Está en la página 1de 5

Obras de S.

Freud: Sobre la psicología del colegial (1914)

Entre los nueve y los diecisiete años de edad (1865-1873), Freud estudió en el «Leopoldstadter
Kommunalreal und Obergymnasiurn» de Viena, conocido popularmente como «Sperlgymnasiurn» por
estar situado en la calle Sperl. Más tarde su nombre fue modificado y se lo designó «K. k. Erzherzog Rainer-
Realgymnasiurn». El presente trabajo fue escrito para una compilación destinada a celebrar el 50º
aniversarío de la fundación del colegio. En una carta a un condiscípulo escrita el 16 de junio de 1873
(1941), Freud detalla los pormenores de su examen final del bachillerato, mencionando en particular el
ensayo sobre la elección de una profesión, al que hace referencia en este escrito (AE, 13, pág. 248) y que
fuera calificado como «sobresaliente» por los examinadores.
James Strachey

Uno tiene un raro sentimiento cuando a edad tan avanzada vuelve a recibir la orden de redactar una
«composición en alemán» para el colegio; pero obedece de manera automática, como aquel veterano que
a la voz de «¡ Atención! » se ve constreñido a llevarse las manos a las costuras del pantalón dejando caer al
suelo su paquetito. Es asombroso cuán pronto dice uno que sí, que colaborará, como si en el último medio
siglo nada hubiera cambiado. Y, sin embargo, uno ha envejecido desde entonces, frisa ya los sesenta años,
y tanto el sentimiento del propio cuerpo como el espejo le muestran de manera indudable cuánto lleva ya
ardiendo la vela de su vida.

Todavía diez años atrás pudo uno tener momentos en los que repentinamente volvió a sentirse joven;
cuando, ya barbicano y con todas las cargas del ciudadano y padre de familia, andaba por las calles de la
ciudad natal y de improviso tropezó con este o estotro señor anciano, pero bien conservado, a quien
saludó casi humillado porque había reconocido en él a uno de sus profesores de la escuela secundaria.
Pero después uno se quedó parado, siguiéndolo, meditativo, con la vista: «¿Es realmente él, o sólo alguien
que se le parece hasta inducir a engaño? ¡Pero cuán joven se le ve, y tú que has envejecido tanto! ¿Es
posible que estos hombres, antaño para nosotros los representantes de los adultos,, fueran tan poco
mayores que nosotros?».

El presente quedó entonces como en penumbra, y los años vividos entre los diez y los dieciocho se
empinaron desde los rincones de la memoria con sus presentimientos y errores, sus trasformaciones
dolorosas y éxitos entusiasmantes, las primeras miradas a un mundo sepultado de la cultura, que, por lo
menos a mí, me serviría más tarde de inigualado consuelo en la lucha por la vida; los primeros contactos
con las ciencias, entre las que uno pensaba poder elegir aquella a la que prestaría sus servicios -sin duda
alguna inapreciables-. Y creí acordarme de que toda esa época estuvo recorrida por un presentimiento que
al comienzo se anunciaba sólo quedamente, hasta que pudo vestirse con palabras expresadas en la
composición del examen de bachillerato: en mi vida, yo quería hacer alguna contribución a nuestro
humano saber.

Luego me hice médico, pero en verdad más bien psicólogo, y pude crear una nueva disciplina psicológica,
el llamado «psicoanálisis», que hoy atarea a médicos e investigadores de países cercanos y de países
lejanos donde se habla otras lenguas, provocando alabanzas y censuras -aunque desde luego apenas se
habla de él en la propia patria-.

Como psicoanalista debo interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales, más por la
vida anímica inconciente que por la conciente. El sacudimiento que me causó el encuentro con mi antiguo
profesor de la escuela secundaria me advierte que debo hacer una primera confesión: No sé qué nos
reclamaba con más intensidad ni qué era más sustantivo para nosotros: ocuparnos de las ciencias que nos
exponían o de la personalidad de nuestros maestros. Lo cierto es que esto último constituyó en todos
nosotros una corriente subterránea nunca extinguida, y en muchos el camino hacia las ciencias pasaba
exclusivamente por las personas de los maestros; era grande el número de los que se atascaban en este
camino, y algunos -¿por qué no confesarlo?- lo extraviaron así para siempre.

Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos, les imaginábamos simpatías o antipatías probablemente
inexistentes, estudiábamos sus caracteres y sobre la base de estos formábamos o deformábamos los
nuestros. Provocaron nuestras más intensas revueltas y nos compelieron a la más total sumisión;
espiábamos sus pequeñas debilidades y estábamos orgullosos de sus excelencias, de su saber y su sentido
de la justicia. En el fondo los amábamos mucho cuando nos proporcionaban algún fundamento para ello;
no sé si todos nuestros maestros lo han notado. Pero no se puede desconocer que adoptábamos hacia
ellos una actitud particularísima, acaso de consecuencias incómodas para los afectados. De antemano nos
inclinábamos por igual al amor y al odio, a la crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama «ambivalente»
a ese apronte de opuesta conducta, y no le causa turbación alguna pesquisar la fuente de esa
ambivalencia de sentimientos.

Nos ha enseñado, en efecto, que las actitudes afectivas hacia otras personas, tan relevantes para la
posterior conducta de los individuos, quedaron establecidas en una época insospechadamente temprana.
Ya en los primeros seis años de la infancia el pequeño ser humano ha consolidado la índole y el tono
afectivo de sus vínculos con personas del mismo sexo y del opuesto; a partir de entonces puede
desarrollarlos y trasmudarlos siguiendo determinadas orientaciones, pero ya no cancelarlos. Las personas
en quienes de esa manera se fija son sus padres y sus hermanos. Todas las que luego conozca devendrán
para él unos sustitutos de esos primeros objetos del sentimiento (acaso, junto a los padres, también las
personas encargadas de la crianza), y se le ordenarán en series que arrancan de las «imagos», como
decimos nosotros, del padre, de la madre, de los hermanos y hermanas, etc. Así, esos conocidos
posteriores han recibido una suerte de herencia de sentimientos, tropiezan con simpatías y antipatías a
cuya adquisición ellos mismos han contribuido poco; toda la elección posterior de amistades y relaciones
amorosas se produce sobre la base de huellas mnémicas que aquellos primeros arquetipos dejaron tras sí.

Entre las imagos de una infancia que por lo común ya no se conserva en la memoria, ninguna es más
sustantiva para el adolescente y para el varón maduro que la de su padre. Una necesidad objetiva
orgánica ha introducido en esta relación una ambivalencia de sentimientos cuya expresión más
conmovedora podemos asir en el mito griego del rey Edipo. El varoncito se ve precisado a amar y
admirar a su padre, quien le parece la criatura más fuerte, buena y sabia de todas; Dios mismo no es sino
un enaltecimiento de esta imagen del padre, tal como ella se figura en la vida anímica de la primera
infancia. Pero muy pronto entra en escena el otro lado de esta relación de sentimiento. El padre es
discernido también como el hiperpotente perturbador de la propia vida pulsional,deviene el arquetipo al
cual uno no sólo quiere imitar, sino eliminar para ocupar su lugar. Ahora coexisten, una junto a la otra, la
moción tierna y la hostil hacia el padre, y ello a menudo durante toda la vida, sin que una pueda cancelar
a la otra. En tal coexistencia de los opuestos reside el carácter de lo que llamamos «ambivalencia de
sentimientos».

En la segunda mitad de la infancia se apronta una alteración de este vínculo con el padre, alteración cuyo
grandioso significado apenas imaginamos. El varoncito empieza a salir de la casa y a mirar el mundo real,
y ahí fuera hará los descubrimientos que enterrarán su originaria alta estima {Hochschätzung} por su
padre y promoverán su desasimiento de este primer ideal. Halla que el padre no es el más poderoso,
sabio, rico; empieza a descontentarle, aprende a criticarlo y a discernir cuál es su posición social; después,
por lo común le hace pagar caro el desengaño que le ha deparado. Todo lo promisorio, pero también todo
lo chocante, que distingue a la nueva generación reconoce por condición este desasimiento respecto del
padre.

