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han Starobinski
los emblemas
1789 ,
de la razón
taurus
JEAN STAROBINSKI
1789
LOS EMBLEMAS
DE LA RAZÓN
V ersión castellana
de
J o s é L uis C h e c a C r e m a d e s
taurus
Título original: 1789 Les emblemes de la raison
© 1973, Istituto Editoriale Italiano, Milán
© 1979, Flammarion, París
7
Hubert Robert (4732-1808), La Bastilla en los primeros días de
su demolición, 1789, París, Museo Camavalet (foto Giraudon).
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EL HIELO
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desaparecido; casi todos mis claveles y jacintos habían perecido: mis
higueras estaban muertas, asi como mis durillos que solían florecer
durante el mes de enero. Casi todas mis hiedras que acababan de brotar
tenían sus ramas secas y su follaje color de herrumbre.
No obstante, el resto de mis plantas se mantenían en buen estado,
si bien su vegetación se retrasó más de tres semanas. Todos los rebordes
de fresas, violetas, tomillos y prímulas estaban diapreados de verde,
blanco, azul y carmesí; todos mis setos de madreselvas, sangüesos,
groselleros, rosales y lilas estaban cubiertos por una capa verdosa de
hojas y de capullos de flores. En cambio, todas mis hileras de viñas,
perales, melocotoneros, ciruelos, cerezos, albaricoqueros habían flore
cido. A decir verdad, las viñas apenas habían comenzado a entreabrir
sus yemas; sin embargo, los melocotoneros ya tenían frutos tramados.
(Deseos de un solitario).
Este observador tan atento tiene ante sí, en el mundo vege
tal, el doble espectáculo de la muerte y de la vida y describe
minuciosamente sus colores. La efímera belleza de un jardín que
renace de su destrucción se nos muestra a una escala inusitada.
Al leer este texto, por un momento imaginamos estar en los
aledaños de la historia, en un reino minúsculo situado al margen
de todos los acontecimientos humanos en el que la muerte y la
vida tienen el sentido que toman en las luchas que enfrentan
voluntades adversas: sólo son fenómenos naturales acordes al
orden natural de la naturaleza. ¿No será este punto el refugio
contemplativo de un alma asustada por la violencia de la historia?
¿Y el universo vegetal un horizonte de fuga?
De ningún modo. En realidad, para Bernardin de Saint-
Pierre, la sombra de la historia se proyecta claramente en el
trastorno de la naturaleza. Al leer la continuación del texto que
acabamos de citar, constatamos que el granizo, la tormenta, el
hielo significan mucho más que una catástrofe natural: son las
imágenes sensibles a través de las cuales se expresan, en la escala
del universo físico, la bancarrota amenazante, la decrepitud de
las instituciones, la miseria del pueblo. En esta lectura simbólica,
el cataclismo se convierte en el emblema de las desgracias del
Estado: de ningún modo es su decorado postizo, sino que se nos
ofrece como su manifestación visible. Por el contrario, la prima
vera y su brote de vida proponen a la esperanza un pretexto
persuasivo: la profecía de un renacimiento universal.
Se diría que esta lectura simbólica de los signos climatológi
cos corresponde a un alma ingenua (o sin duda falsamente inge
nua) que desconoce el orden anónimo de las leyes de la natura-
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Francisco de Goya (1746-1828), El invierno, 1787, Madrid. Mu
seo del Prado (foto Anderson-Giraudon).
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príncipes y de ios grandes, rebeldes a cualquier advertencia,
revestían el aspecto obstinado de un azote de la naturaleza.
El hielo. El déficit. «No se puede describir la sorpresa de la
nación... ni su indignación cuando conoció el montante del dé
ficit: los males de Francia sólo se habían sentido, no se habían
calculado» (Rabaut Saint-Étienne). Para los hombres del Tercer
Estado, el déficit es la fría traducción numérica de las fiestas de
la corte y de la nobleza. El déficit es la fiesta helada, el invierno
de las cigarras aristocráticas que habían pasado el verano can
tando y bailando. El Fígaro de Beaumarchais había denunciado
las inconsecuencias del régimen: «Hacía falta un calculador y en
cambio sólo obtuvo un bailarín». Ahora, cuando los bailarines
han terminado su minueto, cuando los jugadores han terminado
de apostar sin contar, ha llegado el tiempo de las cuentas, de los
Comtes Rendus y de los calculadores.
En efecto, no sólo los gastos fastuosos empobrecieron al
Tesoro. La ayuda a los «insurgentes» de América había sido
costosa... Pero, además, también se tenía presente los palacios
comprados o construidos para la reina, los adornos, los fuegos
artificiales, la loca prodigalidad... El balance de los calculadores
era un acta de acusación contra un estilo de vida que alcanzó su
apogeo en el rococó y que se afinaba en el ornamento más sobrio
del estilo Luis XVI. Este estilo había enaltecido el dispendio en
todos los registros de la vida material, de la vida sensible y de
la vida intelectual. Había multiplicado y entrelazado los orna
mentos, dispersado el resplandor de los cristales, de los metales,
de los barnices en un parpadeo de luces indefinidamente reno
vadas. Este arte había construido alrededor de los ricos y de los
poderosos un decorado de fiestas perpetuas en las que el placer,
el deslumbramiento, las sorpresas sólo se agotaban para renacer
después de un breve eclipse. La sensibilidad del rococó no igno
raba, entre los fulgores agudos de los instantes privilegiados, el
obscurecimiento pasajero, los estados de nulidad y agotamiento:
confiaba en una facultad de renovación que reanimaba el alma
para nuevas sensaciones, para nuevas ideas vivas, para nuevas
imágenes punzantes. Del mismo modo que los príncipes, después
de haberse arruinado jugándose hasta el último franco, contaban
con la munificencia del rey o con el dinero prestado o con las
propias tierras que, por la triple vía de la renta directa, el im
puesto o la hipoteca, podían suministrar nuevos recursos.
En la procesión de los estados generales, durante esta pri
mavera de penuria, la ostentación fastuosa de los trajes de la
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nobleza y del clero escandaliza al pueblo; estos privilegios, au
sentes de todo brillo personal, estos «ilustres obscuros» (la ex
presión es de Mme. de Staél), parecen usurpar las distinciones
que afectan. Escuchemos a Rabaut Saint-Étienne, diputado del
Tercer Estado:
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LOS ÚLTIMOS FULGORES DE VENECIA
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Francesco Guardi (1712-1792), Bodas del Duque de Polignac en
Carpenedo, 1790, Venecia, Museo C orrer (foto X).
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MOZART NOCTURNO
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EL MITO SOLAR DE LA REVOLUCIÓN
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su resplandor sobre la ciudad ansiosa. Todos los niños recién nacidos
son los primeros en verlos; derraman lágrimas, y se acurrucan sobre los
senos que exhala la tierra...
(Blake, The French Revolution, 1791).
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PRINCIPIOS Y VOLUNTAD
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En todas las luchas violentas, los intereses siguen los pasos de las
opiniones exaltadas, como las aves rapaces siguen a los ejércitos dispues
tos a combatir. El odio, la venganza, la codicia, la ingratitud, parodiaron
abiertamente los más nobles ejemplos porque malintencionadamente se
había recomendado su imitación. El amigo pérfido, el propalador infiel,
el delator obscuro, el juez prevaricador, encontraron su apología escrita
en la lengua convenida. El patriotismo se convirtió en una excusa banal
para justificar todos los delitos. Los grandes sacrificios, los actos de
abnegación, las victorias obtenidas por el republicanismo austero sobre
las inclinaciones naturales, sirvieron de pretexto para un desencadena
miento desenfrenado de las pasiones egoístas.
(Sobre los efectos del Terror, año V).
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LA CIUDAD GEOMÉTRICA
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En la geometría regular del círculo y de la esfera, ¿cuál será
la función que corresponderá al centro? En él se espera encontrar
un principio benéfico que rija soberanamente el conjunto. El
globo luminoso en el cenotafio de Newton. La capilla en el
hospital circular de pasillos radiales de Poyet. La casa del direc
tor en la ciudad de Ledoux. Sin embargo, por una inversión que
está en la lógica del Terror, el lugar central podrá recibir su
consagración merced al suplicio: el patíbulo donde se decapita a
Luis XVI será colocado en el centro de la plaza de las Victorias.
