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La doma de la luz1

La simbología de la luz como fuente de vida, de inspiración religiosa y


propiamente como iluminación de espacios exteriores e interiores es tan antigua
como el hombre de tal manera que sin temor a exagerar podemos intentar definir la
civilización humana como un proceso de domesticación de la luz. Sin luz no hay
mundo. Por eso hace bien el redactor del Génesis en dar la luz nada menos que en el
versículo tercero del capítulo primero. Antes, las tinieblas cubrían la tierra y el
abismo y de acuerdo a este primer cronista el Espíritu de Dios se movía y vagaba
sobre las aguas, sin poder aposentarse sobre lugar alguno. Pero dada la luz, uno ya
se puede uno poner a otra cosa. En España decimos, y decimos muy bien, siempre
luz por electricidad, por fluido eléctrico: déme usted luz, se ha ido la luz, no hay luz.
Y también, por esto mismo, de quien es corto de mollera y entendederas, decimos,
no tiene luces.
El antropólogo Claudio Lévi-Strauss fundamentó en Lo crudo y lo cocido el
crucial paso del hombre primitivo que a partir de posesión del fuego comienza a
cocinar, a preparar sus alimentos, facilitando digestiones más rápidas, y separándose
del resto de las especies depredadoras que devoran sus alimentos en el lugar de la
caza, en crudo. Este fue un paso decisivo que nos alejó de las conductas del reino
animal. Cocinar es un acto cultural; un detener el hambre para comer luego, mejor,
con gusto y aliño. Y con digestiones menos
pesadas. Pero este gigantesco suceso
gastronómico y cultural tiene su inmediata
relevancia en los usos posteriores y correlativos
que se le da a la doma del fuego. Déme usted
lumbre, se dirían, que vamos a cocinar o rezar.
Y de ahí viene sin duda lo de tener relumbre o
relumbrón, que es ya el acto de haberse uno
apropiado de la luz. Efectos colaterales de esta
apropiación o primer acto de doma hay varios.
Destaco dos: es la iluminación nocturna lo que
permitirá a nuestros antepasados alejar a las
fieras de sus campamentos. Aquí gana el reino
de la seguridad. Y, aun más relevante para
nosotros, es la iluminación lo que les permitirá
dominar el espacio interior de las cuevas
prehistóricas creando un recinto, un templo,
1Una versión más concisa y tal vez más perfecta de este ensayo fue publicada en la Revista para la
cultura del proyecto, Experimenta, nº 41, noviembre de 2002, en Madrid. El Ensayo como tal está
recogido en el libro de ensayos La doma del elefante. Editorial Renacimiento. Sevilla. 2008.
donde es posible el diálogo con lo sagrado. Aquí gana el reino del arte.
El sol y la luz fueron y siguen siendo identificados como los atributos
principales de la divinidad, de la permanencia más allá de la muerte y como el
símbolo central de la vida. Es el dios-sol Ra y luego Atón en Egipto, el mito de
Prometeo que entrega la luz a los hombres en Grecia, el sentido final, y por
elevación, de los ziguratt y de las funciones del dios Markuk en Mesopotamia, es el
culto sobre el que descansa el Incanato o la representación de la fuerza divina para
hebreos y cristianos: de la zarza prendida que detiene y guía a Moisés, a la
representación alegórica del Espíritu Santo pasando por ese Fiat Lux ya mentado.
Los ejemplos pueden multiplicarse en cada cultura. Luis Pericot, en su insuperada
La España primitiva nos dice: “Tal vez no ha habido en la larga historia de la cultura
humana un invento más trascendente que el de los procedimientos para procurarse
artificialmente el fuego... La obsesión que el fuego debió constituir para el primitivo
ha quedado estereotipada en los mitos y ritos relacionados con él que encontramos
en todos los pueblos de la tierra hasta época reciente”. Entre nosotros, con más
emoción, son las palabras finales de un moribundo Robert Graves, uno de los
últimos cultores de la diosa blanca de la poesía, pidiendo que le dejaran ver el sol
antes de morir. El sol del Mediterráneo.

