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Un

Plan Para Tres


Por

J.L. Tormo


UNO

La calle estaba oscura y en silencio. Sólo un cigarro, al ser inspirado de


vez en cuando, creaba pequeños instantes de luminosidad roja. El hombre que
fumaba estaba quieto, observando la entrada de la calle que daba a una
importante avenida de la ciudad, poco transitada debido a lo avanzado de la
hora. De repente se sobresaltó al oír el sonido de unos tacones de mujer que se
acercaban presurosos. Tras esperar un momento volvió al cigarrillo cuando
entendió que no era quien esperaba. Una joven pasó rápidamente sin llegar a
entrar en la calle. El hombre pensó que la tensión le estaba jugando una mala
pasada, pues ellos deberían llegar en un automóvil y no andando.
Era evidente que todo este asunto le mantenía con los nervios de punta,
tanto era así que había vuelto a fumar en los últimos días, cosa que no hacía
desde que tenía veinte años. Pero la realidad es que se estaba jugando
demasiado: su vida, millones de euros y a ella. “Si —pensó— los nervios son
lógicos”.
Su determinación era clara: se quedaría con todo el dinero y a ella le
ajustaría las cuentas cuando regresaran a Madrid, para después echarla
definitivamente de su vida. Era cierto que, inicialmente, tras enterarse de la
traición de la chica, se había planteado abandonar esta operación, y así se lo
había comunicado a aquellos dos. Pero después de reflexionarlo, cuando
consiguió tranquilizarse lo suficiente como para volver a pensar, tomó una
decisión más inteligente; conocía el plan hasta el más mínimo detalle, así que
si ellos eran capaces de ejecutarlo solos —lo cual estaba por ver—, él se
quedaría con todo el premio. Pero si no lo conseguían, denunciaría a aquel tío
a la policía y ella tendría sus correspondientes noticias suyas una vez que
regresaran a Madrid.
Definitivamente la espera merecería la pena. Era cuestión de un poco de
paciencia y otro poco de sangre fría.
Observó que le producía hondo malestar recordar cómo había empezado
este asunto, pero desechando los pensamientos que llegaban a su mente, con
un gesto silencioso, comprendió que sería mejor centrarse en el presente.
Concentrarse en su objetivo y nada más. Contaba con la ventaja de la sorpresa
pues ellos no le esperaban allí. No la desaprovecharía. Esta era la gran
oportunidad de su vida.

