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Por un análisis
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Imaginarios fílmicos, cultura y
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Por un análisis
antropológico del
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Imaginarios fílmicos, cultura y
subjetividad
Francisco de la Peña Martínez

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Van Ostade núm. 7, Alfonso XIII, 04160, México, D.F.

Primera edición: 2014

Por un análisis antropológico del cine. Imaginarios fílmicos, cultura y


subjetividad

Autor: Francisco de la Peña Martínez


Cuidado de la edición: Adlaí Fco. Navarro García
Portada: Euriel Hernández
Diagramación: Ricardo Pérez Rovira

ISBN: 978-607-8132-25-6

D. R. © Ediciones Navarra
Van Ostade núm. 7, Alfonso XIII,
04160, México, D.F.

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@Ed_Navarra

Queda prohibida, sin la autorización escrita del titular de los derechos, la


reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Impreso y hecho en México.

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Índice

Introducción | 9

Primera parte. Por un análisis antropológico del cine | 13

La antropología y la imagen fílmica | 13


La antropología visual y la institución documental | 18
Antropología del cine: los filmes como material etnográfico | 22
Los antropólogos y el cine | 38
Los mundos de la imagen cinematográfica | 50
El cine y la pantalla democrática | 57

Segunda parte. Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad | 63

El origen de las tradiciones fílmicas y sus mitos fundadores | 64


El cine de rumberas y sus componentes | 76
El incesto de segundo grado y las identidades inciertas | 81
La modernidad y sus íconos | 90
El cine indígena en México | 98
Nacionalismo, indigenismo y cine | 102
La imagen del otro en el cine independiente | 108
El nuevo cine mexicano de los años setenta y los indígenas | 112
La imagen de los indígenas al final de un milenio y al inicio de otro | 115
Los múltiples rostros de los pueblos originarios | 122
Conclusiones | 129

Bibliografía | 135

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Para Mateo Francisco, por todo lo que me ha dado.

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Introducción

El presente ensayo incursiona en un terreno poco explorado por nues-


tra disciplina, el de la antropología del cine. Mi objetivo es reflexionar
sobre los principios básicos y los estudios de caso que podrían caracte-
rizar a una antropología que tome por objeto de indagación la industria
del cine, el mundo de las películas y los imaginarios fílmicos. En mi
opinión esta iniciativa sólo puede ser pensada en el marco de los avan-
ces y los avatares más recientes de nuestra disciplina.
Con ello me refiero a las controversias y polémicas en torno a la
relación de la antropología con la globalización, la posmodernidad, el
poscolonialismo, la contemporaneidad y el posexotismo. Aunque no
son intercambiables, estos términos aluden a un mismo motivo, la di-
solución de las fronteras entre el centro y la periferia, lo tradicional y
lo moderno, lo lejano y lo cercano, lo culto y lo popular, lo pasado y
lo presente o lo mundial y lo local, es decir, la disolución del conjunto
de oposiciones que regulaban hasta hace poco los límites de nuestro
objeto y de nuestra disciplina, y que nos distinguían de los sociólogos,
los historiadores, los psicólogos o los comunicólogos.
Asociado al proceso de globalización e integración planetaria que
conecta a todas las culturas y abate las distancias temporales o espaciales
entre ellas, y en el que carece de sentido hablar de sociedades “primi-
tivas”, “atrasadas” o “aisladas”, se da otro fenómeno característico de
nuestro tiempo, el de la llamada repatriación de la antropología, esto
es, la vuelta de la mirada antropológica hacia sí misma y hacia su propia
sociedad de origen. Ello ha tenido como correlato un creciente interés
en la auto–reflexividad, la transdiciplinariedad y la implicación de la

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subjetividad en el quehacer etnográfico, pero también en el estudio de


lo próximo, de lo familiar y lo inmediato, en una perspectiva que lleva
a la antropología a colindar con la crítica cultural.
Así, ampliando su espectro de análisis, somos testigos del tránsito
de una antropología restringida a una antropología generalizada, que
recorre nuevas rutas y se ocupa de fenómenos desatendidos por los an-
tropólogos tradicionales. Esta clase de antropología, que ha sido bau-
tizada con diferentes nombres, como antropología del presente, de la
modernidad desbordada o de los mundos contemporáneos, se interesa
en terrenos y objetos hasta hace poco considerados como no antro-
pológicos, como podrían ser el turismo, la música pop, el fútbol, las
escuelas, los psiquiátricos, las tribus juveniles, las diversidades sexuales,
los laboratorios científicos o el consumo en los supermercados y centros
comerciales.
El fenómeno de los medios de comunicación ocupa un lugar privile-
giado en este desplazamiento y reordenamiento intelectual y disciplina-
rio. La omnipresencia de los medios de comunicación y su notable po-
der de penetración en las sociedades ha llevado a muchos antropólogos
a interrogarse sobre el papel que tiene la iconósfera en la construcción
de un imaginario colectivo global, cuya influencia es innegable en la
reproducción y la invención de las más diversas identidades culturales
así como de modalidades de subjetivación propias de nuestro tiempo.
El análisis antropológico del cine, evidentemente, forma parte de
un interés más general, aquel que desde una perspectiva culturológica
busca comprender el conjunto de los medios masivos de comunicación
(la radio, la fotografía, la televisión, la prensa, los cómics, la publicidad,
el internet o la telefonía móvil). Los antropólogos que se han ocupado
de analizar los fenómenos de la comunicación han estudiado las formas
en las que la cultura condiciona la producción mediática, el uso y la
apropiación de los medios de comunicación, así como la recepción y el
consumo de los contenidos mediáticos.
Si los medios de comunicación son instrumentos capaces de incidir
y modelar los gustos, las creencias y las ideas de los públicos, es indu-
dable que las mediaciones culturales más diversas (de clase, de género,
de edad, lingüísticas, educativas, étnicas, raciales, religiosas) también
modulan y resemantizan los significados de las imágenes y los discursos
que los medios buscan transmitir. Un fenómeno que destaca en este
sentido es la democratización de la producción y el consumo de imá-
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Introducción

genes, que a través del uso masivo de la fotografía, el video digital, el


internet, el dvd o el teléfono móvil, multiplica el número de agentes
creadores de imágenes y los canales de circulación de las mismas, más
allá de las instituciones, las industrias culturales–mediáticas y las fron-
teras nacionales.
En cualquier caso, la relación entre los medios y las sociedades no es
simple ni mecánica, es multidireccional y compleja; una antropología
de los medios de comunicación tendría que abocarse a dar cuenta de
los usos, los productos y las formas de circulación de todos los tipos de
contenidos mediáticos generados por las comunidades humanas.
Sin embargo, en este amplio campo de análisis, el cine ocupa un lu-
gar de excepción, pues como sostiene Lipovetsky, la narrativa y el léxico
inventados por el cine no sólo constituyen la lengua franca de todas
las tecnologías mediáticas, la pantalla cinematográfica es también el
modelo por antonomasia de todas las pantallas que pueblan el mundo
contemporáneo (desde la pantalla televisiva, publicitaria o videográfica,
hasta la pantalla informática, telefónica o satelital).
Comprender el cine como hecho cultural es, en este sentido, el pri-
mer paso para comprender la pantallósfera y el conjunto de los medios
en una perspectiva antropológica. Es por ello que este ensayo se ocu-
pará de ahondar en una reflexión en torno al cine como fenómeno
artístico, industrial, tecnológico, semiótico e ideológico y, con el fin de
mostrar la pertinencia de un análisis antropológico del cine, nos focali-
zaremos en uno de los ámbitos que lo conforman, el de sus productos,
los corpus y las imágenes fílmicas.
Los imaginarios fílmicos están poblados de representaciones sociales
y fantasmas colectivos que expresan los prejuicios, los deseos, los mitos,
los miedos, las creencias y las utopías de las colectividades humanas, y
todos ellos están anclados en el pasado histórico, la tradición cultural y
la psique de los pueblos. Los géneros fílmicos con mayor popularidad
y los temas, estereotipos y modelos de representación recurrentes en
una cinematografía varían de sociedad en sociedad y responden a iden-
tidades nacionales, tradiciones, motivaciones psicológicas y formas de
subjetivación específicas, así como a conflictos, dinámicas y estructuras
sociales variables y necesidades políticas e ideológicas diversas.
En este sentido, una tesis que recorre este libro es la idea de que
los filmes y los corpus fílmicos constituyen materiales etnográficos
de primer orden, en los que están plasmados hábitos y costumbres,
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mentalidades y modos de vida singulares, cosmologías y mitos, y que


la antropología dispone de las teorías y los conceptos necesarios para
problematizar, comprender y dilucidar el sentido profundo y las de-
terminaciones simbólicas de las imágenes fílmicas y de las culturas y
tradiciones cinematográficas de las que forman parte.
Para demostrar lo antes dicho, este análisis está dividido en dos
partes claramente complementarias, una teórica y otra práctica. En la
primera parte se abordan los prolegómenos a una antropología del cine
entendida como crítica cultural y como reflexión sobre los imaginarios
visuales que nutren a los mundos contemporáneos y, que a su vez, éstos
se nutren de ellos. En la segunda parte se lleva a cabo un ejercicio de
análisis de dos corpus fílmicos propios de la cinematografía mexicana,
a fin de mostrar el alcance de nuestra propuesta y poner de relieve el
valor y el profundo significado cultural de esta tradición fílmica para la
antropología de nuestro país.
Estoy convencido de que el estudio del cine en sus múltiples re-
gistros (el de la producción cinematográfica, el de la significación de
los corpus fílmicos y el de la circulación, el consumo y la apropiación
del cine y sus contenidos por parte de los espectadores) es un ámbito
en el cual la antropología puede reinventarse a sí misma y ampliar sus
horizontes y sus terrenos, y aunque este ensayo no pretende agotar el
tema, sí aspira a sentar las bases para otras indagaciones e investigacio-
nes futuras.

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Primera parte.
Por un análisis antropológico del cine

La antropología y la imagen fílmica

Quisiera interrogar en este texto la relación, si es que ella existe o en


todo caso es deseable que exista, entre la reflexión antropológica y la
imagen fílmica. ¿Existe una antropología de la imagen fílmica? ¿Es po-
sible concebir un análisis del cine y sus imágenes desde la antropología?
¿En qué consistiría y en qué se distinguiría dicho análisis del análisis del
cine desde la crítica cinematográfica clásica, la historia, la semiótica, la
comunicología, la filosofía o la sociología? ¿Cuál podría ser el aporte
del mismo al campo de los estudios de cine? Si una antropología del
cine es concebible ¿habría que pensarla en sí misma? ¿Al interior de una
antropología de las imágenes producidas por los medios de comunica-
ción modernos? ¿O más bien en el marco de una antropología general,
comparativa y transcultural de las imágenes?
Es una constante que la antropología se ha interrogado desde sus
orígenes por el lugar de las imágenes dentro de las culturas. La ima-
gen es uno de los medios que los hombres han privilegiado para la
elaboración de sus cosmologías, sus mitos y sus ritos, así como para la
legitimación y recreación de las relaciones sociales, que se trate de las
relaciones políticas, económicas, de género o de parentesco, o de sus
relaciones con el mundo trascendente, el “mundo otro” de los dioses,
los ancestros o los espíritus.
La producción de imágenes tiene una larga historia, dominada en
general por una doble motivación intelectual. Por un lado, la voluntad
de imitación del mundo real, que busca hacer de la imagen una copia

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fiel de todo lo visible. Por otro lado, la voluntad de ocultación que con-
cibe a la imagen como símbolo intelectual, como representación crípti-
ca y hermética. Gubern ha propuesto llamar al primer tipo de imagen,
que ambiciona ser mímesis, simulacro y doble ostensivo e isomórfico
de lo real, imagen–escena, y a la segunda, que busca cifrar y encubrir su
mensaje, imagen–laberinto (Gubern, 2003).
Si la primera es una imagen icónica que apela a los sentidos, la se-
gunda es una imagen simbólica cargada de opacidad y densidad polisé-
mica. Si la primera desemboca en la imagen virtual, mímesis hiperreal
del mundo, la segunda se alimenta en permanencia de la fantasía y la
hiperbolización. Ambas modalidades de la imagen, la figurativa y la
abstracta, la representativa y la no–representativa, están presentes en
todas las sociedades y son el producto de la poderosa pulsión escópica
que caracteriza a la especie humana, que paradójicamente es el resul-
tado de la prematuración del ser humano al nacer, quien compensa su
insuficiencia biológica con una ilimitada capacidad imaginativa. Si la
artificiosidad de la imagen simbólica nos remite necesariamente al con-
texto cultural en la que es producida, la imagen icónica, aunque aspira
a reflejar la realidad, no es menos convencional y sujeta a los cambios
históricos y culturales.
La historia de la pintura demuestra que la percepción de lo real está
sujeta a convenciones plásticas que, sin ser completamente arbitrarias,
implican un canon icónico y una competencia visual tanto de los crea-
dores como de los consumidores de imágenes (la representación de per-
fil antecedió a la representación de frente, la representación delineada
a la detallada, el retrato de seres genéricos precedió al retrato de sujetos
singulares, las imágenes representadas en un mismo plano precedieron
a su representación en perspectiva). Sin embargo, nos interesa interro-
garnos aquí sobre el estatuto particular de la imagen fílmica, a medio
camino entre lo icónico y lo simbólico, lo documental y lo ficcional,
cuya naturaleza misma la distingue de otros tipos posibles de imágenes.
Al respecto, llama la atención el poco interés que la antropología
ha mostrado por el mundo de las imágenes fílmicas y las narrativas ela-
boradas a partir de ellas. Aunque existe una larga tradición de estudios
del cine desde la sociología, la historia, la semiótica, el psicoanálisis, la
narratología o la comunicología, los antropólogos se han interrogado
muy poco sobre el fenómeno cinematográfico en tanto que formación
cultural. El interés de la antropología en las lógicas culturales de las
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sociedades exóticas o en las culturas subalternas y populares no se ha


traducido en un interés equivalente por la cultura de masas y las indus-
trias culturales, de las que el cine constituye un campo privilegiado.
Pudiendo hacerlo, los antropólogos no han contemplado la posibili-
dad de tratar a los universos fílmicos como tratan a los corpus míticos,
a las prácticas rituales o a los sistemas de creencias. ¿Cuál podría ser el
aporte de la mirada antropológica al análisis del cine? ¿De qué manera
el sentido de los filmes podría ser aprehendido desde la perspectiva de
los problemas que interesan al antropólogo? ¿Podrían evaluarse bajo un
nuevo ángulo los materiales fílmicos a la luz de un enfoque antropo-
lógico?
La producción, la circulación y los usos de las imágenes fílmicas en
los mundos culturales contemporáneos son temas amplios sobre los
que los antropólogos, sin lugar a dudas, tienen mucho que decir. En
este sentido, cabría precisar el alcance de la noción de imagen fílmi-
ca. Brea propone distinguir tres eras de la imagen: la era de la imagen
materia, la de la imagen fílmica y la de la imagen electrónica o digital
(Brea, 2010). Nos referiremos aquí en particular a la oposición que
establece entre las dos primeras, es decir, entre la imagen fílmica, que
domina ampliamente la cultura del siglo xx y la imagen materia, pre-
dominante en las sociedades antiguas y premodernas.
Como afirma Brea, la memoria histórica, la identidad y la trascen-
dencia son las tres cualidades más notables de la imagen materia, cuya
densidad contrasta con la evanescencia y fugacidad de la imagen fílmi-
ca. A diferencia de las imágenes materia, que son imágenes sustanciales
en las que los hombres fijan sus valores estéticos en los más diversos ór-
denes (artísticos, religiosos o políticos), la imagen fílmica se caracteriza
por ser una imagen en movimiento, dinámica, insustancial y replicable.
La imagen materia es estática, pública, especializada y única, con una
vocación hacia la monumentalidad y la preservación de la memoria.
Asociada al sistema de las artes (y en particular a la escultura, la pintura
y la arquitectura) la imagen materia aspira, a la vez, a la eternidad y a
la duración, pero también, cuando esta asociada al elitismo artístico y
al genio creador, a la originalidad, la singularidad y la individuación
radical.
La imagen fílmica, por el contrario, es dinámica, íntima y temporal.
Su producción y su consumo corresponden a un arte que es masivo
y no elitista. Ni la fijeza ni la unicidad la caracterizan, puesto que es
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móvil y reproducible al infinito, y su espacio propicio no es el espacio


abierto e iluminado de la plaza pública o el museo, sino el cerrado y os-
curo de la sala de cine. Ya Benjamin hacía notar que con la aparición de
la imagen fílmica, reproducible ilimitadamente y accesible a las masas,
el arte y la experiencia estética se habían trastocado radicalmente, en
la medida que el aura que irradia la obra de arte tradicional, producto
de su originalidad e inimitabilidad, estaría condenada a desaparecer
irremediablemente frente a la reproducción mecánica. Es por ello que
la unicidad y la indisociabilidad de la imagen materia se oponen a la
reproductibilidad y la sobreposición de la imagen fílmica, y cada una
da origen a diferentes regímenes de saber.
Así, como señala Brea, la memoria archivística, que es el correlato
de la imagen materia, está basada en un tipo de saber que es metafísico,
ahistórico y esencialista. Por su lado, la imagen fílmica remite a una
memoria que, por ser escópica y retiniana, es decir, cinematográfica,
promueve por el contrario un saber hermenéutico e historicista, por
lo tanto autoreflexivo y perspectivista. La imagen fílmica se asocia, en
consecuencia, a un tipo de disposición mental muy específico y a un
imaginario que se distingue de otros.
Asimismo, uno de los lugares comunes sobre el cine le reprocha
a éste el empobrecimiento de la imaginación y el esfuerzo intelectual
(en vez de leer Hamlet o Don Quijote, veo su adaptación fílmica). Y
en sus orígenes, en efecto, el cine fue objeto de un rechazo por parte
de las élites intelectuales y artísticas, que lo consideraban un entrete-
nimiento vulgar para masas ignorantes y faltas de imaginación, y un
invento carente de cualquier valor artístico o cultural. No obstante,
el cine nutre un tipo de imaginación que es distinta a la literaria o
la teatral y propicia una forma de intelecto que es más sensorial que
racional. Si la literatura, el teatro y el cine son todas modalidades de
la ficción, sus formas de representación varían: si la representación
literaria es puramente imaginaria y la teatral es plenamente real, la
representación cinematográfica es al mismo tiempo real e imaginaria.
La peculiaridad del cine es que constituye un arte artificial y a la vez
realista.
En cierto sentido, el cine es demasiado real, un sustituto de la rea-
lidad o un simulacro de la realidad tan persuasivo que podemos ena-
morarnos de él al grado de desatender la realidad misma (Truffaut solía
decir que “el cine es mejor que la vida”, Hitchcock pensaba que “el cine
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es la vida pero sin sus partes aburridas” y Samuel Fuller afirmaba que “el
cine en blanco y negro es más real que el cine a color”). Si la ficción ci-
nematográfica puede ser experimentada como un doble de la realidad,
como una recreación del movimiento vital, si la ilusión óptica que ella
suscita puede atraparnos hasta el grado de provocarnos un efecto muy
vivo de realidad, con mayor razón debería hacerlo el registro cinema-
tográfico de eventos “reales”, es decir, el llamado cine documental, que
pretende reproducir sin alteraciones la realidad exterior.
Sin embargo, también es cierto que tanto las producciones docu-
mentales como las de ficción no dejan de depender de un efecto de
artificialidad más o menos inevitable que, resultado de la simple edi-
ción de sus imágenes, parasita sus pretensiones realistas. En cualquier
caso, desde sus orígenes, la producción de la imagen fílmica conllevó
el desarrollo de dos regímenes de articulación, de dos dispositivos para
conjugar imágenes, el dispositivo ficcional y el dispositivo documental
o de no–ficción, los dos polos entre los que se debate toda la reflexión
sobre la naturaleza del cine y que opone dos tradiciones, la científica,
que surge con los hermanos Lumière, y la artística, que nace con Geor-
ges Méliès.
Este doble lenguaje del cine, ficcional y no ficcional, expresivo
y mimético, es un rasgo distintivo que hace del cine una formación
cultural y una tecnología mediática compleja, en la que confluyen
múltiples aspectos encontrados que explican el carácter paradójico y
contradictorio de la misma; en efecto, el cine es magia y ciencia, es a
la vez un arte (el séptimo) y un gran negocio, es una industria cuyas
máquinas, en lugar de producir bienes materiales, producen sueños,
es un instrumento al servicio de la investigación científica pero tam-
bién del puro entretenimiento y la evasión, es un arte que se basa
en la ilusión de movimiento, continuidad y visibilidad generada por
la sucesión de imágenes fijas pero que también explora lo invisible
y lo discontinuo a través de la descomposición del movimiento, es
un medio para la manipulación ideológica pero también para la
sublimación estética, es un arte de excepción porque no es elitista
(como las artes clásicas) sino de masas, es una industria interesada
en los beneficios económicos pero es también una noble empresa
cultural, en fin, es un arte que antes de ser clásico fue vanguardista
(Russo, 2008).

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La antropología visual y la institución documental

Desde hace mucho tiempo han existido relaciones privilegiadas entre


la investigación antropológica, por un lado, y la realización cinema-
tográfica y la fotografía, por el otro. De hecho, es común asociar el
cine etnográfico, la fotografía antropológica y cualquier otro produc-
to audio–visual con estos fines a algo que denominamos antropología
visual. Pero la antropología visual, entendida como la aplicación o la
utilización del cine, el video y la foto en la investigación antropológica,
no es lo mismo que lo que aquí queremos entender como antropología
del cine o antropología de las imágenes cinematográficas.
Sabemos que a lo largo de su historia la imagen producida por el
cine y la foto antropológica ha estado subordinada a los ideales de la
objetividad, la cientificidad, la verdad y la sistematicidad, ideales que
forman parte de una historia más amplia, la de la imagen artística en
Occidente, que desde sus orígenes en la antigua Grecia aspira a la re-
creación del mundo de los objetos lo más fielmente posible y a la imi-
tación acabada de la realidad. A diferencia de otras civilizaciones, como
la islámica o la china, en donde la imagen artística se caracteriza por
su abstracción, su estilización formal y su desinterés por la representa-
ción realista, la tradición occidental se ha afanado en el dominio de la
naturaleza a través de la recreación fiel de la realidad por medio de las
técnicas artísticas (la escultura, la pintura, la literatura), propósito que
encuentra en el Renacimiento su punto de inflexión más alto con la
invención de la perspectiva, y con la aparición de la fotografía y del cine
en el siglo xix, su más plena realización.
En efecto, la fotografía y el cine, creaciones tecnológicas que acom-
pañan a la modernidad, nacen alimentando este ideal de la objetividad
radical y muy pronto se articulan con la investigación científica, de
la que se convierten en instrumentos estratégicos. Concebidos como
un instrumento de la investigación de terreno, el cine y la foto, pro-
ducidos con fines antropológicos, suelen ser entendidos como la ilus-
tración o la demostración visual de una tesis o de una investigación
(elaborada previamente por los etnólogos) sobre una determinada cul-
tura y habitualmente están centradas en el registro de ciertos temas
“antropológicos” fuertes: rituales, fiestas, procesos productivos, accio-
nes técnicas, manifestaciones artísticas, lenguajes corporales o formas
de vida cotidiana.
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Por un análisis antropológico del cine

Asociado fundamentalmente a la tradición del relato documental,


el cine etnográfico ha sido concebido durante un largo tiempo como
un registro objetivo y un reflejo fiel de otros modos de vida, al mar-
gen de cualquier manipulación técnica o de cualquier punto de vista
parcial por parte de los realizadores e investigadores involucrados en
la producción de esta clase de filmes. Sin embargo, esta idea del cine
antropológico ha perdido su alcance y su legitimidad en años recientes
debido al carácter crecientemente reflexivo y auto–consciente de esta
clase de cine, y del cine documental en su conjunto, el cual nunca ha
podido escapar al dilema que recorre toda su historia entre el cine como
reflejo de la realidad o como creación artística, como instrumento de
representación objetiva o como expresión de una subjetividad.
En efecto, el cine antropológico y el cine documental se han visto
atrapados desde muy temprano en el juego de contrarios que opone
realidad y representación, verdad y punto de vista, evidencia y artificio,
mímesis y discurso, objetividad y subjetividad, produciendo obras que
se desplazan entre uno u otro de estos polos. Sabemos que el género
documental no sólo es un vasto y complejo campo de estudio, también
es sabido que conoce muy variados subtipos.
El canon que caracteriza al género estipula que el cine documental
debe ser objetivo, es decir, desprovisto de cualquier forma de interven-
ción o subjetividad. Por tanto, la dramatización en esta clase de cine
debe reducirse al mínimo y sus protagonistas deben ser, de preferencia,
las personas reales, es decir, actores no profesionales. En su forma ideal,
la captura de lo dado a través de la cámara es concebida como una
visión pasiva, maquinal, despojada de interpretación, como un reflejo
automático de la realidad que debe ser impersonal, informativo, sin
que ello le impida ser pedagógico, incluso utilitario, puesto que puede
contribuir al cambio social. Al discurso documental lo caracterizarían
la sobriedad, la honestidad y la autoridad narrativa de una voz desen-
carnada, abstracta y universal, amparada en el conocimiento científico
(la “voz de Dios” que suele distinguir al documental convencional).
Por lo demás, a partir de la década de los cincuenta y debido a la in-
fluencia de la televisión que acogió al documental como un género local,
el canon del cine documental se ampara en el efecto de real que el “directo”
televisual favorece, lo que lo ha llevado a tomar un creciente estilo perio-
dístico que suele privilegiar la crónica de los sucesos actuales y el formato
noticioso o informativo (reportaje o periodismo de investigación).
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Sin embargo, a lo largo de la historia del cine documental se cons-


tata que la pretensión de objetividad es más bien un efecto, o más pre-
cisamente un estilo, y que más que reproducir lo real, el documental
afirma algo sobre lo real a través de la producción de una “ficción de
realidad” o de una “ficción de objetividad”. A este respecto, Nichols, un
conocido teórico ha propuesto distinguir al menos cinco modalidades
del documental, cinco modos de producir “ficciones realistas”: el expo-
sitivo, el observacional, el interactivo, el reflexivo y el performativo. Si
los dos primeros constituyen el núcleo del canon establecido, los tres
últimos suelen alejarse del mismo (Nichols, 1997).
En el modo expositivo de documental, que se corresponde con
la época de los padres fundadores del género, existe una continuidad
argumental y narrativa basada en una retórica, que puede ser más o
menos dramática, en la que están ausentes la ambigüedad o la contra-
dicción, y el comentario autorizado (la voz de Dios) suele primar sobre
la imagen documental (ejemplos de este modo serían los trabajos de
Robert Flaherty o John Grierson).
El modo observacional, asociado al cine directo y a la obra de ci-
neastas como Frederick Wiseman o los hermanos Maysles, se caracteriza
por una voluntad extrema de no intervención (expresada en la metáfora
de que el documentalista sea como “la mosca en la pared”) que lleva a
prescindir de la música, las entrevistas o el comentario, y que radicaliza
la ilusión realista al focalizarse en la acción de los protagonistas.1
El modo interactivo o participativo está asociado a la tradición del
cinéma vérité de Jean Rouch, en el que el proceso de rodaje es incorpo-
rado en la filmación, el documentalista interviene como vector cataliza-
dor de los hechos que registra y los personajes actúan en respuesta a una
situación acordada con o desencadenada por el realizador. La objetivi-
dad y el valor de verdad están aquí asociados no al registro impersonal
de los eventos sino a su provocación premeditada.

1 Este tipo de documental es inseparable de las innovaciones técnicas que llevaron,


en los años sesenta, al aligeramiento y la reducción del tamaño de las cámaras, así
como a la posibilidad de grabar simultáneamente el sonido y la imagen, lo cual
permitió un tipo de acercamiento muy notable a los eventos filmados, la reducción
del número de personas involucradas en una filmación y la posibilidad para éstas
de pasar casi desapercibidas.

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Por un análisis antropológico del cine

El documental reflexivo, del que es ejemplo la obra de Chris Marker


o de Errol Morris, es aquél en el que el documentalista, más que intere-
sarse en el mundo o en sus actores, se interroga sobre los modos en los
que se construye la representación de ellos y la forma en la que se pro-
duce el “efecto de realidad” documental. Para ello recurre a estrategias
de distanciamiento y desfamiliarización diversas (distorsión de la ima-
gen, asincronía entre sonido e imagen, falsos testimonios y discontinui-
dades) que hacen converger al documental con el cine experimental.
Finalmente, el documental performativo (en vez de ocultar como
el documental tradicional) enfatiza los aspectos subjetivos e introspec-
tivos y las dimensiones afectivas de la experiencia fílmica, tanto del
cineasta como de sus sujetos, al grado de minar el carácter referencial
de este género de cine.
Desde el punto de vista del documental convencional, las obras de
muchos grandes cineastas, alejadas de la norma hegemónica, difícil-
mente podrían ser consideradas como documentales. El cine–ojo de
Vertov, la sinfonía urbana de Rutmann o Cavalcanti, el documental
surrealista de Jean Vigo o Buñuel, el poético de Joris Ivens o el ensa-
yístico de Chris Marker, el cine verdad de Rouch o el documental de
montaje de Peleshian, difícilmente pueden ser incluidos en el campo
del documental tradicional.
En el mundo del documental existen diversos formatos que se ale-
jan del documental canónico (informativo, realista y/o expositivo–
objetivo),2 los nombres para designarlos se multiplican al infinito: do-
cudrama, documental de ficción o ficción documental, documental de
montaje o de compilación, documental de metraje encontrado, docu-
mental de propaganda, documental–ensayo, falso documental o moc-
kumentary, etc. Hoy en día se habla de cine de no ficción para remitirse

2 Incluso el cine de Robert Flaherty, realizador de Nanook el esquimal (1922), El


hombre de Aran (1934) o Louisiana history (1948), considerado como un represen-
tante por antonomasia del canon establecido, muestra todas las paradojas del cine
documental. En efecto, su cine contiene todos los elementos del cine etnográfico
clásico (continuidad, empatía, proximidad y participación de los personajes, rea-
lismo, presencia del entorno material y natural) y al mismo tiempo, todo aquello
que es contrario a la idea de autenticidad y veracidad antropológica: etnocentrismo
en su idealización de la lucha del hombre contra la naturaleza, puesta en escena,
selectividad de las secuencias, dramatización excesiva, trucajes, manipulación de las
relaciones sociales (Piault, 2002).

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Francisco de la Peña Martinez

a este género de una forma no solo políticamente correcta sino lo sufi-


cientemente amplia como para incluir tanto al documental tradicional
como a todas las modalidades alejadas del mismo (Weinrichter, 2004).
En nuestros tiempos, dominados por el giro hermenéutico y el pen-
samiento postmoderno, en la medida en que se reconoce cada vez más
abiertamente el carácter subjetivo e interpretativo de toda investigación
y el valor de la subjetividad, en el cine antropológico contemporáneo
importa menos lo que se muestra que quién y cómo lo muestra. Hay
quienes piensan que el cine antropológico está especialmente dotado
para explorar estas formas renovadas de la no ficción que pasan por
el reconocimiento de las subjetividades y las modalidades de la repre-
sentación de los otros, cuyas variaciones no son ajenas a la política y al
poder de la puesta en imágenes. El interés creciente en la transferencia
de medios y en las políticas de la representación son prueba de este
deslizamiento desde las formas de representación del Otro en términos
convencionales, es decir, monológicos, unilaterales y unidireccionales,
hacia aquéllas que inspiradas en el dialogismo o la polifonía, que recu-
peran el punto de vista de los otros en tanto que sujetos y actores de
sus representaciones. Ciertamente, la antropología visual más actual se
mueve en un registro cada vez más autoreflexivo, poscolonial y posexó-
tico, por lo que tiene un potencial crítico que la acerca a la vanguardia
del cine contemporáneo y le asegura un papel estratégico en los tiempos
que vienen.

Antropología del cine: los filmes como material etnográfico

En cualquier caso, sin confundirse con la antropología visual y el cine


antropológico, la antropología del cine tiene un alcance no menos evi-
dente y una razón de ser que no es ajena a la toma de conciencia del
valor testimonial, cultural e identitario de los productos fílmicos y al
desdibujamiento de la oposición entre cine documental y cine de fic-
ción a la que nos hemos referido anteriormente.3 Oposición aparente

3 Viene al caso recordar la anécdota según la cual, después de ver Moi, un noir (1958)
de Jean Rouch, el cineasta Jean Luc Godard afirmó que este film demostraba que
“todas las grandes películas de ficción tienden hacia lo documental y todos los
grandes documentales tienden hacia la ficción”. Una prueba de esta contaminación

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Por un análisis antropológico del cine

porque desde cierta perspectiva puede pensarse que todo film tiene un
valor documental, incluyendo los de ficción, y que ningún documental
retrata o refleja las cosas como son realmente porque en el fondo, por el
simple hecho de estar sometido a la manipulación que deriva del encua-
dre o del montaje, es ficcional. Asimismo, si es posible considerar que
en el fondo todo film es de ficción, también podemos pensar que todo
film posee un alcance y un valor etnográfico, y no solo aquél producido
por los antropólogos.
¿Qué es lo que define a un film como etnográfico? ¿El contenido,
la intención del autor o el uso y la apropiación del film por parte de
su público o sus críticos? Como señala Delgado, si definimos el valor
antropológico de un film por el uso que se puede hacer de él, “no cuesta
demasiado llegar a la conclusión de que si por cine etnográfico tuviéra-
mos que entender aquellas películas que pueden ser usadas para expli-
car la vida de una sociedad dada, nos encontraríamos con que todas las
producciones cinematográficas que se exhiben en las salas comerciales,
así como la totalidad de elaboraciones amateurs llevadas a cabo con
cámaras domésticas de cine o video, serían dignas de tal consideración”
(Delgado, 1999: 67).
Si todo film es en última instancia antropológico es porque cual-
quier film refiere a la cultura, la propia o la de otros, aunque no haya
sido producido en un contexto de trabajo etnográfico o con una in-
tencionalidad antropológica. Por este motivo, una antropología de la
imagen cinematográfica no sólo puede, también tiene la capacidad de
abordar a los productos fílmicos como materiales etnográficos. Los fil-
mes, tanto de ficción como de no ficción, desde el cine de autor hasta el
de entretenimiento, pueden ser tratados como documentos etnográfi-
cos en la medida que remiten invariablemente a estilos de vida, hábitos
y costumbres, formas de lenguaje, ideologías, cosmologías y mitologías

entre ficción y documental es el caso de dos célebres filmes de la década de los


sesenta, Culloden (1964) de Peter Watkins y La primera carga al machete (1969)
de Miguel Octavio Gómez, los cuales utilizaron el formato documental de manera
inusual para recrear acontecimientos del pasado histórico, la batalla de Culloden en
la Inglaterra de 1746 y la guerra independentista en Cuba en el siglo xix. Cortocir-
cuitando los límites entre la ficción histórica y el documental de guerra, se trata de
filmes en donde, en una forma paradójica y extraña, se recogen los testimonios “en
vivo y en directo” de actores históricos de tiempos lejanos.