Teatralidad de la luz

Los santuarios prehistóricos de Francia y España, esas capillas sixtinas de


Altamira o de Lascaux, son posibles a partir del momento en el que el hombre del
paleolítico consigue iluminar esos interiores, dominando la luz, y pudiendo, por
tanto, establecer un lugar ritual “para ejercer un control sobrenatural sobre el
suministro de alimentos mediante la realización de ritos miméticos”, como nos
advierte ese gran especialista en historia de la religiones que fue E. O. James. En su
obra El templo. El espacio sagrado de la caverna a la catedral, podemos seguir el
desarrollo de las construcciones de la antigüedad vinculando el aprendizaje de la
arquitectura al aprendizaje del dominio de la luz, y a la búsqueda de los efectos
lumínicos en los espacios interiores destinados a lo sagrado. Falta una historia de la
arquitectura que vincule de manera precisa el sentido de la iluminación interior y
exterior al sentido efectista y escenográfico de los grandes templos de la antigüedad,
con las catedrales del gótico como ejemplo supremo, hasta llegar a nuestra cultura
palaciega, burguesa y museística de hoy, pues, no se olvide, nuestros museos
contemporáneos representan en nuestro tiempo las catedrales de nuestros
antepasados.
El gran romántico de la Quimera Napoleónica y teórico del amor que fue Henri
Beyle, Stendhal, localiza el alba del Renacimiento, en su Historia de la Pintura en
Italia, en ese instante en el que con Nicolás Pisano se comienza a romper la noche
oscura de madonas y mosaicos de Constantinopla y el juego de la luz y sus efectos
iluminan las nuevas obras, despertando el arte bajo el influjo del espíritu antiguo. De
entonces a hoy, la doma de la luz se convierte en elemento fundamental de la obra de
arte. El artista concibe la obra desde el punto de vista de su iluminación en un
espacio, y de hecho, la mayor parte de las grandes obras que conservamos en
nuestros museos fueron pensadas para un lugar concreto, con una luz peculiar,
detalles estos que no siempre se tienen en cuenta a la hora de exhibirlas en las salas
de exposición, descontextualizadas de aquellos efectos que buscaba el artista.
Por ceñirnos a Occidente, cada época histórica, tanto en el arte como en el uso
cotidiano, ha tenido una manera de ver la luz, una teoría lumínica aplicada a los
espacios exteriores e interiores, a los palacios, a los foros y a los jardines públicos.
De la luz cegadora del Renacimiento pasamos a la luz acrisolada y misteriosa del
Barroco, con sus formas serpentinas y emblemáticas. La Ilustración se hace llamar
siglo de las luces y la razón se impone despejando calles estrechas y prejuicios: uno
de sus mitos es la ciudad luz, París, o el San Petersburgo de Ana Ivanovna y los
grandes museos. Cabalgando sobre las tendencias podemos incluso especular con la
luz propia de cada ciudad y con las imágenes que nos trasmite su cultura; así,
entendemos que se pueda hablar de una luz de Praga o de Budapest, o de una luz de
Lisboa o Cádiz o de una luz de Alejandría, por poner algunos ejemplos. Y en
correspondencia con estas luces propias de cada ciudad se produce una literatura que
sin mencionar o teorizar, necesariamente, acerca de la luz, trasmite en la obra una
percepción específica de cada una de ellas. Si hablamos de la luz de Praga pensamos
de inmediato en Franz Kafka, si de la de Alejandría, en Constantino Kavafis, si de la
de Lisboa, en Fernando Pessoa.