DOS

El mar estaba tranquilo como siempre en esa época del año. Las olas
rompían mansamente en la playa, y el hombre tumbado en la arena no pudo
evitar fijarse en ella. La chica tendría treinta y tantos años –dedujo–, o quizá
cuarenta. Era rubia, de piel clara y piernas largas y torneadas; y su bañador,
que no biquini, parecía una elegante segunda piel que permitía intuir la curva
de sus pechos. No obstante, al cruzar sus miradas por casualidad, descubrió
que lo que más le llamaba la atención era la intensidad de su mirada azul.
Desde entonces pensó en poseerla.
Al principio ni se dio cuenta de que había un joven que estaba sentado
junto a la mujer. Cuando lo descubrió, pudo ver que se trataba de un tipo alto,
musculado y moreno, y por cómo se relacionaba con ella dedujo que sería su
pareja.
En un principio entendió que dadas las circunstancias debería olvidarla,
pero al día siguiente la volvió a encontrar tomando un té en la barra del bar del
hotel donde pasaba unos días, y la intención de olvidarla desapareció. En ese
instante fue cuando decidió que, definitivamente, tendría que ser suya.
Se acercó a la mujer sentándose en la banqueta más próxima a ella, y pidió
al camarero un Chivas de doce años con un par de piedras de hielos. Cuando
éste se lo llevó y volvió a alejarse, le dijo a la chica:
— Hola, soy David.
Ella le miró, pero no como la persona a la que se ve por primera vez, sino
como a la que ya sabe que estaba allí.
— Hola, soy Adela.
Tras responder la chica volvió a su té, dejando que él, si quería, siguiera
con la iniciativa.
— La vi en la playa.
— Lo sé.
— ¿Era su marido quien le acompañaba?
— No.
— ¿Su hermano?
— No.
— ¿Su padre?
— No —esta vez ella no pudo reprimir una sonrisa.
— ¿Alguna especie de familiar?
— No.
— Me rindo. ¿Quién entonces?
— Mi pareja.
— Ya…
Él se quedó un momento callado. Dio un nuevo trago al Chivas, volvió a
mirar a la mujer y después pensó: “Si me precipito a lo mejor me rechaza y
pierdo mi oportunidad, pero si no lo intento la perderé de todas formas. Así
que…”.
— Me llamo David.
— Ya me lo ha dicho.
— Cierto, pero no sé si lo recordaba. En fin, que hace por aquí ¿de
vacaciones o trabajo?
Ella dudó un momento, reflexionando si merecía la pena dar juego a la
conversación o debía cortarla con el fin de evitar posibles problemas.
Por supuesto que había visto en la playa a aquel hombre, le agradaba;
aunque no sabía por qué le producía una cierta sensación de aventura y,
contradictoriamente, también de seguridad. Y no era por su atractivo especial,
pues era una persona de apariencia normal. Pero algo en él era diferente,
aunque no sabía qué.
Pensó que quizá llevaba demasiado tiempo con Fran que tenía aquel
fantástico cuerpo de gimnasio, pero del que, tras pasar los primeros tiempos de
pasión, cada vez se encontraba más aburrida.
Curiosamente la rutina diaria y la falta de sobresaltos en su vida, cosas que
suelen crear una percepción de seguridad en las personas, a ella no le
producían esa sensación de estabilidad. Todo lo contrario. De hecho, por eso
nunca se había planteado tener un hijo; no quería atarse aún más a una relación
frustrante.
Ya hacía muchos años que había pasado esa etapa en que las chicas se
enamoran del chico malo, pues había entendido que más que malos, esos
hombres solían ser unos indeseables que en nada se parecían a los sofisticados
malvados de ficción. Había conocido a Fran con apenas veinte años y entonces
le había parecido ese chico malo de las películas. Ahora sabía que no era así,
que sólo era imbécil; pero, como sucede frecuentemente a otras muchas
personas, nunca había encontrado fuerzas para huir de una relación donde veía
sumergirse lentamente su vida.
Es indudable que la insatisfacción es el estado natural del ser humano. De
hecho ella, al comenzar a notar los primeros síntomas de cansancio, los
comentarios de las amigas, que relacionaban el físico de su pareja con una
supuesta habilidad en la cama, todavía le halagaban. Sobre todo porque
percibía que la envidiaban por tener ese amante con ese cuerpo y esto, a veces,
suponía la única dosis de satisfacción en su realidad diaria. También a ella,
tiempo atrás, le había parecido que sería muy emocionante despertarse cada
día con alguien con un cuerpo como aquel. Pero eso ya había terminado.
Estaba cansada. La rutina y el desinterés apresaban su existencia diaria, y
percibía que no era justo, pues entendía que “si la naturaleza nos ha dotado de
la capacidad para sentir emociones, deberá ser con el fin de que las utilicemos,
y yo ya no las siento, y necesito sentirlas Si no, ¿cuál es la sustancia de la
vida?”.
Él daba clases a diario en el gimnasio del que era propietario. Los primeros
síntomas de agotamiento de la relación fueron surgiendo, más o menos, al
final del primer año de convivencia. Según pasaban los días se habían ido
extinguiendo los temas de qué hablar, y tampoco brotaban cosas nuevas y
excitantes que compartir. De hecho ella había tenido la confirmación de la
decadencia de la relación cuando observó que ni siquiera le molestaban ya los
burdos coqueteos de él con algunas chicas en el gimnasio.
Siempre había pensado que su vida nunca sería la de aquellas parejas —
por ejemplo, sus padres—, que, tras mucho tiempo de convivir, sólo continúan
juntas por inercia; o la de aquellas otras que buscan hijos con el fin de tener
algo que los siga uniendo y para poder hablar de algo común, sin tener que
pensar en sus necesidades íntimas y en las carencias personales.
De hecho recordaba cómo al principio se interesaba por el trabajo de él, e
incluso iba a ayudarle muchas veces al gimnasio. Pero se habían ido agotando
las conversaciones sobre métodos para la musculación, esteroides, concursos
de culturismo, o el último chiste estúpido sobre la señora gorda que quería
perder kilos. Ahora, la mayor parte de las conversaciones solían girar en torno
a los problemas económicos, pues el negocio apenas daba para pagar el crédito
que él había pedido para instalarlo. Al parecer, el único futuro que se
vislumbraba era el de diez años de restricciones y de pagos al banco que
apenas les permitían subsistir.
¿En qué estaba derrochando su existencia? Aún era una mujer deseada,
aunque hacía tiempo que eso había dejado de ser importante pues no tenía
ningún efecto real sobre su vida diaria, al margen de algún piropo no siempre
agradable. Las cosas así no tenían sentido.
Por eso estaban allí. Ella fue la que insistió. Así que, aplazando los pagos a
algunos proveedores, habían acordado ir a la playa de vacaciones aquel año,
por aquello de intentar salir de la rutina, y de paso ver si recuperaban
sensaciones positivas como pareja. Pero el remedio había sido peor que la
propia enfermedad; se hacían aún más evidentes los silencios y las carencias
de emociones compartidas, porque había demasiado tiempo libre y nada con
qué llenarlo. Cada cual, incluso, se exhibía en la playa de forma
independiente. A ella le gustaba sentirse guapa y deseada, y a él también. Y
era consciente de que ninguno de los dos percibía que fuese el objeto del deseo
del otro, y lo que era peor, que quisieran serlo. En realidad lo único que
quedaba entre ellos era la posesión.
¡Claro que había visto en la playa a aquel hombre que ahora estaba sentado
a su lado! Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran con insistencia,
no era estúpida, sabía que era hermosa. Pero lo que desconocía era por qué ella
se había fijado en aquel hombre en concreto, que decía llamarse David. ¿Qué
había llamado su atención?
“¿Tal vez el hecho de que parecía la cara opuesta de Fran?” se preguntó.
Se volvió ligeramente hacia él y con una tenue sonrisa le respondió:
— Vacaciones. ¿Y tú?
A David no le pasó desapercibido el repentino tuteo, y le produjo una grata
esperanza. Sabía perfectamente que un hombre jamás liga con una mujer si
ella no quiere; que, en realidad, son ellas las que controlan ese tipo de
relaciones, aunque después, demasiados estúpidos, presuman con sus amigotes
de sus éxitos al respecto. Así que intuía que ese tuteo le abría posibilidades.
Por otro lado, él jamás se sentía humillado porque fuese la mujer quien tomara
la iniciativa.
— Trabajo –respondió.
Se produjo un pequeño silencio y esta vez fue ella quien lo rompió.
— ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas? –preguntó de manera distraída.
Él volvió a dar un trago largo al Chivas; y después, con naturalidad,
contestó:
— A robar.
Adela, de forma instintiva, detuvo en el aire la taza de té en el camino
hacia sus labios. Con la sonrisa congelada se giró para ver los ojos del hombre
que estaba a su lado. Supuso que le tomaba el pelo, pero no tuvo tiempo de
averiguarlo porque entonces vio que Fran se acercaba hacia ellos, justo por
detrás de David, y devolvió su atención al té.
— Hola cariño —dijo Fran tomándola por la cintura cuando llegó hasta
ella, mientras miraba de soslayo a aquel hombre con el que parecía estar
hablando— ¿Nos vamos?