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de una sociedad y de una época histórica. Ellos no solo presentan o


representan el estado de las culturas, capturándolas y fijándolas en un
momento dado, sino que también las construyen y las inventan, las
idealizan y las caricaturizan, las proyectan al futuro y las legitiman,
y el estudio de estos procesos reviste el mayor interés para la mirada
antropológica.
Películas de ficción como Rebelde sin causa (1955) de Nicholas Ray,
Semillas de maldad (1955) de Richard Brooks o El Salvaje (1953) de
Lázló Benedek nos enseñan mucho sobre los conflictos generacionales
y el nacimiento de la cultura juvenil en los años cincuenta, y son tan
valiosos como material etnográfico como lo puede ser Nanook (1922)
para entender la cultura de los esquimales o El hombre de Aran (1934)
para acercarnos a la vida cotidiana de los pescadores de las islas del mar
del norte. Muchas comedias, género considerado como ligero y frívolo,
podrían tener un alcance documental y testimonial mayor que muchas
obras documentales que pretenden ser fieles a la realidad.4
Debido a que los géneros fílmicos no existen en el vacío, están vin-
culados a tradiciones culturales específicas, lo que explica su existencia
y popularidad en ciertos países y no en otros; el western, el cine de
samuráis o el de artes marciales, grandes géneros de ficción, no sólo
nos entretienen, también nos permiten explorar las mitologías de los
norteamericanos, los japoneses y los chinos, de la misma manera que
el cine de rumberas o el de luchadores nos ayuda a comprender el ethos
cultural mexicano. En ese sentido, éstos constituyen materiales etno-
gráficos que poseen un valor fáctico y testimonial equiparable al que
posee un film producido con un fin científico y a partir de una investi-
gación antropológica.
Ahora bien, resulta claro que el análisis antropológico de la imagen
fílmica no se puede focalizar en el juicio estético, no se trata de evaluar

4 Michel Ciment compara un documental de Joris Ivens, Song of heroes (1932) sobre
la construcción de la ciudad industrial de Magnitogorsk en la URSS, que pasa
por alto los campos de prisioneros de donde salían los trabajadores forzados, a los
que se retrata líricamente como comunistas voluntarios, con un film de ficción,
Ninotchka (1939), de Lubitsch, en el cual el director hace decir a su protagonista,
Greta Garbo, a su llegada a París desde Moscú: “habrá menos rusos pero serán los
mejores” en alusión a las purgas de Stalin en esos años. Con ello da un ejemplo de
cómo una comedia hollywoodense pudo ser más fiel a la realidad que un documen-
tal supuestamente objetivo (Sand, 2015: 15).

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Por un análisis antropológico del cine

los méritos o el valor artístico de un film. Lejos de la crítica de cine


entendida como análisis estético o técnico, se trata más bien de sopesar
el valor y el alcance etnográfico y antropológico de un film, el tipo de
recreación que lleva a cabo de un modo de vida, de un actor social o de
una época histórica, la mayor o menor arbitrariedad de sus modalida-
des de representación o puesta en imágenes de una cosmología, de un
espacio–tiempo o un mundo cultural, y las estructuras latentes y mu-
chas veces invisibles que organizan tales representaciones, estructuras
que pueden ser mentales, psíquicas o imaginarias. Desde este punto de
vista, interesa analizar aquellos filmes que, independientemente de su
éxito comercial o su valor artístico, puedan resultar significativos para
entender las mentalidades, las culturas y las identidades de los grupos
humanos.
Brodwell ha propuesto distinguir cuatro modelos de análisis del
significado de un film: aquél en el que predomina el significado refe-
rencial o literal y el mundo concreto o diégesis de un film; aquél en el
que se busca captar significados conceptuales o abstractos en el relato
fílmico, pero explícitos y apegados a dicho relato; aquél en el que se
construyen significados implícitos o simbólicos (que toman la forma
de cuestiones o problemas) que pueden ser o no compatibles con los
anteriores significados; y finalmente, el modelo en el que se revelan
significados sintomáticos o reprimidos, es decir, significados que el film
vehicula involuntariamente (Brodwell, 1995).
La crítica y la interpretación de un film están ligadas a estos distin-
tos modos de significación: pueden limitarse al registro informativo de
la reseña descriptiva y el significado literal (en la mayoría de los casos así
sucede), puede privilegiar algún otro nivel de significado en particular
(conceptual, simbólico o reprimido) o pueden articular varios niveles
de significado a fin de hacer comprensible el sentido de un film.
De la misma manera que en el quehacer etnográfico es necesario
considerar tanto las prácticas y representaciones conscientes, empírica-
mente observables, como las determinaciones no conscientes de dichas
prácticas y representaciones, situadas en un registro latente y no visible,
una perspectiva antropológica en el terreno del cine tendría que tomar
en consideración los diferentes niveles de significación de los filmes,
desde el más patente hasta el más inconsciente. La mirada antropológi-
ca, sensible al mínimo detalle etnográfico y a los principios universales
que estructuran los sistemas simbólicos, a lo particular y a lo general,
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a la diversidad y la unidad, a lo consciente y lo inconsciente, está espe-


cialmente dotada para dar cuenta de la articulación entre los diferentes
niveles de significado de todo film.
En todo caso, el análisis antropológico del cine requiere de la reela-
boración y la adecuación de las perspectivas y el corpus conceptual y
temático de la antropología al estudio de los universos fílmicos. Los te-
rrenos que pueden abarcarse son múltiples, desde las representaciones e
interpretaciones que las narrativas fílmicas proponen sobre los grandes
ejes clásicos de la reflexión antropológica (naturaleza/cultura, humano/
no humano, tradición/modernidad, ciencia/magia/religión, familiar/
exótico, cuerpo/género/sexualidad, ritual/técnica, local/global, sagra-
do/profano) hasta el acercamiento al mundo de las imágenes cinema-
tográficas a partir de las temáticas tradicionales de la antropología: el
parentesco, el mito, el ritual, la cosmología, la fiesta, el don, la magia,
la brujería, la posesión y el trance, el chamanismo, el sincretismo, el
nativismo, el tribalismo, el racismo, la etnicidad, el colonialismo o la
identidad nacional.
Un ejemplo, que naturalmente se impone en este terreno, es el de la
comparación entre los relatos fílmicos y los relatos míticos. Es evidente
que en nuestras sociedades el imaginario fílmico ocupa el lugar que en
las culturas tradicionales tiene el mito, y que el cine es el medio por ex-
celencia en la producción y recreación de los mitos colectivos, ya no en
formas orales o escritas, como antaño, sino audiovisuales. Las funciones
ideológicas, simbólicas y cognitivas que los productos fílmicos cumplen
son comparables a las de los corpus míticos premodernos y justifican
la utilización de los métodos de análisis del mito en el estudio de las
producciones cinematográficas, a fin de poner de relieve el carácter sis-
témico y estructural de los universos fílmicos, así como las oposiciones
simbólicas de todo tipo presentes en ellos ligadas a las funciones de los
personajes y a las representaciones del cuerpo, del espacio y del tiempo,
de los orígenes o de la condición humana.
Igual que los mitos y los universos míticos se relacionan entre ellos,
más allá de su anclaje local y su contexto histórico, incluso más allá de
la voluntad consciente de sus creadores, como afirma Lévi–Strauss, es
un hecho que los universos fílmicos se comunican entre sí, más allá de
sus condiciones de producción particulares. Así como para el antropó-
logo francés la tierra de los mitos es redonda, lo mismo puede afirmarse
de la tierra de los relatos fílmicos. Asumiendo que éstos últimos res-
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Por un análisis antropológico del cine

ponden a una economía simbólica equiparable a la de los mitos, puede


mostrarse que entre dichos relatos se tejen lazos estructurales diversos
(variaciones, inversiones, correspondencias) más allá de su origen cul-
tural o temporal, pero que responden a necesidades y constricciones
intelectuales semejantes.
Los géneros cinematográficos constituyen modelos culturales que
surgen del gusto popular y se estandarizan y perviven en la medida en
que se alimentan y se adecuan a dicho gusto. Géneros que pueden ser
exitosos en ciertas sociedades pueden no despertar ningún interés en
otras. En este sentido, el análisis de los géneros fílmicos, su nacimiento,
sus evoluciones, sus relaciones, su desaparición o su renacimiento y su
mayor o menor arraigo entre ciertas culturas, es un campo de investiga-
ción propicio a la interpretación de los imaginarios mitológicos.
El western, por ejemplo, no sólo es el género que encarna por exce-
lencia al imaginario colectivo norteamericano (la épica de la conquista
y la colonización, de la violencia y el armamentismo, del individualis-
mo, la autodefensa y la superación personal, del espíritu misionero y el
aventurero, del culto a la búsqueda del enriquecimiento), es también
un corpus mítico en el que es posible aislar los pares de oposición sim-
bólicos (entre el Este civilizado y el Oeste virgen, el héroe justiciero y el
villano, el tren y el caballo, el desierto y el jardín, la ciudad y el campo,
los agricultores y los ganaderos, los cara pálidas y los pieles rojas, la co-
munidad y el individuo, la ley del más fuerte y la ley escrita, la barbarie
y la civilización) que están en el fundamento de la mediación ideológica
con la que el pensamiento mítico busca elaborar los conflictos que se
plantea, explicar y justificar los orígenes de una sociedad y el ethos cul-
tural de sus instituciones.
Asimismo, es un género que en el contexto del cine norteamericano
tiene como su contraparte a otro vasto corpus mítico, el del cine crimi-
nal en sus diferentes versiones (el cine de gangsters, el policiaco, el de
detectives, el de espías o el cine negro) con el cual frecuentemente ha
establecido vínculos especulares variados, de re–creación, inversión, pa-
rodia, paráfrasis. Películas como High Sierra (1941) y Colorado Territory
(1949), ambas, obras maestras de Raoul Walsh, que narran una misma
historia de persecución y muerte de un hombre fuera de la ley y una
mujer que se une a él en su destino trágico, una en género policial, la
otra en versión western, son una buena ilustración, entre muchas otras,
de lo antes señalado.
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Inventos cinematográficos netamente norteamericanos como el


western y el cine criminal, pueden ser vistos en efecto como dos caras
de un mismo universo cultural, géneros complementarios localizados
geográfica y simbólicamente al Oeste y al Este, los dos polos con los
que la mentalidad estadounidense expresa la tensión entre lo visible y
lo invisible, lo abierto y lo cerrado, el paisaje natural y el artificial, el
optimismo y el pesimismo, lo horizontal y lo vertical, el mundo del día
y de la noche, del campo y la ciudad, del héroe y el antihéroe.
El western conoce variantes inscritas en un contexto global y plane-
tario, asociadas a otros parámetros culturales y locales: existe un wes-
tern soviético (conocido como Eastern), uno hindú (el curry western),
uno brasileño (el nordestern), uno argentino (el gaucho western), uno
japonés (el ramen western), uno mexicano (el chili western) y uno italia-
no (el spaguethi western), que retoman motivos básicos del género pero
recompuestos en función de situaciones localizadas en donde imperan
climas, geografías, lenguas o personajes otros. Un género cinemato-
gráfico que se desarrolla en los setentas, la road picture, ha sido visto
por Thoret como un antiwestern o una suerte de western motoriza-
do, en donde los caballos son sustituidos por motos, autos o trailers
y los cowboys por pilotos (Thoret, 2006). Películas como Easy raider
(1969) de Hopper, Midnight cowboy (1969) de Schlesinger, Vanishing
point (1971) de Sarafian, Duel (1971) de Spielberg o Two–line blacktop
(1971) de Hellman, en efecto, retuercen los arquetipos del western in-
virtiendo y parodiando sus elementos (el vehículo motorizado como
caballo, el antihéroe amoral como protagonista, el vagabundeo sin des-
tino ni meta, la carretera asfaltada como constante, finales pesimistas,
el trayecto de Oeste a Este y no a la inversa).
En la misma dirección, la evolución del cine de terror, desde sus
fuentes literarias europeas ( La novela gótica, Frankestein, Drácula, Dr.
Jekyll y Mr. Hyde, Dorian Gray, El jorobado de Notre Dame) hasta sus
expresiones específicamente cinematográficas (Caligari, Mabuse, los
freaks, los zombies, los asesinos en serie, los extraterrestres, las pose-
siones diabólicas, los mutantes, las catástrofes naturales o los virus) es
inseparable del estudio antropológico de los cambios en la composición
mítica de aquello que es motivo de miedo y de los cuerpos del horror
que lo materializan. Como señala Font, la evolución que conduce des-
de el cuerpo espectral, extraño, monstruoso y nocturno de la primera
época del cine de terror hasta el cuerpo fragmentado, amputado, ma-
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Por un análisis antropológico del cine

quinizado o eviscerado del horror postmoderno es indesligable de las


transformaciones históricas y culturales del siglo veinte, desde las dos
guerras mundiales, la guerra fría o la crisis ambiental, hasta los nuevos
avances científicos en ingeniería genética, armas químicas o biotecno-
logía (Font, 2012).
El arraigo, la expansión y la progresiva desaparición de la comedia
de enredo matrimonial o screwball comedy (que articulaba la lucha en-
tre los sexos y las demandas de emancipación femeninas en los años
cuarenta), del cine musical (alimentado en permanencia por el teatro
musical de Broadway) o el nacimiento de géneros nuevos como la road
picture o el cine erótico y porno en los setenta, no pueden entenderse
sin considerar las transformaciones en el imaginario cultural occidental
y estadounidense en particular (desde la crisis de la figura del héroe y
la revolución sexual hasta la hiperurbanización y la generalización de la
experiencia de la soledad, el desarraigo y la violencia).
La evolución del género conocido como Peplum o cine “de roma-
nos”, ilustra de una manera muy instructiva la transformación que ha
sufrido la percepción sobre el mundo greco–latino a lo largo del siglo
xx, una percepción que es cultural e histórica (no es lo mismo la re-
creación del pasado por el cine hollywoodense que por el cine italiano,
griego o alemán) y que condiciona la mayor o menor idealización del
pasado (de las relaciones de género a las relaciones entre amos y escla-
vos), la fidelidad o la caricaturización de los modos de vida antiguos, la
objetividad o la estilización en la recreación de los escenarios públicos y
privados. De Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone hasta Ágora (2009)
de Amenábar, la constante de este género, más allá de sus más o menos
logradas reactualizaciones, sigue siendo la colosalidad y el aura mítica y
heroica, así como la exaltación y la fascinación por los orígenes.
El cine de ciencia ficción, por su parte, puede ser visto como un
género particularmente revelador de los mitos que han modelado a la
modernidad occidental. El culto al progreso, el evolucionismo, el cien-
tificismo y la voluntad de conocer y manipular los procesos naturales
(desde la reproducción biológica hasta el tiempo, las enfermedades o
la mente) están presentes en la historia de este género, en el que se po-
nen en escena las utopías más optimistas y las pesadillas más siniestras
asociadas a los avances tecnológicos. Algunos consideran a este género
fílmico el más representativo de la mitología de Occidente, pues po-
see el carácter de un hecho social total en el que se sintetiza el saber
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científico, la estética, la política y un discurso moralizante, didáctico y


dramático a través del cual se transmite toda la cosmovisión modernista
(Moisseeff, 2005).
Otros ejemplos del análisis de los géneros fílmicos en una perspecti-
va culturológica podrían ser los estudios del melodrama en sus diversas
variantes y su notable predominio en el mundo iberoamericano, que
contrasta con su condición minoritaria en otras culturas (la nórdica
o la germánica, por ejemplo), fenómeno que no es para nada ajeno a
una cultura como la latina cuyo ethos se alimenta y es particularmente
inclinada al fatalismo, la exageración, el barroquismo, el maniqueísmo
y el sentimentalismo. O el auge y la desaparición de géneros epocales,
como la sinfonía urbana Manhatta (1921) de Paul Strand, Rien que
les heures (1926) de Cavalcanti, Berlín, sinfonía de una ciudad (1927)
de Rautmann, Regen (1929) de Ivens, El hombre de la cámara (1929)
de Vertov, A propos de Nice (1930) de Vigo, un género vinculado a un
período especifico del cine silente; o el género conocido como “cine de
montaña” en Alemania (muy popular en la segunda y tercera década del
siglo xx), relacionado con la fascinación de los alemanes por los mitos
del romanticismo naturalista (de los que la conquista de las cúspides
montañosas y la lucha contra los obstáculos naturales eran el modelo
por antonomasia) y su posterior rechazo, dada la asociación entre di-
chos mitos y la ideología nazi.
O el boom actual de la cinematografía hindú, comprensible no sólo
por la fascinación que produce la mística ancestral de esta civilización,
sino también por el atractivo que ejercen los géneros híbridos en la
posmodernidad que la industria del cine comercial en la India, mejor
conocida como Bollywood, ha sabido producir mezclando melodrama,
musical, acción o relatos religiosos (en los que cohabitan dioses, espíri-
tus, santos y seres humanos ordinarios).
En esta misma perspectiva se podría analizar el fenómeno del re-
make. El cine es un arte que, a diferencia de las otras artes que privile-
gian la originalidad, la singularidad y la excepción, no teme a las copias
y a las imitaciones. Por el contrario, la repetición de las mismas tramas
es un rasgo que caracteriza al cine desde sus orígenes, y ello se explica
no sólo porque es un arte que nace en la misma época en que surge la
cultura de masas, la producción en serie y la reproductibilidad técni-
ca. El remake puede ser visto también como un recurso hermenéutico
privilegiado a través del cual ciertos patrones fílmico–míticos son pa-
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Por un análisis antropológico del cine

rafraseados, redescritos y recreados. Así podría ser estudiado en sus va-


riaciones temáticas o genéricas, en la obra de un cineasta o una escuela
cinematográfica, en el registro histórico–temporal o espacial–cultural.
Por ejemplo, existe una clara distinción entre los remakes realizados al
interior de una misma tradición cultural y aquéllos que se realizan entre
culturas distintas.
Posibles casos de remake intracultural podrían ser los filmes que
pueden considerarse variaciones dentro del mismo género (el film cri-
minal), como La chienne (1931) o La bête humaine (1938) de Renoir
y sus remakes por Fritz Lang en Scarlet Street (1945) y Human Desire
(1955), o el remake del film Le grand jeu (1934) de Jacques Feyder en
Vértigo (1958) de Hitchcock, en donde se da un transvasamiento del
género del cine colonial al thriller de suspenso.5
Por su parte, el remake transcultural, en el cual se realiza una tra-
ducción cultural evidente, podría ilustrarse con los filmes de Kurosawa
que han sido trasladados del género de samuráis al western [Los siete
samuráis (1954) a Los siete magníficos (1960) de Preston Sturges, y Yo-
jimbo (1961) a Por un puñado de dólares (1964) de Sergio Leone o al de
la ciencia ficción, La fortaleza escondida (1958) a Star Wars (1977), de
George Lucas].
Cineastas como Emilio el “Indio” Fernández ilustran el caso del
autoremake o remake de las propias películas en diferentes épocas, como
en La red (1953) y Erótica (1978) o Pueblerina (1948) y México norte
(1977), y existe también el caso del remake–clon de un film en prácti-
camente los mismos planos, como en Psicosis de Hitchcock (1960) y de
Gus van Sant (1998) o Madame Bovary de Renoir (1933) y Chabrol
(1991). Incluso podríamos hablar, en el caso de la obra entera de ci-
neastas como Claude Chabrol o Roman Polanski, de un tipo de remake

5 Por lo demás, el argumento del hombre que pierde a la mujer amada y la reemplaza
por otra muy parecida no es nuevo, se remonta a una obra de Ciconi, un drama-
turgo italiano del siglo xix, que fue llevada a la pantalla en Italia dos veces, en 1921
y en 1942, con el título La estatua viviente. Jacques Feyder retoma el personaje de
una mujer que cambia de apariencia y de la que se enamora el mismo hombre,
quien cree encontrar un doble de su amada desaparecida, motivo que será retoma-
do por Hitchcock pero en el contexto del cine de suspenso. Si el filme de Feyder
se despliega en un escenario colonial y exótico, en el Magreb africano, región muy
en boga en los años en que fue filmado, el de Hitchcock se sitúa en un contexto
urbano y moderno.

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límite, que consistiría en la reelaboración de un mismo tema en sus


diferentes filmes (el triángulo amoroso en el primero, el huis clos en el
segundo). Las adaptaciones fílmicas de Los bajos fondos de Dostoievsky,
en su versión “a la francesa” de Renoir (1936) o en su versión “a la ja-
ponesa” de Kurosawa (1957) son tan disímiles como semejantes, como
también lo pueden ser los múltiples remakes de filmes como Beau Geste
(1926, 1939, 1966 y 1982) o Las cuatro plumas (1921, 1929, 1939,
1978, 2002), independientemente de que sus versiones sean mudas o
sonoras, en blanco y negro o a color, en cine o en televisión.
El serial es un género que por su carácter episódico revela otra faceta
del remake como variación sobre el mismo tema. Los filmes de James
Bond, Star Wars, Rocky, Batman, Rambo, Matrix y muchos otros que
se podrían mencionar, ilustran la vitalidad de un género que si bien ha
estado presente a lo largo de la historia del cine, a partir de los sesenta
y setenta se ha convertido en una verdadera institución de la cultura
de masas. Año con año el público espera la nueva edición de alguna de
estas sagas, que alimentan las expectativas del público gracias a la intro-
ducción de algunas variaciones y de sorprendentes efectos especiales.6
Si las herencias históricas, las tradiciones y los gustos locales po-
pulares determinan el desarrollo de los géneros al interior de una
cinematografía, privilegiando determinados temas y personajes, el
nacimiento y el despliegue de los movimientos cinematográficos
responden a iniciativas más elitistas, autoconscientes y críticas. Sin

6 El serial es, de todos los géneros fílmicos, uno de los que mayor arraigo han en-
contrado en la televisión desde sus orígenes, debido a su formato episódico. Hoy
en día las series por televisión conocen un excepcional boom, y su oferta, calidad
y duración se ha multiplicado enormemente a raíz de la aparición de la televisión
por cable. La privatización del consumo de televisión no sólo ha propiciado la pro-
ducción de series de nueva generación, que abordan abiertamente temas polémicos
que estaban vedados en las series tradicionales transmitidas a través de la televisión
abierta (el abuso del poder, la corrupción política, el tráfico de drogas, el terroris-
mo, los negocios ilícitos, la manipulación mediática, el adulterio, la prostitución,
la guerra, la locura, la enfermedad o la homosexualidad son temas comunes en
las series actuales, teñidas invariablemente de violencia y sexualidad explícitas).
También se han convertido en el formato televisivo más favorable al lenguaje y
la experimentación cinematográfica (con la ventaja adicional de que su duración
permite explotar y desarrollar con más detalle tanto los personajes como las situa-
ciones involucradas en las tramas), alentando que un creciente número de cineastas
de renombre incursionen en este terreno.

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Por un análisis antropológico del cine

embargo, ellos son indesligables de dichas herencias y tradiciones, y


su análisis es otro ámbito de estudio para la antropología de los ima-
ginarios cinematográficos.
El expresionismo alemán es tan inseparable del tradicional culto
germánico a la autoridad, el romanticismo y su exaltación de la irracio-
nalidad y los abismos subjetivos, la crisis de valores de la posguerra y el
ascenso del nazismo, como el realismo poético francés lo es de la novela
naturalista, la literatura populista y el surrealismo. El neorrealismo ita-
liano sería incomprensible sin considerar su paradójica incubación en la
época fascista, en la que el hijo de Mussolini, patrón del séptimo arte,
se rodeó de cineastas y críticos de cine con ideas progresistas pero que
se formaron en una cinematografía abocada a las superproducciones
de exaltación patriótica, melodramática y demagógica, y a una repre-
sentación idealizada de la sociedad, sin delincuencia, sin conflictos de
clase y sin carencias. Cineastas que después de la guerra darían origen
a un cine realista, crítico, popular, austero y descarnado, poblado de
limpiabotas, desempleados y campesinos pobres. En el mismo senti-
do, la época de oro del cine mexicano en los años treinta y cuarenta
no puede entenderse sin considerar el auge de un fuerte nacionalismo
cultural propiciado por el Estado y la clase intelectual que alimentó y
se alimentó de un imaginario populista muy vivo.
Muchas de las “nuevas olas” cinematográficas que surgen en dis-
tintos países desde los años sesenta se caracterizan por este nexo con la
tradición y la historia propia, más allá de su espíritu rupturista y doctri-
nario. La nouvelle vague francesa, el new american cinema, el free cinema
inglés o el cinema novo brasileño rechazaban por igual el academicismo,
las superproducciones, el acento en lo espectacular o la visión del mun-
do complaciente y burgués imperante en el cine establecido en favor de
un cine de bajo costo, de un realismo cuasi documental combinado con
un atrevido experimentalismo, pero basado en un interés por las clases
populares, las personas ordinarias y en historias ancladas a la cultura
local y la vida cotidiana.
La nueva ola cinematográfica en Australia detonó en los años se-
tenta un movimiento interesado en recuperar el mundo aborigen y las
relaciones entre éste y el mundo blanco que llevó a autores como Peter
Weir, Nicholas Roeg o Fred Schepisi a desarrollar un cine inspirado
en raíces propias. Por su parte, en el cine iraní floreció en la década de
los noventa una ola cinematográfica de excepcional originalidad que,
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Francisco de la Peña Martinez

debido en parte a la censura de un régimen conservador, patriarcal y


autoritario, ha sido especialmente sensible para explorar el inconsciente
óptico o la mirada fílmica y, en particular, la mirada femenina, en for-
mas críticas y sutiles. Y en el mundo chino, a partir de la segunda mitad
de los ochenta, surge una nueva ola de cineastas (Zhang Yimou, Chen
Kaige, Hou Hsiao–Hsien, Edward Yang, Tsai Ming–liang, Wong Kar
Wai) que se caracterizan tanto por la innovación estilística como por la
revisión del pasado histórico reciente y la reflexión sobre la identidad y
el destino de los habitantes de las diferentes chinas (la China comunis-
ta, Taiwán y Hong Kong).
El análisis antropológico del cine se puede valer de las aportaciones
de la antropología del cuerpo, del género, del poder, de la identidad
(étnica, nacional, racial) o de la situación colonial para profundizar en
el estudio de los estereotipos culturales y del vasto campo de las formas
en que se representan cinematográficamente las relaciones de poder (la
opresión, la explotación, los conflictos socioculturales, las relaciones
de género), los modos de vida cotidianos, los hábitos, los rituales, las
celebraciones o el lenguaje corporal.
Por ejemplo, es sabido que la situación colonial y el imperialismo
cultural han sido el horizonte histórico dentro del cual se inscribe una
buena parte del imaginario fílmico y su mitología y, en consecuen-
cia, todo análisis antropológico de éste debe contemplarlo. Como la
antropología, el cine es contemporáneo del imperialismo y la coloni-
zación, y por ello desde sus orígenes ha creado y recreado imágenes
de los otros adecuadas a la situación colonial y legitimadoras de la
misma. Trabajos recientes han explorado la forma en la que el cine
norteamericano y europeo han producido cronotropos con una fuerte
carga ideológica, que tipifican a lo no occidental (África como el con-
tinente oscuro, los paradisíacos mares del sur, los desiertos o el harén
del oriente despótico, el mito de la frontera y el territorio virgen del
lejano Oeste, el hostil clima del ártico) a través de representaciones
de raza y de género que estigmatizan a los “otros”, inferiorizándolos o
infantilizándolos a través de diversos clichés (el “otro” como lujurioso,
supersticioso, violento, ladrón, deshonesto, perezoso, etcétera), justifi-
cado con ello, en innumerables ocasiones, la superioridad del hombre
occidental y su cultura frente a otras culturas (Shohat y Stam, 2002).
Y al interior de estados multirraciales y multiculturales como México
o Brasil, se encuentran construcciones ideológicas similares al interior
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Por un análisis antropológico del cine

de los universos cinematográficos, que pretenden dar cuenta de las


relaciones y las diferencias entre mestizos e indígenas o entre blancos
y negros (Stam, 2004).
En este sentido, por estudiar “al otro entre los otros”, la antropo-
logía privilegia una perspectiva de análisis del cine en función de las
diferentes modalidades de representación y puesta en imágenes de la
alteridad y la diferencia: no sólo las diferencias entre las culturas como
totalidades, también las que se pueden dar entre razas, entre clases ri-
cas y pobres, entre cuerdos y locos, entre adaptados y desadaptados
(vagabundos, drogadictos, delincuentes, prostitutas), entre capacitados
y discapacitados, creyentes y no creyentes, hombres y mujeres, entre
generaciones (niños y adultos, jóvenes y adultos, ancianos y adultos),
entre distintas profesiones, religiones, orientaciones sexuales (hetero-
sexuales, homosexuales, transexuales, travestis, sadomasoquistas, pedó-
filos), entre provincianos y capitalinos, campesinos y urbanitas, sureños
y norteños, civilizados y salvajes.7
El cine, con todo, no sólo refleja o legitima el estado de una cul-
tura dada, recreándolo y reproduciéndolo, también es capaz de antici-
par, prever y propiciar cambios culturales y nuevos imaginarios, desde
modos de vida o formas de relacionarse hasta ordenamientos políticos
o catástrofes sociales. Siegfried Kracauer fue el primero en demostrar
cómo el cine alemán de entreguerras proyectaba en el mundo de las
imágenes fílmicas los miedos y las pesadillas de una sociedad en crisis,
anticipando, a través de diversas figuras arquetípicas (Caligari, Nosfera-
tu, Mabuse, el Golem) y en un lenguaje expresionista, sombrío y pesa-
dillesco, el arribo de un régimen autoritario basado en la manipulación
de masas, el liderazgo dictatorial y un entorno de alienación mental
generalizada (Kracauer, 1985).

7 Por ejemplo, en un ensayo reciente mostramos cómo el análisis comparado de la


imagen de la locura en el cine moderno de los primeros tiempos y el cine post-
moderno actual permite comprender en qué medida la locura ha pasado de ser
representada como lo opuesto de la razón, como una enfermedad que requiere de
reclusión y control y como un fenómeno que distingue a los cuerdos de los que no
lo son, a ser representada como una condición generalizada y ordinaria de todos los
individuos, que en vez de enfatizar desdibuja la diferencia entre los sujetos, y que va
más allá y escapa al control de las autoridades y al confinamiento institucional. Así,
el cine ha transitado de una concepción restringida a una concepción generalizada
de la locura (De la Peña, 2009).

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El cine también ha sabido anticipar y propiciar cambios positivos


en las relaciones sociales, raciales, de género, o con el propio cuerpo: el
divorcio, el alcoholismo, el adulterio, la liberación sexual, el aborto, el
consumo de drogas, la homosexualidad o las parejas interraciales fue-
ron temas abordados y elaborados en innumerables relatos por el cine
norteamericano y europeo, mucho antes de ser aceptados, tolerados o
legalizados en la sociedad (Jarvie, 1979).
En este sentido, un tema central para los estudios antropológicos
del cine es el análisis comparativo de los públicos y la forma en que
las culturas de los que son portadores condicionan su relación con las
imágenes fílmicas. Se pueden explorar las diferentes modalidades de
interacción entre los filmes y los espectadores en al menos dos direccio-
nes. Por un lado, considerando el impacto que los productos fílmicos
pueden tener en los modos de vida de las personas, al grado de favore-
cer, limitar o impedir cambios culturales. Por otro lado, analizando los
modos de consumo y recepción de los productos fílmicos por parte de
espectadores cuya idiosincrasia cultural condiciona la aceptación o el
rechazo, la asimilación o la relaboración de las narrativas fílmicas.
Como algunos trabajos antropológicos recientes han demostrado,
las reacciones de las audiencias al cine son muy contrastantes de una
cultura a otra. Los habitantes de la isla de Tonga solían hasta hace muy
poco ver cine de una forma muy idiosincrática y activa: los hermanos
de sexo opuesto, por ejemplo, no podían ir juntos al cine (dado que la
relación con la hermana es tabú), y la recepción de los filmes (en inglés
y sin subtítulos) requería de un mediador “en vivo” que fungía como
traductor y comentarista, reinventado y actuando los diálogos y el con-
tenido del relato al grado de ser un personaje tan importante como el
film visionado (Hahn, 2002).
Y si en Egipto el melodrama cinematográfico y televisivo ha jugado
un papel fundamental en la promoción de hábitos y valores opuestos
al tradicionalismo y el conservadurismo religioso, como la igualdad de
género, la libre elección y la autonomía individual o la tolerancia y el
respeto a la diferencia (Abu–lughod, 2002), en la India muchos de los
géneros provenientes de Hollywood resultan impopulares entre el pú-
blico de ese país en la medida que no son inteligibles culturalmente. El
western o los filmes de detectives de origen norteamericano, basados
en personajes individualistas y solitarios, están fuera de lugar en una
cultura holista y relacional en la que una persona se constituye sólo al
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Por un análisis antropológico del cine

interior de una trama de vínculos sociales. Por ello, la práctica del re-
make de los grandes éxitos del cine norteamericano, muy extendida en
la industria de Bollywood, requiere de la adecuación de dichos filmes
al gusto y las expectativas del público hindú, lo que supone inyectarles
grandes dosis de motivos sociales (conflictos, venganzas, romances,
traiciones y rupturas entre familiares, parejas, amigos, colegas o veci-
nos), motivos que están ausentes en las versiones americanas originales
(Ganti, 2002).
En la China continental, por su parte, el cine occidental tiene una
muy escasa incidencia, por lo que la expansión de la lógica del mercado
no toma la forma de la occidentalización cultural. Por el contrario, lo
que se constata es la difusión de una identidad transnacional asiática
vehiculizada por una cinematografía (pero también por producciones
televisivas y discográficas) en la que se funden cada vez más los modelos
culturales y los ideales cosmopolitas provenientes de Hong Kong o Tai-
wán con los valores de la China comunista (Mei–Hui Yang, 2002). Ello
demuestra que el imperialismo cultural no es el privilegio del occidente
europeo o norteamericano y que existen otros tipos de imperialismos
culturales en el mundo. En este sentido, el impacto cultural de la cine-
matografía hindú o de China en los países de África, Asia Central o del
sudeste asiático es muy grande y merece el mismo interés académico
que el del cine hollywoodense.
Los estudios recientes sobre el cine contemporáneo revelan la forma
en la que éste explora y procesa las mutaciones culturales y los imagi-
narios que caracterizan a la era postmoderna, privilegiando narrativas,
temas y géneros en consonancia con el ethos de la era del vacío y la
globalización (Imbert, 2010; Orellana y Martínez, 2010). Su análisis
es uno de los terrenos más estimulantes para una antropología de lo
contemporáneo. Muchos son los temas que están en el centro del cine
actual y sobre los cuales la antropología del presente viene reflexionan-
do y trabajando desde hace tiempo: la plasticidad y la fragilidad iden-
titaria ( individual o colectiva, masculina y femenina), la exhibición de
la violencia en todas sus formas, la centralidad del sexo y los nuevos
ordenes eróticos y amorosos, las incontables formas de la soledad, la
marginalidad y la exclusión, el hiperindividualismo, el culto al cuerpo,
el narcisismo y el hedonismo, la crisis y las recomposiciones de la fa-
milia y de la pareja, las adicciones, los nuevos desordenes mentales o el
multiculturalismo, la migración y el choque cultural.
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Francisco de la Peña Martinez

El cine hipermoderno de nuestros días, caracterizado por el exce-


so en sus múltiples formas, alimenta también nuevos géneros fílmicos
como el cine coral o multiprotagonista (en el que se entrelazan muchas
historias y no existe un personaje central), el cine gore, la animación
virtual o el llamado cine extremo en el que se amalgaman lo bizarro y
lo freak con lo pornográfico, la hiperviolencia o la locura (los filmes
de Gaspar Noé, Marina de Van, Francois Ozon, Catherine Breillat,
Philippe Grandrieux o Srdjan Spasojevic) que constituyen fenómenos
emergentes del mayor interés para el análisis cultural.
Asimismo, el exceso toma formas estilísticas variadas que renuevan
los lenguajes cinematográficos, como el multiperspectivismo, la veloci-
dad y la aceleración que caracterizan a muchas películas actuales (que
recurren a una edición de imágenes vertiginosa), la hipervisibilidad (de
la violencia, del sexo, de lo repulsivo, de lo grotesco, de lo monstruoso),
la hiperrealidad de los efectos especiales y la digitalización o el mini-
malismo espacio–temporal, versión del exceso que toma la forma de
tiempo real o de un tiempo muy lento y que caracteriza a la obra de
muchos cineastas contemporáneos (Bela Tarr, Bruno Dumont, Carlos
Reygadas, Lisandro Alonso, Tsai Ming–liang).
La reflexión sobre la representación fílmica y los límites de la mis-
ma es una preocupación que está en el centro de una gran cantidad de
obras autoreferenciales o meta–cinematográficas contemporáneas que
exploran temas como el cine dentro del cine, las fronteras y la interpe-
netración entre la ficción y lo documental, o la función del realizador
como personaje y como director (Abbas Kiarostami, Brillante Mendo-
za, Michael Moore).
Se trata, en todos los casos, de vertientes de lo cinematográfico
como formación cultural cuyas resonancias y efectos en la formación
de las subjetividades y las identidades colectivas son evidentes, y que re-
quieren de una mirada antropológica que dé cuenta de las mutaciones
y reestructuraciones en el orden simbólico y los mundos imaginarios de
las sociedades actuales.