Es en esta fase del desarrollo del joven cuando se produce su encuentro con los maestros. Ahora
comprendemos nuestra relación con los profesores de la escuela secundaria. Estos hombres, que ni
siquiera eran todos padres, se convirtieron para nosotros en sustitutos del padre. Por eso se nos
aparecieron, aun siendo muy jóvenes, tan maduros, tan inalcanzablemente adultos. Trasferíamos sobre
ellos el respeto y las expectativas del omnisciente padre de nuestros años infantiles, y luego empezamos
a tratarlos como a nuestro padre en casa. Les salimos al encuentro con la ambivalencia que habíamos
adquirido en la familia, y con el auxilio de esta actitud combatimos con ellos como estábamos habituados a
hacerlo con nuestro padre carnal. Si no tomáramos en cuenta lo que ocurre en la crianza de los niños y en
la casa familiar, nuestro comportamiento hacia los maestros sería incomprensible; pero tampoco sería
disculpable.

Otras vivencias, difícilmente menos importantes, tuvimos como estudiantes secundarios con los sucesores
de nuestros hermanos y hermanas, con nuestros compañeros; pero estarán destinadas a escribirse en otra
hoja. El jubileo de la escuela retiene nuestro pensamiento junto a los profesores.

Obras de S. Freud: La novela familiar de los neuróticos (1909 [1908])

