamente
enraizado en el pueblo, que se hace eco de las inquietudes populares con una marcada
tonalidad épico-lírica. Lo lírico cede a lo épico. La imagen vanguardista, la metáfora
surrealista, se funden con el neopopularismo.
Para Miguel, la poesía es esencia del pueblo y tiene su origen, su raíz, en la tierra
misma, y su destino es el pueblo. Así lo pone de manifiesto en la dedicatoria del libro,
hecha a Vicente Aleixandre, cuando escribe que los poetas “somos viento del pueblo:
nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus
sentimientos hacia las cumbres más hermosas”.
Ha llegado el momento del poeta soldado, del esposo soldado, que se deja
arrastrar por los acontecimientos bélicos y carga su poesía de imágenes llenas de dureza,
de elementos metálicos, de armas. Por consiguiente, la muerte aparece representada por
un guerrero medieval “con herrumbrosas lanzas y en traje de cañón”. Además, la guerra
hace que los claveles se transmuten en disparos. Los poemas se llenan de imágenes
surrealistas, cargadas de irrealidad y de elementos visionarios, con los que compone
encendidos poemas de contenido elegíaco y social, en los que se aprecia un cierto
optimismo, una cierta esperanza en la victoria.
Al mismo tiempo, lleva a cabo una renovación métrica, dando paso a la silva, la
décima, la cuarteta, el soneto alejandrino, los romances, los serventesios de pie
quebrado. Y, con estos metros, elabora 25 excelentes poemas.
En medio del clima de muerte y podredumbre ante la inminente derrota de los
republicanos, aparece “El hombre acecha”. Miguel invoca a los poetas: Aleixandre,
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Neruda, Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Machado, Juan Ramón o León Felipe.
A ver si, entre todos, pueden hablar de aquello que siempre ha constituido el quehacer
de los poetas: llevar a las gentes un mensaje lleno de locura amorosa, de fe en el ser
humano, de unidad, de comprensión, de solidaridad y de justicia. Ante la realidad brutal
del curso de la guerra, comienza la introspección pesimista. Diecinueve poemas
configuran este libro, escrito en versos heptasílabos y octosílabos, aunque con un
predominio de endecasílabos y alejandrinos, y con distribuciones de rima consonante.
Con todo, la obra está menos sometida a la rima y, por lo general, sus composiciones
son más extensas.
El que sería su último libro, “Cancionero y romancero de ausencias”, compuesto
entre octubre de 1938 y septiembre de 1939, fue entregado por Miguel a su esposa en
dicho mes de septiembre y permanecería inédito durante varios años.
En este libro, en el que Miguel Hernández alcanza la expresión de su madurez
poética, observamos cómo la metáfora se eleva hacia sus cotas más altas de perfección y
de expresividad, no exenta de cierto sabor surrealista, y cómo el poeta prescinde de todo
aquello que resulte superfluo o no sea absolutamente esencial. De ese modo, nos
encontramos ante una poesía que busca, ante todo, la verdad humana y que se muestra
casi desnuda de artificio –hasta suele elidir elementos gramaticales y signos gráficos-.
Una poesía, además, plasmada en poemas breves y versos cortos -algunos de
ellos podrían ser considerados auténticas sentencias quintaesenciadas-, con metros más
tradicionales, en forma de canciones, romances, romancillos y coplas, en la que son
muy frecuentes los paralelismos, las correlaciones, las reduplicaciones y los versos en
forma de estribillos, con un claro predominio de la rima asonante, aunque en algunos
poemas encontramos rima consonante. Todo ello contribuye a dotar a sus poemas de
cierta musicalidad y a situarla en evidente cercanía con esa poesía de inspiración
neopopular que, en ocasiones, nos recuerda a su admirado Federico García Lorca.
No obstante, incluye en el libro algunos poemas de arte mayor, en su mayor
parte compuestos en serventesios alejandrinos, como se puede ver en “A mi hijo”.
Además, aparece algún poema escrito en cuartetos alejandrinos -“Sonreír con la alegre
tristeza del olivo”-, y algún otro en verso blanco y con un verso de pie quebrado, como
“Orillas de tu vientre”.
La muerte de Miguel Hernández supuso una nueva pérdida para la amada esposa
y, también, para la poesía española. Aunque, afortunadamente, después de casi cien
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años de su nacimiento, su poesía resplandece como un día lo hicieran los ojos de ese
hijo muerto y los suyos propios.
Desde finales del siglo XIX se observan en España unas corrientes de tipo
inconformista o disidente, renovadora de las tendencias hasta entonces existentes.
