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Núcleo teórico : Estado del arte

 Introducción

o Introducción
 La crisis de los grandes paradigmas
o Introducción
o La guía de los indicios
o Del telescopio al microscopio
 Los actores sociales
o Introducción
o El estudio de los sujetos: de la vida privada a la sociabilidad
 Escalas de observación
o Microhistoria
 Campos renovados
o Introducción
o Historia cultural
o Historia política
o Historia del tiempo presente y memoria
 Balance
o ... de la historiografía
 Bibliografía
o Obras citadas
 Apéndice
o Historiografía internacional
o Historiografía argentina

Estado del arte


Introducción
Si aprovechamos un paseo para detenemos unos minutos frente a los
estantes o las mesas de cualquier librería llegaríamos a la conclusión
de que la historiografía es hoy una disciplina en franca expansión.
Cientos de títulos intentan seducir a los lectores proponiendo una
mirada original sobre los más variados procesos del pasado. Si, en
cambio, observamos el fenómeno más sistemáticamente, notaríamos
que la producción de los últimos treinta y cinco años permite verificar
el volumen creciente y la rica diversidad de la producción
historiográfica. Libros, colecciones, publicaciones periódicas en
formatos tradicionales y electrónicos, presentaciones a jornadas
científicas y congresos –algunos de ellos virtuales–, emprendimientos
editoriales: todos ellos contribuyen a conformar una nutrida biblioteca
de historia que no parece dejar de crecer.
Pero las novedades en la disciplina no se limitan a una cuestión
cuantitativa; por el contrario los estándares globales de calidad de
esta producción se han elevado sensiblemente debido, entre otras
razones, a una apreciable internacionalización de la disciplina que
redundó en una mayor comunicación y conocimiento entre los
historiadores y su producción. Los temas, los marcos conceptuales y
los métodos –es decir, los modos de encarar el estudio de la historia–
circulan en nuestros días con una notable velocidad, lo cual ha
permitido que, sin descartar la existencia de debates y disensos, hoy
existan importantes consensos entre quienes se dedican al estudio
del pasado.
Uno de estos consensos admite que durante las últimas tres décadas
hemos asistido a un cambio profundo en los contenidos y los métodos
de aquello a lo que llamamos análisis histórico, más allá de las
valoraciones positivas o negativas que cada historiador haga de esos
cambios. Los orígenes de esta historiografía reciente remiten a su vez
una dramática transformación en las miradas y las perspectivas de
las ciencias sociales, a la cual podemos denominar crisis de los
paradigmas o crisis de los modelos de explicación macrosociales. En
pocas palabras, se trata de la crisis de los criterios de explicación
propuestos por el funcionalismo, el estructuralismo y el marxismo,
que tanto éxito habían tenido desde finales de la Segunda Guerra
Mundial. Más allá de las diferencias existentes entre estas corrientes,
todas ellas compartían un conjunto de características comunes, en
especial el hecho de que partían de una concepción global o
estructural de la realidad cuyo análisis aspiraba a identificar
regularidades históricas que permitiesen formular relaciones
generales o leyes históricas. Tal era la fuerza de esas leyes, que el
papel de los hombres, de sus ideas y de sus acciones quedaba
reducido al mínimo, en tanto eran simples expresiones de leyes
estructurales que los superaban y que muchas veces ni siquiera
podían comprender. Retomando una vieja expresión de Marx
utilizada por muchos marxistas de posguerra, consideraban que los
hombres hacían la historia, pero no sabían qué historia estaban
haciendo. Era en cambio el historiador o el cientista social quien
debía explicar las regularidades, es decir las leyes, de esa historia.
Entre las razones que precipitaron estas modificaciones en la forma
de concebir la historia se encuentra la propia historia. Entre fines de
los años sesenta y comienzos de los setenta se produjo un conjunto
de acontecimientos cuya magnitud y efectos han dado fundamento a
la idea de la existencia de una verdadera ruptura civilizatoria, en la
medida en que afectaron los propios fundamentos de la sociedad
occidental.

En primer lugar, fueron fundamentales los movimientos sociales que


buscaron dar forma a un futuro utópico libre de explotación y coerciones,
movimientos que se expresaron a través de distintas formas
insurreccionales. Entran en esta amplia categoría de fenómenos desde el
Mayo Francés al hippismo, desde la descolonización a la Guerra de
Vietnam, desde la revolución cultural china al movimientismo de
América Latina. La profunda crisis económica mundial de los setenta y
el advenimiento de la sociedad post industrial completan el cuadro. Por
efecto de estos fenómenos, el generalizado optimismo de la segunda
posguerra –base sobre la cual crecieron los grandes paradigmas
funcionalistas, estructuralistas y marxistas–, cedió paso a la
incertidumbre sobre el futuro del mundo. La idea de que el mundo tenía
un futuro relativamente previsible, que según los casos podía ser desde el
progreso hasta el socialismo, también le daba un sentido a los análisis del
pasado que, de esta manera, parecían ajustarse a leyes sociales
imaginadas por los historiadores. Pero una vez que la realidad dejó de
ajustarse a estos pronósticos optimistas –el colapso de la URSS a fines
de los años ochenta cerró definitivamente la sucesión de crisis iniciadas a
comienzos de los setenta– la incertidumbre sobre el futuro mundial se
trasladó naturalmente a los análisis sobre las sociedades del pasado. Ya
nadie parecía seguro de ninguna ley, ya sea que se pretendiera aplicarse
al pasado, al presente o al futuro.

La envergadura de los cambios acontecidos afectó al conjunto de las


Ciencias Sociales imponiéndoles la necesidad de revisar sus marcos
conceptuales y los métodos empleados por ellas. En el caso de la
Historia, los cuestionamientos fueron intensos y llegaron a poner en
cuestión la propia legitimidad científica de la disciplina, de allí que
varios analistas se refieran a la esta coyuntura con la fórmula crisis
de la Historia, aunque obviamente este diagnóstico no fue compartido
por todos los historiadores.

La crisis de los grandes paradigmas


Introducción
La ruptura civilizatoria condujo a otra de carácter epistemológico: la
crisis que había puesto en cuestión nuestras convicciones sobre el
destino de la sociedad también descartaba las explicaciones que los
cientistas sociales venían utilizando hasta ese momento para explicar
los fenómenos sociales e históricos. Esto explica por qué, a partir de
los años 70, aparecieron numerosos textos que reflexionaron no ya
sobre el pasado sino sobre la propia disciplina histórica. La
epistemología se presentaba por entonces como una disciplina capaz
de proporcionar un lenguaje común a todas las ciencias; baste
recordar en tal sentido la importancia de las formulaciones de Michel
Foucault o Louis Althusser.

En el campo específicamente historiográfico, parte de los aportes


foucaualtianos fueron difundidos por Paul Veyne, quien en su libro
Cómo se escribe la Historia. Ensayo de epistemología (1971)
cuestionaba las pretensiones científicas de una disciplina que no podía
distinguirse con precisión de la literatura. El historiador francés
aseguraba que las fronteras entre la Historia y la ficción eran por demás
inciertas; en una famosa frase llego a decir que la historia no es una
ciencia, sino una novela verdadera. No explica ni tiene método1.
Dos años después, el historiador norteamericano Hayden White
publicaba Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo
XIX. Allí puso en relación la teoría literaria con el análisis
historiográfico, identificando los elementos específicamente poéticos de
los libros dedicados a la historia. En esa línea, llegó a decir que los
análisis históricos carecían de un criterio epistemológico que permitiera
diferenciar la realidad histórica de su representación historiográfica, por
lo cual no existía ninguna diferencia entre los discursos de la
historiografía y la ficción. Para White, la Historia, lejos de ser una
disciplina científica, era un género literario equivalente al cuento o a la
novela.