TRES

La pareja y David se vieron varias veces por el hotel y la playa durante los
días siguientes. Solían saludarse cortésmente e intercambiar alguna frase sin
trascendencia. Pero en un momento dado David les dijo que le gustaría
hablarles de algo, y que deseaba hacerles una proposición. Lo dijo con una
ligera sonrisa mirando a ambos. Ella la había aceptado inmediatamente; su
pareja lo había hecho con desconfianza, pues ese tipo no terminaba de
gustarle.
Por eso exactamente estaban ahora los tres en el salón de la suite que
David tenía en el hotel. Fran y Adela sentados en ambos sillones, próximos
entre sí. David de pie, con un bolígrafo en la mano y delante de una pizarra de
papel, donde se podía ver un plano general de una ciudad costera.
La pareja intentaba controlar su ansiedad por saber de qué se trataba lo que
aquel hombre, que apenas conocían, tenía que proponerles. Ambos habían
hecho especulaciones al respecto, pero no conseguían llegar a ninguna
conclusión. Era obvio que no podía tratarse de una proposición indecente,
como en una famosa película. Eso estaba fuera de lugar y de posibilidades.
Tenía que ser otra cosa. Sólo sabían lo que aquel les había dicho: que era un
ladrón; lo que lógicamente sería una broma. Pero ni entonces ni después había
sido más específico al respecto, y tampoco, como era natural, les había
contado qué supuestos golpes había dado en el pasado, o si aquella declaración
no había sido más que una forma de llamar la atención de una bella mujer. Si
ése había sido su objetivo, no cabía duda de que lo había logrado.
Adela volvió a preguntarse por qué estaba allí, y por qué le parecía intuir
que aquel hombre podría poner algo de aventura en su vida; pero a la vez,
sentía una ilógica percepción de seguridad irradiando de él. Algo totalmente
absurdo, pues la profesión que les había confesado, de ser cierta, no parecía la
más adecuada para producir esa sensación.
Fran sí sabía perfectamente por qué estaba allí. En primer lugar porque
había observado e interpretado las miradas de su chica a aquel tipo; no estaba
seguro de si había en ellas o demasiada curiosidad, o demasiada admiración. Y
en segundo lugar, porque, si era cierto lo que él decía ser, antes o después
podría quitárselo de en medio, pues no estaba dispuesto a darle ninguna
posibilidad de que le robara su propiedad; es decir, a Adela. Sin embargo esa
reunión le producía una inquietud especial, aunque no le gustaba admitirlo.
¿Qué puñetas tendría que proponerles aquel tío?
— Se trata de robar el casino de Montecarlo.
Lo dijo de repente. Sin preámbulos.
Fran y Adela no supieron qué cara poner. Sólo clavaban su mirada en
David, intentando descubrir si hablaba en serio. ¿Estaba loco? ¿Bromeaba?
David lo sabía, y dejó pasar unos instantes para que la información
penetrase en los cerebros de sus oyentes.
— ¡Venga ya! –no pudo dejar de exclamar Fran con irritación y desprecio
unos segundos más tarde; y después, dirigiéndose a Adela, le ordenó–.
Vámonos.
La chica se puso en pie arrastrada por su pareja, que le había tomado por el
brazo. El corazón se le había parado. Observaba a David, pero no conseguía
descubrir en aquellas palabras ni en aquel rostro ningún síntoma de estar
bromeando, y menos de que fuese un disparate lo que proponía. Parecía un
profesional hablando con naturalidad de su trabajo; simplemente alguien
proponiendo un negocio.
— Espera –dijo Adela soltando su brazo– ¿Por qué no oímos lo que tiene
que decirnos y después decidimos?
Fran miró a su pareja. Pensó en obligarla a abandonar aquella suite, pero al
final decidió que no tenía mucho que perder, y que probablemente aquel tipo
le daría la oportunidad de ponerlo en ridículo con tan descabellada idea.
En silencio los dos volvieron a sentarse. Y fue ella quien preguntó:
— ¿Es broma?
— No
— ¿Por qué nos cuentas esto?
— Porque sólo se puede ejecutar el golpe con tres personas.
— ¿Y por qué nosotros? –dijo Fran.
— Porque no puedo colaborar con nadie que tenga el más mínimo
antecedente penal o esté fichado por la policía. Porque les ha de venir muy
bien un dinero extra en sus vidas; y porque, por ahora, no conozco a nadie más
para este proyecto.
La forma tranquila de hablar de David desarmaba a cualquiera que lo
oyese. Todo parecía natural para él. Daba la impresión de que no era la
primera vez que se encontraba en este tipo de situación. Además, la
terminología no era la de un ladrón, al menos no se parecía a los de las
películas; parecía un hombre de negocios.
— Y si no aceptamos ¿qué pasará? –preguntó Fran.
— Nada. Que no se realizará el golpe.
Adela permanecía en shock. Miraba a su pareja y a David
alternativamente, como si fuese una simple espectadora de una conversación
ajena a ella. No era capaz de pensar. Se preguntaba si aquello estaba
sucediendo en realidad. De pronto sintió como si estuviese asomándose a un
abismo, pero observó que no tenía miedo, que miraba hacia el precipicio con
curiosidad y emoción. Casi le gustaba.
Fran se rebullía en su asiento. La verdad es que no podía evitar sentirse
atraído por el vértigo de la situación. Sobre todo por lo insólito, y por la
curiosidad que le provocaba algo tan inesperado. Aquí estaba, en unas
vacaciones de sol y playa, con un desconocido que le preguntaba si quería
robar a uno de los casinos más ricos de Europa. Y para el tío parecía que
aquello era de lo más normal. Casi sin darse cuenta se oyó a sí mismo
preguntando.
— ¿Si participamos, de que cantidad estamos hablando, y cuanto habría
para nosotros?
— Hablamos de entre treinta y cinco y cincuenta millones de euros, a
repartir en tres partes iguales.
De nuevo se hizo el silencio. Al cabo de un poco, soltando el bolígrafo que
aún tenía en la mano, David se volvió hacia la pareja y les dijo:
— Creo que lo mejor es que ahora os marchéis, lo penséis detenidamente y
entonces decidáis si queréis participar.
— Pero sin conocer los riesgos y el plan de ejecución, incluido cual sería
nuestro papel, no podemos tomar decisión alguna, pues en principio parece
una locura –dijo Fran algo más recuperado, mientras ella no quitaba ojo a
David, no sabiendo si es que él le fascinaba, o lo que sentía era la emoción y
atracción por el mundo nuevo que se abría ante sus ojos.
— Lo siento, no hay más detalles mientras no haya decisión — contestó
David —. Por otro lado me parece natural que os parezca una locura, pero no
es así. Saldrá bien si los tres hacemos lo correcto y seguimos el proyecto
fielmente; si nadie sale de cada paso y detalle previsto en el plan no habrá
problemas. No es el primer golpe de estas características que realizo, y el
hecho de que esté aquí hablando con vosotros significa que soy un eficiente
profesional de esto. Si no fuese así hace tiempo estaría en prisión, y nunca me
han puesto ni una multa de tráfico —asomó una ligera sonrisa tras esa
afirmación—. Así que podemos suponer que será porque los proyectos que
ejecuto, y de cuyos resultados vivo holgadamente, estuvieron bien planeados y
se realizaron de forma impecable. Sólo os puedo adelantar lo obvio: que jamás
doy un golpe con los mismos colaboradores, es una buena medida de
seguridad para todos. Y, por cierto, jamás han detenido tampoco a ninguno de
ellos. Bueno, es cuestión de profesionalidad. En cualquier caso —terminó
diciendo mientras les invitaba con un gesto a levantarse y abandonar la suite—
es momento de que lo penséis y de que en los próximos días decidáis que
queréis hacer. Solamente si tenéis clara la decisión de participar merecerá la
pena ejecutarlo; y sólo en ese caso os explicaría el plan. Ya me diréis…
La pareja salió en silencio de la suite.