Cuando este escrito se publicó por primera vez, en el libro de Rank, no llevaba título de ninguna índole ni
constituía una sección separada; estaba simplemente intercalado dentro de la argumentación de Rank, con
unas pocas palabras de agradecimiento. Sólo en la primera reimpresión en alemán se le dio título. Como el
libro de Rank lleva la fecha «Navidad, 1908», es probable que la contribución de Freud fuera escrita ese
año. La idea de estas «novelas familiares», y hasta su nombre, había rondado su mente durante mucho
tiempo, aunque al principio las atribuía en especial a los paranoicos. Véanse sus cartas a Fliess del 24 de
enero y 25 de mayo de 1897, y del 20 de junio de 1898 (Freud, 1950a, Carta 57, Manuscrito M, y Carta 91;
en esta última se emplea la expresión por primera vez).
James Strachey.
En el individuo que crece, su desasimiento de la autoridad parental es una de las operaciones más
necesarias, pero también más dolorosas, del desarrollo. Es absolutamente necesario que se cumpla, y es
lícito suponer que todo hombre devenido normal lo ha llevado a cabo en cierta medida. Más todavía: el
progreso de la sociedad descansa, todo él, en esa oposición entre ambas generaciones. Por otro
lado, existe una clase de neuróticos en cuyo estado se discierne, como condicionante, su fracaso en esa
tarea.
Para el niño pequeño, los padres son al comienzo la única autoridad y la fuente de toda creencia. Llegar a
parecerse a ellos -vale decir, al progenitor de igual sexo-, a ser grande como el padre y la madre: he ahí el
deseo más intenso y más grávido en consecuencias de esos años infantiles. Ahora bien, a medida que
avanza en su desarrollo intelectual el niño no puede dejar de ir tomando noticia, poco a poco, de las
categorías a que sus padres pertenecen. Conoce a otros padres, los compara con los propios, lo cual le
confiere un derecho a dudar del carácter único y sin parangón a ellos atribuido. Pequeños sucesos en la
vida del niño, que le provocan un talante descontento, le dan ocasión para iniciar la crítica a sus padres y
para valorizar en esta toma de partido contra ellos la noticia adquirida de que otros padres son preferibles
en muchos aspectos. Por la psicología de las neurosis sabemos que en esto cooperan, entre otras, las más
intensas mociones de una rivalidad sexual. El paño donde se cortan tales ocasiones es evidentemente el
sentimiento de ser relegado. Hartas son las oportunidades en que al niño lo relegan, o al menos él lo siente
así, y en que echa de menos el amor total de sus padres, pero en particular lamenta tener que compartirlo
con otros hermanitos. La sensación de que no le son correspondidas en plenitud sus inclinaciones propias
se ventila luego en la idea, a menudo recordada concientemente desde la primera infancia, de que uno es
hijo bastardo o adoptivo. Muchos hombres que no han devenido neuróticos suelen acordarse de tales
oportunidades en que tramaron -las más de las veces influidos por lecturas- esa concepción y esa réplica
respecto del comportamiento hostil de sus padres. Ahora bien, aquí se muestra ya la influencia del sexo,
pues el varoncito presenta inclinación a mociones hostiles mucho más hacia su padre que hacia su madre,
y se inclina con mayor intensidad a emanciparse de aquel que de esta. Puede ocurrir que la actividad
fantaseadora de la niña pequeña resulte harto más débil en este punto. En tales mociones concientemente
recordadas de la infancia hallamos el factor que nos posibilita entender el mito.
Rara vez recordado con conciencia, pero casi siempre pesquisable por el psicoanálisis, es el estadio
siguiente en el desarrollo de esta enajenación respecto de los padres, estadio que se puede designar como
novela familiar de los neuróticos. Es enteramente característica de la neurosis, como también de todo
talento superior, una particularísima actividad fantaseadora, que se revela primero en los juegos infantiles
y luego, más o menos desde la época de la prepubertad, se apodera del tema de las relaciones
familiares. Un ejemplo característico de esta particular actividad de la fantasía son los consabidos sueños
diurnos (1), que se prolongan mucho más allá de la pubertad. Una observación exacta de ellos enseña que
sirven al cumplimiento de deseos, a la rectificación de la vida, y conocen dos metas principales: la erótica y
la de la ambición (tras la cual, empero, las más de las veces se esconde la erótica). Pues bien, hacia la edad
que hemos mencionado la fantasía del niño se ocupa en la tarea de librarse de los menospreciados padres
y sustituirlos por otros, en general unos de posición social más elevada. Para ello se aprovechan
encuentros casuales con vivencias efectivas (conocer al señor del castillo o al terrateniente, en el campo, o
a los nobles, en la ciudad). Tales vivencias casuales despiertan la envidia del niño, envidia que luego halla
expresión en una fantasía que le sustituye a sus dos padres por unos de mejor cuna. Para la técnica de
llevar a cabo tales fantasías, que desde luego son concientes en esa época, interesan la destreza y el
material de que el niño disponga. También importa que se las haya realizado con mayor o menor empeño
por obtener verosimilitud. A este estadio se llega en una época en que el niño no tiene aún noticia de las
condiciones sexuales del nacimiento.
Luego viene a sumarse la noticia sobre las condiciones sexuales diversas de padre y madre; si el niño llega a
aprehender que «pater semper incertus est», mientras que la madre es «certissima (2)», la novela familiar
experimenta una curiosa limitación, a saber: se conforma con enaltecer al padre, no poniendo ya en duda
la descendencia de la madre, considerada inmodificable. Este segundo estadio (sexual) de U novela familiar
tiene por portador, además, un segundo motivo que faltaba en el primer estadio (asexual). Con la noticia
sobre los procesos sexuales nace una inclinación a pintarse situaciones y vínculos eróticos en que entra
como fuerza pulsional el placer de poner a la madre, que es asunto de la suprema curiosidad sexual, en la
situación de infidelidad escondida y secretos enredos amorosos. (3) De esta manera, aquellas primeras
fantasías, en cierto modo asexuales, son llevadas hasta la cúspide del actual discernimiento.
Por lo demás, el motivo de la venganza y la represalia, situado antes en el primer plano, también se
muestra aquí. Es que son las más de las veces estos niños neuróticos los que han sido castigados por sus
padres a raíz del desarraigo de malas costumbres sexuales, de lo cual se vengan mediante tales fantasías.
Muy en particular son los niños nacidos después que otros hermanos quienes mediante esas imaginerías
(Dichtung} arrebatan la primacía sobre todo a los predecesores (exactamente como en las intrigas que
registra la historia), y a menudo no les arredra inventar {andichten} a la madre tantos enredos amorosos
como competidores haya. Una notable variante de esta novela familiar consiste en reclamar el héroe
fantaseador {dichtend} para sí mismo la legitimidad, a la vez que así elimina por ¡legítimos a sus otros
hermanos. Y en todo esto es posible todavía que un interés particular gobierne la novela familiar, que, por
su carácter polifacético y su múltiple aplicabilidad, puede establecer transacción con toda clase de afanes.
De este modo el pequeño fantaseador puede eliminar mediante ella el vínculo de parentesco con una
hermana' que acaso lo atrajo sexualmente. (4)
Quien aparte la vista horrorizado ante esta corrupción del ánimo infantil, e incluso pretenda impugnar la
posibilidad misma de que existan tales cosas, debe observar que todas estas imaginerías al parecer tan
hostiles no llevan, en verdad, intención tan maligna y, bajo ligero disfraz, acreditan la ternura originaría del
niño hacia sus padres, que se ha conservado. Sólo en apariencia son infieles y desagradecidas; en efecto, si
uno escruta en los detalles las más frecuentes de esas fantasías noveladas, esa sustitución de ambos
progenitores o del padre solo por unas personas más grandiosas, descubre que estos nuevos y más nobles
padres están íntegramente dotados con rasgos que provienen de recuerdos reales de los padres inferiores
verdaderos, de suerte que el niño en verdad no elimina al padre, sino que lo enaltece. Y aun el íntegro afán
de sustituir al padre verdadero por uno más noble no es sino expresión de la añoranza del niño por la edad
dichosa y perdida en que su padre le parecía el hombre más noble y poderoso, y su madre la mujer más
bella y amorosa. Entonces, se extraña del padre a quien ahora conoce y regresa a aquel en quien creyó
durante su primera infancia; así, la fantasía no es en verdad sino la expresión del lamento por la
desaparición de esa dichosa edad. Por tanto, la sobrestimación de los primeros años de la infancia vuelve a
campear por sus fueros en estas fantasías.Una interesante contribución a este tema proviene del estudio
de los sueños. En efecto, su interpretación enseña que aun en años posteriores el emperador y la
emperatriz, esas augustas personalidades, significan en los sueños padre y madre. (5) Por consiguiente, la
sobrestimación infantil de los padres se ha conservado también en el sueño del adulto normal. «