Luces figuradas

A finales del siglo pasado, en respuesta a un predominio y culto al maquinismo


y a la razón, se produce una reacción que lleva a los escritores y a los artistas a
buscar de nuevo una sensibilidad tamizada y sutil que se ha dado en llamar
simbolista. Se impone el gusto por lo oscuro, por lo misterioso, por los jardines y
bosques cerrados, por lo equívoco, por lo crepuscular, por una naturaleza voluptuosa
y retorcida. Son tiempos de luz indirecta. Es la Hermandad Prerrafaelista, Dante
Gabriel Rossetti, Oscar Wilde y Aubrey Beardsley en Gran Bretaña; el Juan
Ramón Jiménez de Rimas de sombra, Jardines Lejanos o las Pastorales y el Valle-
Inclán de las Sonatas; es el Ricardo Wagner empalagoso que odiaba Federico
Nietzsche, y es en Francia el Parnasianismo, Arturo Rimbaud y luego, sobre todos,
el último del siglo XIX y el primero grande del XX, Marcelo Proust. Su obra, como
él decía, nos parece del todo inevitable.
La prosa de Proust es un ejercicio supremo de iluminación del detalle, de
enfoque reducido y reconducido hacia un punto primordial; lo contrario al neón
industrial o al panopticón de los centros comerciales que hoy conocemos. Lo de
Proust es un solo y simple haz de luz que suspende todo lo que hay alrededor
concentrando su mirada ya como recuerdo y confesión en lo que, mediante ese haz,
será un descubrimiento de aquello que había pasado desapercibido, de cualquier
rincón que habíamos despreciado por insignificante. Es el beso que no le dio su
madre una noche, el jardín iluminando la luna de Auteil, el Combray de Illiers
inventado para el mito de su familia, el bosque de Balbec, sus paseos para disfrutar
de los efectos de la luz nocturna sobre sus árboles favoritos, drogado de veronal y en
taxi cerrado, ya que su asma no le permitía respirar los aromas de las flores, la
pequeña frase de la Sonata de Vinteuil. “Y lo sentiríamos mucho”, –escribe Proust
en A la sombra de las muchachas en flor- “porque la existencia apenas si tiene
interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un
poco de arena mágica, cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en
episodio novelesco”.
En nuestro siglo, liberados de la necesidad de vanguardias tal vez porque es
común decir que las hemos vivido casi todas y, también, porque al fin hemos
comprendido que unas no superan a otras, conviven todas las reformulaciones
posibles sin que una se imponga sobre las demás. Ya no hay, eso lo intuimos con
alivio, una teoría de la predominancia: la tradición es vanguardia y la vanguardia es
ya relectura de la tradición[2]. Todas las luces del mundo son ahora posibles. Todos
los matices. Nuestra condición de contemporaneidad es una condición de
coexistencia, una sincronía que permite todas las recuperaciones, allí donde lo nuevo
convive con ropajes antiguos, y allí donde también es dable una mirada hacia
cualquier horizonte cultural ajeno. La doma de la luz, que es con Lacan la doma de
nuestra mirada, ha concluido. El largo periplo que se inició hace veinte mil años está
terminando una vez que el símbolo solar ha sido desentrañado y domeñado. El único
límite para cualquier iluminación es nuestra imaginación y la luz artificial que
sostiene cualquiera de nuestros delirios. Y esto es lo que buscaban los simbolistas
del siglo XIX. La estética teologizada de Ruskin, Proust o Juan Ramón consiste en ir
buscando y anotando las huellas de lo eterno que esconde la realidad de todos los
días. Esas huellas constituyen la belleza de la obra revelada, expuesta y ofrecida.

De nuevo la muerte de dios y sus sombras.

