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Sangre adentro

“En medio del odio, me pareció que había dentro de mí un amor invencible
(…) Y eso me hace feliz. Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi
contra, dentro de mí, hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta…”
Albert Camus

De espaldas mirando el cielo, flotaba en las aguas del Limay, hasta que desperté. Tenía frío y
conservaba en la espalda la calma y en los ojos la soledad del firmamento. Sumida en la paz,
adormecida. Caminé lentamente hasta la habitación contigua. Fui a buscar mi ropa. Ahí la
puerta…había prendido las luces del baño del pasillo.

Por suerte Él dormía plácidamente entre las sábanas y su negra cabellera. Hacía una semana
que yo me encerraba en la habitación de los trastos con llave y ponía la cama atravesando la
puerta para que nadie pudiese abrirla.

El miedo me derretía los huesos hasta dormirme y sus gritos “loca de mier… te voy a matar” Eran
filosas dagas que interrumpían mis pasos. Yo era la loca, por llorar, por reclamar…por no dejar
que me alejen de los niños. Por pelear por sus derechos…había metido al enemigo en la casa…El
odio calaba las paredes, y una pena con olor a niño rasgaba el cielo como un sol negro de culpa.

Avancé y saque las medias y me fui. La guerra había comenzado siete días antes…

“Se emplaza al Sr. D… a retirarse de mi domicilio en un plazo de


quince días, caso omiso se procederá a utilizar la fuerza pública,
QUEDA NOTIFICADO.”

Los gritos y la violencia se activaron con más furor

Frente al espejo del pasillo, vi caer mi cuerpo cansado como árbol viejo y sin huesos. Arriba los
palazos y el dolor. Arriba los golpes de puño. Y yo protegiendo mi cabeza con mi brazo izquierdo.
Sangraba y resistía…

Repetía sin cansancio…”No me voy a morir, ahora no. Aquí no”

Finalmente cerré los ojos, creo que me desvanecí o me cansé. No sentí más nada.

Cuando desperté se había ido a seguir insultándome a la cocina. “Por qué me haces esto, vos
me obligas…”

Mientras tanto el frío del piso…despacio me fui recuperando, sin hacer ruido para que no se
enoje, gateando, reptando me fui a la habitación y alcancé a cerrar con llave. Ahora llorando,
ahora sangrando pero desde el alma hacia afuera. Mientras ponía agua oxigenada en las heridas y
palabras dulces en el alma agrietada y dolida.
Lloré encerrada toda la tarde, incomunicada y muerta de sed. La garganta seca.

Sentí su portazo de huida hacia la calle. Salté de la cama. ¡Agua!

Cuando abrí la manija de la puerta me vi los moretones, pase por el espejo: la cara, el cuello, los
brazos, con arañazos, sangre seca.

Triste me hice un té, tomé agua desesperadamente.

Regresó. Vino…me pidió perdón. Yo fingí mansedumbre, había que preparar la huida o la
expulsión. Me quedé quieta mientras sentía sus manos, una especie de ácido en la piel. “Mirá lo
que me obligaste a hacerte” Yo temblaba de odio. Ya no era el miedo de la niña que caminó ese
pasillo. Con un dolor indecible entre sus piernas de 9 años. Cuando ese pariente la dejó sin
inocencia ni esperanzas de reir, confiar, amar. Y le silenció los labios por 20 años… Ahora era una
bola venenosa dentro del pecho la que iba creciendo y alimentándose, después del supuesto amor
mentiroso.

Fingí frío. Me fui a dormir. Mañana llegarían los chicos, debía estar bien, tapar los moretones,
inventar excusas. Tapar, inventar, tapar, inventar.

Cuatro meses atrás había despertado de esa pesadilla de violencia. Cuando sus manos me
asfixiaron hasta perder el sentido. Me di cuenta de que en cualquier momento podía dejar este
mundo en manos de la persona que decía amarme. A medida que trascurría la terapia, empecé a
tener una coraza, más allá de que mi piel demostrara lo contrario, mi alma estaba fortalecida, ya
no le creía. Los argumentos de “que mala que sos” “nadie va a quererte”.

Yo voy a quererme.

Los sucesivos días fueron violentos, se negaba a irse, pero mi entorno hizo un cerco después de
la última denuncia. La tarde en que se fue, vi que se llevaba todo: muebles, ropa, cubiertos, yo no
puse resistencia: “lleváte todo, pero a mí no pudiste arrastrarme…” te dije mientras sonreía
impunemente.

El motor emprendió la partida. Me dejé caer frente al espejo. La casa vacía y ese entuerto
malvado.

Grité, me desgarré de dolor, un dolor agudo en el abdomen donde había recibido un palazo
hacía siete días. Un esputo de sangre. De rodillas agarrándome el estómago…

“No me voy a morir….ahora no…aquí no…”

Y entonces el Limay, el cielo y la paz.

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