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mía filosofía del derecho

odelos históricos
tíc ia anligiieelad aJo s.iu ip io s del cc-hs ím icioiialisnio

E D IT O R IA L T R O T T A
C O L E C C IÓ N EST R U C T U R A S Y P R O C E SO S
S e r i e O e re c h o

C o n se jo A s e s o r : Perfecto A n d rés
Joaquín A paricio
A ntonio Baylos
Juan-Ram ón Capella
JuanTerradÜlos

Primera edición: 20 02
Segunda edición revisada: 20 09

© Editorial Troita, 5.A., 2002,. 2 0 0 9 *


Ferraz, 55. 2 8 0 0 8 Madrid.
Teléfono: 91 54 3 03-61
.Fax: 91 543 14 88
E-mail: editoriai@trotta.es
http://www.trotta.es

© Alfonso Ruiz Miguel, 2002

ISBN: 9 7 8-84 -81 64-570^5


Depósito Legal: M -4 2 .24 8 -2 0 0 9

Impresión
Fernández Ciudad, S.L
CONTENIDO

P resen tación .................................................................................................. 11

1. L a É p o c a C l á s i c a ................................................................................ 17
I. El iusnaturalismo antiguo............................................................... 17
II. Las concepciones del Derecho en el pensamiento romano .. 57

2 . L a E dad M e d ia .............................................................................................. '75


I. La ciencia del Derecho m edieval................................................ 75
II. El modelo iusnaturalista m edieval.............................................. 110

3 . L a E d a d M o d e r n a ............................................................................... 169
I. El modelo iusnaturalista moderno .............................................. 169
II. El Derecho y el Estado racionales.............................................. 239

B ibliografía ..... .............................................................................................. 293


Indice de au tores ......................................................................................... 307
Indice de m a terias ................................................................................ . 315
Indice g en era l ................................. ............................................................. 323
A E lia s D íaz, y a « v iejo m aestro»
PRESENTACIÓN

Yo, pues siempre que pude, me conduje con el mayor empe­


ño como amante e investigador de la antigüedad; de donde
aconteció que al enseñar cosas antiguas inauditas para mu­
chos, fui llamado inventor de cosas nuevas.
Francisco Sánchez, El Brócense, Paradoxa (1582)

Este libro tiene un origen y una finalidad didáctica. Los tres capítulos
que lo componen constituyen una primera entrega de un curso com­
pleto de Filosofía del Derecho enfocado históricamente. Después de
haberlo explicado en las clases de un curso cuatrimestral a partir de
1993, sin pasar nunca de la Edad Moderna, durante los dos pasados
cursos ha estado disponible una versión en Internet que, salvo algu­
nas sesiones para debatir problemas y dudas, me ha permitido empe­
zar las explicaciones por el siglo X IX . Parte de las razones que me
llevaron a adoptar un enfoque histórico para enseñar la Filosofía del
Derecho tienen que ver con la multiplicación de asignaturas a que
dieron lugar los nuevos planes de estudio en la Facultad de Derecho
de la Universidad Autónoma de Madrid. Sin necesidad de entrar en
detalles menores, el análisis predominantemente conceptual propues­
to en los programas de Filosofía política, Metodología y teoría de la
argumentación jurídica, Etica y derechos humanos e, incluso, Socio­
logía jurídica, animaba a evitar repeticiones mediante la adopción de
un enfoque distinto. Que ese enfoque fuera el histórico tiene que ver
con la otra parte de las razones que me llevaron a adoptarlo, que
reside, sencillamente, en la convicción de la importancia de la pers­
pectiva histórica para una cabal comprensión de los problemas de los
que se ha ocupado siempre la Filosofía del Derecho.
Aun así, desde un principio, el modo de abordar los temas que
adopté pretendía estar más preocupado por los conceptos y su análi­
sis que por la historia misma, incluido el contexto general y político
de cada época. Eso es en parte inevitable en cualquier historia de la
filosofía, aunque sea del Derecho, si (según creo recordar) tenía ra­
zón Maitland, el historiador del Derecho, cuando dijo que había em­
pezado a estudiar historia muy tarde porque sus primeros estudios
de historia de la filosofía no contaban como historia. En otra parte,
sin embargo, era perfecta y deliberadamente evitable, si por historia
de la filosofía del Derecho se entiende hacer un recuento práctica­
mente exhaustivo de todas las corrientes y autores que en el mundo
han sido. Por eso, el esquema básico seguido estudia grandes mode­
los históricos de pensamiento antes que autores o, si se quiere, mo­
delos que se encarnan en ciertos autores antes que autores sin más.
Luego, con la intención de ayudar a los estudiantes — al riesgo, quizá
dudoso, dé desmentir a Maitland— , me ha parecido imprescindible
ir añadiendo aquí y allá algunas referencias, si bien someras, a la
historia general, sobre todo en sus aspectos políticos y jurídicos.
En su estructura, este libro sigue la división de las grandes épo­
cas en las que es convencional dividir a la historia occidental, que
aquí abarcan tres capítulos dedicados a la época clásica, a la Edad
M edia y a la Moderna. Tomando tales épocas a modo de simples
perchas y no de trajes que deban ajustar como un corsé, se propone
una selección de los grandes modelos teóricos que las caracterizan:
el modelo de justicia aristotélico, la jurisprudencia romana, el mo­
delo iusnaturalista medieval, el modelo de ciencia jurídica medie­
val, el iusnaturalismo moderno, el modelo de Derecho kantiano y
la codificación y el constitucionalismo. En ese estudio se da parti­
cular relevancia, cuando es oportuno, al estudio de algunos autores
que, a veces, configuran casi en solitario el paradigma del modelo,
como ocurre con Aristóteles, Tomás de Aquino o Kant. Otras ve­
ces, sin embargo, la escena se llena de un mayor número de perso­
najes sin un protagonista señalado, y así ocurre en los modelos de
jurisprudencia romana y medieval y en el modelo político del ius­
naturalismo.
Pero junto a la división en épocas se ha utilizado otra, dentro de
cada época, para presentar en paralelo la historia de dos objetos
distintos, que configuran las dos partes en que se divide cada capítu­
lo: la historia de las teorías de la justicia, que en gran medida se
identifica cón la de las ideas políticas y que afecta sobre todo al
ámbito del Derecho público; y la historia de las doctrinas sobre el
Derecho, centradas en su concepto o naturaleza y en los métodos de
su interpretación y aplicación, que tiene un carácter más propiamen­
te jurídico y ha tendido a estar más próxima al ámbito del Derecho
privado. Se trata, en realidad, de dos partes muy relacionadas, y en
ocasiones entrelazadas en distintas direcciones. Así, mientras el mo­
delo de justicia griego y romano influye más en el modelo de juris­
prudencia romano que a la inversa, y algo similar ocurre en el caso
del modelo iusnaturalista, en el pensamiento medieval las concepcio­
nes sobre la política, la justicia y el Derecho se entreveran tanto en el
pensamiento ..teológico-filosófico como en el jurídico. Por eso en el caso
medieval era posible, además de oportuno, invertir el orden del pri­
mero y del tercer capítulo y comenzar por el modelo de ciencia jurí­
dica medieval en vez de por el modelo sobre la justicia.
En su contenido, los modelos analizados en cada época tienen,
naturalmente, sus particularidades históricas, y así debe destacarse en
la exposición de las visiones concretas que los caracterizan: así, sería
imposible dar cuenta del modelo aristotélico sin hablar del finalis-
mo o del tomista sin el referente teológico, de igual modo que en la
jurisprudencia romana ha de subrayarse su carácter casuístico y en
la medieval el dogmático, o en el modelo racionalista los rasgos del
individualismo y el contractualismo. Sin embargo, junto a las particu­
laridades, el enfoque del libro, y del curso del que forma parte, insiste
en unos pocos hilos conductores que constituyen fragmentos centra­
les de la historia occidental de las ideas político-jurídicas: los funda­
mentales son, aparte de la evolución básica de las ideas de justicia y
de interpretación jurídica, la eterna discusión sobre la objetividad o
convencionalidad de los valores, la compleja y cambiante visión de
las relaciones entre sociedad y Estado, la también compleja relación
entre Derecho, costumbre y ley, el debate sobre el papel de la volun­
tad y de la razón en el Derecho, el surgimiento moderno de la idea de
derechos y su plasmación jurídico-política, la evolución de las con­
cepciones sobre las formas de gobierno, el inicio del contraste entre
el principio liberal y el democrático, las variables posiciones sobre la
obediencia y la desobediencia al Derecho o, en fin, el nacimiento y
desarrollo de la idea de Derecho internacional y del concepto de
soberanía. No por casualidad, se trata de los principales temas que
deben aparecer en cualquier programa sistemático de Filosofía del
Derecho y de sus materias aledañas. Sin sujetarlos a tal orden siste­
mático, ésos son los conceptos fundamentales que se irán exponiendo
en esta historia.
Aclarado de antemano el enfoque'que he creído preferible adoptar,
no se me oculta su disputabilidad. En la historia del pensamiento, como
en la historia en general,, se puede buscar sobre todo lo particular, esto
es, lo que resulta peculiar y específico en un momento y lugar o en
autor o corriente, como también cabe tratar de descubrir lo universal
o, al menos, los hilos comunes y convergentes que van tejiendo ideas
que fraguan de un modo que tiende a trascender lugares y épocas. Esa
oposición se manifiesta en la tensión entre la visión que privilegia los
momentos de transformación y aun de revolución y la que atiende so­
bre todo a la continuidad y la tradición. Ambos polos son legítimos,
por más que el distinto peso que se ponga en uno u otro dé lugar a
posiciones opuestas sobre la historia, que tanto puede verse como una
inconmensurable colección de momentos con valor por sí mismos y en
realidad difícilmente comprensibles desde fuera cuanto como una su­
cesión de antecedentes y consecuentes que giran recursivamente bajo el
imperativo de que no hay nada nuevo bajo el sol. Si fuera forzoso elegir
entre los dos puntos de vista, elegiría el segundo recordando aquel pen­
samiento de Maquiavelo de que «el mundo siempre ha estado habitado
por hombres que siempre han manifestado las mismas pasiones». No
obstante, también moderaría esta opinión con la convicción de que,
invirtiendo la idea de Rimbaud de que la sociedad no puede cambiarse
pero el hombre sí, algunas instituciones sociales, sólo algunas, pueden
hacer mejores a los hombres.
Junto a lo anterior, la relación entre nombres y conceptos está
plagada de trampas, pues a veces las viejas ideas aparecen en odres
nuevos y las nuevas ideas en odres viejos. En la historia del pensa­
miento nombres y temas aparentemente inalterados tienen en reali­
dad diferentes contenidos, mientras que conceptos y teorías viejos
pueden seguir siendo actuales bajo distintos nombres; tal vez tenía
razón Tocqueville en que «la historia es una galería de cuadros con
pocos originales y muchas copias». La gracia está en lograr ver las
modificaciones y contrastes que entre originales y copias la imagina­
ción humana ha producido al servicio de diferentes ideales y modelos
del hombre y la sociedad.
Aunque este libro tiene una primaria y evidente función didácti­
ca, admite varios niveles de lectura, y particularmente dos: uno más
básico, que se sigue con el texto en el tipo de letra más grande, y otro
más detallado, que incluye también las notas a pie de página y algu­
nas de sus remisiones y ampliaciones, que son sólo «para nota»1. Pero

1: Debo precisar — en nota, naturalmente—■que en el curso hay esencialmente


dos tipos de notas al pie: las de ilustración, que completan la información del texto
con alguna cita relevante o con algún dato de interés o curioso para cualquier lector, y
las de precisión o erudición, que incluso en un texto dirigido a estudiantes el autor no
se ha resistido a evitar por no saber escribir sin imaginarse a veces a su espalda los
comentarios y gestos de sus colegas ante afirmaciones quizá demasiado simples o expe-
junto al texto en letra grande se espigan abundantes citas textuales,
destacadas en párrafos sangrados con un tipo de letra más pequeño,
casi siempre de los clásicos estudiados. A pesar de que la experiencia
de clase me dice que, en su mayoría, los estudiantes suelen atender
mucho menos a la lectura de estas citas que a mis explicaciones y
glosas, debo desalentar esa tendencia recomendando su lectura como
básica, aunque sólo sea porque tales citas son más ricas y brillantes
que mis explicaciones, que ya quisieran sentarse en los hombros de
los clásicos. Pero tales citas están pensadas también para invitar a una
lectura mucho más profunda: la lectura directa de los clásicos. En el
soberbio ensayo Por qu é leer los clásicos, que a su vez invito a leer, .
Italo Calvino propone hasta catorce definiciones de las que, para abrir
boca, cabe aquí recordar algunas:

2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien
los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para
quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez.
6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que
decir.
8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discur­
sos críticos, pero que ia obra se sacude continuamente de encima.
13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de
ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido
de fondo (Por qué leer los clásicos, pp. 13-20).

Pero la razón con la que más profundamente se puede identificar este


curso, en su contenido y en su forma, la ofrece el mismo Calvino en
una aclaración que, no tolerando glosa, bien merece concluir esta
presentación:

ditivas. Aunque uno y otro tipo puedan parecer similares, cada lector que se adentre
en ellas sabrá distinguirlas conforme al interés y la comprensión que le susciten. Casi
no hará falta añadir que soy bastante partidario de poner notas al pie, y de dar esa
libertad a los autores a cambio de dar a los lectores la correlativa libertad para leerlas
o dejarlas: alguien adverso a las notas ha dicho que, para el lector, son como oír un
ruidillo en el sótano cuando se está haciendo el amor, pero, aparte de lo desmesurado
de esta segunda comparación, una llamada a nota es apenas un corto y suave sonido
que avisa al lector de que hay un paréntesis lo suficientemente largo como para estor­
bar en el texto y en el que puede adentrarse o dejarlo pasar.
Lo anterior significa que, salvo alguna contada excepción, no se encontrarán
notas dedicadas a referencias bibliográficas, que se hacen en el texto entre paréntesis
lo más brevemente posible, usando las mínimas palabras indicativas del título e, inclu­
so, sin referencia al título cuando no se trata de clásicos y el autor figura en la biblio­
grafía con una sola obra. A la eventual hora de buscar alguna de las referencias en la
bibliografía, téngase en cuenta que en ella se han separado las obras de los clásicos de
las restantes obras citadas.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto
es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta
'la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o
por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe
hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales
(o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clási­
cos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una
elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o
después de cualquier escuela.

Los Peñascales, 9 de julio de 2 0 0 2


I. EL IUSNATURALISMO ANTIGUO

La primera teoría de la justicia que merece tal nombre está asociada


al proteico concepto de Derecho 'natural. Teoría de la justicia y
Derecho natural nacen con la filosofía griega. En un esquema idea­
lizado y, por tanto, simplificador de la evolución de la filosofía griega
a propósito de la idea de justicia y del Derecho natural, se puede
tomar como central lo que se ha llamado «modelo aristotélico» de
justicia iusnaturalista. En ese modelo se contienen ya algunos de los
rasgos más importantes de una concepción que abarca incluso el
pensamiento dominante en la Edad Media, hasta el punto de que se
ha podido contraponer el modelo aristotélico al modelo iusnatura­
lista moderno considerando a la filosofía medieval como un mero
desarrollo del primero (Bobbio, «Modelo», p. 97). A pesar de ello,
aquí se ha preferido hacer un lugar aparte al modelo medieval porque
la teologización del pensamiento y los importantes cambios políticos
y jurídicos de esa época marcan significativas diferencias que convie­
ne destacar.
En la primera parte de este capítulo, dedicada a la concepción
clásica del Derecho natural, la exposición se divide en tres epígrafes:
1) a modo de antecedentes del modelo aristotélico, síntesis de la
evolución desde el llamado período cosmológico de la filosofía griega
hasta Platón; 2) el modelo aristotélico; y 3) síntesis de la evolución
posterior a Aristóteles, bajo el título sintético de «estoicismo y cris­
tianismo».
1. D e l p e r ío d o c o s m o l ó g ic o a Pla tó n

Es un lugar común citar la indistinción de naturaleza (physis) y


sociedad (n o m o s: literalmente, «norma») en los comienzos del pen­
samiento griego. Ese lugar común no sólo es clarificador sino también
importante, porque la compleja relación naturaleza-sociedad — o,
mejor, las distintas formas de verla o entenderla— expresa un motivo
recurrente que, con sus variantes y complejidades, constituye un
elemento duradero en el enfoque de la pregunta por la justicia que
estará presente en Aristóteles, en el estoicismo y en la escolástica
medieval.
En su significado más simple y primitivo la unidad entre natu­
raleza y norma social es el producto de una concepción precientífi-
ca que concibe al mundo natural a imagen y semejanza del humano.
Tal concepción antropomórfica o animista del mundo natural hu­
maniza a la naturaleza y a los dioses, usualmente indiferenciados de
los fenómenos naturales, como el sol, la lluvia, el viento, etc., que
se creen movidos, por pasiones similares a las humanas (Conford,
cap. 1; y Guarraccino, § 2.5). Esta concepción, propia de visiones
mágicas o mítico-religiosas, es seguramente universal en todas las
culturas, y puede observarse también en la Biblia, por ejemplo en el
diluvio o en las siete plagas de Egipto como castigos divinos. Si
atendemos al testimonio de Hesíodo, el poeta griego de finales del
siglo VIH a.C., la justicia, D ike, aparece personificada como una
virgen hija de Zeus y de Them is (orden) y el apartamiento por parte
de los hombres de lo que aquélla ordena provoca males naturales
en la sociedad:

[...] la justicia termina prevaleciendo sobre la violencia, y el necio


aprende con el sufrimiento [...]; cuando IaD i¿e [la justicia] es viola­
da se oye un murmullo allí donde la distribuyen los hombres devora-
dores de regalos [los malos gobernantes^e interpretan las normas
con veredictos torcidos. Aquélla [Dike] va detrás quejándose de la
ciudad y de las costumbres de sus gentes, envuelta en niebla, y cau­
sando mal a los hombres que la rechazan y no la distribuyen con
equidad (Trabajos y días, 215-224).
Grábate tú esto en el corazón; escucha ahora la voz de la justicia (Dike) y
olvídate por completo de la violencia. Pues esta ley (nomos) impuso a los
humanos el Cronión [Zeus]: a los peces, fieras y aves voladoras, comerse
los unos a los otros, ya que no existe justicia entre ellos; a ios hombres, en
cambio, les dio la justicia, que es mucho mejor (ibid., 275-279).

Esta indistinción entre leyes naturales y sociales, entre el mundo


natural y el humano, hoy nos es extraña por el proceso de «desencanta­
miento» del hombre moderno como efecto del mayor conocimiento
científico, que apenas deja sitio al mito (Weber, pp. 198 ss.). Por eso
hoy distinguimos casi sin pensarlo entre las relaciones de causalidad y
las de im putación (Kelsen, ¿Qué es’j usticia?), conforme a las que inter­
pretamos de manera bien distinta el accidente y la multa como conse­
cuencias del exceso de velocidad. Sin embargo, ese proceso de diferen­
ciación ha sido largo y, precisamente, comienza con la filosofía griega,
que nace como progresiva separación del pensamiento de la concep­
ción mítico-religiosa. Y, precisamente, en ese proceso de separación la
relación en tie nom os y physis se constituye como uno de los principa­
les focos de discusión, dando lugar a propuestas a veces de distinción,
como en los sofistas, y a veces de compleja interrelación, aun con dis­
tintos acentos, cómo en Heráclito, Platón, Aristóteles o el estoicismo.

