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“En la Nicaragua campesina se han ido

acumulando engaños decepciones y


enojos”
María Angélica Fauné, socióloga e investigadora comprometida con la Memoria
Histórica del campesinado reflexionó sobre la Resistencia campesina de los años 80 y
de los años siguientes para contribuir a la reflexión que hoy debemos hacer todos en el
país sobre la situación del campesinado, en una charla con Envío que transcribimos.

María Angélica Fauné

El campesinado nicaragüense ha vivido una historia de continuos procesos de


expropiación, de usurpación de sus recursos. En la historia reciente esa Nicaragua
campesina y multiétnica, que se convirtió en el escenario principal de la guerra de los
años 80, que protagonizó la resistencia en defensa del derecho a seguir siendo
campesinos e indígenas, derecho a su identidad y a su dignidad, ha continuado viviendo
procesos cíclicos de arme, desarme y rearme.

Es muy significativo que este gobierno, que dice heredar una Revolución que se hizo
para que “obreros y campesinos lleguen al poder” ya no nombra al campesinado. Como
si no existiera. Lo mismo sucede en los análisis sobre la realidad socioeconómica del
país. Nadie da cuenta de lo que está pasando en el campo, a pesar de que un poco más
del 40% de la población de Nicaragua en edad de trabajar vive y sobrevive de lo que
produce en el campo, y aunque persiste la tendencia a la urbanización, la dependencia
del campo sigue siendo alta y nos obliga a preguntarnos qué está pasando hoy en la
Nicaragua campesina, qué está pasando con el campesinado de frontera agrícola, qué
está pasando en el Caribe nicaragüense... Son preguntas que adquieren plena vigencia
ante la nueva oleada de ocupación de tierras, concentradas en las manos de nuevos
“acumuladores emergentes”. Les llamo así porque hay que encontrar una terminología
para nombrarlos. Llamémosles así, sabemos quiénes son.

Hoy el campesinado nicaragüense está siendo afectado por una nueva oleada de
expropiación encubierta a manos de esos nuevos acumuladores emergentes, que dirigen
el acelerado proceso de usurpación de los recursos naturales de nuestro país, bajo un
nuevo modelo de “acumulación por desposesión”, un concepto acuñado por el geógrafo
marxista David Harvey. Esta nueva oleada de usurpación salvaje de los recursos
naturales, sedienta de mercantilizarlo todo, se muestra implacable en su avance y en el
uso de los métodos de la acumulación originaria. Es un proceso que no hemos analizado
bien, pero que está aniquilando no sólo al campesinado, sino también la existencia
misma de los territorios indígenas, tanto en el Caribe Norte como en el Caribe Sur,
también en la zona de amortiguamiento y en la zona núcleo de Bosawás y en las de
otras Reservas que atesoran nuestra biodiversidad.

¿Hay nuevamente rearmados en el campo? El último registro debidamente documentado


de rearme en la Nicaragua campesina y multiétnica es del 15 de marzo de 2002, fecha
en que el Ejército y la Policía dieron por concluido el Plan Sello, que culminó con el
aniquilamiento del estado mayor y los remanentes del FUAC (Frente Unido Andrés
Castro), operativo antecedido por dos ofensivas militares: Caballo de Troya (2000) y
Subtiava (2001). En esa fecha las instituciones armadas declararon al Triángulo Minero,
territorio donde operaba el FUAC, como “territorio libre de bandas delincuenciales”.

Desde aquel año no se volvió a escuchar de grupos armados con fines políticos en el
campo hasta el año 2010, cuando varios medios de comunicación comenzaron a reportar
enfrentamientos y algunos nombres de algunos alzados. El Ejército calificó enseguida a
estos grupos como “bandas delincuenciales”.

Desde las montañas del Norte, José Garmendia, alias Yajob, llamaba a las redacciones
de diarios y radios y expresaba que se había armado en contra del gobierno. Originario
de Estelí, Garmendia fue miembro de la Contra en los años 80 y funcionario de la
Empresa Nicaragüense de Acueductos y Alcantarillados en el gobierno de Arnoldo
Alemán. Como rearmado, dijo que su misión era visitar al campesinado casa por casa
para hablarles del fraude electoral que Daniel Ortega y el FSLN preparaban para las
elecciones presidenciales de noviembre de 2011. Garmendia vivía como un jornalero
más en la finca El Diamante en Santa Teresa de Kilambé, El Cuá. En la madrugada del
14 de febrero de 2011, cuando salió de la casa donde vivía, le dispararon desde un cerro
cercano. La bala le partió el fémur izquierdo y horas después murió desangrado. “No me
lleven al hospital, yo soy el Comandante Yajob, no soy Don Chico”, le dijo a los
campesinos que lo tomaban como un peón más en la finca cafetalera y ganadera de José
Luis Dávila, quien ahora, según cuentan sus amigos productores de El Cuá, también se
alzó en armas.

Once meses después de la muerte de Yajob, el 13 de enero de 2012, apareció muerto de


un balazo en la frente en una comunidad fronteriza con Honduras, Santos Guadalupe
Joyas Borge, alias Pablo Negro, otro ex-contra que decía andar alzado en armas contra
el Gobierno y andaba refugiándose en Honduras. Según versiones periodísticas, lo
llamaron a una reunión en un lugar cercano a la frontera donde le prometían 70 mil
dólares y una camioneta para sus actividades. Según Roberto Petray, de la Asociación
Nicaragüense por los Derechos Humanos, encabezada por el obispo de Estelí, Abelardo
Mata, el cadáver tenía señales de tortura. Este asesinato y el de Yajob quedaron en la
impunidad, sin investigación y sin sanción, aun cuando nunca se supo de alguna acción
armada de ninguno de ellos contra el Ejército o la Policía, como sí lo fueron las
acciones armadas de Joaquín Tórrez Díaz, alias Cascabel.

Más recientemente, en agosto de 2013, el periodista Ismael López informó, en un


reportaje especial para la televisión, que en Aguas Rojas, una comunidad a 20
kilómetros de Wiwilí, en Jinotega, rodeada por el verde y espeso cerro Kilambé,
habitada en su mayoría por ex-contras que se dedican a la ganadería y al cultivo de
granos básicos y café, se hablaba de “grupos armados”. En concreto, se hablaba del
grupo que dirigía Gerardo de Jesús Gutiérrez, alias El Flaco, también ex-miembro de la
Contra.

En julio de 2013 se había enfrentado a balazos en El Tamalaque (Pantasma) con una


patrulla del Ejército. Edgard Montenegro, un productor que en los años 80 fue su jefe en
la Contra y su vecino en la comunidad, declaró que la primera vez que El Flaco pasó
armado por su finca lo acompañaban cinco hombres. La segunda vez, en junio de ese
año, ya iba acompañado de 18 hombres bien armados con AK-47. “Me instó a que lo
acompañara, pero le dije que no, que no miraba las posibilidades en este momento, pero
que siempre que pasara y me pidiera comida, como principio cristiano de darle comida
al necesitado, le iba a servir en ese aspecto”, declaró Montenegro.