Es el lugar ambiguo donde la nueva luz de la República debe
nacer a partir del asesinato simbólico del orden antiguo. Y la
idea de un centro tenebroso aparecerá con fuerza en algunos
proyectos nacidos del Terror: tal es el caso de ese horno crema
torio en el que se ve a la llama central actuar como un poder
destructivo. Cito a Michelet:
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ARQUITECTURA PARLANTE, PALABRAS
ETERNIZADAS
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EL JURAMENTO: DAVID
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El año siguiente, la constitución civil del clero exigirá a los
sacerdotes el juramento de fidelidad a la Nación. La Fiesta de
la Federación, el 14 de julio de 1790, después de la misa cele
brada por Talleyrand, obispo de Autun, se desplegará como un
inmenso juramento. Se celebrarán a menudo matrimonios ante
el altar de la patria para conjugar dos fidelidades: la de la pareja
y la del ciudadano. Y cada bandera, con la divisa La Libertad o
la Muerte, será el recordatorio de un juramento.
El gesto del juramento, la tensión vivida por un cuerpo que
funda el futuro en la exaltación de un instante, se realiza con
forme a un ceremonial arcaico. Si, por una parte, instaura un
porvenir, por otra repite un arquetipo contractual muy antiguo.
Su representación implica una actualización renovada: quien lo
realiza no puede evitar encontrarse en la situación del actor; su
papel le precede, incluso cuando éste consiste en inventar un
futuro. Pero llega más lejos: como los valores a los que se presta
juramento son considerados eternos, lo que comienza en el acto
fundador no es más que la vuelta a comenzar de una soberanía
olvidada. En 1789 pocos hablaban de abolir todo para emprender
«una reconstrucción total» (Barnave) sobre terrenos enteramen
te nuevos: las palabras más frecuentes eran regeneración y res
tauración. No se quiere innovar, sino reencontrar el origen olvi
dado. (Después de la noche del 4 de agosto, «la Asamblea
nacional proclama solemnemente al rey Luis XVI Restaurador
de la libertad francesa».)
Entre 1779 y 1781, J. H. Füssli pinta en Londres El jura
mento de los tres suizos. Un gesto colectivo aúna las tres figuras:
los tres brazos izquierdos, tendidos horizontalmente, desembo
can en el estrechamiento de las manos que forman el nudo
central del cuadro; los brazos derechos elevados y las miradas
dirigidas hacia el cielo dan a la obra su impulso vertical. Se
reconoce aquí al admirador de Klopstock: el movimiento de la
solidaridad humana queda reforzado por una llamada a la trans
cendencia protectora —en un clima de elegancia heroica cuyo
trazado, al representar un esfuerzo de superación, produce sin
embargo el sentimiento de lo déjá vu—. Si el acto del juramento
repite un modelo anterior, el estilo del pintor también imita
modelos precedentes: Miguel Ángel, Giulio Romano, Marcan-
tonio Raimondi.
Con El juramento de los Horacios (1784-1785), Jacques
Louis David da al tema la expresión más decidida y reveladora
del clima estético de la época. La escena tiene lugar en Roma,
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Jacqucs Louis David (1748-1825), El juramento de los Horacios,
París, Museo del Louvre (foto del Museo).
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la mirada de los hijos encuentra la mirada del padre: la comunión
de los hermanos tiene como foco central el haz de armas asesinas
santificadas por la mano paterna que las transmite. La dirección
vertical, que en el cuadro de Füssli estaba indicada por los brazos
elevados hacia el cielo, ahora está marcada por las macizas co
lumnas dóricas que dividen el decorado de la escena, pero, sobre
todo, por la pica y las espadas en un sistema de oblicuas opuestas.
La consagración reside en el deber guerrero. (Y no porque David
se niegue por principio a designar una transcendencia más lejana:
sabemos que será el promotor de la Fiesta del Ser Supremo y
que su Sócrates bebiendo la cicuta de 1787 señala el cielo con el
dedo.) Al inicio de una época de levantamientos de masas y de
ejércitos nacionales vemos cómo la leyenda antigua del sacrificio
a la Patria se representa en un escenario simbólico. El Padre,
que no mira a sus hijos sino a las armas que les confía, se muestra
más preocupado por la victoria que por la vida de sus hijos.
Éstos, por su parte, pertenecen de ahora en adelante no tanto a
ellos mismos como a su juramento. El impulso heroico implica
la superación de las vinculaciones sensibles y de los lazos natu
rales con la finalidad de alcanzar una idea cuya metáfora patética
es la mano del padre. Hacía falta que en El juramento de los
Horacios la emoción inmediata quedase claramente expresada,
aunque sólo fuera para indicar la distancia que respecto a ella
toman los guerreros consagrados a la muerte o al triunfo. El
grupo de mujeres, a la derecha, expresa la inutilidad del dolor.
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Así se completa la naturaleza teatral de la situación: a la virilidad
involuntaria, en la que el ser se olvida de sí mismo en aras de
un deber sangriento, se opone la femineidad sensible que no
puede hacer frente a la muerte y que se deja subyugar por el
horror.
No cabe duda de que no volveremos a encontrar esta opo
sición patética en los grandes esbozos de El juramento del Jeu de
Paume. Aquí, David renueva el gesto de los Horacios, lo comu
nica a la multitud de los diputados: esta vez el centro de la
composición ya no es un haz de armas, sino la cosa escrita, la
proclama leída por Jean-Sylvain Bailly. La tensión que anima
esta obra es de esencia más abstracta: es la que se establece entre
la imagen individual de cada uno de los actores y la unidad
dinámica del conjunto. David piensa su cuadro, lo compone
mediante grandes olas armónicamente repartidas: quiere, sin
embargo, hacer de esta masa humana no tanto un retrato colec
tivo como un conjunto de retratos particulares. El único perso
naje que se opone (el diputado Martin Dauch, de Castellane) se
representa sentado, con los brazos cruzados contra su pecho
(esbozo del museo de Versalles). El hecho de que David haya
querido poner de relieve su figura —sin duda para exponerle a
la reprobación— acentúa la referencia a la conciencia individual;
el gran impulso colectivo se antepone a la decisión de la voluntad
particular. Otro esbozo de El juramento del Jeu de Paume dis
pone a los actores en el desnudo atlético —a la manera anti
gua—, pero precisa los rasgos del rostro hasta alcanzar la exac
titud del retrato. Captamos en vivo el problema de la conciliación
entre lo ideal y lo característico. El ideal se nos ofrece precisa
mente en la claridad del dibujo, en la pureza elocuente del gesto,
en la belleza de las «anatomías»; pero los rostros, incluso cuando
un noble arrebato podría subsistir a cualquier otra pasión, pre
sentan los caracteres de la existencia individual, las irregularida
des de una naturaleza viva que la fidelidad imitativa prohibe
reducir a un «tipo» ideal. Comparado con el problema que David
debía resolver en El juramento, la composición de La consagra
ción de Napoleón parece una tarea singularmente desahogada;
en los esbozos de El juramento sólo un personaje está inmóvil
—el oponente paralizado sobre su silla—. En La consagración,
el único movimiento se concentra en las manos de Napoleón
llevando la corona.
El gran Brutus del Salón de 1789, al poner de relieve el límite
extremo de la abnegación por la patria revela otra cara del
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Jacques Louis David (1748-1825), Los Helores llevando a Hruius el
cuerpo de su hijo, 1789, París, Musco del Louvre (foto del Museo).
* Y el primer cónsul, más ciudadano que padre, / que vuelve solo por
decisión propia / a los pies de su Roma tan querida / saboreando con su corazón
el glorioso tormento...
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cado su descendencia masculina. Sostiene en la mano un trozo
de pergamino; poco importa que sea o no la orden de ejecución:
es una página en la que una sentencia ha sido inscrita para
subsistir duraderamente. Este texto simbólico es el pendant sim
bólico del costurero que representa el mundo de la paciencia y
de la quietud: lo trágico de la historia viene a hacer su irrupción
—como la Revolución— en el interior de una morada donde los
valores de intimidad, las costumbres de la vida privada dejan a
menudo de constituir un mundo separado y protegido. La pre
sencia ¡nocente del maravilloso costurero (olvidada por los acto
res de una tragedia que se desarrolla ante nosotros, testigos
únicos), es una victoria silenciosa, naturaleza muerta donde el
hierro de las tijeras simboliza la crueldad omnipresente. Objeto
nulo, pero patético por su misma nulidad, ocupa la parte central
del cuadro: ofrecido a nuestra percepción, representa el universo
«objetivo» del cual el pintor no puede apartarse. Lo contempla
y nos fuerza a contemplarlo, incluso cuando su intención sea
hacernos entrever, por la sublimidad trágica y por el espanto
—empleo deliberadamente el término kantiano—, la dimensión
moral en la que el hombre abrumado se muestra más grande que
su destino. Bajo la luz que despierta los colores, se ofrecen los
aspectos de lo inmediato: el cadáver, la proximidad del cuerpo
rendido al estado de cosa; la emoción en su aspecto de sobresalto
convulsivo y de desfallecimiento irreflexivos. Jean Lemayre se
ñala muy atinadamente: «Como ocurría en los Horacios, David
concentra su energía plástica sobre los grupos viriles y cornelia-
nos, reserva su ternura pictórica para la evocación patética y
raciniana de las mujeres y los niños». La potencia del dibujo y
del contorno prevalece, pues, para volver a trazar al personaje
heroico cuya acción reflejada ejerce su poder sobre la sensibili
dad. El grupo de las mujeres, para no ser dibujado con menos
vigor —deudor también de los modelos antiguos— deja dilatarse
el color más ampliamente. Así los valores pictóricos se asocian
a unos personajes cuyo estado pasional queda alejado de la
grandeza voluntaría, patrimonio del héroe inmóvil. Aunque Da
vid haya equilibrado perfectamente su cuadro, percibimos que
ha sentido la necesidad de conciliar dos imperativos: el dibujo,
vinculado a la exigencia del pensamiento, y el color y la sustancia
cromática de los objetos, vinculados a los movimientos de la
sensibilidad.