Es así como se llega a las hipótesis del llamado giro lingüístico,


también sostenidas por autores como D. La Capra y M. Jay, quienes
proponen que toda realidad está mediada por el lenguaje y los textos,
y por lo tanto, toda reflexión histórica depende de la reflexión sobre el
discurso. Así, los referentes empíricos a los que pretende aludir la
historia social clásica serían completamente inaprensibles, dado que
sólo conocemos los textos que hablan de ellos y, en última instancia,
lo que el historiador estudia y puede conocer no son sino esos textos.
Esta concepciones influyeron en historiadores relacionados con la
vertiente de la historia social británica: Garret Stedman Jones,
Lenguajes de clase (1983; traducido al español en 1989), o bien
Patric Joyce: Visiones del pueblo (1991). Este último cuestiona el
concepto de clase empleado por E. P. Thompson, afirmando que el
lenguaje no es un mero vehículo para representar realidades sino que
resulta constitutivo de toda experiencia histórica. Es el lenguaje, y no
su pertenencia a una clase lo que permite que los individuos
experimentar y concebir la realidad social y su posición en ella,
articular sus intereses, construir su identidad como agentes sociales y
dar significado a su acción; por ello, el lenguaje precede a la propia
conciencia social y es, en rigor, su condición de posibilidad.
Aunque la mayor parte de los historiadores no adhirió a estas
versiones extremas del giro lingüístico, sus aportes permitieron
pensar el problema de la narración y el relato en los textos
historiográficos.
En 1974 aparecieron los volúmenes de Hacer la Historia, que contenía
una larga serie de trabajos de importantes historiadores compilados
por Jaques Le Goff y Pierre Nora; cada una de las tres partes
abordaba respectivamente una cuestión: Nuevos problemas, Nuevos
enfoques, Nuevos temas. La obra suele ser considerada como el
manifiesto de la Nueva Historia Francesa, en la que todas las
aperturas y enfoques renovados de la historiografía tuvieron su lugar:
desde la antropología religiosa hasta la historia del clima, desde la
historia de los jóvenes hasta la del cine, y desde el estudio del mito
hasta el problema del acontecimiento. La colección se abría con un
artículo epistemológico: “La operación histórica” (1974), en el cual
Michel De Certeau salía al cruce de las posturas que homologaban
a la Historia con los relatos ficcionales con argumentos que ampliaría
al año siguiente en el libro La escritura de la Historia. Sostenía allí que
si bien la historia es una narración en la medida en que comparte las
leyes que regulan un relato –como por ejemplo la secuencia
temporal–, se trata de un tipo de relato particular dado que apunta a
producir un saber verdadero, verificable a través del uso de las citas.
Tal régimen de verdad es el resultado de una puesta en relación de
los datos recortados por una operación de conocimiento que
transforma una fuente en un texto historiográfico a partir de un
conjunto de técnicas controladas y fijadas por las convenciones
propias de la disciplina.
En síntesis, De Certeau sostuvo que la historia es una práctica
científica productora de conocimientos, cuyas modalidades dependen
de las variaciones de sus procedimientos técnicos, de las normas y
las presiones que le son impuestas por su rol en la sociedad y por las
instituciones donde se la practica, como así también por reglas que
organizan su escritura. De Certeau concedía entonces que la historia
es un discurso que pone en acción construcciones, composiciones y
figuras que son las mismas que las de toda escritura narrativa
incluyendo las fábulas, pero agregaba que también es una práctica
que produce un cuerpo de enunciados científicos: aunque el
historiador escriba dentro de una forma literaria, no hace literatura
por su sujeción a las fuentes y a las convenciones de la disciplina.
Otros historiadores como A. Momigliano, Roger Chartier y Carlo
Ginzburg sostuvieron argumentos similares a los de De Certeau,
vinculando la historia con la narración, pero insistiendo también en su
carácter científico derivado de un nuevo estatuto epistemológico.
1
VEYNE, P., Cómo se escribe la historia, Madrid, Alianza, 1984 (original
francés, 1971).

La guía de los indicios


El fundamento de los modelos macrosociales fue cuestionado
asimismo desde otra formulación conocida como paradigma
indiciario, definido a partir de un artículo aparecido en 1979 que
contó con una amplia repercusión: se trataba de “Indicios. Raíces
de un paradigma de inferencias indiciales”, del historiador
italiano Carlo Ginzburg (en Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas,
indicios. Morfología e Historia, Barcelona, Gedisa, 1989)
En ese artículo, el autor analizaba el funcionamiento de un método de
conocimiento de la realidad utilizado desde los albores de los
tiempos, que no necesitaba apelar a la construcción de leyes,
generalizaciones o regularidades; a ese método lo llama "paradigma
indiciario". Empleado desde épocas remotas por los cazadores
primitivos y difundido XIX entre intelectuales de distintas
procedencias como Sigmund Freud (fundador del psicoanálisis),
Arthur Conan Doyle (creador del detective Sherlok Holmes) y G.
Morelli (crítico de arte), el paradigma de los indicios propone un
conocimiento basado en la recopilación de huellas, rastros o
síntomas. El diseño de Ginzburg supone que la historia es la disciplina
de lo concreto, lo irrepetible, lo singular y lo cualitativo; supone
además que nuestro conocimiento de la realidad es indirecto,
mediado y fragmentario. Es evidente que esta concepción se opone a
la pretensión de un conocimiento sistemático y cuantitativo, basado
en la abstracción, la generalización y la definición de leyes, tal como
lo proponían los esquemas macrosociales.
El interés por lo particular, por el sujeto individual y por su percepción
del mundo también fue defendidao a fines de 1979 por el historiador
británico Lawrence Stone, quien señaló que el agotamiento de los
grandes paradigmas científicos –el marxista, el de Annales y el
cuantitativista– daba paso a la aparición de una nueva historia
signada por el retorno a las tradicionales formas narrativas como
modo de representación de la realidad. Stone propiciaba una historia
atenta a los diversos aspectos de la acción y conciencia humanas, no
limitada a modelos abstractos y estructurales sino ocupada por las
dimensiones culturales particulares.1“
Para la nueva historiografía, la narración adquiere un nuevo estatuto
de vital importancia: no se trata sólo de una formalidad, sino que
expresa profundas opciones de carácter epistemológico. En efecto, si
nuestro conocimiento del mundo está mediado por el lenguaje,
entonces ese conocimiento ya no se presenta como una forma de
copiar o representar literalmente una realidad objetiva que estaría
desligada del conocedor. Frente a la pretensión objetivista de los
modelos macrosociales, el nuevo sentido subjetivista sostiene que los
seres humanos damos sentido a lo que experimentamos sólo a través
de la reestructuración de la experiencia en una trama narrativa que
posee todas las características de una historia de ficción, sin que esto
vaya en detrimento de la naturaleza científica de la disciplina
histórica.2
Un tipo particular de narración sobre la sociedad es la utilizada por la
antropología simbólica o interpretativa. Uno de sus principales
representantes, Clifford Geertz, expuso algunas de sus principales
rasgos en un libro ya clásico, La interpretación de las culturas (1973).
En él, definía a la cultura como un sistema semiótico, una trama de
significaciones en la que vive el hombre. La antropología se convertía
entonces en una disciplina interpretativa que buscaba revelar esa
trama de significaciones, en lugar de una ciencia experimental
supuestamente orientada a formular regularidades o leyes.
1
Lawrence Stone, “The revival of the narrative: Reflections on a New
Old History”, en Past and Present, Londres, 1979.
(http://past.oxfordjournals.org)
2
Paul Ricoeur, Tiempo y Narración, Madrid, Editorial Cristiandad, 1987
(original, 1984).

