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Treinta y tres / Manuel Azpilcueta García

TREINTA Y TRES

Manuel Azpilcueta García

El centro del campo deportivo estaba iluminado por los faros nuevos de su auto y
él sentía mucho orgullo por ser el mejor.

El bullicio en la que se había convertido la celebración por el partido ganado en el


campeonato inter barrial de la zona noroeste de la ciudad al poderoso equipo “Los
Cocodrilos”, era un motivo de celebración, además se sentía a gusto con sus amigos
que lo reconocían por su buen desempeño en la delantera más goleadora de la
temporada, eso le gustaba. Las botellas de cerveza surgían de una caja, como los
artilugios de un sombrero mágico, eran interminables y habían convertido a todos los
futbolistas en eufóricos narradores de anécdotas. Le punzó en un momento de
lucidez, la advertencia de su mujer que tenía desde aquella mañana en que salió de
casa y se le volvieron a la mente las interminables discusiones por culpa del alcohol y
las amistades. Prometió cambiar, lo intentaba, pero sus costumbres y vicios lo
manejaban.

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Treinta y tres / Manuel Azpilcueta García

Revisó su teléfono con la seguridad de que no fue requerido por nadie, se equivocó.
Encontró un mensaje de texto y lo leyó. “Amor, te esperaré muy calientita para
cuando llegues a casa”. Había llegado hace un buen rato, y lamentó no haberse
percatado antes; ahora estaba entre la espada y la pared. ¿Qué dirían sus amigos si se
iba? Pero amaría esa noche y consolidaría la reconciliación con su mujer, además si se
emborrachaba no rendiría. ¿Acaso, si dejaba al grupo, nunca más lo convocarían para
un nuevo campeonato? Sabía que aún amaba a su “jermita”… ante esta disyuntiva no
quiso pensar más y por primera vez inclinó la balanza al lado contrario al suyo.
Egidio, el número nueve del equipo, resolvió irse. Fingió estar completamente ebrio.
Mientras servía la cerveza haciendo movimientos exagerados, intempestivamente,
soltó la botella que primero impactó en su rodilla y cayó enseguida entre las que
estaban vacías y arrumadas. El estallido significó que sus amigos salten y griten, más
por el desperdicio de contenido que por asustados. Esa estrategia bastó para que de
inmediato suba a su automóvil y se marche. Mientras maniobraba el volante, un grito
le generó una sonrisa… ¡No te vayas borracho de mierda; nos quitas la luz!, la voz
parecía la de “el Papaco”, líder del equipo. Aceleró.

Decidió cambiar de ruta para llegar pronto a su destino, ir por la vía expresa le
permitiría evitar a los policías que usualmente hacían sus operativos en la avenida
principal. Sería mejor de todas formas transitarla, despegó del parabrisas el adhesivo
fosforescente que caracterizaba su oficio de taxista, encendió el autorradio que de
inmediato ronroneó un sonido confuso por falta de señal y se puso a buscar su USB
con música, “malditos huecos”, vociferó. Era imposible encontrar algo por el
movimiento de su auto destartalado y también por la embriaguez que de algún modo
controlaba. La pequeña odisea, el poner música, le obligó a distraerse; cuando
devolvió la vista a la calzada, se encontró con un hombre que en medio de la pista se
hallaba tirado. Su vestido era apenas la ropa interior. En un inicio se le cruzó por la
mente embestir a aquel desgraciado; pero, aun a sabiendas de que podía verse
involucrado y demorar más, perdonó al malherido haciendo una maniobra evasiva, el
auto se apagó bruscamente, la llanta delantera se había subido a la berma central de
la vía dejando el carro ladeado de la parte del conductor. Se detuvo y bajó.

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