1.1. E l períod o cosm ológico (siglos vr-va.C .): H eráclito

Hacia los siglos VI y V a.C., con lo que suele considerarse el comien­


zo de la filosofía — en el llamado período cosmológico, que se pre­
gunta por el origen físico de las cosas— , la indistinción entre physis
y nom os se presenta de una forma más elaborada y abstracta que en
las visiones animistas y en una relación inversa: en vez de humanizar
a la naturaleza, que es lo propio del animismo, los primeros filósofos
griegos más bien tienden a naturalizar al hombre y a la sociedad, que
comienzan a ser vistos como sometidos a leyes equivalentes a las re­
gularidades naturales entonces observables, como la alternancia entre
el día y la noche o la recurrencia de las estaciones del año y de los
períodos lunares. El elemento clave y nuevo en este sometimiento del
hombre a lo natural está en la aparición de la idea de razón, o logos,
entendida como orden que se atribuye a la divinidad y al conjunto
del mundo, incluido el mundo humano y social. Así, filósofos como
Pitágoras y sus seguidores o Heráclito expresan la unidad de natura­
leza y sociedad en una concepción de las leyes humanas como deriva­
das del orden cósmico general. En particular, Heráclito (ca. 535-470
a.C.) introduce la idea de logos — que se puede traducir no sólo por
«razón», sino también por «lenguaje» y «pensamiento»— como ley
eterna o principio divino origen de las leyes humanas:

Todas las leyes humanas se nutren de la ley única, la divina, la cual


manda tanto cuanto quiere, y basta a todo y es superior a todo
(Fragmento 114).

Esta relación entre naturaleza y ley anticipa ya dos ideas típicas y


fundamentales del modelo aristotélico de justicia: de un lado, implí-
citamente — es decir, no todavía en el nombre pero sí en la idea—
prefigura la formulación de una ley natural como origen y funda­
mento inspirador de las leyes positivas, entendidas aquélla y éstas
como fenómenos estrechamente relacionados entre sí; y, de otro
lado, presenta al hombre y a la sociedad como productos naturales,
ordenados, armónicos, lo que anuncia ya una concepción organicis-
ta de la sociedad.

1.2. E l período antropológico (siglos V y IV a.C.)

a) Los sofistas, Sócrates y los socráticos menores


(cínicos y cirenaicos): ruptura entre physis
y n om os; primeros atisbos de individualismo

Entre el período cosmológico y Aristóteles se suele situar el lla­


mado período antropológico de la filosofía griega, que abarca los
siglos V y IV a.C. y se inicia con los sofistas y Sócrates (469-399),
seguidos por Platón y por los llamados socráticos menores (cíni­
cos como Diógenes y cirenaicos como Áristipo). Aristóteles, que
vive en el siglo IV a.C. y es contemporáneo de Diógenes, puede ser
incluido también dentro del final de ese mismo período. Esquemá­
ticamente dicho, aun dentro de sus diferencias, casi todos estos fi­
lósofos •
— y especialmente los sofistas— introducen una revolución
en el pensamiento anterior en la medida en que tienden a separar
lo natural y lo legal, como contraste entre lo fáctico y permanente
y lo artificial o convencional y variable. Esta ruptura entre physis
y nom os tiene también una manifestación literaria importante en
la Antígona de Sófocles (escrita a mediados del siglo V a.C.), cuya
protagonista había enterrado a su hermano Polinice, desafiando la
prohibición de su tío, el rey Creonte, al que Antígona interpela con
estas palabras:

No fue Zeus en modo alguno el que decretó esto, ni la Justicia,


que cohabita con las divinidades de allá abajo; de ningún modo
fijaron estas leyes entre los hombres. Y no pensaba yo que tus
proclamas tuvieran una fuerza tal que siendo mortal se pudiera
pasar por encima de las leyes no escritas y firmes de los dioses.
No son de hoy ni de ayer sino de siempre estas cosas, y nadie sabe
a partir de cuándo pudieron aparecer. No había yo,-por temer el
parecer de hombre alguno, de pagar ante los dioses el castigo por
esto (§ 450).

Esa conciencia del contraste entre las leyes naturales y las humanas
es el origen de una primera concepción iusnaturalista que distintos
sofistas expresaron con diferentes formas y pretensiones concretas
pero bajo una común función crítica hacia las leyes existentes.
En efecto, el contraste entre lo natural, considerado como patrón
ideal, y lo convencional dio lugar en algunos sofistas a una actitud
crítica de carácter igualitario, como aparece en estas ideas atribuidas
a Hipias en uno de los diálogos de Platón:

Amigos presentes, dijo, considero yo que vosotros sois parientes y fami­


liares y ciudadanos, todos, por naturaleza ¡physis], no por convención
legal [nomos]. Pues lo, semejante es.pariente de lo semejante por natura­
leza. Pero la ley, que es el tirano de los hombres, les fuerza a muchas
cosas en contra de lo natural (Protágoras, 337c-d);

como aparece también en estas otras de Antifonte:

la mayor parte de los derechos que emanan de la ley están en oposi­


ción a la naturaleza (Sofistas, Testimonios, fragmento I-A, col. II).
por nacimiento somos todos naturalmente iguales en todo, tanto grie­
gos como bárbaros. Y es posible observar que las necesidades naturales
son igualmente necesarias a todos los hombres. Ninguno de nosotros
ha sido distinguido, desde el comienzo, como griego ni como bárbaro.
Pues todos respiramos el aire por la boca y por las narices, y comemos
todos con las manos (ibid., fragmento I-B, col. II).

Con una similar función crítica, si bien en un sentido específico


opuesto, mostrando así la ductilidad de unas mismas categorías abs­
tractas para servir a diferentes usos ideológicos, Platón atribuye a
otro sofista al que llama Calicles1 el uso del mismo patrón ideal de lo
natural para criticar el igualitarismo democrático introducido por las
leyes positivas de algunas ciudades griegas:

según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multi­
tud [...] Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo
que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo
es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como
en todas.las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se
juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. [...]. Pero yo
creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría,
quebraría y esquivaría todo esto y, pisoteando nuestros escritos, enga­
ños, encantamientos y todas las leyes contrarias, a la naturaleza, se suble-

1. Al parecer, Calicles no fue un sofista histórico, sino un personaje ficticio en el


que Platón personifica a su tío Critias, sofista ateniense y cruel dirigente del partido
oligárquico (Menzel, pp. 113 ss.; y Sofistas, Testimonios , pp. 395 ss.).
varía y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y entonces resplandece­
ría la justicia de ia naturaleza (Platón, Gorgias, 483b-484a).

Junto a lo anterior, y significativamente, tanto en la mayoría de


los sofistas como, en especial, en Sócrates y en cínicos y cirenaicos,
aparecen ideas que pueden calificarse de individualistas, al menos en
tres sentidos diferentes:
1) Apuntando a la idea de contrato social, la organización
político-social ya entonces fue vista no como natural sino como el
producto de una convención o acuerdo para salvaguardar los intere­
ses de los hombres, como lo prueban estas palabras que Platón atri­
buye al sofista Glaucón en uno de sus diálogos:

Se dice, en efecto, que es por naturaleza bueno el cometer injusti­


cias, malo el padecerlas, y que lo malo del padecer injusticias supera
en mucho a lo bueno del com eterlas. De este modo, cuando los
hombres cometen y padecen injusticias entre sí y experimentan am­
bas situaciones, aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra
juzgan ventajoso concertar acuerdos entre unos hombres y otros para
no cometer injusticias ni sufrirlas. Y a partir de allí se comienzan a
implantar leyes y convenciones mutuas, y a lo prescrito por la ley se
lo llama «legítimo» y «justo». Y éste, dicen, es el origen y la esencia
de la justicia, que es algo interm edio entre lo m ejor — que sería
cometer injusticias impunemente— y lo peor — no poder desquitarse
cuando se padece injusticia— ; por ello lo justo, que está en medio
de ambas situaciones, es deseado no como un bien, sino estimado
por los que carecen de fuerza para cometer injusticias; pues el que
puede hacerlas y es verdaderamente hombre jamás concertaría acuer­
dos para no cometer injusticias ni padecerlas, salvo que estuviera
loco (República, 359a-b).

2) Anunciando la idéa de autonomía kantiana, la moral llega a


aparecer co m o criterio subjetivo, esto es, co m o criterio propio del
sujeto individual, más allá de las opiniones sociales dominantes, se­
gún la gran enseñanza de Sócrates en el diálogo platónico Gritón,
donde razona así sobre la obligación de obedecer la sentencia que le.
ha condenado a muerte:

Porque yo, no sólo ahora sino siempre, soy de condición de no prestar


atención a ninguna otra cósa que al razonamiento que, al reflexionar,
me parece el mejor. Los argumentos que yo he dicho en tiempo ante­
rior no los puedo desmentir ahora porque me ha tocado esta suerte,
más bien me parecen ahora, en conjunto, de igual valor y respeto...
(Critón, 46b);

[...] no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la


mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas,
aunque sea uno sólo, y de lo que la verdad misma diga (ibid., 48a);

[...] no se debe responder ni hacer mal a ningún hombre, cualquiera que


sea el daño que se reciba de él. Procura, Critón, no aceptar esto contra
tu opinión, si lo aceptas; yo sé, ciertamente, que esto lo admiten y lo
admitirán unas pocas personas. No es posible una determinación común
para los que han formado su opinión de esta manera y para los que
mantienen lo contrario [...]. Examina muy bien, pues, también tú si estás
de acuerdo y te parece bien, y si debemos iniciar nuestra deliberación a
partir de este principio, de que jamás es bueno ni cometer injusticia, ni
responder a la injusticia con la injusticia, ni responder haciendo el mal
cuando se recibe el mal. ¿O bien te apartas y no participas de este
principio ? En cuanto a mí, así me parecía antes y me lo sigue pareciendo
ahora [...] {ibid., 49c-e).

3) Y, en fin, prefigurando formas modernas del individualismo


como la despreocupación por los asuntos colectivos en favor del
interés por lo individual, cabe también recordar las propuestas de
apartamiento a la vida privada que, en versión hedonista, hicieron los
cirenaicos y, en versión ascética, los cínicos, como queda bien refle­
jado en Ja anécdota de Diógenes cuando contestó al emperador Ale­
jandro, que se había acercado a su tonel para preguntarle si deseaba
algo, que se apartara porque no le dejaba ver el sol.
Estas distintas versiones individualistas avanzan ideas que, aun de ■
modo incipiente, constituyen anticipaciones de algunos aspectos del
modelo del iusnaturalismo racionalista o protestante, que se desarro­
llaría 2000 años después.

b) Sócrates y la obediencia al Derecho

La gran figura de Sócrates (469-399 a.C.), importante por muchos


conceptos en la historia del pensamiento como el que se acaba de
mencionar a propósito del individualismo moral, merece también una
mención especial por sus ideas en favor de la obediencia a las deci­
siones jurídicas de la comunidad. Sócrates expresó tales ideas, de un
modo exquisitamente imparcial, en relación con la sentencia que le
condenó a muerte, votada por una mayoría de 280 del Consejo de los
500 de Atenas. Los argumentos de Sócrates, recogidos en el Critón
en su diálogo con el discípulo de ese nombre que le animaba a huir
para escapar a la sentencia, desarrollan los tres motivos fundamenta­
les por los que siempre se ha defendido que el Derecho — hoy en día
especialmente el Derecho democráticamente aprobado— ha, de ser
obedecido aun por quien discrepa moralmente de él: el interés gene­
ral, los beneficios recibidos y el consentimiento.
1) El interés general. La desobediencia al Derecho puede tener
•malas consecuencias para el mantenimiento del orden político, en
la medida en que si debiera prevalecer el juicio individual a propó­
sito de si las normas aprobadas oficialmente deben ser o no obede­
cidas es improbable que éstas pudieran tener la eficacia suficiente
para mantener un sistema jurídico-político necesario y justo en su
conjunto:

Si cuando nosotros estemos a punto de escapar de aquí [...] vinieran


las leyes' y el común de la ciudad y, colocándose delante, nos dijeran:
«Dime, Sócrates, ¿qué tienes intención de hacer? ¿No es cierto que,
por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que
de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la ciudad? ¿Te parece
a ti que puede aún existir sin arruinarse la ciudad en la que los juicios
que se producen no tienen efecto alguno, sino que son invalidados por
particulares y quedan anulados?». ¿Qué vamos a responder, Critón, a
estas preguntas y a otras semejantes? ¿Acaso les diremos: «La ciudad
ha obrado injustamente con nosotros y no ha llevado el juicio recta­
mente»? ¿Les vamos a decir eso? (Critón, 5 Oa-c).

2) Los beneficios recibidos. Ante la respuesta de Critón de que eso


es lo que merece la ciudad por su injusta sentencia, Sócrates replica
con el nuevo argumento de que la ciudad ha producido para sus
ciudadanos beneficios que éstos han de retribuir para mantener la
reciprocidad en que consiste la justicia, y tanto en las duras como en
las maduras:

Quizá dijeran las leyes: [...] «¿Te pasa inadvertido que [a la patria] hay
que respetarla [...]; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo
que ella disponga; [...] que si ordena recibir golpes, sufrir prisión, o
llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto
porque es lo justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el
puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que
hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es
justo? [...] En efecto, nosotras [las leyes] te hemos engendrado, criado,
educado y te hemos hecho partícipe, como a todos los demás ciudada­
nos, de todos los bienes de que éramos capaces» (Critón, 50c-51c).

, 3) Til consentim iento al sistema y sus leyes. Sócrates, en fin, remata


su razonamiento con un argumento diferente2, que comienza mencio­

2. Para ser riguroso, conviene precisar que Sócrates enlaza este tercer argumen­
to con el anterior de manera mucho menos distinguible de lo que se expone en el
texto, pero se trata de argumentos conceptualmente diferentes que merecen conside­
rarse por separado, pues así como se pueden recibir beneficios no consentidos también
cabe consentir normas no beneficiosas para quien consiente.
nando una cierta idea de pacto entre la ciudad y los individuos que
la componen y concluye apelando a la existencia de un consenti­
miento tácito por el hecho de vivir en la ciudad bajo su protección y
con la posibilidad de participar en la aprobación de las leyes:
Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos conve­
nido tú y nosotras, o bien que hay permanecer fiel a las sentencias
que dicte la ciudad? [... las leyes] proclamamos la libertad, para el
ateniense que lo quiera [...] de.que si no le parecemos bien, tome
íó suyo y se vaya adonde quiera, [...] El que de vosotros se quede
aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos
la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho,
ya está de acuerdo con nosotras, en que va a hacer lo que nosotras
ordenamos. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no
lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción
entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no
cumple ninguna de las dos. [...] respóndenos si decimos verdad
al insistir en que tú has convenido vivir como ciudadano según
nuestras normas con actos y no con palabras, o bien si eso no es
verdad [...] ¿No es cierto :— dirían ellas— que violas los pactos
y los acuerdos con nosotras, sin que los hayas convenido bajo
coacción o engaño y sin estar obligado a tomar una decisión en
poco tiempo, sino durante setenta años [la edad de Sócrates], en
los que te fue posible ir a otra parte, si no te agradábamos o te
parecía que los acuerdos no eran justos?» ( Critón , 50c-52e).

Los anteriores argumentos no agotan el debate sobre el eterno


problema de la obediencia a las leyes injustas, de una parte porque
hay algunas variantes interesantes que Sócrates no consideró (como
la .del consentimiento hipotético que merecería un sistema político
básicamente justo) y de otra parte porque los argumentos de Sócra­
tes pueden recibir más y mejores réplicas que las de Critón, espe­
cialmente en cuanto a sistemas políticos que no son de pertenencia
tan voluntaria como el de la Atenas del siglo V antes de Cristo. Pero
el mérito de la primera elaboración y presentación de unos argu­
mentos que en buena parte todavía se siguen discutiendo es de
Sócrates.

c) Platón: justicia como concepto objetivo y como orden

Platón (427-347 a.C.), que como Aristóteles vive la decadencia de la


polis en una actitud conservadora y poco proclive al gobierno demo­
crático, no sólo reacciona contra propuestas individualistas como las
. que se han comentado, sino también contra la simple oposición de
la sofística entre naturaleza y convención legal. Propone así una con­
cepción de la justicia mucho más ambiciosa y objetivista, ligada a un
modelo de justicia natural diferente, de carácter idealista y no na­
turalista. Muy resumidamente, destacaré las dos aportaciones más
importantes de Platón a la idea de la justicia.
Por un lado, en el plano metodológico, Platón inaugura una con­
cepción idealista del conocimiento según la cual las ideas o conceptos
son la verdadera esencia de las cosas, de manera que esta o aquella
mesa que vemos y tocamos es tal por ajustarse a la forma, esto es,
al patrón o modelo de mesa que existe en el eterno mundo de las
ideas, el verdadero mundo real sobre el que se forma el mundo en
el que vivimos, meramente aparente. Platón ilustra esta concepción
mediante el conocido mito de la caverna, en la que, a semejanza del
mundo en el que vivimos, los hombres sólo alcanzarían a ver el refle­
jo de las sombras de unas estatuas que representan a las cosas reales,
las cuales sólo a la luz del sol, fuera de la caverna, podrían verse en
su verdadera forma. Pues bien, en aquel mundo de las ideas, más allá
de la oscuridad de nuestro pobre mundo sensible, se hallaría también
la idea de justicia, como concepto o modelo del comportamiento
correcto entre los seres humanos, un modelo objetivo en el sentido
de eterno y trascendente y no en el de obtenido a partir de los hechos
comprobables ni, en especial, de lo común y permanente en las cos­
tumbres de diferentes lugares.
Por otro lado, en el plano de los contenidos, el ideal que Platón
defendió de organización política y social —al menos en la Repúbli­
ca, su diálogo político más importante— es un orden jerarquizado y
total bajo el modelo del organismo individual (462c-e). En él, junto
a la comunidad de bienes y a la igualdad entre hombres y mujeres,
deberían existir tres clases de ciudadanos, según sus capacidades na­
turales fueran la habilidad para el trabajo (los artesanos y trabajado­
res), la valentía para el combate (los guerreros o militares) o la sabia
dirección de la sociedad, papel de los guardianes o gobernantes, que
en cuanto consejeros son la parte del Estado «más pequeña por natu­
raleza» (428e-429a) y cuyo ideal es el del filósofo-rey:

A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son
llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado,
y que coincidan en una misma persona el poder político y la filoso­
fía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por
cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actual­
mente hacen así, no habrá, amigo Glaucón, fin de los males para los
Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes
de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz el sol,
la organización política que ahora acabo de describir verbalmente
(República, 473d-e).
Pues bien, en la estructura jerárquica y esencialmente desiguali-
taria en que consiste el Estado platónico cada cual debe someterse a
la posición a la que le destinan sus capacidades naturales, de manera
que es justa la sociedad en la que cada persona y cada clase cumple
los deberes que le corresponden por naturaleza:

Establecimos, si mal no recuerdo, y varias veces lo hemos repe­


tido, que cada uno debía ocuparse de una sola cosa de cuantas
conciernen al Estado, aquella para la cual la naturaleza lo hubiera
dotado mejor. [...] parece que la justicia ha de consistir en hacer
lo que corresponde a cada uno, del modo adecuado. [...] lo que
con su presencia hace el Estado bueno al máximo consiste, tanto
en el niño cómo en la mujer, en el esclavo como en el libre y en el
artesano, en el gobernante como el gobernado, en que cada uno
haga sólo lo suyo, sin mezclarse en los asuntos de los demás, [...]
la dispersión de las tres clases existentes en múltiples tareas y el
intercambio de una por la otra es la mayor injuria contra el Estado
y lo más correcto sería considerarlo como la mayor villanía (Repú­
blica, 433a-d y 434b-c).

Este criterio de justicia, que anuncia ya el romano de «dar a cada uno


lo suyo», linda también con la idea aristotélica de la esclavitud por
naturaleza. Pero que cada cual ocupe el lugar que le corresponde es el
reverso de toda ética universalista e igualitaria, para la que cada cual
ha de ponerse en el lugar del otro.