LA CONSTITUCIÓN PSÍQUICA DEL SUJETO


INTRODUCCIÓN
La palabra sujeto posee una doble significación. Por un lado, sujeto es quien realiza la acción, es el
protagonista de una historia. Pero también el ser humano está sujeto, es decir es sobre quien se aplica la
acción de sujetar; es aquel que está sujetado. Podemos anticipar que devenir sujeto y sostenerse como tal
a lo largo del ciclo vital es producto de la dialéctica de ser-sujeto-sujetado. El proceso de subjetivación
abarca todo el arco de la vida; tiempo vital en el que los seres humanos se subjetivan en la medida en que
son/están sujetados a estructuras constitutivas de su Yo mediante el trabajo permanente que realizan para
no claudicar y para ligarse a redes vinculares que apuntalen y sostengan su tarea evolutiva. Pero sujetados
¿a qué?. La respuesta varía según la teoría a que se adhiera, aunque haciendo coincidir y complementar
enfoques podemos decir que el sujeto como ser biológico es/está sujetado a una estructura anátomo-
fisiológica que lo provee -entre otras cosas- de un cerebro y de un sistema nervioso dotado de la
plasticidad suficiente para desenvolverse en un medio particular a través de adaptaciones necesarias para
sostenerse como organismo vivo, racional, relacional y orgánico. Como ser lingüístico es/está sujetado a un
lenguaje que le suministra maneras de designar el mundo, de designarse dentro de él y, de ese modo,
desarrollar la capacidad de representación y utilización de sistemas simbólicos convencionales. Como ser
social es/está sujetado a redes sociales y a pautas culturales que lo contextualizan en el marco de una
colectividad con valores, normas, roles y cosmovisiones propias de su entorno comunitario. Como ser
psicológico es/está sujetado a una estructura psíquica individual, a unas capacidades particulares, a una
historia personal única, y a una historia transpersonal que lo trasciende. Todos estos aspectos hacen al ser
del sujeto, por lo cual se puede decir que el sujeto no es una entidad determinada ni dada de antemano,
sino más bien, el sujeto es un ser que se constituye en una red de interacciones dinámicas con el mundo
exterior y con su mundo interno. En lo que sigue vamos a describir el proceso de constitución del sujeto.
En la primera parte se aborda el proceso de subjetivación atendiendo a los procesos psíquicos básicos que
caracterizan el devenir de individuo a sujeto prestando particular atención a la función materna, la función
paterna y el campo social como contexto y medio ecológico necesario para

También podría gustarte