Los antropólogos y el cine

El interés por el mundo del cine y de la imagen fílmica no carece


de antecedentes en la antropología. Aparte de los escritos pioneros
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Por un análisis antropológico del cine

de Mead y Bateson sobre la importancia del cine y la foto en la inves-


tigación etnográfica, destaca como un modelo ejemplar el trabajo de
Hortense Powdermaker sobre el universo del Hollywood de los años
cincuenta, una admirable y exhaustiva etnografía del medio cinema-
tográfico norteamericano. Powdermaker denuncia el totalitarismo de
la “fábrica de sueños” en una época (que ya no es la nuestra) en la
que la producción, la comercialización, la distribución y la exhibi-
ción fílmica estaban monopolizadas por unas cuantas empresas que
funcionaban como implacables maquinarias mediáticas. El análisis de
los distintos agentes y actividades de los grandes estudios cinemato-
gráficos (productores, guionistas, actores, directores, extras, técnicos,
etcétera) permitió a la antropóloga norteamericana ofrecer un retrato
crudo y bastante crítico de la cultura del cine industrial más poderoso
del mundo que no ha perdido vigencia y que sin duda ha estimulado
a otras investigaciones sobre las industrias cinematográficas naciona-
les (Powdermaker, 1954).
Edgar Morin es otro de los precursores en la reflexión sobre el cine y
la imagen fílmica desde una perspectiva antropológica. Para este autor
el ser humano no es sólo un homo faber, es también un hombre imagi-
nario, es decir, es un ser práctico y creador de utensilios que simultá-
neamente habita en un mundo poblado de fantasías, sueños, recuerdos,
mitos y representaciones. Existe una dialéctica entre la imaginación, el
imaginario y la imagen: el imaginario cristaliza y despliega las aspiracio-
nes, deseos, temores, terrores y necesidades que modelan la imagen, el
imaginario imanta la imagen y prolifera sobre ésta según una lógica que
es la de la imaginación, creadora de sueños, fantasías, mitos, creencias,
literaturas y ficciones.
Lo imaginario, que constituye una secreción que nos envuelve y
nos alimenta como una placenta, tiene como su fuente la participación
afectiva, es decir, la proyección–identificación del espíritu humano en
el mundo. La magia constituye la forma primigenia de esta proyección–
identificación mental, y el desdoblamiento psíquico es su fundamento.
La imagen del doble, del Otro Yo, es la expresión espontánea del des-
doblamiento, fenómeno universal experimentado por los hombres de
todos los tiempos en el sueño, la alucinación, la sombra o el reflejo.
Ahora bien, la magia para Morin tiene la más estrecha relación con
el cine, es el modelo para pensarlo, pues el universo del cine tiene la
estructura de la magia del doble, que es la magia del reflejo en todas sus
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formas: espejo, sombra, reflejo en el agua. Desde sus orígenes, el hom-


bre es un ser que tiene la particularidad de alienarse en sus imágenes,
fijándolas en hueso o proyectándolas en la pared de las cuevas, y el cine,
en este sentido, es el heredero de un proceso milenario relacionado con
la magia de los orígenes y el espectáculo de la luz y la sombra, lo que
lo emparenta con las pinturas rupestres y el juego de sombras en las
cavernas del paleolítico, las representaciones de sombras practicados en
los cultos griegos de los misterios (que inspiraron el mito platónico de
la caverna), el Wayang o teatro de sombras javanes o los espectáculos de
feria (la linterna mágica, los espejos distorsionadores).
El cine es un artefacto sui generis, Morin le llama un “espíritu–má-
quina”, que le permite al hombre proyectar las estructuras del imagi-
nario y de la inteligencia en el mundo. Una máquina que en vez de
reemplazar el trabajo material reemplaza el trabajo mental y al hacerlo
modela y condiciona la subjetividad, ya que sus productos, los filmes,
están construidos a semejanza de los procesos mentales de nuestro psi-
quismo y, en particular, del sueño.
Las reflexiones de Morin sobre este punto anticiparon las investiga-
ciones de Metz sobre el psicoanálisis y la subjetividad en el cine. La ex-
periencia fílmica revela evidentes analogías con el sueño y la experiencia
onírica: en ellos están presentes el encanto de la imagen, la oscuridad,
la pasividad e impotencia motriz, la relajación, la regresión infantil y
la predisposición hipnótica, la participación afectiva y la identificación
polimorfa, la transferencia imaginaria. Con todo, el cine no se confun-
de con el sueño, es una experiencia mixta entre la vigilia y el sueño y
más cerca del sueño despierto, pues el espectador de cine sabe que asiste
a un espectáculo y que ve una imagen, reconoce que el filme es irreal y
es capaz de objetivar su relación al mismo.
En cualquier caso, en vez de fabricar bienes materiales, el cine es
una industria que satisface necesidades imaginarias fabricando sueños.
Así como el sueño, el relato fílmico trastoca los marcos temporales y
espaciales, alarga, reduce o invierte el tiempo, amplía y dilata los obje-
tos, los hace aparecer y desaparecer, los condensa (sobreponiéndolos) y
los desplaza (representando al todo por una parte), y expresa mensajes
latentes que representan deseos y temores. Es por ello que el cine es una
máquina que también puede asimilarse al mundo mágico en el que es
posible la acción a distancia, la ubicuidad, la metamorfosis, la presencia
y la ausencia.
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Por un análisis antropológico del cine

Aunque la ficción ha sido la corriente dominante del cine, para Mo-


rin el cine es bicéfalo, pues si de lado de la tradición de los Lumière es
desdoblamiento, reflejo de la realidad, de lado de Méliès es metamorfo-
sis y magia, comunicación con el sueño y lo fantástico. El cine participa
del universo de la fotografía y del de la pintura no realista, respeta la
ilusión óptica pero la modela según procedimientos expresivos. Des-
cendiente de la fotografía, ese arte del reflejo del que explota la potencia
afectiva de la fotogenia, el cine a la vez lo supera y lo redimensiona,
en la medida que la proyección fílmica amplifica el tamaño de la foto,
desmaterializa el soporte físico de ésta y le da un carácter fugaz e impal-
pable al ponerla en movimiento. El cine para Morin es, en definitiva,
un utensilio que más que oponerse al sueño sirve a sus propósitos, una
máquina de lo imaginario que “refleja el comercio mental del hombre
con el mundo” (Morin, 2001).
Si el aporte de Morin a una reflexión de alcance antropológico sobre
el cine es insoslayable, en los años ochenta cabe destacar el trabajo pio-
nero de Massimo Canevacci, antropólogo italiano asentado en Brasil,
quien publicó uno de los primeros libros con el objeto explícito de
elaborar una antropología del cine (Canevacci, 1984). Desde la pers-
pectiva de la antropología marxista, Canevacci concibe al cine como
una industria cultural cuya función ideológica es esencial en la repro-
ducción del espíritu del capitalismo, un medio para superar los horro-
res de la civilización burguesa representándolos como entretenimiento
y espectáculo, un instrumento de reificación y alienación simbólica.
Para este autor, el cine es antropológico por su enfoque global, uni-
ficado y serializado, y porque no le es ajena la posibilidad de representar
cualquier momento cultural de la historia del hombre en el espacio y en
el tiempo. La máquina cinematográfica se funda en una mímesis origi-
naria, cuya lógica de objetivación icónica está presente en sus distintas
transfiguraciones (mito, teatro, religión, novela) hasta llegar a su forma
cinematográfica. Mímesis que aspira a la anulación de la escisión origi-
naria (entre el hombre y la naturaleza, el individuo y la colectividad), a
la síntesis mágica entre el sujeto y el objeto y a la satisfacción del deseo
de inmortalidad (encarnado por las “estrellas” que sobreviven en las
imágenes fílmicas a su desaparición física), lo que explica la atracción
universal que ejerce el cine en todo espectador. En efecto, la promesa
de inmortalidad que buscan la magia, el mito, el teatro, la fábula, la
religión y la filosofía, se transforma con el cine en promesa de indes-
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tructibilidad, dado que lo propio de la imagen fílmica es escapar a la


descomposición.
Alimentándose de la potencia mimética de la repetición y el placer
regresivo que ésta suscita, la morfología del cine impone una historia
narrativa cuya significación oculta es siempre la misma. Más allá de la
infraestructura económica y de la superestructura ideológica, Canevac-
ci propone la existencia de una hipoestructura en la que se reproducen
las pulsiones y la memoria simbólica. Los prototipos y los estereotipos
que el cine materializa son máscaras o imágenes inconscientes que se
alimentan de dicha memoria simbólica, cuya genealogía se ancla en el
pasado histórico.
En efecto, según Canevacci, el modelo de la tragedia griega, me-
tamorfoseado y absorbido por la tradición cristiana, dio origen a una
simbólica religiosa que permanece y se recrea en el cine moderno,
modelo que gira en torno a la representación de la civilización pa-
triarcal, cristiana y burguesa. Dicho modelo simbólico es cuaternario,
se centra en el conflicto entre el bien y el mal (o entre ego y alter),
y su fundamento es el sistema de oposiciones entre cuatro figuras: el
Padre y el Espíritu por un lado, el Hijo y el Diablo por el otro. El
eterno retorno de tales invariantes simbólicas anima las más diversas
manifestaciones fílmicas, independientemente de su estilo o época. Se
trata de un modelo que subyace en el “espíritu” del cine y que con-
vierte lo diverso en feo, lo inferior en animal, lo superior en divino y
lo idéntico en bello.
La visión del cine que tiene Canevacci, inspirada en buena medida
en las ideas de la Escuela de Frankfurt, es crítica y negativa. Reprocha
al cine su carácter antropomórfico, fisionómico y etnocéntrico. El cine,
y el de ciencia ficción en particular, es antropomórfico, substituye los
dioses por las máquinas y los robots, objetos en los que se proyectan
los vicios humanos. Así como la mitología antigua nos permite com-
prender la sociedad griega, el análisis de las proyecciones fílmicas en las
modernas máquinas cibernéticas nos ayuda a comprender la sociedad
presente. Asimismo, dicho género, al sacralizar la tecnología, la reduce
a la búsqueda de la inmortalidad, le resta su potencial emancipatorio e
ignora su uso militar.
El cine es también antropométrico y fisionómico, reduce el mal a lo
deforme, lo desproporcionado, lo asimétrico, a aquéllo que le permite
evocar lo satánico, lo salvaje, lo peligroso, al enemigo y al villano. El
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Por un análisis antropológico del cine

maniqueísmo facial afecta por igual la representación de los hombres,


las máquinas, los animales o las cosas, y en esto el cine es conservador y
va a contracorriente de las vanguardias artísticas que ponen en crisis el
ideal de la armonía y la proporción. El cinecentrismo, en suma, afirma
al sujeto tecno–cristiano–burgués como único centro y excluye a todos
los otros, y en vez de pacificar y legitimar las diversidades, amplifica y
difunde el etnocentrismo a través del estigma, los chivos expiatorios, la
fisionómica y el antropomorfismo.
Para el antropólogo italiano, el cine, que tradicionalmente ha sido
interpretado como un duplicado de la realidad, hoy en día invierte esa
relación, pues la realidad aparece cada vez más como un duplicado del
cine. La realidad se camufla de film, y la vida y el film se confunden,
y tal inversión de las relaciones entre esencia y apariencia favorece un
universo animista en el que el doble es más real que el original. El resul-
tado de ello es el predominio de un imaginario impuesto desde arriba
y la atrofia de la imaginación, la reflexividad y la espontaneidad de los
sujetos. Canevacci apela por ello a un imaginario radical y a un cine
emancipador que permita elaborar simbólicas nuevas y antagónicas a la
compulsión, a la repetición y al retorno de lo mismo.
Junto al de Canevacci, en nuestros días, destaca el trabajo de au-
tores como Arjun Appadurai y Marc Augé, quienes han reflexionado
sobre el cine y los medios de comunicación desde novedosos ángulos
antropológicos. Appadurai se ha interesado en la función que realiza el
imaginario mediático en la ampliación y complejización de la esfera de
la opinión y la cultura pública, y en el proceso de la globalización o mo-
dernidad “desbordada”. Ésta ha propiciado un flujo y una movilidad
generalizada de ideas, imágenes y objetos, pero también de poblaciones
e individuos que se desplazan de un lugar a otro por muy diversos fac-
tores (migración, exilio, trabajo, turismo, guerra, desastres naturales) y
se ven afectados por un creciente proceso de translocalización cultural
(que comprende la deslocalización y relocalización o la desterritoriali-
zación y reterritorialización cultural) que da lugar a nuevos escenarios
culturales o paisajes étnicos, multiculturales e híbridos.
Appadurai se interroga por la forma en la que estos agentes y co-
munidades culturales viajeras (diaspóricas, migrantes, desplazadas) se
sirven de las imágenes mediáticas (cinematográficas, televisivas o vi-
deo–fotográficas) para pensar y elaborar nuevas formas de subjetividad,
y para constituir, reproducir y transformar sus identidades colectivas en
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el contexto del cambio y la adaptación a entornos complejos que exigen


una buena dosis de reflexividad, plasticidad y reinvención cultural.
Un fenómeno que destaca y que acompaña al proceso de globali-
zación actual es la democratización de la producción y el consumo de
imágenes, que a través del uso masivo de la fotografía, el video digital,
el internet, el dvd o el teléfono móvil, multiplica el número de agen-
tes creadores de imágenes y los canales de circulación de las mismas,
más allá de las instituciones y las industrias culturales–mediáticas y más
allá de las fronteras nacionales. En este sentido, Appadurai retoma el
concepto de comunidades imaginadas (acuñado por Benedict Anderson
para dar cuenta del papel de la imprenta en la creación de los Estado–
nación) pero ampliándolo al conjunto de los medios de comunicación
para dar cuenta del significativo incremento de la “imaginación” en la
producción de identidad y cultura, y en la articulación de lo nacional y
lo transnacional a través de procesos locales.
El capitalismo electrónico viene a ser el marco en el que las mi-
graciones masivas y los medios de comunicación se articulan, dan-
do origen a comunidades de sentimiento y estimulando el trabajo de
la imaginación en la vida cotidiana de la gente común y corriente.
Una imaginación que escapa del espacio del mito, del ritual o el arte
tradicionales y produce comunidades mediadas y nuevas mitografías
basadas ya no en el habitus sino en la improvisación, pues como afir-
ma el antropólogo norteamericano “las imágenes, guiones, modelos
y narraciones (tanto reales como ficticias) que provienen de los me-
dios masivos de comunicación son lo que establece la diferencia entre
la migración en la actualidad y el pasado. Aquéllos que quieren irse,
aquéllos que ya lo han hecho, aquéllos que desean volver, así como
quienes escogen quedarse, rara vez formulan sus planes fuera de la es-
fera de la radio o la televisión, los casetes o los videos, la prensa escrita
o el teléfono. Para los emigrantes, tanto la política de la adaptación a
sus nuevos medios sociales como el estímulo a quedarse o volver son
profundamente afectados por un imaginario sostenido por los medios
masivos que con frecuencia trasciende el territorio nacional” (Appa-
durai, 2001: 22).
Por su parte, Marc Augé se interroga también sobre los poderes de la
imagen y desarrolla una antropología del imaginario y de las imágenes
mediáticas en el contexto de la sobremodernidad cultural, la cual se ca-
racteriza por potenciar el impacto de aquéllo que bajo diferentes deno-
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Por un análisis antropológico del cine

minaciones (la iconósfera, la pantallósfera, la sociedad del espectáculo


o la videocracia) constituye el ecosistema cultural en el que vivimos.
Para Augé, lo propio de la sobremodernidad en la que habitamos
es que constituye un régimen cultural caracterizado por un triple ex-
ceso: exceso de acontecimientos, exceso de individualización y exceso
de comunicación. Si el primero de estos excesos provoca la pérdida del
sentido y la perspectiva histórica, y el segundo favorece la privatización,
la desinstitucionalización y la desregulación de las cosmologías y los
regímenes de la creencia; el exceso de comunicación, producto de la ex-
tensión y la generalización de las tecnologías mediáticas, ha provocado
un efecto de compresión espacio–temporal o achicamiento del mundo
(al abatir las distancias espaciales y poner en contacto a las gentes),
pero, sobre todo, una mutación en el ámbito de lo imaginario.
Mutación que alimenta un universo cultural de ficcionalización ge-
neralizada y que favorece un todo ficcional que altera las relaciones entre
los tres polos del imaginario que este autor distingue: el imaginario
colectivo, que comprende los mitos y metarelatos en los que se funda la
“verdad” de todo orden social; el imaginario individual, compuesto de
los sueños, recuerdos y fantasías personales; y el imaginario ficcional,
que comprende el ámbito del arte y la invención narrativa en el que
se crean mundos posibles aunque irreales. El desdibujamiento de los
límites entre lo real y lo virtual, entre lo objetivo y lo ficcional o entre
lo verdadero y lo subjetivo, es una de las consecuencias más relevantes
de este proceso en el que el imaginario de ficción afecta y penetra tanto
el imaginario colectivo como el imaginario individual (Augé, 1998).
En un ensayo sobre el film Casablanca, Augé ahonda en considera-
ciones más específicas relacionadas con las imágenes fílmicas, avanzan-
do la tesis, ya anunciada por Canevacci, de que lo propio del cine es
su relación con la muerte, la espectralidad y la inmortalidad, pues da
vida y mantiene vivas a las grandes estrellas de la pantalla, quienes des-
pués de haber desaparecido físicamente siguen irradiando una poderosa
aura, como si habitaran en un pasado siempre presente. El cine, como
constata Augé, nos impone la evidencia física de personajes sustraídos
a la erosión del tiempo biológico, es decir, de héroes que mantienen su
juventud mientras que nosotros envejecemos, alimentando una suerte
de culto a los muertos de nuevo cuño, un culto profano basado en la
trascendencia y la inmortalidad visual que caracteriza a los productos
fílmicos (Augé, 2007).
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Francisco de la Peña Martinez

Nuestro recuento de autores no puede omitir el trabajo de dos des-


tacadas antropólogas. Por un lado, Francoise Héritier, cuyos revolucio-
narios trabajos sobre parentesco le sirven de base para una aproxima-
ción al mundo cinematográfico desde la problemática del incesto y las
relaciones incestuosas. Con un especial énfasis en el incesto llamado
de segundo tipo, es decir, aquél en el que dos parientes comparten una
misma pareja sexual (a diferencia del incesto de primer tipo, en el que
se relacionan directamente dos parientes considerados consanguíneos);
Héritier aborda filmes clásicos para demostrar la forma en la que el
simbolismo de esta clase de relaciones es llevado a la pantalla.
Es el caso de Jenny (1936), melodrama de Marcel Carné, en el que
una madre y una hija mantienen relaciones amorosas con un mismo
hombre: dueña de un cabaret, Jenny le da a su hija Danièle una refina-
da educación en el extranjero, y ésta, ignorante de las actividades de su
madre, en una visita que le hace a París, conoce por azar a Lucien, el
joven amante de Jenny, y ambos se enamoran. Lucien ignora a su vez
que Danièle es hija de Jenny, y cuando ambos deciden casarse y partir,
Jenny se entera de la identidad de la amante de Lucien por boca de éste,
y ella decide callar y apoyarlos para que puedan irse.
En otro conocido film, la comedia Venga a tomar café con nosotros
(1970) de Alberto Lattuada, las relaciones incestuosas toman un tono
más frívolo. Ugo Tognazzi mantiene relaciones íntimas con tres herma-
nas con las que vive bajo el mismo techo. Nada agraciadas pero ricas
herederas, las hermanas deciden compartir los favores sexuales de quien
es el esposo de una de ellas y el amante de las otras dos. Cuando el per-
sonaje encarnado por Tognazzi es infiel a su trilogía sororal cometiendo
adulterio con la sirvienta, su apetito sexual es castigado sufriendo una
hemiplejia que lo deja inválido y reducido a la dependencia y los cuida-
dos de sus mujeres, condición ideal para que las amantes del seductor lo
controlen totalmente. Héritier demuestra con esta clase de exploraciones
(que hace extensiva también a las series televisivas) que independiente-
mente de que en el primer film el sacrificio materno disculpe y justifique
la relación incestuosa y, en el segundo, el exceso que va del incesto al
adulterio desemboque en la enfermedad, el incesto constituye una matriz
narrativa mayor que modela no sólo el universo cinematográfico sino el
imaginario cultural en su totalidad (Héritier, 1994: 335–360).
Marika Moisseeff, por su parte, ha estudiado el cine de ciencia
ficción desde la antropología, partiendo de la idea de que los corpus
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Por un análisis antropológico del cine

fílmicos funcionan como los corpus míticos de las sociedades comple-


jas. Su propuesta considera al género de ciencia ficción como el más
representativo de la mitología propia de la civilización occidental, que
acuerda un lugar privilegiado a la ciencia tanto en el terreno de las
representaciones como de las prácticas. La ciencia ficción constituye
un hecho social total en el que se sintetizan lo político, lo religioso,
lo económico y el derecho con el saber científico, y que al vulgarizar
dicho saber combinándolo con una reflexión metafísica y ética, articula
lo científico con lo maravilloso y lo dramático. Los avances tecnológi-
cos en curso (procreación artificial, clonación, biotecnología) no son
ajenos a las imágenes que el cine de ciencia ficción produce (mutantes,
alienígenas, monstruos, clones, parásitos o virus), las cuales remiten a
los miedos y las ansiedades de una cultura cuya ideología evolucionista
y humanista tiene un trasfondo racista, clasista y sexista, una cultura
obsesionada por la emancipación de la dependencia con respecto a la
naturaleza, la biología y el sexo (Mousseeff, 2005).
Para finalizar este recorrido, nos referiremos a los trabajos de dos
antropólogos, Francois Laplantine y Manuel Delgado, quienes nos
aportan ideas sugerentes para pensar las relaciones “epistemológicas”
entre la antropología y el cine. Vivimos en un régimen dominado por
las tecnologías mediáticas, por los flujos de imágenes y la comunicación
instantánea, por la omnipresencia de las pantallas y un imaginario cada
vez más ficcional que eclipsa la realidad creando no sólo imágenes sino
“imágenes de imágenes”. Un régimen que tiene como modelo al me-
dio cinematográfico y su modo de asociación de imágenes, el montaje
fílmico, el cual condiciona todas las modalidades de la puesta en imá-
genes (televisual, fotográfica, telefónica, informática, publicitaria, del
cómic), así como sus usos y sus consumos.
A este respecto, la antropología mantiene relaciones particularmen-
te estrechas con el lenguaje de las imágenes creado por el cine. En efec-
to, no es un azar que la observación antropológica, la que nace con
Boas y Malinowski, sea contemporánea de la invención del cine. La
mirada cinematográfica no sólo es comparable a la mirada antropológi-
ca, el antropólogo como tal puede ser considerado como una suerte de
cineasta en potencia
Como observa Delgado, que la metáfora escópica sea la que se haya
generalizado más para definir la experiencia etnográfica (mejor que la
metáfora auditiva, puesto que el antropólogo escucha a los otros tanto
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Francisco de la Peña Martinez

como los observa) no es inocente o sin consecuencias, pues en dicha


experiencia de lo que se trata, al menos idealmente, es de observar a las
culturas humanas desde diferentes escalas y distintos ángulos, en una
perspectiva que es a la vez microscópica y macroscópica, desde dentro
y desde fuera, de cerca y de lejos y desde diferentes planos, a la ma-
nera de un film en el que se suceden diversos planos, desde un plano
general hasta un primer plano. Tanto el cineasta como el antropólo-
go practican una “observación flotante”, una mirada que opera por
bricolaje, por composición y recomposición de planos y perspectivas
(Delgado, 1999).
Francois Laplantine, por su parte, ha propuesto una distinción en-
tre las epistemologías fuertes, centradas en el ideal de la objetividad, la
universalidad y la neutralidad, y las epistemologías débiles, focalizadas
en la singularidad, la implicación y la situación. Si las primeras presu-
ponen un tipo de sujeto abstracto, unificado y consistente, depurado
de cualquier contenido o atributo, es decir, el sujeto ideal de la ciencia
que establece una clara demarcación con respecto a la naturaleza y una
distancia con respecto a su objeto, el sujeto de la epistemología débil es,
por el contrario, un sujeto pasional, habitado por el deseo, implicado
con su objeto, fragmentado y múltiple, sensible a la contingencia más
que a la abstracción.
Esta oposición entre una epistemología totalizante y autocentrada
en un sujeto fuerte y otra epistemología situada del lado de un sujeto
múltiple y en devenir tiene su equivalente en la oposición entre la te-
levisión y el cine, siendo este último el modelo para pensar la práctica
antropológica. En efecto, televisión y cine se oponen como lo hacen el
marco y la situación, el campo y el fuera de campo, la estructura y el
proceso, la visión panóptica y la visión perspectivista, la explicación y
la traducción.
Contrario al cine, consciente del carácter fragmentario, artificial y
arbitrario de su recorte de lo real y de la manipulación de las imágenes,
la televisión alimenta la ilusión de la evidencia y del acceso directo a lo
real, favoreciendo un dispositivo de control mediático que desubjetiva
tanto al espectador como al realizador televisual. Como lo señala otro
autor, si en el cine los personajes se miran entre ellos, si las miradas son
oblicuas y nunca se dirigen al espectador, en la televisión se establece un
contacto visual directo y permanente que tiene un efecto de tele–pre-
sencia y simultaneidad que está ausente en el cine (Machado, 2009). La
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Por un análisis antropológico del cine

imagen televisiva es, en la perspectiva de Laplantine, la más adaptada al


ejercicio de un poder panóptico y omnipotente que fomenta la ilusión
de transparencia y de verdad para ocultar mejor sus resortes. La tele-
visión reduce lo visible a lo visual, y al hacer esto, promete una visión
integral y total de la realidad que excluye o minimiza la duda o la sospe-
cha del espectador. Por ello, la imparcialidad de las imágenes televisivas
es solo aparente, detrás de los “hechos” objetivos está un punto de vista
parcial y una decisión que es política (Laplantine, 2010).
Laplantine concibe al quehacer antropológico a partir de la ana-
logía con el quehacer cinematográfico (aunque existe, sin duda, una
antropología inspirada en el dispositivo televisual). El etnógrafo proce-
de a la manera del cineasta, seleccionando y concatenando imágenes y
planos, observando y representando desde múltiples puntos de vista a
la realidad: de cerca o de lejos, acelerando o frenando, en planos fijos
o entrecortados, frontal o lateralmente, en picado o en contrapicado,
oscureciendo o sobreexponiendo las imágenes.
El antropólogo y el cineasta se equiparan porque ambos recurren al
montaje, del que podría decirse que es uno de los artificios y uno de los
más grandes inventos del siglo xx, que más que definirlo como siglo de
la imagen, podría definirse como el siglo de la asociación de imágenes.
El montaje y la edición de imágenes tienen una historia cambiante que
afecta por igual al cine, al cómic, a la televisión o a la publicidad. La
noción de montaje como tal puede ser referida a una doble significa-
ción, ya que remite por un lado a la vanguardia artística y por el otro al
ámbito de la producción industrial.
En efecto, el montaje industrial es un proceso de combinación de
diferentes partes para formar un producto de consumo acabado y orgá-
nico, ensamblado de la misma manera y con componentes idénticos, es
decir, una repetición en serie de un prototipo o modelo (como sucede
con la producción de los automóviles, el mobiliario o los aparatos do-
mésticos). A diferencia de éste, el montaje artístico (collage o bricolaje)
es una combinatoria de elementos diversos o disyuntivos para producir
un objeto nuevo, sorprendente o perturbador, un montaje caracteriza-
do por la falta de unidad y el impacto subversivo.
Ambos tipos de montaje han encontrado una expresión estilística
muy precisa en el ámbito del cine, por un lado el estilo clásico ho-
llywoodense y por el otro el vanguardismo estético (de Vertov a Go-
dard). La oposición entre el cine industrial o comercial y el cine de
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Francisco de la Peña Martinez

arte (experimental, vanguardista, de ensayo o de autor) está presente


a lo largo del siglo xx y enfrenta a los partidarios de un cine accesible,
de entretenimiento y de evasión con aquéllos que lo conciben como
un arte anti convencional y exigente, o como un instrumento crítico y
emancipador.
En cualquier caso, puede decirse que la antropología y su interés por
el ejercicio de la mirada no es ajena al cine y su lenguaje, el cual asienta
su dominio cultural a partir de los poderes del ojo, y cuyo nacimiento
coincide, como señala Morin, con la decadencia de los sentidos del
oído y el olfato, y con la preeminencia del sentido de la vista a expen-
sas de los otros. Vivimos en una cultura de la imagen y de la mirada,
una cultura cinematológica que idealiza el acto de ver, que privilegia las
imágenes y que estimula las pulsiones escópicas y los goces voyeristas;
es evidente que la antropología, hermana del cine, es una disciplina
especialmente calificada para pensar dicha cultura.