Del telescopio al microscopio


Someramente descriptas, las anteriores consideraciones
cuestionaban los modos de conceptuar los fenómenos sociales; en el
campo de la historia, ello se tradujo en una crítica a los fundamentos
de la historia social clásica. En especial, se puso en cuestión la propia
idea de lo que sería lo social, que ya no se concebía como una
estructura homogénea, unitaria y continua –por ejemplo, la estructura
de clases– que podía ser pensada desde un centro único –siguiendo el
ejemplo, el conflicto entre burguesía y proletariado–. En cambio, la
nueva historiografía pensó lo social como un conglomerado de
múltiples actores sociales considerados como sujetos activos y
significativos, capaces de operar sobre la realidad a partir de
racionalidades específicas. Tales actores no podían ser reducidos a las
categorías predeterminadas utilizadas por los estudios macrosociales
como las clases o la profesión, pero el vuelco más importante se
produjo en la consideración de la relación entre los actores y la
realidad social. En efecto, la realidad social ya no era concebida como
una entidad objetiva externa a los sujetos sino como un producto de
la acción de esos mismos sujetos; en otras palabras, la sociedad ya
no funciona como una estructura coercitiva que determina el destino
de los hombres, sino como un conjunto de interrelaciones
cambiantes.
Por eso, para poder percibir las dimensiones de los fenómenos
sociales, que ahora se consideran múltiples, cambiantes y
heterogéneas, es necesario acotar el universo social sometido al
análisis, reducir la escala de observación, en otros términos, usar el
microscopio en lugar del telescopio. Esta operación permitiría a los
historiadores percibir a los actores de carne y hueso, y no tanto
categorías abstractas.

Dos obras colectivas de los años noventa ilustran este cambio: New
perspectives in historical writing, compilada por Peter Burke y
traducida en 1993 al castellano bajo el título Formas de hacer Historia, y
Les formes de l’expérience. Un autre histoire sociale (Las formas de la
experiencia. Otra historia social), dirigida por B. Lepetit (1995). En ellas
se alienta el paso de la clásica historia social a una historia de la
sociedad, llamada nueva historia social en Francia o ciencia social
histórica en Alemania.

Según lo hemos anticipado, las dos rupturas más significativas de


este cambio está vinculada con los actores y con la escala de
observación. A continuación trataremos detalladamente ambos
problemas.

Los actores sociales


Introducción
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Una de las críticas a la que fue sometida la historia estructural o
macrosocial consistió en que se trataba de una historia sin actores
sociales. La observación no es del todo justa: los hombres –en su
dimensión individual o colectiva– siempre estuvieron presentes en los
estudios históricos. Pero esta crítica revelaba una diferencia
sustancial acerca de la forma de concebir a estos actores, cuyo eje se
asentaba alrededor de las respuestas dadas a la siguiente pregunta:
¿cuál es la importancia de la acción humana, incluyendo sus
razones, su voluntad o su intencionalidad, para explicar los
fenómenos sociales que estudian los historiadores?
Las respuestas de las concepciones estructurales solían colocar en
segundo plano estas dimensiones porque consideraban a los actores
sociales como una especie de víctima pasiva de determinaciones de
diverso tipo. No era la voluntad de los hombres lo que explicaba sus
acciones, ni las acciones de los hombres lo que explicaba la realidad
social; en cambio, eran las causas geográficas, económicas, mentales
o culturales las que determinaban los procesos sociales.

Por ejemplo, para el historiador francés Lucien Febvre, el escritor


Rabelais no podía ser ateo en el siglo XVI por carecer de las
herramientas mentales, filosóficas y conceptuales que le permitieran
serlo. Al explicar la Reforma, Febvre sostiene que las
sobredeterminaciones de la época de algún modo condenaron a Lutero a
producir la Reforma protestante. Para otro historiador, Fernand Braudel,
el emperador Carlos V fue presa de un imperio en el que “nunca se ponía
el sol”. En la Argentina, se decía que Rosas actuó como lo hizo por su
condición de estanciero. Para otros tantos historiadores, en general
marxistas, la burguesía moderna no podía escapara a su lógica que ponía
en primer plano la maximización de sus beneficios.

Como vimos, desde fines de los años sesenta la propia práctica social
de muchos jóvenes universitarios estudiantes de carreras sociales y
humanísticas –ellos mismos educados por historiadores que provenían
de la historiografía macrosocial– puso en cuestión esta creencia.

En efecto: ¿de qué modo podía un estudiante francés en


las barricadas parisinas de mayo de 1968 compatibilizar la famosa
consigna “la imaginación al poder” con la idea de que la acción de los
sujetos no era relevante para comprender los procesos históricos?
El fuerte contenido voluntarista de la consigna, un verdadero canto a la
capacidad de los hombres para construir su futuro, se contradecía de
plano con la visión de la historia que aprendían en los claustros
universitarios. Así, la idea de que los actores, sus acciones y sus deseos
tenían un papel relevante en el proceso histórico pasó de las prácticas
políticas a las ciencias sociales, de las barricadas a los libros.
Así, desde comienzos de los ochenta buena parte de las indagaciones
históricas y las explicaciones de los procesos recayó sobre los actores
sociales. La realidad social ya no se concibe como una estructura que
impone sus determinaciones a los hombres, sino como el resultado de
la acción de esos hombres, como creaciones históricas de los actores
que ya no se imaginan cómo, y no como resultantes ineluctables de
factores o fenómenos estructurales de los que los actores son simples
portadores pasivos. Así, proliferaron no sólo aquellos estudios
destinados a explicar la acción de los hombres, sino también aquellos
orientados a estudiar la construcción y evolución de los actores
históricos.
No se trató de un cambio radical y absoluto sino de una cuestión de
grados, de acentos y matices. Los historiadores contemporáneos no
ignoran que los hombres son objeto de condicionamientos que limitan
su acción, es evidente que la sola voluntad de los hombres no basta
para dar explicaciones sobre la realidad social, pero aun así, los
actores sociales inciden activamente en su construcción. Se trata
además de actores que reflexiva e intencionalmente son capaces de
conocer e interpretar el pasado para dirigir sus acciones e incidir en el
presente y el futuro. La tarea de los historiadores será entonces
comprender el sentido de tales acciones desde una perspectiva
hermenéutica, interpretativa.
Pero el cambio producido en la historiografía contemporánea no se
limitó a revalorar el rol de los hombres y sus acciones; por el
contrario, también se modificó la propia concepción acerca de
quiénes son los actores significativos, es decir aquellos que deben ser
objeto de estudio por las ciencias sociales.
La historia macrosocial identificaba unos pocos actores de una
naturaleza fuertemente abstracta: se trataba más bien de entidades
que agrupaban grandes masas de individuos y que por ello
contribuían a homogeneizar y modelizar más que a diferenciar
comportamientos. Generalmente estos grandes actores eran
identificados a partir de la propia naturaleza de las determinaciones
estructurales de una sociedad. Así, en la sociedad capitalista se
identificaba a la burguesía y el proletariado, o en la sociedad feudal a
señores y campesinos. Era la lógica del sistema (feudal o capitalista)
la que determinaba la existencia de estos actores y no la propia
observación histórica: por esto, más que actores, se trata de
categorías de análisis de fuerte contenido abstracto y escasa
correspondencia con los hombres concretos de carne y hueso.
En cambio, para la nueva historia que surge de la crisis de los
paradigmas los actores son unidades concretas de acción que
expresan la heterogeneidad de lo social. Son, además, actores
concretos y empíricamente verificables: a la historiografía
contemporánea le interesarán más los burgueses que la burguesía, o
más aún, por ejemplo los burgueses de Francia o de una determinada
zona de Francia en un determinado período histórico. Más que la
lógica de un sistema encarnado en actores abstractos y globales, en
las últimas décadas se estudian las experiencias concretas de actores
también concretos. Este reconocimiento del sujeto implica una
complejización de los objetos de estudio, pues constituye una
concepción basada en la diferencia, en la heterogeneidad, en la
diversidad, en la subjetividad y en la relatividad de los procesos
sociales. La multiplicación de los actores condujo también a la
multiplicación de los puntos de vista para su análisis: ya no se trataba
de pensar todo el tiempo cómo un abstracto proletariado “luchaba”
contra la opresión de otra abstracta burguesía porque así era la lógica
del capitalismo; al identificarse el estudio de la historia con sujetos
concretos tomaron importancia nociones como representaciones e
imaginarios sociales, sensibilidades, subjetividades y experiencias
atribuidas a su vez a un universo de actores que puede incluir: viejos,
jóvenes, niños, mujeres, minorías étnicas, sexuales o culturales,
trabajadores, consumidores, etcétera.