Leyendo estas noticias y muchas más, y revisando los registros que he ido acopiando
durante años,
veo que ya todos los indicadores están ahí y nos permiten sospechar con fundamento
que estamos ante señales claras de una nueva oleada de resistencia campesina contra el
sistema autoritario, una resistencia que reclama derechos expropiados y que podría
desembocar en un nuevo ciclo de violencia. Uno de esos indicadores que alertan es la
respuesta del Ejército a esta realidad, similar a la que tuvo durante el proceso de
violenta pacificación de los años 90, cuando declaraba que la resistencia armada del
campesinado y de los desmovilizados de origen campesino, tanto los del Ejército
Sandinista como los de la Resistencia, que reclamaban cumplimiento de los acuerdos,
no era más que la actividad de bandas delincuenciales.

Nada de lo que sucede actualmente en Nicaragua es totalmente nuevo. Mucho de lo que


vemos hoy es mucho lo que no vimos ayer. Para encontrar algunas de estas raíces
profundas, vayamos hacia atrás en el tiempo. Y situémonos en ese espacio que es toda
la geografía de Nicaragua. Toda, todo el territorio. Porque hasta hoy, cuando pensamos
Nicaragua, cuando hablamos de Nicaragua, los políticos, las ONG y buena parte de la
población, piensa básicamente en el Pacífico, en lo que sucede en el Pacífico. Y aunque
hemos visto mil veces el mapa de Nicaragua, realmente no lo vemos completo ni lo
vemos vivo. Y las geografías no son simplemente coordenadas, no es un territorio
vacío, tiene una identidad, una historia, tiene vida y movimiento.

Llegué a Nicaragua el 20 de julio de 1979. Venía con la experiencia de la


descolonización de Angola,
y sabiendo que tenía conocimiento en temas agrarios, algunos cuadros del Frente
Sandinista me invitaron a participar en el proceso de reforma agraria que iniciaría la
Revolución. Tal como estaba establecido en su Programa Histórico, conocido como la
Herencia Programática de Sandino, y tal como fue presentado al pueblo nicaragüense en
1969, el FSLN se definía como una organización político-militar cuyo objetivo
estratégico era la toma del poder político mediante la destrucción del aparato militar y
burocrático de la dictadura y el establecimiento de un gobierno revolucionario basado
en la alianza obrero campesina y en el concurso de todas las fuerzas patrióticas anti-
imperialistas y antioligárquicas del país.

Muy pronto, con los primeros estudios que comenzamos a realizar en el CIERA (Centro
de Investigaciones y Estudios de la Reforma Agraria), fuimos constatando limitaciones
en el conocimiento y en el abordaje que se hacía del tema agrario y del tema étnico en la
Costa Atlántica. A pesar de que el Programa Histórico planteaba: “una Reforma Agraria
auténtica, con la redistribución inmediata masiva de la tierra, liquidando la usurpación
latifundista en beneficio de los trabajadores (pequeños productores) que laboran la
tierra, expropiar y liquidar el latifundio capitalista y feudal, entregar gratuitamente la
tierra a los campesinos de acuerdo con el principio de que la tierra debe de pertenecer al
que la trabaja, y la reincorporación de la Costa Atlántica, aniquilando la odiosa
discriminación de que han sido objeto los indígenas miskitos, sumos, zambos y negros
de esa región”, las primeras medidas de reforma agraria fueron mostrando su sesgo
anticampesino.
Desde sus inicios, la tendencia del Frente Sandinista fue priorizar el Área Propiedad del
Pueblo (APP) en manos del Estado, a partir de la cual pivotaría la formulación de la
política alimentaria y el nuevo modelo agrario. Las decisiones que se tomaban
revelaban el desconocimiento que existía en la dirigencia revolucionaria acerca de la
realidad del campesinado, especialmente del campesinado del Norte y Centro del país.
Los análisis de los que se disponía entonces sobre el agro nicaragüense estaban
centrados en la producción algodonera de Occidente, que era una agroindustria
moderna, intensiva en agroquímicos, con una fuerza de trabajo permanente y calificada.
Esos análisis contribuyeron a sesgar el conocimiento de la dirigencia revolucionaria,
especialmente en relación a la proclamada alianza obrero-campesina y al mismo
campesinado. El libro de Jaime Wheelock, miembro de la Dirección Nacional del Frente
Sandinista y responsable de la reforma agraria, “Imperialismo y dictadura”, publicado
en 1975, fue muy influyente en aquellos momentos y adolecía de ese sesgo. Presentaba
una imagen del campesinado del interior como un sector “atrasado”, autárquico y
estancado y caracterizaba la producción del café con un desarrollo puramente
vegetativo. Todo era muy lejano de la realidad y del potencial dinamizador que podría
haber tenido un desarrollo endógeno, el que esa capa de pequeños y medianos
productores venía demostrando como resultado de su resistencia ante la voracidad de los
grandes hacendados cafetaleros.

Porque ese campesinado había nacido y se había desarrollado ejercitando una firme
resistencia a dejar de ser campesinos ante el avance del latifundio cafetalero-ganadero,
un proceso bastante ignorado por los historiadores, aunque no ignorado en los orígenes
del FSLN, ya que en las primeras columnas guerrilleras que se forjaron en las
profundidades de las montañas del Norte el Partido Socialista había iniciado
tempranamente la organización del campesinado-indígena y había encontrado en las
montañas de Estelí, Matagalpa y Jinotega una cantera de colaboradores históricos.

Sin embargo, la ortodoxia marxista, inspirada en Marx, Lenin y Preobrazhensky,


terminó por imponerse y por imponer la concepción industrialista, que planteaba que la
proletarización sería el futuro del campesinado y que el proceso de desarrollo
económico conduciría a la desaparición del campesinado como forma de producción.
Esta concepción, que fundamenta priorizar el desarrollo agroindustrial destinado a la
exportación en torno a las empresas estatales, fue asumida por Wheelock, con el
argumento de que la mejor estrategia de modernización era el fomento de inversiones
intensivas en capital, provenientes de fuentes externas, concentradas en pocas y en
modernas unidades de producción y estableciendo el control estatal del abastecimiento y
de la comercialización.
Existía en la concepción que prevaleció en la Revolución un marcado sesgo obrero. La
“clase obrera” era el sujeto, era la base de la vanguardia. Se ignoraba que los “obreros”
nicaragüenses eran, en su mayoría, trabajadores temporales, que combinaban el trabajo
asalariado con la producción de su milpa. Era una clase obrera vinculada estrechamente
al campo. Cuando escuchaba aquellos conceptos, volvían a mi mente imágenes de
Angola, donde entre las primeras medidas “revolucionarias” crearon la Central
Angolana de Trabajadores como base de la vanguardia, cuando hasta el día de la
liberación nacional lo que había predominado en ese país había sido el trabajo
forzado…

La realidad es que el Frente Sandinista inició el proceso revolucionario desconociendo


Nicaragua, ignorando que era un país multiétnico, y sin saber nada del país campesino
del interior. El tercer decreto de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional
ordenó la confiscación de las tierras de la familia Somoza y sus allegados y las de los
soldados y oficiales de la Guardia Nacional somocista. Otro decreto extendió las
confiscaciones a “las personas relacionadas con el somocismo”. Esos dos decretos
afectaron el 20% de la tierra en fincas y dieron origen al Área Propiedad del Pueblo, a la
APP. Pero esas tierras confiscadas no fueron distribuidas, sino organizadas en 1,500
haciendas estatales bajo la administración del recién creado Instituto Nicaragüense de
Reforma Agraria, el INRA. Alrededor de 50 mil trabajadores, quizás el 13% de todos
los obreros agrícolas del país, fueron empleados por el Estado en esas empresas.