Los mundos de la imagen cinematográfica

La antropología del cine y de la imagen fílmica, tal y como hasta aquí


han sido circunscritas, constituyen un terreno privilegiado y particular-
mente propicio para el desarrollo de una antropología de los mundos
contemporáneos o del presente, en el que las pantallas y las imágenes
que transmiten lo dominan todo, extendiendo su imperio a todos los
rincones del planeta, y en el que las tecnologías mediáticas condicionan
nuestra percepción de la realidad, de nosotros mismos y de nuestras
relaciones con los otros. Comprender estos fenómenos requiere de una
mirada antropológica abierta al futuro, una mirada abierta a la experi-
mentación y colindante con la crítica cultural, es decir, con la crítica y
la autocrítica de nosotros mismos y de nuestros mundos imaginarios.
En mi opinión, el cine es la matriz histórica fundamental de dichos
mundos imaginarios, y de él se derivan todos los otros mundos media-
dos por las imágenes.
El análisis antropológico de la imagen cinematográfica es así una
plataforma desde la cual puede observarse un terreno más amplio, el del
análisis de las imágenes mediatizadas y su lugar y significado cultural
en las sociedades actuales. Para entender el impacto que ellas tienen
en nuestro presente hay que referirnos a la especificidad que tiene el
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Por un análisis antropológico del cine

cine como formación cultural, es decir, como medio de comunicación,


como industria, como arte y como lenguaje en imágenes.
Lipovetsky sostiene con toda justeza que el cine no es sólo el pro-
ducto de una invención técnica reciente, es también el séptimo arte,
cuya fecha de nacimiento conocemos; un arte que no ha requerido
emanciparse de lo religioso u oponerse al pasado, a la tradición o a
alguna escuela, como lo han hecho las otras artes. Sin antecedentes,
sin modelos que seguir o con los cuales romper, sin necesidad de hacer
tabla rasa de nada, el cine se ha inventado a sí mismo y constituye, en
este sentido, un arte radicalmente moderno, pero cuya modernidad, a
diferencia del resto de las demás artes, no pasa por el vanguardismo eli-
tista sino por su carácter masivo, comercial y democrático (Lipovetsky,
2009: 32).
Como apunta Badiou, el cine es un arte de masas por varios moti-
vos. En primer lugar porque es un arte de la imagen, y la imagen seduce
y cautiva a todas las personas. Por ello es un arte que facilita, potencia
y permite un consumo masivo y una identificación infinita a las imá-
genes, acentuando su impacto visual en todos los medios (montaje,
sonido, iluminación, efectos especiales, inmensidad de la pantalla). En
segundo lugar porque es un arte que vuelve visible el tiempo, que al
manipularlo lo hace perceptible, mostrando y suscitando la emoción
del tiempo y la experiencia de la duración. Si la música hace oír el tiem-
po, afirma el filósofo francés, el cine hace ver el tiempo.
En tercer lugar, el cine retoma los elementos más populares, accesi-
bles y universales de las otras artes: de la pintura la belleza del mundo
sensible; de la música la dialéctica de lo visible y lo audible y el sonido
del mundo; de la literatura la puesta en relato y la intriga; del teatro el
encanto y el aura del actor. Al hacer esto les quita a las artes lo comple-
jo y lo elitista, las populariza, democratiza, masifica y las universaliza.
Asimismo, el cine explora y negocia con el no arte, con las formas po-
pulares del espectáculo (circo, cabaret, carpa, burlesque, feria) y con los
estereotipos, los sentimientos ordinarios, las banalidades y el mal gusto,
a los que incorpora e integra a la esfera de lo sublime.
Por su alcance político el cine es también un arte de masas, consis-
tente en la conciliación y la síntesis en el terreno de la imagen, de ori-
ginalidad y fórmula, creación y cliché, aristocracia y democracia, pen-
samiento y opinión, inteligible y sensible, minorías y mayorías. Pero
también es un arte por su alcance ético, ya que a través de las figuras
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heroicas que produce, figuras típicas y arquetípicas que representan los


valores de la acción y las grandes causas, alimenta una compleja mi-
tología moral. El cine, en este sentido, reencarna los grandes mitos e
inventa nuevos traduciéndolos en imágenes; mitos que recrea y rinde
culto en esas catedrales de la modernidad que son las salas de cine (Ba-
diou, 2004: 32–35).
El cine es igualmente un arte de masas por su estrecha relación con
la moda. Cine y moda son fenómenos de masas específicamente mo-
dernos, porque están basados en la primacía del presente y la lógica
de la inmediatez, del estar al día, de lo efímero y la seducción, de la
versatilidad y la inconstancia, de la búsqueda del éxito y las novedades
de temporada. Como los productos de la moda, los filmes son bienes
imaginarios perecederos, espectaculares, no permanentes y listos para el
consumo, de ahí la importancia que tienen para la industria del cine los
estrenos y los lanzamientos de nuevos filmes, pero también la obsesión
con las taquillas, las preferencias del público y la publicidad, así como
la imitación masiva de estilos, códigos de belleza y de consumo que las
estrellas de cine se encargan de difundir.
Finalmente, a su condición de arte masivo contribuye la narrativa
en imágenes que ha inventado, un tema que nos lleva a interrogarnos
sobre los diferentes tipos de cine y las etapas históricas por las que ha
atravesado este medio. Deleuze ha propuesto a este respecto, en sus
escritos sobre el cine, una distinción entre la imagen–movimiento y la
imagen–tiempo, modalidades de la imagen fílmica que corresponden a
dos regímenes de la imagen (el orgánico y el cristalino) y a dos épocas
del cine: la primera vinculada al cine–acción, es decir, el cine clásico,
caracterizado por la linealidad, el realismo, la causalidad, la totalidad y
la inteligibilidad, y la segunda asociada al cine de autor o de arte (Berg-
man, Bresson, Antonioni, Buñuel, Godard, Pasolini, Losey, Resnais,
etc.) caracterizado por la indeterminación, la ambigüedad, la introspec-
ción, la insignificancia, los tiempos muertos y los laberintos narrativos.
Para Deleuze la imagen–movimiento comprende varias clases de
imágenes (la imagen–percepción, la imagen–afección y la imagen–ac-
ción) asociadas a un tipo de cine al que llama sensorio–motor, donde
existe una temporalidad orientada y lineal en la que las acciones de los
personajes se encadenan a las percepciones y a los afectos y se prolongan
en otras acciones. Se trata de un cine que incluye no sólo al producido
por Hollywood sino también al cine soviético, al expresionismo alemán
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Por un análisis antropológico del cine

o al realismo poético francés, que vendrían a ser variantes de un mismo


tipo de cine, el cual entra en crisis y da un vuelco a partir de la posgue-
rra (Deleuze, 1984).
En efecto, Deleuze considera que con el neorrealismo la Nouvelle
vague y otras corrientes del cine que entran en escena se crea un nuevo
régimen en el que la acción, el sonido y las imágenes se desvinculan,
sustituyendose las situaciones sensorio–motoras y totalizantes por sig-
nos ópticos y sonoros puros, inconexos y dispersos. La imagen–tiempo
se desdobla en varias modalidades: la imagen–óptica, la imagen–recuer-
do, la imagen–sueño, la imagen–sonora, la imagen virtual y la imagen–
actual, cada una de éstas es un modo de cristalización del tiempo en
estado puro.
El cine de autor, basado en la lógica de la imagen–tiempo, es por
definición un cine reflexivo que explora y se interroga sobre la natu-
raleza de las imágenes que produce, busca deconstruir y denunciar la
ilusión realista o romper con el efecto de inmediatez y simultaneidad
que provoca la identificación con las imágenes. Es un cine que produce
obras abiertas y laberínticas en las que las imágenes se liberan y se ha-
cen presentes en su inmanencia, al margen o en contra de la estructura
narrativa; es un cine de “videntes” opuesto al cine de acción (Deleuze,
1986).
Deleuze nos provee de un fino y rico análisis de la imagen fílmica
desde una perspectiva fundamentalmente filosófica, que busca demos-
trar que el cine es una forma de pensamiento, una experiencia de la
duración y una profunda intuición vital del mundo. Recupera para ello
muchas de las ideas de Bergson sobre la memoria vital y la duración,
así como la semiótica de Peirce. Su contribución al estudio del cine es
innegable. Con todo, el esquema dualista de su propuesta lo aleja de
otras perspectivas de clasificación de las formas de asociación de las
imágenes fílmicas.
Podríamos evocar aquí la muy conocida teoría del tercer cine de Ge-
tino y Solanas. Elaborada desde la perspectiva de los cines periféricos,
esta teoría plantea distinguir tres clases de cinematografías: el primer
cine, asociado al clasicismo y al cine comercial de Hollywood; el segun-
do cine, vinculado al cine de autor europeo; y el tercer cine, vinculado
a una perspectiva tercermundista, descolonizadora y revolucionaria. Un
cine de denuncia y de liberación, politizado y comprometido, que se
asume como factor de cambio, cuyo lenguaje en imágenes correspon-
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dería a un realismo crítico que integra diversas herencias (el montaje


discontinuo de Eisenstein, el distanciamiento brechtiano, la tradición
documental y el cine verdad), situándose más allá de los regímenes or-
gánico y cristalino de los que habla Deleuze (Getino y Solanas, 1970).
Otra propuesta de clasificación de los tipos de cine es la de Bord-
well, quien distingue cuatro formas de narrativa fílmica: la clásica (li-
neal, causal y finalista), cuyo mejor exponente es el cine de Hollywood;
la de arte y ensayo, con su relato discontinuo, expresivo e introspectivo;
la histórico–materialista, que corresponde a la tradición soviética o al
tercer cine de Getino y Solanas (y a la que el autor también llama dia-
léctica y retórica); y la narrativa paramétrica o poética, centrada en el
estilo y la permutación (Bordwell, 1996).
Por su parte, Serge Daney acuña el término de escenografías de la
imagen, de las que distingue tres tipos: la escenografía clásica, que es
teleológica y está basada en los efectos de profundidad, en la que se
hace un recorrido limitado por obstáculos a vencer en dirección a una
revelación final, trascendente; la moderna, en la que la imagen es sin
profundidad, inmanente, más cerca de la pintura que del teatro; y la
posmoderna, en la que los diferentes tipos de imágenes (trascendentes
e inmanentes) conviven entre sí de una manera laberíntica y manierista
(Daney, 2004).
Podríamos agregar a esta enumeración la propuesta de Vincent
Amiel, quien distingue tres tipos de montaje o asociación de imágenes:
el narrativo (o cine de desglose, continuo, metonímico, realista), aso-
ciado al cine clásico y a Hollywood; el discursivo, que utiliza un mon-
taje–collage, retórico, demostrativo, fragmentado, y que se encuentra
en el cine soviético, en el género documental o en el cine comercial; y el
de montaje de correspondencias, sin lógica narrativa y sin justificación,
en el que el estilo cuenta más que el contenido y la sensación supera a
la representación (Amiel, 2005).
Una propuesta reciente y en la que nos detendremos un poco más
aquí es la de Lipovetsky, quien distingue cuatro periodos en la historia
del lenguaje fílmico. El primero es el de la modernidad primitiva, que
corresponde al periodo del cine mudo y cuya narrativa se caracteriza
por la ausencia de diálogos, los intertítulos, la sobreactuación expre-
sionista y melodramática, el decorado y el maquillaje exagerado y la
invención de la figura de la estrella. El segundo periodo corresponde a
la modernidad clásica, que se extiende de 1930 a 1950, y está asociado
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Por un análisis antropológico del cine

a la revolución del sonido y más tarde a la del color, a la época de oro


de los grandes estudios y a un tipo de producción fílmica colectiva,
industrial e impersonal. Es un cine que se caracteriza por un modo
narrativo claro, simple, continuo, verosímil y con un desenlace final,
generalmente optimista, en donde las estrellas son la encarnación de
tipos ideales y ejemplares.
La modernidad vanguardista, que se extiende de los cincuenta a los
setenta, es el tercer periodo y se caracteriza por romper con el modelo
clásico imperante, por recuperar la autonomía creativa del realizador,
la producción independiente, el espíritu emancipatorio y subversivo y
terminar con la estilística de la narrativa lineal y finalista. Por último
está la hipermodernidad, periodo que arranca en los años ochenta y se
extiende hasta nuestros días, alienta un cine globalizado, interconecta-
do con otras pantallas y con un lenguaje visual híbrido, multicultural,
autoreferencial y marcado por el exceso, la desmesura y lo extremo.
Lipovetsky centra su análisis en el cine hipermoderno y en la actitud
emocional frente al cine que éste genera, la cinemanía, a la que caracte-
riza como un culto a lo visual en todas sus formas. La cinemanía es una
cultura hecha de una disposición total y generalizada hacia el consumo
de las imágenes, fílmicas y no fílmicas. A diferencia de la cinelatría,
afección propia del periodo mudo y de la época clásica del cine y que se
centra en el culto a las estrellas, o de la cinefilia, que supone una actitud
elitista y refinada, intelectual y crítica, asociada al mundo del cine–club
y al cine de autor dominante en los años sesenta y setenta, la cinemanía
acarrea una actitud de apertura, desinhibición e hiperconsumo frente a
todas las formas del imaginario visual.
A la imagen–movimiento y a la imagen–tiempo de Deleuze, Lipo-
vetsky agrega el análisis de las nuevas modalidades de la imagen carac-
terística del cine actual: la imagen–exceso, la imagen–multiplejidad y
la imagen–distancia. La primera remite a la estética de la sobreabun-
dancia, al extremo y a la exacerbación (a la que Calabrese denomina
estética del neobarroco) que toma diversas formas: el bombardeo y la
hiperestimulación visual a través de los efectos especiales y la digita-
lización, la edición de imágenes acelerada y vertiginosa (que el cine
recupera del montaje y la estética del video–clip y la publicidad), la
profusión de sonidos y colores, el gusto por la desproporción (cuerpos
deformes, conductas extremas), el lenguaje vulgar y crudo, la violencia
desbordada y gratuita, la exhibición abierta de la sexualidad.
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La imagen–multiplejidad remite a la creciente multireferencialidad


de las imágenes fílmicas, al mestizaje, a los flujos y los diálogos cultura-
les que las atraviesan. Ella está vinculada a la hibridación de géneros, a
un cine caleidoscópico, desterritorializado y transcultural, étnicamente
diversificado, al énfasis ya no en tipos ideales sino en personas singula-
res y concretas, de todas las edades y todas las condiciones (dando ori-
gen a un cine que trata de anormales, homosexuales, ancianos, obesos)
y a un creciente interés en lo cotidiano, lo insignificante y lo trivial.
Asimismo, esta modalidad implica una desregulación de la imagen
fílmica que ya no es polémica, como en el cine de autor, sino domestica-
da y rutinizada, donde la polisemia y la incertidumbre son los principios
que estructuran relatos de un nuevo tipo, segmentados, en mosaico, que
pueden ser corales y multiprotagonista [como Magnolia (1999) de Paul
Thomas Anderson, Crash (2004) de Paul Higgis o Babel (2006) de Gon-
zález Iñárritu], laberínticos e incomprensibles [como Mulholland Drive
(2001) de David Lynch] o contados al revés [como Memento (2000) de
Christopher Nolan o Irreversible (2002) de Gaspar Noé].
Por último, la imagen–distancia es aquélla que se vincula con la cre-
ciente autoreflexividad del film contemporáneo y que puede tomar muy
diversas formas, como las citas, las alusiones y las referencias a otros filmes
dentro de un film, las películas que tratan de la realización de un film, las
que exploran los límites entre lo documental y lo ficcional, la parodia o
versión humorística e irónica de algún film y el remake o film que recrea
otro film (una modalidad del cine que si bien ha estado presente desde
sus orígenes, en nuestros tiempos conoce un despliegue muy notable).
El cine hipermoderno, como sugiere Lipovetsky, es un cine sin pre-
juicios, liberado de cualquier norma anterior, de cualquier obstáculo
o convención moral y de cualquier forma de censura, por ello se sitúa
más allá de la oposición entre el cine clásico y el cine de autor, llevando
a cabo diversas aleaciones e hibridaciones entre los códigos del cine
independiente y del cine comercial (Lipovetsky, 2009).8

8 El trabajo de Biskind sobre el cine norteamericano ilustra de manera fehaciente


cómo se ha operado a partir de los años ochenta esta articulación entre el cine in-
dependiente y las compañías de Hollywood a través de festivales de cine alternativo
como el Sundance film festival, a los que los agentes de los grandes consorcios del
cine acuden en búsqueda de nuevos talentos y propuestas fílmicas que puedan ser
recuperadas y comercializadas (Biskind, 2004).

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Por un análisis antropológico del cine

El cine y la pantalla democrática

En el marco de la modernidad desbordada, el cine contemporáneo se


ve arrastrado por la cultura de la cinemanía en todas sus formas, que
comprende desde el culto a los avances de la alta tecnología (la digitali-
zación, el enriquecimiento de la experiencia visual con la alta definición
y de la experiencia sonora con la alta fidelidad) hasta una nueva forma
de consumo de los productos fílmicos, radicalmente individualizado,
ilimitado y desregulado. Con la aparición del dvd se generalizó lo que
se conoce como el home cinema y con ello a la posibilidad de que cual-
quier persona acceda a la cinematografía mundial y pueda tener una
filmoteca en casa.
La posibilidad de ver, apreciar y analizar toda clase de cine se ha de-
mocratizado profundamente, ha dejado de ser privilegio de los críticos
y de estudiosos del séptimo arte y empoderando notablemente a los
consumidores ordinarios de éste. Los soportes del cine se multiplican y
se ha vuelto ambulante, se puede ver no sólo en las salas tradicionales
sino en cualquier lugar (en la casa, avión, auto, tren o autobús) y en
cualquier pantalla (desde la computadora hasta el teléfono móvil).
Las limitaciones que impone la sala de cine clásica se han volatiliza-
do y gracias a las nuevas tecnologías el antiguo cinéfilo se ha transfor-
mado en un videófilo o cinémano, puede ver películas a cualquier hora,
en diferentes soportes, y se ha vuelto un espectador más interactivo y
menos pasivo. Gracias a la reproducción en video se inaugura una nue-
va experiencia que antes era el privilegio del montajista y el crítico, y la
posibilidad de situar nuestro tiempo frente a la imagen y de suspender
su flujo a voluntad se torna habitual, lo que cambia radicalmente el
régimen del espectador, quien ahora puede detener el film, posponer
su visionado, verlo en cámara lenta, revisar alguna toma o secuencia,
etcétera.
El cine actual está conectado de tal manera con otras industrias cul-
turales y otras tecnologías mediáticas que hoy en día las películas se
producen pensando en que circulen y se transfieran de un soporte a
otro. Es la era cross–media o multiplataforma, en la que se generalizan
las llamadas narrativas transmediáticas y las industrias culturales inte-
raccionan en forma permanente y en múltiples direcciones, de forma
tal que el cine y los contenidos fílmicos son cada vez más indisociables
de su tránsito por la televisión y la radio, el internet, la telefonía móvil,
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la industria musical, la industria editorial, los videojuegos, la industria


publicitaria y el marketing.
La producción y el consumo de una película (piénsese, por ejem-
plo, en Star wars o Matrix) ya no se agota en la película misma ni en
la sala de cine, puesto que también se extiende y circula en websites
por Internet, en series de televisión, cómics, libros, bandas sonoras,
versiones de animación para videojuego o para dvd (que generalmente
incluye materiales extras), sin hablar de los contenidos promocionales
y la publicidad que acompaña al estreno de un film o la parafernalia
que lo acompaña (juguetes, posters, tazas, llaveros, bolígrafos, camise-
tas, gorras, etcétera) y en cuya distribución intervienen, entre otros, las
cadenas de comida rápida (Roig, 2009: 110).
Por su parte, hoy en día los espectadores desarrollan nuevas formas
de consumo mucho más implicadas y complejas, formas de apropiación
de la cultura fílmica que generan situaciones de conflicto y de negocia-
ción entre productores y consumidores: los fans del cine, por ejemplo,
conforman comunidades virtuales en Internet que no sólo comparten su
preferencia por una obra o polemizan en torno a ella, también crean con-
tenidos mediáticos que prolongan, aclaran o enriquecen un film de culto.
Asimismo, el actual entorno transmediático y digital en el que se
desarrolla la producción fílmica, propicia el surgimiento de nuevos ac-
tores independientes de la gran industria, dando origen a lo que ha
sido denominado como “cine de garaje” o “cine de guerrilla”, el cual
es producido en condiciones más accesibles y económicas, así como
más ubicuas, espontáneas y personales (un cine underground hecho por
nativos digitales y cuyo producto más célebre es el film The Blair Witch
Project de Eduardo Sánchez en 1999).
En cualquier caso, la pantalla cinematográfica es, incontestable-
mente, el modelo que rige el funcionamiento de las muchas pantallas
que existen en nuestras sociedades y que pueblan nuestras actividades
cotidianas: la pantalla televisual, la pantalla publicitaria, la pantalla in-
formática, la pantalla artística, la pantalla fotográfica, la pantalla vi-
deográfica, la pantalla del videojuego y la del teléfono portátil. El cine
inspira y da forma también, como lo ha destacado Paul Virilio, a otra
clase de pantallas menos lúdicas y más cercanas a las tecnologías de la
guerra o el control: la pantalla de vigilancia y la pantalla ambiental (de
los aeropuertos, los bancos, las clínicas o el metro), la de los radares, la
de los satélites y el gps (Virilio, 1989).
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Por un análisis antropológico del cine

La globalización de la pantallósfera acarrea una creciente multipli-


cación de las pantallas y sus sujetos. Cada pantalla favorece un tipo de
subjetividad distinto, con un perfil mental y una forma de relacionarse
con la realidad específica: el internauta, el televidente, el cinéfilo, el
videojugador, el publívoro, el videoartista, el usuario de la cámara foto-
gráfica, del video o del móvil, del iPad, del iPhone o del iPod; no son
sujetos intercambiables, y si en ocasiones pueden ser complementarios,
también pueden ser opuestos o incompatibles.
En todos los casos, el cine, su lenguaje, su imaginario y su panta-
lla son el punto de referencia, el fundamento cultural y simbólico del
mundo en el que hoy habitamos, poblado de tecnologías mediáticas y
de flujos imaginales, cada vez más amplios y accesibles. Todo esto nos
remite al ethos democrático que acompaña al cine desde sus orígenes.
En efecto, el cine es el arte democrático por excelencia, no sólo porque
es un arte de masas, antielitista y accesible, sino porque nace al mismo
tiempo que las democracias modernas a las que acompaña y de las que
promueve sus valores (no existe un cine que se proclame como antide-
mocrático, todo lo contrario, el cine busca conocer y atender los gustos
y las expectativas de las mayorías).
Es democrático porque iguala a los hombres al permitirles acceder
visualmente a una infinidad de otros mundos que pueden experimen-
tarse como reales aunque sean imaginarios, penetrar en lugares donde
no es posible entrar habitualmente, conocer otras culturas y viajar a
otras épocas, o acercarse cara a cara a los personajes célebres, poderosos
o ricos a través de un sencillo primer plano.
Lo propio de un film es que en su creación intervienen muchas per-
sonas, no es obra de un solo autor sino de una elaboración colectiva, y
en ello el cine responde también a una constricción democrática. A di-
ferencia de otras artes como el teatro, la música o la ópera, donde existe
una obra original que puede ser bien o mal ejecutada, pero que remite
siempre a su autor, en el cine no hay original ni autor exclusivo, un film
es una creación única y circunstancial que se elabora en el momento
de su ejecución y cuyo valor depende de los aportes de muchos agentes
(actores, realizador, productor, fotógrafo, guionista, escenógrafo, musi-
calizador, maquillistas, etcétera). No se puede volver al “texto” original
de una película como sucede en el teatro o la música, para emitir un
juicio sobre una obra, porque dicho texto no existe como tal (y obvia-
mente el guión no lo es). Si en el teatro o la música pueden existir siglos
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entre la elaboración y la ejecución de una obra, en el cine la elaboración


y la ejecución coinciden en el tiempo, y es por ello que el cine puede ser
descrito como un “arte del presente” (Rosset, 2010).
Tal vez por ello el cine ha sido visto como un arte revolucionario y
ligado a la acción política, el más compatible con las utopías revolucio-
narias y con la transformación social, como lo pensaban los comunistas
rusos. Por ser un arte del presente, a la vez democrático y moderno,
Lenin y los suyos, en su momento, no sólo se propusieron la industria-
lización o la electrificación de la Unión Soviética sino también su “cine-
matografización”. Los revolucionarios rusos, en efecto, veían en el cine
no sólo el arte más popular de la historia, sino también el instrumento
más poderoso para la educación y politización de las masas. A lo largo
del siglo veinte, la mayor parte de los movimientos revolucionarios (de
izquierda o de derecha) han echado mano del cine para defender, divul-
gar e inmortalizar su causa.
Podría agregarse a todas estas consideraciones una observación adi-
cional, a saber, que el cine es un arte democrático porque se relaciona de
manera privilegiada con el mundo de lo urbano. Él es capaz de capturar
el movimiento de las interacciones complejas, de las polifonías masivas,
de las situaciones y los acontecimientos efímeros que caracterizan la
dinámica urbana y la vida de las grandes ciudades. En la medida que
la cámara cinematográfica dilata, condensa y amplifica nuestra percep-
ción, acelera o desacelera el movimiento de los cuerpos y de las cosas,
nos permite acceder a las actividades físicas y sociales, fijar las miradas,
los gestos y las palabras. Es por eso que el cine comenzó registrando los
movimientos, el lenguaje y los gestos corporales, las actividades cotidia-
nas y ordinarias, a las que trasfiguró al fijarlas.
Al amparo de esta capacidad del cine para capturar no sólo lo im-
portante sino también lo singular y lo irrepetible, lo cotidiano y lo
mundano, lo transitorio y lo móvil, los cuerpos y sus desplazamien-
tos, se desarrollaron diversos géneros de cine, desde la sinfonía urbana
con su exaltación del genio citadino (de Vertov a Ruttman, Cavalcanti,
Clair o Vigo) hasta la comedia musical, que convirtió a las acciones y
las deambulaciones urbanas en coreografías y movimientos corporales,
o las road movies, que harán del tránsito y el movimiento sin destino
fijo, una poderosa metáfora urbana, su principal leitmotiv. En cierto
sentido, como dice Delgado, “decir cine urbano es un pleonasmo,
puesto que no hay más cine que el urbano… toda película es un relato
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Por un análisis antropológico del cine

que habla de relaciones sociales urbanas, sea cual sea la época o el lugar
en que transcurra” (Delgado, 1999: 72).
La popularidad y la atracción del cine, su carácter democrático y
su magia, derivan en buena medida del tipo de realidad y del tipo de
placer que los filmes ofrecen a su público. Méliès afirmaba que lo que
el cinematógrafo trae de nuevo al campo de la representación es “el
movimiento de la hojas del árbol”, es decir, la experiencia de una ima-
gen viva y orgánica. Pero el cine no sólo restituye la realidad, también
la prolonga, la amplía y la enriquece, la abre a nuevas experiencias. La
cámara cinematográfica hace visible lo invisible a través de una mirada
emancipada que supera al ojo y remite a lo que Benjamin llamó el
inconsciente óptico, una mirada que puede captar lo inobservable, lo
desapercibido.
En este sentido, el arte del cine nos ofrece más que una representa-
ción o una negación de la realidad su fragmentación y su recombina-
ción bajo un nuevo ángulo, creando mundos nuevos que nos procuran
un tipo de placer único, hecho de alteridad y cercanía, evasión y proxi-
midad, olvido de sí e ingreso a “otra realidad” cuyo parecido con la
nuestra es tal que puede reemplazarla. El análisis antropológico del cine
no puede prescindir del recorrido y la exploración de este mundo y sus
lazos con los “otros mundos” del film.

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Segunda parte.
Imaginarios fílmicos, cultura y
subjetividad

Una vez que se ha avanzado en la reflexión sobre la naturaleza y el


alcance de una antropología del cine y de las imágenes fílmicas, dedica-
mos la segunda parte de este trabajo a la realización de un ejercicio de
lectura y análisis, desde una perspectiva antropológica, de dos corpus
cinematográficos que han ocupado un lugar significativo en la cultura
fílmica mexicana.
Por un lado, abordaremos el llamado cine de cabareteras, un géne-
ro que alcanzó su mayor popularidad y produjo una notable cantidad
de obras en un periodo histórico muy preciso, asociado a la época de
oro del cine nacional. Por otro lado, analizaremos un género de mayor
continuidad a lo largo del tiempo, el cine sobre indígenas o cine indige-
nista, que ha dado origen a obras significativas desde los inicios del cine
sonoro hasta nuestros días. El objetivo es mostrar la especificidad del
análisis antropológico del cine y la manera en la que la reflexión antro-
pológica puede iluminar y poner de relieve dimensiones de éste que no
son evidentes o que no necesariamente interesan a otra clase de análisis.
Hemos decidido elegir géneros fílmicos propios de la cinematogra-
fía mexicana y no de otras latitudes por dos razones. La primera, con el
fin de destacar la importancia, la riqueza y el valor cultural e histórico
que posee la tradición fílmica de este país, en contra de la percepción
corriente de muchos mexicanos que suelen preferir la cinematografía
extranjera y subestimar la propia. La segunda, para interrogar las sutiles
relaciones que se tejen entre la cultura, la subjetividad y los imaginarios
fílmicos, que en el caso particular del cine mexicano y de los géneros
elegidos resultan altamente reveladores de la idiosincrasia y la menta-

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lidad de los habitantes de este país, de sus fantasmas y de los miedos


reprimidos que acaban por moldear la conciencia colectiva y la identi-
dad nacional, así como los conflictos (de género, de clase, de raza) que
la atraviesan.

El origen de las tradiciones fílmicas


y sus mitos fundadores

El origen de las cinematografías nacionales es un tema que inevitable-


mente evoca la lectura de lo cultural en clave clínica o psicoanalítica,
pues es muy común encontrar en las tradiciones fílmicas la existencia
de temas tabú o sometidos a represión, o bien, temas recurrentes y
compulsivos que vuelven una y otra vez a la manera de un síntoma ob-
sesivo, o tambien temas que son llevados a la pantalla pero a condición
de someterlos a un proceso de censura o desfiguración que termina por
volverlos inocuos.
Shlomo nos recuerda en su trabajo sobre el cine y la política en el
siglo veinte el ejemplo de la cinematografía francesa en relación al caso
Dreyfus y al célebre combate que Émile Zola emprendió contra el alto
mando militar francés en defensa del capitán del ejército, de origen
judío, acusado injustamente de espionaje y traición a la patria. La tradi-
ción cultural francesa, que se precia por su espíritu democrático y tole-
rante, abierto a la crítica y las libertades, en este caso ha dado muestras
de una más que sintomática autocensura. En efecto, el acontecimiento
en cuestión (en el que la verdad triunfó, varios jefes militares tuvieron
que retirarse y Dreyfus fue reinstalado en su cargo) coincidió con el
nacimiento del cine en Francia y motivó la realización de una serie
de películas más o menos exitosas (una de ellas realizada por Méliès)
a fines del siglo xix y comienzos del xx. En todas ellas se presentaba a
Dreyfus como una víctima inocente de la incompetencia y el antise-
mitismo de los altos mandos del ejército francés, representados como
villanos innobles.
A raíz de la Primera Guerra Mundial, y arguyendo la necesidad de
unidad nacional, el gobierno francés prohibió la exhibición o la pro-
ducción de cualquier filme relacionado con el caso Dreyfus, decisión
que no cambió al finalizar la guerra y que sorprendentemente se ex-
tendió desde esa época hasta la década de los setenta. Durante todo
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

ese tiempo, películas sobre este tema realizadas en Inglaterra o Estados


Unidos, como la conocida película de William Dieterle, La vida de
Émile Zola (1937), no fueron exhibidas en Francia y solo recientemente
han podido ser conocidas. Así, el affaire Dreyfus, como si se tratara de
un evento traumático insoportable, se convirtió en el gran ausente del
cine francés, una suerte de secreto de familia (del que todos saben pero
nadie habla) que nos revela muchos de los conflictos (racismo, sober-
bia, autoritarismo, antisemitismo, rigidez) que atraviesan al universo
cultural francés (Schlomo, 2010).
Es posible que en todas las tradiciones cinematográficas existan te-
mas prohibidos. En el caso de México, tal vez el tema tabú más eviden-
te sea la conquista por parte de los españoles, evento traumático por
antonomasia que nadie en la industria del cine nacional se ha atrevido
a llevar a la pantalla de una manera explícita y frontal (curiosamente,
ni siquiera los cineastas extranjeros, en apariencia menos implicados
culturalmente, lo han intentado). Existen temas prohibidos que nos
revelan mucho sobre la identidad de una cinematografía, así como tam-
bién son reveladores los temas que están en el origen de una tradición
fílmica.
Si el western o el cine policiaco constituyen géneros fundaciona-
les que permean buena parte del imaginario fílmico norteamericano,
¿por qué el cine mexicano tiene en sus orígenes películas como Santa
(1931), La mujer del puerto (1933) o La mancha de sangre (1937), que
inauguran un género local que ha tenido siempre mucho éxito y un
amplio desarrollo, el cine de prostitutas? En efecto, el melodrama de
prostitutas, junto al cine indigenista, el cine de la revolución, la come-
dia ranchera, el cine de luchadores y, más recientemente, el cine de nar-
cotraficantes, han conocido una popularidad y un arraigo tal que se han
convertido en géneros distintivos del cine mexicano. En contraste con
el cine de México, el cine de prostitutas (también llamado en este país
cine de cabareteras, de rumberas, de exóticas, de ficheras o cine eróti-
co) ocupa un lugar relativamente secundario en el imaginario fílmico
norteamericano y europeo, en donde destacan pocos filmes de este tipo
y unas cuantas figuras como Dietrich en El Ángel Azul (1930) y Venus
Rubia (1932) de Von Sternberg, o Lulú de Louise Brooks (1928) y
Diario de una mujer perdida (1929) de Pabst.
El arraigo de este género en México responde a diversos factores es-
pecíficos que están ausentes en otros países. El éxito que tuvo en su
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momento Santa, la novela de Federico Gamboa que da origen al género


cinematográfico, un auténtico best seller literario de la época porfirista y
prerrevolucionaria, que describía los infortunios que llevan a una joven
e ingenua mujer a ser repudiada por su familia y a convertirse en una
prostituta y en un personaje cínico y desgraciado, explica sólo en parte
el éxito de su adaptación fílmica. Es sabido que existen cuatro versiones
fílmicas de Santa producidas en diferentes épocas, de las cuales tres son
en blanco y negro y una en color, una en cine mudo (Luis G. Peredo,
1918) y tres en cine sonoro (Moreno, 1931; Norman Foster, 1943; Gó-
mez Muriel, 1968). Pero igualmente existen tres versiones de La mujer
del puerto, el otro gran film fundador del género referido (Arcady Boyt-
ler, 1933; Emilio Gómez Muriel, 1949; Arturo Ripstein, 1991).
Si ello es revelador del impacto de esta clase de películas en el gusto
de los mexicanos, la fascinación del público por las historias de mujeres
prostitutas no es gratuito y en realidad tiene profundas raíces psicoló-
gicas que remiten a los mitos fundadores de la mexicanidad, entre los
cuales las figuras de la Malinche, de la Llorona o de “la chingada” (que
tienen como contraparte la figura de la Virgen de Guadalupe) destacan
por su pregnancia simbólica.
La Malinche es la Eva mexicana o la María Magdalena local, y per-
sonifica en el imaginario nacional a la mujer nativa que traiciona y
desprecia a los suyos y se entrega voluntariamente al invasor extranjero,
lo que la degrada y la equipara a la figura de la prostituta. Por su parte,
el ser un “hijo de la chingada” en la mentalidad mexicana significa en
buena medida el ser hijo de una mujer que ha sido víctima de abuso
sexual o que ha sido llevada a prostituirse, y más en general, remite al
fantasma de las mujeres indígenas que fueron sexualmente forzadas por
los conquistadores europeos y de las cuales descienden los mexicanos
mestizos.
La Llorona, descrita como una fantasmal mujer que vaga por los
caminos llorando y reclamando a sus hijos muertos, remite tanto a la
figura de la Malinche9 como a ciertas deidades femeninas prehispánicas

9 La leyenda de la Llorona cuenta la historia de una mujer (criolla o mestiza en


algunas versiones, indígena en aquellas que la asocian con la Malinche) enamo-
rada, traicionada y abandonada por su amante español, que en venganza habría
cometido infanticidio, acción que la condena a volver de ultratumba arrepentida y
avergonzada a llorar su tragedia y a traer desgracias a los vivos.

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

(Cihuacoatl, Xtabay) asociadas al inframundo, la lujuria y la muerte,


elementos que explican en algunas versiones que ella sea descrita como
una mujer muy atractiva y sensual, que seduce y enamora a los hombres
para luego destruirlos.
La escisión psíquica que Freud describe como un rasgo caracterís-
tico de muchos hombres neuróticos, que los lleva a oponer los senti-
mientos tiernos a los eróticos, haciéndolos corresponder con dos figu-
ras de la feminidad enfrentadas, la virgen y la puta, encarnadas por la
esposa y la amante, o la madre y las “otras”, o las hermanas y el resto
de las mujeres, encuentra en el imaginario colectivo mexicano su equi-
valente en la oposición entre la Virgen de Guadalupe y la Malinche,
polos extremos y personificaciones de la buena y la mala mujer. Y si la
Virgen de Guadalupe, representación de la madre ideal, bondadosa y
misericordiosa para los mexicanos, es una figura que en el cine nacional
tiene una presencia notable, de donde toma forma la madre mártir, ab-
negada y sacrificada, la Malinche y sus sucedáneos míticos encarnan a
las mujeres de la vida nocturna (impuras, peligrosas y de poco fiar) que
la prostituta personifica inmejorablemente.
La popularidad del cine de prostitutas en México no es ajeno a este
trasfondo cultural, y en cierto sentido podríamos considerarlo como un
género que pone en escena el arquetipo de la madre mala o de la mujer
profana (la sabiduría popular describe a los mexicanos como “hijos de
la chingada” o “hijos de la Malinche”). Incluso el hecho de que sea San-
ta el nombre del personaje de la prostituta que funda el género fílmico
en cuestión, subraya la confusa frontera que separa a la Virgen de la
Puta, el carácter ambiguo y ambivalente de ambas figuras, y revela los
resortes fantasmáticos de su apego libidinal.
A este respecto, Roger Bartra ha propuesto el término de Chinga-
dalupe para referirse al arquetipo femenino mexicano y para destacar
la dualidad y la ambivalencia simbólica que lo caracteriza, en donde
se combinan la pasión romántica tormentosa y el amor filial cristiano
(1987: 222).
Ahora bien, si los géneros cinematográficos están condicionados por
arquetipos y estructuras mentales de larga duración, también responden
a determinaciones más coyunturales y cambiantes, como las que tienen
que ver con las representaciones de género y los estereotipos de lo fe-
menino y lo masculino en la modernidad. Como bien señala Ramirez
Berg, a propósito del cine mexicano, si en general los estereotipos de lo
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masculino se asocian en él a lo activo, lo móvil y lo público, los estereo-


tipos de lo femenino se asocian con lo opuesto, es decir, lo inactivo, lo
inmóvil y lo pasivo, estando por ello las mujeres confinadas al espacio
del hogar, al del convento o al del burdel (Ramírez Berg, 1992: 56).10
Existe un vasto repertorio de tipos femeninos en el cine mexicano
clásico, entre los cuales podemos mencionar los de la madre, la esposa,
la hermana, la novia, la suegra, la amante, la abuela, la solterona, la
monja, la secretaria, la prostituta o la sirvienta, tipos que en general
suelen situarse en alguno de los extremos donde se opone a la mujer
decente y la mujer indecente, la buena y la mala mujer, la mujer sumisa
y la rebelde.
Si la madre suele ser representada como una mujer sacrificada y des-
interesada, paciente, generosa y buena, la hermana es una extensión de
la figura materna en el orden doméstico. Como señala Oroz, en muchos
filmes, la hermana suple a la madre cuando esta muere; respeta y admira
al hermano, cuida y se sacrifica por su hermana o hermano menor como
si fuera su madre. La hermana es también como la novia, una mujer
pura cuya moral es incuestionable, a quien hay que cuidar y a quien
debe protegerse la honra (es decir, la virginidad). La esposa, por su parte,
es la responsable de la educación de los hijos, una mujer fiel, obediente
y tolerante para con su esposo y, en muchos casos, una esposa–niña para
su marido, ingenua e inocente como la novia (Oroz, 1990).
Como señala Tuñón, la mujer en la época de oro del cine mexicano
se sitúa en uno de los polos simbólicos: el de la mujer nutricia y el de la
mujer devoradora, ambas figuras remiten a una oralidad exaltada que
puede ser pasiva o activa, purificadora o pervertidora.
La madre sacrificada, la hermana casta, la novia pura o la esposa
fiel se oponen a la mujer indecente (prostituta, amante o rumbera)

10 Existe una estrecha relación entre los estereotipos de lo masculino y lo femenino,


los cuales reflejan la forma que toman y la evolución que han seguido las relaciones
de género en el cine mexicano: si la mujer es representada en el cine de la época
de oro como sometida al destino y la fatalidad, como débil e impulsiva, el hombre
es retratado, por el contrario, como un sujeto libre, racional y de carácter firme.
Las relaciones de género son un terreno en el que la comparación entre diferentes
tradiciones cinematográficas nacionales puede resultar muy rica para el análisis
antropológico. Los trabajos recientes de Noël Burch y Geneviève Sellier aportan
ideas muy estimulantes al respecto, tanto en el plano general como en relación al
caso del cine francés. (Burch y Sellier, 1996, 2009).