Veamos a modo de ejemplo la historia de las


mujeres, campo en franca expansión y que cuenta con numerosos
cultores –mayoritariamente historiadoras–, distribuidas en institutos,
áreas, programas de investigación, que a su vez cuentan con
publicaciones, jornadas científicas y foros. La aparición de estos estudios
se relaciona –tal como lo venimos argumentando– con el movimientismo
social y político radical de la década de los sesenta y parte de la de los
setenta, a favor de la liberación de la mujer. Textos como el dirigido por
G. Levi y J. C. Schmitt sobre la Historia de los jóvenes.

Inicialmente esta perspectiva comenzó como “historia de las


mujeres” y avanzó luego hacia “historia de género”. De la mujer
víctima de la dominación masculina, se pasa al género como nueva
categoría analítica y elemento constitutivo de las relaciones sociales
basadas no sólo en las diferencias de sexo sino también en otras
relaciones de poder social lo cual, a su vez, permite revisar y
complejizar el análisis de los procesos de estructuración y
desigualdad social. Los estudios de género contribuyen así a ampliar
los presupuestos teóricos clásicos de la historia social y enriquece las
herramientas analíticas para el estudio de relaciones de clase,
género, etnicidad y poder. Iniciados en los EE.UU. con los trabajos
pioneros de Joan Scott, esta historia se ha generalizado y contamos
hoy con numerosos trabajos realizados desde variadas perspectivas
teórico conceptuales y temáticas: trabajo de las mujeres, la familia, la
violencia sexual, la prostitución, la vida cotidiana, tal como puede
verificarse en la compilación de Geoges Duby y Phillippe Aries,
Historia de las mujeres en Occidente.

En nuestro país existen numerosos grupos institucionalizados; a modo


de ejemplo puede citarse el Instituto Interdisciplinario de Estudios de
Género (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires) que publica la revista Mora. Por su parte La Aljaba, Segunda
Época, Revista de Estudios de la Mujer es una publicación anual
editada por las Universidades Nacionales de Luján, Comahue y La
Pampa, en tanto que Zona Franca (sin información en internet) es el
órgano de expresión del Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre
las Mujeres, Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional
de Rosario. La subdisciplina cuenta además con un emprendimiento
editorial independiente como Feminaria.

El estudio de los sujetos: de la vida privada


a la sociabilidad
La recuperación del actor social puede pensarse en dos dimensiones:
un giro hacia adentro y otro hacia afuera.
En el primer caso, la indagación histórica se encaminó hacia el
estudio del mundo privado de los actores, sea que se entienda por
ello aquellas dimensiones no públicas del comportamiento humano,
sea que se trate de un repliegue sobre la intimidad de los sujetos. Así,
la historia de la vida privada rompe con una historia tradicionalmente
anclada en el ámbito de lo público, aun cuando la línea divisoria entre
público y privado sea muy difusa. Precisamente esta historiografía
trata de demostrar cómo se definen ambas esferas en sociedades y
épocas determinadas.
Los estudios históricos se abren entonces a un amplio abanico
temático que suele incluir la historia de la cotidianidad, lo íntimo, la
sensibilidad, la sociabilidad, los afectos; que indaga sobre las
representaciones sociales del amor, la pareja, la niñez, la sexualidad,
la familia, el honor o el gusto, tratando de verificar y explicar sus
transformaciones. Estas temáticas demandaron la utilización de
fuentes “no tradicionales” tales como la pintura y la literatura, el
universo de las imágenes y los lenguajes expresados en la oralidad, la
iconografía, el teatro, la fotografía o la publicidad, etcétera.

La expresión historiográfica más célebre fue la colección dirigida por


Philippe Aries y Georges Duby, Historia de la vida privada, obra en
varios tomos que abarca la historia europea a lo largo de dos milenios,
orientada a explicar los cambios que en diversas épocas afectaron a la
noción y los aspectos de lo privado. La obra constituyó un resonante
éxito editorial y tuvo sus ecos en nuestro país en textos tales como los de
Ricardo Cicerchia, Historia de la vida privada en la Argentina, y su
homónima dirigida por F. Devoto y M. Madero, ambas conformadas por
tres tomos. Ciertamente, con resoluciones distintas, los textos locales
reflejan con elocuencia las nuevas dimensiones incorporadas a la agenda
historiográfica.

En síntesis, la historia de la vida privada y de lo cotidiano ofrece a la


historia de la sociedad la posibilidad de comprender las experiencias,
valores, gustos, de conectar aspectos simbólicos e imaginarios con las
condiciones materiales y relaciones sociales en situaciones y coyunturas
concretas.

El mundo de las subjetividades fue explorado también a partir de la


historia oral. Con algunos precedentes, ella se originó en la
experiencia británica de los History Workshops de la década del
sesenta; desde entonces, esta técnica orientada a “recuperar las
voces del pasado” ha mutado y se ha expandido a los más diversos
territorios: inmigración, el mundo del trabajo, fenómenos de
resistencia, clases subalternas, elites, etcétera. A través de la historia
oral se indaga el mundo de las experiencias y las vivencias de los
actores: el testimonio adquiere así estatuto de fuente privilegiada
para percibir los mecanismos de la construcción de la memoria, esa
compleja dialéctica entre recuerdos y olvidos.
A partir de los textos fundantes, como los de Paul Thompson,
Phillippe Joutard y Ralph Samuel, aparecieron obras que contaron
con una considerable influencia por las aperturas temáticas que
plantearon. Así, algunos aspectos de la guerra civil española fueron
reconstruidos por Ronald Frazer; por su parte, Luisa Passerini
recuperó la memoria del antifascismo en Torino.
Existen asimismo numerosas publicaciones periódicas como Historia
y fuente oral , Storia orale, Oral History y célebres repositorios como
el Archivo de la palabra, en México.
En la Argentina debe destacarse el trabajo pionero de Dora
Schwarzstein, autora de textos programáticos, de balances
historiográficos y de libros concebidos desde la perspectiva de la
historia oral, tales como los referidos a la memoria e identidad del
exilio republicano español en la Argentina. Las Jornadas de Historia
Oral que organiza la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad
de Buenos Aires convocan anualmente a una cantidad creciente de
estudiosos de la materia. Existen asimismo varios programas
institucionales –como el que funciona en la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA– y repositorios que albergan testimonios orales, tales
como el Archivo oral de la Universidad de Buenos Aires o el Archivo
oral del Instituto Di Tella , producto de la primera experiencia local de
este tipo, que se realizó en los años sesenta.
Las profundas transformaciones historiográficas operadas por el giro
hacia adentro se vieron reforzadas por el giro hacia afuera. Se trata
de una agenda temática y metodológica que explora el universo
relacional de los actores a partir, fundamentalmente, de dos
perspectivas: los estudios sobre la sociabilidad y sobre las redes
relacionales.
Esta nueva historia coloca en el centro de sus preocupaciones el juego de
relaciones interpersonales; en lugar de una lógica social global que
remite a una única relación esencial, como por ejemplo la que
establecería la burguesía y el proletariado, importa ahora la experiencia
concreta de los actores específicos y la construcción e interpretación que
ellos hacen del mundo social. Consecuentemente esta historiografía
procura reconstituir las formas, espacios y contenidos que asumen los
vínculos en instancias tan diversas como el parentesco, la amistad, la
vecindad, el trabajo, la política, la religión, el sindicalismo, los deportes,
el asociacionismo, etcétera.