CUATRO

Atardecía y muchas personas, sobre todo extranjeros, paseaban arriba y


abajo cerca de la orilla. La luz oblicua del ocaso llenaba la atmósfera y el mar
de reflejos dorados.
Adela, tumbada en la arena junto a su pareja, dijo:
— ¿Qué perdemos por enterarnos?
— Podríamos ser cómplices de un delito.
— Nos dijo —recordó ella— que si no aceptábamos no lo haría. En ese
caso no seriamos cómplices de nada.
Él pareció reflexionar durante un momento.
— ¿Ese tipo no ha pensado que podríamos denunciarlo a la policía? Y a lo
mejor no sería mala idea….
Ella, incorporándose, se volvió bruscamente hacia Fran.
— ¡Ni se te ocurra!... ¿Qué ganarías? —y reprimiendo el deseo de ser
desagradable con él, haciendo un esfuerzo por suavizar el timbre de la voz,
continuó—. Además, ¿qué le podrías decir a la policía? ¿Te creerían siquiera
cuando les informes de que un desconocido te ha propuesto robar el casino de
Montecarlo? Incluso en el caso de que llegaran a creerlo y le llamaran para
interrogarlo, él simplemente se reiría y lo negaría. Y, en ese caso, no creo que
fuese una buena idea crearse un enemigo así…
Fran conocía a Adela, e intuía que sentía algún tipo de curiosidad por aquel
tío. A él, en cambio, no le gustaba, le producía desconfianza. Y era evidente
que allí en el bar, cuando los vio, estaba intentando ligar con su chica.
— Estás partiendo del supuesto de que todo sea una farsa —añadió Adela
—, pero ¿has pensado que sucedería si lo que dice fuese verdad y posible de
realizar? Acabarían los agobios económicos; podríamos viajar… En definitiva,
cambiaría nuestro mundo.
Él no contestó. Miró al horizonte y, por un momento, intentó imaginar
cómo sería su vida con dinero.
“Sí, tal vez merecería la pena el riesgo. Al menos podríamos oír a ese tipo.
Al fin y al cabo no nos vamos a casar con él. Tras el golpe acabaría la
relación”.
Después de unos minutos de silencio se volvió hacia Adela:
— Haremos lo siguiente. Inicialmente le diremos que sí a su proposición,
lo escuchamos, y si vemos que el plan es seguro participaremos. Si vemos más
riesgos de la cuenta o cualquier cosa extraña, le diremos que no y este asunto
se acaba para siempre.
Ella, con la mirada clavada en un punto lejano, asintió con un gesto suave
de cabeza. Fran no estaba muy seguro de si le había oído, o si la aprobación a
sus palabras había sido un mero acto mecánico. Tenía la sensación de que
Adela, en su interior, ya había decidido aceptar.