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

que amenaza los tabúes sociales, mantis religiosa que despierta los te-
mores masculinos más arcaicos, mujer sin escrúpulos cuya sexualidad
animal lleva a los hombres a la perdición (Tuñón, 1998). En contraste
con la hermana, la madre, la novia o la esposa, que suelen hablar co-
rrectamente, armonizar y preservar el orden, recogerse el pelo, no usar
escotes o vestir discretamente, la mala mujer, la mujer devoradora,
viste provocativamente y utiliza sus atractivos físicos abiertamente,
emplea un lenguaje vulgar y directo, destruye y desequilibra todo a
su paso.11
En este contexto, la figura de la prostituta es un estereotipo que cum-
ple una función simbólica esencial en el imaginario fílmico mexicano.
En la medida que representa la sexualidad transgresiva, una sexualidad
al margen de las constricciones de la familia monógama tradicional
(que permite definir por contraste los límites de la feminidad moral-
mente aceptable), la cabaretera, la mujer “perdida”, es un personaje li-
minal que cuestiona la doble moral del sistema patriarcal y contribuye a
su reproducción, que encarna a un tipo de mujer empoderada y rebelde
pero también victimizada y degradada cuya conducta pecaminosa sub-
vierte las jerarquías establecidas, pero que a su vez justifica su sumisión
al poder masculino. El aura que emana de este personaje, la fascinación
que ejerce, la centralidad que tiene en la cinematografía mexicana, nos
obligan a interrogarnos sobre el significado cultural y psicológico de
este símbolo dominante.

11 María Félix es un caso de excepción en el panorama cinematográfico de nuestro


país, ya que representa el modelo de la anti–mujer que niega la servidumbre y la
sumisión tradicional de la hembra al macho, tan arraigada en el cine mexicano. Sin
ser rumbera o cabaretera, en todo caso encarnando papeles de amante o prostituta
de lujo, María Félix llevó a su clímax el modelo de la mujer fálica, mujer a la vez
viril y vampiresa que somete a su voluntad a los hombres (de donde recibió el
apelativo de “La Doña”) en películas clásicas como Doña Barbara (Fernando de
Fuentes, 1943), La mujer sin alma (Fernando de Fuentes, 1944), La devoradora
(1946, Fernando de Fuentes) y Doña Diabla (Tito Davidson, 1949).

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Francisco de la Peña Martinez

María Antonieta Pons en La bien pagada (Alberto Gout, 1947),


Filmoteca de la unam.

Marga López y Rodolfo Acuña en Salón México (Emilio Fernández, 1948),


Filmoteca de la unam

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

María Antonieta Pons en Un cuerpo de mujer (Tito Davidson, 1949),


Filmoteca de la unam

Mercedes Barba en Amor de la calle (Ernesto Cortázar, 1949),


Filmoteca de la unam

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Francisco de la Peña Martinez

Cartel de Aventurera, estelarizada por Ninón Sevilla (Alberto Gout, 1949),


Filmoteca de la unam

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Señora Tentación (José Díaz Morales, 1948)

Ninón Sevilla en Sensualidad (Alberto Gout, 1950), Filmoteca de la unam

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Francisco de la Peña Martinez

Mercedes Barba en Amor vendido (Joaquín Pardavé, 1950),


Filmoteca de la unam

Rosa Carmina en Viajera (Alfonso Patiño, 1951), Filmoteca de la unam

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Trotacalles (Matilde Landeta, 1951)

Ernesto Alonso y Miroslava en una escena de Trotacalles

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Francisco de la Peña Martinez

El cine de rumberas y sus componentes

El cine mexicano de prostitutas nace en los años treinta y tiene su época


de oro en la segunda mitad de la década de los cuarenta y la primera
mitad de los cincuenta. Entre las divas del cine de cabareteras destacan
en especial las actrices cubanas (Ninón Sevilla, María Antonieta Pons,
Rosa Carmina y Amalia Aguilar) pero también otras notables actrices
como Meche Barba, Miroslava, Andrea Palma, Lupita Tovar, Esther
Fernández, Marga López, Leticia Palma, Sara Montiel o Tongolele. La
mayoría de ellas fueron excelentes bailarinas o cantantes, mujeres–es-
pectáculo y símbolos sexuales de varias generaciones de mexicanos.
Como muchos observadores han señalado, no por casualidad este
género alcanzó su clímax durante el gobierno de Miguel Alemán, entre
1946 y 1952. En efecto, el esplendor del cine de cabareteras y prosti-
tutas coincide con el mandato del primer presidente civil después de la
revolución de 1910, quien alienta una modernización acelerada acom-
pañada de profundas transformaciones (urbanización, migración a la
ciudad, desarrollo económico y crecimiento industrial, ampliación del
sistema educativo, cambios sociales, culturales y en los roles de género)
y en la cual se da un boom de la vida nocturna en México (Aviña, 2004).
De la Mora ha propuesto que la prostituta es en cierta forma la en-
carnación de todos los conflictos generados por este proceso, un agen-
te social que expresa las ansiedades, los deseos y las contradicciones
despertadas por la modernización. Ella personifica el conflicto entre
campo y ciudad (la joven provinciana o humilde que cae por distintas
circunstancias en el cabaret o el prostíbulo y es orillada a la perdición y
la marginalidad), entre tradición y modernidad (al transgredir las nor-
mas familiares y sexuales, al desafiar la moral burguesa, al compatibili-
zar la maternidad con el trabajo sexual) y es el ícono más radical de la
experiencia urbana (De la Mora, 2006).
El género en cuestión se distingue de otros géneros equiparables
por la importancia que tienen el baile y la música en su narrativa (en
la que el cabaret o el salón de baile son la encarnación de una suerte de
paraíso musical, un reino exótico en el que predominan las coreografías
inspiradas en los ritmos caribeños como la rumba y el son, el mambo, el
danzón o el chachachá, la samba o la cumbia, pero también los ritmos
de medio oriente o de la polinesia), así como por su visión tremen-
dista y llena de excesos dramáticos (fatalismo, maniqueísmo, énfasis
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

en las pasiones y los impulsos, simplificación, acumulación trágica,


hipererotismo).12
Del vasto corpus de películas de prostitutas, y a fin de llevar a cabo
un ejercicio de lectura antropológica, centraremos nuestra atención en
aquellos filmes que sirven para nuestro propósito, muchos de los cuales
la crítica suele considerar como paradigmas del género. Si La Mujer del
puerto y Santa son las que más destacan en los años treinta, para las dé-
cadas siguientes sobresalen filmes como La bien pagada (Alberto Gout,
1947), Cortesana (Alberto Gout, 1947), Salón México (Emilio Fernán-
dez, 1948), Revancha (1948), Perdida (Fernando A. Rivero, 1949), Aven-
turera (Alberto Gout, 1949), Hipócrita (Miguel Morayta, 1949), Coqueta
(Fernando A. Rivero, 1949), Amor salvaje (Juan Orol, 1949), Amor de la
calle (Ernesto Cortázar, 1949), La hija del penal (Fernando Soler, 1949),
Un cuerpo de mujer (Tito Davison, 1949), Víctimas del pecado (Emilio
Fernández, 1950), Sensualidad (Alberto Gout, 1950), En carne viva (Al-
berto Gout, 1950), Amor vendido (Joaquín Pardavé, 1950), El suavecito
(Fernando Méndez, 1950), Trotacalles (Matilde Landeta, 1951), Por qué
peca la mujer (René Cardona, 1951), Amor perdido (Miguel Morayta,
1951), Viajera (Alfonso Patiño, 1951), Aventura en Río (Alberto Gout,

12 Pueden distinguirse tres tiempos fuertes en el cine sobre prostitutas en México, que
responden a condiciones históricas específicas y a modelos narrativos contrastantes.
El primer periodo, que es en el cual hemos centrado nuestro análisis, es el que va
de los años cuarenta a los años cincuenta, y está asociado al género melodramá-
tico, en el que la prostituta es generalmente una bailarina o cantante, no existen
desnudos más que parciales, la sexualidad es implícita y las historias se despliegan
en el mundo del cabaret y los prostíbulos. El segundo periodo se desarrolla a fines
de los sesenta y la primera mitad de los años setenta y corresponde al género del
cine erótico, basado en historias más o menos retorcidas que pueden ser dramáticas
o en tono de comedia, no necesariamente asociadas al mundo del cabaret, y en él
predominan los desnudos y las escenas sexuales explícitas. Destacan en este género
actrices como Meche Carreño, Isela Vega, Maritza Olivares o Pilar Pellicer. El tercer
periodo va de la segunda mitad de los setenta a inicios de los ochenta y corresponde
al género de la comedia sexual o sexi–comedia. Conocido como cine de “ficheras”,
este tipo de cine se caracteriza por los desnudos y las escenas sexuales, números de
música tropical en ambientes de cabaret, historias románticas elementales y una
comicidad basada en el albur y las palabras altisonantes. Sasha Montenegro y Jorge
Rivero destacan como los íconos de este cine, junto a una legión de comediantes
y de voluptuosas desnudistas (Lyn May, Rossy Mendoza, Wanda Seux, Angélica
Chaín, etcétera).

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Francisco de la Peña Martinez

1952), Piel canela (Juan J. Ortega, 1953), As negro (Fernando Méndez,


1953), Amor y pecado (Alfredo B. Crevenna, 1955), Sucedió en México
(Ramón Pereda, 1957).
Los títulos de estas películas revelan de una forma más que eviden-
te la imagen que se busca proyectar de la protagonista de este género,
ya sea enfatizando los rasgos de su personalidad, de su condición o de
los ámbitos en que se desenvuelve. En el cine de prostitutas y rum-
beras existen distintos tipos de matrices narrativas, algunas explícitas,
situadas a nivel de los cronotropos, los arquetipos y los estereotipos, y
otras implícitas, que responden a fantasías y estructuras de naturaleza
inconsciente. Entre las primeras podemos mencionar el caso de las
locaciones, como el burdel o el cabaret (y en algunos casos la vecindad
o el salón de baile), que son cronotropos característicos que enmar-
can el mundo de la agitada vida nocturna en la que se desarrollan la
mayor parte de los melodramas de prostitutas, y que generalmente se
oponen al tranquilo mundo diurno del hogar y la familia, el trabajo
o la iglesia.
En cuanto a los tipos femeninos que las protagonistas de este género
personifican, hemos mencionado el carácter ambiguo de las prostitutas
fílmicas, mujeres connotadas positiva y negativamente, que pueden ser
a la vez puras y corruptas, inocentes y malvadas, víctimas y verdugos. A
este respecto, se pueden distinguir dos prototipos de la prostituta que
se suceden y coexisten conforme evoluciona el género. Por un lado, la
prostituta inocente que se mantiene virgen y pura en espíritu, y que
se ve llevada a pecar a causa de diversas circunstancias desafortunadas,
una víctima del destino que en el fondo es una simple y buena mujer.
Por otro lado, la prostituta cuya belleza y sensualidad la marcan de tal
manera que se sirve de ellas de una manera autoconsciente para alcan-
zar sus fines, una heroína desafiante y ambiciosa que es menos víctima
que victimaria. Si el ejemplo del primer modelo es Lupita Tovar en
Santa, Ninón Sevilla en Sensualidad encarna perfectamente el segundo
modelo.
Toda una galería de tipos masculinos forma parte del modelo na-
rrativo de esta clase de películas. Por ejemplo, en muchos filmes está
presente la figura del enamorado secreto de la cabaretera, fiel y no co-
rrespondido, que es un aliado y protector de la protagonista: el inválido
compositor enamorado de Meche Barba, representado por Fernando
Fernández en Amor vendido; el guardaespaldas matón llamado Rengo
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

en Aventurera, enamorado de Ninón Sevilla; el policía de crucero en


Salón México que cuida a Marga López; el compositor en Amor perdido
(enamorado de Amalia Aguilar), el pianista ciego en las distintas ver-
siones de Santa (el célebre Hipólito), en Coqueta y en Revancha (filmes
en los que Agustín Lara encarna a este personaje, verdadero escudero
de Ninón Sevilla).13
Otro personaje recurrente en este género es el del hombre recto y
justo, maduro y moral, que es devorado por la pasión erótica hacia una
mujer joven e irresistible que lo convierte en un pelele sin dignidad, y
que Rubén Rojo en Aventurera o Fernando Soler en Sensualidad han
encarnado a la perfección. Otro tipo reconocible sería el del novio fiel
y paciente que soporta estoicamente los vaivenes de la cabaretera hasta
conseguir quedarse con ella, como el novio de Meche Barba en Corte-
sana, que recupera a su prometida después de que ésta incurre en mil y
un desfiguros, o el novio de Meche Barba en Amor de la calle.
En fin, una figura emblemática e infaltable en el submundo del
cabaret y los prostíbulos es la del proxeneta pervertidor (chulo, cinturita
o padrote), que explota y somete a su voluntad a la prostituta, el villa-
no por antonomasia, abusivo y violento, que nadie encarnó mejor que
Rodolfo Acosta en Víctimas del pecado y Salón México, pero también
Tito Junco como Lucio “el guapo” en Aventurera, Víctor Parra en El
suavecito o Ernesto Alonso en Trotacalles.
La prostituta aparece en el cine casi siempre como una mujer sin
familia y sin protección, sujeta al abuso de la policía y los proxenetas,
asociada al mundo del hampa y de la violencia, una mujer que en mu-
chos filmes es agresiva, impulsiva o vengativa. Como señala Tuñón, la
figura de la mujer violenta y agresiva es una constante en esta clase de
cine, en el cual “la mujer que ejerce el sexo aprende poco a poco las
formas delegadas por género a los hombres: la fuerza, el lenguaje claro,
el descuido de la prole” (Tuñón, 1998: 249).

13 Las canciones del músico y compositor Agustín Lara ocupan un lugar vertebral en
la construcción y en la exaltación de la mitología asociada al universo de las prosti-
tutas, la bohemia y la vida nocturna en el cine mexicano. Con una poética román-
tica que recurre en muchos casos al lenguaje religioso del sacrificio y la redención,
Lara crea una imagen idealizada de la prostituta como un ícono que encarna la sen-
sualidad, el glamour, el fatalismo y el infortunio femenino pero también el desafío
a las convenciones y la denuncia de la hipócrita moral de la sociedad burguesa.

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En la fórmula consagrada del melodrama de cabaret, la mujer “perdi-


da” está condenada a sufrir, a enfermar, a morir o a ser castigada, por la ley
o por la naturaleza. Independientemente de que responda al modelo de la
mujer seducida, abandonada y prostituida, como en Santa, que termina
sus días enferma y en la miseria, o que se ajuste al modelo de la vampi-
resa que es derrotada por las pasiones que suscita, como en La mujer del
puerto, en todos los casos hay una suerte de sanción necesaria e inevitable.
Existen excepciones a esta regla, como lo ilustra el caso de Víctimas
del pecado, en donde Ninón Sevilla encarna a una prostituta que asume
la maternidad de un niño abandonado por otra prostituta, conoce a un
empresario que le da trabajo y la apoya, es asediada por el proxeneta pa-
dre de la criatura, a quien se ve orillada a asesinar, y una vez en la cárcel,
recibe el indulto presidencial que le permitirá atender a su hijo adop-
tivo. En este film la prostituta es redimida gracias a la intervención del
Estado y a su buen comportamiento como prisionera y como madre.
En estos filmes el personaje de la cabaretera sólo puede ser redi-
mido o resignificar su trágico destino a condición de ser una mujer
buena, prostituida pero espiritualmente virgen, que actúa noble u ho-
nestamente, como en Salón México, donde Marga López encarna a una
prostituta que paga la colegiatura de su hermana menor en un costoso
internado y a quien oculta su actividad, o en Amor de la calle, en don-
de Meche Barba se ve obligada a trabajar en un cabaret para sacar de
prisión a su hermano y a su novio, quienes al enterarse del hecho se
sienten deshonrados por ella aunque después, al comprobar su buena
intención, la perdonan y se reconcilian con ella.
Si este no es el caso, la cabaretera terminará invariablemente mal.
Una de las metáforas más notables del signo trágico de la mujer “per-
dida” es la desfiguración. La desfiguración es una poderosa represen-
tación simbólica que está presente en distintas películas del género y
que puede significar un castigo o una suerte de marca de origen de la
mujer “caída”. En Amor perdido, por ejemplo, la protagonista utiliza un
antifaz que oculta la deformidad física que le causó una explosión pro-
vocada por la mujer de su amante, un contrabandista que cree que ella
lo abandonó y que al final termina matándola. En Hipócrita un tipo
mata por venganza al padre de Leticia Palma, un delincuente, y marca
en la cara a ésta. Gracias a la ayuda de un compositor ella se hace una
cirugía y queda bien del rostro, después debuta como bailarina en un
cabaret, con lo que sella su dramático destino.
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

En Piel canela Sara Montiel es una cantante de cabaret que tiene


que cubrirse media cara con su pelo para ocultar la desfiguración que
le provocó una rata cuando era niña, por descuido de sus padres. Aquí
también la cirugía remedia el problema aunque no evita el final trágico
de la protagonista. En Sucedió en México María Antonieta Pons, tras un
intento de suicidio por la infidelidad de su marido, queda desfigurada
y es operada por un cirujano que le deja un nuevo rostro, lo que le per-
mite convertirse en bailarina de cabaret.
La desfiguración puede tomar una forma derivada o indirecta, como
en la película Cuerpo de mujer, cuya trama gira en torno a la historia
de un lienzo de una mujer desnuda al que le ha sido arrancado el ros-
tro, y quien es una rumbera cuyos atractivos desatan fuertes pasiones
entre los hombres que se la disputan, entre los cuales figura el pintor
del cuadro. Una variante curiosa de la desfiguración es la pérdida de la
voz, como en el film Por qué peca la mujer, en donde Leticia Palma es
una billetera que vende a un malviviente un billete que lo vuelve rico,
y éste a cambio la convierte en cabaretera, aprovechando sus dotes para
cantar. El compositor que la ama triunfa pero ella lo deja y prefiere irse
con el rico delincuente. La policía detiene a éste y una vedette, que es
su amante, hiere a la cabaretera dejándola sin voz. A causa de ello, ésta
termina como prostituta pobre y enferma. El compositor, de vuelta de
una exitosa gira, la busca hasta dar con ella en una miserable cantina
pero sólo alcanza a verla momentos antes de que muera.
Como puede apreciarse, el relato característico del cine de cabarete-
ras comprende un conjunto de elementos estrechamente ligados: crono-
tropos que localizan las escenas primarias de este género, tipos y estereo-
tipos que animan las relaciones entre los personajes así como elementos
simbólicos diversos que poseen un significado explícito y relativamente
accesible (modales, lenguaje, vestimenta, defectos físicos, etcétera).

El incesto de segundo grado y las identidades inciertas

Junto a estos elementos, en el cine de rumberas está presente una serie


de estructuras recurrentes, latentes y menos evidentes, que remiten al
registro del inconsciente óptico del que habla Benjamin, un incons-
ciente que es el de una mirada masculina que pone en escena fantasías
de género muy precisas. En ellas se proyectan imágenes de lo femenino
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que representan a la mujer como un objeto libidinal escindido e ines-


table, imágenes que interpelan fundamentalmente a un público muy
específico de adeptos al género, que si bien comprende a las mujeres,
en su mayoría es masculino.
En estos filmes la mujer es vista según perspectivas que son múlti-
ples y complementarias: como dividida en dos (siguiendo el modelo de
la oposición entre la santa y la puta, o la esposa y la amante) o como
una persona con una identidad incierta o cambiante, que puede tomar
distintas formas (doble identidad, ocultamiento de la identidad, cam-
bio de identidad, ignorancia de la verdadera identidad, amnesia u olvi-
do de la identidad propia, gemelidad). En un gran número de casos, y
esto es de lo más significativo para la mirada antropológica, el cine de
cabareteras hace manifiesta la condición liminal e indefinida de la mu-
jer de “la mala vida” por medio de transgresiones sexuales que remiten
al incesto consanguíneo tradicional pero especialmente al incesto de
segundo tipo, estudiado por Françoise Héritier.
Para esta antropóloga, a diferencia del incesto clásico, en el que están
involucrados en relaciones sexuales dos parientes de sexo opuesto que
son considerados como consanguíneos o afines en grados prohibidos
por la moral o la costumbre, en el incesto de segundo tipo se establece
una relación triangular entre dos parientes consanguíneos del mismo
sexo que comparten una misma pareja. Así, esta clase de incesto, en
su forma más elemental, se establecería entre padre–hijo, madre–hija,
hermano–hermano y hermana–hermana por intermedio de un mismo
compañero sexual.
Héritier se interesó en aquellos tipos de prohibiciones sexuales que
no afectan al matrimonio ni la reproducción, o que se sitúan más allá
de ellos (ciertas formas de adulterio, el compadrazgo, el levirato y el so-
rorato, la sodomía, la zoofilia, la necrofilia, la gemelidad) y sus análisis
la llevaron a pensar la lógica simbólica del incesto en un sentido muy
amplio y a plantear que el incesto de segundo tipo está a la base de la
prohibición del incesto del primer tipo y no a la inversa. Su propuesta
es que la existencia del incesto de segundo tipo nos lleva a concebir la
prohibición del incesto como un problema de circulación de fluidos de
un cuerpo a otro, y que el criterio fundamental del incesto es el contac-
to, mezcla o yuxtaposición de humores idénticos.
Para esta antropóloga, la oposición entre lo idéntico y lo diferente
constituye una matriz simbólica universal, fundada en lo que el cuer-
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

po humano tiene de más irreductible, a saber, la diferencia entre los


sexos, es decir, la diferencia entre lo masculino y lo femenino. De ella
derivan las problemáticas de lo mismo y lo otro, lo uno y lo múltiple,
lo continuo y lo discontinuo y, en un plano menos abstracto, sistemas
de valores basados en oposiciones como caliente–frío, claro–obscuro,
seco–húmedo, pesado–ligero, a partir de los cuales se construyen las
clasificaciones de los humores y substancias corporales (sangre, leche,
semen, médula, carne, huesos) y el sistema que rige su circulación o
la prohibición de ésta. En este contexto, la acumulación o el exceso
de lo idéntico es incestuoso porque anula las diferencias y produce un
peligroso desequilibrio simbólico, poniendo en entredicho la manera
en que las sociedades construyen sus categorías de lo idéntico y lo di-
ferente.14
Por ejemplo, es porque existe más substancia e identidad común
entre un padre y su hijo que entre un padre y su hija que en ciertas
sociedades la unión corporal de un hombre con la mujer de su padre o
de su hijo puede ser considerada más dañina que la relación sexual entre
un padre y su hija, dado que se piensa que la substancia del padre toca a
la del hijo y recíprocamente, a través de la pareja común. Por esta mis-
ma razón se cree en otras sociedades que un hombre debe casarse con
la hermana de su esposa muerta, dado que siendo hermanas que com-
parten la misma substancia, encontrará en ella a una excelente madre
para sus hijos. Ya los textos de la antigua Sumeria condenan por incesto
la unión de una madre y su hija con un mismo compañero sexual, y el
Corán prohíbe las relaciones sexuales de un hombre con la hija de una
mujer a la que haya tenido como pareja sexual.
Para Héritier, lo que todo esto demuestra es que la prohibición del
incesto se funda en una dialéctica entre lo mismo y lo otro, lo idéntico
y lo diferente, lo homogéneo y lo heterogéneo, en un orden de signos,
clasificaciones, vínculos e intercambios que la transgresión sexual di-

14 La investigadora brasileña Debora Breder ha utilizado las teorías de Héritier para


analizar e interpretar en clave antropológica diversas obras fílmicas, mostrando el
uso y el sentido que tiene la gemelidad y el incesto en las películas de Peter Gre-
neway o la forma en la que en la obra de David Cronenberg se reflexiona sobre las
relaciones entre cuerpo, género e identidad a través de la exploración de las fron-
teras, las metamorfosis y las substancias que constituyen la corporalidad (Breder,
2009; 2011).

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suelve y desintegra, propiciando el desdibujamiento de los límites y el


caos simbólico. El simbolismo de la diferencia sexual no sólo condicio-
na la imagen del cuerpo (de la que dependen las concepciones sobre la
procreación o sobre la relación entre las generaciones), no sólo modela
las identidades de los sujetos sexuados o legitima relaciones jerárquicas
y de poder entre ellos, también está en la base de las cosmologías con
las que las sociedades ordenan y explican sus costumbres, sus relaciones
sociales y sus vínculos con la naturaleza, con el universo o con el otro
mundo.
El cine de cabareteras comprende películas que ilustran la forma
básica del incesto de segundo tipo así como otras que podrían conside-
rarse variantes derivadas de la misma, en las que los parientes implica-
dos en la relación triangular pueden ser afines (amigos, cuñados, ma-
drastra–hijastra, concuñas) o consanguíneos en grados menos directos
(tía–sobrina, tío–sobrino, medios hermanos).
Ejemplos del incesto clásico lo ilustran películas como La mujer
del puerto y En carne viva. En la primera la protagonista, Rosario, una
prostituta que trabaja en el cabaret de un puerto, encarnada por Andrea
Palma, se ve involucrada en una relación amorosa con Alberto, un ma-
rinero que resulta ser su hermano, lo que desencadena el trágico final
en el que ella se suicida arrojándose al mar; en la segunda Rosa Carmina
encarna a dos personajes: Antonieta, una bailarina que tiene una hija
con Fernando, un marinero que la abandona y provoca que ella se sui-
cide, y Laura, hija de Antonieta y el marinero, quien ya adulta se con-
vierte en cabaretera y la cual se enamora de Arturo, hijo del marinero.
Al saber que son medios hermanos ella va a suicidarse, pero a diferencia
del film anterior, Arturo lo evita aclarando que es hijo adoptivo.
El incesto de segundo tipo está presente en sus más diversas mo-
dalidades en un significativo número de películas de cabareteras. En
algunos casos, el incesto clásico de primer tipo puede combinarse con
el incesto de segundo tipo, como en Amor salvaje, donde Rosa Carmi-
na es una atractiva rumbera que se va a vivir a Venezuela con sus tíos
Antonia y Manuel. Éste y Alma se enamoran y Manuel, loco de celos,
mata al joven Julio y a un marinero, pretendientes de la joven mujer
fatal. Luego mata a su esposa Antonia y al final se suicida al no poder
llevarse a Alma, quien se ha refugiado con un cura.
Otro ejemplo es el film Amor y pecado, donde dos hermanos, Mi-
guel y Raúl, comparten una misma pasión erótica por Teresa (Ninón
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Sevilla), hermana adoptiva de ambos. Ya adultos, Miguel, el mayor,


trabaja en un cabaret para que Raúl estudie, y ambos cortejan a Teresa,
quien decide comprometerse con Raúl. Al saberse rechazado, Miguel
se vuelve drogadicto y Teresa se ve orillada a abandonar a Raúl para
poder atender a su hermano y se convierte en cabaretera para poder
mantenerlo. Sobrina, tío y tía, dos hermanos y una media hermana, en
ambos casos el par incestuoso esta sobredeterminado por el triángulo
incestuoso.
En su forma típica, el incesto de segundo tipo está presente en pelí-
culas clásicas como Trotacalles, en la que Ernesto Alonso encarna a un
proxeneta que se dedica a seducir y estafar mujeres ricas. Vive a expen-
sas de una prostituta (Miroslava) que resulta ser la hermana de la esposa
de un millonario a la que Alonso hace su amante. La prostituta trata de
prevenirla sobre quién es su amante, pero su hermana no le cree. Cuan-
do la pareja está por huir del país, la prostituta trata de detenerlos y el
cinturita la mata y a su vez él es abatido por la policía. La esposa rica es
repudiada por su marido, y echada a la calle, se convierte en prostituta.
El infeliz destino de las dos hermanas es aquí claramente referido a su
común vínculo con la misma pareja sexual, como si el incesto, aunque
sea por una vía indirecta, fuera una maldición que acarrea invariable-
mente la desgracia.
En Sensualidad, Ninón Sevilla es una cabaretera que, al salir de la
cárcel, seduce al juez que la condenó por robo. Éste pierde la cordura
por ella al grado de robar dinero de su despacho y arruinarse económi-
camente al ser robado por la cabaretera y su “chulo”. El hijo del juez la
seduce para recuperar el dinero de su padre y el juez, al creer que éstos
son amantes y que piensan huir, golpea a su hijo y estrangula a la mujer,
por lo que va a la cárcel. Con su toque de incesto de segundo tipo, el es-
quema de este film evoca el modelo ya clásico del hombre maduro que
es víctima de su obsesión por una joven ninfa y que recorre la historia
de la literatura (desde El pelele de Pierre Louys a Lolita de Nabokov) y la
cinematografía moderna (desde El ángel azul de Von Stenberg o La caja
de pandora de Pabst, hasta Lolita de Kubrick y Viridiana de Buñuel).
En Coqueta la protagonista, Marta (Ninón Sevilla), es una huérfana
que trabaja en un cabaret, y vive en casa de Rubén, un pianista ciego
encarnado por Agustín Lara. Luciano, quien la indujo a la vida de ca-
baretera y después la abandonó, regresa y le propone matrimonio, por
lo que el ciego se da a la bebida. Sin embargo, Marta se enamora del
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hijo del ciego, Rodolfo, y cuando planean e intentan huir, después de


golpear a Luciano, el ciego mata a Marta de un tiro. El fin trágico de
la protagonista está una vez más conectado al registro de las pasiones
desbordadas y desatadas por el vínculo incestuoso.
Un último ejemplo que ilustra el esquema del incesto de segundo
tipo se da en Perdida, film en el que Ninón Sevilla es Rosario, una
mujer pueblerina que fue violada por su padrastro y huye a la ciudad,
donde se volvió prostituta. Don Pascual, un hombre adinerado, la sacó
del burdel y le dio un departamento pero después la echó del mismo
por no prestarse a sus juergas. Un compositor la protege porque le re-
cuerda a su esposa muerta, y ella debuta como bailarina en un cabaret.
Se enamora del joven Armando y cuando le presenta a su padre, éste
resulta ser Don Pascual, su ex amante, por lo que el romance finaliza
en malos términos. Cuando descubre que un nuevo amante, un torero,
está casado y no puede esperar mucho de él, ella se quita la vida.
En todos los ejemplos hasta aquí enumerados, el incesto de segundo
tipo se manifiesta en una forma más bien típica. No obstante, existen
otros filmes en los que el triángulo incestuoso, sin perder su fuerza
trágica, es mucho más diluido y desdibujado, pues se da entre parientes
afines o consanguíneos distantes. En Pecadora, por ejemplo, el trián-
gulo incestuoso involucra a un hombre, una madrastra y una hijastra.
Carmen (Ninón Sevilla) protege a Antonio, un traficante del que se
enamora y con quien huye a la capital. El dandy, proxeneta que explota
a Carmen y la rumbera Leonor, los sigue y provoca que Carmen deje a
Antonio y se case con Javier, un millonario, cuya hija Ana se enamora
de Antonio. El dandy mata a Javier pero Antonio lo entrega a la policía.
Ana acusa a su madrastra Carmen de la muerte de su padre. Ella se da
al vicio pero agonizante se reconcilia con Ana y Antonio y les desea
felicidad.
Si bien María Félix no se apega al modelo típico de la cabaretera–
rumbera–prostituta sino a una de sus variantes más explosivas, la de la
mujer fuerte, bella, interesada y vengativa, que puede o no ser una pros-
tituta, en varias de sus películas está presente el triángulo incestuoso
en sus distintas versiones. En La devoradora, por ejemplo, el triángulo
se da entre ella, un tío y un sobrino. El film narra la historia del joven
médico Miguel, quien se entera de que su tío Antonio se va a casar con
la cazafortunas Diana. Ella tiene un amante al que lleva al suicidio y
orilla a Miguel y a Antonio a deshacerse de su cadáver. Después seduce
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

a Miguel y acusándolo de acoso pone al tío en su contra. Finalmente


Miguel enfrenta a Diana y la mata, entregándose a la policía.
En Doña Diabla, por el contrario, el triángulo incestuoso es más
definido e involucra a un hombre, una madre y una hija. María Félix
encarna a una mujer decepcionada de su marido, al que abandona, y
que convertida en una persona vengativa se dedica a seducir y explotar
a los hombres que se cruzan en su camino. Educa a su hija Angélica en
secreto para que ignore sus actividades, pero ella se entera de éstas al
enamorarse de un amante de su madre. Cuando Angélica intenta huir
con ese hombre, su madre lo mata y se entrega a la justicia.
En Pervertida el triángulo incestuoso, menos evidente, se da en-
tre una mujer y dos amigos. Emilia Guiu representa a Yolanda, una
mujer que se va del puerto en el que vive a la capital, con su padre y
un hijo recién nacido, debido a que ignora el paradero de su novio,
Fernando, quien huyó en un barco al creer que había matado a un
usurero. En la ciudad ella se vuelve cabaretera. Fernando descubre
que no mató al usurero y viaja a la ciudad a buscar a su mujer donde
su amigo Humberto se la presenta como su mujer a la que ha sacado
de la prostitución. Ella terminará por abandonar a Humberto y volver
con Fernando.
Una curiosa variante del incesto entre tres es el film Viajera, en el
que la relación entre dos mujeres que comparten al mismo hombre
no es de consanguinidad ni afinidad, sino a que una de ellas le cede a
la otra la hija que concibe con la pareja sexual común. Rosa Carmina
es una cabaretera ex amante de un profesor felizmente casado a quien
reencuentra y de quien se embaraza. Obligada a matar a su proxeneta
para salvar al profesor (el “chulo” quiere matar a éste para recuperar
una joya que la cabaretera oculto en el saco del profesor, quien se la
regalo involuntariamente a su esposa), después de purgar su condena
cede su hija a la esposa del profesor que no había podido tener hijos y
desaparece.
Hemos señalado que la cuestión de la identidad, tanto psíquica
como física, estructura muchas de las historias del cine de cabareteras.
La inestabilidad, la metamorfosis, la duplicación o el olvido que afecta
a la identidad mental o corporal se manifiesta en dichas tramas como
un problema que generalmente padecen las mujeres protagonistas de
estos melodramas, y que puede estar conectado en mayor o menor me-
dida al triángulo incestuoso.
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Un ejemplo bien logrado de esta articulación es el film La bien pa-