David conmueve haciendo aparecer un cadáver. Aunque
durante todo el siglo xvill la pintura de historia jamás haya
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renunciado a las escenas fúnebres, la época parece redescubrir
la muerte y la contempla con un nuevo sentimiento. Según una
de sus tendencias, alejandrina y femenina, la época se las ingenia
para representar una muerte vaporosa y ondulante, fusión ema
nada del seno de los elementos, engendrada del hálito cósmico:
el ahogamiento de Virginia (tema que recogerán Vernet en 1789
y Prud’hon en una época más tardía), La Jeune Tarentine de
Chénier, algunas graciosas figuras ofelianas de la pintura inglesa,
proporcionan los mejores ejemplos. Sin embargo, según una
tendencia heroica y viril, la época multiplica los cadáveres atlé
ticos cuya belleza soberana confiere a la muerte un atractivo
evidente. (Una vaga necrofilia flota sobre toda la obra de David
y de Füssli.) En la intención más explícita de los autores, la
belleza de los muertos inculpa a la insondable injusticia de la
Parca, pero conduce el pensamiento hacia la finalidad superior
en aras de la cual los héroes han sacrificado su vida. El cuerpo
inanimado queda así depositado en el umbral del mundo material
cuando su voluntad viva le había llevado hacia un ideal ininteli
gible. La finalidad pretendida se hace así sensible mediante un
juego de reflejos. El espíritu del héroe ha conquistado la gloría
eterna que codiciaba. El ojo del espectador queda en presencia
de lo no esencial, del despojo, pero éste recibe un rayo reflejado
de la eternidad y se perfila a nuestros ojos según los cánones de
lo «bello ideal». Sólo importa la obra heroica, pero el cadáver
es transfigurado por ella. Vemos llegar la época de las grandes
marchas fúnebres: Gossec, Beethoven...
En el Brutus la muerte ha sido infligida. En ios cuadros
dedicados a los mártires de la Revolución, se tratará de una
muerte aceptada y asumida previamente. Por el acto primero del
juramento, el individuo ha consentido en morir a su vida pasio
nal: se ha sometido a una finalidad en la que se realiza la esencia
del hombre —la libertad—, pero al precio del sacrificio de lo no
esencial, es decir, de todo lo que no es la libertad —o la muerte—.
Los retratos de los mártires de la Revolución son figuras que se
nos muestran en un reposo en el que la muerte prueba la auten
ticidad de su juramento de hombres libres. Su misma muerte, al
poner la libertad fuera de su alcance, les permite disfrutarla.
Aquí la misión del pintor consiste en dejar entrever la libertad
como el envés glorioso de esta muerte. En el Marat asesinado,
el objeto narrativo, que ocupaba tan amplio espacio en los cua
dros romanos, se concentra: Marat sostiene todavía en la mano
la carta de Charlotte Corday; se lee en ella la fecha, establecida
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en el calendario a la antigua usanza, de 13 de julio de 1793, el
nombre de la asesina, la dirección: «Al ciudadano Marat», la
súplica mentirosa: «Basta que yo sea desgraciada para tener
derecho a vuestra benevolencia». En el billete de Marat, al que
acompaña un asignado que reposa sobre la caja contigua a la
bañera, puede leerse también: «Usted dará este asignado a vues
tra madre...» A este testimonio de la magnanimidad de Marat
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ROMA Y EL NEOCLASICISMO
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CANOVA Y LOS DIOSES AUSENTES
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GOYA
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la sombra, que el arte neoclásico trata de dominar o desterrar
(evitar, en aras de la forma pura, la fatalidad obscura de la
materia, tal es su ambición más constante). De hecho, Goya
quizá no siente menos angustia delante de las tinieblas materia
les, pero escoge hacerles frente y no reprimirlas. En efecto, en
1789, todavía nada deja presagiar la amplitud de este afronta-
miento: Goya todavía no es más que un pintor enamorado del
color que, como David, ha sabido disciplinar la fogosidad de sus
primeros impulsos. Hará falta la conjunción de la influencia de
la enfermedad de 1792-1793 (que le volverá sordo) con la de la
gran sacudida política de la época para que deje aflorar abierta
mente, en sus cuadros y grabados, un elemento inquietante que
hasta entonces se disimulaba en el aura secreta de sus obras. Lo
que en los cartones de tapiz no había sido más que una impal
pable atmósfera, se convierte ahora, como por una especie de
condensación y animación espontáneas del principio tenebroso,
en una población monstruosa.
Lo inconsciente parece tomar la delantera. A primera vista,
el espectador puede creer, gracias a un desasosiego profundo,
que un sueño amargo y grotesco se apodera del alma del pintor.
Será, sin embargo, un anacronismo aplicar a Goya una interpre
tación heredada de la tradición romántica y de su sucedáneo
surrealista. Las obras más extrañas de Goya no obedecen al
único dictado del sueño. Hace falta comprenderlas a partir de
un doble postulado nacido del espíritu de las «luces»: el combate
contra las tinieblas, es decir, contra la superstición, la tiranía, la
impostura y la vuelta a los orígenes. Doble postulado que
—como veremos— desemboca en una creación híbrida.
El liberal, el amigo de los pensadores ilustrados, será quien
emprenda la denuncia del mal, la estupidez, la obstinación limi
tada de los agentes del Antiguo Régimen que se eterniza en
España; el racionalista mostrará abiertamente las figuras grotes
cas que nacen del sueño de la razón. Hará la sátira de las larvas
nocturnas, y mientras Füssli se mantiene deliberadamente al
margen de lo deforme e innoble, Goya no vacila en empujar el
sarcasmo hasta su punto más violento. Para ridiculizar a las cria
turas de la noche, dirige contra ellas una agresividad que, en su
furor, comporta algo de nocturno. El mito solar de la Revolución
se había complacido en la idea de la inconsistencia de unas
tinieblas que se desvanecerían sólo con la aparición de una Razón
sostenida por la voluntad. Mito ilusorio, lo hemos visto; Francia
ha vivido los momentos más intensos de la Revolución en un
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simbolismo en el que la luz de los principios se mezclaba, para
perderse en ella, con la opacidad del mundo material. El mismo
Goya, más alejado del foco de la luz revolucionaria, se encuentra
mejor situado para describir el rostro gesticulante de lo que se
niega absolutamente a la luz. Denuncia con furor el elemento
refractario, en la esperanza de despertar en nosotros la risa que
lo aniquilará. Pero aquí la sátira confiere el ser a aquello mismo
que quiere destruir, le da una temible consistencia. Nuestra risa
le hace justicia: la risa se malogra y nos deja, prendidos por la
extrañeza, delante de amenazas irreductibles. Llegará el momen
to en el que la alusión a las tinieblas en El juego de la gallina
ciega se convierta en la horrible ceguera de los cantores ciegos
de La Quinta del Sordo (1820). La ironía de Goya no es dueña
de borrar lo que ha producido. Lo obscuro ha tomado una
evidencia rugosa y compacta que ya no es posible reenviar a la
nada. La razón tiene ante sí lo que es radicalmente diverso de
la razón: sabe qué vínculos íntimos la unen con estos monstruos,
pues han nacido precisamente de su exigencia o, más exactamen
te, del rechazo de su exigencia. Son el poder anárquico de la
negación que no se hubiera manifestado si el imperativo del
orden diurno no se hubiera promulgado. Encuentro pesado que
acarrea consecuencias, pues la razón, al reconocer en su enemigo
su propia realidad invertida, el envés sin el cual no sería luz, se
deja fascinar por la diferencia de la que no puede liberarse. Goya
no cree en los demonios, pero, al representar el delirio diabólico
de quienes permanecen vinculados a las prácticas de la brujería,
pone al descubierto una estupidez obscura y empecinada que
pronto tomará la apariencia de bestialidad demoníaca. Y el exor
cismo —confiado a partir de ahora al arte— vuelve a hacerse
necesario: consiste en nombrar, en trazar, mediante el emblema
o a través de la descripción directa, las innumerables figuras del
mal, de la violencia, del frenesí mortal.