CINCO

— El casino de Montecarlo cierra a las cuatro de la madrugada —afirmó


David—. Pero no es entonces, como cabría suponer, cuando empaquetan el
dinero para llevarlo al banco. Esto lo hacen de la siguiente forma:
aproximadamente una hora antes del cierre, un furgón de la empresa de
seguridad del banco, que es la misma que tiene contratada el Casino para su
propia seguridad, recoge el dinero para llevarlo y depositarlo en sus
instalaciones.
Fran y Adela intentaban exprimir y memorizar cada dato que iban
escuchando. David continuó:
— Los empleados del Casino, con unas máquinas, empaquetan los billetes
por grupos en atención a su valor. Nunca monedas, sólo billetes. Cuando han
terminado este trabajo, empleando unos tres minutos por cada paquete,
envuelven todos con unos precintos de plástico, de forma que no se pierda ni
un billete, y después, por medio de una señal codificada de móvil, llaman a esa
compañía para que venga a recoger los fardos del dinero. Cinco guardias de
seguridad del Casino lo custodian hasta que lo entregan a los que llegan en el
furgón, que son dos hombres.
David hizo una pausa, divertido en el fondo por la curiosidad inquieta y
expectante de sus dos eventuales cómplices. La situación le era familiar, pues
cada golpe que había dado, invariablemente, lo había hecho con personas que,
minutos antes de conocerle, nunca habían imaginado verse participando en
algo así. Siempre era igual: escuchaban en silencio, intentando procesar la
información que les daba e intentando ocultar los nervios, miedos y emociones
contradictorias que sentían. Por ello siempre se esforzaba en hablar con
naturalidad, como si se tratase del acto más normal, y como si nunca pudiese
fallar. Pero David sabía que eso no era así; que existían peligros y que siempre
había lugar para lo imprevisto, aunque hasta ahora le había acompañado la
suerte. “En fin, el riesgo es emocionante”, pensó.
— El furgón, con esos dos hombres —continuó en voz alta—, tarda entre
ocho y diez minutos en llegar desde el garaje de la empresa. Pero seremos
nosotros los que llegaremos a recoger el dinero.
Se hizo un silencio, tras el cual Fran preguntó:
— ¿Y sin más la seguridad del Casino nos lo entregará?
— Sí.
— ¿Por qué? ¿Cómo?
— La empresa de seguridad es una compañía francesa muy grande, por lo
que la mayoría de empleados no se conocen entre ellos, salvo que estén
destinados en el mismo centro a proteger. El personal cambia continuamente.
Los del Casino verán llegar un furgón de su misma compañía y dos hombres
con su mismo uniforme. No olvides que la mente humana funciona así:
primero mira lo que quiere examinar, después el cerebro lo hace analizar
comparándolo con la imagen previa que su memoria tiene del objeto
examinado, buscando reconocer los puntos de semejanza, nunca las
discrepancias. En nuestro caso, el attrezzo será perfecto y, por tanto, todo
serán semejanzas. No sospecharán nada —afirmó, e hizo una nueva pausa para
luego continuar—. Pero no olvides también que darán por descontado que la
señal codificada que enviaron sólo la pudo recibir su propia empresa.
Entonces, ¿por qué no iban a entregar el dinero igual que siempre?
— Y esa señal… ¿tú la controlas?
— Sí.
— ¿Supongo que no me dirás cómo?
— Supones bien. Pero sí te puedo decir que han sido tres años de estudio y
preparación.
— Bueno ¿y qué sucederá con el furgón de verdad de la compañía francesa
cuando reciba la señal que tú también captas?
— Que la recibirá con veintidós minutos de retraso, que es justo el tiempo
que tendremos para ocultar el dinero.
Hubo otra pausa. Fran intentaba procesar lo que estaba oyendo y cómo
David, con toda tranquilidad, trataba de hacerle cómplice de un robo. Y éste
no consistía en quitarle a una ancianita su pensión, sino en dar un golpe, nada
menos que al casino más importante de Europa.
— ¡Joder, te has quebrado bien la cabeza! —exclamó, no sin cierta
admiración— ¿Estás seguro de que no recibirán esa llamada hasta esos
minutos más tarde?
— Totalmente.
— ¿Cómo lo sabes?
— Lo sé.
— Pero si falla, o si los seguratas la reciben al mismo tiempo que tú,
¿llegarían dos furgones?
— Eso no pasará.
— ¿Lo has probado alguna vez?
— Lo he comprobado un par de veces. Y el efecto que tuvo fue el deseado:
que los del furgón llegaron esos minutos tarde. Nadie le dio la más mínima
importancia, suponiendo que podría ser consecuencia de los habituales
problemas del tráfico. No hay necesidad de probar otra vez. La siguiente debe
ser la de verdad.
Adela no hablaba, sólo escuchaba atentamente y, a pesar de ello, David
pudo observar que cada vez estaba más emocionada que nerviosa. Incluso
parecía hasta cierto punto divertida.
— ¿Pedimos unas copas? —preguntó de repente la chica al tiempo que se
levantaba–—. Así hacemos un pequeño alto que nos lleve a interiorizar todo lo
oído.
— Perfecto —aprobó David.
No mucho rato después el servicio de habitaciones le trajo a ella un vermut
dulce, a Fran ron con Coca–Cola, y a David su Chivas con dos piedras de
hielo.
Cada cual sumido en sus propios pensamientos tomó su copa, y todos se
asomaron a la amplia terraza de la suite, desde donde se veía un hermoso mar
de tarde en calma.
Finalmente ella dijo a David sin mirarlo:
— No es la primera vez que haces esto.
No era una pregunta en realidad. Adela estaba haciendo una afirmación
mientras saboreaba su vermut mirando el mar a lo lejos. No obstante, él
respondió:
— No.
— ¿Muchas veces?
— Algunas…
Fue Fran quien rompió el momento, nervioso cada vez que los veía hablar
entre ellos.
— ¿Seguimos?
Pasaron de nuevo al salón de la suite. Cuando cada cual volvió a ocupar el
sitio que antes del receso ocupara, Fran habló:
— Me surgen un montón de preguntas. La primera de ellas, ¿por qué ese
día específico para el golpe?
— Porque tres días antes de la famosa carrera de Fórmula Uno, que se
celebra allí cada año, es cuando el Casino de Montecarlo tiene la recaudación
más alta. La razón es la cantidad de gente que mueve el circo de la carrera.
— ¿Qué pasará después de que nos entreguen el dinero?
Ni a Adela ni a David le pasó desapercibido el “nos” que
inconscientemente había empleado Fran en su pregunta. De hecho, ambos
cruzaron una sutil mirada de comprensión. Era evidente que aquél, en su
interior, ya había decidido participar.
David continuó con la explicación del proyecto como si no hubiese
advertido el cambio de actitud.
— Compré un apartamento en Montecarlo hace un par años. El dinero se
esconderá allí.
— ¿Hasta cuándo?
— No demasiado tiempo, pero habrá que esperar un poco para que las
cosas se tranquilicen. Sin embargo, he de deciros que la idea es irlo sacando
poco a poco. Nunca hacerlo de golpe para evitar que lo puedan detectar en la
aduana.
Fran inició un movimiento de protesta que David interrumpió sonriendo.
— No, no tengo ninguna intención de estafar a unos socios. Es sólo una
cuestión de seguridad para los participantes, pues es obvio que ni el
Principado ni el Casino van a estar muy contentos cuando vean desaparecer su
dinero. Debéis saber que la mayor parte de las veces la policía detiene a los
autores de proyectos como éste, no por cómo lo ejecutaron, sino por cómo
gastaron después el dinero haciendo emerger riquezas repentinas. La vida de
cada cual debe seguir aparentemente igual y evitar ostentaciones, salvo las
razonables. No hay engaños —afirmó seriamente—. El apartamento tiene tres
llaves, las tres necesarias para poder entrar, las cuales os serán entregadas en
cuanto llevemos el dinero allí. Cada cual podrá cambiar su cerradura cuando
lo desee. Sólo juntos podremos entrar a retirar fondos.
Hubo un silencio. Esta vez fue Adela la que, dirigiendo su mirada azul a
los ojos de David, por primera vez entró en el dialogo.
— ¿Qué papel tenemos cada uno?
— Veamos. Tú estarás en el Casino. Ese día habrá mucha gente y una
chica sola no llamará la atención, pues dadas las fechas habrá muchas que van
a ver si consiguen conocer a algún famoso, o, al menos, a alguien que conozca
a un piloto de Fórmula Uno.
Al decir esto estuvo tentado a decirle que no creía que no fuese a llamar la
atención por más veinteañeras espectaculares que allí hubiese, pues era
demasiado hermosa como para pasar inadvertida, pero se contuvo. No era el
momento. Así que siguió:
— A la hora adecuada irás a comer algo al restaurante. Desde allí tienes
una visión perfecta de la caja del Casino. En el interior, por las cristaleras,
podrás ver a un señor cuya cara habrás memorizado por una fotografía que te
entregaré y después destruirás, que no sale de ese sitio en toda la noche más
que para controlar el empaquetado del dinero. Es el jefe responsable de la
seguridad del dinero del Casino. Cuando lo veas salir, con un sólo toque, harás
una llamada perdida a un móvil que nosotros tendremos —dijo señalándose
asimismo y a Fran—. Será la señal de que ha comenzado la elaboración de los
paquetes. A partir de ese momento nosotros comenzaremos con el cronómetro
a calcular el tiempo, mientras nos vamos acercando al Casino con el furgón y
vestidos con impecables uniformes de la compañía de seguridad. Nuestro
tiempo de llegada deberá estar adecuado al que ellos esperan del furgón
habitual.
— ¡Joder, que fácil parece! —exclamó Fran tras unos instantes—. ¿Y
cómo sabes qué tiempo tardarán en empaquetar los billetes?
— En cada paquete emplean unos tres minutos, como ya dije. Ese día
habrá unos seis, por lo que lo podemos calcular con bastante precisión. Serán
unos dieciocho minutos los que tardarán en emitir la señal codificada por el
móvil para que la compañía de seguridad venga a recogerlos. Como
necesitaremos entre veinticinco y treinta minutos, dependiendo del tráfico,
para llegar desde donde estará escondido nuestro furgón hasta el Casino, es
imprescindible que tengamos ese espacio de tiempo para que todo salga bien
—después, señalando a Adela, dijo—. Por eso ella es esencial. Sospecharían
algo raro si nuestro furgón no llegara en el tiempo en que habitualmente lo
hace el de la compañía de seguridad. La diferencia no debe ser excesiva; sólo
existe un margen razonable de un par de minutos para que no desconfíen.
Dio un trago al Chivas, aunque le pareció demasiado aguado pues el hielo
se había derretido. Lo abandonó sobre la mesa.
— Como veréis —continuó— esto es una operación armónica. En eso
estriba todo, en que estén perfectamente sincronizados los tiempos.
— ¿Y qué pasará cuando unos veinte minutos más tarde llegue el furgón de
verdad? —preguntó Fran.
— Pues que se enterarán de que les han quitado sus millones, y pondrán a
todo el Principado en situación de alerta máxima, y también a la policía
francesa.
David sonreía suavemente. Como si aquello careciera totalmente de
relevancia y no fuese otra cosa que un efecto secundario sin importancia.
— Después vosotros pasaréis unos días invitados en mi apartamento —
continuó David—. Unas semanas más tarde estarán convencidos de que el
dinero ha salido del país, y entonces nosotros nos iremos llevándonos alguna
parte del dinero que, con suerte, habremos ganado teóricamente en el Casino
—hizo una pausa, mientras sonreía ligeramente—. En fin, seguiremos
haciendo una visita conjunta a Montecarlo, por lo menos una vez al año, para
sacar fondos de nuestro banco particular. Tampoco supone demasiado
sacrificio ir un par de días a esa bonita ciudad: buenos restaurantes, buenas
tiendas y un magnifico puerto deportivo para los yates.