gada, en donde María Antonieta Pons encarna a una mujer desdoblada
en esposa y amante del mismo hombre. Pons es Carola en este film, una
mujer frívola y seductora, que se casa con un millonario, Fernando, a
quien traiciona con un amante. Al enterarse, éste obliga a su mujer a
renunciar a todos sus derechos y se va de viaje; al volver se entera que
Carola es bailarina y se prostituye con hombres adinerados. Éste co-
mienza a frecuentarla como cliente y ella arrepentida quiere volver con
su ex marido, a quien descubre que ama, pero éste sólo la trata como
una prostituta. Cuando Fernando está por casarse con una hermana
de ella, Carola enferma y muere en brazos de él, quien se da cuenta de
cuánto la ama.
El fantasma masculino de la mujer escindida alcanza en este film una
expresión ejemplar, siendo la misma mujer del mismo hombre quien se
desdobla en esposa y amante, mujer legal e ilegal, santa y puta, objeto
de veneración y desprecio, cambiando su valor libidinal y moral en
función de su cambio de estatus. El triángulo sexual con la hermana de
Carola comprueba la eficacia trágica del incesto de segundo tipo, pero
aquí opera como un telón de fondo que sobredetermina otro triángulo
erótico, el que establece Fernando con su doble mujer, la misma y otra
para su pareja sexual.
Una variante bastante notable del fantasma masculino de la mujer
dividida se despliega en el film Sucedió en México, en el que María
Antonieta Pons es una mujer que intenta suicidarse arrojándose al mar
debido a las infidelidades de su marido Mauricio, pero fracasa. Al que-
dar desfigurada, un cirujano la opera y cambia completamente su apa-
riencia. Como su marido piensa que su esposa huyó de él y se fue con
una hermana que él no conoce, ella, aprovechando su metamorfosis
corporal, se hace pasar por su hermana bailarina, llegada de Europa.
Creyéndola su cuñada, Mauricio la corteja y la convierte en su amante,
le ofrece dinero que es el de su mujer y viaja con ella. Cuando se entera
que su esposa ha vuelto, el esposo se compromete a reconciliarse con
ella aunque después le propone a su supuesta cuñada engañarla; ésta,
decepcionada, lo abandona.
La misma mujer es aquí la encarnación de dos hermanas que compar-
ten un mismo compañero sexual, y el hombre trata de esposa y de cuñada
a una mujer que es la misma y otra. La fantasía neurótica masculina no
puede expresarse mejor en términos cinematográficos como en este film,
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

la percepción de la mujer como un ser dual, una mujer que resulta ina-
tractiva en tanto que es esposa devota pero que es enloquecedora e irre-
sistible en tanto que amante (y doblemente enloquecedora si es cuñada).
Los desdoblamientos o las identidades ocultas están también muy
presentes y juegan un papel central en varios filmes clásicos en donde
los referentes incestuosos son menos evidentes como en Aventurera, en
donde Ninón Sevilla es una prostituta que aparenta ser una decente
novia para un joven millonario que es el hijo de una perversa lenona
de la que ignora sus actividades y a la que cree una madre virtuosa y
moralmente intachable. En el universo del melodrama cabaretero, las
apariencias, la simulación y el camuflaje son recursos del que se valen
frecuentemente sus protagonistas, y los hombres suelen ser personajes
que creen saber pero que ignoran todo sobre las mujeres que los rodean,
hasta que llega el momento, como en este film, en el que la verdad se
revela y las cosas cambian radicalmente.
Es el caso de la historia de Un cuerpo de mujer, en el que Javier, el
joven discípulo de un famoso pintor, Raúl, ignora que éste es su padre
y que uno de sus cuadros, una mujer desnuda pero cuyo rostro ha sido
arrancado, es el retrato de su progenitora, a quien él considera una
santa. Al investigar la historia del retrato, por el que está obsesionado,
él se entera que Raúl vivió con una tal Rosa, quien aparentemente lo
abandonó por Aguilar, mecenas del pintor, y terminó de cabaretera.
Javier descubre que Aguilar no anduvo con Rosa, y que ésta dejo a Raúl
para que él pudiera triunfar como pintor. Pero Javier ignora que Rosa
es su propia madre, que ésta le oculta la verdad sobre su pasado como
rumbera, y que ella destruirá la pieza faltante del cuadro que está por
recibir su hijo, a fin de que no se entere de la realidad de las cosas.
En algunos casos, la identidad, más que ocultarse o aparentarse,
puede perderse y recuperarse, como en Aventura en Río, donde Ninón
Sevilla es Alicia, una mujer felizmente casada y con una hija, que viaja
con su marido a Río de Janeiro. Allí, a causa de un accidente, ella queda
amnésica y un proxeneta que la encuentra la convierte en cabaretera y
la obliga a trabajar para él, haciéndole creer que ella se llama Nelly y
que es una prostituta. Su marido la cree muerta, pero un amigo de éste
reconoce a Nelly en el cabaret y le avisa al esposo. Cuando se encuen-
tran, Alicia no lo reconoce, pero al ver a su hija se desmaya y al volver
en sí recuerda todo, menos su vida de cabaretera. El olvido de su epi-
sodio como cabaretera, que resulta por demás absurdo, tiene aquí una
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clara connotación sexista que evoca el fantasma masculino de que toda


mujer “decente” es o puede ser una prostituta en potencia. En otros
casos, es la identidad de los hombres con los que se relaciona la que
es ignorada por las mujeres. En la Hija del penal, por ejemplo, María
Antonieta Pons es una joven que sale del penal en el que vive cuando su
madre convicta muere, y que va a trabajar en el cabaret de un mafioso,
Aranzuela, de quien ignora que es su padre. Ernesto se enamora de ella,
se enrola en la banda de Aranzuela y al fracasar en un golpe, es detenido
y encarcelado. María, embarazada, lo sigue a la cárcel. Ella denuncia
una tentativa de evasión para salvar a Ernesto de una muerte segura. El
dueño del cabaret es detenido y ellos salen libres, y Ernesto, quien se
entera que Aranzuela es el padre de María, se lo oculta a ésta.
Una variación de este esquema es el del film As Negro, en el que
están implicados dos hermanos gemelos en un triángulo incestuoso. En
este film se narra la historia de unos hermanos gemelos que acuerdan,
desde que son niños, su destino. Uno se dedicará a la medicina, el otro
se dedicará a los negocios ilícitos para ayudarlo a estudiar en la universi-
dad. Éste último enamora a una cabaretera (Meche Barba), se involucra
en un asalto y entrega el botín obtenido al hermano para que estudie
una especialidad en enfermedades tropicales en los Estados Unidos.
La cabaretera convence a su amante de entregarse a la policía y pur-
gar su condena. Años después, cuando el hermano médico regresa al
país, el otro se evade de la cárcel para verlo. Sus socios en el asalto, que
lo buscan para reclamar el botín, confunden a su hermano con él y lo
matan. El prófugo hace creer a la cabaretera que murió y que él es su
hermano gemelo. La esposa del médico va a su funeral y su gemelo le
cuenta la verdad y le propone hacerse pasar por su hermano a fin de
culminar las investigaciones que éste llevaba a cabo para producir una
importante vacuna. El prueba la vacuna en sí mismo y enferma grave-
mente, y antes de morir, informada de la verdadera identidad del falso
médico, la cabaretera lo ve por última vez antes de que éste fallezca en
sus brazos.

La modernidad y sus íconos

Es muy importante destacar que la mayor parte de las películas aquí


reseñadas han sido dirigidas por cineastas hombres y que los guiones
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

de estos filmes han sido escritos en su mayoría también por hombres,


entre los cuales se encuentran muchas de las mejores plumas de la épo-
ca (José Revueltas, Mauricio Magdaleno, Luis Spota). La mirada que
domina en estos filmes es por ello una mirada de género que privilegia
los deseos y los fantasmas inconscientes masculinos sobre las mujeres.
Dadas las condiciones de la industria fílmica mexicana de los años
cuarenta y cincuenta, que hacía impensable la existencia de mujeres
realizadoras, el cine de cabareteras fue un cine hecho por hombres, pen-
sado para y dirigido especialmente a un público masculino, lo que no
excluía para nada su consumo por parte de las mujeres. La excepción
a esta regla fue el caso de Matilde Landeta, la única directora de cine
de esta época, pionera de un cine con perspectiva femenina que en
dos de sus películas, Lola Casanova, de 1948 (que relata la historia de
una mujer criolla casada con un indígena e involucrada en la lucha de
resistencia del pueblo Seri en la época porfirista) y La negra Angustias,
de 1949 (que trata de una coronela de la época de la revolución que
comandó grupos rebeldes de filiación zapatista), desarrolló una mirada
de género que otorgó a la mujer un protagonismo y un perfil inéditos y
excepcionales en la cinematografía mexicana.15
Con todo, su tercera película, Trotacalles, de 1951, la más cono-
cida y la más exitosa comercialmente, está plagada de las fórmulas y
los esquemas narrativos presentes en la mayor parte de las películas de
cabareteras hechas por hombres (el guión del film, en efecto, es de Luis
Spota). De hecho, este es el film que ilustra en su forma más pura el
fantasma masculino asociado al triángulo erótico propio del incesto de
segundo tipo, en este caso entre un hombre y dos hermanas, y no es
para nada indiferente el hecho de que lo haya dirigido una mujer. En
una época en que la sexualidad era muy reprimida, las relaciones de
género muy desiguales y la cultura patriarcal y machista muy arraiga-
da, era impensable que el cine de prostitutas y cabareteras, incluso el
realizado por una mujer de ideas progresistas, pudiera ir más allá del
horizonte falocéntrico y masculino desde el que se codificaba lo erótico
en el cine.

15 Detalle curioso, la protagonista del film Lola Casanova fue la actriz Mercedes Bar-
ba, figura consagrada del cine de rumberas, quien realiza aquí un excepcional papel
dramático y con un fuerte contenido político, en un entorno ajeno por completo
al mundo de la prostitución y el cabaret.

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El cine ha creado íconos muy diversos de la mujer y de la femini-


dad, en función de los géneros o de los escenarios en los que sitúa sus
historias. Como lo muestran estudios recientes (Rodríguez Fernández,
2006), pese a que en la mayoría de los casos la mujer ha sido imaginada
desde la mirada y el deseo masculino, las figuras de la mujer salvaje que
aparece en el western o de la mujer exótica del cine de aventuras (aquél
que pasa en las islas del pacífico o en el África negra) son muy distintas
de las figuras de la mujer buena e ingenua de la comedia musical, de
la mujer malvada y seductora del cine negro o de la que aparece como
víctima en el cine de terror o en el thriller psicológico.
La cabaretera, rumbera o prostituta que puebla el cine mexicano
aparece en este género, como lo hemos visto, como una figura ambigua
y enigmática, a la vez subversiva y condenada por la fatalidad, amena-
zadora y fascinante, una mujer cuyos innumerables atributos negativos
(caída, perdida, de la mala vida, de la calle, sin alma, de la noche, del
arrabal, pecadora, coqueta, vendida, hipócrita, salvaje, aventurera) son
los de un ser incierto y carente, marginal y antisocial. Un ser que tiene
como su contraparte fílmica a la madre, esa mujer buena, sumisa, com-
prensiva y sacrificada que puebla el imaginario del melodrama familiar
a la mexicana, pero que es también una mujer terrorífica, pues como lo
dice Salvador Elizondo “el terror de la madre nos empuja cada vez con
más furia hacia los brazos de la ramera. Esta es, casi siempre, la madre
fallida” (García y Maciel, 2001: 223).
En todo caso, ella está emparentada con un ícono de lo femenino
que desde siempre habita en el imaginario colectivo: la mujer fatal,
aquélla que lleva al hombre a la ruina o a la muerte, manipuladora,
sensual y seductora. La mujer fatal es un arquetipo que está presente
en la mitología clásica (Pandora, Circe, Medusa, las Sirenas) y en la
tradición judeo–cristiana (Eva, Lilith, Salomé) y que el cine ha sabido
recrear, adaptando su imagen a los marcos culturales de la modernidad,
acercándola así al gran público.
En el cine negro, género del cual se convirtió en un personaje ca-
racterístico, la mujer fatal es una suerte de ángel del mal que está siem-
pre asociada a la destrucción y la desgracia, a la sed de poder y a la
violencia. Sin embargo, en sus expresiones canónicas, Joan Bennet en
Perversidad (Fritz Lang, 1945), Lana Turner en El cartero siempre llama
dos veces ( Tay Garnet, 1946), Jane Greer en Retorno al pasado (Jacques
Tournier, 1946), Rita Hayworth en Gilda (1946) o Bárbara Stanwyck
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

en Perdición (Billy Wilder, 1948), la mujer fatal puede ser una mujer
fría, malvada y sin escrúpulos, dominante e irresistible, que manipula
a los hombres y representa un riesgo para su vida, pero rara vez es una
prostituta, una cabaretera o una “callejera”.
En el cine mexicano de cabareteras, si bien las protagonistas po-
seen algunos de los atributos de la mujer fatal, como la ambigüedad,
la simulación o el carácter enigmático, el énfasis está colocado en su
condición de prostituta y bailarina, en el goce erótico que su cuerpo
provoca al bailar, en su desenfreno y libertad sexual o en la amenaza
que representa para las instituciones burguesas (la familia, la iglesia, el
orden judicial). Como la mujer fatal, el personaje de la prostituta en
el cine mexicano desafía las normas y el control masculino, da rienda
suelta a sus deseos, y al final recibe un castigo (la muerte, la cárcel o la
enfermedad) convirtiéndose en víctima de sí misma y pasando de una
condición activa a una pasiva.
Sin embargo, la mujer fatal es un personaje que resulta más aceptable o
con el cual puede identificarse más fácilmente una mujer, a diferencia de la
prostituta, un sujeto estigmatizado y menos atractivo. En el cine negro, por
lo demás, la mujer fatal es un personaje entre otros, y no todos los filmes de
este género se centran en ella, mientras que en el cine mexicano de cabare-
teras éstas son, en casi todos los casos, el personaje principal.
En nuestro país el gusto por los bajos fondos, las prostitutas, el bur-
del y el ambiente nocturno no es sólo una obsesión popular, como lo
hemos destacado, también es un interés culto que se remonta a la litera-
tura decadentista mexicana que florece a fines del siglo diecinueve y co-
mienzos del veinte (Julio Ruelas, Rubén M. Campos, Efrén Rebolledo,
Jesús Contreras, Federico Gamboa). Dicho interés está muy relaciona-
do con un esquema ideológico decimonónico pero que ha sobrevivido
a su tiempo, el cual oponía el mundo civilizado de la corrección y las
buenas maneras al mundo salvaje del prostíbulo y la disipación, y que
concebía al hombre como un ser autónomo y racional, capaz de contro-
lar sus instintos, por oposición a la mujer, habitada por el deseo animal
e inclinada por naturaleza a la lujuria. El personaje de Santa, arquetipo
de la mujer caída y referente mayor del cine prostibulario, encarna a
esta mujer inocente pero habitada por el deseo y un instinto animal
incontrolado, que una vez que es seducida y despierta a su sexualidad,
queda condenada a perderse en el placer asociado a la misma, más allá
del remordimiento y la culpa (Vázquez Mantecón, 2005: 47).
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Pero como hemos visto, el modelo de la prostituta pasiva y victimiza-


da tiene como contraparte un modelo en el que ésta aparece como un su-
jeto activo y autosuficiente. En este otro sentido, la prostituta fue motivo
de imágenes finiseculares creadas por escritores (Baudelaire, Zola, Walter
Benjamin, George Simmel) y pintores (Degas, Manet, Toulouse Lautrec,
Cezánne) que la convirtieron en un ícono de la modernidad, represen-
tante de la monetarización y la comercialización de las relaciones sociales,
pero, sobre todo, de la capacidad de las mujeres para sobrevivir de manera
independiente. Como señala Vázquez Mantecón, la prostituta es pensada
en esta época como la expresión más amenazadora de la mujer traba-
jadora. Junto a las costureras, las modistas y las meseras, las prostitutas
encarnan a las mujeres libres, dotadas de una independencia económica
que es también una independencia moral, y que generan desconfianza y
ambivalencia en los hombres. Mujeres trabajadoras que escritores mexica-
nos como Ángel del Campo, Emilio Rabasa o Efrén Rebolledo evocarán
como un motivo literario en sus obras (Vázquez Mantecón, 2005: 50).
Ambas figuras de la prostituta, como hemos intentado mostrar, no
solo perviven y están en el origen del cine nacional, también alcanzan
su mayor proyección y popularidad en el cine de los años cuarenta
y cincuenta en la medida que ellas son la expresión del sujeto de la
modernidad, en una época en la que se experimentan en México las
profundas transformaciones que acarrea la vida urbana. La prostituta,
sujeto complejo, desarraigado y cosmopolita que vive al límite de las
normas, sujeto escindido, incierto y metamórfico, sujeto del cambio
que se sitúa en el lado oscuro, nocturno y sombrío de la Babel urbana,
es así el ícono por excelencia de la modernidad mexicana.
Pero ella es dicho ícono en la medida en que también es, no lo olvi-
demos, la depositaria de estructuras mentales de larga duración que re-
miten a lo inconsciente y lo reprimido cultural, a la vez el objeto de las
fantasías eróticas más arraigadas en la psique masculina del mexicano y
la encarnación moral de los traumatizantes mitos de origen de la iden-
tidad nacional, poblados de mujeres violadas, vendidas y prostituidas.
Por lo demás, las metáforas del incesto en sus modalidades de primer y
segundo tipo juegan aquí un papel clave, pues tejen y estructuran las di-
ferentes variaciones narrativas de este género de cine, en donde la pros-
tituta aparece como un ser polimorfo, múltiple, sujeto a toda clase de
desdoblamientos y generador de fatales confusiones dramáticas, sim-
bólicas y eróticas, escenarios para el goce y la transgresión imaginaria.
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Escena del linchamiento en Janitzio, estelarizada por Emilio Fernández


(Carlos Navarro, 1934), Filmoteca de la unam

Dolores del Río y Pedro Armendáriz en María Candelaria (Emilio Fernández,


1943), Filmoteca de la unam

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Francisco de la Peña Martinez

Mercedes Barba y Armando Silvestre en Lola Casanova (Matilde Landeta,


1948), Filmoteca de la unam

Pedro Infante y María Félix en Tizoc (Ismael Rodríguez, 1956),


Filmoteca de la unam

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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Jaime Fernández y Aurora Clavel en Tarahumara (Luis Alcoriza, 1964),


Filmoteca de la unam

Cartel de Juan Pérez Jolote (Archibaldo Burns, 1973),


Filmoteca de la unam

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El cine indígena en México

El cine sobre el mundo indígena, habitualmente llamado cine indíge-


na o cine indigenista, ha sido otro de los géneros que distinguen a la
cinematografía mexicana. Si el cine en este país comenzó relatando la
vida de una prostituta, a la que convirtió en diosa tutelar de este arte,
emblema y objeto de todas las transferencias psíquicas y culturales
que habitan en el mexicano, el indígena y su mundo será un género
presente también desde los orígenes del cine en México y un motivo
fílmico no menos revelador de la mentalidad mexicana, en el que se
plasman las ambiguas, contradictorias y fantasmáticas representacio-
nes que los mexicanos no indios tienen de los habitantes originarios
de este país.
Para la mayoría de los mexicanos no indígenas, mestizos o crio-
llos, el indígena tiene el estatuto de lo que Freud llamó lo Unhei-
mlich, es decir, algo siniestro u ominoso, que evoca simultáneamen-
te lo insólito y lo cercano, lo reprimido y lo manifiesto, lo oculto y
lo conocido, lo enigmático y lo próximo, algo que siendo familiar
deviene extraño. Lo mismo en la vida cotidiana que en la políti-
ca, las artes plásticas, la literatura o el cine, el mundo indígena ha
sido objeto de una mirada ambivalente, que glorifica su pasado y
desprecia su presente, que se enorgullece de su riqueza cultural y
discrimina a sus portadores, que idealiza su imagen y a la vez la
caricaturiza. En este sentido, y como lo hemos hecho con el cine de
rumberas y cabareteras, quisiéramos realizar un ejercicio de análisis
de este género fílmico a la luz de un lente antropológico, e interro-
gar sus matrices de sentido y la forma en que éstas han generado un
conjunto de imágenes sobre lo indígena cuyo estatuto sintomático
es la evidencia de un conflicto irresuelto.
Debe precisarse que el término de cine indígena es equívoco,
ya que remite al menos a tres diferentes clases de géneros fílmicos,
como podrían ser el cine de ficción sobre los indígenas hecho por no
indígenas y con actores no indígenas, el cine documental o de fic-
ción sobre el mundo indígena hecho por no indígenas y con actores
indígenas, o el cine documental y de ficción hecho por indígenas.
En el caso mexicano, y por diversas razones que interesa destacar, el
primer género ha sido el más ampliamente dominante, el segundo
tiene una historia más reciente y el tercero, si bien existe, es muy
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

poco conocido y difundido. Aquí nos referiremos fundamentalmen-


te al cine de ficción sobre los indígenas, y dejaremos de lado el cine
documental.16
El cine mexicano en general está teñido de referencias al universo
indígena. Independientemente de que no se centre en el retrato del
mundo indígena como tal, éste aparece como el telón de fondo en mu-
chos géneros fílmicos, desde la comedia ranchera hasta el cine de lucha-
dores, y ello es comprensible dada la extensión y el peso de la población
de origen prehispánico en la historia y la cultura de este país. Cuando
aparecen como personajes secundarios, las y los indígenas desempeñan
roles estereotipados que los muestran como nanas, sirvientas, cocineras,
mayordomos o empleados, y como personajes ingenuos, ignorantes,
nobles, cómicos o malvados.
Las convenciones cinematográficas establecen que los indígenas
sean generalmente representados como sujetos de piel morena, bajitos,
introvertidos y callados, con una deficiente pronunciación del idioma
español, ataviados con huipiles, sarapes, sombreros, calzones de manta,
con huaraches o descalzos, serviciales, sumisos y obedientes o violentos
e irracionales, en ocasiones con el pelo largo, caminando con pasitos
cortos y con una manera de hablar muy entonada, como si cantaran.
Esta imagen del hombre y la mujer indígena, enmarcada en un paisaje
lleno de magueyes y nopaleras, puede ser vista como el producto de una
combinación calculada de elementos extraídos en realidad de diferentes
épocas y culturas nativas que pueden ser heterogéneos y disímiles pero
que son funcionales para la construcción de una imagen estandarizada,
cuyos estereotipos pueden ser ejemplificados por personajes fílmicos

16 La tradición del cine documental sobre el mundo indígena está muy relacionada
con el cine etnográfico realizado bajo el patrocinio de las instituciones indigenis-
tas. En la mayoría de los casos, se trata de filmes que cuentan con la asesoría de
antropólogos, que siguen el canon realista y objetivista y que se ajustan, salvo es-
casas excepciones, a los modelos expositivo y observacional del cine documental.
Entre los filmes más destacados de este género podemos mencionar, por solo citar
algunos títulos, Él es Dios (Alfonso Güemes, 1965), Etnocidio (Paul Leduc, 1976),
María Sabina (Nicolás Echeverría, 1979), Jicuri Neirra (Carlos Kleimann, 1980)
Laguna de dos tiempos (Eduardo Maldonado, 1982) y El pueblo mexicano que ca-
mina (Francisco Urrusti, 1995). Una obra reciente en que se antologan y reseñan
algunos filmes de ficción y de no ficción de corte antropológico es Cine antropoló-
gico mexicano (González Rubio y Lara Chávez, 2009).

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como María Candelaria y Lorenzo Rafael, Tizoc, Macario, Animas Tru-


jano, Yanco o la India María.
Una imagen elaborada desde la mirada de los mexicanos mestizos
y criollos de clase media, desde los valores y prejuicios de la cultura
occidental, y rara vez desde la perspectiva de los indígenas mismos.
Imagen en la que el indio real es negado, silenciado o exotizado a tra-
vés de múltiples estrategias narrativas, presentándolo como el reverso
moral, positivo o negativo, de nosotros los occidentales, mostrándolo
como un actor pasivo que se mueve impulsado por principios prima-
rios y arcaicos, situándolo en un pasado indeterminado o en un mundo
ahistórico, cerrado y dominado por el mito, la superstición, la violencia
y el tradicionalismo.
Aunque existen antecedentes desde la época del cine mudo (Tiempos
mayas y La voz de la raza, de 1912, o Cuauhtémoc, film de Manuel de
la Bandera de 1919), el cine de ficción sobre los indígenas encuentra
su punto de partida estilístico y paradigmático en la tradición inaugu-
rada por Serguei Eisenstein en su legendario film ¡Qué viva México! de
1931. Dicho film consagra dos cronotropos sobre la realidad indígena
que con ligeras variaciones reaparecen a lo largo del tiempo en la ci-
nematografía de este género: el del mundo indígena como un paraíso
premoderno pleno de vitalidad, armonía e inocencia y el de su opuesto,
el mundo de los indígenas como un infierno en el que el abuso, la
humillación y la explotación es la regla. Modelos que ilustran dos de
los episodios de este film, el que versa sobre la relajada y festiva vida de
los indígenas del Istmo de Tehuantepec (Zandunga) y el que trata de la
vida de los peones encasillados en las haciendas porfiristas (Maguey).
La mirada sobre el México indígena del cineasta ruso tendrá un
notable impacto en la cinematografía nacional e inspirará muchos otros
filmes sobre el tema, que retomarán el modelo rousseauniano del buen
salvaje, o el modelo del indio como víctima inerme de la opresión.
Junto al film de Eisenstein, pueden evocarse dos filmes que desta-
can en la década de los treinta y que atañen al mundo indígena, Tribu
(1934, Manuel Contreras Torres) y Janitzio (Carlos Navarro, 1934),
cada uno de los cuales pone en escena otro modelo de representación
típico en el género. Tribu es un film histórico que se sitúa en un pasado
y en un lugar indeterminado, en la época colonial, y que trata de las
relaciones entre los conquistadores españoles y una tribu indígena (su-
puestamente zapoteca) que se resiste a las tentativas de los invasores por
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apropiarse de las riquezas de su territorio. En una batalla los indígenas


capturan a Leonor y Elvira, hija y esposa del gobernador Alonso. El
sacerdote Zotil quiere sacrificarlas pero el cacique Tumil, enamorado de
Leonor, las libera y acuerda la paz con los españoles. En otro ataque a
los españoles, Zotil secuestra a Leonor, quien es nuevamente rescatada
por Tumil y devuelta a los españoles. A punto de formalizar su unión
con Leonor, Zotil hiere a Tumil de un flechazo y éste muere en brazos
de su amada.
Los indígenas aparecen en este film vestidos a la manera de los an-
tiguos aztecas, con huipiles y penachos, en un ambiente de templos y
ritos sacrificiales. Tumil, la personificación del indígena partidario de
la cohabitación con los españoles, las alianzas matrimoniales y el inter-
cambio cultural con los extranjeros, es el héroe positivo que es víctima
de quienes rechazan su postura y asumen una actitud belicosa y radical.
Uno de los protagonistas de este film es Emilio Fernández, quien se
hará llamar en el medio cinematográfico el “Indio” Fernández en razón
de su supuesta ascendencia, y que tendrá un papel muy influyente en
el desarrollo del cine sobre el mundo indígena, tanto en su calidad de
actor como de cineasta. Él es también el protagonista de Janitzio, que
relata una historia trágica que gira en torno a la vida y las costumbres
de los pescadores purépechas del lago de Pátzcuaro. Mezcla de ficción
y documental, con escenas filmadas con la participación de los propios
lugareños, este film propone una imagen del mundo indígena como
un mundo conservador, dominado por una tradición inalterable cuya
transgresión acarrea un castigo brutal, el linchamiento público.
Zirahuén es un indígena, líder de los pescadores, que tiene una re-
lación con Eréndira, una bella joven del pueblo. El representante de la
empresa que compra su producto a los pescadores, don Pablo, un mesti-
zo honrado y que respeta las costumbres de la comunidad, es sustituido
por Manuel, quien maltrata y paga mal a los indígenas. Manuel, quien
pretende a Eréndira, entra en conflicto con Zirahuén y consigue que
sea injustamente encarcelado. Para conseguir la liberación de Zirahuén,
Eréndira acepta ir con Manuel a Pátzcuaro, pero su acto la condena a
ser lapidada, ya que según la costumbre, las mujeres que se entregan a
los fuereños deben sufrir dicho castigo. Zirahuén sale de la cárcel, mata
a Manuel y huye con Eréndira a otro pueblo, pero al ser herido por
unos pescadores que lo reconocen, es llevado a Janitzio. Eréndira va a
buscarlo pero al ser reconocida es lapidada hasta morir. En la última
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escena, Zirahuén se sumerge en el lago con el cuerpo de la amada en


sus brazos. La supuesta costumbre indígena del ajusticiamiento público
a causa del establecimiento de relaciones sexuales con los extranjeros es
una invención deliberada de los realizadores de este film, que no tiene
ninguna base histórica, pero funciona como un motivo dramático que
opera eficazmente en la trama. En cualquier caso, tanto la historia de
Tribu como la de Janitzio, aunque situadas en épocas distintas, compar-
ten un mismo motivo, a saber, las consecuencias negativas que acarrean
las relaciones entre indígenas y no indígenas o entre lugareños y fue-
reños, un lugar común cinematográfico que, falsa y denigrantemente
representa al mundo indígena como cerrado, endogámico y hostil, que
convierte en tabú las relaciones con el otro extranjero.

Nacionalismo, indigenismo y cine

La visión que el cine mexicano tiene sobre el mundo indígena ha sido


fuertemente influenciada por el discurso indigenista que ha servido de
aval ideológico a la política del Estado mexicano en torno a la cues-
tión indígena.17 Indigenismo que está estrechamente relacionado con
el fuerte nacionalismo cultural que propició el régimen posrrevolucio-
nario mexicano, y que se caracterizará por su exaltación de lo mexica-
no, la revalorización del pasado indígena y el redescubrimiento de las
tradiciones populares.
Sin embargo, el indigenismo ha sido un discurso controvertido,
deudor de una doble moral que por un lado reivindica la diversidad
de las culturas indígenas pero por el otro busca integrarlas e incorpo-
rarlas al Estado y a la cultura nacional, contribuyendo con ello a su
asimilación o a su subordinación a la cultura oficial. Asimismo, por
el hecho de estar en manos de mexicanos no indígenas, las políticas

17 Aunque el indigenismo es un discurso ideológico que tiene una larga historia y una
influencia notable en muchos campos (literario, plástico, musical, etcétera) su ins-
titucionalización y aplicación práctica se remonta a 1948, con la fundación del Ins-
tituto Nacional Indigenista. Las políticas indigenistas de asimilación e integración
cultural que se implementarán desde esta institución cristalizan en 1950, cuando se
crea el primer Centro Coordinador Indigenista, en Chiapas, al que sucederán otros
centros en distintas regiones indígenas del país.

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indigenistas han tenido desde sus orígenes un fuerte sello paternalista


que concibe a los pueblos indígenas como menores de edad, desvali-
dos e incapaces de forjar su propio destino, y necesitados por ello de
orientación y guía.
En este sentido, el Estado mexicano se ha reservado el derecho a
definir lo legítimamente indígena, imponiendo sus criterios acerca de
lo que es valioso y recuperable y lo que es desechable o condenable en
el modo de vida de éstos. En varias películas sobre el mundo indígena
que serán hechas en las décadas que van de los cuarenta a los sesenta
estará presente esta visión, mezcla de idealización y conmiseración, de
fascinación y actitud caritativa, de mitificación y folclorización, de afa-
nes redentores y discriminación.
Como es sabido, a partir de los años cuarenta el cineasta Emilio Fer-
nández construye y consagra en su obra fílmica una imagen idílica de la
mexicanidad y, en particular, del mundo indígena, que se despliega en
distintas fórmulas. En la construcción de su universo fílmico, el “Indio”
Fernández se inspiró en buena medida en la estética cinematográfica
forjada por Eisenstein, de quien recuperó muchos de los recursos técni-
cos y los tratamientos visuales. Con el apoyo de un equipo de grandes
talentos (la fotografía de Gabriel Figueroa, los guiones de Mauricio
Magdaleno, las actuaciones de Dolores del Río, Pedro Armendáriz o
María Félix) Fernández renovó la cinematografía mexicana y la llevó
a un nivel artístico de alcance internacional, nunca antes alcanzado.18
La película más emblemática sobre el mundo indígena del “Indio” Fer-
nández es María Candelaria, un film de 1943 que fue premiado en el
Festival de Cannes. Se trata de un melodrama que recurre una vez más
al motivo del mundo indígena dominado por un tradicionalismo férreo
y una rígida moral cuyo quebranto desencadena un castigo brutal.

18 El “Indio” Fernández, quien trabajó un tiempo en el cine de Hollywood como


extra, bailarín y actor, tuvo acceso a una versión del film inconcluso de Eisenstein
durante su estancia en los Estados Unidos. Dicha experiencia, como él mismo
lo confesó muchas veces, lo marcó profundamente, y lo llevó a concebir un cine
inspirado en la obra de Eisenstein, como Taibo I lo consigna en su estudio sobre el
cineasta. Ahora bien, dados los fuertes problemas de producción y distribución que
tuvo el film del cineasta ruso, que fue exhibido al público muchos años después de
su realización, sólo muy pocos lo conocían en la época en la que Fernández inició
su carrera como cineasta, por lo que durante un tiempo se pensó que su propuesta
estética era de su entera autoría (Taibo I, 1991).