2. E l m o d e l o iu sna tu ralista a r ist o t é l ic o

Lo que se ha llamado modelo aristotélico del Derecho natural es una


concepción del hombre, la sociedad, la política y la justicia en la que,
aunque interrelacionados en Aristóteles (384-322 a.C.), conviene
distinguir dos elementos, uno de carácter metodológico, relativo a
la pregunta «¿qué y cómo podemos saber?», y otro de carácter ético,
que responde a la pregunta «¿cómo hemos de comportarnos?».

2.1. Aspectos m etodológicos

En el aspecto metodológico, el modelo aristotélico puede caracteri­


zarse por dos rasgos básicos que crearán escuela: su teleologismo y su
concepción no dogmática del conocimiento práctico.

a) El teleologismo aristotélico

En un clásico libro sobre Aristóteles, Werner Jaeger elaboró una in­


terpretación del pensamiento del filósofo griego bajo el prisma de
una marcada evolución desde un inicial platonismo, marcado por una
visión mas idealista y con dominantes rasgos racionalistas, hasta una
posición más independiente y realista, de carácter más bien empiris-
ta. De todas formas, incluso la filosofía del Aristóteles menos plató­
nico y más maduro puede ser vista, con Cornford, como una síntesis
de racionalismo y de empirismo, esto es, que usa la abstracción y la
deducción, al modo de la. M etafísica, pero también la observación y
la inducción, como aparece en sus descripciones de los animales o,
por lo que sabemos, en su perdida recopilación de las distintas consti­
tuciones de 158 ciudades-estado griegas, de la que sólo ha sobrevivi­
do la relativa a la Constitución de Atenas. De esa doble faz, segura­
mente el legado recogido por la filosofía posterior —y no sólo por la
medieval sino también por la cartesiana— fue sobre todo el raciona­
lismo, pero, con todo, el mayor interés de Aristóteles hacia la varie­
dad de los hechos dio a su pensamiento un tono realista y pluralista
diferenciable del racionalismo platónico.
La clave del racionalismo aristotélico es la comprensión de las
cosas en función de fines, no de causas, esto es, en función del desti­
no al que las cosas se dirigen antes que del origen del que proceden.
Este teleologismo puede entenderse como visión metafísica general
del mundo según la cual la esencia de las cosas es el movimiento o
paso de la potencia al acto, un movimiento dirigido por el telos o fin
de cada cosa, que es, precisamente, su naturaleza esencial. Así, las
cosas son lo que su causa final, por la que se pueden definir descu­
briendo su esencia: la llave es un instrumento para abrir; el ojo es el
órgano para ver...3. Donde esta concepción tiene títulos para ser más
razonable, sin incurrir en el riesgo de antropoformizar la naturaleza
inanimada e irracional, es en la interpretación del mundo humano y
social, esto es,-en la filosofía política y moral. Las palabras con las
que se abre la E tica nicom áqu ea son:

3. El teólogo español del siglo X V I Francisco de Vitoria resume muy claramente


esta concepción, ahora ya cristianizada, en el siguiente texto: «es necesario tener en
cuenta [...] lo que dice Aristóteles: que no sólo en los seres naturales, sino, sobre todo,
en las cosas humanas la necesidad ha de ser considerada en relación al fin, que es la
primera y principal de las causas. [...] Los antiguos filósofos [...] atribuían la necesidad
de las cosas a la materia [...], como si pensaran que una casa ha sido construida ne­
cesariamente así, no porque así conviniese para el uso de los hombres, sino porque por
su propia naturaleza las partes pesadas van abajo y las partes más ligeras arriba. [...] De
este principio surgió la doctrina de Epicuro y de su discípulo Lucrecio, que afirmaban
que ni los ojos estaban destinados a ver, ni los oídos a oír, sino que todo había sucedi­
do de modo fortuito y debido a la concurrencia múltiple de los átomos [léase genes,
para modernizarlo] que pululan por el vacío infinito, con tal osadía que no puede
decirse ni imaginarse nada más necio y aberrante» {De potestate, I, 2, pp. 8-9).
Toda arte [tejné] y toda investigación, y del mismo modo toda acción
y elección, parecen tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón
que el bien es aquello a que todas las cosas tienden (Et. nic., 1094a).

Para Aristóteles, a partir de su consideración del hombre como


animal racional y político, el fin último de los actos humanos, que
coincide con su bien último, es la felicidad, la eudaim onía o «buen
espíritu» —originariamente, «vigilado por un buen daimon», esto es,
un.buen «demonio» en el sentido de genio o espíritu— , entendida
como vivir y obrar bien, o sea, como vida virtuosa que por serlo es
también placentera (Et. nic., 1095a). Ahora bien, en la concepción de
la felicidad de Aristóteles hay una cierta oscilación, producto de su
«concepción dual de la naturaleza humana» (Guthrie, p. 154), según
se piense en el hombre como ser racional o como ser político. De
esa oscilación depende la distinción entre el conocimiento teórico y
su virtud y el conocimiento práctico y sus virtudes: en el primero, el
fin es la contemplación o sabiduría, esto es, la racionalidad teórica,
propia del hombre en cuanto animal racional, como actividad más
virtuosa, aunque sólo para el filósofo y no para el vulgo, por ser
«algo divino», mientras que en el segundo el fin lo marcan virtudes
como la prudencia, la justicia, etc., propias de la política y la ética,
que aluden a una racionalidad práctica, propia del hombre en cuanto
animal político, que como compuesto de alma y cuerpo necesita de
virtudes «simplemente humanas». Y es este segundo sentido del fin o
bien humano el que Aristóteles presenta como el objeto de estudio
de la ciencia política, la ciencia «suprema y directiva en grado sumo»
(Ét. nic., 1094a)4.

b ) El conocimiento práctico como no dogmático o retórico

La concepción aristotélica del conocimiento práctico es declarada­


mente no dogmática: en el estudio de la política y de la ética, es decir,
de los bienes y fines humanos, hay que contentarse con un tipo de
investigación no completamente rigurosa:

la nobleza y la justicia que la política considera presentan tantas diferen­


cias y desviaciones, que parecen ser sólo por convención y no por natu­
raleza. Una incertidumbre semejante tienen también los bienes por haber

4. Seguramente no será ocioso observar entre paréntesis que esta concepción,


que identifica finalidad y bien, no es indiscutible ni evidente por sí misma: por ejem­
plo, en una concepción como la existencialista, que destaca la naturaleza del hombre
como ser para la muerte o para la nada, la finalidad del hombre no es más que su
destino, su final.
sobrevenido males a muchos a consecuencia de ellos; pues algunos han
perecido a causa de su riqueza, y otros por su valor. Por consiguiente,
hablando de cosas de esta índole y con tales puntos de partida, hemos de
darnos por contentos con mostrar la verdad de un modo tosco y esque­
mático; hablando sólo de lo que ocurre por lo general y partiendo de
tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo
se ha de aceptar cuanto aquí digamos:-porque es propio del hombre
instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en la
medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan
absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como
reclamar demostraciones a un retórico (Et. nic., 1094b).

Se propone así la diferencia entre razonamiento demostrativo


y razonamiento retórico y dialéctico. El primero, la dem ostración ,
es visto por Aristóteles como deducción lógica o silogística y se
obtiene

cuando el razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales [o


evidentes, es decir, [...] que tienen credibilidad, no por otras, sino por
sí.mismas (Tópicos, lOOa-b).

En cambio, el razonamiento retórico, al igual que el dialéctico, es el


tipo de razonamiento «construido a partir de cosas plausibles» (o
éndoxoi, derivado de doxa u opinión), que son aquellas

que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos


últimos, a todos, o a la mayoría o a los más conocidos y reputados
(Tópicos, 100b).

Detengámonos un momento en esta segunda forma de razonamiento,


que para el filósofo griego es la propia del conocimiento sobre la
política y la justicia. La ’disputabilidad de sus argumentos, esencial­
mente asociada a su plausibilidad o capacidad de persuasión, es la
sustancia común a la dialéctica y la retórica, que sin embargo no son
para Aristóteles del todo idénticas, sino «correlativas» o paralelas,
debido a su distinta forma y uso: mientras la retórica, como arte de
persuadir mediante la palabra hablada, es una técnica o arte del dis­
curso o monólogo, cuyo principal ejemplo es la oratoria forense, en
cambio, la dialéctica, como arte del razonamiento probable, es una
técnica o arte de la discusión, del diálogo, esto es, de la argumenta­
ción «dialógica» (Retórica, 1 3 5 4 a -1 3 5 6 a ; véase también García Ama­
do, cap. I). Dicho sea entre paréntesis, también la oratoria forense
puede verse en sentido amplio como una forma de diálogo, puesto
que se enfrentan dos argumentaciones, la del acusador y la del defen­
sor, entre las que el juez ha de extraer una conclusión, pero cuando
Aristóteles habla de argumentación dialéctica sin duda está pensando
en las discusiones filosóficas al modo de los diálogos platónicos, ca­
racterizados por una secuencia de preguntas y respuestas y de afirma­
ciones y réplicas que, formalmente al menos, no constituyen un dis­
curso unitario como los del defensor o el acusador.
Pues bien, la anterior concepción aristotélica aparece, por un la­
do, en los Tópicos, esto es, en un estudio dedicado a analizar los
«lugares comunes» útiles para la discusión de cuestiones opinables,
donde Aristóteles desarrolla su tratado de dialéctica, que, también a
través del influjo posterior de Cicerón, terminaría por ser el modelo
de la enseñanza del Derecho medieval, como método de estudio a
través de la controversia y del análisis de puntos de vista opuestos.
Pero, por otro lado, aquella misma concepción se completa, precisa­
mente, en otra obra de Aristóteles, la Retórica, en la que ejemplifica
cómo se pueden dar razones de una opinión y su contraria con argu­
mentos de la oratoria forense, diciendo que cuando la ley escrita
condena un hecho el defensor apelará al Derecho natural y a la equi­
dad, mientras que si es favorable al caso argüirá en favor de aplicarla
(.R e t 1375a-b). Ha de precisarse, sin embargo, que la posición de
Aristóteles sobre el razonamiento no demostrativo no es cínica o in­
diferentista, pues deja bien claro que la retórica — con un criterio
aplicable también a la dialéctica-— se caracteriza por «ser capaz de
persuadir sobre los contrarios», pero sin que ello implique que las
opiniones contrarias sean iguales, pues «siempre lo verdadero y bue­
no son naturalmente de razonamiento mejor tramado y más persuasi­
vo» (Ret., 1355a).
En todo caso, lo que esta propuesta metodológica mantiene es
que los estudios sobre el hombre y la sociedad, esto es, lo que hoy
llamamos filosofía política y moral, pero también muchos contenidos
de lo que denominamos ciencias sociales, como la sociología, la his­
toria, la ciencia política o la economía, y, desde luego, la interpreta­
ción jurídica, no. son susceptibles de un conocimiento exacto, demos­
trativo, racional en el sentido fuerte de esta palabra, sino únicamente
aproximativo, persuasivo o argumentativo, razonable meramente. Y
se trata de una tesis que a partir de Aristóteles recorre todo el pensa­
miento medieval y, aunque prácticamente sucumbida ante el raciona­
lismo de la Edad Moderna, se ha venido a recuperar desde el siglo
X IX a hoy en cada discusión a propósito del diferente carácter de las
ciencias sociales e históricas, recientemente por obra de un incisivo
filósofo como Alasdair Maclntyre, que la ha vuelto a revitalizar con
nuevas y agudas razones (Tras la virtud, cap. 8).
2.2. Aspectos éticos

a) «Naturaleza» en sentido fáctico y en sentido teleológico

De la vasta construcción ética de Aristóteles — en la que hay amplias


y agudas reflexiones sobre virtudes como la amistad, la prudencia, la
valentía, etc.— aquí interesa destacar sólo algunos rasgos referentes
a dos ideas centrales: la de sociabilidad humana y la de justicia. Sin
embargo, antes de nada debe tenerse en cuenta que este filósofo ma­
neja un concepto doble y ambiguo de «naturaleza» (physis), fáctico
y teleológico, doble sentido a veces utilizado, confusamente, en el
mismo texto (Lloyd, pp. 140-141 y 152 ss.).
Por un lado, el concepto que se puede llamar fáctico o empírico,
que alude a la naturaleza como conjunto de hechos sometidos a re­
laciones de causalidad y, en el ámbito humano, como pauta general
o común debida a algún rasgo físico o psíquico o a una inclinación
instintiva — biológica o genética, diríamos hoy— que funciona como
causa de determinados efectos: la naturaleza equivale aquí a causa efi­
ciente, como el instinto sexual es causa de la reproducción animal, que
es el sentido en el que Aristóteles dice, al principio de la Política, que

se unen de modo necesario, los que no pueden existir el uno sin el


otro, como la mujer y el varón para la generación (y esto no en virtud
de una decisión, sino de la misma manera que los demás animales y
plantas, que de un modo natural aspiran a dejar tras sí otros semejan­
tes), y el que por naturaleza manda y el súbdito (Pol., 1252a).

Por otro lado, el concepto que puede llamarse teleológico o fi­


nalista alude a la naturaleza como modo de ser de una cosa según lo
conforma la finalidad para la que la cosa está dispuesta, por donde la
naturaleza de la llave es abrir puertas y la del sabio-es el conocimiento.
Aquí la naturaleza se identifica con la form a en el sentido aristotéli­
co, esto es, con la causa final de las cosas, que es el sentido en el que
Aristóteles dice:

La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene, por


así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por causa
de las necesidades de la vida, pero existe ahora para vivir bien. De
modo que toda ciudad es [= existe] por naturaleza, como lo son las
comunidades primeras [= la familia y, después, la aldea]; porque la
ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin. En efecto, llamamos
naturaleza de cada cosa a lo que cada una es, una vez acabada su
generación, ya hablemos del hombre, del caballo o de la casa (Pol.,
1252b -12J3a).
En el primer sentido, fáctico, lo natural es lo normal — esto es, lo
regular o típico— en contraposición a lo excepcional, lo extraordina­
rio, lo milagroso. En el segundo sentido, teleológico, lo natural es lo
bueno y se contrapone a lo antinatural o anormal, considerado como
malo. Por ejemplificarlo, conforme al primer significado lo natural es
dejar seguir su curso a la enfermedad sin oponer resistencia, mientras
conforme a lo segundo puede ser natural combatir las enfermedades
con todos los medios, sean naturales o artificiales.

b) La sociabilidad natural del hombre

La idea de la tendencia natural a la sociabilidad humana es predo­


minantemente teleológica y enlaza las ideas de sociabilidad, raciona­
lidad y moralidad de una forma muy incisiva. Justo a continuación
del texto que se acaba de citar, el hombre es descrito como politikón
zóon , que debe traducirse como «animal social» pero incluyendo lo
político en lo social, pues en la visión aristotélica — y, en general,
griega y romana— la comunidad de ciudadanos incluye prácticamen­
te todo tipo de relaciones públicas y privadas, hasta el punto de que,
como recuerda Passerin D’Entréves, «la polis es, a un mismo tiempo,
un “Estado” y una “Iglesia”» (.Dottrina, p. 46; trad. cast., p. 53):

De todo ello resulta, pues, manifiesto que la ciudad es una de las


cosas naturales, y que el hom bre es por naturaleza un animal social
(ttoAitlkov ¡;üo v ) [...]. La razón por la cual el hombre es, más que la
abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la
naturaleza, com o solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre
es el único animal que tiene la palabra. La voz es signo del dolor y del
placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su natu­
raleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela
unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo
dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los
demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de
lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que
constituye la casa y la ciudad (Pol., 1253a).

La anterior hilazón entre lenguaje (y racionalidad, pues no se olvi­


de que logos es también razón), sociabilidad y moralidad ■—de la que,
si se me permite una apostilla levemente malévola hacia nuestra época,
la filosofía moral de Jürgen Habermas podría verse como una extensa
glosa, a veces en exceso prolija y enrevesada— se sustenta sobre todo
en la idea de una naturaleza finalista más que meramente empírica. Ese
es el sentido en el que Aristóteles, un poco más abajo de la afirmación
de que el desarrollo histórico de las asociaciones humanas va de la casa
o familia a la aldea y después, por fin, a la ciudad, puede sostener que
lo que es anterior en el tiempo (lo natural fáctica o empíricamente) es
en realidad posterior — en el sentido de inferior— en el fin o valor (lo
natural finalista o teleológicamente):

La ciudad es por naturaleza anterior [= superior] a la casa y a cada uno


de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte [...]
Todas las cosas se definen por su función y sus facultades [...] Es evi­
dente, pues, que la ciudad es [= existe] por naturaleza y es anterior al
individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo será,
semejante a las demás partes en relación con el todo, y el que no puede
vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es
miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la
tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue
causa de los mayores bienes (Pol., 1253a).

Cabe insistir aquí en dos idea clave, relacionadas entre sí, que son
básicas y recurrentes en la historia del pensamiento filosóñco-político.
Por una parte, la idea de la sociabilidad natural del hombre, según la
cual la organización social y política estáprima~facie justificada, inclu­
so desde un punto de vista moral, como algo necesario y bueno (Keyt,'
«Three»), Y, por otra parte, la idea de la preeminencia de la comuni­
dad sobre los individuos, que Aristóteles confirma expresamente en
otro lugar afirmando que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo,
sino que todos pertenecen a la ciudad» (Pol., 1337a) y que suele aso­
ciarse casi inevitablemente a la consideración de la comunidad como
un cuerpo u organismo que tiene necesidades, funciones y facultades
independientes y superiores a las individuales, en contraposición a toda
visión atomista, o atomizada, de la sociedad como conjunto o suma de
individuos que tienen derechos e intereses frente a la comunidad5. Una
y otra idea pueden sintetizarse en un cierto antiindividualismo — en el
lenguaje actual, un cierto comunitarismo— , en claro contraste con un
tipo de concepciones individualistas que, como se dijo antes, ya comen­
zaron a apuntar en el pensamiento griego pero que se desarrollarían
sobre todo con el iusnaturalismo racionalista, a partir del siglo XVII. En
contraste con la aristotélica, estas otras concepciones presuponen la
existencia de un individuo asocial anterior a la organización política
que contrata o pacta en condiciones de igualdad con otros individuos

5. Se debe precisar que Aristóteles sólo expresa un criterio que era general en la
antigüedad y ya antes formulado por Platón: «ni vosotros ni el patrimonio ese os
pertenece a vosotros mismos, sino a todo el linaje que hubo antes de vosotros y que
habrá en lo por venir, y más aún, el linaje entero y su patrimonio son a su vez de la
ciudad» (Leyes, 923 a).
para dar lugar a un sistema de protección política de ciertos derechos
individuales y que, en tal función, no es en principio superior a los indi­
viduos, los cuales aparecen como razón justificadora de la ciudad o
Estado, al contrario que en Aristóteles, donde son, como hemos visto,
«posteriores» a la ciudad, en el sentido de subordinados y menos vaho-
sos que ella.

c) La justicia aristotélica

En contraste con la anterior, la doctrina aristotélica sobre la justicia


tiene como elemento dominante el concepto fáctico de «naturaleza»,
aunque a veces dentro de una no declarada ambigüedad con el teleo-
lógico. ¿Qué es la justicia? La respuesta de Aristóteles — que sigue
siendo el molde en el que todavía nos debatimos hoy (Hierro, «Con­
cepto», §§ 1.2 y 1.3)— comienza con la identificación de la justicia
con el orden de la ciudad, en el sentido de su buena ordenación u
organización. Esta idea aparece ya como conclusión de los primeros
párrafos de la Política que se acaban de citar sobre la sociabilidad
humana y el valor de la ciudad:

así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley


y de la justicia es el peor de todos: la peor injusticia es la que tiene armas
[...] Por eso, sin virtud, es el más impío y salvaje de los animales, y el más
lascivo y glotón. La justicia, en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la
justicia es el orden de la comunidad civil [Pol., 1253a).