SEIS

Habían transcurrido varios meses desde las vacaciones en la playa, y se


acercaba la carrera de Fórmula Uno de Montecarlo.
Los tres estaban ya en el Principado. David en su apartamento, y la pareja
madrileña en un hotel de turistas, reserva que habían realizado con mucha
antelación igual que la multitud de aficionados de la competición
automovilística que copaban todas las plazas hoteleras. Apenas se habían visto
entre ellos en esos días, aunque discretamente estaban familiarizándose con las
calles, el propio Casino, y todos los lugares que fuesen de relevancia para el
proyecto.
David sabía perfectamente que, tras la ejecución del golpe, la policía
revisaría todas las cámaras de seguridad de la ciudad en busca de pistas. No
era conveniente que en alguna pudiesen aparecer imágenes de los tres juntos.
Por ello sólo se habían saludado con discreción y desde lejos. Pero la llama y
la complicidad que se había iniciado en la playa entre David y Adela habían
seguido creciendo a pesar de la distancia y la ausencia. Por eso, aquella tarde,
Adela decidió ir sola al apartamento de David.
Cuando se encontraron no se produjo un choque brutal de dos pasiones que
estallan. Todo lo contrario, fue un encuentro sosegado. En cuanto la vio en el
umbral de la puerta, sin decir palabra y como si llevase esperándola toda la
vida, David la tomó de la mano en silencio, la condujo al interior y comenzó a
desnudarla al pie de la cama del dormitorio. No hacían falta palabras. Lo hizo
tan despacio que se diría intentaba descubrir el enigma y el sabor de cada
centímetro de piel de Adela. Sólo cuando estuvo totalmente desnuda la
condujo definitivamente a la cama, tendiéndola de espaldas. Ella obedecía
mansamente. Él, aun vestido con la camisa y pantalón, se recostó a su lado.
Entonces, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, comenzó a pasar la
yema de su dedo índice por la columna de Adela iniciando la caricia desde el
cuello. Con suavidad pasó sobre las nalgas suaves y por cada una de las curvas
de sus piernas. En el camino rozó el cálido pubis. Ella sentía cómo comenzaba
a excitarse. Curiosamente le subía la excitación en sentido contrario a la
dirección de la caricia de David. La notaba ascendiendo desde la base de la
columna hasta su nuca.
Al cabo de un tiempo, con la misma suavidad, David le dio la vuelta
dejándola bocarriba sobre la cama. A él le costaba trabajo contenerse, pues
notaba la dureza de su miembro ante la promesa de placer que significaba
tanta perfección. Era bellísima. Aun así se siguió controlando y, de nuevo, con
un solo dedo comenzó a recorrer la distancia entre su ombligo y sus senos. Le
pareció que la caricia duraba una eternidad.
David la dejó un instante para quitarse toda la ropa, mientras ella
comenzaba a notarse húmeda. No era capaz de pensar. Después lo percibió de
nuevo a su lado.
Ella seguía con los ojos cerrados cuando sintió que en su boca entraba el
dedo índice de él. Lo humedeció profundamente con su saliva, y, poco
después, lo notó haciendo suaves giros circulares sobre la aureola de su pezón
derecho, casi sin tocarlo. Adela notó que su respiración se aceleraba.
Entreabrió los ojos y pudo ver a David desnudo junto a ella que continuaba
acariciando las aureolas de sus pezones; alternativamente uno y después otro.
Estaban duros y erectos como desde hacía siglos no les sucedía.
Miró el cuerpo desnudo del hombre y por primera vez tomó la iniciativa.
No sintió pudor alguno cuando atrapó su pene, ya erecto, para acariciarlo. Era,
en ese instante, su único deseo en este mundo: hacer suyo aquel miembro
firme. Esta vez fue él quien se tumbó bocarriba en la cama y vio como ella se
inclinaba para introducir en la boca su pene duro. Mientras Adela succionaba
todo, incluido sus genitales, David alargó el brazo y con los dedos comenzó a
acariciar el coño mojado.
Cuando se aceleró la escalada del placer, de ambos nació un profundo
suspiro que desahogaba antiguos deseos soñados, mientras se entregaban, sin
pudores ni miedos, al total disfrute de sus cuerpos.

****
Adela le había dicho que quería dar un paseo por el casco antiguo de
Montecarlo, donde estaban todas las tiendas de marcas exclusivas de ropa,
perfumes y joyería, mientras él iba al gimnasio del hotel donde se hospedaban.
Pero él no fue al gimnasio. La siguió.
No le hizo falta mucho tiempo para ver que entraba en el apartamento de
David; en el mismo en que deberían esconder el dinero del Casino, tras el
golpe.
La única palabra que martilleó su cerebro y que repitió con rabia una y otra
vez fue: “¡Zorra!”

SIETE

David se había duchado en el apartamento. Éste era discreto, y estaba


situado en el barrio más bohemio de la ciudad, si en Montecarlo algún barrio
podía definirse como bohemio. En cualquier caso, era una calle muy tranquila,
con apenas tráfico aun en las horas punta y donde nadie tenía la mala
costumbre de curiosear sobre los demás.
Tras la ducha comenzó a vestirse sin prisa, repasando mentalmente lo que
debería suceder en las próximas horas. Una pequeña luz de alarma permanecía
encendida en un rincón oculto de su cerebro, pero siempre conseguía evitar
que la ansiedad entorpeciera la acción necesaria para que todo funcionara
adecuadamente. El hecho de que Fran hubiese abandonado la operación, como
consecuencia de lo sucedido entre Adela y él, no dejaba de preocuparle, pues
aunque Fran había afirmado al irse dando un portazo que no los denunciaría a
la policía, era un tipo demasiado inestable. En definitiva, era poco fiable.
La dificultad profesional de esta nueva situación, consistía en que apenas
había tenido tiempo para hacer cambios en el plan original para protegerse del
riesgo que podía significar el abandono de Fran. Pero no podía seguir adelante
sin poner solución al problema, pues no sólo él, sino que también Adela estaba
en peligro. Fran conocía todos los detalles de la operación, lo cual no era,
precisamente, muy tranquilizador. Por ello habían existido momentos en los
que se había planteado abandonar el plan, pero. ante la insistencia de Adela y
las soluciones que había incorporado, decidió seguir adelante. Además, tenía
que reconocer que le costaba mucho esfuerzo renunciar a un proyecto en cuya
preparación había invertido tanto tiempo.