En este sentido en el que venimos hablando, la dominación del símbolo solar, la


doma de la luz, es el equivalente simbólico de lo que otros han llamado la muerte de
dios o, como yo prefiero verlo, su sacrificio y sumisión a nosotros ofrecido en
banquete. En rigor, la luz es nuestra en cuanto ejercicio de deofagia. Devorada la
fuente de la divinidad, el aura se nos sale a borbotones por cada uno de los siete
orificios de nuestro cuerpo. Si se me permite, enturbiaré el concepto que manejo de
divinidad.
Entiendo la voluntad humana como el impulso que permite el paso de la
libertad como propuesta a la elección peculiar; y una vez que esta última se ha dado
es ya la vara, o guía, o recuerdo permanente -como impulso renovado- que impide
que la propia elección se cosifique (en objetos reales o imaginarios) o se esclerotice
(en procedimientos seculares o en rituales sagrados o profanos). La voluntad de ser
uno mismo es el límite o conclusión de lo que en tiempos se llamó divinidad. De
aquí se sigue una corrección fundamental. Dios ha muerto en el sentido de que sus
atributos de divinidad han sido ocupados y realojados en cada uno de nosotros. Y
esta corrección afecta a todos los seres humanos del pasado y del futuro como teoría
o proposición. Algo que tal vez no hubiera disgustado del todo a John Smith y a los
primitivos mormones. En cuanto a los iluminados seres humanos de cada presente
concreto, el nuestro, el de otros, nada está hecho o escrito, y todo puede darse en el
ejercicio de nuestra elección.
Si con esto quiero decir que todos somos al fin dioses, o que nos comportamos
como tales, nadie debe asustarse de este sentimiento, porque esta embriaguez ya no
tiene nada que ver con el poder ni con las mecánicas de extorsión de los unos sobre
los otros sino con la voluntad de ejercer nuestra elección de ser uno. Contra esto que
acabo de decir se me ocurren tres objeciones, que sólo dejaré, de momento,
apuntadas. En primer lugar, el reino de la luz es incompatible con el de la extorsión.
Este último no puede ser simplemente aparcado como si se tratase de un giro
lingüístico. Si en verdad hubiéramos dominado la luz, y fuéramos dioses, y no como
dioses, la mecánica de la extorsión sería irrelevante. En segundo lugar, subsiste una
segunda impugnación a lo que digo, si cabe, más grave: todavía podemos ser
desenchufados. Es lo que sucede cada vez que una desgracia natural causa que la
ciudad se vista de nuevo de sombras y matices, siguiendo el viejo curso de la luz
solar. Esta limitación es sin duda más seria, pues revela con crudeza que nuestro
estado aurático depende de los enchufes, lo que, visto desde una perspectiva
olímpica, no deja de ser una idea bastante pedestre.
Por último, una tercera objeción, en cuanto a las formas. Junichiro Tanizaki, en
ese brillante ensayo titulado El Elogio de la Sombra (1933), nos previene contra ese
gusto de los occidentales que cultiva la luz excesiva, sobre todo en el ámbito
doméstico, pues aquel elogio es más un apéndice de arquitectura e interiorismo que
una propuesta de urbanismo. Así, a los de Occidente nos complacerían los objetos
brillantes y pulidos, tales como la cerámica, la plata o el diamante. Los orientales
preferirían el oro y la laca, o el jade, que se observan entre sombras y matices, y que
guardan en su interior una luz turbia, recóndita. El famoso Toko no ma, ese espacio
vacío, o casi vacío, que adorna ciertos salones japoneses, cobra su vigor entre
sombras, ya que iluminado sería simplemente un lugar despojado, desnudo.
Digamos que tiendo a desconfiar de este tipo de
generalidades que atribuyen a los pueblos unos
atributos distintos de los del vecino o de los del
distante; sobre todo si van vinculados al tarro de las
esencias o excéntricas metafísicas. Pero también es
cierto que aquellas son eficaces. Desde luego, si uno
desconfía de la mujer, es posible que su matrimonio
fracase. Y si uno piensa que los franceses son
engreídos es bastante probable que un viaje a París
sirva para confirmar esta convicción.
Convengamos que Junichiro Tanizaki es, a corto
plazo, tan certero como elocuente, si bien este
novelista confesó sentirse en sus lecturas más atraído
por las mentiras que por otra cosa. Según he leído en
una página de la Red, encontrada al albur de esos
buceadores de la galaxia telemática, su fervor por las
sombras se halla también relacionado con su alejamiento de los gustos occidentales.
Sea como fuere, lo cierto es que tras el terremoto de Tokio de 1923 decidió apartarse
el mundanal ruido. Se casó luego con una mujer tradicional y noble, hija de unos
ricos mercaderes, y con ella, con doña Nezu Matsuko, dejó Tokio y se retiró a la
pequeña ciudad de Ashiya, cerca de Kyoto. Todo esto es que lo escribe mi
informante de la Red, de nombre Motoi Imajo, quien al parecer está empleado de
una empresa de iluminación y se interesó por Tanizaki obligado por su patrón. No
concebía este último que sus trabajadores pudieran iluminar ninguna estancia, o
vender lámparas, sin antes haber leído el Elogio.
Motoi Imajo también me informa de un artículo leído al respecto en un
periódico de Tokio, el 6 de marzo de 1994. Se trata de la narración de la visita que
hace el profesor y poeta Kouichi Iijima a la casa de la señora Matsuko. Entre otros
detalles que hablan del deslumbramiento consecuente de Tanizaki, su viuda
recordaba perfectamente que el escritor, allá por los años treinta, hizo leer a su
arquitecto su Elogio, con el objeto de que se aplicaran con todo rigor aquellos
principios a su propia casa. En la decisiva página 69 de su Inei Raisan, escribe
Tanizaki: “Algunos dirán que la falsa belleza creada por la penumbra no es la
belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales
creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son
insignificantes. Hay una vieja canción que dice:

Ramajes
reunidlos y anudadlos
una choza
desatadlos
la llanura de nuevo.

Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no


es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros
producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra
fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz
pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su
existencia si se le suprimen los efectos de sombra”.
Este poema, que ejemplifica el concepto de belleza de Tanizaki, me sirve sin
embargo para aclarar, intuir, todo el sentido de la propia poesía, la suprema chispa o
fuerza, como conocimiento, como revelación, como luz natural, ya sea velada por
los ramajes o expuesta en la llanura, como sucede en ese poema pensado para
vagabundos y guerreros nómadas. Las dos imágenes o situaciones que expone el
poema son dos metáforas del conocimiento intuitivo, dos alteridades que explican en
alguna medida el mecanismo de irrupción de la poesía, lo abierto frente a lo cerrado,
lo oculto frente a lo descubierto. Son dos estrategias de conocimiento, dos
acercamientos. El nudo, el quicio entre una y otra, es el poema; el trabajo del poeta,
deshacerlo.

La luz de la razón

Con todo, debemos admitir que la intuición de Tanizaki, no aplicada a la poesía,


pero sí a otros ámbitos del conocimiento práctico, es válida en cuanto que a partir de
un momento determinado momento histórico, el Renacimiento profundizado, los
occidentales se decantan por la estrategia de la luz frente a la de la sombra. La obra
de Francisco Sánchez (1551-1623), de Renato Cartesius (1596-1650) y de Baruch
Spinoza (1632-1677) está señalada por un esfuerzo de duda metódica cuyo principio
mayor es el de buscar la claridad, esa luz natural, la de la Razón, que viene a
adquirir una categoría casi ontológica. El racionalismo individualista de estos
pensadores iluminados ha hecho que los occidentales contemporáneos seamos como
somos. Y que desde luego busquemos con ahínco la luz y que prefiramos a esta
sobre las sombras. En realidad, a partir de ellos, la tarea del pensador moderno se
concebirá como una lucha de la luz contra las sombras, como un intento de arrojar
luz sobre los lóbregos pasadizos de la Edad Media, aunque ahora ciertos esteticistas
y novelistas de misterios nos digan que no eran tan lóbregos. Quitarnos las telarañas,
decimos en español, cuando alguien quiere renovarse o refrescar sus ideas. Tal vez
por eso se cuenta que Spinoza disfrutaba cazando moscas, representantes aéreos de
la luz, que enfrentaba a las arañas de su estudio en terribles combates, si hemos de
creer a su biógrafo, el pastor luterano Johannes Colerus.
La luz de la levitación

No todo es tan claro, ni lo ha sido siempre. La luz, su dirección, su sentido, su


poder de revelación fue crucial para la iglesia romana, al menos mientras de verdad
enunciaron su mensaje como Verdad evidente. Con toda claridad, en el Nuevo
Testamento, la luz es símbolo de divinidad, de justicia, de verdad en Cristo. Pero no
una luz cualquiera o invasiva. El arte románico y el arte gótico no son sólo un
conjunto de estilos y técnicas de construcción sino todo un tratado, muy variado, del
arte de dominar la luz natural. Pero no sólo porque el dominio de la luz artificial
fuese precario, sino porque el templo se concebía y edificaba en estrecha relación
con la luz. Estamos ante una arquitectura de la luz porque cada acción litúrgica debía
corresponderse con una iluminación precisa que reforzase determinadas acciones
simbólico-rituales.
La luz transforma la cosa, en sí estable, en un conjunto de objetos cambiantes,
fantasmales, que buscan impresionar la retina del devoto y alterar sustancialmente su
sentido de la percepción. La liturgia es teatro, un drama sacro, y el sentido de
elevación y arrobo está en relación con la iluminación que se ofrece en determinados
y cruciales momentos. Los arquitectos medievales, y tal vez los técnicos de
iluminación de las iglesias de hoy, son esos poetas de la luz que manejan y dosifican
la luz natural y sus sombras, consiguiendo que los fieles leviten, en parte, gracias a
los efectos especiales de su trabajo de luminotecnia[3]. Esto es acaso lo mismo que
buscaban los interioristas japoneses a la hora de situar adecuadamente el famoso
tokonoma pues, ¿no es toda hornacina, con santo o sin ella, un tokonoma occidental?
En este dominio de luces tamizadas y de ambientes ligeramente mortecinos no
se puede decir por tanto que Occidente haya estado al margen de esa sensibilidad
que destaca o defiende Tanizaki. Ni lo estuvo nunca ni en el mismo periodo en el
que el autor japonés está escribiendo su Elogio. Toda esa sensibilidad decadente,
excesiva, refinada, puntillista que oxida el quicio de los siglos XIX y XX, y sobre la
que algo he dicho antes, conduce del Prerrafaelismo y el Art Nouveau hasta el Art
Déco, y su entronización en la famosa exposición de 1925 en París. Este fenómeno
del Art Déco, trufado de racionalismo y vanguardia, no se entiende sin un contexto
de rechazo a los valores de la naciente sociedad industrializada e iluminada. Los
artistas y diseñadores de la época se inspiran abiertamente en imaginerías
tradicionales, alejadas del mueble de masas, pero también orientalizantes, africanas
y, cómo no, japonesas[4].