Pero ¿en qué consiste ese orden? Según Aristóteles, hay dos gran­
des tipos de justicia:

Parece que es injusto el transgresor de la ley, pero lo es también el codi­


cioso y el que no es equitativo; luego es evidente que el justo será el que
observa la ley y también el equitativo. De ahí que lo sea lo lejjaly lo
equitativo [= igualitario], y lo injusto, lo ilegal y lo no equitativo (Et. rúe.,
1129b);

es decir, que hay una forma de justicia según la ley y otra según la
igualdad. Veamos una y otra por separado, si bien en la exposición
que sigue se invertirá el orden anterior para hablar primero de la
justicia como igualdad.
1) La justicia según la igualdad se condensa en la conocida fór­
mula de lo igual para los iguales y lo desigual para los desiguales (cf.
P ol., 1280a). Estas dos relaciones dan lugar a lo que Aristóteles lla­
ma, respectivamente, justicia correctiva, la aplicable entre iguales, y
justicia distributiva, la aplicable entre desiguales. Veamos ambos ti­
pos,-invirtiendo también aquí el orden de exposición.
La justicia distributiva, de lo desigual para los desiguales, corres­
ponde al otorgamiento o reparto de honores y bienes, especialmente
los cargos políticos, conforme al criterio del mérito:

De ahí que se susciten disputas y acusaciones cuando aquellos que son


iguales no tienen o no reciben partes iguales y cuando los que no son
iguales tienen y reciben partes iguales. Y esto está claro por lo que
ocurre con respecto al mérito; pues todos están de acuerdo que lo justo
en las distribuciones debe estar de acuerdo con ciertos méritos, aunque
no todos coinciden en cuanto al mérito mismo, sino que los demócratas
lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la riqueza o nobleza y los
aristócratas en la virtud (Et. nic., 1131a).

Como se puede ver, Aristóteles relaciona las distintas concepciones


de la justicia distributiva precisamente con los distintos tipos de
constituciones políticas, que se caracterizan por la diferente atribu­
ción de las magistraturas y funciones políticas, de modo que la jus­
ticia distributiva es principalmente la justicia p o lítica , esto es, la
relativa a las relaciones verticales, de arriba abajo, entre gobernan­
tes y gobernados, si bien, aunque más secundariamente, afecta tam­
bién al reparto de bienes y por tanto a las relaciones, igualmente
verticales, entre ricos y pobres. Además, Aristóteles sostiene que la
justicia distributiva sigue la regla de la proporción geométrica, que
se caracteriza por la identidad de ratio entre dos relaciones: así,
simplificadamente, si en la división 9/3 la ratio es 3, entonces en la
división 15/x, x valdrá 5. Ejemplificado en términos políticos, en el
régimen oligárquico, si la riqueza de A es tres veces mayor que la
de B, el voto de este último también debe valer tres veces menos, o
la duración de su cargo debe ser tres veces inferior (Keyt, «Theory»,
pp. 2 4 6 -2 4 7 ) .
Por su parte, la justicia correctiva — a la que Tomás de Aquino
denominará «conmutativa»— , que atribuye lo igual para los iguales,
corresponde a las relaciones contractuales o voluntarias y al castigo
de los delitos o relaciones involuntarias (involuntarias, claro, entre
las partes, es decir, para el perjudicado, no para el causante). Ambos
aspectos de la justicia correctiva, el civil y el penal, tienen en común
su posibilidad de determinación mediante juicio, de modo que la
justicia correctiva equivale a justicia judicial. Por lo demás, esas dos
formas de justicia correctiva coinciden también en referirse a relacio­
nes sociales, de carácter horizontal, más que a relaciones políticas o
de poder, siempre en último término de carácter vertical:
en las relaciones entre individuos, lo justo es, sin duda, una igualdad y
lo injusto una desigualdad, pero no según aquella proporción [geomé­
trica], sino según la aritmética. No importa, en efecto, que un hombre
bueno haya despojado a uno malo o al revés, o que un hombre bueno
o malo hayan cometido adulterio [es decir, no importan los méritos o
las virtudes]: la ley sólo mira a la naturaleza del daño y trata ambas
partes como iguales, al que comete la injusticia y al que la sufre, al que
perjudica y al perjudicado. De suerte que el juez intenta igualar esta
clase de injusticia, que es una desigualdad {Et. nic., 1131b-1132a).

Esta relación de igualdad no es ya de proporcionalidad geométri­


ca, ni en realidad de proporcionalidad alguna, sino — como en el caso
de la ley del Talión, «ojo por ojo y diente por diente»— de simple
igualdad aritmética: 2 = 2, 4 = 4, etc.6. No obstante, la distinción
aristotélica entre justicia distributiva y correctiva está lejos de ser
perfecta en su teoría, pues tropieza en los delitos «políticos», donde
Aristóteles ya no aplica la igualdad ante la ley, sino la proporción
'geométrica, rechazando la doctrina pitagórica de la reciprocidad pe­
nal mediante este ejemplo:

si un magistrado golpea a uno, no debe a su vez, ser golpeado por


éste, pero si alguien golpea a un magistrado, no sólo debe ser golpea­
do, sino también castigado {Et. nic., 1132b).

2) L a justicia según la ley es la derivada de la existencia de un


cierto orden en la sociedad política, esto es, en la forma de organiza­
ción de la ciudad, que puede ser de distintos tipos según la distinta
forma de gobierno:

todo lo legal es en cierto modo justo, pues lo establecido por la


legislación es legal y cada una de estas disposiciones decimos que es
justa. Pero las leyes se ocupan de todas las materias, apuntando al
interés común de todos o de los mejores, o de los que tienen autori­
dad, o a alguna cosa semejante; de modo que, en un sentido, llama­
mos justo a lo que produce o preserva la felicidad o sus elementos
para la comunidad política» {Et. nic., 1129b).

Esta justicia de la ciudad es dividida por Aristóteles a su vez en natu­


ral y legal, es decir, que la justicia según la ley, o «legal» en sentido

6. Aunque en el texto que se acaba de citar Aristóteles habla de «proporción


aritmética», unos párrafos más adelante es más preciso denominando lo que en reali­
dad explica, más que como proporción, como igualdad aritmética, cuando dice que la
justicia política «existe, por razón de la autarquía, en una comunidad de vida entre personas
libres e iguales, ya sea proporcional ya aritméticamente [KaxávcLAoyíav r¡ icarapiG^ióv]»
(Ét. nic., 1134a).
amplio, puede ser de dos tipos: justicia legal en sentido estricto y
justicia natural.
La justicia legal en sentido estricto es «la de aquello que en un
principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez
establecido ya no da lo mismo» (Et. nic., 1134b), aludiendo, pues, a
la establecida mediante la ley humana (nomos), esto es, a la justicia
por convención. En tal sentido, la justicia legal puede ejemplificarse
en lo que modernamente se denominan reglas de coordinación, como
las que regulan las formas de,.adquisición de la propiedad, los plazos
para la reclamación, los sistemas procesales o la dirección de la circu­
lación de los vehículos. Por su parte, de manera más amplia, en la
Retórica Aristóteles denomina a esta forma de justicia «ley particu­
lar», definiéndola como «la que cada pueblo se ha señalado para sí
mismo, y de éstas unas son no escritas y otras escritas» (Ret.3 1373b),
por donde se puede colegir que era perfectamente consciente de la
existencia de costumbres convencionales, en el sentido de que no son
comunes a todos los pueblos. Asimismo, el realismo aristotélico pre­
figura en este concepto de justicia legal lo que -mucho más adelante
en la historia se conocerá como positivismo ideológico, esto es, la
discutible concepción que tiende a ver al Derecho existente como
justo (la ley es la ley), sea porque su existencia implica algún punto de
vista sobre la justicia — que parece ser la relativista posición de Aris­
tóteles, tal vez meramente descriptiva, en el texto antes citado— , sea
por proporcionar una seguridad mínima presuntamente preferible a
la ausencia de leyes.
Por su lado, la justicia natural es, en palabras de Aristóteles,

la que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de


que lo parezca o no («la que tiene en todas partes la misma fuerza y
no está sujeta al parecer humano», en la traducción de Pallí) (Et. nic.,
1134b),

esto es, la correspondiente a la justicia que en la R etórica Aristóteles


considera «ley común», definida allí como «la conforme a la' natu­
raleza» (.Reí., 1373b). Es importante indicar aquí que lo natural no
siempre es entendido por Aristóteles como absolutamente inmutable,
pues en la E tica nicom áquea al menos dice que «toda justicia es
variable» (1134b), lo que se puede relacionar con la diferencia entre
dos criterios de justicia natural que corresponden a la ambigua no­
ción aristotélica de «naturaleza» ya comentada: la justicia natural
como criterio tendencial, que entronca con el concepto fáctico o
empírico de naturaleza, y como juicio crítico, que apela a la idea de
naturaleza en sentido teleológico (véase Miller, cap. 12). En efecto,
uno y otro concepto de naturaleza llevan a distintas consecuencias,
dándose una m ayor flexibilidad en el prim ero, que explica que la
justicia natural pueda ser variable, al igual que la justicia legal o con­
vencional, y una m ayor rigidez en el segundo, el teleológico, que no
parece adm itir variabilidad. Así puede verse en la com paración entre
el segundo y el tercer inciso del siguiente texto (cuyo prim er inciso
perm ite entenderlo m ejor):

[1] hay una justicia natural y sin embargo toda justicia es variable;
con todo, hay una justicia natural y otra no natural. Pero es claro cuál
de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural y cuál no
es natural sino legal o convencional, aunque ambas sean igualmente
mutables. La misma distinción sirve para todo lo demás: [2] así, la
mano derecha es por naturaleza [es decir, por inclinación normal,
fácticamente] la más fuerte, aunque es posible que todos lleguen a
ser ambidiestros. La justicia fundada en la convención y en la utilidad
es semejante a las medidas, porque las medidas de vino y de trigo no
son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y meno­
res donde se vende. [3] De la misma manera las cosas que son justas
no por naturaleza sino por convenio humano, no son las mismas en
todas partes, puesto que tampoco lo son los regímenes políticos, si
bien sólo uno es por naturaleza [es decir, por su finalidad, teleológi-
camente] el mejor en todas partes (Et. nic., 1134b-1135a).

Además, y esto es particularm ente im portante, m ediante el uso in­


distinto del térm ino «naturaleza» en ambos sentidos, en el paso del
concepto de naturaleza fáctico al concepto teleológico Aristóteles da
un salto lógicam ente ilegítim o del hecho al valor — es decir, de lo
natural a lo m oral o, si se quiere, de las afirm aciones que describen
algo a las propuestas que prescriben o valoran algo— que se ha deno­
m inado falacia .naturalista y que m erece un análisis más detallado.

d) L a falacia naturalista en A ristóteles (a propósito de la esclavitud)

E l salto del uso fáctico al valorativo en la idea de naturaleza puede


analizarse claram ente en la concep ción aristotélica sobre la esclavi­
tud hum ana, cuya más com pleja argum entación aquí sim plifico para
ilustrar la falacia naturalista (Sm ith, «Aristotle’s», pp. 1 4 2 ss.). Según
A ristóteles existen esclavos por naturaleza:

el amo no es del esclavo otra cosa que amo, pero no le pertenece,


mientras que el esclavo no sólo es esclavo del amo; sino que le per­
tenece por completo. De aquí se deduce claramente cuál es la natu­
raleza y la facultad del esclavo: el que por naturaleza no pertenece
a sí mismo, sino a otro, siendo hombre, ése es naturalmente esclavo
(Pol., 1254a);
esa naturaleza teleológica de esclavo, o sea, esa forma de ser a la que
algunos seres humanos estarían destinados depende, siempre según
Aristóteles, de determinadas condiciones de hecho, es decir, de la
idea fáctica de naturaleza:

Todos aquellos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma
o el animal del hombre (y tienen esta disposición todos aquellos cuyo
rendimiento es el uso del cuerpo, y esto es lo mejor que pueden aportar)
son esclavos por naturaleza {Pol., 1254b).

Pero, como es evidente, del supuesto hecho de que haya hom­


bres que no puedan aportar más que el uso de su cuerpo no se
deduce que pertenezcan ni deban pertenecer a quienes están más
capacitados para usar su inteligencia. El error que parece cometer
Aristóteles es una manifestación de lo que en el pensamiento filosó­
fico contemporáneo se suele denominar falacia naturalista y, de
manera más precisa, una violación de la llamada ley de Hume, por
la que de una expresión con un «es» no se puede derivar lógicamen­
te ninguna expresión con un «debe». Por ejemplificarla, esta ley, de
carácter lógico o conceptual, viene a decir que del hecho de que los
seres humanos sean violentos, o egoístas, no se deduce que deban
(o no deban) serlo, una idea que John Stuart Mili expresó de una
manera muy eficaz:

La seca verdad es que casi todos los delitos por los que se cuelga o se
encarcela a los hombres son obra cotidiana de la naturaleza.

Por lo demás, en ese sentido al menos, lo natural es dejarse morir sin


combatir la enfermedad por medios artificiales, cuando en general
toda la cultura es alteración de la naturaleza y no necesariamente
nociva. Para ver más claramente en qué consiste la falacia en que se
incurre cuando se viola dicha ley, cabe esquematizar el argumento
anterior de Aristóteles con esta secuencia aparentemente lógica:

— Unos hombres son naturalmente mucho menos inteligentes que otros


— Luego los muy poco inteligentes deben ser esclavos.

Este tipo de posiciones no son cosa del pasado: además de su uso


vulgar especialmente en materias de moralidad sexual (la homose­
xualidad es antinatural, luego es inmoral, etc.), en el campo jurídico
ha tenido y sigue teniendo cierta influencia una resurrección contem­
poránea del iusnaturalismo, especialmente en Alemania, conocida
como doctrina de la naturaleza de las cosas, que utiliza una argumen­
tación esquemáticamente similar7. Ahora bien, cabría preguntarse si
el razonamiento de Aristóteles es tan burdo como para caer en la
mencionada falacia, y si no hay alguna manera de rescatarlo de ella.
Hay una manera que, sin embargo, no termina de dejar en una posi­
ción cómoda a Aristóteles y a quienes han seguido después sus pasos.
En efecto, aquí aparece una dura alternativa: o bien se comete
la mencionada falacia naturalista, en el sentido de que se incurre en
el imposible lógico de deducir valores a partir de hechos — lo que,
insisto, obligaría a aceptar que puesto que existe la tendencia a la vio­
lencia y al egoísmo tales actos son buenos— , o bien, para soslayar tal
acusación, hay que presuponer que en el argumento hay una premisa
implícita, como premisa mayor de carácter normativo o valorativo;
en esta segunda opción el ejemplo que antes usé se reformularía así:

— La mayor inteligencia natural da derecho a dominar [naturaleza


teleológica]
— Unos hombres son naturalmente mucho menos inteligentes que
otros [naturaleza fáctica]
— Luego los muy poco inteligentes deben ser esclavos;

esta deducción es formalmente válida porque no pretende extraer


una valoración o una prescripción de un hecho, sino que a partir de
una determinada valoración o prescripción — en este caso la valora­
ción (por cierto claramente discutible) de que la mayor inteligencia
dé derecho a dominar a otras personas— concluye derivando la va­
loración o prescripción aplicable dados los hechos constatados, de
forma similar a como también resulta lógicamente válido el silogismo
que, a partir del precepto del código penal que castiga el homicidio
como premisa mayor y de la constatación del hecho probado de que
X h a matado como premisa menor, concluye deduciendo el fallo por
el que se condena a X a una pena.
Ahora bien, eñ una consideración final, si se apura el argumento,’
se caerá en la cuenta de que la ley de Hume y la crítica a la falacia
naturalista son mucho más demoledoras de lo que sugiere la anterior

7. Según esta doctrina, que tiene su inspiración en la filosofía estoica y en el


Derecho romano inspirado en ella, las situaciones de la realidad social tendrían unas
determinadas «estructuras lógicas objetivas», que «demandan» una determinada y es­
pecífica regulación, la cual derivaría de la propia naturaleza de los hechos sociales con­
siderados: así, la existencia social de daños por el consumo de productos elaborados
negligentemente exigiría una regulación que garantice la indemnización por parte del
fabricante, lo cual sería, sobre todo, un criterio para el juez en la aplicación del Dere­
cho (para una ampliación del tema es clásica en castellano la monografía de Garzón
Valdés; véase también Bobbio, «Naturaleza», así como infra, p. 64).
respuesta. Porque, una vez evitada la falaz e imposible deducción de
un valor a partir de un hecho, es decir, una vez admitido que en el
principio del razonamiento figura no un hecho sino un valor o una
norma, ¿cómo se justifica ese valor o esa norma? La ventaja que tienen
los hechos es que no hay que justificarlos, se observan o constatan y,
si su afirmación es verdadera, se acepta. Pero las normas y valores no
son observables ni constatables, no son susceptibles de verdad al
modo de las afirmaciones de hecho, sino correctos, aceptables o váli­
dos con arreglo a patrones no empíricos y, en cuanto no sometibles a
pruebas fácticas, siempre sometidos y sometibles a discusión. Todo
ello pone de manifiesto, en fin, no ya sólo la hoy evidente disputabi-
lidad de la concepción aristotélica sobre la desigualdad de las perso­
nas, sino la conveniencia de distinguir, en Aristóteles y en cualquiera
que consciente o inconscientemente use sus categorías, la confusión
entre la noción fáctica de naturaleza, que es comprobable pero no
incorpora valores, y la teleológica, que es valorativa, pero no es com­
probable y es sometible a discusión.

é) Justicia según la ley y formas de gobierno

Como antes se ha dicho, Aristóteles identifica nociones como justicia


según la ley y justicia de la ciudad o «justicia política» (Et. nic., 1134a),
que también relaciona muy estrechamente con la idea más general de
justicia distributiva, que es la aplicable en las relaciones entre gober­
nantes y gobernados. El desarrollo de esta noción de justicia en lo
que toca a las formas de gobierno es otro de los temas en los que
Aristóteles fijó categorías y esquemas conceptuales que han tenido
una influencia extraordinaria en el pensamiento político posterior (so­
bre lo que sigue: Bobbio, Form e di govem o, cap. III; y Fioravanti,
Constitución, pp. 15-25). Antes de exponer brevemente su teoría de
las formas de gobierno conviene advertir que, co m o ocurre en otros
puntos de su obra, en éste existen algunas discordancias entre su
tratamiento general, claro y esquemático, y el desarrollo específico
de cada una de las formas de gobierno, que si resulta mucho más
rico y matizado, a veces no deja de entrar en conflicto con el algo
rígido esquema general. Veremos enseguida una manifestación de ello.
El esquema general de las formas de gobierno, o constituciones,
que es como se puede traducir el término utilizado por Aristóteles de
politeia —por cierto, de forma deliberadamente ambigua, pues con él
se refiere tanto a la idea de constitución en general como a una de sus
seis formas concretas— , se presenta con claridad en este pasaje de la
Política:
necesariamente será soberano o un individuo, o la minoría, o la ma­
yoría; cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan en vista del
interés común, esos regímenes serán necesariamente rectos, y aque­
llos en los que se gobierne atendiendo al interés particular del uno,
de los pocos o de la masa serán desviaciones [...]. De los gobiernos
unipersonales, solemos llamar monarquía al que mira al interés co­
mún; al gobierno de unos pocos, pero más de uno, aristocracia, sea
porque gobiernan los mejores (áristoi) o porque se propone lo mejor
(aristón) para la ciudad y para los que pertenecen a ella; y cuando
es la masa la que gobierna en vista del interés común, el régimen
recibe el nombre común a todas las formas de gobierno: politeia
[...]; en esta clase de régimen el poder supremo reside en el elemento
defensor, y participan de él los que poseen las armas. Las desviacio­
nes de los regímenes mencionados son la tiranía de la monarquía, la
oligarquía de la aristocracia, la democracia de la politeia. La tiranía
es, efectivamente, una monarquía orientada hacia el interés del mo­
narca, la oligarquía busca el de los ricos, y la democracia el interés de
los pobres, pero ninguna de ellas busca el provecho de la comunidad
(1279a-b).