Decíamos que Goya rechaza una vuelta a lo antiguo que casi
todos sus contemporáneos hacen condición necesaria en su per
secución de lo bello. No es imposible sin embargo descubrir en
él una nostalgia por los orígenes. Pero no cabe duda de que fue
el único, o casi, en vivir su relación con lo antiguo como el
recurso a una fuerza espontánea —y no como la persecución, en
la memoria erudita, de un lugar temporal privilegiado (la Arca
dia) o de una forma inmutable—. Para Goya (como para Dide-
rot, y pronto para los románticos), el origen no es un principio
ideal, sino una energía vital. Lo escruta en el ojo de los toros,
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en el cabello de las Majas, en el tumulto popular, en los colores
del mundo. Para explicarme mediante una imagen simbólica,
diré que deja a los demás (a los «anticuarios» de Roma) el dios
griego disfrazado de animal, el blanco toro mitológico, raptor de
Europa. Él prefiere pintar a la bestia negra abocada a la muerte
en las plazas del pueblo. Se trata —no hace falta decirlo— de un
origen sombrío y acechado por un riesgo mortal. La vida bordea
la muerte. Por ello, las naturalezas muertas de Goya estarán
terriblemente muertas, privadas de cualquier pulsación y sustraí
das a cualquier «fluido vital».
La denuncia de las tinieblas provoca una abundancia de
criaturas bestiales. El recurso al origen se vuelve hacia las fuentes
profundas de la vida. He aquí el punto de unión, la confluencia
singular donde en Goya los colores de la vida vienen a mezclarse
con las sombras del mal. ¿Cómo sorprenderse a partir de ahora
de que las figuras condenadas por la razón se animen de una
vitalidad impetuosa? ¿Y de que las imágenes del origen estén
contaminadas por el horror irrisorio? Así surgirá Saturno, ima
gen espantosa y grotesca de un origen devorador. Un gran nau
fragio parece confundir las tinieblas y el origen. Pero, en esto,
Goya continúa siendo todavía fiel testigo de las «luces»: describe
su perversión, tal y como la ha vivido la España de 1808. La
Francia revolucionaria, foco irradiador de la luz de los principios,
y cuya expansión pacífica había esperado Goya, hace irrupción
bajo el rostro de un ejército violento que siembra a su paso
asesinatos y atropellos absurdos. Una inversión maléfica ha sus
tituido la luz por las tinieblas. La esperanza ha sido traicionada;
la historia, que parecía progresar en el sentido de la libertad,
pierde su eje positivo y se convierte en escena insensata. Puede
verse que no sólo estamos en presencia de lo que hemos llamado,
a propósito del arte neoclásico, la vuelta a la sombra: vemos
realizarse una verdadera permuta mediante la cual lo que en un
principio se había mostrado como fuente de luz queda sustituido
por una fuente de tinieblas. En Goya oímos anticipadamente el
grito que en un momento patético resonará en la Aurelia de
Gerard de Nerval: «¡el Universo está en la Noche!». Aquí, pre
guntaré de nuevo a la obra tardía de Goya, porque hace sensible
el destino lejano de lo que ha estado en juego en 1789. El
resultado se lee en el cuadro de los fusilamientos del 3 de mayo
de 1808: el grupo rítmico y disciplinado de soldados del pelotón
de ejecución representa una racionalidad demente; la regulari
dad, el orden (que hubieran debido marcar el triunfo de los
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Francisco de (Joya (1746-1828), Los fusilamientos del J de Mayo
de 1808 en Madrid, Madrid, Museo del Prado (foto Giraudon).
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LUCES Y PODER
EN L A FLA U T A M Á G IC A
113
a La flauta mágica y a la continuación que Goethe proyectó
añadir.
Pero al lado de esta primera significación, que asocia estre
chamente felicidad y saber, es conveniente efectuar una lectura
complementaria que planteará una nueva pregunta y pondrá de
manifiesto una significación relativa al poder. Se trata sin duda
de un asunto que viene dado por la predominante preocupación
política de nuestra época y que por ello mismo no viene impuesto
ilegítimamente desde fuera por una especie de violencia inter
pretativa ni se plantea, pues, de forma anacrónica. El Singspiel
de Schikaneder y Mozart es contemporáneo a la Revolución
francesa: plantea y resuelve, de manera figurada, el problema de
la autoridad y de su fundamento. Basta con escuchar atentamen
te: la palabra poder se pronuncia una y otra vez en estrecha
vinculación con las palabras que se refieren al amor, la felicidad
y el conocimiento.
Plantear aquí la cuestión del poder no tiene nada de arbi
trario. No es necesario forzar la interpretación. El libreto habla
continuamente del poder. La palabra Machi interviene a menu
do, bajo la doble forma afirmativa y negativa. Escena primera:
Tamino, perseguido por una serpiente, cae desmayado, fallí in
Ohnmacht. Es socorrido por tres damas veladas enviadas por la
Reina de la Noche. Matan al monstruo con sus venablos de plata
y gritan: Stirb, Ungeheuer, durch unsre Machí: «Muere, mons
truo, por nuestro poder». Este es el comienzo. Sin embargo, al
final de la obra, este mismo poder se confiesa vencido y oímos
la palabra Machí:
114
príncipe solar. Todo lo demás depende de esta lucha: primero
la felicidad de la pareja Tamino-Pamina; subsidiariamente, la
suerte de Papageno, que espera impacientemente una compañe
ra. Tres parejas, pues, a niveles de realidad distintos, evolucio
nan a nuestros ojos —no sin la asistencia o resistencia de perso
najes subalternos, sobrenaturales o sacerdotales subordinados a
la Reina o a Sarastro: las tres damas, los tres muchachos, los
esclavos, los sacerdotes, los guardianes, los hombres armados,
el orador, y, más evidentemente, el moro Monostatos («el que
se mantiene solo»), figura de la perfidia y de los deseos obscuros
que nacen en quien detenta los poderes delegados, esclavo re
belde, guardián y verdugo de Pamina.
Recurriré aquí a un artificio. Examinaré sucesivamente la
cuestión del poder en cada una de las tres parejas. Y seguiré el
orden ascendente, de abajo a arriba, del nivel inferior al supe
rior, del puro instinto, que confina, con la animalidad, a la
sabiduría soberana.
Comencemos pues por Papageno —el papel que se había
reservado Schikaneder, el libretista—. Su presencia propaga una
energía vital espontánea pero gastada: es la parte del hombre
que no superará la prueba iniciática. Pero, gracias a Papageno,
la bufonada viene a rebajar el desarrollo de la alegoría grave;
gracias a él las escenas chuscas toman el relevo de los instantes
patéticos. Goethe, quien deliberadamente ha perseguido ios mis
mos efectos en el esbozo de lo que hubiera debido ser una
continuación de La flauta mágica, gustaba de esta alternancia
rápida de atmósferas. De la alegría elemental a los misterios del
universo la distancia es considerable y la oscilación brusca. Pero
pasando así de la angustia a la risa, del recogimiento a la broma
fácil, el auditorio recorre, en su amplitud completa, todo el
registro de la emoción humana. Se descubre enteramente a sí
mismo.
Papageno, pajarero, charlatán como un pájaro, incluso si un
candado le sella la boca, con nombre de pájaro, hombre de la
naturaleza (Naturmensch), incapaz de disimular su cobardía, su
glotonería, su lujuria, deja inmediatamente adivinar el sentido
de su personaje. En todas las cosas es el hombre del deseo
espontáneo, del instinto, del pensamiento corto e ingenuo. Quie
re pasar por el vencedor de la serpiente, dejarse atribuir un poder
que no tiene. Aspira vanamente al simple poder físico.
¿Se puede hablar de poder en relación a él? Quizá convenga
aquí definir mejor nuestros términos. Reservemos la palabra
115
poder para la autoridad eficaz que impone un orden. El poder
produce, voluntaria u obligatoriamente, de manera justa o injus
ta, una subordinación. Llamemos por el contrario fuerza o poder
a la simple facultad que tiene un individuo para manifestarse
según sus energías propias; esta fuerza, este poder pueden que
dar circunscritos a sí mismos, sin tratar de someter a otros indi
viduos. En efecto, todo ser que siente su potencia está tentado
de convertirla en una fuente de poder —organizando un mundo
dócil a su voluntad.