El campesinado sin tierra no fue directamente beneficiado en ese momento. Fue hasta
1981, con la Ley de Reforma Agraria, que se afectó, aunque tímidamente, al latifundio.
Fueron declaradas potencialmente afectables las propiedades que estuvieran ociosas, las
deficientemente explotadas o abandonadas y las que tuvieran más de 500 manzanas en
la zona del Pacífico y más de 1 mil manzanas en el interior. Aun así, en aquella primera
oleada, de 1981 a 1984, sólo fueron afectadas 558 propiedades que abarcaban un área de
medio millón de manzanas. Se puede afirmar que la ambigüedad y el conflicto sellaron
desde un comienzo la Reforma Agraria: amargura entre los confiscados, júbilo inicial
entre los trabajadores agrícolas, desgaste, cansancio y descontento creciente entre el
campesinado.

Recuerdo bien lo que ocurrió cuando se acercaba la primera cosecha cafetalera del año
1979. A los nuevos cuadros del Estado revolucionario, jóvenes y urbanos, sin
experiencia en el manejo y la gestión de algo tan complejo como es una cosecha
cafetalera, les fue asignada la dirección de esa tarea. En Matagalpa y Jinotega le tocó
asumir a la joven Ruth Herrera, que tenía que aprender sobre la marcha cómo se
gestiona eso, cómo se mueve a la gente para los cortes de café, de dónde viene esa
gente, cómo se les paga y cómo se les alimenta… Recuerdo a Jaime Wheelock llegando
a la zona cafetalera, por primera vez en su vida seguramente, decretando que quemaría
los galpones en donde dormían los cortadores de café porque eran inmundos e indignos.
Los trabajadores temporales que habían venido de Occidente a los cortes y los
trabajadores permanentes de esas fincas confiscadas lo escuchaban y lanzaban al aire,
como se lanzan los discos en el deporte, tortillas de maíz secas e incomibles y movían
los machetes, como afilándolos… Lo que querían no era que la Revolución quemara
ningún rancho, sino que les entregaran sus salarios caídos, porque su sobrevivencia
dependía de los salarios que conseguían en esas fincas que ahora habían cambiado de
dueño.

Los primeros descontentos surgen porque la Revolución no respondía a su necesidad


básica: lo que iban a ganar y lo que iban a comer en la hacienda cafetalera confiscada y
estatizada. Sintieron pronto la incapacidad de gestión del gobierno para responderles. Y
había incapacidad porque había desconocimiento de la realidad. En aquella cosecha, la
falta de respuesta llevó a los cortadores a destruir las matas de café y las mangueras para
el riego. Recuerdo que a Alan Bolt y a mí nos pidieron que les hiciéramos conciencia de
que se estaban perjudicando ellos mismos. Era difícil, porque aún era débil entre ellos el
sentido de pertenencia al APP y las respuestas autoritarias a sus protestas contribuyeron
a agudizar las contradicciones. Famosas y desacertadas, en ese sentido, fueron las
declaraciones de Wheelock en su intento por disciplinar a la clase trabajadora del APP,
advirtiéndoles que si hacían cualquier intento de sabotaje “les cortaría las manos”. Esa
frase caló hondo y agrandó el abismo que desde un comienzo hubo entre aquella
vanguardia joven y entusiasta y la sociedad concreta que querían transformar. Tal vez
eran muy jóvenes y muy urbanos y cuando uno es tan joven no reconoce que no sabe y
no se detiene a ver lo que está pasando a su alrededor para aprender.

La ignorancia acerca del origen de la hacienda cafetalera del interior-norte, esa faja que
atraviesa en diagonal el territorio nicaragüense, el no saber cómo se habían ido
formando años atrás esas haciendas en base a la expropiación y a la pauperización del
campesinado de esas zonas, también contribuyó al desencanto del campesinado, que
había creído en el Programa Histórico del Frente Sandinista, transmitido por los cuadros
históricos, que en esas mismas montañas les habían prometido que la tierra sería para el
campesinado, que nunca más serían expropiados, que nunca más habría tierra arrasada.
Recuerdo cuánto me impactó escuchar en Rancho Grande, Matagalpa, historias muy
vivas de cómo la gran empresa cafetalera de esas zonas se fue construyendo sobre la
expropiación con violencia del campesinado, sobre el robo de tierras. Cuando en esos
primeros meses de la Revolución llegué a Matagalpa para investigar, la gente
conservaba en su memoria lo que había ocurrido, cómo fueron expulsados de sus tierras,
como tuvieron que buscar tierras adentrándose en la montaña, cómo perdieron lo que
era suyo. El “alambrado” de aquellas haciendas cafetaleras se logró con gran violencia.

Hay mucha tierra arrasada, hay mucha sangre del campesinado y del pueblo indígena de
esa zona
en la historia de la empresa cafetalera nacional, tierras que pasaron al APP o con las que
se formaron los Polos de Desarrollo Cooperativo, tierras que después de los años 90 se
volvieron a privatizar y volvieron a ser cercadas y alambradas por nuevos propietarios,
tierras que hoy recorren los turistas en la Ruta del Café. Aunque la promesa que les hizo
el Frente Sandinista era que esas tierras serían nuevamente de los campesinos, se
terminó repitiendo la historia y hoy la hacienda se ha reconstruido y se mantiene intacta
y continúa vigente la lógica depredadora que ha hecho avanzar sin cesar la frontera
agrícola, cuando ya no hay hacia dónde avanzar…

Cuánto influyó en la decepción campesina el desconocimiento que la vanguardia del


Estado revolucionario tenía de la existencia del “productor chapiollo”, del finquero de
origen campesino, “descubierto” y “categorizado”, en nuestros debates en el CIERA
con la UNAG (Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos), una organización que
desde su surgimiento reivindicó la necesidad de que fueran reconocidos y atendidos,
aunque sin lograr ser escuchada. Por el contrario, la UNAG cayó bajo la desconfianza
política por plantear la necesidad de un cambio de enfoque en el campo.

Los estudios nos permitieron ir conociendo a estos “finqueros”, campesinos pobres que
en los años 50, y en paralelo al proceso del avance del latifundio cafetalero, fueron
expulsados de esas tierras y buscando vida se adentraron en la montaña, rompiendo la
frontera agrícola con grandes esfuerzos y a costa del hambre de su familia, levantando
sus chozas, iniciando una huerta o una cría de cerdos, vendiendo su fuerza de trabajo en
alguna finca, hasta ahorrar y en quince o veinte años convertirse en eso, en finqueros.
Otra forma de ascenso social se desarrolló aquellos años con campesinos que acarreaban
productos del campo a la ciudad o a las comarcas como muleros y que, con lo que
ahorraban, compraban el derecho a la propiedad de tierras y ganado, hasta que se
convirtieron en ganaderos, una figura rural fundamental en la articulación del mercado
local con el regional.
Estos campesinos, que se transformaron en finqueros o en ganaderos, vivían en el
campo, entre la población campesina, se levantaban de madrugada para trabajar de sol a
sol a la par de los mozos que trabajaban en sus tierras y comían con ellos bajo el mismo
techo. Su importancia no se limitaba a su papel de mediadores en la esfera económica,
sino que por su historia personal eran también “el modelo a seguir”, los líderes de las
comarcas. Generalmente, estos hombres no se ligaron al régimen somocista, como sí lo
hicieron los grandes terratenientes. Sus vínculos con el somocismo se limitaban al
ejercicio de funciones administrativas por su liderazgo local. Estos finqueros, que en el
lenguaje oficial de los informes sociológicos de los años revolucionarios fueron
denominados “burguesía rural”, jugaban un papel fundamental en el funcionamiento de
la estructura agraria local y en la red de sus relaciones.