¿Tokonoma o cristal?

La búsqueda de la luz matizada, dormida, en realidad capturada, susurrante y


pegajosamente religiosa no es ajena a la tradición occidental y aún diría que a
ninguna tradición. Es bien conocido el poder de sanación, física y espiritual, que
muchos pueblos han atribuido a las piedras. Esa luz sumergida en el propio sueño de
la materia y dominada en poliédricas composiciones vendría a ser para nosotros algo
así como el recuerdo congelado del origen del universo; acaso, un álbum de fotos
que desde el Gran Estallido hasta el presente mostraría el recorrido de nuestra
historia entre los astros, ese inextricable compendio de materia, energía e
inteligencia.
En rigor, cuando hablamos de los poderes de las piedras, hablamos de los
poderes de la luz. Pues son espectros de luz y haces de luz lo que en verdad nos
convoca y conmueve al sostener entre los dedos la materia hecha luz. Admiramos
aquí esa luz primitiva que se apartó de las tinieblas, el metro con el que medimos el
universo. Amatistas, mármoles, rubíes, cuarzos, granitos, zafiros, pizarras, ágatas,
cada uno de estas piedras y cristales nos habla de un poder peculiar que atesora. Yo
mismo, en un libro escrito a propósito y en torno al Camino de Santiago, me he
dejado llevar muy lejos en este asunto de piedras y meteoros, de modo que no reharé
aquí lo que allí deshice[5].
Al comienzo de su atrevida y emblemática
obra Morfología y arte contemporáneo, Juan-
Eduardo Cirlot, declara estas palabras de las que
procede el epígrafe de este volumen que el lector
tiene entre manos: “este libro pertenece más a la
táctica de aproximación que a la sistemática de
ocupación de un terreno conquistado; como se
verá, a través de las cuestiones morfológicas
perseguimos probablemente otra cosa. Así,
combinamos en nuestro ensayo dos obras
diferentes, una de divulgación, que se limita a
exponer lo más saliente de las teorías de diversos
pensadores y científicos sobre estas materias, y
otra de investigación espiritual, que procura
aclarar algunos aspectos de lo que podría
denominar, si no fuese pretensión excesiva,
ciencia general de las formas”. Al igual que había
sucedido con otros filósofos y místicos, este excelso e inolvidable poeta y escritor
comprendió que de la aparente multiplicidad de formas que ofrece el universo, con
todas las variaciones, metamorfosis e interrupciones caóticas y discontinuidades, se
podía establecer una ciencia general o conocimiento que estableciese analogías entre
las diversas morfologías de los sucesos físicos, biológicos, espaciales, temporales y
espirituales, con particular incidencia en los propiamente artísticos y culturales.
Buscar tales convergencias supone una tarea ingente, casi imposible de acometer,
pero esto no desanimó al autor según el mismo nos confiesa[6].
Si la lírica y la química que se relaciona con los diferentes estados de ánimo y
salud de nuestro cuerpo no son tan incompatibles como pudiera creerse, tal y como
aseveran los especialistas en nutrición y endocrinología, la luz, síntesis por
antonomasia de materia y espíritu, de forma y fondo, vendría a ser la verdadera
melodía mediante la que se expresa y aún mide el universo entero que conocemos.
Esa luz visible en la formas expresaría el elemento sintetizado de la materia
convertida en partícula elemental, en corpúsculo perceptible. Para otros estudios
superiores quedaría esta línea de trabajo iniciada por Cirlot, allí donde la luz
imperceptible en cuanto materia vertida a energía podría formar parte de un tipo de
conocimiento que pudiese ser alcanzado, atisbado, de manera intuitiva. La luz que
emiten los cristales y su aparente regularidad interna, pues depende de un orden
geométrico que sólo a escala humana parece invariable, vendría a reflejar, a
significar, la energía de la vida, en su tránsito hacia formas biológicas complejas,
donde lo inerte y lo viviente establecerían pasajes y conexiones de ida y vuelta, con
colores y formas insospechadas[7].