OCHO

El casino estaba lleno, mucho más que de costumbre, pues dentro de tres
días se disputaría la famosa carrera de Fórmula Uno de Montecarlo.
La gente suele creer que el día antes de la carrera es el de mayor afluencia
de público al Casino, pero no es así. La fecha de más movimiento se produce
tres jornadas antes del evento, porque es entonces cuando todas las personas
involucradas en la competición –mecánicos, publicistas, periodistas, pilotos,
etc. – tienen tiempo y humor para divertirse. Después, con los entrenamientos
y la carrera más cerca, no caben distracciones.
También lo más distinguido de la ciudad se reúne allí. Es el día del año
donde el dinero corre con mayor fluidez por las mesas de bacarrá y las de las
ruletas. En este glamuroso escenario casi todo el mundo tiene
comportamientos similares; cuando pierden es norma general no hacer
aspavientos, como si no les importase. Cuando ganan, además de dar una
generosa propina a los empleados de la casa, sólo sonríen ligeramente
insinuando que aquello no tiene mayor trascendencia, a pesar de que en
realidad algunos se están jugando sus últimos ahorros. Estos días también
suelen aparecer, atraídas por el brillo del ambiente, jóvenes preciosas y
generalmente solas, para ver cómo se les da la noche, y si pueden conocer a
algún famoso adinerado.
En medio de ese ambiente estaba Adela, elegante, rubia, delgada pero con
las curvas precisas, ceñida en un caro traje que estaba en la frontera justa entre
lo provocador y lo distinguido. Todo en ella era atractivo, pero siempre
destacaban especialmente sus ojos de mirada azul; tal vez por su intensidad, o
tal vez por la combinación de ingenuidad y curiosidad que parecía reflejarse
en ellos.
Más de uno se había acercado tanteando sus posibilidades. Ella los
rechazaba con elegancia. De hecho, algunos otros habían llegado a preguntar a
un crupier amigo, solicitándole información para que les desvelara quién era
aquella mujer. Pero nadie tenía ni la menor idea.
Ella parecía no tener prisa. Jugó algo de dinero a la ruleta y perdió.
Después se sentó en una mesa del restaurante del Casino, donde pidió algo de
comer.
Un casino de ese nivel tenía que tener un restaurante en consonancia, pero
Adela no estaba en las mejores condiciones anímicas para hacer valoraciones
culinarias. Notaba cómo las miradas de varios hombres sentados en mesas
cercanas se posaban en ella; con disimulo los que iban acompañados de una
mujer, y abiertamente los que estaban solos. Era consciente de que, antes o
después, alguno se acercaría. Incluso algunas mujeres la miraban de vez en
cuando, quizá examinando su vestido y sus zapatos, o, posiblemente,
intentando reconocer en ella a una potencial competidora.
Nada de eso le importaba. Tenía una misión concreta y la cumpliría,
aunque en realidad estaba nerviosa. Ese nerviosismo se traducía sobre todo en
un hormigueo de emoción que se escurría desde su nuca por la espalda. No
tenía ni idea de cómo saldría aquello, ni quería preguntárselo. No era momento
para eso. Pero la verdad era que confiaba en David, aunque aún no supiera
bien por qué, y percibía una lucecita encendida en un remoto rincón de su
cerebro que le decía que todo iría bien.
Desde la mesa del restaurante reconoció rápidamente a la persona que
debía controlar. Allí estaba, tras las cristaleras. Entonces introdujo la mano en
su pequeño bolso, y palpó sin sacarlo el móvil desde el que haría la llamada
perdida cuando aquel individuo saliese del habitáculo de la caja. Tras hacer
dicha llamada ella saldría del Casino para ir al punto de reunión previsto en el
plan.
Se tranquilizó al notar el móvil con sus dedos, y se dispuso a esperar.

NUEVE

Esperar algún tiempo en aquella calle oscura era el precio mínimo que
Fran sabía tendría que pagar para vengarse y recuperar todo lo que le
pertenecía.
Antes o después tendrían que ir allí. Ése era el plan y él conocía todos los
detalles; sabía que no lo podían haber cambiado en tan poco tiempo. Así que
todo era cuestión de paciencia y de controlar los nervios.
Sopló sobre sus manos pues la humedad, más que el frío, le entumecía.
Pero era esencial que ellos no sospecharan que estaba allí, amparado por la
noche y la oscuridad de aquel portal. Era imprescindible que ni siquiera
pudiesen intuir que los esperaba. Lo fundamental era la sorpresa.
Poco después tuvo su recompensa al ver que un automóvil entraba muy
despacio en la calle. Tenían que ser ellos.
Desde su escondite Fran intentó distinguir a los ocupantes del vehículo.
Sólo veía a uno, al conductor. Algo iba mal, deberían ser dos.
Volvió a mirar con atención a ver si se estaba confundiendo; pero no, sí era
el automóvil que esperaba, pero faltaba una persona. Cuando vio que se
detenía salió del portal y se dirigió hacia la puerta del conductor. Ésta se abrió
despacio y apareció David.
— ¿Dónde está ella? —preguntó Fran, que a pesar de haber hablado en voz
baja reflejaba una fuerte tensión en el tono reprimido. No quería despertar a
alguien de los apartamentos.
Ante la falta de respuesta, Fran volvió a preguntar elevando el nivel de la
amenaza, mostrando por primera vez la navaja que había extraído
sigilosamente del bolsillo del pantalón.
— ¿Dónde está ella?
— Se ha ido —respondió David con aquel tono tranquilo que crispaba a
Fran. Ni siquiera había mostrado asombro por su aparición. Como si la
esperase. ¡Pero que le pasaba a aquel tipo! ¿Se estaría derrumbando el mundo
a su alrededor y aun así no se alteraría? Fran lo maldijo en su interior.
Esta vez sin disimulo, aprovechando que David aún no había terminado de
salir del vehículo, le puso la navaja cerca del cuello.
— ¿Adónde?
— No lo sé. Supongo que a Madrid —precisó—. No la he visto desde que
se fue al Casino. Desde allí hizo la llamada perdida; pero después no se
presentó en el lugar de reunión. No sé nada más. Pero aquí no deberíamos
permanecer mucho tiempo…
Fran desconfiaba. Sospechaba que podían estar intentando jugársela,
aunque si lo pensaba bien aquello era absurdo, pues ellos no podían saber que
él estaría allí esperándoles. A Fran le desconcertaba lo inesperado de la
situación, pero no había tiempo para más dudas. Reponiéndose, y pensando
que ya aclararía aquello más adelante, preguntó:
— ¿Y el dinero?
— Ahí —contestó David, señalando hacia la parte trasera del automóvil.
Fran fue allí, e intentando hacer el menor ruido posible abrió el maletero.
Efectivamente, allí estaban los seis paquetes del dinero. Volvió junto a David
que ya había salido del vehículo y se encontraba de pie mirándolo.
— Dame las tres llaves del apartamento —ordenó Fran—. Sin trucos.
El aludido pareció dudar unos segundos, pero después, como el que
desecha varias opciones tras evaluar los riesgos, metió la mano en el bolsillo y
se las entregó.
— Ahora me vas a ayudar a subir todo esto — dijo Fran — Después
permitiré que te largues en este automóvil, si haces todo exactamente como yo
te diga. Por esta vez yo doy las órdenes. Si no, junto con el dinero, será un
placer guardar tu cadáver. A ella ya le ajustaré las cuentas cuando la encuentre
en Madrid.