Pronto se llamó modernistas a los jóvenes escritores impulsados por ese afán
renovador. Con el tiempo, tal denominación se reservó a aquellos autores
(especialmente poetas) que se despegan de un mundo del que abominan y, con ademán
desafiante, encauzan su inconformismo hacia la búsqueda de la belleza de lo “raro”, de
lo exquisito, es decir, se proponen ante todo una renovación estética.
El Modernismo es un movimiento de ruptura con la estética vigente en el
momento, que se inicia en torno a 1880 y cuyo desarrollo fundamental alcanza hasta la
primera guerra mundial.
La temática modernista revela, por una parte, un anhelo de armonía en un mundo
que se siente inarmónico, un ansia de plenitud y de perfección, espoleada por íntimas
angustias; por otra parte, una búsqueda de raíces en medio de aquella crisis que produjo
un sentimiento de desarraigo del poeta. De ahí esa desazón “romántica” (exaltación de
las pasiones y de lo irracional; insatisfacción en el mundo en que viven); el “escapismo”
(evasión en el espacio y en el tiempo); el amor (delicado, ideal, imposible) y el erotismo
(desahogo vitalista ante la frustración y cierta actitud asocial y amoral); el
cosmopolitismo; los temas americanos; lo hispánico.
Influidos por el Parnasianismo y el Simbolismo franceses, los modernistas van a
buscar un lenguaje estéticamente bello, lleno de valores sensoriales –el color, los
sonidos-. De ahí que, con un prodigioso manejo del idioma, los poemas modernistas
están repletos de recursos literarios tales como la aliteración, la sinestesia, palabras
cultas y de resonancias exóticas, metáforas… Y una métrica que busca el ritmo, con una
preferencia especial por el verso alejandrino, y –por influencia francesa- el dodecasílabo
y el eneasílabo. A ellos se unen los pies acentuales propios de la métrica grecolatina.
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La figura más destacada de la poesía modernista es la del poeta nicaragüense
Rubén Darío, autor de las obras “Azul”, “Prosas profanas” y “Cantos de vida y
esperanza”.
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b) Intelectual. Poesía pura o desnuda. Se depura todo artificio superfluo
(color, musicalidad, ornamentación…): “Diario de un poeta recién casado”,
“Belleza”.
c) Suficiente. Depuración máxima y búsqueda de la trascendencia: “Dios
deseado y deseante”.
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Hacia 1923 el impulso renovador de las vanguardias ultraísta y creacionista -
movimientos pioneros de la vanguardia española- comienza a flaquear y los escritores
tientan caminos nuevos. Quien mejor definirá esos valores literarios emergentes es José
Ortega y Gasset, personalidad de considerable influjo en el panorama literario español.
Su estudio La deshumanización del arte (1925), es fundamental para comprender las
ideas estéticas de esa década. La importancia del factor estético hará que se use mucho
la metáfora.
De todos los movimientos de vanguardia surgidos en esta época, los que mayor
influencia tienen en España son el Ultraísmo, el Creacionismo y, sobre todo, el
Surrealismo.
El Grupo del ’27 no ofrece poéticas explícitas como tal grupo. Ofrecen varios
rasgos distintivos: atracción por las vanguardias y, al mismo tiempo, aprecio por la
literatura española, tanto popular como culta. De ahí que en ellos se aúnen y sinteticen
la tradición y la vanguardia.
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Destacados poetas del ’27 son: Pedro Salinas (“La voz a ti debida”, “Razón de
amor”), Jorge Guillén (“Clamor”, “Cántico”), Gerardo Diego (“Alondra de verdad”,
“Manual de espumas”), Vicente Aleixandre (Premio Nobel de Literatura en 1977. “La
destrucción o el amor”, “Sombra del paraíso”), Luis Cernuda (“La realidad o el
deseo”), Federico García Lorca (“Romancero gitano”, “Poeta en Nueva York”), Rafael
Alberti (“Marinero en tierra”, “Sobre los ángeles”), Dámaso Alonso (“Hijos de la
ira”).
Pero hacia 1930, al hilo de las circunstancias políticas, aparecerá –junto a las
inquietudes estéticas- una literatura preocupada o “comprometida”. Se hablará entonces
de una “poesía impura”, que se hace eco de los problemas humanos y cívicos. Pronto la
guerra civil obligará a muchos autores a tomar partido: la muerte, la cárcel o el exilio
aguarda a no pocos de ellos.
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