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Como se ha dicho abundantemente, entre democracia y capitalismo hay una tensión irresuelta

y, diríamos, irresoluble, entre la igualdad que supone uno de los términos y la desigualdad que
produce el otro, pero esta relación no se da un único sentido. Una economía de tipo capitalista
supone la celebración de contratos para llevar adelante negocios, emprendimientos:
contratación de mano de obra, compra de insumos, realización de la producción en el mercado
(venta), entre otros. La celebración de contratos implica una cierta igualdad formal entre los
contratantes, en el sentido de que se debe reconocer en ambos un mismo estatuto jurídico que
habilita y legitima la negociación. Aunque los intereses sean diferentes, y de ahí la negociación,
debe reconocerse que ambas partes, al menos, están igualmente habilitadas para la concreción
de un contrato. Sólo es posible el acuerdo entre partes iguales en términos de derechos y de
capacidad para actuar en defensa del interés propio. Cuando un contrato es suscripto por quien
se considera que no es hábil para representar su propio interés en condiciones de igualdad
formal con la contraparte, se estima que dicho contrato carece de validez legal o fuerza de
obligación. Nadie está obligado a respetar un contrato que no suscribió libremente en uso de
sus facultades de discernimiento. De ahí la expresión de que, una vez admitida la igualdad en un
plano de las relaciones humanas, se inicia un camino que debe derivar inexorablemente en el
reconocimiento de la igualdad en todos los planos. En otras palabras, el reconocimiento de los
derechos civiles, para celebrar contratos, deriva en el reconocimiento de los derechos políticos
y sociales.

Sin embargo, en las sociedades capitalistas, la igualdad que habilita la celebración de contratos,
genera una desigualdad en la distribución de la riqueza que esa misma celebración de contratos
produce, por la apropiación privada de una riqueza socialmente generada.

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