En los años previos a la Revolución, el país campesino terminaría por constituir una
sociedad basada en relaciones de compadrazgo, donde el poder residía en quien poseía
más tierra, más ganado y un mayor y mejor acceso al mercado. El origen de este poder
se basaba en la percepción de que el esfuerzo era elemento central del progreso personal
y los golpes de suerte y las desgracias las explicaba “el destino” o “la justicia divina”.

La vanguardia joven y urbana y los responsables de la política agraria desconocían todo


esto. Desconocían no sólo cómo se había gestado el latifundio cafetalero y la empresa
ganadera, tampoco conocían cómo funcionaba el entramado social en estas zonas del
país. En estos territorios, dispersos y aislados, sin caminos, sin servicios, cuando el
Frente “tocaba” a un campesino rico, a uno de estos finqueros de la “burguesía rural”,
desmantelaba el tejido social que favorecía a los campesinos pobres, los que tenían
pequeñas propiedades para ganado y café. Los campesinos-finqueros, jugaban un papel
fundamental para resolver problemas personales y sociales: tenían una camioneta para
trasladar a un enfermo, tenían teléfono, tenían radiocomunicadores… A un campesino
pobre con una emergencia quien le resolvía era el campesino rico que tenía una
camioneta para sacarlo de su comarca y acercarlo a Jinotega. Esta red social también la
desconoció el Frente.

Desconoció también el Frente el papel fundamental que en la economía de esta zona


jugaron los colonos, que no son ni campesinos ni obreros agrícolas. Los colonos vivían
en la gran hacienda, tenían allí una pequeña tierra en la que el patrón les dejaba sembrar
y su tarea era ir aumentando la hacienda socolando, deforestando, despalando el bosque
circundante, internándose más y más en la montaña… El colono tenía una relación de
lealtad con el hacendado. La vanguardia revolucionaria desconocía cómo funcionaban
las relaciones en la hacienda cafetalera.

Muy pronto, después de las primeras confiscaciones en estos territorios, MICOIN, el


Ministerio de Comercio Interior, con la política de priorizar el consumo en las ciudades
por sobre la producción campesina, quebró las redes de comercialización que existían
en el campo. La vanguardia revolucionaria empezó a desconfiar también de los
pequeños productores. La vanguardia joven que decidía en los territorios vio, por
ejemplo, que en Pantasma don Fortunato Castro tenía dos manzanas de café y sólo por
eso lo consideró un “burgués” y lo expropió. Comienza así a generalizarse la percepción
de considerar burgueses y contrarrevolucionarios a una amplia gama de pequeños
productores.

¿Quiénes eran estos campesinos que empiezan a sentirse acosados por la Revolución?
Eran precisamente productores que tenían una, dos, dos y media manzanas de café, pero
que habían pasado cuarenta años luchando contra la selva virgen, entrando en lodazales,
despalando bosques del trópico húmedo, luchando contra la malaria, colonizando esas
tierras para hacerlas producir… Guardo los relatos de la historia de vida de muchas de
esas familias de pequeños productores, con treinta y más años resistiendo a la des-
campesinización. ¿Qué le ofreció la Revolución a esta gente? Ordenó que el
campesinado se cooperativizara bajo la forma de propiedad colectiva. Se impusieron así
las Cooperativas Agrícolas Sandinistas, las CAS. Estos campesinos no lo aceptaban.
Imaginen si gente que lleva cuarenta años viviendo como campesinos, luchando por ser
campesinos propietarios individuales de tierra propia, aceptará, de la noche a la mañana,
trabajar en una tierra colectiva… Difícil, ¿verdad? Pero en aquellos años era sí o sí. Y el
que se resistía a cooperativizarse o era burgués o era contra. Todas estas políticas
agrarias, que tal vez podían haber sido correctas si se hubieran discutido con la gente,
no se debatían, se imponían. Todo se hacía por decreto. Incluso, nunca la Asamblea
Sandinista discutió a fondo el tema campesino hasta lograr un consenso.

Fue en estos territorios donde inició la guerra, fueron estos territorios los escenarios de
la guerra de los años 80. El campesinado de estos territorios había experimentado hacía
años una des-campesinización violenta y había resistido para mantenerse como
campesinos. Por eso es correcto hablar de “Resistencia”. Porque todo inició por una
resistencia nacida de una profunda conciencia de querer seguir siendo campesinos, de
querer seguir trabajando la tierra propia y vivir de esa tierra. Verse llamados
“burgueses” fue sentido como una gran ofensa. Había en estos territorios del Norte-
Centro de Nicaragua una profunda identidad campesina. Y hubo pronto una guerra de
resistencia para conservar esa identidad. Aún antes de que este campesinado se
organizara contra la Revolución, ya fue considerado contrarrevolucionario.

Mientras esto sucedía en el Norte-Centro del País, algo similar sucedía en la Costa
Caribe. Como en 1961 la invasión contra Cuba había salido de la Costa Caribe para
desembarcar en la bahía de Cochinos, en la costa sur de la isla, desde el primer
momento la vanguardia revolucionaria aseguraba que sería del Caribe de donde vendría
la contrarrevolución. Además, como en el Caribe había grandes empresas madereras,
camaroneras y mineras, estrechamente relacionadas con el mercado de Estados Unidos,
eso acrecentaba esa convicción. Así que los costeños eran contras por definición.

De la Costa Caribe no vino, como se esperaba, la contrarrevolución, sino otra


resistencia, la de los pueblos indígenas reclamando su autodeterminación. Y también
tempranamente empezaron los conflictos. Recuerdo que el primero estalló en 1980,
cuando la alfabetización en lenguas. Los funcionarios del Estado revolucionario
invadieron las iglesias, un espacio sagrado para la población, para dedicarlas a la
alfabetización. Eso detonó el descontento. No conocer lo que los símbolos pesan en los
pueblos lleva a cometer errores. La Revolución fue muy pronto percibida como agresión
a la propia identidad y la población miskita comenzó a llamar “piricuaco” a cualquier
militar o funcionario del Estado revolucionario. En miskito esa palabra significa “perro
rabioso”.

Evidentemente, la Revolución no inventó a la Contra, y es cierto que toda revolución


provoca
una contrarrevolución, más cierto este axioma en el esquema geopolítico del mundo
bipolar en que nació la Revolución nicaragüense, cuando uno de los dos polos, Estados
Unidos, quería evitar a toda costa que Nicaragua se convirtiera en una “segunda Cuba”.
Para lograrlo aplicó el modelo de guerra de baja intensidad, diseñado para desgastar la
Revolución hasta derrocarla. Para enfrentar esto, básicamente, la estrategia militar del
Ejército Sandinista fue la estrategia cubana, basada en la idea de que si toda revolución
provoca una contrarrevolución, la revolución debe aniquilar a la contrarrevolución. El
error de esa estrategia maniqueísta se agudizó por el desconocimiento absoluto que la
vanguardia revolucionaria tenía de la formación social rural y de las características del
campesinado. Ya dicen que la ignorancia es atrevida y la ignorancia era enorme.