El criterio originario de la clasificación aristotélica es el puramen­


te cuantitativo del quién gobierna, que ya Herodoto había utilizado
para distinguir entre las primeras tres formas de gobierno. Aristóte­
les, sin duda aceptando las críticas de Platón a la democracia y, en
general, a los gobiernos que no miran al interés general, superpuso
el segundo criterio, ya cualitativo, del cóm o se gobierna, por el que
cada una de las tres formas tiene una versión buena y una mala.
Junto a la clasificación anterior, Aristóteles siguió una curiosa si­
metría en su valoración de las seis formas de gobierno: mientras la
mejor es la monarquía, la peor es la tiranía, y entre ambas espreferi-
ble la aristocracia a la politeia y la democracia a la oligarquía (Et. nic.,
1160a-b; y Poh, 1289a-b); así pues, la jerarquía aristotélica, de mejor
a peor, es la siguiente: monarquía, aristocracia, politeia, democracia,
oligarquía y tiranía. La explicación más sencilla de esta jerarquía, al
menos en la segunda tríada, es que el interés de uno está más lejano
del interés general que el interés de pocos, al igual que el de los mu­
chos es precisamente el más cercano al interés de la ciudad o, como
se denominaría más adelante, al bien común.
En el desarrollo particular del anterior esquema general destaca
una idea que contrasta con su claro diseño pero que, desarrollada
después más claramente por Polibio y por Cicerón, estaba destinada
a tener una larga vida en la historia de las teorías de las formas de
gobierno: la ponderación del gobierno mixto como constitución más
estable, que, además, no deja de corresponder a la virtud como tér­
mino medio entre extremos. Y, en efecto, cuando Aristóteles habla
con más detalle de la p oliteia com o form a de gobierno dice que «es
una m ezcla de oligarquía y dem ocracia», de m odo que, sorprenden­
tem ente, la unión de dos form as malas puede producir una form a
buena. Y ahora tam bién añade que lo que en ésta se une no es sin
más el gobierno de los m uchos y los pocos, sino el de los ricos y los
pobres, o de la riqueza y la libertad (Pol., 1 2 8 0 a y 1 2 9 3 b -1 2 9 4 a ).
Entre los varios m odos que Aristóteles com enta para conseguir una
«p oliteia bien mezclada» buscando el térm ino m edio entre la oligar­
quía y la dem ocracia, m erece destacarse su propuesta de superar el
contraste entre el sistem a oligárquico de elección de los cargos, por
el que accedían sólo los propietarios, y el sistem a d em ocrático del
sorteo, que incluía a todos los ciudadanos:

lo propio [...] de una república será tomar un elemento de cada ré­


gimen: de la oligarquía, el que las magistraturas se provean por elec­
ción; de la democracia, el que no se basen en la propiedad (Pol.,
1294b).

La discusión sobre si resulta deseable un sistema político que provea


los cargos representativos por elección y no por sorteo sin estar basa­
do en la propiedad o la riqueza hoy la tenem os por definitivam ente
resuelta, p ero, com o irem os viendo, tardó m ucho tiem po en ser una
convicción generalizada.

3 . E s t o i c is m o y c r is t ia n is m o

D esde finales del siglo iv a .C ., y tras Platón y A ristóteles, filósofos


defensores de una p olis ya en ocaso, se abre el llam ado períod o he­
lenístico, que coincide prim ero con el Im perio m acedonio y que,
después, con la hegem onía política rom ana, sirve de puente entre
G recia y R om a, cuya cultura resulta a su vez hegem onizada por el
pensam iento griego8. En este período helenístico, que se suele situar

S. Tanto Platón y Aristóteles como las escuelas de cínicos y cirenaicos viven


en el período de «ocaso de la ciudad-estado» (Sabine, p. 100): desde principios del
siglo IV a. C. (387-386) — cuando enseña Antístenes, fundador de la escuela cínica y
anterior a Platón— las ciudades-estado griegas pierden su soberanía en materias de
guerra en favor de Persia, una hegemonía rota al comenzar el último tercio del siglo
por la toma de poder en Grecia por Filipo II de Macedonia tras la batalla de Queronea,
en 3 3 S a.C., y convertida en Imperio por su hijo Alejandro Magno, que fue discípulo
de Aristóteles. Tras la posterior división del Imperio macedonio (que desde la muerte
de Alejandro, en 323, hasta 280, se debate en luchas sucesorias que dan lugar a tres
en los tres siglos que van desde la muerte de Alejandro Magno (323
a.C.) hasta el principado de Augusto, se desarrollan sobre todo dos
escuelas filosóficas, el epicureismo y el estoicismo, que serán el nexo
de unión más importante, primero, entre la filosofía griega y la
cultura romana y, después, en especial el estoicismo, entre el pen­
samiento antiguo o clásico y el pensamiento cristiano. En la esque-
matización por modelos que aquí se pretende, de los casi diez siglos
que configuran los períodos helenístico y romano (desde finales del
siglo IV a.C. al VI d.C., por concluir en Justiniano), se destacarán
cuatro aspectos: 3.1) algunos rasgos generales de las dos filosofías
dominantes en esa época, estoicismo y epicureismo; 3.2) la idea del
Derecho natural en el estoicismo; 3.3) el ideal del gobierno mixto
republicano en Cicerón; y 3.4) las conexiones y diferencias entre el
estoicismo y el cristianismo.

3.1. Rasgos com unes a epicureism o y estoicism o

Entre los rasgos comunes al epicureismo y al estoicismo — que pro­


ceden en parte de los cínicos y los cirenaicos— pueden señalarse dos:
por una parte, la mayor preocupación por la ética que por la filosofía
teórica, esto es, por la epistemología (el problema del conocimiento)
o la ontología (el problema de la naturaleza o esencia de la realidad)5;
y, por otra parte, en reacción contra la defensa platónica y aristo­
télica, ya crepuscular, de los ideales de la ciudad-estado, la defensa
de un cierto individualismo y, a la vez — sobre todo en el estoicis­
mo— , de un cierto cosmopolitismo, dos actitudes complementarias
y en correspondencia con una cierta retracción de lo político en favor
de lo privado, de lo individual, entendido no sólo en sentido hedo-
nista y egoísta, sino también como preocupación por los ideales de
autoperfección personal.

Imperios: Macedonía, Asia Anterior y Egipto), será Roma quien tomará el relevo,
extendiendo su dominio a la península griega en el siglo II a.C. (en 197 Roma derrota
a Filipo V de Macedonia, aunque al año siguiente proclama la autonomía de las ciuda­
des griegas).
9. Los estoicos tomaron de la escuela aristotélica la idea de sistema filosófico,
con la división de la filosofía en lógica, física y ética, entendidas en progresión, de tal
modo que la posterior recibe sentido de la anterior y la amplía, para ser la ética el
objetivo final de la filosofía (García Borrón, p. 212). Por su parte, Epicuro, aunque
autor de una extensa obra perdida Sobre la naturaleza y otra Sobre los átom os y el
vacío, puso menos interés en la lógica y, en todo caso, concibió la filosofía, incluido el
conocimiento de la naturaleza, al servicio de la vida humana y, como Sócrates, de la
«curación (o cuidado) del alma» (García Gual, pp. 54 ss.).
Por poner un par de ejemplos ilustres de este talante se puede
recordar, por parte del epicureismo, la actitud de indiferencia ante la
muerte que mostró el propio Epicuro (341-270 a.C.) en su célebre
descripción de la Carta a M eneceo: «mientras nosotros vivimos no
existe, y cuando está presente nosotros no existimos» [Obras, p. 59),
pero también el desapego estoico hacia la política presente en el De la
vida retirada de Séneca o en este pensamiento del emperador y filó­
sofo estoico Marco Aurelio:

nos es común la razón que nos dice qué debemos hacer y qué no, y por lo
tanto, también la ley es común para todos; De ello nos viene ser ciudadanos
y participar de una ciudadanía. Y si esto es así, el mundo es entonces como ■
una dudad, pues ¿qué otra ciudadanía común comparte el género humano?
(Meditaciones, IV, 4)10.

Los rasgos anteriores, de los que se pueden encontrar anteceden­


tes en el individualismo moral socrático y en el ascetismo de Dióge-
nes, se han relacionado con la escisión entre el individuo y la organi­
zación político-social cuando se pierde una comunidad de tipo cara a
cara11 y con el «desamparo del hombre ante poderes exorbitantes»
(Guthrie, p. 157), aunque estas observaciones también pueden ser
vistas como explicaciones externas de teorías cuyas razones e influen­
cias internas, en este como en otros casos, siempre son susceptibles
de valoración al margen de su contextualización con tales o cuales
fenómenos sociales o históricos. Teniendo presentes los anteriores
rasgos comunes a epicureismo y estoicismo, cabe dejar a un lado la
primera como una filosofía que ha dejado menos huella en la historia

10. Como contrapunto, viene aquí al caso recordar esta observación del historia­
dor de las ideas George Sabine: «Ningún otro sistema griego era tan apropiado como
el estoicismo para ensamblar con las virtudes originarías del dominio de sí mismo,
devoción al deber y espíritu público de que se enorgullecerían especialmente los roma­
nos, y ninguna concepción política estaba tan bien cualificada como la doctrina estoica
del Estado universal para introducir un cierto idealismo en el. negocio, demasiado
sórdido, de la conquista romana» (p. 121).
11. En su Historia de la ética Maclntyre, contemporáneo defensor del comunita-
rísmo frente al individualismo, comenta esto así: «En la sociedad griega, el foco de la
vida moral fue la ciudad-estado; en los reinos helenísticos y en el Imperio romano, la
aguda antítesis entre el individuo y el Estado es inevitable. Ya no se pregunta en qué
formas de la vida social puede expresarse la justicia, o qué virtudes deben ser practica­
das para crear una vida comunitaria en que ciertos fines puedan ser aceptados y alcan­
zados. Ahora se interroga sobre lo que cada uno debe hacer para ser feliz, o sobre qué
bienes se pueden alcanzar como persona privada. La situación humana es tal que el
individuo encuentra su medio moral en su ubicación en el universo más bien que en
cualquier sistema social o político» (p. 103).
del pensamiento político-jurídico12, también porque se basó más en
la virtud de la amistad que en la de la justicia, para centrarnos en el
estoicismo, cuya influencia posterior en esa área del pensamiento es
particularmente notable.

3.2. E stoicism o y ley natural

El estoicismo, que nace en Grecia con el chipriota Zenón de Citio


(ca. 335-263 a.C.) y cuyos principales representantes griegos fueron
Crisipo, Panecio y Posidonio, tuvo enorme influencia en Roma a tra­
vés de autores como Cicerón (106-43 a.C.), Séneca (4 a.C.-65), Epic-
teto (55-135) y Marco Aurelio (121-180). La aportación del estoicis­
mo a la historia de la idea de justicia reside ante todo en la nueva,
compleja y dilemática síntesis sobre el Derecho natural que transmite
al pensamiento cristiano, una síntesis compuesta de dos elementos,
uno ideal, la recta razón, y otro empírico, el consenso entre los dis­
tintos pueblos (cf. Welzel, pp. 33 ss.).

a) El logos y la recta ra tio : ley universal, natural y humana

En primer lugar, los estoicos comparten con Heráclito, Platón y Aris­


tóteles una imagen finalista del mundo, en la que lo natural se corres­
ponde con la finalidad racional y coincide con la bondad moral. Para
ellos, y en esto más en la estela de los dos primeros que del tercero,
el logos aparece como ortos lógos — en latín, recta ratio— , esto es,
co m o ley racional universal, en el sentido de plan o designio, pero
también de destino o fatum , que gobierna y da sentido al kosm os. El
logos, en efecto, es visto como razón-destino y como fin-virtud in h e-'
rente a todas las cosas, según lo expresa este texto de Marco Aurelio:

La naturaleza universal sintió el impulso de crear un mundo. Todo lo


que llega a existir lo hace por consecuencia, y si no es así los princi­

12. Epicuro, que vuelve sobre la idea ya avanzada por Protágoras de la justicia
como producto de un pacto útil para los seres humanos, es un indudable antecedente
del utilitarismo, tanto por su propuesta del placer como criterio moral básico cuanto
por su visión de la justicia como criterio dictado por la utilidad (aunque también, a la
vez, por la reciprocidad, lo que puede remitirse más bien a las concepciones de raíz
contractualista); valga como suficientemente expresivo de este último aspecto el si­
guiente texto: «Aquellas leyes consideradas justas que dan testimonio de lo convenien­
te en las necesidades de las relaciones recíprocas constituyen lo justo, tanto si son
iguales para todos como si no. Pero, siempre que se dicta una sola ley que no contem­
ple lo conveniente en las relaciones recíprocas, ésta ya no posee la naturaleza de lo
justo» (Máximas capitales, X X X V II, en Obras, p. 74).
pales fin es (a los que el p rin cip io re c to r d irige sus im pu lsos) ca re ce n
de ra z ó n (M ed ita cio n es , V II, 7 5 ).

La ley u n iversal , o ley del cosmos, en cuanto que el hombre forma


parte del cosmos y de la naturaleza se manifiesta en la ley n atu ral o
universal aplicable a los hombres, ley que a su vez ha de plasmarse
en las leyes h u m an as. En esa estructura conceptual puede verse ya
incipientemente prefigurada la tríada de la escolástica católica ley
eterna, natural y humana, si bien la divinización del cosmos del es­
toicismo es panteísta y no personalizada en un Dios. Pero, sobre
todo, el estoicismo restauró así la unidad entre physis y n o m o s , don­
de la naturaleza es sinónima de ley justa universalmente. De este
modo, aunque en un plano más abstracto y elaborado que en el ani­
mismo, los estoicos vuelven a humanizar a la naturaleza, entendida
como lo g os u orden universal, atribuyéndole a éste un carácter nor­
mativo y hasta jurídico. Con una idea que no había aparecido en
Platón ni, menos, en Aristóteles, el orden universal y natural sería
una suerte de república bien constituida y organizada, hasta el punto
de llegar a invertir la relación entre la naturaleza y las normas jurídi­
cas y sociales de una manera hasta entonces inédita: lo que no es
natural-racional, o justo, no es legal.
En todos los elementos anteriores — así como en la transmisión
del motivo aristotélico de la sociabilidad natural del hombre— ya
cabe ver una gran conexión entre estoicismo y cristianismo: aun de­
biendo evocar aquí la caracterización de Gustave Flaubert de esta
época — «cuando los dioses ya no existían y Cristo no había apareci­
do aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en
qué sólo estuvo el hombre»— , también ha de recordarse que, en
buena parte, la doctrina cristiana se comenzó a escribir en griego con
influencias estoicas, como ocurre en el evangelio de Juan, que co­
mienza con la frase «En el principio era el verbo [/ogos]», y, aunque
es más discutido, también en Pablo de Tarso.

b) El con sen su s om n iu m gen tiu m

Junto al elemento ideal de la recta ratio, los estoicos también pusie­


ron su vela a la realidad, definiendo igualmente lo natural mediante
elementos fácticos, especialmente destacando la idea de que existen
costumbres comunes a los distintos pueblos. De este modo, el estoi­
cismo propone una nueva y otra vez ambigua síntesis de lo racional y
lo empírico, que une la ética pura de la conciencia y la ética de lo
instintivo, de lo consuetudinario y común. Este último aspecto es
claro en la conocida definición del Derecho natural del jurisconsulto
estoico Ulpiano:

El derecho natural es el que la naturaleza enseñó a todos los animales,


pues tal derecho no es privativo del género humano, sino común a todos
los animales que nacen en la tierra, én el mar e incluso a las aves. De ahí
procede la unión del macho y la hembra, que nosotros llamamos matri­
monio y de ahí la procreación de los, hijos y su educación; puesto que
vemos también que todos los demás animales, incluidas las fieras, se
cuentan entre quienes tienen conocimiento de este derecho [ius naturale
est, quod natura omnia animalia docuit: nam ius istud non humani
generis proprium, sed omnium animalium quae in térra, quae in mari
nascuntur, avhtm quoque commune est. Hinc descendit maris atque
feminae coniunctio, quam nos matrimonium appellamus, hinc libero-
rum procreatio hinc educatio; videmus etenim cetera quoque animalia,
feras etiam istius iuris peritia censer,i\ (Digesto, 1, 2-4).

Por su parte, la ambigüedad entre lo racional y lo empírico se


observa en la influyente fórmula de Cicerón del consensus om nium
gentium como voz de la naturaleza racional en la conciencia de todos
los hombres, que implica que cualquier hombre, y no ya sólo los
más sabios, tiene impreso por instinto en su corazón lo que racional­
mente debe hacer: lo que Cicerón llamará la «voz en mi pecho»,
Marco Aurelio lo objetivará con la imagen del «soberano interior».
Sin embargo, lo racional-final, como recta i;atio o criterio ideal, pue­
de ser una cosa y lo que los hombres y pueblos reconocen de hecho
por costumbre otra diferente: el ejemplo clásico lo proporciona la
idea de esclavitud, aceptada en el mundo antiguo y en el Derecho
romano como práctica común pero considerada críticamente por el
propio Cicerón, quien a propósito de la «ínfima [...] condición y
suerte de los esclavos» dice que

no piensan mal quienes aconsejan que se les considere como jornale­


ros, exigiéndoles su trabajo y otorgándoles la debida recompensa (De
Officiis, I, 41).

En todo caso, detrás de esta concepción de la común naturaleza hu­


mana aparece ya la idea de la igualdad básica de todos los hombres,
que el propio Cicerón formuló muy claramente:

Nada hay tan semejante, tan igual, a otra cosa como los hombres
entre nosotros mismos. [...] Y no hay hombre de raza alguna que,
tomando la naturaleza por guía, no pueda alcanzar la perfección (De legi-
bus, I, 29-30).
c) Universalidad y superioridad de la ley natural

Como resultado de todo lo anterior, se puede sintetizar la más im­


portante aportación del estoicismo al pensamiento filosófico-jurídico
mediante dos rasgos básicos de la idea de «ley natural» que permane­
cerán en el modelo católico, propio de la época medieval:
1) el carácter de u n iversalidad de la ley natural, universalidad
entendida como inmutabilidad en el tiempo y en el espacio, que Ci­
cerón formuló así:

Hay una ley verdadera que consiste en la recta razón [recta ratio],
conforme con la naturaleza, universal, inmutable y eterna, que con sus
mandatos llama al hombre al bien y con sus prohibiciones le disuade del
mal y que, ya mande ya prohíba, no se dirige en vano al hombre probo,
pero no consigue conmover al malvado, a pesar de sus mandatos y
prohibiciones. No puede anularse ni derogarse en todo o en parte, ni
siquiera por la autoridad del Senado o del pueblo podemos ser dispen­
sados de la misma, ni necesita glosador o intérprete. No es una ley
diferente ni es una ahora y otra después, sino que la misma norma
eterna e inmutable regirá para todos y en cualquier tiempo, así como hay
un solo maestro común y señor de todos, Dios, el inventor, árbitro y
dispensador de esta ley; quien no la obedece huye de sí mismo y, des­
preciando la naturaleza humana, sufre por ello las mayores penas aun
cuando escape a las sanciones humanas (De re publica, III, 22);

2) el carácter de su p eriorid ad de la ley natural, superioridad en­


tendida incluso como esencialidad, esto es, como atribución del ver­
dadero carácter jurídico a las leyes naturales frente a las leyes injus­
tas, que no serían propiamente Derecho, idea que ya Cicerón formuló
también de manera suficientemente explícita:

si fuesen Derecho las decisiones de los pueblos, los decretos de los


príncipes o las sentencias de los jueces, sería Derecho el robar, el
adulterar y el hacer testamentos falsos si así hubiera sido aprobado
por los votos o los plebiscitos de la multitud (De legibus, 1 ,16).