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Por haber posado para un pintor, quien retrata su rostro pero se


sirve del cuerpo desnudo de otra modelo para completar su cuadro,
María Candelaria, lugareña de Xochimilco y vendedora de flores, se
hace condenar al linchamiento público. Ella posó para el pintor con el
fin de conseguir dinero y sacar de la cárcel a su prometido, Lorenzo Ra-
fael, quien había robado un vestido de bodas y una medicina para curar
a María Candelaria de paludismo. A causa de ello, el día de la boda él
es detenido, acusado por el tendero Damián, a quien había robado. Por
su parte, los lugareños, creyendo que María Candelaria había posado
desnuda para el pintor, un fuereño, la lapidan. Habiendo escapado de
la cárcel, Lorenzo Rafael lleva a sepultar a su amada.
El “Indio” Fernández realizó otro film con tema indígena varios
años después, en 1948, que en realidad es un remake de Janitzio, titu-
lado Maclovia, y en donde se alteran algunos elementos de la historia
original que permiten darle un final menos trágico. En éste, José es un
pescador comprometido con Maclovia, a quien pretende un sargento
con el cual entra en conflicto el protagonista. Éste es encarcelado a
causa de una pelea con el sargento, quien ofrece a Maclovia liberarlo
si ella se le entrega. José logra escapar de la cárcel y mata al sargento,
pero Maclovia es acusada de haber querido huir con el militar, lo que
provoca que los habitantes del pueblo la quieran lapidar. Sin embargo,
con la ayuda de un aliado, José y Maclovia logran escapar y sobrevivir
al linchamiento colectivo.
A pesar de los cambios introducidos en la trama, es evidente que
este film conserva el mismo modelo presente en Tribu, Janitzio y María
Candelaria: la cerrazón y la endogamia comunitaria, el ajusticiamiento
irracional y el repudio y la condena a las relaciones interraciales. La
constancia de este tema en el cine mexicano no es gratuita ni acciden-
tal, es del orden del fantasma colectivo, y evidencia la fuerza del mismo
en el imaginario cultural de los mexicanos no indígenas.19

19 Por lo demás, el cine del “Indio” Fernández, en general, se caracteriza por una es-
tilizada belleza plástica y una notable grandilocuencia visual, atributos que afectan
a sus personajes, incluidos los indígenas, los cuales son representados como seres
hieráticos, majestuosos, solemnes y poco expresivos, dotados de un aura sublime,
dispuestos como esculturas o monumentos en armónicos encuadres. El recurso
deliberado a esta suerte de mitificación icónica no hace más que reforzar el carácter
fantasmático de la imagen del México profundo que este cineasta plasmó en su

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Otro film representativo del cine indigenista de esta época es Lola


Casanova, película de María Landeta realizada en 1948, basada en un
relato del escritor Francisco Rojas González. Se trata de una historia
sobre los conflictos entre los indios y los criollos en el norte de México,
y se centra en la vida de una mujer que se es capturada y orillada a vivir
entre los Seris, a quienes se asimilará y ayudará en sus relaciones con
los blancos. Lola Casanova está comprometida con Néstor, un hombre
cruel que había arrasado las aldeas de los Seris, obligándolos a refugiarse
en la costa. Una hechicera de esta tribu promueve un torneo para elegir
a un jefe vengador, que el indio Coyote Iguana gana. El día de la boda
de Lola, los Seris atacan a los blancos y los matan a excepción de ésta,
de la que se hacen cargo las mujeres del grupo. Matan a Néstor y casan
a Lola con Coyote Iguana, con quien tiene un hijo. Aunque Lola ayuda
a los indios a comerciar con los blancos, la hechicera, enamorada de su
marido, lo mata por celos, a pesar de lo cual Lola permanece entre los
indios y se convierte a su modo de vida.
El film de Landeta, a diferencia de los filmes anteriormente comen-
tados, dota a la relación entre el indígena y el extranjero de un valor
positivo, y con ello funda un nuevo esquema de representación, el del
personaje que se identifica y se incorpora, no sin obstáculos, al mundo
indígena (en efecto, a pesar de las resistencias internas, Lola termina
por integrarse y ser aceptada en la comunidad indígena hasta conver-
tirse en su portavoz). Con todo, se trata de una mirada paternalista y
condescendiente que no deja de considerar a los indígenas como nece-
sitados de la guía o el apoyo de los mestizos o criollos (superiores en
muchos planos con respecto a aquéllos) para poder salir de su condi-
ción marginal.20
La rebelión de los colgados (Alfredo Crevenna, 1954) es un film que
muestra otra faceta del paternalismo indigenista y que consagra el mo-
delo eisensteiniano de victimización extrema del indígena. Basado en
un relato de Bruno Traven y situado en la época porfirista, habla acerca

obra, una imagen afectada y en el fondo irreal y exotizante. Para un estudio sobre
el cine de Fernández, y en particular la imagen patriarcal y machista de la mujer en
su obra, remitimos al excelente trabajo de Julia Tuñón (Tuñón, 2000).
20 Sobre la obra de esta excepcional cineasta se puede consultar el trabajo de Julianne
Burton–Carvajal, que ofrece una panorámica de la vida y la producción fílmica de
Landeta (Burton–Carvajal, 2002).

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de los indígenas que eran forzados a trabajar en los campos madereros


de Chiapas, los que se rebelan y ajustician a sus patrones mestizos. Re-
trato de la infernal vida de los indígenas, el protagonista de esta historia
es un Chamula, cuyo nombre, Cándido, es una metáfora más que ob-
via de la ingenuidad de los indios, víctimas de los engaños y los abusos
de los blancos, quienes los obligan a trabajar en condiciones inhumanas
e injustas.
Con todo, la denuncia que se hace en este film de la situación de los
indígenas es tibia y limitada. En efecto, la revuelta y el ajusticiamien-
to popular, momentos climáticos del film, no son el resultado de una
toma de conciencia o de una resistencia organizada sino una reacción
espontánea y visceral contra la violencia generalizada (la tentativa de
abuso sexual contra la hermana de Cándido por parte de un capataz,
detonante de la rebelión) que desemboca en un final anodino, el in-
cendio de la casa de los patrones y la dispersión de los indios, quienes
deciden regresar a sus tierras. Como si la imagen de una sólida organi-
zación indígena fuera del orden de lo impensable, y los “colgados” solo
aspiraran al retorno a su pueblo, este film sutilmente sugiere que los
indígenas son incapaces de actuar en la arena política.
En esta época tres películas consagran los lugares comunes del indi-
genismo cinematográfico en su forma más grotesca. Por un lado Tizoc
(Ismael Rodríguez, 1956) que se sitúa en el siglo xix, crea la imagen
del indio enamorado de la mujer blanca, el buen y noble salvaje que
habita en la sierra oaxaqueña, que caza animales a pedradas y que mal-
entiende los signos (María, la arrogante mujer criolla, le da un pañuelo
para limpiar su herida y el cree que lo hace de acuerdo a la costumbre
del lugar, como un signo de amor), rapta a su amada, se hace perseguir
por el ejército y que cuando María muere de un flechazo, decide sui-
cidarse con ella. El “Indio patarrajada” (así lo llama el padre de María)
es un cursi y empecinado enamorado, idólatra de una mujer ajena a
su mundo a la que sacraliza y quien terminará por ceder, aunque sea
demasiado tarde.
Por su parte, Macario (Roberto Gavaldón, 1960) explota el exo-
tismo indígena recurriendo al mundo de lo mágico y lo sobrenatural,
situando su relato en la época colonial. Como Tizoc, el leñador Maca-
rio es representado como un indio necio y testarudo, dócil e inofen-
sivo, ingenuo y bruto. Pobre y con muchas carencias, su mujer roba
un guajolote para satisfacer la hambruna de éste, quien se interna en
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el bosque para saciarse, negándole un bocado al Diablo y a Dios, pero


no a la Muerte, quien en agradecimiento le da un bálsamo para curar a
los enfermos siempre que ella aparezca a los pies de los mismos. Rico y
famoso, la inquisición lo acusa de brujería, e incapaz de evitar la muerte
del hijo del virrey, a quien no puede curar con su bálsamo, Macario
debe huir y llega a un sitio en donde encuentra a la muerte, un cemen-
terio lleno de velas encendidas, una de la cuales, a punto de extinguirse,
representa su propia vida. Más tarde, su mujer lo encuentra muerto
junto a los restos del guajolote.21
El tercer film al que haremos referencia es Ánimas Trujano (Ismael
Rodriguez, 1961), retrato de un indígena zapoteco anti–ejemplar, ob-
sesionado en convertirse en el mayordomo que organiza la fiesta patro-
nal de su pueblo. Ánimas Trujano, un sujeto ebrio, amargado, violento
y flojo, va a la cárcel por golpear al hijo de su patrón (un español dueño
de una mezcalería), con quien su hija tiene un vástago. Ésta huye con
otro hombre y deja a su hijo con la madre, Juana, mujer noble que
ayuda a los suyos, incluido a su infiel e irresponsable marido. Al salir
de la cárcel, Ánimas, después de cometer varias tropelías, acuerda con
su patrón venderle a su nieto, y con el dinero obtenido logra ser el
mayordomo de la fiesta y el hombre más prestigiado, aunque la gente
lo desprecia por su conducta inmoral. La imagen del indio codicioso,
egoísta, supersticioso y obstinado en ser el centro de atención responde
a una visión caricatural y grotesca de un universo indígena dividido
maniqueamente entre el machismo: la violencia y el abuso masculino,
y el estoicismo: la abnegación y la generosidad femenina.
En los tres filmes mencionados predomina una visión que explota
el folclorismo y el exotismo más trivial, acorde con un indigenismo de
tarjeta postal para consumo de turistas extranjeros y citadinos. Más
que mostrar el modo de hablar, de ser o de vestir de los miembros

21 Roberto Gavaldón y Emilio “el Indio” Fernández son los representante más des-
tacados del cine mexicanista de la época de oro. Sus obras abordan con un gran
talento lo mismo, el México indígena, el México de la revolución, el México rural
y el México urbano. En varias de sus películas indigenistas, no obstante, los pro-
tagonistas son en menor medida los indígenas que héroes mestizos, que buscan
transformar las condiciones de vida de aquéllos (como la profesora de primaria en
el film de Fernández Río escondido, de 1947, o el médico rural en El rebozo de So-
ledad, film de Gavaldón de 1948). Para un estudio sobre el cine rural de Gavaldón
se puede consultar el trabajo de Fernando Mino Gracia (Mino Gracia, 2011).

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de una comunidad étnica específica, la mayoría de los filmes indige-


nistas de esta época se caracterizan por construir un modelo abstracto
del indígena, un compuesto que amalgama de manera arbitraria rasgos
culturales de diferentes etnias en un mismo personaje. Los personajes
indígenas, por lo demás, nunca son representados por actores indígenas
sino por blancos, mestizos y hasta extranjeros (como el caso de Toshiro
Mifune en Ánimas Trujano) que imitan, de una manera generalmente
exagerada, los modos de hablar, de caminar, de ser o de pensar de los
imaginarios indígenas.

La imagen del otro en el cine independiente

Los grandes estudios cinematográficos financiaron la mayor parte de


las películas hechas en la época de oro del cine mexicano (incluidas las
de tema indigenista), producciones generalmente costosas y con fines
comerciales. No obstante, el cine independiente, que surge después de
esta época, apegándose a modelos de producción de bajo costo, con ac-
tores no profesionales y rodaje en escenarios naturales, inspirados en el
cine de autor, el neorrealismo y las nuevas olas cinematográficas, llegará
a tener poco a poco una influencia nada desdeñable en el panorama
nacional. Nos referiremos aquí a tres de los filmes no comerciales más
representativos sobre el mundo indígena, producidos entre los años
cincuenta y setenta.
El primero es Raíces, dirigido por Benito Alazraki en 1953, y uno
de los primeros filmes independientes en México. Como muchos otros
filmes de este tipo, inspirados en los relatos de escritores indigenistas
(Bruno Traven, Ricardo Pozas, Juan Rulfo, Rosario Castellanos), éste
retoma varias historias del libro El diosero, de Francisco Rojas Gonzá-
lez, para retratar el modo de ser y de pensar de los indígenas de cuatro
diferentes culturas (otomíes, chamulas, mayas yucatecos y totonacos).
A pesar de haber sido considerado en su momento como un film
innovador, que contó con la asistencia de un notable grupo de intelec-
tuales y artistas (Walter Reuter, Hans Beimler, Carlos Velo o Jomi Gar-
cía Ascot), que ganó un premio en el festival de Cannes, que combina
el realismo documental con la ficción y se vale de actores indígenas y
no indígenas, a la distancia deviene una obra plagada de clichés y bas-
tante moralina. Dividido en cuatro episodios bastante disparejos, en
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el primero, La vaca, se cuenta la historia de una indígena otomí que,


impelida por la miseria, se emplea como nodriza en el hogar de unos
burgueses citadinos que la encuentran a ella y a su marido en medio de
una carretera. En el segundo episodio, Nuestra Señora, una absurda y
cursi denuncia de la discriminación, una antropóloga norteamericana,
racista y etnocéntrica, escribe una tesis doctoral en la que describe a los
indios de San Juan Chamula como “salvajes” e incapaces de apreciar el
arte occidental. En un viaje posterior, al ser acosada por los indígenas,
descubre que éstos temen que se lleve una imagen de la Mona Lisa que
ella les dejó y que han convertido en objeto de veneración, lo que la
convence de que los indígenas poseen un sentido estético y no son tan
primitivos como piensa.
El tercer episodio cuenta la historia de un niño tuerto que agradece
a los Santos Reyes de Tizimín el milagro de haberlo hecho perder su
otro ojo, pues como le hace ver su madre, así nadie se burlará de él,
pues un ciego es tratado mejor que un tuerto. La última historia, La
potranca, trata de un arqueólogo norteamericano que acosa a una joven
totonaca que lo rechaza y lo agrede, el cual propone al padre de ésta
comprársela para así “mejorar la raza”, a lo que éste responde ofrecién-
dole el doble de dinero a cambio de su esposa, para también “mejorar la
raza”. Aunque el film no carece de buenas intenciones y pretende hacer
reflexionar sobre distintos aspectos de la realidad indígena (la miseria,
la discriminación o las creencias religiosas), el recurso al humor iróni-
co, el exotismo, los lugares comunes y el maniqueísmo más ramplón,
que opone los nobles y orgullosos salvajes a los decadentes y arrogantes
civilizados, terminan por minar su impacto crítico.22

22 Un film que podría ser considerado otro ejemplo de cine independiente con tema
indigenista es Yanco, una obra de 1960 de Servando González, realizada también
en formato no industrial y con mínimos recursos. Relata la historia de un niño
nahua que vive en Xochimilco y aprende a tocar el violín con un anciano lugareño
que le transmite sus conocimientos. Al morir éste, el niño saca por las noches el
violín de su maestro, que fue a parar a la tienda del abarrotero, y lo toca en un para-
je al que acostumbra ir. El día de muertos se escucha la música a lo lejos y la gente,
imaginando que es alguna clase de brujería, se dirige al lugar de donde proviene
el sonido, pero el niño, que toca su violín parado en un montículo que es arras-
trado por el río, se ahoga en un remolino. Con un mínimo de diálogos (muchos
en náhuatl), actores no profesionales y una profusión de bellas imágenes, el film
registra los paisajes de esta célebre zona lacustre y las actividades de los habitantes

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Tarahumara es un film de 1964 dirigido por Luis Alcoriza, hijo de


refugiados españoles y guionista de Luis Buñuel. Centrado en la vida de
un grupo indígena específico, se trata de un film que rompe con la ima-
gen arquetípica y abstracta del indígena, y que describe realistamente,
sin adornos ni folclorismos, la situación y el modo de vida de los tara-
humaras. Es evidente que para la realización del filme hubo un trabajo
de acercamiento y de familiarización, comparable al del antropólogo,
tanto con la cultura de los tarahumaras como con su entorno natural. El
equilibrio entre lo documental y lo ficcional, la combinación de actores
profesionales con indígenas, la sobriedad del tratamiento visual, antíte-
sis del esteticismo y la grandilocuencia plástica de Figueroa, Fernández o
Gavaldón, el uso del idioma rarámuri junto con el español, contribuyen
a infundirle al film un valor y una honestidad excepcionales. En él se
retratan diversas actividades que permiten un fiel y contundente acerca-
miento a la cultura tarahumara: un juicio tradicional por abuso sexual,
un parto, un ritual funerario, una fiesta, una borrachera con tesgüino, la
caza del venado, la carrera de la bola, la producción en los aserraderos,
así como las prácticas cotidianas al interior de una casa (preparación de
alimentos, maneras de vestirse, comer o dormir, etcétera).
El film sigue el modelo ya descrito para Lola Casanova, es decir,
el del fuereño que se incorpora poco a poco al mundo indígena hasta
hacerse aceptar por sus integrantes. Un funcionario del Instituto Na-
cional Indigenista, Raúl, ex ingeniero que decide cambiar su entorno
profesional exitoso pero deshumanizado por el trabajo en las comu-
nidades indígenas, se hace amigo de Corachi y su mujer (quienes le
facilitan el contacto con el resto de la comunidad), constata el trato
injusto del que son objeto por parte de los blancos y se enfrenta a los
caciques de la región que pretenden despojar de sus tierras a los indios.
Como resultado de ello, los terratenientes matan primero al jefe de la
tribu (quien asesorado por Raúl estaba a punto de viajar a la capital a
defender sus derechos) y después al mismo Raúl. En la última escena,
vemos a Corachi correr impotente tras la avioneta que lleva los restos
mortales de su amigo.

de este pueblo (danzas, producción agrícola y comercio en las chinampas, prácticas


curativas, funerales, día de muertos). Sin embargo, lo inverosímil del personaje y el
cursi indigenismo que impregna la historia terminan por desvirtuar lo que podría
haber sido un buen acercamiento a la cultura nahua.

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El retrato del protagonista tarahumara es el de un indio de carne y


hueso, pues como afirma atinadamente Ayala Blanco “Ninguno de los
indígenas anteriormente biografiados por el cine mexicano manifesta-
ba una interioridad tan sólida. Corachi es el primer indio que supera
las categorías de arquetipo graciosos y espécimen. Alcoriza ha derri-
bado, pues, el ídolo de barro que representaba al indito bonachón e
inofensivo. El indígena del cine mexicano ha dejado de ser impasible,
misterioso, reconcentrado y hierático para satisfacer gustos extranjeros.
Su mundo ha perdido la magia” (Ayala Blanco, 1993: 154). A pesar
de todos estos méritos, como señala el mismo Ayala Blanco, el punto
débil del film es la gris actuación de Ignacio López Tarso como el iluso
indigenista paternalista, y la figura misma del antropólogo idealista que
se sacrifica estérilmente y que vehicula una visión ingenua y confiada
en las instituciones de justicia.
El tercer film independiente al que nos referiremos es Juan Pérez
Jolote, filmado en 1973 por Archibaldo Burns. Se trata de la adaptación
del relato escrito por el antropólogo Ricardo Pozas sobre la vida de un
indígena tzotzil. El film narra las peripecias y las andanzas de su prota-
gonista, Juan Pérez Jolote, entre dos mundos, el de los ladinos y el de
los tzotziles. Un retrato del que están ausentes cualquier pintoresquis-
mo o folclorismo indigenista, y que describe, a la manera del Tom Jones
de Tony Richardson (1966), la compleja y variopinta biografía de un
indígena sui géneris, desde su infancia hasta su vida adulta.
A causa de la violencia paterna, Juan huye desde niño de su casa va-
rias veces y sobrevive trabajando para otras familias, en las plantaciones
de los extranjeros o como jornalero en las fincas cafetaleras, se enrola
en el ejército, es iniciado sexualmente por una mujer mestiza, tiene
amoríos con una joven nativa, y después de toda esta larga odisea por el
mundo exterior, regresa al hogar paterno y se integra a la vida comunal
tradicional, se casa con una lugareña según los usos y costumbres y se
convierte en mayordomo, transformándose en un prestigiado represen-
tante político religioso de su sociedad.
La vida de los indígenas tzotziles es captada con un estricto sentido
antropológico, lo que permite al espectador acercarse a las activida-
des agrícolas, las ceremonias matrimoniales, las prácticas sexuales, las
enfermedades y los ritos curativos chamánicos, las ceremonias de in-
vestidura política, los ritos funerarios, la construcción de chozas o la
participación de Juan como líder religioso en el carnaval de San Juan
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Chamula, todo ello acompañado del consumo indiscriminado de alco-


hol, un elemento imprescindible en esta cultura, en la cual la muerte
por alcoholismo es la más frecuente entre los hombres.
Mezcla lograda de ficción y documental, la cinta de Burns repre-
senta un paso adelante y supera a los dos anteriores filmes, lleva a su
culminación el ideario del cine no industrial, pues el rodaje ocurre en
locaciones auténticas de la región Chamula del estado de Chiapas, em-
plea exclusivamente actores indígenas no profesionales, y es hablado
casi en su totalidad en la lengua tzotzil.

El nuevo cine mexicano de los años setenta


y los indígenas

En la década de los setenta el cine mexicano vivió un florecimiento


artístico que muchos han equiparado al de la época de oro de los cua-
renta, gracias a una coyuntura de apoyo de las altas esferas del gobierno
a la producción cinematográfica. Resultado de una realidad histórica
fuertemente politizada a consecuencia de los acontecimientos del 68,
las películas que tratan del mundo indígena tienden a ejercer una mira-
da crítica y desmitificadora de las desiguales e injustas relaciones entre
indígenas y mestizos. Con todo, se trata de películas alejadas del forma-
to independiente tradicional, producidas industrialmente y con actores
profesionales. Entre las películas de este género destacan tanto las que
se sitúan en el presente como las de carácter histórico. Entre las prime-
ras podemos mencionar tres destacados filmes que exploran y exhiben
diferentes aspectos de esta clase de relaciones interculturales.
El primero de ellos es Cascabel (Raúl Araiza, 1976), que relata la
historia de un cineasta a quien el gobierno le encarga la realización de
un documental sobre los indios lacandones. Desatendiendo el guión
que le fue impuesto, el documental producido provoca molestia entre
sus patrocinadores, entre ellos un ministro, por mostrar la miseria en
la que viven los indios e incluir la opinión de políticos opositores al
sistema, lo cual hace que su director sea despedido y sustituido por uno
totalmente sumiso. La noche previa a su regreso, en la choza de unos
amigos lacandones, el cineasta muere al ser mordido por una serpiente
de cascabel. Si el cine comercial y privado, como ya señalamos, ha sido
afectado por una visión limitada y estereotipada de los indígenas, el
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film de Araiza denuncia y cuestiona la verdad contenida en las películas


sobre los indígenas patrocinadas por el Estado, las cuales suelen mani-
pular la realidad (mostrando un mundo indígena ideal y sin conflictos)
y mostrarse complacientes con el gobierno en turno.23
El segundo film es Llovizna de Sergio Ollovich, filmado en 1977.
Ejemplo del miedo irracional al “otro” por el simple hecho de ser indí-
gena y de la forma en la que el racismo contra éstos permea a la socie-
dad mexicana, el film relata la historia del empleado de una empresa,
un sujeto de clase media, mestizo y citadino, que de regreso de un viaje
a provincia adonde fue a cobrar un pago en efectivo, les da aventón en
su auto a unos indígenas que encuentra en la carretera, humildes alba-
ñiles un tanto huraños. Obsesionado con la idea de que éstos lo van a
asaltar, en una parada en el camino los asesina con una pistola y huye
del lugar. Al llegar a su casa y ver la noticia del crimen en la televisión, le
confiesa a su esposa lo que hizo y ésta lo tranquiliza convenciéndole de
que sólo eran unos indios que a nadie importan, y que la policía pronto
se olvidará del asunto.
El tercer film a considerar es Los pequeños privilegios (Julián Pastor,
1977), en el que se muestra el contraste entre el embarazo de Cristina,
una mujer burguesa casada con un alto ejecutivo, y el de Imelda, la sir-
vienta de 15 años que trabaja para ellos, y que debió huir de su pueblo
para ocultar su embarazo. Mientras que Cristina recibe todas las aten-

23 A este respecto merecen una mención especial las películas de la India María, per-
sonaje cómico surgido de la televisión (en donde se desempeñaba como patiño del
conductor Raúl Velasco) y encarnado por la actriz María Elena Velasco, que tendrá
un éxito comercial notable en la década de los setenta. La India María es un perso-
naje que se inspira en una representación bastante estereotipada de las mujeres in-
dígenas migrantes, de origen Mazahua y Otomí, que comenzaron a proliferar en la
ciudad de México en esta época. Bautizadas como Marías por los citadinos, se trata
de mujeres dedicadas a la venta callejera de frutas, dulces o semillas, que conservan
una fuerte identidad indígena y son reacias a asimilarse a la cultura urbano–mes-
tiza. El trabajo de Lourdes Arizpe sobre este tema demostraba que la causa de esta
resistencia a la aculturación radicaba en que estas mujeres migraban estacional y no
permanentemente a la ciudad, pues regresaban a sus comunidades de origen y solo
recurrían al trabajo en la ciudad como una actividad económica complementaria
para el ingreso familiar (Arizpe, 1980). La India María encarna al buen salvaje en
versión femenina, la india pobre pero honrada, astuta, ingeniosa y noble, alegre y
generosa, que en tono cómico se burla en sus películas de los mestizos y criollos
poniendo en evidencia la discriminación y la corrupción imperantes en México.

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ciones y festejos por su condición, Imelda intenta abortar recurriendo


a métodos diversos hasta que lo consigue pero al precio de sufrir una
grave hemorragia que la deja estéril. Retrato crudo de la indiferencia y
el desdén que manifiestan los criollos y mestizos hacia los indígenas; sus
patrones sólo toman conciencia de la situación de Imelda debido a su
hospitalización, pasada la cual ella será nuevamente ignorada y deberá
ocuparse de cuidar al bebé de éstos, como si nada hubiera sucedido.
Entre las películas de tipo histórico que abordan la realidad indíge-
na en esta década, haremos referencia a tres, cada una retoma el modelo
eisensteiniano del mundo indígena como un infierno en la tierra. La
primera es La casta divina (Julián Pastor, 1976), que relata la vida de
los hacendados yucatecos en la época porfirista, quienes se creían seres
divinos y superiores, y cuyo sistema señorial y aristocrático, basado en
el trabajo esclavo de los indígenas mayas en las fincas henequeneras,
fue destruido por la revolución de 1910. El film retrata los abusos de
los hacendados contra los indígenas, así como la fallida resistencia que
opusieron al ejército revolucionario del general Salvador Alvarado, pues
los peones que trabajaban para ellos se sumaron masivamente a la re-
volución y no les dieron el menor apoyo, por lo que muchos de ellos
tuvieron que exiliarse en Cuba.
Balún Canan, película de Benito Alazraki de 1977, adapta la novela
de Rosario Castellanos del mismo nombre. La trama se desarrolla du-
rante la presidencia de Lázaro Cárdenas, cuando fueron promulgadas
nuevas leyes de educación que obligaban a los hacendados a impartir
educación primaria a sus trabajadores. Los Argüello, dueños de una
hacienda en Comitán, tienen dos hijos, una niña y un niño. César Ar-
güello, jefe de la familia y de mentalidad caciquil, envía a su sobrino
Ernesto para que se encargue de educar a los hijos de los indígenas, pero
éste desconoce el oficio y no habla tzeltal. Ernesto maltrata a los niños
indígenas y sus padres deciden vengarse asesinándolo, por lo que César
viaja a la capital del Estado para entrevistarse con el gobernador. Mien-
tras tanto, su esposa se queda con sus hijos en la hacienda y Mario, el
pequeño heredero del poder económico y social de su padre, enferma
de apendicitis y muere. Su muerte es atribuida a las maldiciones de los
brujos del lugar, quienes habrían acordado terminar con los abusos de
sus patrones acabando con su heredero.
Por su parte, Nuevo mundo, un film de 1978, dirigido por Gabriel
Retes, que recrea el México de poco tiempo después de la conquista,
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y que se sitúa en la región de Michoacán (la lengua hablada por los


indígenas del film es el purépecha). Film polémico y censurado algún
tiempo, y uno de los pocos que se atreve a retratar la extrema violencia
y el abuso de poder que conllevó la conquista de México; la película
es una alegoría del nacimiento del culto a la Virgen de Guadalupe.
Al cuestionar el mito guadalupano, expone cómo para someter a los
indios un sacerdote inventa, con la complicidad de un pintor nativo
aculturado, la aparición de una virgen con rasgos indígenas la cual pide
la reconciliación entre conquistadores y conquistados. El director Ga-
briel Retes retrata los brutales métodos inquisitoriales utilizados por los
sacerdotes españoles, entre ellos las torturas más crueles, para imponer
su religión y lograr un completo control político sobre los indígenas,
no sin la resistencia de éstos al sometimiento espiritual. Como en un
thriller político o un film de gangsters, una vez que el culto a la Virgen
logra su cometido, esto es, convertir a los indígenas, todos los invo-
lucrados en su invención son asesinados, para que no quede ninguna
evidencia de su origen real.
No es casual que los filmes aquí comentados, por lo demás grandes
producciones cinematográficas financiadas por el gobierno, se permi-
tan explorar en un sentido bastante crítico el pasado y el presente his-
tórico denunciando los abusos políticos, la discriminación y la explota-
ción extrema de la que son víctimas los pueblos indígenas. El gobierno
de Luis Echeverría y en parte el de su sucesor José López Portillo, se
caracterizaron por tolerar una relativa libertad de expresión entre los
creadores, pero también por promover un indigenismo populista y de-
magógico que conllevó medidas como la duplicación de los centros
coordinadores del ini, la devolución de 600 mil hectáreas de selva a
los lacandones y la devolución de la Isla Tiburón a los seri. Acciones
que buscaban hacer frente al desarrollo de organizaciones políticas in-
dependientes (incluyendo las campesinas e indígenas), al descontento
popular y al rechazo del régimen priísta.

La imagen de los indígenas al final de un milenio


y al inicio de otro

A lo largo de la década de los ochenta y los noventa, el cine en general,


y el de tema indígena en particular, no serán ajenos al impacto del
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discurso posmoderno y multiculturalista que reivindica la diversidad


cultural y alienta la tolerancia y el respeto entre todas las culturas. La
cinematografía mundial se puebla cada vez más de películas que tratan
de las particularidades étnicas, raciales y culturales de los hombres o
de las relaciones y los conflictos entre culturas distintas, y los cines
periféricos y marginales comienzan a ser el centro de la atención de los
festivales y los críticos de cine. En el caso de México, se multiplican los
filmes hablados en su totalidad en lenguas indígenas o que recurren
predominantemente a ellas, muchos de los cuales exploran y recrean,
en un sentido reivindicativo, la historia o los mitos del pasado indígena,
tanto de la época prehispánica como de la colonia.
Un ejemplo destacado de este interés en el mundo prehispánico es
el del film Ulama (Roberto Rochín, 1986), un docudrama o ficción
documental que explora el juego de pelota llamado Ulamaliztli, que
durante siglos y siglos se ha practicado en México. A partir del caso
de una región de Sinaloa donde aún pervive la práctica de este juego,
el film ofrece una panorámica histórica del mismo, así como el de sus
múltiples variantes entre los diferentes grupos indígenas. Asimismo,
se analizan las dimensiones rituales, religiosas y místicas de este juego,
cuya práctica está vinculada al deber que tienen los hombres de asegu-
rar la reproducción y el equilibrio de la naturaleza y el cosmos.24
Un film muy importante en esta vena es Retorno a Aztlán, realizado
en 1991 por Juan Mora Catlett. Hablado en su totalidad en náhuatl, se
trata de un film único en su género ya que es el primero que se sitúa en
la época prehispánica, recreando un mundo completamente ausente en
la cinematografía nacional. El film trata del viaje que unos emisarios de
Moctezuma el Viejo emprendieron rumbo a la mítica Aztlán, buscando
encontrarse con la diosa Coatlicue para reconciliarse con ella y solicitarle
ayuda para poner fin a una larga sequía. En una historia paralela, un hu-
milde campesino, Ollin, emprende la búsqueda de Aztlán y se encuentra
con Coatlicue, pero los enviados imperiales lo capturan y lo sacrifican. A
su regreso, los enviados hacen saber a Moctezuma que la diosa Coatlicue

24 Otra obra de los ochenta que se focaliza también en el pasado prehispánico es


Tlacuilo, film de animación dirigido en 1984 por Enrique Escalona, y que trata
de los códices aztecas. La película desarrolla las tesis de Dr. Joaquín Galarza, según
las cuales la escritura de los códices prehispánicos se puede interpretar como un
lenguaje articulado en el que las figuras y los colores tienen un valor fonético.

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ha vaticinado el fin del imperio fundado por su hijo Huitzilopochtli y


Tlacaelel, consejero del gran Tlatoani, decide destruir los libros y los
objetos que son la prueba de esta profecía, a fin de ocultársela al pueblo.
Una década más tarde, Mora Catlett volverá a la fórmula del mun-
do prehispánico y filmará Eréndira Ikikunari (2006), película hablada
completamente en lengua purépecha que cuenta la historia de un per-
sonaje legendario de la cultura tarasca, una mujer que participó en la
resistencia contra la conquista española, y que en contra de la decisión
del cacique Tangaxoan de condescender y no oponer resistencia a los in-
vasores, tomó partido por el enfrentamiento contra ellos. Las obras de
Mora Catlett se caracterizan por el uso de las lenguas prehispánicas, las
atmósferas míticas y por la sobriedad y sencillez con la que caracteriza
a los indígenas del pasado, pero sobre todo por el recurso deliberado a
la imaginación artística (se sabe poco sobre cómo era la vida cotidiana
de los nahuas o purépechas de tiempos lejanos) para recrear de manera
estilizada y visualmente impactante la cultura de estos pueblos (con
vestimentas, máscaras, adornos y pinturas corporales muy plásticas y
coloridas o escenografías exóticas y bellas).
Otra obra importante de corte histórico es Cabeza de Vaca, una pe-
lícula de ficción del renombrado documentalista Nicolás Echeverría,
filmada en 1991 y basada en los diarios del conquistador español Alvar
Núñez Cabeza de Vaca, que describen el naufragio de la expedición en
la que viajaba frente a las costas de Texas en 1528 y la captura y escla-
vización de los sobrevivientes por parte de los indígenas de esa región.
En el film, Cabeza de Vaca, convertido en el sirviente de un chamán,
no sólo aprenderá las técnicas curativas de éste hasta llegar a ser a su
vez un chamán, sino que se asimilará profundamente a la mentalidad
indígena.25 Después de algunos años de cautiverio él deseará permane-
cer entre los nativos. Sin embargo, será testigo de la esclavización de
éstos por parte de sus compatriotas, quienes lo rescatarán, o más bien
lo secuestrarán (de hecho Cabeza de Vaca no logra comunicarse ya en
castellano con ellos), obligándolo a regresar a la sociedad conquistado-
ra. El film tiene la virtud de representar la diversidad de culturas que

25 El excelente trabajo de Jablonska ahonda en un análisis detallado de las diferencias


entre el texto original de Cabeza de Vaca y la adaptación fílmica, un contraste que
atañe a las voces narrativas, los puntos de vista y las estructuras narrativas presentes
en el texto y en el film (Jablonska, 2009).

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habitan en el norte de México y el sur de Norteamérica, elemento que


está ausente en la mayor parte de los filmes de este tipo, que suelen
remitirse a la cultura indígena como una e indeterminada.
Por otro lado, el film modifica algunos elementos del relato original
y alienta una visión idealizada que hace de su protagonista un héroe
con poderes místicos. El retrato del personaje de Cabeza de Vaca en cla-
ve posmoderna, como un agente cultural abierto al sincretismo simbó-
lico que se transforma en un neochamán, tal vez no sea sino una réplica
en el terreno ficcional de aquellos temas y personajes que a lo largo de
su trayectoria este cineasta ya había abordado como documentalista.
Temas y personajes relacionados con el sincretismo religioso y los cu-
randeros tradicionales, como en el documental María Sabina, mujer
espíritu (1979), sobre la célebre chamana mazateca o su documental
Niño Fidencio, el taumaturgo de Espinazo (1980), sobre otro conocido
sanador religioso.26

26 A este respecto, resulta más interesante y trascendente el cortometraje realizado


en 1995 por otro renombrado documentalista, Francisco Urrusti, titulado Tepu.
Con tan solo 27 minutos de duración, se trata de un film inclasificable y excep-
cional, un documental de ficción en el que el cineasta registra las experiencias
y las reflexiones de su amigo Tepu a raíz de una visita a la ciudad de México,
a donde Urrusti lo invitó a pasar una temporada. Tepu, un maracame o sabio
huichol muy respetado y conocido, había sido objeto de un documental sobre su
vida en las comunidades huicholas de la sierra de Jalisco, realizado por Urrusti
muchos años atrás, en un formato clásico y convencional. Sin proponerse ser
un documental de este tipo, el corto de Urrusti rompe con todos los cánones
establecidos y, centrándose en la perspectiva de Tepu, nos muestra la mirada y
la percepción que tiene un indígena sobre el mundo de los gringos, es decir, de
los mexicanos no indígenas que viven en las ciudades. El resultado es asombroso
y desconcertante: en lugar de que el indígena sea el objeto de observación para
nosotros los occidentales, somos nosotros quienes son observados y descritos
por parte del otro. Tepu registra nuestras costumbres y las contrasta con las de
su pueblo, señalando que aunque tenemos estufas hemos perdido la capacidad
de hablar con los dioses a través del fuego, constatando el poder corruptor del
dinero y el consumismo y la pobreza derivada de no poseer tradición, declarando
enfermo al espíritu de la ciudad y proponiendo hacerle una limpia desde lo alto
de la Torre Latinoamericana. En la perspectiva de una auténtica deconstrucción
del documental antropológico hasta invertir todos sus términos, esta obra de
Urrusti, poco conocida y aparentemente menor, constituye en mi opinión uno
de los filmes más radicales y honestos sobre la concepción del mundo indígena,
buen ejemplo de un cine concebido desde el punto de vista del indígena.