Respecto de las redes sociales, tras los primeros trabajos de los


antropólogos sociales de la Universidad de Cambridge de mediados
del siglo pasado, asistimos hoy a la formalización teórica y
metodológica de esta perspectiva y a su aplicación en la sociología y
la historia. El supuesto general de los estudios basados en esta
metodología es que, en sus interacciones, los actores crean sistemas
de redes relacionales que pueden estudiarse de modo sistemático
hasta ser codificadas y sistematizadas. Se crea así una matriz de
relaciones plasmada en un grafo que representa las relaciones de los
actores con determinados hechos y, a través de estos, la relación con
otros actores. El método ha tenido varias aplicaciones, por ejemplo en
el campo antropológico (Mitchell.) o sobre el mundo del trabajo
(Gribaudi). En nuestro país, se destacan las contribuciones de Beatriz
Bragoni, Juan C. Gravaglia, Zacarías Moutoukias, Eduardo
Míguez, aplicadas a las elites político económicas, o a la inmigración.

El concepto de sociabilidad, otro recurso inestimable de la historia


contemporánea, también parte del carácter relacional de los
individuos pero en este caso se trata principalmente de analizar estas
relaciones en su dimensión asociativa. Las asociaciones suelen reunir
a un grupo de individuos en torno a intereses comunes, ya sean estos
de interés público –sociedades literarias, científicas, filosóficas,
filantrópicas o caritativas–, sectoriales –organizaciones de oficio,
sociedades mutuales–, o simplemente recreativos, constituyéndose
así en espacios que multiplican las relaciones sociales fuera del
ámbito privado. Los tipos y formas concretas de asociación presentan
una amplia diversidad, por ello los cientistas sociales han recurrido a
tipologías y clasificaciones.

El objetivo principal de este tipo de estudios consiste en explorar las


diversas formas de agrupamiento, sus lógicas, propósitos y
funcionamiento, empleándose para su análisis criterios tales como el
grado de formalización, los objetivos, las funciones, la composición y
los modos de adscripción y participación, etcétera. Tras las sendas
abiertas en Europa por Maurice Agulhon y Francois X. Guerra, en
la Argentina se destacan las obras de Pilar González Bernaldo de
Quirós, que demuestra la productividad de la perspectiva para el
análisis de la historia política, o las de Sandra Gayol, referidas al
análisis de los ámbitos de sociabilidad en Buenos Aires.
El interés por los actores sociales y su potencialidad explicativa se
extiende hasta la valoración de las dimensiones individuales. El
individuo se convierte entonces en una lente privilegiada para dar
cuenta de un medio social y de una época. La resultante de ello es el
renovado auge de la biografía, que como sostuviera G. Levi, admite
actualmente variados usos.

Como recurso metodológico, el método biográfico se emplea en las


ciencias sociales –sociología, antropología, y en la psicología social– de
diversos modos: los relatos orales autobiográficos, las encuestas
etnográficas, las historias o relatos de vida. Por su parte, la prosopografía
–o sea, el análisis de un conjunto de biografías– se revela particularmente
útil para conocer la composición de grupos o elites de poder.

Una biografía no sólo ilustra un itinerario individual; en su aspecto


instrumental, la biografía permite abordar las relaciones entre el
individuo y los contextos sociales, un juego de escalas entre lo micro
y lo macro desde donde explorar las más diversas temáticas.

Un buen ejemplo de los modos en que los historiadores construyen y


emplean las biografías lo constituye el fantástico texto de J. Le Goff
Saint Louis; no debería sorprender que su autor lo considere una
antibiografía, ya que la vida del monarca-santo ilustra más su época y su
contexto social que una existencia sobre la cual no abunda información y
está plagada de mitos. Otros ejemplos son las reconstrucciones sobre
personajes de la historia contemporánea, como el monumental
Mussolini, de Renzo de Felice.

La perspectiva biográfica como estrategia metodológica ha sido


asimismo empleada para reconstruir las características de los
sectores populares: los casos del molinero Menocchio en El queso y
los gusanos, de Carlo Ginzburg, o la historia recreada por Natalie
Zemon Davis en El retorno de Martin Guerre, o Mujeres de los
márgenes: tres vidas del siglo XVII, constituyen notables ejemplos. En
estos casos, acaso resulte más adecuada la expresión de Sabina
Loriga que en lugar de biografía propone la expresión espacios
biográficos, para aludir a la imposibilidad de reconstruir
acabadamente una vida.

A modo de ejemplo de la productividad de la biografía en nuestro país,


puede citarse la colección publicada por Fondo de Cultura Económica,
Los nombres del poder, conjunto de biografías políticas de las principales
figuras de la historia argentina.
Escalas de observación
Microhistoria
Estas nuevas concepciones de la historia plantearon un problema que
no era nuevo pero que usualmente había sido poco atendido por los
historiadores: la escala de observación para abordar un estudio
significativo de los fenómenos sociales. La historia estructural
empleaba una escala ampliada, de allí la denominación macrosocial;
las objeciones epistemológicas de las que fue objeto mostraron las
ventajas derivadas del uso de una escala reducida –micro– a fin de
indagar las relaciones sociales concretas.
La microhistoria concibe el mundo social no como una estructura
social de escala global, como por ejemplo el capitalismo, sino como
un conjunto complejo de relaciones cambiantes dentro de contextos
múltiples en permanente readaptación. Sin ignorar la existencia de un
sistema capitalista, explora las racionalidades y las estrategias que
ponen en marcha las comunidades, las parentelas, las familias, los
individuos, dado que estima que la observación microscópica es
capaz de revelar dimensiones no perceptibles desde generalizaciones
inductivas. Para explicar este principio a través de un ejemplo, los
cultores de la microhistoria reconocerían que los habitantes de una
comunidad del mediooeste norteamericano y de un arrabal de París
forman parte del mundo capitalista. Pero también dirían que ese
hecho dice poco sobre ambos casos que son, evidentemente, muy
diferentes. Por ello, la única manera de conocer efectivamente ambos
casos es la atención particular y específica.

La propuesta microhistórica constituyó un éxito editorial; a partir de


1980 y por espacio de una década comenzó a aparecer en Italia la
colección Microhistoria, editada por Einaudi y dirigida por G. Levi y C.
Ginzburg; en ella se aplicaba esta perspectiva a la historia económica,
social y cultural, lo cual es una muestra de la heterogeneidad de la
producción y de las direcciones diversas en que se aplicó esta práctica
historiográfica.

En 1996 el historiador francés Jacques Revel compiló un conjunto de


artículos bajo título Jeux d’échelles. La mycroanalyse à l’expérience
(Juegos de escala. El microanálisis de la experiencia); el texto reflejaba
el trabajo colectivo desarrollado en la Escuela Práctica de Altos Estudios
(EHESS) que reunió a antropólogos e historiadores franceses e italianos
a comienzos de la década del 90, todos ellos interesados en la temática de
la escala. En el prólogo a los textos que componen la compilación, Revel
distinguía dos posicionamientos en la relación a los enfoques micro y
macroanalíticos. Uno, representado por las posturas de Simona Cerutti
y Maurizio Gribaudi, propone la superioridad de la dimensión micro
sobre la macro, en tanto que la primera engendra a la segunda. El otro,
adoptado por investigadores como Marc Abélès, A. Bensa, Bernard
Lepetit y la suya propia, que si bien reconoce la productividad de la
reducción de escala, no privilegia una escala sobre la otra y propone un
juego o variación entre las dimensiones macro y micro.

Recientemente en la Argentina apareció la compilación de B. Bragoni


Microanálisis. Ensayos de historiografía argentina, en la que se incluyen
trabajos en los que se aplica el microanálisis a diversas problemáticas. En
tal sentido, la reconsideración de la escala ha posibilitado la apertura de
campos como la historia de empresas y del consumo, temática que
articula la historia económica con la social y la cultural, tal como se
verifica en el artículo de María I. Barbero y Fernando Rocchi,
“Cultura, sociedad ,economía y nuevos sujetos de la historia: empresas y
consumidores”.