3 .3 . L ib e r ta d y ley : la fo r m a d e g o b iern o rep u blican a

Además de la idea estoica de la ley natural, cuya importancia es


central en buena parte de la filosofía posterior, comenzando por la me­
dieval, hay otra concepción transmitida por Cicerón que también haría
fortuna, quizá de manera menos profunda pero al fin y al cabo más per­
durable, a través de diversos filósofos políticos de sucesivas épocas, in­
cluida la nuestra. Se trata de la defensajiel ideal del gobierno mixto,
que ya había apuntado incipientemente Aristóteles y que había desarro­
llado el siglo anterior el historiador griego Polibio (200-118/126 a.C.),
también próximo a los círculos estoicos. Siguiendo la clásica sistema­
tización aristotélica de las seis formas de gobierno, Polibio había ela­
borado una teoría «histórica» según la cual, a partir de la m"onarquía,
las tres formas de gobierno buenas se habían ido alternando con las
malas y eso había ocurrido repetidamente, en una visión cíclica o cir­
cular un tanto rígida de la historia política de las ciudades griegas. Pero
Polibio introdujo la posibilidad de un remedio a la inestabilidad de las
formas constitucionales mediante una forma de gobierno mixto que
reuniera las tres formas buenas mediante el equilibrio entre las magis­
traturas y poderes: y, precisamente, ejemplificó en la República roma­
na ese modelo estable porque los cónsules reflejaban el elemento mo­
nárquico, el Senado el aristocrático y los comicios populares el
democrático (Polibio, a diferencia de Aristóteles, denominó «demo­
cracia» a la forma buena de gobierno popular) (véase, también sobre lo
que sigue, Bobbio,Form e d igovem o, cap. IV; Fioravanti, Constitución,
pp. 25-31; y Manin, pp. 62-70).
El gran sintetizador que fue Cicerón, justamente cuando la Repú­
blica romana ya exhalaba su último suspiro, recogió la defensa de la
forma republicana de gobierno enmarcándola en una fundamenta­
ción retórica basada en una cierta idea de libertad que haría gran
fortuna en pensadores tan diferentes como Tomás de Aquino, M a­
quiavelo o Montesquieu. Ligando la vida de la libertad tanto a la
existencia previa de la ley como al poder y el bienestar general del
pueblo, Cicerón puso en circulación ideas destinadas a tener un largo
y persistente recorrido histórico. En el discurso Pro Cluentio la liber­
tad aparece en una paradójica pero penetrante conexión que la sitúa
no en el área permisiva donde la ley no obliga o prohíbe sino, al contra­
rio, justamente en el sometimiento a la ley: legum serui sumus ut
liberi esse possim us («somos siervos de las leyes para poder ser li­
bres»). Claro que esa ley ha de ser la de un gobierno justo, sometido
a la ley natural y, en la línea abierta por Aristóteles, dedicado al bien
común, que ése es ahora también uno_de los significados de la res
publica o cosa pública. Más todavía, en su obra D e re publica hay un
texto por el que se diría que para Cicerón la ley que garantiza la
libertad y el bien común se realiza eminentemente a través de la
forma democrática de gobierno:

Pues la libertad no tiene su sede más que en una ciudad en la que la-
suma potestad es del pueblo: ya que ciertamente nada puede ser más
dulce que aquélla, la cual, si no es igual, tampoco es libertad [Itaque
milla alia in civitate, nisi in qua populi potestas summa est ullum domi-
ciliu m libertas h a b et: qu a qu idem certe nihil p o test esse dulcius et quae,
si a eq u a n o n est , n e lib erta s q u id em est ] (D e re p u b lic a , I, 47).

Ahora bien, a pesar de la literalidad de este texto, Cicerón no de­


fendió realmente el sistema democrático —cuya referencia central en­
tonces no podía ser otra que el de la periclitada democracia atenien­
se— , sino el sistema republicano romano, que, como había dicho
Polibio, mezclaba el elemento democrático de los comicios o asambleas
populares con el aristocrático del Senado e, incluso, con el regio o
monárquico de los cónsules (si bien, y no casualmente, los cónsules
eran dos). Cicerón, prosiguiendo también el temor esquematizado por
Polibio hacia la tendencia a la degeneración de las formas de gobierno
buenas, dejó bien claro en distintos lugares su preferencia por una for­
ma de gobierno mixto, que presentó de dos maneras diferentes. En una
de ellas uno de los participantes en el diálogo De re publica (aunque no
el que refleja las ideas de Cicerón) relaciona la forma mixta de gobier­
no con la propia estructura social de la comunidad, en Roma netamen­
t e dividida entre patricios y plebeyos, así como con la disposición a
pactar sobre sus distintos intereses:

así, son tiranos todos los que tienen poder sobre la vida y la muerte del
pueblo, aunque prefieran llamarse reyes por el nombre de Júpiter máxi­
mo. Cuando además algunos dominan la república por su riqueza, su
nobleza y otra ventaja, se forma una facción, aunque se llamen nobles
[op tim ates]; cuando el pueblo tiene todo el poder y todo se gobierna a
su arbitrio, se le llama libertad pero realmente es licencia. Pero cuando
uno tiene temor de otro, un individuo de otro individuo y una clase de
otra, entonces precisamente porque nadie tiene confianza en sí mismo,
se establece una especie de pacto entre el pueblo y los poderosos, del
cual surge ese tipo mismo de comunidad que elogiaba Escipión; pues de
hecho la madre de la justicia no es la naturaleza ni la voluntad, sino la
debilidad (D e re p u b lica , III, 13; sobre la indeseabilidad del gobierno
popular puro, véase también I, 26-28).

Pero la favorable descripción del gobierno mixto que Cicerón asume


es básicamente institucional, relativa a la distribución de competen­
cias entre diferentes órganos políticos:

Conviene, pues, que en la república haya algo eminente y regio [regale],


que algunos poderes sean impartidos y atribuidos a la autoridad de los
nobles [op tim ates] y que algunas cuestiones se reserven al juicio y vo­
luntad de la multitud [m idtitu din is ] (D e re p u b lica , I, 45).

Y es en esta segunda forma en la que Cicerón admiró la constitución


republicana de los «tiempos gloriosos», cuando uno de los primeros
cónsules, Publio Valerio Poblícola, «mantuvo la autoridad de los prin­
cipales ¡principian] dando también una moderada [m ódica] libertad
al pueblo» (De re pu blica, II, 31). Quedaba así bien claro que, inclu­
so dentro de aquella constitución mixta, la insistencia ciceroniana no
estaba precisamente en el gobierno por el pueblo:

Así pues, en aquella época el Senado mantuvo la república de manera que


aun en un pueblo libre se hicieran pocas cosas por el pueblo y la mayoría
según la autoridad, la decisión y la tradición del Senado, y que los cónsules
tuvieran, en el límite de sólo un año, un poder de carácter regio por su
naturaleza y de Derecho (De re publica, II, 32).

3.4. D el estoicism o a l cristianismo

a) Teologización, voluntarismo y pesimismo antropológico

No obstante las señaladas y claras conexiones entre estoicismo y cris­


tianismo, no cabe olvidar al menos tres rasgos diferenciales significa­
tivos entre uno y otro13:
1) T eologización del pensam iento. El cristianismo, al partir de la
creencia en un Dios personal al que se debe fidelidad absoluta — a
diferencia del panteísmo estoico, que diviniza a la naturaleza— , tien­
de a subordinarlo todo, incluido el pensamiento, a la religión, de
modo que la filosofía comienza a aparecer como sierva de la teología
(philosophia, ancilla theologiae). Con ello, que sirve al reforzamiento
de ideas estoicas como la de la igualdad de los seres humanos, her­
manados ahora en cuanto hijos de Dios, también se sientan las bases
para la aparición de dos tipos de distinciones desconocidas en la
cultura greco-romana: por un lado, la distinción, incluso separación,
entre razón y fe, que hace posible el «creo porque es absurdo» (credo
quia absurdum }A), que habría resultado incomprensible para un grie-

13. Sobre los contrastes entre la cultura romana y la religión cristiana aprovecho
para remitir a un clásico: la fascinante y magna The Decline and Fall o f the Román
Empire del ilustrado inglés Edward Gibbon, de la que hay dos ediciones diferentes,
incluso en castellano, una completa (Historia de la decadencia y ruina del Imperio
Romano, Madrid, Turner, 1984, vol. II, caps. X V y XVI), y otra abreviada, de Dero
A. Saunders (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Barcelona, Alba,
2 0 0 0 , cap. VIII).
14. La frase, propia de los creyentes cristianos que antepusieron la fe a la razón,
es de autor desconocido, aunque se ha atribuido al teólogo Tertuliano (ca. 1 5 J-2 2 0 ),
de quien consta una frase muy parecida: credibile quia ineptum est («creíble por ser
inapropiado»).
go; y, por otro lado, la distinción, y también a veces separación, en­
tre política y religión, que introduce la posibilidad de la tensión entre
el Estado y la Iglesia. Por éso la añadidura del nuevo punto de vista
teológico a la vieja concepción teleológica tuvo importantes efectos
innovadores: el mundo antiguo, donde lo ético, lo político y lo social
van unidos, se contrapone al mundo cristiano, donde lo ético-po-
lítico se escinde entre el Estado y Dios, provocando así también la
escisión entre el ciudadano y el hombre. No obstante, ambos tipos
de diferenciación sufrirán distintas vicisitudes: la tensión entre razón
y fe variará sobre todo según los teólogos, pues unos defenderán su
mera distinción, sin contradicción entre ambas, mientras que otros la
verán como separación-, y la escisión entre el hombre y el ciudadano
variará, sobre todo según los momentos históricos, pues tras la cris­
tianización del Imperio romano a principios del siglo IV, con Cons­
tantino, se abre un largo período de estrechas relaciones entre la
Iglesia y el Estado, a veces conflictivas y a veces convergentes.
2) A parición d el voluntarism o. Como consecuencia de la influen­
cia en el cristianismo del Dios bíblico, que interviene personalmente
en los asuntos humanos con sus mandamientos y con su voluntad
(recuérdese la entrega de las tablas de la ley a Moisés o la orden a
Abraham, luego revocada, de sacrificar a su hijo Isaac), aparece el
nuevo elemento del voluntarismo, esto es, la creencia de que en las
decisiones divinas (y derivativamente también en las humanas) hay
un elemento racionalmente inmotivado aunque no necesariamente
injusto. Esta concepción, que suministra una nueva motivación para
la obediencia a las leyes, es nueva respecto del pensamiento clásico,
que, aun dentro de las distintas concepciones de la razón según unos
u otros filósofos, fue más «intelectualista». En esa medida, fue críti­
co, si no ajeno, a la posibilidad de que algo pudiera ser justo por el
mero hecho de haber sido ordenado, viniendo a sostener más bien
que era o debía ser ordenado por ser justo. Incluso el estoicismo, el
más inmediato antecedente del cristianismo, había tendido a man­
tener la tesis de la ineluctabilidad del logos, viendo a la razón como,
necesidad, de modo que no habría voluntad que pudiera oponerse a
la razón, según lo expresa la bella y lapidaria sentencia estoica fa ta
volen tes ducunt, n olen tes trahunt (los hados, esto es, el destino, con­
ducen a los que consienten y arrastran a los renuentes) (sobre este
tema, véase infra, pp. 135 ss.).
3) Pesim ism o an tropológico. Ei pensamiento cristiano introduce
también una visión novedosa en la consideración tendencialmente
pesimista del hombre, cuya-naturaleza se considera corrompida por
el pecado original, un punto de partida con mayor o menor peso
según distintos teólogos pero que llegó a sus extremos en el lutera-
nismo y el calvinismo. En todo caso, esta consideración más bien
negativa de la condición humana da lugar a una nueva explicación y
justificación de la organización política que tiende a entrar en ten­
sión con el argumento aristotélico de la inclinación de los seres
humanos a asociarse entre sí. Esa nueva explicación se basa en la
idea de que el poder político es p o en a et rem edium p ecca ti (pena y
remedio del pecado), por la que el Estado no aparece como algo
connatural al hombre y directamente bueno, sino como un mal
menor y necesario, un instrumento que, de no haber sucumbido el
hombre a la soberbia de querer ser como Dios, habría resultado
superfluo. Como contrapunto extremo de esta concepción surgirá
más adelante, desde el Renacimiento, el pensamiento utópico, que
propondrá un modelo de sociedad entre seres humanos que, redi­
midos del pecado, pueden volver a una nueva especie de paraíso
terrenal.

b) Pablo de Tarso: ley natural, igualdad humana y obediencia al poder

La primera elaboración del núcleo de las ideas cristianas sobre el


poder y la justicia es obra de Pablo de Tarso (ca. 10-62), que, aunque
de formación judía, seguramente no desconoció las ideas estoicas15.
Tales ideas se pueden sintetizar en tres rótulos: la asimilación de
los Diez Mandamientos de Moisés a la ley natural estoica, la pro­
puesta de una cierta igualdad humana universal y la adopción de
un criterio de legitimidad del poder político (Gómez Caffarena,
pp. 2 9 7 ss.). •
Pablo de Tarso, en primer lugar, propone ya explícitamente la
identificación analógica entre la ley natural teorizada por los estoicos
y el decálogo mosaico,

Pues cuando los paganos [o gentiles], que no tienen Ley [la ley de
Moisés], cumplen de una manera natural lo que manda la Ley, ellos
mismos son su propia Ley [es decir, que su razón natural coincide
con la ley mosaica]. Y con ello muestran que llevan la Ley escrita en
sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos
(Epístola a los rom anos , 2 , 14-15).

15. En Los H echos de los Apóstoles , donde se dice que en Atenas «algunos
filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él» (17, 18), Pablo de Tarso predicó en
el Areópago la idea del Dios cristiano de manera inteligible para los griegos,'que sólo
se sorprendieron de la doctrina de la resurrección de los muertos, de la que algunos se
burlaron (ibid., 17, 32).
En segundo lugar, Pablo también asume la igualdad entre todos
los seres humanos, si bien sus afirmaciones no dejan de admitir una
lectura religiosa y más conformista para el mundo real, en la que la
igualdad se ofrece sobre todo para los cristianos y, sobre todo, se
aplaza para el otro mundo:

todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis
sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judío
ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois
descendientes de Abraham, herederos según la promesa (E p ístola a
los g álatas, 3, 26-29).

Mujeres, estad sumisas a vuestros maridos, pues eso. es lo que debéis


hacer como creyentes. [...] Esclavos, obedeced a vuestros amos tem­
porales; ño sólo cuando os ven, como para quedar bien con ellos,
sino de todo corazón y por respeto al Señor. [...] Al que comete injus­
ticia le darán la paga de sus injusticias, pues ante Dios somos iguales.
Amos, practicad la justicia y la equidad con los siervos, puesto que
sabéis que también vosotros tenéis a vuestro amo en el cielo (E p ístola
a los co lo se n se s , 3, 11-25 y 4, 1; véase también E p ísto la a los efes io s ,
5, 22-24 y 6, 5-9).

En fin, aun con el trasfondo de la ambigua contestación de Cristo


ante la capciosa pregunta de si había que pagar impuestos a los roma­
nos •
— «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
(Evangelio de Marcos, 12, 13-17)— , que permite matices implícitos
que algunos teólogos posteriores explotarían, Pablo de Tarso expre­
sa una sólida justificación religiosa de la obediencia al poder político:

Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, por­
que no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido
puestos por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al
orden puesto por Dios [...]. Los gobernantes no están para amedren­
tar a los que obran bien, sino a los que obran mal. [...] la autoridad
está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien. Pero site portas
mal, échate a temblar, porque no en vano la autoridad lleva la espada
y está al servicio de Dios para castigar al delincuente. Por lo cual es
necesario que os sometáis no solamente por temor al castigo, sino
más bien por un deber de conciencia. También por esta razón pagáis
los impuestos (E p ístola a los ro m a n o s , 13, 1-6).

Esa justificación, basada en la idea de la inescrutable voluntad divina,


llegará a servir a la doctrina del origen divino del poder monárquico,
que comenzaría a tener importancia en la Edad Media y se extende­
ría hasta el final de la Edad Moderna.
H. LAS CONCEPCIONES DEL DERECHO
ENELPENSAMENTO ROMANO

1. C asuismo y justicia e n la jurisprudencia rom an a

1.1. D erecho y ciencia jurídica; D erecho público y privado

Es innecesario decir que es en Roma donde por vez primera se toma


al Derecho como.objeto fundamental de estudio: allí aparece algo
similar a lo que hoy conocemos como ciencia del Derecho, que desde
entonces hasta finales del siglo XIX será predominantemente ciencia
del Derecho privado. La distinción entre Derecho y ciencia jurídica
ha de tenerse aquí presente, pues el Derecho, muy anterior a Roma,
preexiste a su ciencia como la construcción de puentes a la ingeniería,
la curación de enfermedades a la ciencia de la medicina o la práctica
del cálculo a la matemática. Y la misma distinción sirve para ver la
diferencia entre Derecho privado y público, pues aunque el Derecho
público existe como realidad y como concepto ya en Roma, la ciencia
jurídica es durante muchos siglos estudio del Derecho privado. En
efecto, por más que la división entre Derecho público y privado fue
ya conscientemente formulada por los juristas romanos'6, no dio lu­
gar sin embargo a estudios de ciencia jurídica similares a los realiza­
dos sobre el Derecho privado, sino que sólo a finales del siglo pasado,
con Gerber, Laband-y Jellinek, nacería una ciencia del Derecho pú­
blico similar a la jurídico-privada tradicional17. Con todo, teniendo
en cuenta esa más liviana teorización tradicional, las referencias y
concepciones a propósito del Derecho público serán también de inte­
rés para nosotros en adelante.