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La otra conquista (1995, Salvador Carrasco), es un film histórico


situado poco tiempo después de la conquista de México que narra la
historia de un pintor de códices azteca, hijo natural de Moctezuma y de
su media hermana Tecuichpo, hija también de Moctezuma y mujer de
Hernán Cortés, quien convence a éste de perdonarle la vida a su parien-
te acusado de idolatría. Cortés manda recluir al indígena en un conven-
to donde es forzado a la conversión religiosa, bautizado como Tomás
y puesto bajo el control del sacerdote Diego, quien dirige la orden a la
cual es ingresado. Cómplices entre ellos y rebeldes a la evangelización,
aunque aparentando ser buenos cristianos, Tecuichpo se embaraza de
su medio hermano para asegurar la continuidad de su raza, y Cortés
la repudia al descubrirlo. Tomás vive en un permanente conflicto de
fe y se obsesiona con la imagen de una Virgen, y en un arranque de
locura mística se ata a la misma y se arroja desde lo alto del convento.
En su lecho de muerte, el sacerdote encargado de la conversión y la
formación espiritual de Tomás, constata su fracaso y se niega a confesar
lo que atestiguó. Retrato de la resistencia a la conquista espiritual, el
filme de Carrasco no sólo muestra la violencia física y simbólica de la
que fueron objeto las élites dominantes aztecas, obligadas a disfrazar
sus antiguas creencias en el nuevo culto cristiano, también se atreve a
retratar a un Hernán Cortés de carne y hueso, algo bastante insólito en
el cine mexicano.
A diferencia de las películas anteriores, Santo Luzbel (1996, Miguel
Sabido) es uno de los pocos filmes finiseculares que se sitúa en el pre-
sente. Su historia sucede en una comunidad nahua de la Sierra Norte
de Puebla. Hablado en buena parte en náhuatl, relata el conflicto entre
la gente de costumbre (los indígenas) y la gente de razón (los criollos
y mestizos), suscitado por la decisión de los mayordomos del pueblo
de Yohualichan de apoyar la puesta en escena de un antiguo texto, en
parte en español y en parte en náhuatl, llamado “Coloquio de la ado-
ración del Rey”. El sacerdote del pueblo se opone a dicha acción, pues
considera blasfemo dicho texto en el que dialogan San Miguel Arcán-
gel y Luzbel, pero éste es representado como un santo. Enfrentando al
sacerdote tradicionalista, los habitantes del lugar, quienes desean llevar
a cabo la representación teatral en la iglesia del pueblo, son apoyados
por un sacerdote liberal que entiende el sincretismo entre las creencias
indígenas y cristianas. Al final, la representación tiene lugar no en la
iglesia sino en una pirámide cercana al pueblo. Ilustración ejemplar de
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los choques interculturales que suelen darse en las regiones indígenas, el


filme de Sabido reivindica el sincretismo religioso propio de los pueblos
nativos y refleja el espíritu multiculturalista que comienza a generalizar-
se a partir de esta época.
Si en las décadas de los ochenta y los noventa florece un cine indí-
gena predominantemente histórico (y que introduce por primera vez
el tema del mundo prehispánico), en las primeras décadas del siglo xxi
este tipo de cine, sin abandonar los formatos comerciales e industriales,
vuelve al presente y retoma algunas fórmulas del cine independiente
con muy buenos resultados.27 Para terminar este recorrido por el género
en cuestión, nos referiremos a dos filmes representativos de los tiem-
pos presentes. El primero es Cochochi (2007, Laura Amelia Guzmán
e Israel Cárdenas), película filmada en la sierra Tarahumara que narra
la historia de dos niños rarámuris a quienes su abuelo les encomienda
llevar medicamentos a un pariente que vive en un pueblo cercano al
otro lado de las montañas. Uno de los dos toma prestado un caballo de
su abuelo y ambos parten, pero en un descuido pierden el caballo, que
parece haber sido robado. Luego se extravían por caminos distintos y

27 Entre los filmes recientes situados en el presente indígena podría mencionarse Rito
terminal (Oscar Urrutia, 2000), una obra desigual que trata de un camarógrafo y
fotógrafo mestizo que viajan a la Mixteca oaxaqueña para participar en la filmación
de la fiesta patronal de una comunidad indígena. En el transcurso de la misma
muere un lugareño y durante su velorio el camarógrafo sustrae la foto de una mu-
jer con su hija que estaba en un altar y comienza a tener extrañas visiones. Poco
después el protagonista constata que ha “perdido su sombra”, regresa al poblado y
comienza a tener más visiones, que no entiende hasta que averigua que el espíritu
de una mujer indígena lo poseyó (la mujer de la foto) y que ésta fue asesinada por
su madre, una anciana bruja. Opuesta a su hija, a quien le reprochaba haber aban-
donado la tradición y convertirse en una “extranjera”, impedirá que ella se lleve a su
nieta a la ciudad y por ello la asesinará. Sin embargo, la nieta, aunque educada de
acuerdo a la tradición, ya adulta seguirá los pasos de su madre, y la abuela también
provocará su muerte a través de la brujería. Al final, una vez que el camarógrafo
comprende su situación y se confronta con la anciana sirviéndose de una máscara
mágica que le da un curandero, se libera de su mal y puede retornar a su vida
normal. Hablada en parte en mixteco por actores profesionales y no indígenas, la
película de Urrutia está plagada de todos los clichés sobre los poderes mágicos y
las fuerzas místicas que supuestamente pululan en un mundo indígena imaginado
como poblado de brujos, lo que hace que el film sea en menor parte una visión
sobre los indígenas que sobre los miedos que los mestizos albergan respecto a los
poderes esotéricos y las creencias sobrenaturales que les atribuyen a aquéllos.

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viven aventuras diferentes, tratando de dar con el caballo de su abuelo


para que éste no se enoje. Al final, descubren que el caballo volvió por
sí solo y que su abuelo los ha perdonado por su travesura.
Hablada en rarámuri, con actores no profesionales y filmada en lo-
caciones reales, el film retrata de manera bastante fiel la situación actual
del pueblo tarahumara, impactado por la civilización occidental y los
procesos de modernización, pero al mismo tiempo preservando su ma-
triz cultural ancestral. El ritmo, el tono y la forma en que la película
está rodada (una historia local, minimalista, con menores de edad, mo-
desta y costumbrista), evoca a otras cinematografías contemporáneas
de gran actualidad, como la iraní, la coreana o la tailandesa (Abbas
Kiarostami, Apichatpong Weerasethakul). Ello lo convierte en un filme
independiente muy en sintonía con las tendencias multiculturalistas
que dominan hoy en día en los festivales internacionales de cine. Con
todo, el film presenta una estructura de ficción documental que resulta
ambigua, ya que aunque desde el punto de vista del narrador implícito
se nos puede hacer creer que asistimos a una fiel recreación del modo
de vida rarámuri, no deja de ser una película ideológicamente condi-
cionada por una visión tendenciosa que estigmatiza a los mestizos y
reivindica un indigenismo más bien abstracto (Córtes Ortega, 2013).
Terminaremos nuestro recorrido deteniéndonos en un film muy
significativo ideológica y políticamente hablando, Corazón del tiempo
(Alberto Cortés, 2009), una obra sui géneris que quince años después
del levantamiento indígena del Ejercito Zapatista de Liberación Nacio-
nal, pone en escena la vida cotidiana de una comunidad zapatista de la
selva Lacandona, el pueblo de San Pedro Michoacán. Film de ficción
producido, concebido y actuado por los indígenas de la comunidad
misma, todos ellos actores no profesionales, relata la historia de una
joven que se enamora de un soldado del ezln y enfrenta la decisión
de contraer matrimonio con otro joven, previamente acordada por sus
padres.
La película muestra a partir de esta situación, que contraviene a la
“costumbre” y genera un serio conflicto que involucra a las familias, a
los mandos civiles y los militares, cómo son las relaciones del pueblo
con el ezln, las relaciones de autoridad y la situación de la mujer al
interior de la comunidad. Al final, la joven toma la decisión de aban-
donar su comunidad, incorporarse a la milicia y compartir su vida con
su compañero de armas. La abuela, la madre y la hermana menor de la
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protagonista aparecen como testigos de esta historia de libre albedrío


femenino que une a tres generaciones de mujeres. El film registra el
hostigamiento militar del que son objeto las comunidades zapatistas,
las acciones de éstas para hacerle frente, así como la presencia y la co-
laboración de los simpatizantes extranjeros con el movimiento rebelde.
A través de una sencilla historia de amor, Cortés consigue retratar de
manera veraz y artística el mundo de los pueblos zapatistas, sin caer ni
en el panfleto ni en la idealización.

Los múltiples rostros de los pueblos originarios

Como puede constatarse a partir de nuestro recorrido, la historia y


el estatuto de la imagen del indígena en el cine mexicano no ha sido
ajena a los muchos factores que inciden en la dinámica nacional: los
cambios en el régimen político mexicano, las transformaciones en la
industria del cine y en el campo cultural, la evolución de las políticas
indigenistas, los cambios en las relaciones interraciales entre mestizos e
indígenas, así como los reclamos y demandas promovidas por las orga-
nizaciones indígenas.
Por ejemplo, es sabido que el indigenismo mexicano ha pasado de
legitimar una política asimilacionista e integracionista basada en una
percepción fundamentalmente negativa de los grupos indígenas, vis-
tos como sinónimo de atraso y subdesarrollo, a promover una política
de discriminación positiva, basada en el multiculturalismo y la inter-
culturalidad, en la cual los pueblos indígenas son vistos como parte
imprescindible de una nación pluriétnica y pluricultural. Por su par-
te, la irrupción en 1994 del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
en el escenario político, ha puesto en el centro de la agenda nacional
la realidad de los pueblos indígenas y su derecho a ser dignificados y
respetados, tanto como a un desarrollo propio y a formas de gobierno
autónomo.
De igual forma, la cultura del capitalismo tardío ha propiciado
una mayor sensibilidad hacia las diferencias identitarias (a nivel étni-
co, sexual, racial, generacional) y un interés en la reflexividad y en las
políticas de la representación y la visibilización. Todo esto, sin duda,
ha tenido repercusiones en las formas en cómo entre los mexicanos se
expresan la discriminación y el racismo hacia los indígenas, o el respeto
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

y la reivindicación de la diversidad cultural, lo que ha afectado, natu-


ralmente, las formas de representación de lo indígena.
Sin embargo, es un hecho innegable que el cine sobre indígenas en
México es y ha sido realizado predominantemente por no indígenas. A
diferencia de las cinematografías de otros países con una fuerte pobla-
ción amerindia, como la boliviana, en la que la obra de Jorge Sanjinés
destaca desde los años sesenta por su compromiso con las comunidades
indígenas, las cuales se han involucrado en la producción y realización
de los filmes de ficción de este cineasta, en México sólo excepcional-
mente se han producido filmes donde los indígenas participen de la
producción y en la representación cinematográfica de sus experiencias
y situaciones.
Aunque existen proyectos que promueven la transferencia de me-
dios a los indígenas, sobre todo en el ámbito del cine documental, en
México todavía no se ha desarrollado, o en todo caso está en ciernes,
un movimiento de cine hecho por indígenas o desde la perspectiva de
los indígenas, en los que éstos se doten de un real empoderamiento
visual, como ha sucedido en Bolivia o Brasil. Por el contrario, la re-
presentación del mundo indígena como objeto etnográfico, exótico
y estereotipado, elaborada desde la mirada de los no indígenas, ha
sido la constante tanto en la cinematografía de ficción como de no
ficción.28
Como ya hemos visto, han existido varios modelos de representa-
ción del mundo indígena a lo largo de la evolución de este género fíl-
mico en México, los cuales han operado a la manera de cronotropos
que nos sitúan las imágenes elaboradas para estereotipar a los “otros”.
Se trata de modelos de representación específicos, distintos de aquéllos
empleados para representar a los pueblos nativos de otras regiones del
mundo, como el Ártico, los Andes, la Amazonía brasileña, Norteamé-
rica o África.
Ciertamente, existen muy diversos modelos del otro exótico,
tal como el caníbal es un personaje cinematográfico característico del
mundo africano, el esquimal hospitalario y hábil cazador lo es del mun-
do ártico o el jíbaro, cazador de cabezas, es el referente fílmico del mun-

28 Cabe mencionar a este respecto el trabajo del colectivo Ojo de Agua, que en los
últimos años se ha dedicado a impulsar un cine hecho por indígenas y vinculado
con la realidad y al punto de vista de los pueblos nativos.

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do amazónico. En efecto, el cine sobre los indígenas en Brasil, como


lo demuestran los estudios sobre el tema, está dominado por el perso-
naje del indio cazador de cabezas, un esquema típico que lo representa
entre sonidos de tambores y sombras, como un habitante de la selva
(un mundo perdido poblado por animales monstruosos y fabulosos)
y como un ser casi comparable a los animales y en competencia con
ellos, al acecho de su presa. Un ser que más que hablar, gesticula y emite
onomatopeyas, que además vive narcotizado y sometido al poder de los
brujos y sus fetiches (Guarín–Martínez, 2013).
La imagen del indio en el cine norteamericano, en contraste, ha
estado asociada a un tipo de sociedad nativa de tipo nómada, loca-
lizada en praderas o en zonas rocosas y montañosas, orientada a la
guerra y vinculada a un género específico, el Western. Como señala
Stam, en el cine americano está ausente el retrato de los indios de
antes de la llegada de los europeos, como si aquéllos sólo existieran
a partir de la conquista del oeste por los blancos. Una ausencia de-
liberada, ya que la idea del “Adán americano”, poseedor del derecho
divino de apropiarse de todos los recursos de una “tierra virgen”,
sirve para ocultar el hecho de que ya existían habitantes en el Nuevo
Mundo antes de la llegada de los europeos, y para convertirlos en
intrusos de su propia tierra (Stam, 2002: 157).
En cualquier caso, la caracterización del indio en el Western ha evo-
lucionado históricamente, pasando de ser negativa y caricaturesca (el
indio belicista, con grandes y vistosos penachos, agresor y sanguinario,
violador de mujeres y ávido de cabelleras de “cara pálidas”) a ser posi-
tiva y reividicativa (el indio de atuendo simple, víctima de la violencia
y la injusticia de los blancos, que resiste las agresiones y busca vivir en
paz, que es portador de una sabiduría ejemplar o que sufre los estra-
gos de la aculturación acelerada). Sin embargo, aunque existe un cierto
número de célebres películas a favor de los indios como Flecha rota
(Delmer Davis, 1950), La puerta del diablo (Anthony Mann, 1950),
Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970), Soldado azul (Ralph Nel-
son, 1970) o Danza con lobos (Kevin Costner, 1990), que promueven
la identificación con los indios y los presentan con una clara simpatía,
es un hecho que la mayor parte de los Western se basan en la imaginería
del cerco (del fuerte, la caravana, el tren o la cabaña), un modelo que
convierte al indio en un atacante hostil e irracional y al hombre blanco
en una víctima que actúa en defensa propia.
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

En el caso de la cinematografía andina, por su parte, hemos mencio-


nado el trabajo de Sanjinés y el colectivo Ukamau, quienes han creado
una obra de ficción con fuertes tonos documentales que se inscribe en
la perspectiva de un cine indigenista descolonizador, de resistencia y
de denuncia política. Un cine que subvierte las fórmulas narrativas y
de producción del cine de ficción a través de la creación colectiva del
guión, la filmación en locaciones naturales, el empleo de actores no
profesionales y el uso de lenguas indígenas, o la invención de técnicas
visuales específicas como el plano secuencial integral, cuyo fin es el de
reflejar la concepción del espacio–tiempo propio de la cultura ayma-
ra y quechua. Películas como Ukamau (¡Así es!, 1966), Yawar Mallku
(Sangre de cóndor, 1969) o La nación clandestina (1988), ejemplifican
esta propuesta artística anclada en el modelo del tercer cine, un cine
tercermundista y políticamente comprometido.
En lo que toca al cine mexicano sobre indígenas, entre los diver-
sos modelos de representación o cronotropos que pueden reconocer-
se como característicos a partir del corpus fílmico que se ha revisado,
quisiéramos distinguir algunos tipos, aclarando que esta clasificación
tiene un alcance mínimo, dado que podría ampliarse y complejizarse o
hacerse extensiva a otras cinematografías:

a) El modelo del mundo indígena como paraíso original o Edén


perdido en el que los indios son vistos como viviendo en una
perpetua fiesta, exuberantes y felices.
b) Aquél que lo concibe según la metáfora del infierno en la tierra,
en donde los indios son representados como víctimas inermes de
la opresión y la injusticia, ante las cuales solo pueden resignarse,
resistirse o rebelarse parcialmente.
c) El modelo de la sociedad indígena como un mundo cerrado y
conservador apegado a sus tradiciones, que desconfía de los ex-
tranjeros o condena las relaciones de pareja con los fuereños (el
indio que se enamora de la mujer blanca y enfrenta la persecu-
ción y el desprecio del mundo civilizado sería una variante de
este modelo).
d ) El modelo paternalista en el que un personaje llegado del exte-
rior se incorpora poco a poco, y no sin resistencias, a la sociedad
indígena, a la que se convierte, beneficia o intenta ayudar de
alguna forma.
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e) El modelo del mundo indígena como dominado por la su-


perstición y poblado de poderes y entidades sobrenaturales
y mágicas.
f ) El modelo del mundo indígena como dividido entre hombres
egoístas, codiciosos, machistas y mujeres nobles, abnegadas y ge-
nerosas.
g) El modelo que representa a los indígenas como sujetos nobles,
inocentes, orgullosos y modestos en contraste con el avaricioso,
decadente e inmoral hombre civilizado.
h) El modelo del indígena como un sujeto astuto, irónico y sabio
que se burla de manera sutil y que enjuicia o subvierte el mundo
de la gente de “razón”.
i) El modelo del indígena como un mundo cuyas raíces prehispá-
nicas siguen vivas y actuantes detrás de las formas occidentales y
mestizas.
j) El modelo del indígena como un sujeto invisible, ignorado, dis-
criminado o maltratado por los mestizos o criollos de clases más
desahogadas a cuyo servicio se encuentra.
k) El modelo del indígena como un sujeto contradictorio y cam-
biante, cuya identidad es una mezcla del modo de ser nativo y
occidental u oscila de lo tradicional a lo moderno.
l ) El modelo del indígena como un mundo emancipado política-
mente, organizado comunitariamente, y en el que la tradición y
el cambio cohabitan.

Salvo los dos últimos, los modelos aquí propuestos operan en función
de representaciones que estigmatizan al “otro” indígena de múltiples
y sutiles formas, que lo inferiorizan, lo naturalizan o lo esencializan a
través de diversos clichés (el “otro” como festivo, lujurioso, ocioso, cán-
dido, supersticioso, violento, conservador, perezoso, instintivo, políti-
camente inmaduro, resignado, ignorante, amenazante, invisible, necio,
astuto, insumiso, idólatra, etcétera) que en el fondo tienen como fin
justificar la superioridad de la cultura del hombre occidental, criollo o
mestizo, sobre la cultura indígena.
Al interior de estados multirraciales y multiculturales como Méxi-
co, Perú, Bolivia, Brasil o Norteamérica se encuentran construcciones
ideológicas similares en el interior de los universos cinematográficos,
discursos colonialistas que pretenden dar cuenta de las relaciones y las
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

diferencias culturales entre blancos e indios o entre blancos y negros a


través de motivos alegóricos y metáforas diversas.
Muchas de estas figuras retóricas han sido recurrentes en las más dis-
tintas tradiciones cinematográficas: la animalización del otro, conver-
tido en bestia dominada por sus impulsos instintivos; la biologización
del otro, reducido a ser cuerpo histérico e indisciplinado y no mente; la
sexualización del otro, concebido como un lujurioso o sensual persona-
je (hombre o mujer); la naturalización del otro, definido por su entorno
(el calor tropical, los volcanes, los huracanes, la selva); la infantilización
del otro, necesitado de tutela y orientación; la espacialización del otro,
pensado como inferior, periférico, superficial o bajo por oposición al
hombre civilizado (superior, central, profundo, alto); la rarefacción del
otro, cuyo ser es concebido como nebuloso, obscuro o denso.
Dichos motivos, cabe precisar, no sólo aplican a las relaciones inter-
culturales al interior de los estados multiétnicos, también lo hacen para
representar las relaciones entre naciones desarrolladas y tercermundis-
tas. La mirada del cine norteamericano sobre México y los mexicanos
no sólo es distorsionada y tendenciosa, también pone en evidencia un
imaginario teñido de fantasías exotizantes, racistas y sexistas, presentes
en los más diversos géneros de la cinematografía hollywoodense (García
Riera, 1987).29
Lo cierto es que el temprano y constante interés por los indígenas y
su mundo en la cinematografía mexicana y la diversidad de imágenes–

29 En general, los mexicanos aparecen asociados en el cine norteamericano a una serie


de motivos recurrentes: los bandoleros, los hacendados, los toreros, la corrupción
generalizada, las cantinas, las prostitutas, la religiosidad, los indígenas y la fiesta
permanente. El Western agrega a estos motivos la revolución y los revolucionarios,
y comparte con el cine negro la representación de México como un lugar a donde
huir, un mundo sin reglas, corrupto y manipulable, donde se puede pasar desaper-
cibido, utopía y refugio para el fuera de la ley. Más caricaturesco aún, John Huston
en La noche de la iguana (1964), retrata a los mexicanos costeños (que trabajan
como sirvientes de Ava Gardner, la norteamericana dueña de un hotel en Puerto
Vallarta), bailando y agitando constantemente unas maracas, como si lo propio de
los mexicanos fuera el deseo irrefrenable de bailar, mientras que Robert Rodríguez
le dedica una trilogía fílmica a México, compuesta por El mariachi (1992), Despe-
rado (1995) y Once upon a time in Mexico (2003), y representa a este país, en una
escena de antología, como una inmensa pirámide (alegoría de la vocación sangrien-
ta, erótica y primitiva atribuida al mundo prehispánico), enterrada debajo del bar
en donde Salma Hayek, encarnación de la mexicanidad misma, baila semidesnuda.

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modelo producidos sobre el mismo, no tiene un equivalente fílmico


en la representación de otros modos de ser del mexicano, en particular
los vinculados con las culturas regionales o las de origen extranjero (los
costeños, los mexicanos de la frontera, los yucatecos, los norteños, los
descendientes de minorías foráneas —menonitas, judíos, árabes, japo-
neses— o los afromestizos) cuyos tipos no han sido explorados por el
cine tan ampliamente como los de los indígenas.
Salvo el caso del capitalino, habitante de la ciudad de México que ha
inspirado imágenes arquetípicas (el pelado, el pachuco, el chavo banda,
el mara o el cholo), el cine de este país se ha ocupado poco de los otros
tipos de mexicanos: Luis Alcoriza y los costeños (Tiburoneros, 1963),
Juan Antonio de la Riva y los duranguenses (Pueblo de madera, 1990),
Guita Schyfter y los judíos (Novia que te vea, 1994), Carlos Reygadas
y los menonitas (Luz silenciosa, 2007), son algunos ejemplos de filmes
que pueden destacarse sobre el otro México.
Este vacío se debe no sólo al tradicional centralismo político mexi-
cano y a la hegemonía de la ideología del mestizaje que enfatizan la
síntesis cultural y la unidad nacional por sobre los localismos, también
juega su parte el hecho de que los pueblos indígenas sean la raíz de la
mexicanidad y un componente insoslayable de la identidad colectiva,
por lo que constituyen un tema fílmico ineludible pero también atrac-
tivo y comercial, simbólica y políticamente.
En cualquier caso, el peso de los estereotipos en la representación
de los indígenas en el cine mexicano, como lo hemos constatado, ha
generado una visión que esencializa, negativiza y vuelve ahistóricos sus
supuestos rasgos de carácter, y que en consecuencia reproduce y gene-
raliza prejuicios contra ellos que son contingentes y situados. Los este-
reotipos fílmicos sobre las sociedades indígenas de México no permiten
pensar en las mutaciones y las metamorfosis culturales a las que están
sujetas, moralizan maniqueamente y descontextualizan su situación,
por lo que pueden caer fácilmente en la idealización romántica o en la
estigmatización irreductible.
Creados por los no indígenas, dichos estereotipos trasladan una vi-
sión que impone convenciones estilísticas y narrativas ajenas a los indí-
genas reales (empleando una lengua o una música de fondo que no es
la suya, o encuadres, formas de iluminación o de construcción de los
personajes que no les favorecen) que ha limitado otras formas de repre-
sentación más positivas, críticas, paródicas o autoreflexivas, que a pesar
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de todo se han abierto paso en el imaginario fílmico. El cine sobre los


indígenas en México revela que el peso y la inercia del etnocentrismo
mestizo aún es determinante en la mirada fílmica, pero también que
existe una creciente apertura hacia otras formas de representación cine-
matográfica, poscoloniales y posexóticas, que coexisten en tensión con
las fórmulas más tradicionales.

Conclusiones

Hemos intentado mostrar la pertinencia de una antropología del cine


para comprender el sentido y el alcance cultural de los corpus fílmicos
que pueblan el universo cinematográfico, y nos hemos focalizado en
géneros propios del cine mexicano a fin de mostrar los lazos que se te-
jen entre los imaginarios fílmicos y la identidad nacional, los fantasmas
colectivos y los conflictos simbólicos de los mexicanos.
El análisis llevado a cabo, por supuesto, podría ampliarse a otros
géneros fílmicos típicamente mexicanos (la comedia ranchera, el cine
de la revolución, el cine de luchadores, el cine sobre jóvenes y rock and
roll, el cine de ficheras, el cine de narcotraficantes) o a géneros que son
comunes a la cinematografía de muchos países (el policial, la ciencia
ficción, el cine político, el cine de terror, el biopic, la comedia).
Los temas a los que puede abocarse una antropología del cine son
innumerables. La política, por ejemplo, siempre ha estado presente
en el imaginario fílmico (Ferro, 1980). Ella ha dado pie a expresiones
cinematográficas notables: existe un cine nazi y un cine comunista,
un cine franquista al lado de uno republicano, un cine anticolonia-
lista y uno imperialista, un cine pacifista y otro belicista. Asimismo,
las utopías futuristas han alimentado innumerables relatos fílmicos de
ciencia ficción que, reflejo de los tiempos, tienden a ser cada vez más
apocalípticos y pesimistas, el terror ha abandonado las formas im-
plícitas y elípticas e inspira un cine hipersangriento e hiperviolento,
poblado de historias explícitamente perversas y traumatizantes, y los
más heterogéneos fenómenos de actualidad, la movilidad y el choque
cultural, la crisis de la familia tradicional, la soledad, la exclusión o
la penetración del crimen organizado en todas las esferas, encuentran
en el cine una elaboración imaginaria que testimonia las mutaciones
culturales en curso.
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Los géneros que poseen un fuerte sello nacional constituyen fenó-


menos con complejas ramificaciones culturales que podrían ser ex-
ploradas por la antropología. Por ejemplo, es sabido que el cine de
luchadores, un género local bastante popular, no sólo ha tenido un
impacto significativo en el Medio Oriente o ha sido una plataforma
para la comercialización y mediatización de la lucha libre norteame-
ricana, también ha convertido a la máscara de luchador en un ícono
de la mexicanidad en el extranjero o en el accesorio de nuevos géneros
musicales globales como la música surf.
El cine histórico, por su parte, presenta variaciones estéticas y
narrativas muy significativas a lo largo de su evolución. En con-
traste con el cine histórico que trata sobre la independencia y el
nacimiento del México moderno, que suele ser acartonado, solem-
ne y rígido, el cine de la revolución ha dado origen a algunas de
las mayores obras maestras del cine mexicano (desde El compadre
Mendoza (1934) de Fernando de Fuentes hasta La sombra del cau-
dillo (1960) de Julio Bracho), mientras que el cine sobre la historia
reciente de México ha inspirado filmes que han tenido un impacto
directo sobre el escenario político (Desde Rojo amanecer (1989) de
Jorge Fons y La ley de Herodes (1999) de Luis Estrada hasta Colosio
(2012) o Tlatelolco, verano del 68 (2013) de Carlos Bolado). Y el
cine de narcotraficantes, que ha engendrado un inmenso corpus de
filmes de acción y superpolicías de ínfima calidad, ha transitado de
la lógica comercial del entretenimiento vulgar a la condición de cine
de autor, denunciando la hiperviolencia y el poder desintegrador de
la cada vez más extendida narcocultura [desde El infierno (2010)
de Luis Estrada o Miss Bala (2011) de Gerardo Naranjo hasta Heli
(2013) de Amat Escalante].
Si como sugiere Anderson, los Estados nación surgidos en el siglo
xix pueden ser entendidos como comunidades imaginadas que fueron el
producto de tecnologías mediáticas basadas en la escritura (Anderson,
1993). Si la imprenta, la prensa y la literatura popular alentaron la alfa-
betización y tuvieron efectos educativos, democratizantes, unificantes e
igualadores que permitieron conformar culturas nacionales específicas,
lo cierto es que el cine ha constituido el medio de comunicación por
excelencia en el proceso de creación, difusión y reproducción de las
comunidades imaginadas y de los imaginarios culturales asociados a los
estados nacionales a lo largo del siglo xx.
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

Los trabajos sobre las relaciones entre el cine y la identidad nacional,


la cultura política o la dinámica social han puesto de relieve el papel
fundamental que este arte de masas ha jugado en la constitución del
imaginario nacional y los sentimientos de pertenencia a un territorio
y a una misma herencia cultural. Sentimientos compartidos por los
habitantes de los Estados nación, y que pueden tanto unificar a los
ciudadanos como dividirlos en clases opuestas en torno a los valores
considerados nacionales.
El trabajo de Karush sobre el cine argentino entre los años veinte
y cuarenta, por ejemplo, demuestra la forma en que los filmes de este
período alimentaron consciente o involuntariamente la división de cla-
ses en este país. Idealizando a las clases bajas (consideradas patriotas,
generosas y honestas) y demonizando a las clases altas (representadas
como extranjerizantes, egoístas y corruptas), creando personajes que
encarnan las virtudes y la nobleza del pueblo, idealizando al barrio, el
tango o el futbol, la cinematografía argentina de la época contribuyó
inadvertidamente tanto al desarrollo del discurso y la política popu-
lista, promovidos por líderes como Juan Domingo Perón y su mujer
Eva Perón, como a una recurrente inestabilidad política derivada del
desencuentro simbólico entre las clases (Karush, 2013).
En el caso de México, por el contrario, en la misma época, el cine
optó por disfrazar los intensos conflictos de clase derivados del proceso
posrrevolucionario. Un género popular y exitoso como la comedia ran-
chera, que idealiza la vida campirana y retrata el mundo rural mexicano
como poblado de peones felices, hacendados benevolentes y rancheros
varoniles y galantes que llevan serenatas con mariachi a los balcones de
sus enamoradas, surge y se desarrolla negando la situación real del cam-
po en este país y como una reacción conservadora a las reformas agra-
rias en curso, que afectaron los intereses de los grandes terratenientes y
promovieron el reparto de tierras. A pesar de ello, el género alimentó en
su momento el imaginario de la mexicanidad y los símbolos asociados
a la identidad nacional (la virilidad masculina y la sumisión femenina,
la fiesta, la música y la juerga, la religiosidad, el culto a la familia, la
generosidad y la cortesía, etcétera).
El cine constituye una narrativa visual que repercute en la configu-
ración de las identidades colectivas, las mentalidades, las aspiraciones
y los ideales nacionales, pero también en las psicologías individuales.
Monsiváis menciona que el cine en México es a la vez la escuela de la
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intimidad a través de los sueños colectivos y el arte que tradujo en imá-


genes la experiencia de lo popular. El cine mexicano contribuyó a mol-
dear al ciudadano moderno y urbanizado, recreando la cultura oral y el
teatro popular, fomentó la identidad barrial en torno a las salas de cine,
verdaderos recintos del ejercicio de la ciudad en la era de las masas.
En palabras del crítico cultural, “el cine, el fenómeno cultural que
afecta más profundamente la vida de América Latina en la primera
mitad del siglo xx, mistifica y destruye por dentro muchísimas de las
tradiciones que se creían inamovibles, implanta modelos de conduc-
ta, encumbra ídolos a modo de interminables espejos comunitarios,
fija sonidos populares, decreta las hablas que de inmediato se consi-
deran genuinas y, sobre todo, determina una zona de idealidades por
encima de la mezquindad y la circularidad de sus vidas” (Monsiváis,
2006: 424).
Estudiar desde la mirada antropológica la forma en la que la vida
cotidiana ha sido recreada en el imaginario cinematográfico de cada
país, y la manera en la que dicha recreación ha variado de época en
época, afectando la representación de los espacios (la vivienda, la urbe,
el barrio), las relaciones de género, las maneras de mesa, las modas, el
mundo del trabajo, el amor y la amistad, la familia, el tiempo libre, la
autoridad y el poder, me parece uno de los terrenos más estimulantes
para la indagación cultural comparativa.
La modernidad periférica y dependiente que caracteriza a los países
del continente latinoamericano, por lo demás, ha favorecido el desa-
rrollo de una cultura de masas híbrida y sincrética en la que coexisten
tradición y cambio, oralidad e imagen, comunitarismo e individualis-
mo, una cultura que en el terreno del cine ha dado origen a imaginarios
visuales que son herencias específicas que han sabido sobrevivir a los
embates transnacionales de la cultura cinematográfica hollywoodense.
El estudio de dichas herencias cinematográficas y sus diferentes dimen-
siones (producción, contenidos, circulación y consumo del cine) es un
objeto que la antropología, en mi opinión, puede explorar de una for-
ma muy original.
Dicha labor no solo es una oportunidad para que la antropología
amplíe sus horizontes y reinvente su ethos, también posibilita una
apertura de nuestra disciplina a la interacción creativa con otros cam-
pos del saber como la historia cultural, el psicoanálisis, los estudios
culturales, los estudios de género o la comunicología. La antropología
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Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad

del cine, en definitiva, es un terreno de investigación abierto a la ex-


ploración y a la experimentación conceptual, un ámbito nuevo para
la reflexión y el estudio antropológico de las culturas, y un fenómeno
cultural en el que la antropología se reencuentra con sus más añejas
pasiones: el poder de la imaginación y la cuestión simbólica, la dia-
léctica entre la alteridad y la identidad, el extrañamiento y la identifi-
cación, lo mismo y lo otro.

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Por un análisis antropológico del cine.
Imaginarios fílmicos, cultura y subjetividad,
se terminó de imprimir en los talleres de Ediciones Navarra, Van Ostade No. 7,
Col. Alfonso XIII, Deleg. Álvaro Obregón, México, D.F.,
en el mes de diciembre de 2014,
en tiro de 1000 ejemplares.

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