A pesar de la gran expansión del microanálisis, no por ello debe


suponerse que la escala ampliada haya desaparecido de los estudios
históricos, tal como puede apreciarse en la vitalidad con que cuenta
la sociología histórica. Ella puede definirse como una tradición en
investigación sobre la naturaleza y efectos de estructuras a gran
escala y de procesos de cambio a largo plazo.

Desde el trabajo pionero de Imanuel Wallerstein, The Modern World-


System (El moderno sistema mundial) de 1974, la disciplina continuó
consolidándose gracias a los aportes de Theda Skocpol y Charles Tilly,
cuyo texto Grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones
enormes (1991) constituye toda una toma de postura. No se trata de una
historia social ni de una mera sociología sino de un espacio de
integración entre historia y sociología, que emplea el método
comparativo y el análisis macro causal. Actualmente la sociología
histórica se practica en el Fernand Braudel Center de la State University
of New York (Binghamton), fundado en 1976 y dirigido por Immanuel
Wallerstein para el estudio de economías, de sistemas históricos y de
civilizaciones. El Centro desarrolla una intensa actividad de
investigación plasmada en numerosas publicaciones.

En nuestro país, la sociología histórica ha puesto de manifiesto su


productividad en los estudios sobre historia latinoamericana y cuenta con
anclaje institucional en el Área de Sociología Histórica del Instituto de
Investigaciones Gino Germani, de la Facultad de Ciencias Sociales
(UBA).

Campos renovados
Introducción
Entre las múltiples direcciones en las que se expande la nueva
historia, abordaremos dos que, en la opinión de varios analistas, son
aquellas que constituyen el núcleo de la actividad historiográfica
actual y que concentran buena parte de las líneas conceptuales y
metodológicas antes referidas: la historia cultural y la nueva historia
política.
Estas en efecto, las dimensiones cultural y política de las prácticas
humanas, parecen constituir actualmente aquellas capaces de dar
cuenta de los fenómenos sociales con mayor amplitud e
inteligibilidad.

Historia cultural
La historia cultural aborda el estudio de las representaciones y los
imaginarios junto con el de las prácticas sociales que los producen;
también se ocupa por los modos de circulación de los objetos
culturales, tal como lo expresa uno de sus principales cultores, Roger
Chartier. En esta historia, nuevas categorías como las de
experiencia o representación permiten captar la mediación simbólica,
es decir, la práctica a través de la cual los individuos aprehenden y
organizan significativamente la realidad social.

Haga clic en la cruz (x) que se presenta en la esquina derecha del texto
para observar la imagen. Para ver los refranes, haga clic en los números
rojos.

La historia cultural abarca un amplio territorio en el que es posible


reconocer diversidades, sean ellas conceptuales o metodológicas,
además de aquellas que obedecen a las distintas tradiciones
historiográficas nacionales. Esta última circunstancia se verifica en el
caso británico, en el cual la tradición inaugurada en los 50 por la
Escuela de Birmingham, conformada por Richard Hoggart, Stuar
Hall, Raymond Williams o E.P. Thompson, que propició la
institucionalización de los estudios culturales o cultural studies.
El interés de los estudios culturales se centra más en análisis
concretos de casos históricamente situados que en tipos generales de
comportamiento. Se trata de estudios conscientemente eclécticos,
críticos y deconstructivos; no pretenden ofrecer un modelo único para
todos los casos y no responden a límites disciplinarios establecidos.
Se trata de una experiencia transdisciplinaria que toma insumos de la
crítica literaria, la teoría social, la comunicación social o la semiótica.
Un área particularmente interesante en la que convergen variables
antropológicas, socioeconómicas, políticas y culturales es el
multiculturalismo, problemática relacionada con los efectos
paradójicos de una globalización que, a la vez que proclama la idea
de una cultura “universal”, en rigor revela como nunca antes la
multiplicidad de las culturas.

En Alemania, existe una larga tradición de estudios culturales, abierta por


los más prestigiosos intelectuales de la Escuela de Frankfurt: Adorno,
Horkheimer, Benjamin, Marcuse o Habermas, entre otros. Esta
escuela se orientó al estudio de las industrias culturales, la producción
cultural en la sociedad capitalista y la cultura de masas.

En Francia se desarrolló particularmente la sociología de la cultura,


representada centralmente por la obra de Pierre Bourdieu, quien exploró
dimensiones como el habitus, el gusto, los medios masivos, etcétera.

La historia cultural de lo social o la historia socio cultural contó con


amplia difusión en Francia gracias a la labor de R. Chartier y sus
investigaciones en torno de los libros y los lectores en la Europa
moderna; en el mundo anglosajón, esta tendencia está representada por
historiadores como Robert Darnton, Peter Burke y Natalie Zemon
Davis; en América Latina se destacan Jesús Martín Barbero y Néstor
García Canclini.

La antropología interpretativa también ha realizado innegables aportes a


esta nueva historia de la cultura; ella puede ejemplificarse a través de la
obra del historiador estadounidense R. Darnton, varios de cuyos textos
aparecieron bajo el título de La gran matanza de gatos y otros ensayos
de historia de la cultura francesa. La iconografía constituyó asimismo
una fuente privilegiada para los historiadores culturales, entre quienes se
destaca la obra de Serge Gruzinski tras los campos abiertos por
Panofky y Aby Warbug décadas antes.

En la Argentina, el culturalismo británico fue retomado por obras tales


como Sectores populares, política y cultura: Buenos Aires en la
entreguerra, de Leandro Gutiérrez y Luis A. Romero. La revista Punto
de Vista introdujo desde fines de la década del setenta textos
referenciales de los frankfurtianos y de los postestructuralistas y
sociólogos de la cultura franceses, así como de los cultural studies. Este
último campo cuenta actualmente con ámbitos institucionales y cultores
como Beatriz Sarlo (análisis cultural), Pablo Alabarces (el deporte) y
Adrián Gorelik (historia urbana). Otros ejemplos asociados con las artes
plásticas lo constituyen José E. Burucúa y Laura Malosetti Costa,
entre otros.

Otra perspectiva deriva de diversos análisis han subrayado la


importancia del estudio del lenguaje como punto de encuentro entre
el universo social y el cultural; en el contexto francés se desarrolló
particularmente el análisis del discurso, mientras que en el ámbito
anglosajón se plasmó en la llamada historia de los conceptos. El
análisis del discurso remite al carácter “construido” de la realidad, en
este caso una construcción discursiva. La historia conceptual se
ocupa de la historicidad de los conceptos, o sea de su modificación a
través del tiempo y sus usos diferenciados según el contexto social en
el que se los utiliza. La historia conceptual reconoce dos tradiciones:
la anglosajona de la Cambridge School, con Quentin Skinner a la
cabeza, y la alemana (Begriffsgeschichte) de Reinhart Koselleck. En
el primer caso, se atendió principalmente al estudio de los conceptos
políticos aplicados principalmente a los grandes textos clásicos –como
el Maquiavelo de Q. Skinner–, en tanto que en el segundo a la Historia
social de los conceptos, de R. Kossellek. Su productividad se
manifestó en el empleo que de estos recursos hace la historia
intelectual, área que arraigó particularmente en la historiografía
estadounidense y que se orienta centralmente a superar a la clásica
historia de las ideas. A diferencia de la historia cultural, más centrada
en los sectores populares, la historia intelectual aborda el estudio de
las elites culturales plasmadas en los altos textos, sus contextos de
producción y de recepción. A su vez, se distingue de la clásica historia
de las ideas por el hecho de que, por un lado, abandona el estilo
taxonómico que caracterizaba a esta –y que se materializaba en
largas listas de ideólogos seguidas por sus “principales” ideas”– por
otro, porque no intenta superar las contradicciones del pensamiento
ofreciendo una versión sintética y homogénea de cada autor y, por
último, porque se propone estudiar el pensamiento en los contextos
de producción y circulación que le corresponden.