De hecho, Papageno sólo reina sobre la jaula de pájaros que
acarrea sobre su espalda. Su poder —que consiste en aprisionar
pájaros— no sólo es irrisorio, sino además, inocentemente cruel.
Hay, sin embargo, en él la fuerza irreprimible de la vida elemen
tal con sus alegrías simples, sus desesperanzas fugaces, su salud
indefectible (Mozart, en su lecho de muerte, pedía que se le
cantasen los aires de Papageno, que son el calor mismo de la
vida). Esta ausencia de poder extenso, esta fuerza espontánea,
se resumen en un concepto simple: la inmediatez. En las obras
del siglo X V lll, este tipo de inmediatez ha sido representado ya
muchas veces a través de las figuras del buen salvaje o del
Arlequín (y de sus homólogos como el Kasperl). Papageno, el
hombre-papagayo, es al mismo tiempo buen salvaje y Kasperl,
a lo cual se añade (si se quiere aplicar, con Chailley, el código
alquímico a los personajes de La flauta mágica) su estrecha
afinidad con uno de los cuatro elementos: el Aire. Esta familia
de personajes está en contacto directo con la animalidad, tanto
por el instinto que los habita como por su frecuentación del
mundo animal. Insistimos aquí en la inmediatez, pues es un
elemento que en la obra contrasta con el carácter mediato de la
experiencia iniciática impuesta a Tamino y Pamina.
Papageno no conoce más mundo que el estrecho valle que
habita. Se contenta con una choza de paja y vive al día: su trabajo
se reduce a la caza de pájaros, modo de subsistencia primitivo,
mientras que otros saben construir templos; el trueque (con las
damas de la reina), actividad económica rudimentaria, asegura
sus recursos cotidianos. Y, sobre todo, Papageno sólo conoce la
satisfacción del deseo en el momento instantáneo. No forma
ningún proyecto a largo plazo. Consecuentemente, cuando un
placer se le ofrece, no concibe la necesidad de diferir su satis
facción, de reprimir la idea, ni de progresar más lejos. Rousseau
había descrito exactamente de la misma manera la estupidez y
la alegría del hombre de la naturaleza. Pero Papageno es inedu
116
cable. Su satisfacción es un poder erótico elemental, que es
promesa de felicidad a un nivel inferior. El pulular de pequeños
Papagenos y Papagenas que se prometen marido y mujer y que
la música de Mozart expresa con tanta ironía, atestigua su fecun
didad vital, su salud animal. Papageno, que no accede a la vida
del espíritu, es la energía a partir de la cual puede y debe
elaborarse la vida espiritual. Del mismo modo que ha podido
verse en Leporello el doble, la sombra trasunta de Don Giovan-
ni, es lícito ver en Papageno, por utilizar la terminología psicoa-
nalítica moderna, la sombra o el ello de Tamino: una identidad
parcial, la más rudimentaria, pero a partir de la cual todo lo
demás puede construirse mediante esfuerzo, trabajo, afronta-
miento de los obstáculos.
Una última observación sobre Papageno para mostrar hasta
qué punto concuerda con el tipo tradicional del bufón de teatro.
Este, sin verse directamente afectado por la intriga, interviene
en ella a título de auxiliar o de obstaculizador: sus intervenciones
intempestivas desempeñan a veces un papel providencial; el bu
fón, sin que él lo sepa, es un salvador o un libertador. Tal es el
caso de Papageno. Enviado como explorador y mensajero por
Tamino, el pajarero en dos ocasiones llega en el momento pre
ciso para salvar a Pamina de las sevicias del obscuro y violento
Monostatos. Por añadidura, Papageno revela a Pamina el amor
de Tamino antes que éste se haya mostrado. La palabra de
Papageno juega para la heroína el papel que el retrato de Pamina
había desempeñado para el héroe: anuncia un objeto de amor,
pero, al mismo tiempo, hace sentir su ausencia. Si Papageno
carece de poder directo, su inocencia, su alegría —escoltadas por
la flauta y el glockenspiel— se truecan en un poder indirecto:
Papageno, sin saberlo, hará girar la rueda del destino.
117
encuentra en situación de debilidad, de dependencia —en el más
hondo error, ilusión, credulidad—. El poder se encuentra al final
de un camino que tiene su origen en las tinieblas.
Tamino sufrirá las pruebas iniciáticas en calidad de hombre,
que no en la de hijo de rey. El libreto pone de manifiesto con
insistencia el tema de la igualdad. Pero, por otra parte, Sarastro
anuncia a Tamino que su porvenir, si afronta victoriosamente la
prueba, será reinar como príncipe sabio, «ais ein weiser Pirnz zu
regieren». El aprendizaje de la humanidad integral no se distin
gue de los preparativos que conducen al ejercicio del mejor
poder posible, del poder plenamente legítimo. Algunas puestas
en escena —pienso en la de Bergman— no vacilan en mostrar
esta toma del poder —este advenimiento justificado al poder—
en la última escena. Haciendo desaparecer a Sarastro, el con
traste entre la impotencia inicial y el final poderío absoluto de
Tamino se hace lo mayor posible. Por añadidura, este adveni
miento al poder forma unidad con la realización amorosa de la
pareja, en la plena madurez, victoriosa sobre la sombra, el si
lencio y el malentendido. La síntesis amorosa más sublime coin
cide así con la conquista del saber y del poder. Todas las alegrías
deseables se funden en un sólo bloque luminoso —cúmulo de
todos los fantasmas juveniles.
Se sabe hasta qué punto la serie de pruebas de Tamino
corresponde al itinerario impuesto por el ritual masónico. No
expondré las etapas sucesivas de esta marcha en el laberinto.
Para mi propósito de hoy, el detalle simbólico de las etapas
sucesivas importa menos que el principio mismo del recorrido
iniciático —camino en el que el héroe está conminado a desarro
llar un valor que ignoraba y del que, de ahora en adelante, entra
en posesión.
La religión masónica, que querría preparar el advenimiento
de una nueva edad del mundo, se quiere al mismo tiempo infor
mada de las verdades más antiguas. Toma su ritual de la prueba,
sin olvidar tampoco ciertas prácticas de la caballería medieval y
de los cultos mistéricos de la Antigüedad. Esta simbólica del
viaje hacia la verdad o hacia la santidad, era utilizable casi por
entero por el pensamiento de las luces para representar el des
cubrimiento progresivo de la voz de la consciencia, la marcha
paciente en la que la no-razón (animal, desarmada, vagabunda)
se hace Razón, estable y dueña de su poder. La «novela de
educación» o «de formación» es la versión narrativa de lo que
La flauta mágica nos propone con el lenguaje del lirismo solemne
118
y encantado. No es otra cosa la novela del abad Terrasson Sethos,
a la que tanto debe el libreto de La flauta mágica: el propósito
pedagógico de este resuelto partidario de los modernos toma el
Antiguo Egipto como escenario ficticio y formula sus conviccio
nes racionalistas bajo la bóveda de los templos de Isis y Osiris:
singular compromiso entre el mito arcaico y la nueva filosofía.
El Emilio de Rousseau, el Wilhelm Meister de Goethe, trazan
en el mundo contemporáneo el itinerario de aprendizaje recorri
do por seres que entran en posesión de su libertad. Y son muchos
quienes, en la misma época, imaginan que se puede extender a
toda la humanidad una educación del mismo tipo, que transfor
maría una conciencia confusa en una razón dueña de su querer
e identidad. El mito del progreso humano, que se abre camino
justamente entonces, refiere al destino colectivo la promesa de
libertad que la novela de educación limita al devenir de un
individuo. La serie de pruebas iniciáticas no son ajenas a la
marcha laboriosa de una historia que se encamina hacia la ple
nitud y reconciliación de todos aquellos a los que la ignorancia
había separado. Basta con releer el libreto de La flauta mágica;
la promesa hecha a Tamino y Pamina resuena por dos veces en
los mismos términos. La felicidad que les espera es la felicidad
de toda la tierra —una nueva edad de oro: al final del primer
acto los sacerdotes cantan:
120
prensible. Lo patético de la heroína está vinculado al encarniza
miento de una especie de perseguidor que hace de ella, antes del
desenlace glorioso, una víctima sobre la cual se abaten todas las
desgracias sin que ella de ningún modo entienda el porqué. Ha
perdido un padre amado —personaje misterioso cuya memoria
guarda—; ha sido arrebatada a su madre, la sternflammende
Kónigin que persiste en creer amante; es prisionera de un pode
roso desconocido —Sarastro— que no le ha hecho conocer sus
intenciones benévolas; debe sufrir los ataques brutales de Mo-
nostatos; Tamino, de quien se cree amada, calla. Después le dice
un último adiós; tratará de matarse; los tres muchachos detienen
su gesto en el último instante. Aquí la frustración es total, ince
sante, reiterada. Alrededor de Pamina reina una atmósfera de
novela negra o de cuento sadiano. La blanca hija de una madre
sombría es hermana de las durmientes martirizadas de Füssli, de
todas las endebles criaturas atrozmente secuestradas en subterrá
neos góticos o en prisiones inquisitoriales que las novelas de
finales del siglo XVIll inventan o resucitan. Esta patética de la
cautividad ha dado lugar a un tipo particular de obra lírica —la
ópera «de liberación»— (Rettungsoper), uno de cuyos primeros
títulos (de Berton) es Los rigores del claustro, mientras que
Fidelio será uno de los últimos. Ya en el Rapto en el serrallo
Constanza conocía este destino de cautiva, y su suerte invitaba
a reflexionar sobre el abuso del poder...