El discurso oficial decía que la Contra estaba formada por los guardias somocistas, que
habían salido en desbandada y se habían organizado fuera de nuestras fronteras, que
Estados Unidos había congregado e esos guardias y los lanzaba contra la Revolución,
mientras los campesinos estaban dedicados a construir la Revolución, sembrando con
una mano y con la otra empuñando el fusil para enfrentar a la Contra. El discurso oficial
decía que la Contra era un fenómeno exógeno, financiado por Estados Unidos y con su
base en Honduras. Y blasfemia fue el libro de Alejandro Bendaña “Una guerra
campesina”, publicado en 1991, que nos obligaba a reconocer que la Contra era un
fenómeno endógeno, que en sus filas estaba organizado el campesinado de esta zona.
Otra idea que se aceptaba y se repetía en los años 80 era que la Contra nunca había
logrado dominio sobre un territorio, sino que vivían corriéndose “al ruido de los caites”
cuando llegaba el Ejército. Nada de eso era verdad. Desde el primer momento hubo una
confrontación muy seria entre el campesinado y el Estado revolucionario. El
campesinado hizo resistencia a las medidas de la revolución, primero con bandas
armadas, después con fuerzas de tarea, y después con un ejército organizado. Estados
Unidos pudo llevar a cabo más fácilmente su estrategia de desgaste militar de la
Revolución porque la vanguardia revolucionaria entró a la cancha campesina
desconociéndola absolutamente.

En agosto-septiembre de 1979 ya había bandas armadas en estos territorios. Las


investigamos en el terreno con el jesuita Ricardo Falla, en un trabajo que nos solicitó el
gobierno revolucionario, que ya había detectado el malestar que existía. Las primeras
bandas armadas las formaron campesinos y pequeños productores descontentos. Ese
campesinado, que fue el corazón de la Contra, salió del valle de Pantasma, de Wiwilí,
de Quilalí, de todas las rutas de esos territorios. En los análisis de la Revolución se
llamaba a esa zona “El bolsón de Las Segovias”. De ese bolsón saldrán los líderes de la
Resistencia, todos campesinos, de origen totalmente diferente a los que conformarían la
comisión política de la Contra. A excepción de Enrique Bermúdez, que siempre estuvo
muy presente en los campamentos de Honduras, el resto de los políticos urbanos de la
Contra no estuvieron en los frentes de batalla.

Los verdaderos protagonistas, los que se armaron contra la Revolución y resistieron


porque querían seguir siendo campesinos fueron finqueros jóvenes, de unos 27 años,
mancuerneros. En las familias campesinas ganaderas, cafetaleras, familias patriarcales,
se llama así a los jóvenes varones que llegados a la edad adulta se independizan,
heredan el ganado del padre, entran a la etapa de empezar a acumular por sí mismos y
reciben el mandato del padre de moverse por el territorio con el ganado buscando
nuevas tierras que colonizar. El sistema de producción ganadero tradicional favoreció la
formación de la Contra.

La lógica ganadera es ir de un lugar a otro con el ganado, moverse continuamente. Si un


joven mancuernero tenía que llevar ganado de una comarca a otra, que es lo que siempre
hacía, con el ganado llevaba el mensaje: “Miren, confiscaron a Fortunato Castro en
Pantasma, que tenía sólo dos manzanas” “Y entonces, ¿también a mí me van a quitar la
tierra?” “Miren, a mi padre le dijeron que era contra y le quitaron la tierra”… Bastaba
propagar esa noticia, esa incertidumbre. Y así se iban uniendo los más jóvenes, que
llegarán pronto a ser jefes de las fuerzas de tarea.

Progresivamente, y rápidamente, este campesinado fue ganando comarca tras comarca,


comarca tras comarca, quitándole al Frente Sandinista la hegemonía territorial. Así se
fueron enfrentando contra la Revolución. Teníamos mapas hechos a mano de cómo iban
“cayendo” las comarcas una a una y se los presentábamos a la dirección del Frente
Sandinista. Les costaba aceptarlo. Fuimos estudiando, por ejemplo, la trayectoria del
Comando Jorge Salazar, donde el liderazgo era de los Sobalvarros y de los Talaveras,
todos mancuerneros. En el lapso de sólo quince días ya habían dominado quince
comarcas. Analizamos la primera ofensiva militar del FSLN, el Plan Llovizna, cuando
metieron presos a 500 campesinos y sólo a dos campesinas. Comprobamos que la
vanguardia revolucionaria ignoraba que las mujeres campesinas estaban jugando un
papel determinante en la organización de la Resistencia. Pensaban que no eran capaces
de cumplir ninguna función.
Y jugaron papeles brillantes.

Controlando las bandas tantas comarcas, el gobierno de Estados Unidos pudo articular y
estructurar el alzamiento campesino hasta convertirlo en un auténtico ejército móvil. No
fue una guerra de guerrillas. Fue todo un ejército que tenía bases en Honduras, donde se
entrenaban, se avituallaban y se refrescaban, pero que tenía bases y corredores en el
territorio nacional, por donde se movían para atacar y donde también se refrescaban. No
estaban sólo en Honduras y sólo cruzaban la frontera, eso no fue así. Estaban dentro de
Nicaragua. Recuerdo a una muchacha en Pantasma, a la que un día vi panzona. “¿De
quién es?”, le dije. “Es de Venganza”, me dijo. Era el alias de un comandante de la
Contra que por ahí estaba. Las emboscadas contra las tropas del Ejército sandinista en
Zompopera no pueden explicarse sin aceptar que ésa era una zona de refrescamiento de
la Contra. Y sucedía con frecuencia que en la mañana esos contras eran miembros de la
UNAG y en la tarde luchaban con la Contra. Ese mismo fenómeno, el de la doble
militancia, lo había visto también en Angola. Durante años, la Contra usó también como
zona de refrescamiento los bordes fronterizos.

Es justo reconocer que la UNAG jugó un papel importante para moderar la situación. La
UNAG logró que se aceptara la categoría de “productores patrióticos” y de “campesinos
chapiollos”, que superaba el análisis maniqueísta. También la UNAG ayudó a que se
reconociera la existencia de un proceso de deserciones en los batallones de reserva del
Ejército Sandinista. Investigué la historia del batallón 84-27 de Pantasma, que desertó
en pleno en 1984. A los desertores los castigaban y fue la UNAG quien dijo que eran
productores los que desertaban. Fue la UNAG quien planteó que había que hablar con
ellos, que no había que aniquilarlos como contras. La UNAG reconoció que algunos de
sus productores estaban alzados y mandó a colocar carteles en la montaña que decían:
“Hermano, desálzate”. “Hermano, no te vamos a castigar”. Y eso funcionó. Y eso les
permitía a esos productores recuperar su dignidad en sus comarcas, porque verse
llamados contras o burgueses era para ellos una gran ofensa a su dignidad. La UNAG
recuperó a mucha gente de ese modo. También la iglesia católica. Recuerdo que en una
reunión de aquellas que se llamaban “De Cara al Pueblo”, Daniel Núñez le dijo al
Presidente Daniel Ortega que había que reconocer que un 40% de la gente de la UNAG
estaba alzado en armas contra el gobierno revolucionario.

Hasta 1982 la guerra de la Contra fue encubierta. En 1983 se empieza a conformar ya


un ejército, bien armado, muy organizado y con mucha participación de mujeres en
papeles importantes. El gobierno revolucionario lanzó inmediatamente una ofensiva
militar contra el campesinado. Y digo contra el campesinado, porque la vanguardia
revolucionaria generalizó la percepción de que llevar “botas de hule” y oler a campesino
era sinónimo de ser contra. Los campesinos se convirtieron en el imaginario de aquella
ofensiva militar, en “el enemigo”.

