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Madeleine Sautié - Dos milagros

madeleine@granma.cu

19 de julio de 2019

A los 36 años Yuniel ha vuelto a estar dentro de su madre. O para ser precisos, una parte de él,
aunque no una parte cualquiera. Que dentro del cuerpo materno se haya instalado uno de sus
riñones, los que se le formaron en el vientre de ella, habla de una decisión harto embarazosa.

Una insuficiencia renal por un reflujo uretral de nacimiento, un mal congénito que diagnosticaba
una notable estrechez del uréter, terminó por inhabilitar el funcionamiento renal de Xiomara,
quien a sus 55 años pensó muchas veces que había llegado al fin de sus días. Si así no sucedió
fue debido a que durante un año completo un taxi la recogía en su casa, tres veces en la semana,
para llevarla al hospital Hermanos Ameijeiras, al salón de hemodiálisis, para que una máquina
limpiara de sustancias tóxicas su sangre, lo que ya no lograba realizar su riñón; para que hiciera
lo que hoy hace, con un «entusiasmo» asombroso –a juzgar por la salud que hoy disfruta ella– el
riñón concedido.

Ni un día falló el auto, destinado por el sistema de salud cubano, para llevarla a alargar sus días,
a alimentar la esperanza triste de que un donante, a partir de una desgracia, apareciera, porque el
nobilísimo asunto de la donación de órganos busca ganar una vida cuando desdichadamente otra
se ha perdido.

La otra opción era adquirir el riñón de un donante vivo. Ante la incompatibilidad comprobada
con el de su hermana, el hijo no lo pensó dos veces. –Mami, yo puedo, si tú me diste la vida.

La decisión, que alboreaba la agonía, fue a la vez un modo de acentuarla, porque justo eso fue
para la madre aceptar que, para garantizar la vida propia, correría peligro la del hijo, pero entre
todos, fue persuadida.

Como aquello de la mala racha no es precisamente una fantasía, otros problemas se le sumaron a
la familia, cuando el esposo de la enferma padeciera un ataque cardíaco, cuyos cuidados
asumieron los hijos de ambos y los mejores vecinos. Con ese escenario de fondo le llegó al
trasplante el día.

Madre e hijo fueron citados y la intervención quirúrgica se realizaría.

Preocupaciones y ocupaciones oscilaron alrededor del asunto. ¿Quién estaría allí? ¿Quién, en la
casa, por si era preciso preparar o alcanzar algo? ¿A quién le tocaría cocinar ese día? ¿Con quién
se quedaría la nietecita, una bebé de apenas unos meses de nacida?

Ni uno solo de los integrantes del equipo de retaguardia –todos cubanos, que viven, respiran y
batallan en Cuba– tuvo que preocuparse por el costo monetario de la epopeya científica que sus
familiares enfrentarían. El dinero, pesadilla de tanta gente con igual situación en muchas otras
latitudes del mundo, no fue desvelo para ninguno.

A fuerza de ser cotidiano el hecho de que la salud es gratuita en Cuba, un país azotado
hostilmente por el más poderoso imperio que haya existido jamás en la Tierra, nos parece natural
que algo así se lleve a cabo en nuestros hospitales, donde la mano brutal del bloqueo económico
deja caer su voluntad impía.

Y es natural, pero lo es, porque así lo contempla, absolutamente para todos sus hijos, el sistema
social que ha elegido Cuba, el que no excluye ni pregunta a las puertas de la consulta, ni el
origen ni la postura política del que llega hasta ellas; el que respeta y asume que el bien solo es
verdad cuando el beneficio puede tocarlos a todos.

De esas resueltas decisiones, irrenunciables y empeñadas en ir por más, nacen dichas infinitas
como las que vive ahora esa sencilla familia, donde una madre, esposa y abuela, no solo
«oxigena» su cuerpo, sino que baña su espíritu a sabiendas de que las mañanas la esperan
descansadas para regalarle el milagro de un nuevo día.

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