El análisis del discurso fue empleado localmente entre otros por Noemí
Goldman y Jorge Myers. La revista Prismas, editada por la
Universidad Nacional de Quilmes, constituye actualmente el mejor
ejemplo del tratamiento que en nuestro medio recibe la historia
intelectual, representada por Oscar Terán, Jorge Dotti y Elías Palti,
entre otros.
Historia política
Acaso por la magnitud de acontecimientos recientes tales como los
cambios geopolíticos, la globalización y sus correlativos brotes
neonacionalistas, o las transiciones políticas hacia la democracia en
regiones como América Latina, la historia política es actualmente un
polo historiográfico fuertemente renovado que indaga sobre las
relaciones complejas y variables que establecen los hombres en
relación con el poder. Esto implica prestar atención a los modos de
organización y de ejercicio del poder político en una determinada
sociedad, y a las configuraciones sociales que vuelven posibles esas
formas políticas y las que, a su vez, son engendradas por ellas.
Como en el caso de la historia cultural, lo político o, simplemente, la
historia política, no alude actualmente a un campo autónomo de la
realidad social diferente, por ejemplo, de lo social, lo económico o lo
cultural, sino que refiere a una dimensión de las prácticas humanas
que son inseparables de las demás. Así como lo cultural alude a la
dimensión simbólica de toda experiencia humana, lo político remite
hoy al estudio del conjunto de la vida social como forma específica de
relación y comunicación que tiene como preocupación central el
problema del poder en su dimensión pública. Esta concepción
naturalmente incluye aquello que era el eje de la historia política
tradicional, es decir, el estudio de las instituciones del sistema
político, pero las supera a través de la exploración de la acción
política, de las relaciones sociales de poder y de las configuraciones
sociales que las sustentan.
Mal podría tratarse entonces –como se ha sostenido– de un retorno a
la vieja historia política. Se trata mejor de una profunda
reconfiguración del campo a tono con los cambios más generales de
la historiografía contemporánea.
Un grupo de trabajos diseñados en el clima político de los primeros
ochenta abordó un tema clásico, el de la nación, pero lo hizo desde
perspectivas antigenealógicas. Mientras que las historias más
tradicionales se conformaron a partir de la idea de la nación como
una entidad esencial que se proyectaba hacia el pasado sin un límite
visible (así se llegó a hablar de los “indígenas argentinos”
nacionalizando a poblaciones que nada tenían que ver con la
Argentina) o que nacía en un momento particular con todos sus
atributos (por ejemplo, la Argentina habría nacido el 25 de mayo de
1810 o tal vez el 16 de julio de 1816), los nuevos estudios
consideraron a las naciones y a los nacionalismos como tradiciones
inventadas o bien como comunidades imaginadas. La amplísima
difusión de los trabajos de Eric Hobsbawm y los de este con
Terence Ranger; los de Ernest Gellner y de Benedict Anderson,
encontraron localmente eco en la producción de José Carlos
Chiaramonte, quien modificó sensiblemente la percepción de
nuestra historia de la primera mitad del siglo XIX. Ahora ya no se
trata de encontrar la genealogía de una nación, como por ejemplo la
Argentina, sino de entender cómo a partir de la crisis colonial se
fueron organizando estados y naciones y cómo otros simplemente
fracasaron y quedaron en el camino. Y, sobre todo, se trata de
comprender que ni unos ni otros tenían escrito ese destino en ningún
plan preconcebido.
Otro conjunto de indagaciones articuladas a partir de formulaciones
procedentes de la historia cultural centró su atención en la dimensión
simbólica de las prácticas políticas: la ritualidad, la gestualidad, la
trama relacional, los espacios y los formatos de sociabilidad, y la
acción comunicacional. En ella convergen el análisis del discurso
político, los procesos de formación de identidades colectivas, la
construcción de la ciudadanía, las prácticas electorales, las formas de
representación, es decir, las formas de participación y acción
sociopolítica de los actores en una sociedad concreta.

En Francia, la historia de lo político se desarrolló en el EHESS –Escuela


de Altos Estudios en Ciencias Sociales– desde la década del 70, por
historiadores cercanos a la revista Annales, y también
(http://www.persee.fr/listIssues.do?key=ahess) por Jacques Ozouf,
Pierre Nora y Jacques Julliard, además de los filósofos Claude Lefort
y Cornelius Castoriadis. La obra de François Furet Pensar la
Revolución Francesa (1978) fue el más importante punto de referencia
para la renovación de la historiografía dedicada a la política, ya que
desplazó el análisis de la Revolución basado en procesos
socioeconómicos para poner el acento en los problemas específicamente
políticos.

Otra línea se desarrolló a partir de la historia conceptual de lo político, la


cual, según Pierre Rosanvallon, autor de numerosas obras sobre la
política francesa de los dos últimos siglos, tiene por objeto comprender
las racionalidades políticas dando cuenta de la interacción permanente
entre la realidad y su representación. Un enfoque lingüístico de la cultura
política fue asimismo empleado por Jacques Guilhaumou, que estudió
el lenguaje político de la Revolución Francesa. Junto con los criterios de
sociabilidad ya mencionados, la obra de Maurice Agulhon concede una
gran importancia explicativa al análisis del universo simbólico, de las
imágenes y de los emblemas, tal como se manifiesta en sus bellos textos
Marianne au combat: l'imagerie et la symbolique républicaines de 1789
à 1880, y Marianne au pouvoir: l'imagerie et la symbolique
républicaines de 1880 à 1914.

Muchas de estas dimensiones fueron aplicadas localmente en textos


como los de Hilda Sábato, La política en las calles, o el de Marcela
Ternavasio La revolución del voto.

Otros trabajos logran incorporar las dimensiones de la cotidianidad a la


historia política, tomando como foco el problema de las costumbres; en
este punto la máxima referencia son los textos de M. De Certeau La
invención de lo cotidiano.

Resultan asimismo muy valiosos los aportes procedentes de la sociología


–particularmente de Max Weber y Norbert Elias– perceptibles en la
obra de Gérard Noiriel aplicada al estudio histórico de la inmigración y
los refugiados a partir de un enfoque que privilegia a los actores
individuales, así como las formulaciones de Michel Foucault en su
Microfísica del poder.

René Remond fue uno de los que mejor han teorizado sobre el
desarrollo y el alcance de la nueva historia política; ello puede percibirse
en los temas expuestos en el índice de Pour une histoire politique (Para
una historia política), de 1988, verdadero texto fundacional que refleja la
variedad de las nuevas temáticas: Una historia presente, Las elecciones,
La asociación en política, Los protagonistas: de la biografía, La
opinión, Los medios de comunicación, Los intelectuales, Las ideas
políticas, Las palabras...