16. Las Jnstitutiones de Justiniano dicen que «el Derecho público se refiere a la
situación de Roma, el privado a la utilidad de los particulares» (publicum ius est, quod
ad statum rei Romanas spectat, privatuni quod ad singidorum utilitatem pertinet );
también en el Digesto se afirma que «el Derecho público concierne a las cosas sagradas,
a los sacerdotes y a los magistrados» {publicum ius in sacris, in sacerdotibus3 in magis-
tratibus consistit).
17. Aparte de las referencias al Derecho romano de los juristas medievales y sus
sucesores, como antecedente de ese momento surgen cátedras y textos de Derecho
público en universidades alemanas desde la primera mitad del siglo xvil, aunque en
Francia un estudio diferenciado del Derecho privado y el público se demora hasta la
segunda mitad del siglo X V III; tal estudio se centraba en las regaita (regalías o derechos
del rey), las relaciones entre la Iglesia y el Estado y entre éste y los súbditos, pero sin
ordenación adecuada ni completa y con una cierta confusión entre el Derecho romano
y la teoría política de raíz aristotélica (Caenegem, pp. 2-5).
a) Los tres períodos de la jurisprudencia romana:
republicano, clásico y postclásico

Para situar históricamente a la jurisprudencia romana conviene decir


que, en cuanto estudio'del Derecho, probablemente nació antes de
la elaboración de la L ey d e las X II T ablas , que fueron aprobadas en
la mitad del siglo V a.C., recogiendo costumbres — los m ores m aio-
rum — y reglas en buena parte del conocimiento reservado del cole­
gio sacerdotal de los pontífices-, el «Colegio de los Pontífices» — de
p on tem facere-, hacer puentes— estaba formado por tres sacerdotes
con competencias para pronunciar e interpretar el Derecho oracu­
larmente y para publicar anualmente en unas tablas de madera los
nombres de los cónsules y los hechos más relevantes. Mediante un
proceso de larga evolución desde la inicial unidad entre religión,
magia y Derecho, que corresponde al cultivo ritual del saber jurídico
por tales pon tífices , la jurisprudencia terminará haciéndose laica en
el siglo III a.C., a partir de la llegada al cargo de Pontífice Máximo
de un plebeyo, Tiberio Coruncario (véase Schiavone, II, caps. 1 y 2).
Tras él se comienza a dar respuestas públicas al margen del colegio
pontifical y se separa el fa s, como licitud de un acto a los ojos de la
divinidad, del ius, como licitud humana. Tras ello, la madurez de la
jurisprudencia romana se alcanza a mediados del siglo II a.C., hacia
el 150 por poner una fecha memorizable, cuando mediante una «re­
volución intelectual» aquélla pasa definitivamente de la oralidad a
la escritura, comienza a utilizar conceptos jurídicos abstractos en el
marco de las técnicas clasifieatorias de la dialéctica (se aclarará esto
enseguida) y, en fin, tiende a presentarse como un saber autónomo
respecto de la religión y de la política (Schiavone, pp. 180-182).
Desde entonces se suele dividir su evolución en tres períodos, que
dejaré ahora esquematizados para rellenarlos después de algunos
contenidos:
1) El p eríod o repu blican o, que comprende los casi 150 años que
van desde la caída de Cartago (146 a.C.) hasta Augusto, cerca ya. del -
comienzo de nuestra era (exactamente, su principado empieza el 7
a. C.), con juristas como Manlius Manilius, Marco Junio Bruto y Pu-
blio y Quinto Mucio Scaevola o Servio Sulpicio Rufo.
2) El p eríod o clásico, que abarca los 250 años que van desde
Augusto hasta la muerte del emperador Alejandro Severo (año 235,
cuando comienza una época de «anarquía militar» que dura hasta
Diocleciano, ya en el 284), con juristas como Labeón, Sabino, Casio
y Próculo, así como — minusvalorados por la crítica actual pero más
conocidos como divulgadores— Pomponio, Papiniano, Paulo, Ulpia-
no y Gayo; se considera que el último de los jurisprudentes romanos
fue Modestino, que muere poco después de Alejandro Severo.
3) El período postclásico, que comprende casi 350 años (desde el
segundo tercio del siglo III hasta el último tercio del siglo v i, con la
codificación de Justiniano), cuando desaparecen los jurisprudentes
propiamente dichos, siendo sustituidos por juristas-burócratas al ser­
vicio del emperador; este último período viene a coincidir con el
llamado Derecho romano bizantino, que recibe su nombre de Bizan-
cio, nombre original de la ciudad que h oy— y desde su conquista por
los turcos en 1453— llamamos Estambul y que sería la capital de la
parte oriental del Imperio romano desde el 330, cuando Constantino
la denominó Constantinopla.
En esta primera sección me referiré a los dos primeros períodos,
dejando el tercero para la siguiente y última sección (infra, pp. 69 ss.).

b) La labor de los jurisprudentes

Con la anterior diferenciación de etapas en el trasfondo, conviene


añadir ahora cómo actuaban los jurisprudentes o jurisconsultos, que.
en principio tuvieron una función en materia de Derecho privado
que no tenía carácter público u oficial, si bien era gratuita, como
expresión de la nobleza de su actividad cuando no también de la de
sus cultivadores. Además, era una función anterior y distinta a la del
abogado y la del juez, que también actuaban como particulares, pues
en el proceso judicial romano de las dos épocas aquí consideradas el
único sujeto que intervenía con carácter público era un cuarto perso­
naje: el pretor: Estamos en el período del procedimiento per form ulas
o formulario, que nace con la L ex Aebutia de form ulis (149 a.C.) y
suaviza el rígido formalismo del procedimiento anterior, per legis
action es, donde sólo determinados intereses debidamente califica­
dos tenían protección, de modo que en el procedimiento formulario,
debido a su iurisdictio o facultad de «decir el Derecho», el pretor
podía conceder acción mediante fórmulas que iban introduciendo
matices y excepciones en las reglas formales tradicionales, abriendo
así la posibilidad de proteger nuevos intereses.
Ha de recordarse que entonces, y hasta la época bizantina, el
proceso civil romano tenía dos partes. En la primera (in iure) las
partes comparecían ante el pretor y éste calificaba la pretensión en
una form u la o escrito breve que resumía el pleito, indicaba las garan­
tías comprometidas y ordenaba al iudex (o al colegio de varios de
ellos) que decidiera en favor del pleiteante si se probaban los hechos
(la fórmula contenía como conclusión un texto similar al siguiente:
«Si resulta que Ticio debe x a Cayo, a menos que haya habido dolo
por parte del acreedor, condena, juez, a Ticio a pagar x a Cayo»:
Villey, D roit rom ain, p. 28). La segunda fase, cipud iudicem , era
precisamente de prueba de los hechos ante el juez o jueces, que en
realidad eran particulares designados por acuerdo de las partes o por
sorteo y que, con competencias sólo sobre la questio facti, emitían no
un mandato sino un parecer o sententia (así pues, en el significado
moderno del término, más que jueces, de un lado, actuaban más bien
como jurados al modo inglés y, de otro lado, eran árbitros); p o r su
parte, los abogados, advocati, como expertos en retórica, actuaban
en esta fase en nombre de las partes.
En ese marco, los jurisprudentes intervenían en el proceso sólo
indirectamente, pues nunca comparecían en él. En un principio fue­
ron meros consultores jurídicos de las partes, aunque andando el
tiempo sus dictámenes (responso.) para resolver los distintos casos
concretos fueron adquiriendo gran autoridad y llegaron a ser acepta­
dos por el pretor como fórmulas o soluciones que daban acción para
litigar ante asuntos nuevos. Más adelante todavía, debido a su cre­
ciente prestigio, los jurisprudentes terminaron por actuar de hecho
como miembros del consilium del pretor, que operó como órgano no
oficial pero influyente. Durante la época republicana el responsum o
dictamen del jurisprudente consistía en la formulación, generalmente
no motivada, de una regla para solucionar un caso concreto, de lo
que pueden servir como ejemplo las siguientes:

Si un esclavo muere por las heridas causadas por otro, éste puede ser
perseguido por homicidio [y no meramente, según se preguntaba, por
lesiones] si no ha ocurrido por ignorancia del médico o por despreocupa­
ción del dueño;
Ni el aborto casual ni el provocado se entiende que constituyen parto;
Nadie puede morir en parte testado y parte intestado;
El testamento del que está en poder del enemigo, hecho allí, no vale
aunque hubiera retornado.

Los jurisprudentes fueron siempre un conjunto selecto de conoce­


dores del Derecho, un saber que transmitían de manera directa, a
modo de clases particulares, a discípulos que continuaban su labor.
Ya avanzada la época republicana, y especialmente en el siglo i a.C.,
con objeto de facilitar su enseñanza, sobre el conjunto de reglas jurí­
dicas de sus responsa realizaron un cierto trabajo de sistematización
mediante una aplicación específica del método de la dialéctica griega,
que entre los top oi o lugares comunes propios de las discusiones
proponía analizar ciertos temas mediante divisiones sucesivas de gé­
neros y especies: por ejemplificarlo, según esa propuesta, así como el
ser se clasificaba en vivo e inanimado, el vivo en animal y vegetal, y
el animal en racional e irracional, las garantías jurídicas se dividían
en personales (como la cautio o fianza) y reales, y las reales en fiáu-
cia, pignus (prenda) e hypotheca (hipoteca); también se ha observado
la misma influencia en la clásica tripartición de las Institutiones de
Gayo entre personas, cosas y acciones18. Ahora bien, salvo en algu­
nos textos dedicados a la enseñanza, como precisamente en dichas
Institutiones, esta forma de sistematización no afectó al conjunto del
Derecho civil, que se siguió ordenando según criterios arcaicos y sin
orden clasificatorio, sino a sectores muy concretos, de modo que el
uso del sistema tendió a limitarse a la ordenación de instituciones
particulares (las clases de tutela, de hurto, de posesión, de acciones,
etc.), para aplicarles las reglas generales (del género, precisamente) y
especiales (dercada especie, dentro de un género) que se considera­
ban apropiadas (Kaser, pp. 39-46).

c) Jurisprudencia republicana y clásica: casuística y sistemática

La distinción entre la jurisprudencia republicana y la clásica se debe


a varias razones, de las que mencionaré dos. En primer lugar, a que
desde Augusto o Tiberio a los jurisconsultos más ilustres les fue con­
ferido el ius respondeitdi ex auctoritate principis (esto es, el derecho
de responder o emitir responsae por la autoridad del príncipe), de
modo que —aunque los especialistas discuten sobre su verdadero al­
cance— parece que adquirieron una especie de facultad oficial de de­
cidir en lo que se refiere a la questio iuris. De tal modo, el juez estaba
obligado a dictar sentencia conforme al responsu??t si los hechos, la
questio facti, resultaban probados. Desde Adriano, el juez quedaba
así obligado únicamente en caso de que ambas partes llevaran respon-
sa coincidentes, lo que andando el tiempo fue ocurriendo con menos
frecuencia (Cannata, p. 66; y Schiavone, p. 192).
En segundo lugar, pero el más importante, aunque la sustancia
de la jurisprudencia clásica siguió siendo similar a la republicana,
consistiendo en ambas en la enunciación de una regla para un caso
concreto, se han destacado dos diferencias: de un lado, que en el
período clásico se pretendía obtener la regla no como 'deducción del

18. Sobre las observaciones anteriores y las que siguen, más en general, véase
Villey, Droit romain, p. 4 4 ; yWieacker, Fundamentos, pp. 15-16 y 19 ss., cuyas preci­
siones permiten conectar este uso de la idea de dialéctica con la retórica aristotélica en
la medida en que, según dice, el sistema dialéctico así aplicado por los juristas no era
axiomático, como los Elementa de Euclides, sino basado en la plausibilidad retórica
(éndoxa).
sistema dialéctico de géneros y especies sino, por inducción, directa­
mente de lo que se considera justo en el caso concreto y, de otro
lado, que la regla no se presentaba como categórica sino como mera­
mente probable o plausible (Cannata, pp. 62-63).
En todo caso, lo más significativo de las elaboraciones de los
juristas romanos, y muy especialmente en el período clásico, es su
estrecha relación con la práctica, con la solución de casos concretos.
Es una labor que se caracteriza adecuadamente como concreta y ca­
suística, mejor que como abstracta y generalizadora, o también, como
tópica o problemática mejor que como analítica y sistemática (Vieweg,
pp. 72-78). Eso no significa que faltaran obras en alguna medida
sistemáticas, pues junto a la literatura más característica y dominante
de carácter concreto y casuístico — como los comentarios sobre pro­
blemas jurídicos concretos o sobre normas como el edicto del pretor,
los libros de aforismos (regulae, definitiones, sententiae, opiniones) y
las colecciones de dictámenes y discusiones (responsa, epistolae,
quaestiones, disputationes), todos ellos de naturaleza casuística— ,
existieron también algunos manuales de enseñanza jurídica elemental
de carácter sistemático (enchiridia [manuales], institutiones, como las
famosas de Gayo) y extensos tratados, como los X V III Libri iuris civi-
lis de Quintus Mucius Scaevola, desaparecidos, pero de los que se
discute si organizaron la materia mediante la división en géneros y
especies derivada del método dialéctico griego.
Sea cual sea su influencia, parece que el alcance de esta última
forma de aplicación específica de la dialéctica griega es muy localiza­
do y limitado, tanto en el tiempo, en el siglo I a.C., al final de la
época de la jurisprudencia preclásica o republicana15, como en su
desarrollo teórico, tendiendo a sistematizar no el conjunto del Dere­
cho civil sino partes específicas de él. Por ello, se ha podido decir que
esta influencia de la dialéctica no transformó el tono general de los
estudios jurídicos, siempre de carácter más casuístico que abstracto-

19. Precisamente en ese momento vive no sólo Scaevola, sino también Cicerón,*
que parece haber mostrado su insatisfacción ante el modo casuístico de estudio del
Derecho, diciendo en De oratore : «Si yo, como hace tiempo vengo pensando, o algún
otro pudiera dividir todo el Derecho civil en géneros, que son pocos, y luego analizar
los miembros, diríamos, de aquellos géneros, y explicar mediante definición el con­
cepto de cada uno, tendríais el arte perfecta del Derecho civil»; y, en efecto, parece
que Cicerón escribió una obra sistemática, perdida, con el título De iure civile in artem
redigendo. Algo paradójicamente, dadas sus grandes diferencias políticas, esa propues­
ta sistematizadora de Cicerón parece que vino a coincidir con los designios codificado­
res de Julio César y los juristas que le apoyaron, que, con todo, tras el fracaso y muerte
de aquél, fueron por completo desestimados por Augusto y sus sucesores, que fomen­
taron el tradicional método casuístico (Schiavone, pp. 183-187).
sistemático20. Además, la importancia de esta relación entre el modo
de conocer y el de aplicar el Derecho por los jurisprudentes se re­
conoce abiertamente en un texto de Pomponio, jurisprudente del siglo II,
que, dando cabal idea de la capacidad de influencia de aquéllos, ca­
racteriza al ius civile como

el que fue compuesto sin escritura por los [jurisprudentes y no


consiste nada más que en la interpretación de los [jurisjprudentes
[íquod sine scripto venit compositum a prudentibus e in sola pruden-
tium interpretatione consistit] (Digesto , 1,2,2,12).

d) Ius, justicia y reglas

El modo casuístico de considerar y enseñar el Derecho se debe rela­


cionar estrechamente con la concepción romana del Derecho subya­
cente, que no fue expresamente formulada ni, mucho menos, teoriza­
da. Aun partiendo de determinados conceptos básicos (compraventa,
arrendamiento, prenda, etc.) y aun asumiendo el valor jurídico de
determinadas fuentes del Derecho (mores m aiorum o costumbres,
X II Tablas, edicta, senatusconsulta, leges, opiniones de los juriscon­
sultos, etc., según distintas épocas), los jurisprudentes romanos no
tomaron el Derecho como un dogma, considerándolo un cuerpo ce­
rrado a modo de conjunto unitario, coherente y completo. Más bien,
el ius civile se tuvo por un acervo de criterios «diffusum.et dissip'a-
tum» (Cicerón, De oratore, 11,33), modificable e integrable mediante
una interpretación caso por caso en la que ya se llegó a diferenciar
entre el significado literal o verba y la voluntas o m ens de los textos
jurídicos. Nada de ello quiere decir, sin embargo, que tal tipo de
interpretación caso por caso fuera ajena a toda pretensión de mante­
ner una visión coherente de las soluciones jurídicas, como en un
régimen de justicia meramente intuitivo y arbitrario21.

2 0 . Viehweg, así, ha sostenido que Scaevola y Gayo son excepciones, aparte de


que su interés era didáctico y no cognoscitivo, y que Cicerón, siendo crítico del estilo
jurídico tradicional, «no se encuentra en un terreno distinto del de los juristas que
critica, sino en el mismo» (Tópica y jurisprudencia , p. 79), y, ciertamente, Cicerón es
también autor de una Tópica muy influyente en el pensamiento jurídico posterior. Una
interpretación distinta, de Cario Cannata, pero que conduce a lo mismo, ha consistido
en recordar que Cicerón no fue jurisconsulto, sino abogado y político, por lo que sus
propuestas no serían reveladoras del pensamiento de los juristas (cf. ibid., pp. 50-51 y
55-56).
2 1 . Así, se ha dicho que en la casuística romana laten normas y conceptos que
forman un sistema interno o no explícito con miras a «constituir una unidad llena de
sentido» (Kaser, pp. 14-15). Por su parte, según dice Alberto Burdese, aunque «a falta
de la elaboración de un verdadero y propio método interpretativo, la jurisprudencia,
La predominante función práctica de la interpretación de los ju­
risprudentes, como forma de asesoramiento privado y, en la jurispru­
dencia clásica, público, ha permitido insistir desde distintas perspec­
tivas en la idea de que el ius de los romanos no fue normativo, en el
sentido de ligado a la noción de ley como norma vinculante del po­
der político, sino que más bien fue visto como acervo de soluciones
de conflictos concretos. Así, el ius sería, según M ichel Villey, q u o d
iustum est en cada caso concreto, lo que al contacto con la filosofía
estoica daría lugar a figuras como la de la natura rerum o naturaleza
, de las cosas22. Esta idea puede ilustrarse con una frase del jurispru­
dente Paulo con la que el historiador del Derecho italiano Cario Can-
nata ha caracterizado la relación entre regla y Derecho en la jurispru­
dencia clásica: n on ex regida ius sum atur, sed ex iure. q u o d est regula
fia t, que literalmente propone que no se deduzca o derive el Derecho
de la regla, sino que la regla se haga a partir del Derecho23: si esto se
tradujera literalmente bajo la concepción jurídica actual, la conclu­
sión parecería poco menos que la tesis positivista del silogismo judi­
cial, pero ius ha de entenderse ahí como solución del caso concreto,
de modo que el texto defiende más bien todo lo contrario, propo­
niendo resolver primero los casos «justamente» para después extraer
de esa solución vista como justa la regla aplicable a casos futuros
(salvo que no se considerara «justa» en el caso concreto, y así sucesi­
vamente). N o está claro, sin embargo, hasta qué punto tal búsqueda
de lo «justo» operaba sobre la mera intuición del jurisconsulto o se­
guía el procedimiento de atender a casos anteriores similares con los
que el caso presente tuviera una similitud relevante: Kaser ha defen­
dido la prim era posición (pp. 16 ss.), pero W ieacker ha destacado

a partir de la edad tardo-republicana, se sirve, según el caso, en la línea de la retórica