Haciendo una breve cronología, vemos en la guerra de la Resistencia Nicaragüense tres


etapas. La primera, de 1979 a 1982. Es la etapa de las bandas armadas, una etapa que
pudiéramos llamar de guerra “encubierta”, contraponiéndola con la etapa que inicia en
1983 y se extiende hasta 1985,
la etapa de la guerra abierta, cuando la Contra se transforma en ejército y la escalada
guerrerista se incrementa. Como un ejército móvil, en esta etapa se organizan los
Comandos Regionales, distribuidos, más o menos así en el territorio campesino que
controlaban y del que hemos estado hablando: el Comando Nicarao (San Fernando,
Ciudad Antigua y Telpaneca), el Comando José Dolores Estrada (San Juan de Limay,
La Trinidad y Estelí), el Comando Segovia (Yalí y San Juan del Río Coco), el Comando
Diriangén (Wiwilí, Quilalí y Pantasma), el Comando Rafaela Herrera (Bocay, Cerro
Kilambé y El Cuá) el Comando Jorge Salazar (Matiguás, Waslala y Río Blanco y dos
años más tarde Boaco, Chontales y Nueva Guinea). Todos los que dirigieron estos
comandos eran finqueros, ganaderos, cafetaleros, hijos de los pioneros que avanzaron
sobre la frontera agrícola y agriculturizaron esas regiones. La tercera etapa de la guerra
inicia en 1986, cuando podemos hablar de un empate militar y de una derrota política
del Frente Sandinista. Esta última etapa culminará en 1990 con los acuerdos de paz, el
desarme y el desalzamiento, para iniciarse enseguida una nueva etapa de rearme.

Es justo reconocer que a principios de 1985, cuando la guerra iba en escalada, el Frente
Sandinista decidió un Plan General Único. Luis Carrión, miembro de la Dirección
Nacional del Frente y Viceministro del Interior, lo dirigía. Ese año organizó talleres de
análisis y de capacitación con los cuadros del Frente, del Ministerio del Interior y del
Ejército, en los que el punto de partida de la reflexión era el reconocimiento de que la
guerra no era un fenómeno organizado desde el exterior, sino un fenómeno social,
nacido de errores políticos y de fallos en la interpretación de la realidad y la
cosmovisión campesina y de desconocimiento del entramado social que existía en el
campo. En esos talleres se habló abiertamente de que lo que había era una guerra civil.
Estas reflexiones no trascendieron a toda la población. En aquel año ya era evidente que
la Contra iba ganando la guerra.

En un tiempo en que el Frente Sandinista no era monolítico y había varias versiones y


varias interpretaciones, quien se levantó para decir que había que analizar de otra
manera lo que estaba pasando en el campo fue Luis Carrión. No fue el Ministerio de
Agricultura. Y Carrión, con su gente, inició una labor titánica y valiente para demostrar
lo que estaba pasando, para que se entendiera hasta dónde había llegado la política
militarista al considerar al campesino “bota de hule” como enemigo. Fue un proceso
importante, pero que llegó tardíamente.
Quiero detenerme en algo que resultó para nosotros un hallazgo en la investigación que
hicimos ya en 1980, cuando empezamos a estudiar las primeras bandas armadas.
Descubrimos entonces que los primeros que se alzaron contra la Revolución fueron ex-
guerrilleros que lucharon contra el somocismo en las filas del Frente Sandinista. ¿Por
qué se alzaron? Por el “mal pago”, por el maltrato que recibieron de la vanguardia
revolucionaria ya en el poder. Se sintieron ofendidos, ninguneados, escucharon que la
vanguardia sospechaba que sus familias eran contras y se sintieron agraviados…
Franklin había combatido con el Frente Sandinista y al poco tiempo le ordenaron volver
a la montaña a combatir. ¿Y su ganado…? No es lo mismo mandar a un joven a la
montaña que sacar a un campesino de su finca. Todo era imposición, era una visión
militarista y autoritaria.

La falta de reconocimiento pesó mucho, fue agraviando a muchos de los que se alzaron
tempranamente. Recuerdo la historia de un hombre de Pancasán, que había sido
colaborador histórico. Se sintió “mal pagado”. Él y otros decían en ese lugar: “Yo no
quería nada de la Revolución”, “Yo no iba a pedir nada”… Sólo querían que los
reconocieran, que los tomaran en cuenta, que les agradecieran, que los consideraran…
Otros decían que pensaban que, terminada la lucha contra Somoza, los integrarían al
nuevo Ejército Popular Sandinista, pero vieron que a quienes integraban era a gente que
ellos consideraban que no se lo había ganado.. Cuando empecé a investigar, yo, como
socióloga cuadrada, pensaba encontrar argumentos de más peso, más fuertes. Y lo que
encontré fueron esos sentimientos, que pesaron tanto en los primeros descontentos: no
me tomaron en cuenta, no me reconocieron, no me dijeron nada… El Frente sacó
tardíamente la lección de las consecuencias del mal pago a sus colaboradores históricos,
que no le estaban pidiendo nada, sino un reconocimiento, un aplauso, un
agradecimiento. Y cuando tardíamente llegaron algunos reconocimientos, ya muchos de
ellos se habían alzado contra la Revolución.

La historia de la Revolución nicaragüense está llena de “mal pago”. Tal vez es una
herencia cultural que viene de la lógica ganadera del descarte... En la ganadería se habla
de animales de descarte. También el hombre machista descarta a la mujer cuando se
hace vieja, cuando no es tan bonita… Esa cultura del descarte está muy arraigada en el
país. Hoy, la política del descarte está muy instalada en el actual gobierno, que pone y
quita funcionarios cuando quiere y sin dar ninguna explicación…

Todas las identidades ofendidas y ninguneadas, tanto la campesina como la indígena,


hicieron Resistencia al Estado revolucionario y se defendieron con las armas. En 1986,
después de una lucha tenaz y con una gran claridad en sus objetivos, el pueblo miskito,
que llegó a formar con YATAMA su propio ejército para enfrentar el Estado
revolucionario, consiguió el Estatuto de Autonomía para la Costa Atlántica. El concepto
que tenía en ese entonces el pueblo miskito era un concepto nacional, el concepto de la
nación Yapti Tasba, una nación que agrupaba a seis etnias o comunidades culturales:
miskitos, mayangnas, creoles, afrodescendientes, garífunas y ramas. Y por eso lucharon
y fueron a la guerra. Y por eso siguen hoy luchando.

El primer acuerdo de paz para poner fin a aquella guerra civil lo firmó el Frente
Sandinista con el ejército de YATAMA, que ahora es un partido político. El Frente
Sandinista tuvo la capacidad de entender, con la ayuda de algunos intelectuales, el
reclamo por la autodeterminación y el problema étnico planteado en el Caribe. Hay que
reconocer que en esto el Frente fue pionero, porque las vanguardias marxista leninistas
se caracterizan por un gran desconocimiento de la cuestión nacional y de los problemas
étnicos. En Angola pasó lo mismo, se interpretaban como guerras fratricidas lo que eran
guerras en defensa de la identidad nacional y étnica. Y así se siguen interpretando los
conflictos que ocurren en África, donde la raíz de esos conflictos no es otra que los
europeos dividieron a una nación en tres o cuatro países. El Frente Sandinista logró
entender el reclamo étnico después de una guerra feroz, cruenta, en la que hubo también
política de tierra arrasada, como fue la “Navidad Roja”. Hay que recordar que una de las
primeras demandas del ejército YATAMA en los acuerdos de paz fue la repatriación de
los restos, de los huesos, de los miskitos que habían muerto en Honduras durante los
éxodos que provocó la guerra. Es hoy y ésa es una demanda no cumplida. Con el
racismo tradicional no se entiende el significado simbólico de esa demanda.