Un rompecabezas chino

La luz nos ha llevado a las formas y estas nos han llevado a concebir un
trasvase entre lo inerte y lo viviente. O tal vez una continuidad pluridimensional o
de bucle que desconocemos del todo. Algo similar a lo que sucede, por analogía, con
el juego del tangram o rompecabezas chino. El llamado juego de la sabiduría o tabla
de los siete elementos consta de siete figuras geométricas: un cuadrado, un
paralelogramo y cinco triángulos de diversos tamaños. Ordenados, conforman un
cuadrado superpuesto o dos rectángulos. Esta es una manera de percibirlo. Sin
embargo, una vez que ha sido puesto en movimiento el número de figuras que se
pueden percibir parece ilimitado. Es como un juego de formas chinescas aplicado al
plano. Cada una de estas sombras, simples en apariencia, contrastadas sobre una
superficie blanca, sugeriría el efecto visual, perceptivo, iluminativo, tumbativo, que
sugiere el tokonoma.
Si no me equivoco, el tokonoma es un transporte, o un trasportín poético que
nos permite viajar sin movernos, y sus efectos de luz y sombra, de vacío y de
ocupado, vendría a ser algo así como el procedimiento del artista creador que busca
el riesgo, y que en el decir de Gustavo Torner, no descuidaría nada, pues la aparente
sencillez de su presentación procedería de la síntesis de una complejidad que no
olvidaría nada, la historia de la cultura, el perfeccionismo de la obra y la
intervención del azar. Al describir la obra de arte parece que Torner hubiera estado
pensando en nuestro tokonoma: “Lo que pasa es que yo al azar lo dejo intervenir,
valga la frase, deliberadamente. Es como si un señor hiciese una casa con todo
calculado y dejara un espacio vacío, una habitación, un corral, para lo que fuese, sin
prever su finalidad”[8].
Lezama Lima, en Fragmentos a su imán (1977), describió el tokonoma, en un
barroco y populoso poema titulado El Pabellón del Vacío. Allí, el poeta cubano es
capaz de alcanzar la vacío mediante el procedimiento de rascar con su uña en
cualquier superficie. Puede ser una pared o una mesa. Este vacío creado le sirve no
sólo para buscar un efecto de percepción, de sombra sobre el plano, sino también
para rebasar lindes, para desmarcarse de sí, tal y como sucede en esos viajes astrales
y terrestres que practican los lamas instruidos. Así al menos lo describe de primera
mano la exploradora francesa Alexandra David-Neel, quizá la última persona que
vivió y conoció el Tíbet en su esplendor metafísico[9]. El tokonoma es en realidad
un bucle de esos que imaginan los físicos y astrónomos de la Teoría Unificada del
Todo y que le permite al poeta, hecho luz, con la luz domada, navegar, vibrar, y
descolgarse entre cuerdas para alcanzar épocas y lugares remotos. En el fragmento
con el que termino, José Lezama Lima lo distinguió del siguiente modo:

Estoy en un café,
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, para la primavera.
Recorro con las manos
la solapa que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña,
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable,
la conversación en una esquina de Alejandría.
Estoy con él en una ronda
de patinadores por el Prado.
Era un niño que respiraba
todo el rocío tenaz del cielo,
ya con el vacío, como un gato
que nos rodea todo el cuerpo,
con un silencio lleno de luces.
[1] Una versión más concisa y tal vez más perfecta de este ensayo fue publicada en la Revista para
la cultura del proyecto, Experimenta, nº 41, noviembre de 2002, en Madrid.
[2] Sobre este punto apunta Ignacio Gómez de Liaño: “pero las vanguardias son ya, o empiezan a
ser, historia, aquello precisamente que su radicalismo iconoclasta quería abolir y aún aniquilar. Las
reliquias de la explosión futurista o dadaísta se aposentan, con honores análogos a los de las obras
maestras de la tradición, en los grandes museos que su furia condenaba a una destrucción
inapelable. (...) Aquellos apocalípticos parecen haberse integrado en el acervo académico y social
de la cultura occidental, como valores que se cotizan igualmente en el mercado y en el sistema de
destilados simbólicos vigente. (...) Nos sentimos tentados a decir a aquellos vanguardistas de
principios de siglo que si ellos querían verse libres de la tradición, nosotros nos sentimos libres ante
la tradición y ante las vanguardias”. La vanguardia después de la vanguardia, pág. 69, en La
Polémica de la posmodernidad, AA.VV. Compilador José Tono Martínez, Ediciones Libertarias,
Madrid, 1986.
[3] Para ilustrar este tema he seguido algunas sugerencias del catálogo Celebrare con la luce.
Valorizzazione delle chiese con valenza storico-artistica: liturgia e tecnologie. La gestione
illuminotecnica e l´integrazione dei sistemi. Eugenio Bettinelli. Giorgio Della Longa. Silvano
Maggiani. Antonio Santantoni. Edición de Bticino, C.E.I. Politecnico de Milano. Università di
Roma Tre. Milano. 2003.