Historia del tiempo presente y memoria


Las dimensiones colectivas de la nueva historia social encontraron en
el tema de la memoria, un campo frecuentado no sólo por
historiadores sino por cientistas sociales; no se trata de un tema
novedoso, aunque sí lo es su tratamiento, particularmente desde la
“fiebre memorialista” motivada inicialmente por el bicentenario de la
Revolución Francesa. Al respecto, basta recordar la célebre y
magnífica compilación de Pierre Nora Los lugares de la memoria, en
la que se exploran los espacios en los que se albergaba la memoria
republicana: libros, monumentos, canciones, símbolos....
Una de las particularidades que hoy exhibe el tratamiento de la
temática es el de la memoria reciente y los usos del pasado en los
sucesivos presentes. Desde hace dos décadas, la nueva historia
política y la cultural convergieron en un área en expansión gracias a
una cantidad creciente de coloquios, jornadas, publicaciones
especializadas e instituciones: de esa convergencia surgió la historia
del presente basada generalmente en el criterio de “memoria viva” o
sea la de los testigos vivos que refieren a procesos aún no
terminados.
El tema ha suscitado ardientes polémicas por sus implicancias ético-
políticas, espistemológicas y conceptuales-metodológicas, ya que se
ponen en juego dimensiones que conectan la historia y la memoria, lo
vivido y lo recordado, lo observado y lo narrado. Historizar el presente
–presentizar, de acuerdo con los neologismos acuñados por la nueva
tendencia– es elaborar una historia vivida pero también trabajar con
la memoria. Un buen ejemplo lo constituye el debate de los
historiadores alemanes en torno del Holocausto, en el que pueden
percibirse todas las dimensiones antes referidas.
No se trata de una novedad absoluta; los historiadores orales ya se
habían visto enfrentados a problemas similares: la construcción de la
memoria, la dialéctica entre recuerdos y olvidos, la producción,
trasmisión y conservación de la memoria individual y social, es decir,
la construcción social de la memoria.
La historia presente encuentra entonces su particularidad en los
emprendimientos institucionales orientados a preservar la memoria
de hechos cercanos en el tiempo pero asumiendo el deber ético hacia
el futuro: la afirmación de valores relacionados con la democracias y
la tolerancia.
En 1978 se creaba un laboratorio propio dentro del Centro Nacional
de Investigaciones Científicas (CNRS), el Instituto de Historia del
Tiempo Presente (IHTP), cuyo objetivo es desarrollar los estudios
sobre la Segunda Guerra Mundial. Además, en lo referente a la
historia de la Resistencia –materia preferente del Comité–, el Instituto
ha avanzado en el estudio del régimen de Vichy, la colaboración,
situando este período “francés” en el contexto de la Europa de los
años treinta y cuarenta. François Bédarida fue el primer director y
quien defendió más cerradamente la legitimidad científica del área
contra dos objeciones clásicas: la relativa a la falta documentación
para la historia reciente y la de la falta de perspectiva que impediría
la objetividad.
Estas instituciones destinadas a garantizar el derecho de los
ciudadanos al conocimiento histórico sobre los genocidios basados en
causas raciales, ideológicas y culturales, se esparcen actualmente en
los principales países de la Unión Europea; pero también en Estados
Unidos y Canadá, en la Argentina y Chile, en Australia, Japón, Ruanda
y Sudáfrica.
Un considerable número de instituciones memoriales destinadas a
convertir la memoria democrática dispersa en un patrimonio
colectivo, a respetar y transmitir el recuerdo de las víctimas, se
traduce en cantidad de iniciativas historiográficas, museísticas,
documentarias y educativas.

En la Argentina, varios organismos de defensa de los derechos


humanos constituyeron en 1999 la asociación Memoria Abierta,
encargada de preservar la memoria de lo sucedido durante el
terrorismo de Estado y sus consecuencias en la sociedad argentina, a
fin de enriquecer la cultura democrática. Para ello ha impulsado
jornadas de debate, talleres y seminarios con especialistas del país y
del extranjero. Cuenta con cuatro programas: patrimonio documental,
archivo oral, fotográfico, y topografía de la memoria.

En nuestro país, el área tiene expresión desde las últimas versiones


de las Jornadas Interescuelas Departamentos de Historia y aun fuera
de ellas; un período particularmente trabajado es el de los años 60 y
70 hasta la transición democrática.
Balance
... de la historiografía
Como decíamos inicialmente, la disciplina histórica goza actualmente
de un apreciable dinamismo; en un marco carente de fuertes
dominancias y ostensiblemente internacionalizado; la nota distintiva
de la actividad historiográfica reciente parece la enorme pluralidad de
perspectivas. Sensible a los nuevos enfoques, la historia exhibe hoy
una apreciable expansión y especialización temática; las indagaciones
se valen de instrumentos metodológicos más sofisticados y menos
unilineales que permiten articular recursos procedentes de otras
disciplinas. La renovación de los problemas se tradujo en una
renovación y ampliación de las fuentes y métodos.
Una gran profusión de instituciones, revistas especializadas, jornadas
científicas, y textos que circulan en diversos soportes –vale aquí
marcar la importancia de internet–, vincula a historiadores de
diversas latitudes, aunque hoy la práctica historiográfica trasciende al
público de especialistas para abarcar a otro más vasto. Así, el género
de la alta divulgación, el fascicular y el de la manualística es
practicado actualmente por historiadores profesionales; ello fue
posible gracias a las nuevas estrategias narrativas y por la
instrumentación de políticas editoriales y massmediáticas.
La práctica historiográfica en nuestro país guarda una apreciable
sintonía con aquella que tiene lugar en el contexto internacional; la
presencia de historiadores extranjeros en nuestro medio y la de
argentinos en el exterior –vía seminarios, cursos, jornadas,
conferencias, coloquios– es frecuente y nutrida.
Por estas razones, la historiografía argentina refleja las grandes
tendencias; el punto de partida fue la transición democrática, etapa a
partir de la cual la docencia y la investigación en el área parecen
haber ingresado en una era de profesionalización plena y
normalización.

Bibliografía
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identidad expropiada, Buenos Aires, CEAL, 1994.

*El listado es indicativo y aspira sólo a la ejemplificación.

Apéndice
Historiografía internacional
Jornadas científicas
 Historia a Debate. Se reúne en Santiago de Compostela, España, cada año
jacobeo.
 LASA (Latin American Studies Association). Se reúne anualmente en distintas
sedes.
 Congreso Internacional de Americanistas. Tradicional evento que se reúne
desde 1875, últimamente cada tres años.

Revistas especializadas
 Historia Social;:La Pensée; Le Débat; Labour History Review; Social History;
Studi Storici; Past and Present; History and Theory; New Left Review; History
Workshop Journal; Historia & Grafí;Quaderni Storici; Storia della Storiografia.

Bibliografía general
 Appleby, Joyce, Hunt, Lynn y Jacob, Margaret, La verdad sobre la historia,
Barcelona, Andrés Bello, 1998.
 Aróstegui, Julio, La historia vivida. Sobre la historia del presente, Madrid,
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Entrepasados, Nº 8, Buenos Aires, 1995.
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Historiografía argentina
Jornadas científicas
 Interescuelas Departamentos de Historia.
 Historia Económica.
 Congreso Nacional y Regional de Historia Argentina.
 En los tres casos, las reuniones son bianuales y con sedes rotativas.

Publicaciones periódicas
 Entrepasados; Estudios Sociales; Anuario del IHES; Boletín del Instituto de
Historia Argentina y Americana Dr. E.Ravignani; Prismas; Revista de Historia
intelectual; Ciclos.

Bibliografía general
 Bragoni, Beatriz (ed.), Microanálisis. Ensayos de historiografía argentina,
Buenos Aires, Prometeo, 2004.
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Cooperación, Buenos Aires, 2002.
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 Halperin Donghi, Tulio: “El revisionismo histórico argentino como visión
decadentista de la historia nacional”, en Punto de Vista, Nº 23, Buenos Aires,
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 Hora, R., Trimboli, J. (eds.), Discutir Halperín, Buenos Aires, El cielo por
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 Palti, Elías, Giro lingüístico e historia intelectual, Buenos Aires, Universidad
Nacional de Quilmes, 1998.
 Romero, Luis Alberto, “La historiografía argentina en la democracia. Los
problemas de la construcción de un campo profesional”, en Entrepasados, Nº 10,
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 Roy, Hora y Javier Trímboli, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de
historia política, Buenos Aires, El cielo por asalto, 1994.
 Sábato, Hilda, “La historia en fragmentos: fragmentos para una historia”, en
Punto de Vista, Buenos Aires, Nº 70, 2001.
 Sazbon, José, Historia y representación, Buenos Aires, Universidad Nacional de
Quilmes, 2003.

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