Cuatro años después, en 1990, ya desplazada del gobierno la vanguardia revolucionaria,


se firmó la paz con el ejército campesino de la Resistencia Nicaragüense. Fue Franklin,
el mancuernero del Kilambé, quien se decepcionó del Frente Sandinista ya en 1979 y se
alzó en armas, quien firmó a nombre de la Resistencia.

Al momento del desarme el Ejército Popular Sandinista contaba con 72 mil efectivos y
el Ministerio del Interior con 5,100. La Resistencia Nicaragüense tenía 22 mil efectivos.
Le llamaron la Contra, pero debemos llamar a ese campesinado en armas Resistencia
porque, más que un modelo alternativo al del Estado Revolucionario, su única
propuesta, la que los motivaba y movilizaba era resistir al modelo impuesto por la
Revolución. Ese campesinado no tenía otro modelo, no proponía otro modelo.
Simplemente, no aceptaba el que se le imponía. Ésa era la ideología de ese
campesinado.
No se enredaron con otra “narrativa”, lo que no querían era lo que la Revolución hacía.
Querían producir como habían producido, querían seguir siendo campesinos.

A los acuerdos de paz se llega después de la derrota en las urnas del Frente Sandinista
en febrero de 1990, en una situación de empate militar y de derrota política, porque el
Frente Sandinista nunca ganó políticamente esa guerra. Una vez dijo Dora María Téllez
que en el Congreso Departamental del FSLN en Managua, en junio de 1991, Daniel
Ortega afirmó: “No es cierto que perdimos el campesinado porque nunca lo tuvimos”.
No sé si será cierto que lo dijo, pero sí es cierto lo que dijo: el Frente nunca tuvo a la
base social campesina. Orlando Núñez solía decir que el Frente “fue perdiendo el rostro
campesino”, pero realmente nunca lo tuvo. Desde las primeras medidas, ese
campesinado del Norte y del Centro del país, el de frontera agrícola, reaccionó
resistiéndose.

¿Qué vimos a partir del “fin de la guerra”? Entre 1990 y el año 2002 vimos continuos
procesos de rearme y desarme de muchos de los que se habían desarmado en 1990,
decepcionados por el incumplimiento de los acuerdos firmados. Hasta mitad de los años
90 protagonizaron el rearme los “recompas”, todos desmovilizados del Ejército Popular
Sandinista, los miembros de origen campesino y finquero del EPS. Más adelante se
rearmarán ex-miembros de la Resistencia y también de YATAMA, siempre por el
incumplimiento de promesas que les habían hecho al desarmarse. Se alzaban de nuevo
en armas, conscientes de que el Estado sólo responde si es amenazado con las armas.
Tal como sucede hoy.

Entre 1990 y 1997 se rearmaron “recompas” (el Movimiento de Autodefensa Nacional,


el Frente Norte Nora Astorga, el Movimiento Armado de Defensa Obrero Campesino,
las Fuerzas Armadas de Liberación Popular…). También se rearmaron “recontras” (las
Fuerzas Democráticas de Salvación Nacional, el Frente Norte 3-80, el Frente
Comandante Aureliano, la Columna Benjamín Gómez…). Y en el Triángulo Minero se
rearmó el Frente Norte 3-80 y una agrupación al mando de “Matías”. También hubo en
esos años más de 300 bandas rurales armadas actuando en Río Blanco, Estelí,
Chontales, Nueva Segovia y Jinotega. Todos estos grupos se desarmaban firmando
acuerdos, que después no se cumplían, y se volvían a armar. En 1993, por ejemplo, se
desmovilizaron nada menos que 21 mil 400 rearmados, a los que se les “compraron” 45
mil armas y se les recuperaron otras 172 mil. En 1997 el gobierno decretó en Cuaulatú
el fin del proceso de “pacificación” del campo. Sin embargo, en 1998, el Ejército
desarticuló todavía a 57 bandas armadas y en 1999 a otras 44.

El discurso oficial dice que en los años 90 doña Violeta pacificó al país y que los
armados entregaron dócilmente sus armas, que fueron enterradas en el Parque de la Paz
en Managua, pacificación que fue sellada por Juan Pablo Segundo en su segunda visita
a Nicaragua en 1996. Considero que lo que ha habido realmente desde los años 90 hasta
el día de hoy -por lo que estamos viendo y conociendo que sucede en estas zonas- ha
sido una “violenta pacificación”, un período de la vida nacional que no ha sido bien
estudiado, en el que se ha actuado militarmente desde el Estado, ejerciendo una
permanente violencia institucional para aniquilar a los campesinos rearmados que se
resisten a aceptar lo que el gobierno hace y decide. Lo que hubo en esos años fue que
muchos entregaban las armas, pero como, tanto en el gobierno de doña Violeta, como
en el de Alemán, como en el de Bolaños, se firmaban acuerdos que no se cumplían,
iniciaban procesos cíclicos de nuevos rearmes. Con quienes se desarmaban se firmaron
en esos años unos 47 acuerdos, que en lo sustancial han sido incumplidos. Y eso ha
provocado un continuo ciclo de desarmes y rearmes. Se jugó con quienes se
desmovilizaban, se burlaron de ellos. Y hasta la población ajena a la guerra, la
población del Pacífico, empezó a decir: Esos contras son unos zánganos, ya les dieron
todo y nunca quedan satisfechos…

El caso del FUAC (Frente Unido Andrés Castro) marca un momento crucial en el
proceso cíclico de rearme – desarme – rearme que ha vivido el campesinado
nicaragüense. El FUAC se creó en la zona del Triángulo Minero y entre 1997 y hasta el
año 2001, cuando la guerra llegó en ese territorio a su clímax, podemos ver un continuo
incremento del conocido fenómeno de campesinos rearmados en resistencia contra el
Estado. Me explicaba Tucson Lima, uno de los jefes del FUAC, que su creación tuvo
mucho que ver con la injusticia que sintieron los soldados de origen campesino del EPS
cuando les impusieron los planes de licenciamiento del Ejército. Me explicó que en el
PL1 sacaron del Ejército a quienes tenían más conciencia de clase, más conciencia
sandinista, a los que eran “patria o muerte”. Ésos fueron los primeros que sacaron fuera.
Tucson Lima fue uno de ellos. Y él se quejaba de que dejaron en el EPS a los más
jovencitos, a los que tenían títulos, a los que tenían origen urbano.

Los rearmados del FUAC fueron también miembros de las cooperativas de autodefensa
que el Ejército formó en las zonas por donde circulaba la Contra Eran campesinos que
se hicieron militares para defender la Revolución, y una vez que terminó todo, se
sintieron desatendidos. A partir de los años 90, en una nueva recomposición de la
economía y de la sociedad, este campesinado vio cómo se concesionaban de nuevo los
recursos naturales, la madera, la pesca, las minas, y cómo la gente campesina era
marginada, ninguneada. El FUAC llegó a la conclusión de que todo se había perdido,
que no había nada que hacer y decidió rearmarse. Iniciaron el proceso con bandas
armadas. ¿Qué pedía el FUAC? Los servicios sociales que nunca tuvieron, el derecho a
la tierra, el derecho al crédito. Aquellos suboficiales, clases y soldados que fueron el
corazón del corazón del Ejército Popular Sandinista, que combatieron durante los años
80 contra la Resistencia, desmovilizados a la fuerza a partir de los años 90, se sentían
descartados y creyeron que podían jugar un papel para revertir esa situación.