[4] Si uno observa cualquier catálogo de muebles de la época se encontrará con nombres de
diseñadores y ebanistas que incorporaron a sus creaciones materiales como la laca japonesa, el
metal, la piedra o el marfil. Es el momento en el que se recuperan las vidrieras en ventanas y
puertas para oscurecer la creciente luz que permiten aquellas casas de amplios ventanales, porque
ya no precisan defenderse del frío, gracias a los modernos sistemas de calefacción central. Dos de
los más destacados artistas del periodo, Jean Dunand y Eileen Gray estuvieron asociados con el
maestro japonés Sougawara, con objeto precisamente de matizar y domar la luz creciente de
aquellas estancias cada vez más expuestas al influjo de la obra de Tomás Alba Edison. Sobre esto
véase, Muebles Art Déco, Alastair Duncan, Editorial Stylos, Barcelona, 1986.
[5]Este libro referenciado se titula Cantigas de Andar, y fue publicado en la Editorial Pre-Textos, en
Valencia, en 1987. Sobre este asunto, diré que aún guardo un pedazo de cuarzo translúcido que en
1991 me regaló un poderoso jefe perteneciente a la Haudenosaunee o Casa Larga del Noreste de
Norteamérica, la confederación de los iroqueses. Sucedió en Cornell, al norte del Estado de Nueva
York. Y no puedo decir que no que no me haya prestado buenos servicios.

[6] Dice Cirlot: “La afirmación de una identidad interna entre el mundo de lo anímico y el de lo
físico tiene derivaciones importantísimas para la concepción del universo, la estética y el propio
arte. Conocer a fondo los procesos, sistemas de formas, funcionamiento del mundo físico equivale a
posibilitar una comprensión diferente, nueva y acaso más honda de las funciones psíquicas y de su
plasmación en obras artificiales. Conviene, pues, explorar todas las realizaciones de lo que forma
sea, en los elementos, en los fuerzas naturales; estudiar las formaciones específicas del aire, del
fuego, la electricidad, los minerales, la materia viva en plantas, animales inferiores y superiores”,
pág. 16, en Morfología y Arte Contemporáneo, Ediciones Omega, Barcelona, 1955.

[7] Por estos mismos días de diciembre de 2005, mientras corrijo este texto, se ha sabido de una
empresa granadina que, con patente suiza y procedimientos de investigación moscovitas, ha
comenzado a ofrecer servicios para transformar las cenizas de los difuntos en diamantes. Se trata de
un procedimiento para extraer el carbono que contienen las cenizas y convertirlas en diamantes de
hasta un quilate. Sin agregar colores ni grafitos, los diamantes adquieren una tonalidad azulada que
depende del boro que contiene cada organismo. Polvo eres y en diamante te convertirás, decía la
noticia.
[8]En Gustavo Torner, Escritos y conversaciones, pág. 91. Editorial Pre-Textos. Colección Origami.
Valencia, 1996.
[9]Se cuenta que algunos de estos lamas, los llamados lung-gom-pa, han alcanzado tan capacitación
que en sus iluminaciones y levitaciones han de ser lastrados a la tierra mediante pesos o cadenas,
pues en otro caso correrían el riesgo de salir volando, en Alejandra David-Neel, Místicos y magos
del Tíbet, pág. 177, colección Austral 1404, Espasa-Calpe, Madrid. Traducción del francés de Rosa
Spottorno de Ortega, (1942,1968).

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