Pero la serie de sufrimientos inflingidos a Pamina tiene igual
mente un valor de prueba y viaje iniciático; puede incluso ha
blarse de un doble viaje puesto que, por una parte, Pamina pasa
del terreno nocturno y femenino de su madre al terreno mascu
lino y solar de Sarastro y puesto que, por otra parte, atraviesa
la noche y la muerte, lo que la hace digna de franquear, con
Tamino, el umbral sagrado. Los sufrimientos son el precio pa
gado por la conquista de un poder. Pamina, para la última
prueba, toma la mano de Tamino y le guía. El amor, bajo su
forma purificada por la prueba, ya no es un impulso instintivo
que debe ser superado, sino, muy al contrario, la fuerza directriz,
el poder que puede guiar a través de las llamas o de las aguas.
Pamina canta:
Ich selbsten fiihre
Die Liebe leitet michb.
|Yo mismo te conduzco, / El amor me guía.)4
121
Ahora bien, el amor no es el único poder conductor. La
flauta mágica, en este momento, protege a la pareja y abre el
camino. El verbo leñen, cuyo sujeto era el amor, die Liebe, es
repetido y recibe esta vez por sujeto a la flauta; Pamina canta:
122
magnetismo animal es un fluido universal que actúa rítmicamente
en el universo y en nuestros cuerpos. El tratamiento magnético
pretende restablecer entre el cuerpo y el hombre la armonía
favorable. Para algunos mesmerianos convencidos, la salud del
individuo es inconcebible sin la armonía de todo el cuerpo social.
(¿Es preciso recordar que Mozart conoció a Mesmer? ¿Que
Bastión y Bastiana respondían a una sugerencia de Mesmer?
¿Que el amante mesmérico es un accesorio cómico en Cosí fan
tutte utilizado por Despina para curar a los albaneses de su
envenenamiento simulado? ¿No se explica acaso mucho mejor
así, por el recuerdo de Orfeo, el efecto embrujador de la flauta
de Tamino sobre los animales del final de la escena 15 del
acto I?) La flauta y el poder de la música están reservados para
la última prueba, la más difícil de todas. En la medida, pues, en
que la armonía representa la luz del mundo y la regla moral, el
instrumento que toca Tamino no es un simple medio a su dispo
sición, sino el poder mismo —un poder dulce, sin violencia— del
que Tamino no es más que un oficiante y por el cual se deja
guiar. La prueba última no representa solamente el triunfo del
amor: es el triunfo de la música y el músico.
124
Sarastro, detentador de un talismán mágico —el «séptuple
círculo solar», en donde la cifra siete extiende al espacio plane
tario las siete notas de la gama—, posee algunos de los atributos
de su divinidad: ha visto todos los lugares, ha vivido todos los
tiempos. Como la divinidad, tampoco tiene historia. (Papageno,
en el polo opuesto, dado que sólo tiene proyectos fugaces dicta
dos únicamente por el apetito físico, por decirlo de algún modo,
no tenía divinidad porque se encuentra cercano a la animalidad).
Nada puede suceder a Sarastro. Ningún peligro puede amena
zarlo. Ha vencido de antemano. La Reina de la Noche de golpe
se encuentra sometida a su poder (steht in meiner Machtu ). Ya
sabía que Tamino y Pamina estaban destinados el uno al otro;
no le pasan inadvertidas las sevicias de Monostatos; conoce el
secreto de los corazones; en el maravilloso trío en el que impone
a los amantes su separación sabe con antelación que volverán a
encontrarse. Wir sehn uns wieder* 1213.
Aquí es imposible no evocar la escena en la que el preceptor
imaginado por Rousseau separa a Émile de Sophie, asiste a su
despedida sabiendo él solo —y estando en lo cierto— que así se
prepara la alegría de la vuelta.
Como el preceptor rousseauniano, Sarastro lleva en secreto
todas sus acciones: urde un plan, que sólo se descubre a los
demás en el momento de su cumplimiento. Hace jugar en su
provecho las mismas fuerzas adversas. Sin saberlo, las potencias
negativas sirven a sus propósitos. Él es, pues, lo bastante pode
roso como para no tener necesidad de recurrir a la violencia. Las
palabras que pronuncia continuamente Sarastro —algo así como
la manifestación directa de su poder— son conducir, dirigir:
führen, leiten. Sus órdenes son ejecutadas literalmente por una
legión de sacerdotes, guardianes, mensajeros —los cuales, al
dirigir sus oraciones a los dioses, no omiten aclamar a Sarastro—.
El homenaje personal llega a tomar los acentos de lo que en
nuestro siglo se ha dado en llamar «culto de la personalidad»:
125
Sarastro, pedagogo omnisciente, casi divino, cuya mano
oculta dirige toda la acción, pertenece a una familia de persona
jes en quienes el pensamiento de las Luces, desde el Telémaco
de Fénelon, ha proyectado su sueño de una sabiduría eficaz,
capaz de conducir a los hombres hacia el conocimiento y el
honor. Hoy en día algunos, irrespetuosamente, se preguntan:
¿No son estos personajes bienhechores «personalidades autori
tarias»? ¿No se convierten en manipuladores, a pesar de toda su
benevolencia, por su manera de prometer a los jóvenes el poder
como recompensa de la represión o de la frustración? (Empleo
aquí deliberadamente términos del vocabulario a la moda, que
es mitología del deseo y del sueño, y que tiene por opresiva toda
coacción racional).
Sin embargo, precisamente al nivel simbólico culmina la
figura de Sarastro. Su conflicto con la Reina de la Noche es la
lucha de la luz contra las tinieblas; subsidiariamente, también el
conflicto de la masculinidad con la femineidad. La Reina de la
Noche es el personaje más difícil de interpretar. ¿Qué represen
ta? ¿La Iglesia Católica y, más generalmente, los poderes polí
ticos hostiles a la francmasonería? ¿Las logias femeninas rivales
de las masculinas?14 ¿El espíritu del mal? No propondré aquí
una nueva interpretación. Sin tratar de ir más lejos, acepto la
imagen literaria de una potencia cósmica —la noche estrellada
con sus infinitas riquezas centelleantes—. Acepto también ver
aquí a la mala madre (la madre «de seno ácido») que, para
reconquistar su poder, está dispuesta a sacrificar su hija y entre
garla al abominable Monostatos. Uno de los atributos simbólicos
de la Noche es el velo. No solamente las damas que la sirven
están veladas, sino que, además, la actividad veladora es el medio
del que se sirve la Reina de la Noche para reconquistar su poder.
Calumnia a Sarastro y a los iniciados; hace creer que son impos
tores hipócritas y monstruos. La primera de las pruebas victo
riosas de Tamino y Pamina consiste en levantar este velo de
mentira que, primero, les hace ignorar el verdadero rostro, hu
mano y amistoso, de los adeptos a la Sabiduría. Una vez traspa
sado este velo, queda todavía toda la serie de obstáculos inter
puestos delante de una verdad que se sustrae a la aproximación
directa... La figura de la Reina, primero supuesta propicia, más
tarde reconocida hostil, determina la tensión dramática; primero
ayuda, después pone trabas; así se multiplican las ilusiones, los
126
errores, los obstáculos que alargan el viaje iniciático y acrecien
tan el valor del triunfo último.
La victoria sólo es gloriosa frente a una fuerza adversa su
ficientemente poderosa. Importaba, pues, no revelar demasiado
pronto la inferioridad «originaria» de la reina, y el mejor medio
para no mostrarla vencida era hacer de ella una potencia provi
sionalmente generosa y benefactora en la primera parte de la
obra.