En el discurso y en los objetivos del FUAC encontramos reivindicaciones sociales para


mejorar las condiciones de vida de la gente de esas comunidades, la determinación de
defender lo que entendían eran las conquistas de la Revolución, que las sentían perdidas
con el cambio de gobierno de 1990, y la decisión de cubrir el vacío de poder que existía
realmente en la zona en la que actuaban. Fueron combatidos por el Ejército de
Nicaragua como grupos delincuenciales en una guerra que condujo a una violencia atroz
de ambas partes. Las bandas del FUAC se tomaban carreteras y asesinaban, en una
lógica territorial implacable. Cortaban cabezas y con esas cabezas marcaban su
territorio.

En 1997 se inició una conflictiva y prolongada primera desmovilización del FUAC. Se


firmaron cinco acuerdos para cumplir demandas económicas y sociales y hubo un
desarme parcial. En 1998 se reinsertaron a la vida civil y se creó la Fundación FUAC,
que recibió apoyo de la cooperación internacional, pero el gobierno incumplió parte de
los acuerdos y en 1999 el FUAC reanudó las operaciones armadas. En junio del año
2000 el Ejército respondió militarizando el Triángulo Minero.
Fue a partir del año 2000 que el Ejército de Nicaragua asumió plenamente la lógica
militar en el “plan de seguridad del campo”, con el objetivo de erradicar esas bandas y
de aniquilar a sus integrantes. No se pensó en conocer lo que pasaba, en convencer, en
hacer alianzas. El aniquilamiento
se impuso como una política de Estado.

En 2001, con la operación “Caballo de Troya”, y en marzo de 2002, con el “Plan Sello”,
el Ejército declaró el Triángulo Minero territorio libre de bandas. Los jefes del FUAC
fueron aniquilados y mucha de la base social campesina que el FUAC llegó a tener se
internó en la Reserva de Bosawás, huyendo del Ejército. Las consecuencias de todo esto
en esa zona campesina fueron varias. Se deterioró aún más el tejido social, creció en las
comunidades rurales un sentimiento de indefensión absoluta y las instituciones armadas
perdieron legitimidad. Y al final, las tierras de las cooperativas de autodefensa de Siuna
se las apropiaron otros, no quienes las habían defendido durante la guerra de los años
80.

He hecho un muy rápido recorrido de lo sucedido con el campesinado del Norte-Centro


del país y con el pueblo indígena del Caribe entre 1979 y 2002. Lo he hecho porque lo
que pasó entonces explica lo que pasa hoy y lo que podría pasar en un futuro. Ha habido
una lucha por defender derechos, no para recibir migajas. Derecho a la identidad, a la
lengua, al territorio, derecho a seguir siendo lo que son, a seguir siendo campesinos. Y
por eso hicieron resistencia, resistencia en la defensa de todos esos derechos. Y la
respuesta, primero del Estado revolucionario y después del Estado neoliberal, ha sido
ofensiva y la política ha sido aniquilarlos.

¿Hay actualmente rearmados en las montañas del Norte? Si escuchan el lenguaje con el
que el Ejército habla hoy escucharán un lenguaje parecido al de ayer. Se repite el
discurso: a los grupos que tal vez se han rearmado los llaman bandas delincuenciales.
Pero, antes de llamarles bandas y lanzarles una ofensiva militar, ¿les han preguntado
qué quieren, qué reclaman? Es el día de hoy y el Frente Sandinista no ha reflexionado
en serio sobre el por qué la Contra se fue a la guerra. Y se repite la historia en sectores
del campesinado, que entienden que la única manera de defender la propia identidad es
rearmarse, un rearme que ha sido cíclico en Nicaragua.

¿Qué está pasando con el campesinado? No sabemos, el campesinado no cuenta. ¿Y qué


ha pasado con todos los desmovilizados de ambos bandos en la guerra de los 80, que era
gente vinculada al campo? Ya son mayores, ya están enfermos. Son considerados
escoria a descartar. .

El campesinado, que ha jugado, y sigue jugando, un papel básico en esta sociedad, está
olvidado.
No hay políticas para el campesinado, se ha reducido a la mínima expresión el
Ministerio de Agricultura, los estudios y las investigaciones se quedan en el análisis
macroeconómico y sólo presentan datos de cuánta inversión hay en la ganadería, pero
en esos informes no vemos lo que pasa con los campesinos que son ganaderos, en esos
informes no aparece la problemática real de la gente.

En aquel tiempo, cuando investigaba en el terreno lo que estaba ocurriendo, me costó


mucho aceptar el peso que el afecto tuvo en aquel conflicto político que derivó tan
pronto en un conflicto militar. Me costó entender la extrema sensibilidad que hay en el
pueblo nicaragüense ante cómo es tratado.
La gente tiene un sentido de identidad y de dignidad muy arraigado y es muy sensible a
cómo la tratan. El campesinado estaba “contra” un sistema que se imponía
hegemónicamente y que los maltrataba.

La imposición de la hegemonía sandinista es algo que perturba hasta el día de hoy en la


Nicaragua campesina. Y para colmo, hoy les han impuesto en esas zonas de Resistencia
a alcaldes del Frente Sandinista. Al menos hasta el año 2011 tenían alcaldes liberales, a
los que reconocían. Ahora, ya ni eso.

Y puedo afirmar lo que este trato perturba al campesinado porque no he dejado de hacer
entrevistas a los liderazgos de la Resistencia de los años 80, que hasta hoy no reconocen
esa hegemonía, porque sienten, saben, que la guerra de los años 80 la ganaron o la
empataron. Saben que el Frente Sandinista perdió políticamente y si ahora gobierna es
por fraudes electorales.

La figura de Daniel Ortega nunca va a recuperar base social en el campo, todo lo


contrario. Tampoco hay que confundir a quienes reciben la gallina o el chanchito del
bono productivo del programa Hambre Cero con el campesinado del que hablamos, que
no acepta migajas, sino que lucha por derechos.

Hoy, en las zonas en donde surgió la guerra de los años 80, se mantiene la resistencia
contra un sistema autoritario, que ahora se llama sistema “cristiano, socialista y
solidario”.

Y la resistencia renace en los hijos y en los nietos de quienes resistieron entonces.


Aunque la organización política Resistencia Nicaragüense se ha dividido y se sigue
dividiendo y compran a un dirigente y a otro, lo que persiste es el sentido de resistencia
al abuso autoritario, el sentido de pertenencia.

El nicaragüense aguanta y aguanta, pero llega el momento en que afila su machete. No


soy determinista, porque creo que la gente y la sociedad pueden cambiar. Pero en esta
sociedad podemos reconocer ciclos que no cambian, que se repiten. Y debemos
reconocer que el Estado no ha cambiado en el irrespeto al campesinado. Creo que ese
campesinado ha ido acumulando rabia. Ha vivido una nueva oleada de usurpación de
tierras. Está rumiando en silencio, como un volcán que puede entrar en erupción.

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