DIEZ

Poco después, aquel mismo automóvil hacía cola intentando atravesar la


frontera del Principado con Francia.
Indudablemente ya habían dado la alarma, pues era totalmente anormal la
actividad que allí había. Docenas de policías en la aduana revisaban cada
automóvil concienzudamente, también con perros. Obligaban a abrir motores,
maleteros e incluso entraban en el interior de los vehículos con potentes
linternas tras hacer bajar a los ocupantes. La gente no sabía qué pasaba y
preguntaba a los gendarmes, los cuales, invariablemente, respondían que eran
medidas normales de un control antiterrorista. “¡Maldita sea! –pensaba la
mayoría de conductores– ¡Otra vez Al Qaeda!” Y, resignados, se disponían a
tomarse el asunto con paciencia. El pensamiento de que todo aquello era por
su propia seguridad los consolaba y llenaba de entereza.
La fila de vehículos avanzaba muy lentamente. Pero todos deducían que el
motivo de los registros debía ser por una alarma importante y veraz, ya que, al
llegar a la frontera francesa, los agentes galos de aduana repetían la misma
operación, por si se hubiese escapado algo en la revisión anterior de los
monegascos.
David sonreía sentado al volante de su automóvil, mientras esperaba
tranquilamente a pasar los controles.

ONCE

Ya se habían acostumbrado a que en el hemisferio sur las estaciones


estuviesen invertidas con respecto al norte. Hacía más de un año que vivían en
aquella isla. No estaba nada mal la villa que habían alquilado, con el mar
apenas a cincuenta metros.
Adela miró a David, tumbado a su lado leyendo en la playa. Se sentía
plena. La verdad es que nunca había podido imaginar que la vida le llevase por
donde lo había hecho. Madrid, el gimnasio y su pareja anterior parecían estar
en su memoria a siglos de distancia. Sonrió para sí misma, porque por una vez
había sabido aprovechar lo bueno que le había surgido en el camino.
Apenas recordaba las facciones de Fran, pero se preguntaba cómo habría
reaccionado cuando pudo comprobar que, de los seis paquetes de dinero que
había guardado en el apartamento de Montecarlo, solo eran de curso legal los
primeros billetes de cada fardo; y que el resto no eran más que papeles de
periódico. Sonrió al imaginarlo hecho una furia, y dándose cuenta, al acabar
de destrozar algunas cosas que allí hubiese, de que no podía acudir a la policía.
¿Cómo iba a informarles de lo que había pasado sin decirles que él mismo
había sido cómplice? Por otro lado ¿a quién denunciaría? ¿A su expareja, o a
un individuo del que ni siquiera sabía si el nombre que le había dado era el
verdadero? No, no podría denunciar a nadie, como David había previsto.
Era evidente que, tras alguna borrachera, habría vuelto a Madrid pensando
en encontrarla allí, pero aún sin saber exactamente el papel que ella había
jugado en todo aquello. Cuando no pudiese encontrarla se confirmarían sus
sospechas. No necesitaría más explicaciones sobre lo sucedido.
En cualquier caso, Fran no podía saber que cuando David conoció su
decisión de abandonar el proyecto, había hecho cambios en el plan. Había
previsto que la codicia y el deseo de venganza le llevaría a no denunciarlos,
sino a intentar quedarse con todo el dinero. Y exactamente eso era lo que había
pasado.
En realidad no había hecho tantas modificaciones sobre el plan. La
primera, un maniquí que sentado en el lugar del copiloto había creado la
ilusión de que en el vehículo había dos hombres, el que se bajaba y abría la
puerta posterior –David–, y el que siempre permanecía dentro durante
cualquier transporte de dinero como medida de precaución.
Fran tampoco podía saber que, tras dejar el furgón, David había previsto
dos automóviles en vez de uno sólo. Al primero, inmediatamente tras el golpe,
había trasladado los seis paquetes del dinero del Casino, y antes de que la
alarma general saltase Adela lo había sacado del Principado en unos minutos.
El segundo vehículo, conducido por David, había seguido el camino previsto
en el plan, yendo al apartamento con otros seis fardos, aparentemente
idénticos a los del Casino, pero donde sólo los primeros billetes eran reales.
Fran no se habría podido dar cuenta del engaño hasta que los abriera, y eso les
había dado el tiempo necesario para que David también pudiera abandonar
Montecarlo, en un coche absolutamente limpio de cualquier rastro del golpe.
El final del nuevo plan consistió en una cita de ambos en Paris, donde
escondieron parte del dinero, y desde donde se perdieron por el mundo.
Ahora ella estaba aquí con David y el día era hermoso en el paraíso.
Notaba que ya hacía algún tiempo le había desaparecido del estómago la
sensación de riesgo y aventura. No sabía que pensar a ese respecto. Estaba
confusa. El riesgo es algo que deseas cuando se carece de él, pero que causa
ansiedades cuando se vive. No sabía que elegir.
Lo miró, y le gustaba verlo allí a su lado, relajado con un libro en la mano
mientras tomaba el sol reposadamente en la playa. Pero de pronto,
observándolo con mayor atención, le pareció que David no tenía demasiado
interés real por el libro; sino que parecía utilizarlo como un recurso para
reflexionar. Le dio la impresión de que su mente estaba en otra parte.
No pudo evitarlo. Siguiendo un impulso le cogió la mano y preguntó:
— ¿No estarás pensando en otro proyecto?
Él se giró para mirarla y, como desde el día en que la había conocido, le
encantó lo que veía. Pero sólo esbozó una sonrisa…

FIN

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