La femineidad, ensombrecida en la persona de la Reina,
encuentra su contrapartida en su hija Pamina, y entre las dos
media la sumisión a la ley iniciática, que es un imperativo mas
culino15. La mujer será acogida en la persona de Pamina recha
zada, arrojada al abismo en la persona de la Reina y de sus
secuaces. La joven pareja termina por reconciliarse; pero parece
ser que la viuda tenebrosa, la bruja de vocalizaciones sublimes,
desaparece para siempre. La Reina, Monostatos y las damas
veladas, sólo habrán servido para acentuar el triunfo de Sarastro:
sobre el fondo de las tinieblas puede vislumbrarse el nacimiento
del día, pero cuando el sol estalla, la noche se disipa. Traduzca
mos esto a términos morales y políticos: es preciso inventar un
principio negativo lo suficientemente enérgico como para expli
car porqué la luz de la justicia no se instala de un sólo golpe en
todos los corazones. El Príncipe de las Tinieblas (aquí se trata
de una princesa de las tinieblas, pero tanto da) se opone al mundo
humano porque éste todavía no es radiante. Toda escatología,
toda utopía debe inventar el rostro de un adversario para impu
tarle el retraso de la alegría universal. Toda utopía es, pues,
maniquea. Ahora bien, el maniqueísmo deriva de un «zoroas-
trismo». El nombre de Sarastro, en este caso, no podía ser más
apropiado.
127
que intentan imponer la imagen de la luz triunfante, de la clari
dad victoriosa en su lucha contra las tinieblas, se nos muestra
que, en los grandes artistas, la sombra jamás se deja expulsar
del todo; vuelve al asalto, de una u otra manera. Mozart y
Schikaneder lo sabían, puesto que hacen del tenebroso Monos-
tatos un servidor de Sarastro (algunos dirían hoy con un término
tomado de Jung: la sombra de Sarastro). Del mismo modo, en
la escena política, la Revolución francesa se concibe en un primer
momento como la gran aurora del género humano; después, se
deja invadir por la sospecha, por la obsesión del enemigo inte
rior, por el terror. (Saint-Just: «Nuestra finalidad es instaurar un
orden, de suerte que se establezca una pendiente universal hacia
el bien; así, las facciones se encontrarán arrojadas de repente al
cadalso...»16).
Goethe recurre precisamente a esta ley de la vuelta a la
sombra en el fragmento que compone como continuación al
Singspiel de Mozart. Asistimos primero a un aparente triunfo de
la Noche. Monostatos, por orden de la Reina, se ha introducido
en el palacio real de Tamino: se ha apoderado del niño que
Pamina acaba de dar a luz y, al no poder llevárselo, lo encierra
en un ataúd de oro sellado con la marca de la Reina de la Noche.
El rey y Pamina están desesperados; no se comunican su deses
peración. Para que el niño permanezca vivo en el ataúd debe ser
transportado día y noche. Sarastro, por su parte, debe abandonar
el poder; la suerte le designa para realizar un año de peregrinaje
entre los hombres —fuera del recinto excesivamente protegido
del Templo—. Es acogido en la choza de Papageno y Papagena,
quienes no han tenido hijos y deploran la esterilidad de su unión.
Sarastro engendrará vástagos en huevos de avestruz: triunfo de
una ciencia inquietante. La última escena —que no es una con
clusión— nos lleva a un santuario y nos hace asistir a la apertura
del ataúd. El niño no ha muerto. Goethe le llamará Genius. Pero
este genio emprende su vuelo y desaparece en los aires. Muchos
temas del Segundo Fausto —el homunculus y el vuelo de Eu-
phorion— se encuentran aquí prefigurados. No se sabe con cer
teza cómo Goethe habría terminado la obra. Las imágenes que
nos quedan son movimientos centrífugos: Sarastro se aleja del
templo; el niño, liberado de la prisión nocturna, se eleva a las
alturas y escapa a nuestra vista. La flauta mágica terminaba en
un movimiento maravillosamente convergente, en un centro ra
128
diante, como si el mundo fuese finalmente a alcanzar su verdad
inmutable. El fragmento de Goethe pone todo en cuestión; re
toma los mismos personajes míticos, análogos conflicto entre la
luz y las tinieblas para hacer de ello un fragmento enigmático en
el que se expresa el aspecto problemático, errante y nocturno,
del mundo moderno que comienza. Las preguntas planteadas
quedan sin respuesta. ¿Puede ser el genio (Genius) un habitante
de esta tierra? ¿Puede conservar el sabio el poder? Cuando el
«maestro de la sabiduría» acepta convertirse en un ser errático
y en un peregrino, asistimos a la inversión completa de la certeza
enunciada en el aire mozartiano de Sarastro. Después de la
partida del maestro, el coro canta:
129
NOTAS Y COMPLEMENTOS
U n a t r a n s f o r m a c ió n p r e p a r a d a
DESDE HACE MUCHO TIEMPO
L a R e v o l u c ió n c o m o a p o c a l ip s is
H ubert R obert
B e r n a r d i n d e S a i n t -P i e r r e
Y EL l e n g u a j e d e LOS SIMBOLOS
El p r e s e n t i m i e n t o d e l f in
L a v is ió n c a r ic a t u r e s c a
La lo c u r a y la ó pe r a bu fa
139
9
L a f r a n c m a s o n e r ía
10
L a MÚSICA EN 1789
11
E l m it o s o l a r d e l a R e v o l u c ió n
12
L a t o m a d e l a B a s t il l a
13
R e m o n t a r s e a l o s p r in c ip io s
145
14
E l e s p a c io d e l a m e c á n ic a c l á s ic a
15
R o u s s e a u y l a R e v o l u c ió n f r a n c e s a
16
E l c e r e m o n ia l c o m o e n g a ñ o
17
R e g io n e s t r a n q u il a s
18
La r e g e n e r a c ió n p o r l a g e o m e t r ía
19
A r q u it e c t u r a y v e r d a d
20
S im p l ic id a d , f u n c ió n
21
22
A r q u it e c t o s d e 1789
23
E l S a l ó n d e i789
24
E l B r u t u s d e s c r it o p o r D u c is
25
L a PINTURA REGENERADA
26
E l p a p e l p o l ít ic o d e D a v id
161
27
G r e u z e y F r a g o n a r d s o b r e v iv e n
28
R e y n o l d s y M ig u e l á n g e l .
O LA HUMILDAD DE LOS EPÍGONOS
163
29
P in t o r e s a m e r ic a n o s
30
31
32
Francois Hemsterhuis
y su Carta sobre la escultura (1769)
33
34
U n a d iv e r s ió n im p r o v is a d a :
LA CENA GRIEGA DE MME. VlGÉE-LEBRUN (1788)
35
La c o n c i e n c i a h is t ó r ic a
36
E scultores de i789
G oethe y l a b ip o l a r id a d d e l U n iv e r s o
38
39
Horror y s u b l im e
40
E l PAISAJE EN 1789
182
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA
i
ALGUNAS FUENTES
La presente lista de obras de teoría estética invita al lector a realizar
algunas lecturas complementarias. No incluimos en ella todos los libros
citados en nuestro estudio. Goethe, Schiller, Kant, André Chénier,
Burke, Blake, etc., merecerían ser mencionados en primer término.
Aquí nos limitamos a reseñar autores menos conocidos y mucho menos
consultados.
Boullée, E. L., Architecture. Essai sur l'art, Textos reunidos y presen
tados por J. M. Pérouse de Móntelos, París, 1968.
Fernow, C. L., Rómische Studien, 3 vol., Zürich, 1803.
— Leben des Künstlers Asmus Jacob Carstens, Leipzig, 1806.
— The Mind of Henry Fuseli, Selections from his Writings with an
introductory Study by Eudo C. Masón, Londres, 1951.
G uiffrey, J., Collection des livrets des anciens Salons depeinture depuis
1673 jusqu'en 1800, 42 vol., París, 1869-1872.
— Table générale des artistes ayant exposé aux Salons du xvill siécle,
suivie d’une table de la bibliographie des Salons, París, 1873.
H emsterhuis, F., CEuvres philosophiques, nueva edición, 2 vol., París,
1809.
