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Ama llulla

Para construir sociedades en democracia no hace falta una legislación que mutile la
libertad de expresión.

La Razón (Edición Impresa) / Adalid Contreras Baspineiro


00:00 / 20 de septiembre de 2018

Sería un desatino pretender extender una pretendida ley contra la mentira hacia los
territorios de la libertad de expresión. Confío en la palabra de las autoridades que se
encargan de desalentar los naturales temores que provoca el anuncio de esta medida, así
como desmentir los desatinados argumentos de algunos voceros del oficialismo que acaban
patinando en cuestionamientos a los medios, con lo que dibujan un ambiente de
incertidumbre.

Como sabemos, el ama llulla está constitucionalizado y no se lo entiende sin su


correspondencia con el ama súa (no seas ladrón) y el ama qilla (no seas flojo), con los que
hacen la trilogía valórica de herencia originaria. Llulla quiere decir mentira, falsedad,
engaño o falacia. De modo tal que desde esta perspectiva ama llulla significa no seas
mentiroso, no seas falso, no seas farsante o no finjas ser lo que no eres. Podría también
relacionarse con llullachiy, o la incitación para hacer mentir a otras personas; o con
llullapakuq, que equivale a mentiroso por conveniencia. Todos estos sentidos seguramente
serán motivo de la ley, pero no es mi propósito indagar en ella, sino establecer sus
relaciones con la comunicación, cuya regulación toma en cuenta la intervención de cuatro
actores con roles diferenciados y complementarios: periodistas, propietarios de los medios,
Estado y ciudadanos.

Las organizaciones profesionales y gremiales de los periodistas juegan un rol central en el


proceso de construcción, emisión y circulación de los discursos, así como en la dignificación
de la profesión ante embates injerencistas de los propietarios privados o estatales de los
medios. Sus acciones se respaldan en la libertad de expresión y se consagran con el derecho
a la información, además de acompañarse de códigos de ética y criterios de noticiabilidad
que, cuando se los trabaja en serio, permiten procesos constructores de democracia. Es
tarea pendiente superar los deslices que provocan los estilos sensacionalistas y de la
dictadura del rating; así como también es un desafío avanzar en procesos eficientes de
autorregulación con responsabilidad social.

Los propietarios de los medios deberían ser promotores de la formación profesional,


oferentes de adecuadas condiciones de trabajo con estabilidad para los periodistas; y
garantes de la aplicación de los códigos de ética no en referencia a las propias convicciones,
sino a las obligaciones del gremio con la intimidad de las personas, la seguridad y el
desarrollo de la sociedad.

El Estado, a diferencia de la clásica visión difusionista que le asignaba un rol secundario


como legatario residual del protagonismo empresarial, debe ser promotor de políticas
públicas pluralistas, de programaciones deliberativas, de procesos educativos, de culturas
integracionistas y de la democratización de los accesos a la expresión de la palabra y de la
imagen.

Con el derecho a la comunicación, la ciudadanía ya no es más tan solo el espacio de la


recepción pasiva, sino también un dinámico actor, con derechos al acceso, a la propiedad, a
la expresión y participación en la construcción discursiva desde su ser social, cultural y
político diverso. Del mismo modo tiene competencias para la vigilancia y control de los
medios, amparados en su derecho a una información digna.

Para construir sociedades en democracia no hace falta una legislación que mutile la libertad
de expresión, sino que la cualifique; y una manera de hacerlo es promoviendo la
autorregulación, pero de a de veras, posibilitando el pluralismo en las narrativas desde
todas las voces, cuestionando la censura previa y asumiendo que democratizar la sociedad
pasa por democratizar la comunicación.

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