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INDICE ONOMASTICO
189
Cazotte, 140 D odounny,153
Cellérier, 52, 157 Domenichino, 67
Cimarosa, 139, 142 Dreux-Brézé, Marqués de, 35
Clemente XIV, 87 Ducis, J. F., 159, 160
Clodion, 170 Dufoumy, 153
Collin d’Harleville, 152 Dumont, 159
Constable, Benjamín, 178
Constant, Benjamín, 39, 134
Copley, John Singleton, 164 Espercieux, 172,
Corbet, 172 Este, princesa Leonor d’, 179
Corday, Charlotte, 64, 66
Comedle, 67
Corot, 180 Fénelon, 126
Correggio, 78, 164 Fernow, 83
Court de Gébelin, 80 Fichte, 28, 29, 42
Cozens, Alejandro, 178 Ficino, 81
Cozens, John R., 178 Fielding, 137
Crabbe, 179 Flaxman, 77, 82, 83, 84, 138, 170
Fontaine, 77
Fontenelle, 13
Foulon, 77
Chailley, 116
Fragonard, 104, 162
Chalgrin, 157
Franklin, Benjamín, 164
Charriére, Mme. de, 136
Freud, 120
Chaudet, 172
Füssli, J-H., 57, 59,64, 68, 69,70,
Chénier, André, 30, 62
71, 72, 73, 75 , 76, 97, 101, 107,
Chénier, Marie-Joseph, 68, 142
186
Chinard, 35, 37, 77, 172, 186
Gagnereaux, 82, 77
Dalayrac, 142, 143 Gainsborough, 69, 73
Da Ponte, Lorenzo, 23 Genlis, Madame, 168
Dauch, Martin, 60 Gérard, Marguerite, 162
David, Jacques Louis, 7, 53, 55, Géricault, 67
57,59, 58,60, 61,62, 63,64,65, Gessner, 179
66, 68, 69, 70, 72, 87, 92, 101, Giaquinto, 101
104,107,110,111,134,143,157, Gillray, 138
159, 161, 172, 186 Giordano, Lúea, 101
Debucourt, 152, 153 Girodet, 78
Delacroix, Eugéne, 67, 73 Giroust, 142
Delille, 179 Girtin, 178
De Luc, 177 Gisors, 155
Desprez, 46, 186 Gluck, 168
De Vailly, 155 Goethe, 68, 76, 79, 81, 95, 114,
Diderot, 108 115,119,128,129,154,172,173,
Dittersdorf, 142 179
190
Goncourt, 152 La Fayette, 172
Gondoin. 157 La Fontaine, 162
Gonzaga, Pedro, 186 La Grange, 146
Gossec, 64, 142, 143 La Grenée, el Viejo, 159
Goya, 11, 13, 101, 102, 103, 104, La Grenée, el Joven, 159
105,106,107,108,109,110,111, Lakanal, 150
173, 176, 177, 186 Langhans, K., 155
Gozzi, Cario, 21, 26 Lanzi, L., 169
Grétry, 142 Laplace, 146, 147, 155
Greuze, 162, 187, 187 Lavater, 137
Guardi, 17, 18, 19, 104, 187 Lawrence, 70
Guercino, 69 Lebrun, 39, 54, 137, 167
Guido Reni, 69 Ledoux, 42, 43, 45, 48, 49, 157
Guillard, 169 Lemoyne, 142
L’Enfant, Pierre Charles, 157
Lenoir, Alejandro, 161
Leonardo da Vinci. 164
Hamilton, Gavin, 77 Lequeu, 52, 157
Haydn, 141, 142, 179 Lessing, 73
Hegel, 50, 80 Lesueur, 172
Hemsterhuis, Frangois, 80,82,166 Lewis, 75
Hertzer, 176 Leymarie, 63
Hesíodo, 85 Locke, 147
Hess, Ludwig, 176 Lodoli, 43
Hobbes, 147 Longhi, 20
Hofmannsthal, 113 Louis (Nicolás, llamado Víctor),
Hogarth, 137 157
Hólderlin, 80 Luis XIV, 15
Homero, 69, 79, 85 Luis XV, 15, 145
Houdon, 56, 171, 172, 187 Luis XVI, 14, 31, 57
191
Michelet, 48, 53 Quatremére de Quincy, 43,44,49,
Milton. 70, 74, 75 77, 79, 88, 139, 154, 155
Mirabeau, 25, 35, 36, 142, 143, Quesnay, 140
172
Moitte, 172
Moreau, Louis, 180 Rabaut Saint-Étienne, 14, 15, 80,
Morghen, 165 145
Mozart, 23, 24, 26, 113, 114, 115, Radcliffe, Ann, 75
116,117,118,119,120,121,122, Raebum, 73
123,124,125,126,127,128,129, Rafael, 67, 77, 78, 160
141 Raimondi, Marcantonio, 57
Rameau, Jean Philippe, 122
Ramée, 52
Napoleón, 60, 77 Ramey, 172
Nash, John, 157 Regnault, 159
Necker, 27 Rembrandt, 176
Nerval, Gérard de, 109 Reynolds, 69, 70, 162, 163
Newton, 45, 46, 48 Richmond, 155
Nogaret, Félix, 179 Robert, Hubert, 7, 11, 29, 104,
Noverre, Félix, 168 133, 134, 159, 162, 187
Robert, John, 178
Robespierre, 36, 39, 124, 161
Orleáns, Duque de, 140, 168 Roland, 172
Romano, Giulio, 57, 70, 160,
163
Paér, 139 Romney, 69, 73
Paisiello, 139, 142 Rouget de Lisie, 54, 143
Pajou, 162, 172 Rousseau, 16,34,69,74,116,119,
Palladio, 154 147, 148, 149, 150, 151, 177
Palloy, 144 Rowlandson, 138
Paulet, J. J., 140
Peale, Charles Wilson, 164
Pécault, 162 Sade, 25, 30, 46, 74
Percier, 77 Saint-Just, 128
Pergolese, 139 Saint-Martin, Louis Claude de,
Perronet, 144 132, 156
Pico de la Mirándola, 81 Salieri, 168
Pigalle, 172 Sandby, Paul, 178
Platón, 80 Saussure, Horace Benedict, 177
Polignac, Duque de, 18 Schadow, Gottfried, 157,170, 172
Poussin, Nicolás, 67, 69, 179 Schelling, 70
Poyet, 42, 48, 157 Schikaneder, 26, 113, 114, 120,
Prud’hon, 64, 164, 165, 187 128
Schiller, 93
Selva, Gianantonia, 17
Quarenghi, 157, 187 Sénac de Meilhan, 136
192
Senancourt, 134 Valadier, 157
Sergel, 170, 171 Valenciennes, P. H., 180,181,182
Shaftesbury, 177 Valentín, 67, 69
Shakespeare, 70, 75, 159, 163 Vaudreuil, M. de, 167
Sidney, 147 Velázquez, 176
Singleton, 164 Vemet, 64, 159, 167
Soane, John, 155, 157 Vien, M. J., 159, 161
Soufflot, 49 Vigée-Lebrun, Mme., 77, 133,
Staél, Madame de, 15, 152, 153 134, 159, 167, 168, 187
Strauss, Richard, 113 Vincent, F. A., 159
Stubbs, 73, 74 Vogel, 142, 143
Volpato, 165
Voltaire, 13, 62, 150
Taillason, 160
Talleyrand, 57
Tasso, Torcuato, 179 Walpole, Horacio, 138
Taylor, J., 80 Washington, George, 56, 61
Teócrito, 179 Wedgwood, 77, 84
Terrason, Abad, 26, 119 West, Benjamín, 69, 164
Tiépolo, Giambattista, 103 Wieland, 26, 75, 142
Tiépolo. Giandomenico, 19, 20, Winckelmann, 71, 76, 78, 84, 87,
21, 22, 23, 187 166, 178
Tischbein, Wilhelm, 78, 178 Wolf, Caspar, 175, 176
Tito Livio, 61, 147 Wordsworth, 91
Tiziano, 176 Wranitzky, 142
Tocqueville, Alexis de, 28,31,144 Wyatt, James, 157
Towne, Francis, 178
Turgot, 147
Tumer, 178 Zeitler, R., 85, 89, 92
193
ÍNDICE
1789 ..................................................................................... 7
El hielo ............................................................................... 11
Los últimos fulgores de Venecia ....................................... 17
Mozart nocturno ................................................................ 23
El mito solar de la Revolución .......................................... 27
Principios y voluntad.......................................................... 33
La ciudad geométrica ......................................................... 41
Arquitectura parlante, palabras eternizadas ..................... 51
El juramento: David .......................................................... 55
Johann Heinrich Füssli ...................................................... 69
Roma y el Neoclasicismo .................................................. 77
Canova y los dioses ausentes ............................................ 87
La reconciliación con la sombra ....................................... 95
Goya .................................................................................. 101
Luces y poder en La flauta mágica .................................. 113
195
La presente obra
no constituye tanto un inventario histórico
como una interpretación,
que intenta sacar a la luz las imágenes,
mitos y emblemas
a través de los cuales
los hombres de finales del siglo x v m
intentaron comprender y orientar
el curso de la historia que vivían.
El estudio se refiere
a los sistemas de signos elaborados
por una época de intensa actividad interpretativa,
en la que se pedía al arte su regeneración
para conformar mejor
la renovación de la sociedad.