y la filosofía, de argumentos gramaticales, etimológicos, lógicos o fundados en valora­
ciones de oportunidad o en juicios de valor, según un modo de proceder tópico, sobre
todo en el ám bito de una búsqueda de coherencia del sistema normativo, y que se
hacen prevalecer, según los casos, uno respecto al otro, en función de la solución que
en definitiva aparezca más razonable y equitativa, por medio de procedim ientos inte­
lectivos susceptibles de discusión» (p. 52).
2 2 . D icho sea a modo de ejemplo, la figura aparece así en el siguiente texto
recogido en el Digesto: «es de la naturaleza de las cosas que quien se beneficie de las
ventajas soporte también los inconvenientes» (50, 17, 10).
2 3 . Las frases adyacentes a este texto aclaran bien su sentido: Regula est, quae
rem quae est breviter enarrat. Non ex regula ius sumatur, sed ex iure quod est regula
fiat. Per regulam igitur brevis rerum narratio traditur; es decir: «La regla es la que
explica brevem ente cóm o es la cosa. El Derecho no se extrae de la regla sino que la
regla se hace a partir del Derecho. Pues mediante la regla se transmite una breve
narración de las cosas» (véase Cannata, pp. 6 3 -6 4 , y Schiavone, p. 200).
que el modo de trabajo de los jurisprudentes dio lugar a un «saber de
rationes deciden di» (Fundam entos, p. 27).
Si esta última descripción es acertada, la jurisprudencia romana
habría practicado algo semejante a la imagen típica y tradicional deí
case law anglosajón, conforme a la cual el juez decide el caso te­
niendo en cuenta los precedentes pero sin sujetarse en exceso a ellos
mediante la utilización flexible de las categorías de la ratio decid en d i,
los obiter dicta (o afirmaciones de pasada, sin carácter central) y del
distinguíshing (la distinción entre algún rasgo del caso actual y el
anterior que justifica una solución diferente), que sirven para ajustar
y reformular para un caso concreto los criterios generales preesta­
blecidos (véase infra, pp 109-110). Igualmente, ese modo de pensar
jurídico de los romanos se puede también comparar con el modo
de razonamiento ético no dogmático, que no parte de determinados
criterios tenidos por absolutos, como los Diez Mandamientos, que
aplica directa y literalmente a los casos reales, sino que reflexiona so­
bre cada caso considerando las razones para seguir uno u otro de los
criterios establecidos tratando de llegar a un equilibrio entre los prin­
cipios generales y los aspectos y problemas del caso concreto. En el
campo de la interpretación jurídica, la sustancia de este mismo méto­
do — aun con restricciones y refinamientos complejos y, sobre todo,
con un grado de teorización impensable en Roma— se encuentra en
las revalorizaciones contemporáneas de la tópica (Viehweg, Esser),
así como también puede verse en la crítica a la comprensión del De­
recho como sistema de reglas en nombre de una interpretación basa­
da en principios jurídicos que incorporan criterios éticos (Dworkin).
Volviendo al pensamiento jurídico romano, y como.consecuencia
de la concepción casuística del Derecho, no es de extrañar que en éi
no exista una teorización elaborada sobre lo que es el Derecho en ge­
neral que pueda compararse, ni aun vagamente, a las actuales teorías
generales del Derecho o a las partes generales de las distintas disci­
plinas jurídicas. No obstante, la falta de una teorización más desa­
rrollada no quita signific'atividad al hecho de que lo poco que puede
encontrarse de elaboración abstracta sobre el concepto de Derecho,
a través de algunas definiciones notorias, denote una concepción ju­
rídica fuertemente marcada por la justificación político-moral de las
instituciones jurídicas vigentes y por una marcada relación entre el
Derecho y la moral, en particular con la virtud de la justicia y la no­
ción de equidad. Trataré de ilustrarlo con dos comentarios.
En general, la separación hoy existente en los sistemas liberales
entre Derecho y moral privada, trasunto de la distinción entre Estado
y sociedad, es desconocida en Roma, donde existía toda una magis-
tratara, la de los censores, entre cuyas funciones figuraba la de velar
por las costumbres y la moralidad de los romanos: así, en su reali­
zación del censo, que servía para estimar los bienes y situación de
cada ciudadano con fines tributarios y de adscripción a una tribu o
centuria o al Senado, estos magistrados «ponían» notas censorias so­
bre el comportamiento de los ciudadanos con sus hijos y esclavos, su
religiosidad, sus divorcios, etc., denunciando públicamente las con­
ductas no perseguibles penalmente, como las infidelidades matrimo­
niales, el abuso de la bebida o del juego, la vagancia, etc. (Fernández
de Buján, «Conceptos», pp. 19-24).
Más en particular, en cuanto a concepciones expresadas sobre el
Derecho, en los contados casos en los que autores romanos definen
al Derecho en general aparece una estrecha conexión entre ley y jus­
ticia. Así ocurre en la obra de Cicerón, como puede verse claramente
en este texto:

en el mismo sentido de la palabra «ley» [in ipso nomine legis] está


ínsito en sustancia el concepto del saber seleccionar lo verdadero y
justo [iusti et veri] [...]; hay muchas disposiciones populares perversas
y funestas que no llegan a merecer más el nombre de ley que si las
sancionara el acuerdo de unos bandidos [...]; la ley es la distinción
de las cosas justas e injustas, expresión de aquella naturaleza original
que rige universalmente, modelo de las leyes humanas, que castigan
a los malvados y defienden y protegen a los virtuosos (De legibus, II,
5, 11 y 13).

Y también se da una conexión semejante entre Derecho {ius) y jus­


ticia en las dos definiciones famosas del Derecho que aparecen en
toda la extensa producción jurídica romana, ambas influidas por el
estoicismo: una, del jurisconsulto del siglo II Celso:

ius est ars boni et aequt [el Derecho es el arte de lo bueno y de lo


justo]24;

una definición ésta tan relacionada con la nocióa de Derecho natural


que Paulo, un siglo después, la utilizaría para definir a este último
con sólo añadirle un «siempre»:

24. En relación con la discusión de si el estudio del Derecho es científico o no,


del que este texto puede leerse como un primer punto de vista, conviene precisar aquí
que nuestro término «arte» traduce muy mal el ars latino, que a su vez traducía el grie­
go tecbné, que quizá un poco más fielmente traducimos por «técnica»; en todo caso,
no parece que la diferencia entre ars y scientia fuera vista por los romanos (Viehweg,
Tópica y jurisprudencia, pp. 87-88), aunque tuvo importancia en el pensamiento jurí­
dico medieval.
ius naturalis est id quod semperaequum ac bonum est [el Derecho natural
es lo que siempre es justo y bueno];

y la otra definición, de Ulpiano (como Paulo, del siglo III), que relacio­
na estrechamente las nociones deiu stitia, de ius y de iurisprudentia:

iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi.


Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum
cuique tribuere. Iurisprudentia est divinarum atque humanarum rerum
notitia, iusti atque iniusti scientia [la justicia es la voluntad constante
y perpetua de dar a cada cual lo que es su derecho. Los preceptos del
D erecho son éstos: vivir honradamente, no dañar a otro y dar a cada
uno lo suyo. La jurisprudencia es el conocim iento de todas las cosas
divinas y humanas, la ciencia de lo justo y de lo injusto].

Por lo demás, la estrecha relación, si no confusión, entre el D e­


recho y la justicia alude no sólo a una función justificadora del Dere­
cho romano positivo, sino también a una función integradora del
D erecho, esto es, de com plem entación y adaptación e, incluso,
corrección, que la idea iusnaturalista estoica cumplió a través de la
iurisprudentia: así se desprende de construcciones como las de la b o n a
fid es o la iusta causa y, sobre todo, de la virtud judicial de la aequ itas
como medio de corrección e integración del ius civile (Bloch, cap. 6).
Esta trabazón entre las nociones de Derecho y de justicia, así como la
propia función de corrección e integración del Derecho natural sobre
el Derecho positivo, han marcado una profunda huella en el pensa­
miento político-jurídico occidental.

1.2. E l ius gentium

Un segundo legado del Derecho romano, que alude a un tema con


una compleja historia de interés en la nuestra, está relacionado con el
Derecho internacional. M e refiero al ius g en tiu m , que, como la ma­
yoría de las aportaciones romanas al Derecho, fue un producto con­
creto y pausado derivado de las necesidades prácticas y tampoco fue
objeto de mayor teorización. El ius gentium fue, sencillamente, un
conjunto de reglas recogidas en su edicto por el pretor peregrino

— de p er agrum , aludiendo a quienes llegaban a la civitas atravesando
los campos— , una magistratura que se crea a mediados del siglo III
a.C. (en el 2 4 2 , exactamente) para atender el tráfico mercantil de una
Roma con un millón de habitantes, muchos de ellos extranjeros. En­
tonces aparece el ius gentiu m como una especie de Derecho de hos­
pitalidad, que reunía las reglas que regulaban los actos jurídicos, cot
merciales y familiares de los extranjeros que habitaban el territorio
romano tanto en sus relaciones entre sí como con los ciudadanos ro ­
manos. A pesar de que más adelante la expresión terminaría identifi­
cando el Derecho internacional público, el ius gentium romano estu­
vo más cercano, si acaso, del Derecho internacional privado, pues
era también Derecho interno romano, si bien en vez de reglas de
conflicto estableció reglas propias directamente aplicables considera­
das comunes a to d o s lo s pueblos. No tuvo, en cambio, propiamente
relación con el Derecho internacional público, del que en la antigüe­
dad no hay propiamente conciencia, aunque hubiera reglas sobre las
negociaciones y alianzas entre distintas ciudades — a las que en Roma
se denominó ius fe c ia le — , así como disputas y criterios éticos sobre
la guerra (Mommsen, V, vii, y Sumner Maine, pp. 4 1 -5 1 ).
El contenido de las reglas del ius gen tiu m , eminentemente de
Derecho privado, fue en gran parte extraído del propio Derecho
romano, simplificando muchas de sus fórmulas y procedimientos, en
especial para extender las instituciones jurídicas romanas a los ex ­
tranjeros. El ius gen tiu m «se articulaba en torno a cuatro contratos
fundamentales: de compraventa, de arrendamiento, de sociedad y de
m andato, y en torno a tres principios rectores, destinados a con ­
vertirse en otros tantos ejes de todo desarrollo jurídico posterior: el
consensualismo [...]; la buena fe [...]; y la reciprocidad» (Schiavone,
p. 178). Pero también se tuvieron en cuenta las costumbres comunes
a los pueblos no romanos, fundamentalmente del ámbito mediterrá­
neo, y ésa es la razón de que, por ejemplo, la esclavitud fuera consi­
derada una institución de ius gentium . Esa última referencia a las
costumbres comunes a los distintos pueblos recuerda el criterio estoi­
co del consensus om n iu m gentium como principio del Derecho natu­
ral y sugiere la pregunta por la relación entre iusgentivim y ius natu-
ra le, que es compleja.
En un primer sentido, ambos conceptos aparecen relacionados en
Rom a no sólo por la coincidencia a través del recién citado criterio
ciceroniano del consensus om n iu m gen tiu m como rasgo propio del
ius naturale', sino sobre todo porque la referencia al Derecho natural
es casi explícita en la definición propuesta por Gayo del ius gentium
como q u o d naturalis ratio in ter o m n es h om in es con stitu it (el que la
razón natural establece entre todos los hombres), frente al ius civi-
le, que es q u o d qu isque p op u lu s ipse sibi con stitu it (el que cada pue­
blo establece para sí mismo)25. Sin embargo, en un segundo sentido,

25. Ulpiano precisa un poco la definición de Gayo cuando dice: «derecho de


gentes es el que es usado por los pueblos humanos. El cual se puede comprender
fácilmente que se diferencia del natural, ya que éste es común a todos los animales, y
opuesto al anterior, podría ser erróneo identificar o relacionar de­
masiado estrechamente ius naturale y ius gentium en la medida en
que pudieron diferenciarse respectivamente como Derecho teórico
o ideal, propio de los filósofos, y como Derecho práctico o efectivo,
propio de los juristas, entre los cuales probablemente no hubiera gran
conexión (aunque no se formulara todavía como dicotomía entre ius
naturale y ius positum o positivum ), de modo que definiciones como
la de Gayo serían más bien retóricas. Sea como sea, ése es el principio
de la historia de la expresión ius gentium , que, como se verá, estaba
destinada a tener un largo y tortuoso recorrido posterior.

2. De l a j u r i s p r u d e n c i a c l á s ic a a J u s t in i a n o

Con la llamada jurisprudencia postclásica (a partir del 235) comienza


un período de decadencia tanto de, los estudios jurídicos en Roma
como, en buena parte, dej Derecho mismo, que se puede conside­
rar en paralelo a la propia decadencia del propio Imperio romano
occidental. Comentaré primero el proceso en el plano de la ciencia
jurídica para referirme luego al ámbito de los cambios en el sistema
jurídico mismo.

2.1. L a burocratización de los juristas y la ascende7tcia


d e las leyes im periales

En el plano de la ciencia jurídica el proceso de decadencia comienza


cuando con el jurisconsulto Modestino termina el ius respondendi
ex auctoritate principis y se empieza a abrir paso la burocratización
de los juristas. En realidad, ya en la segunda mitad del período de la
jurisprudencia clásica, hacia los siglos II y III, parece que en algunos
jurisconsultos como Gayo, Juliano y Papiniano comienza a afianzarse
la idea de que la fuente jurídica por excelencia es la ley como deri­
vada del im perium del populus, idea que culmina en la famosa y lar­
gamente influyente doctrina de Ulpiano de la voluntad del príncipe
como fuente de la ley: «Quod principi placuit, legis habet vigorem»,
porque el pueblo le ha conferido su imperio y potestad26. Esta ten-

aquél sólo a los hombres entre sí» [ius gentium est quo gentes bum anae utuntur; Q uod
a ?taturale recedere facile intellegere licet, quia illud ómnibus animalibus, hoc solis
hominibus inter se comm une 5 / í].
26. El texto completo, que volveremos a encontrar varias veces en este libro, reza
así: Q uod principi placuit, legis habet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio
dencia culmina en el Derecho romano bizantino, donde se establece
claramente la distinción entre la interpretación jurídica del empera­
dor, única auténtica y vinculante, y la doctrinal, de los juristas, que
carece de toda obligatoriedad. En particular, ya desde Constantino,
el emperador se reservó en exclusiva la interpretación innovadora
del ius y en algunas constituciones imperiales del siglo V se tacha
de infamia la actividad de «interpretar astutamente» el Derecho por
particulares y jueces (Burdese, p. 58).
En el proceso de decadencia de la jurisprudencia, cabe destacar
dos rasgos entrelazados. Por un lado, el Derecho no es ya una so­
lución casuística, para casos concretos, extraída de distintas fuentes
consuetudinarias y legales pero sobre todo, a fin de cuentas, del sen­
tido jurídico del jurisconsulto, sino que es producto de la ley, esto es,
de un acto de voluntad emanado del príncipe, si bien, al menos decla­
radamente, en nombre del pueblo, lo que en Roma venía constituyen­
do tradicionalmente una creencia más de tipo jurídico que político,
esto es, más dirigida a buscar un centro de unificación de la variedad
de fuentes jurídicas que a justificar un régimen democrático o algo si­
milar (Passerin, D ottrina, p. 117; trad>c^st., p. 104). Y, por otro lado,
la idea de la supremacía de la ley como libre voluntad del príncipe,
conforme a la cual las decisiones de éste no están sometidas a la ley:
Princeps legibus solutus est, esto es, el príncipe está suelto o desligado-.
— libre o exento— de las leyes, según reza un texto de Ulpiano reco­
gido en el D igesto. Esta tesis, sin duda ideológica y no lógica, de que
quien da las leyes no puede estar sometido a ellas, configurará des­
pués la noción de soberanía estatal, especialmente a partir de Bodino,
ya en el siglo XVI, y prácticamente hasta nuestros días.
En todo caso, el anterior proceso de afianzamiento del carácter
supremo de la lex como fuente jurídica que comienza ya con la ju­
risprudencia clásica, culmina en el período postclásico en una con­
cepción casi (enseguida explicaré este «casi») plenamente legislativa
o legalista, para la que el Derecho es sobre todo un conjunto de
textos previamente existentes para el jurista, que se encuentra abso­
lutamente subordinado como funcionario al servicio del emperador,
sea como consultor o como aplicador del Derecho pero sin autoridad
propia para interpretarlo de manera creativa y especialmente autori­
zada. El «casi» que he formulado procede de que la jurisprudencia de

eius lata est, populus ei et in eum omne'suum imperium et potestatem conferat [Lo que
al príncipe place tiene fuerza de Jey, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga
por su imperio, le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad] (Ulpiano, Digesto,
1, 4, 1 pr.).
los juristas clásicos, los iura, siguió considerándose Derecho vigente
en el período bizantino, en buena parte porque las leyes imperiales
afectaron menos al Derecho privado y, por tanto, a muchas de sus
soluciones jurídicas. Junto a esa concepción legalista, es en las es­
cuelas jurídicas postclásicas, de los siglos V y VI, donde se desarrolla
en mayor medida la sistematización dialéctica del material jurídico
conforme a la clasificación de géneros y especies, que parece haber
tenido una momentánea e incipiente aplicación en el siglo I a.C.,
introduciéndose así en las fuentes numerosas regulae, definitiones,
differentiae y distinctiones, que, al decir de M ax Kaser, no elaboraron
un verdadero sistema cerrado, en el que axiomáticamente pudiera
encontrarse una solución unívoca para cualquier problema, pero sí
contribuyeron a irlo preparando (pp. 45-46).

2.2 . L a vulgarización del D erech o rom an o en O ccidente


y la recop ilación de Justin iano

En cuanto al plano del Derecho mismo, el proceso de decadencia se


manifestó de manera diferente en la parte occidental y en la orien­
tal del Imperio, cuya separación comenzó de hecho en el 286, con
Diocleciano, y se hizo oficial a la muerte de Teodosio, el 395. En
Occidente, a partir del siglo III comienza a desarrollarse-el fenómeno
de la «vulgarización» del Derecho romano, esto es, la adaptación y
simplificación del Derecho romano clásico a las costumbres locales
de las provincias romanas, a modo de decantación en usos prácticos
que terminó por manifestarse sobre todo como Derecho consuetudi­
nario. Ese Derecho romano vulgar — del que Hespanha ha dicho que
«es al Derecho romano clásico lo que las le'hguas neolatinas o roman­
ce al latín» (p. 73)— permitió, como beneficio histórico, una cierta
continuidad jurídica entre la antigüedad y la Edad Media europeo-
occidental, pues ése fue el sustrato jurídico en el que se desenvolvie­
ron los pueblos germánicos que ocuparon los territorios del Imperio
romano occidental. Por su lado, tras la separación entre el Imperio
de Oriente y el de Occidente, y más aún tras la deposición del último
emperador romano de la parte occidental por Odoacro en 4 76, la
cultura jurídica clásica pasó a Bizancio, donde se consumó el fenóme­
no ya indicado de la burocratización y el predominio de la ley sobre
el variado conjunto de las fuentes clásicas del Derecho romano.
Según se quiera interpretar, sea como expresión suprema de esa
decadencia, sea en contraste con ella o sea como momento-con sus
inevitables luces y sombras históricas, el instante de gloria del Dere­
cho romano oriental fue la gran recopilación que Justiniano realiza
entre el 5 2 9 y el 5 6 5 , formada por las cuatro obras siguientes27: 1) el
D igesto o P an dectas2S, en el que dieciséis juristas dirigidos por Tribo-
niano recopilaron ordenadamente muchas de las opiniones (esto es,
responso) de los principales juristas romanos, en las que hicieron una
notable labor de selección y de corrección — las interpolaciones—
hasta ser considerados inválidos y no dignos de cita los textos no
aceptados; 2) las In stitu tion es, que, tomando como base el modelo
de Gayo del mismo nombre, tienen el curioso rasgo de ser una obra
didáctica con valor normativo; 3) el C ódigo (C odex), que recopila
constituciones o leyes imperiales desde Teodosio hasta el 5 3 4 ; y 4) en
fin, las N o v ela s (N o v ella e), que recogen las nuevas leyes dictadas por
el propio Justiniano entre 5 3 4 y 5 6 5 , fecha de su muerte.
Esta recopilación — llamada C oip u s iuris civilis desde finales del
siglo XV I — tendría consecuencias decisivas para la continuidad futura
de la influencia del Derecho romano, incluso clásico, muy especial­
mente en el D igesto, la parte más prestigiosa e influyente. Aun así,
por destacar su ambiguo carácter histórico, por un lado, no es pro­
piamente un corpus en el sentido de un sistema codificado o código
al modo de los actuales, ni en conjunto ni en cada una de sus obras
(con la parcial excepción de las In stitu tion es, que tenían mayor ca­
rácter sistemático y que, de hecho, aun por un camino complejo,
term inaron por inspirar la propia ordenación del código civil fran­
cés), sino que, formalmente al menos, tiende a recoger el modo ca­
suístico y concreto de entender el Derecho que los juristas romanos
clásicos25. Pero, por otro lado, materialmente, fue también expresión

27. Com o dato curioso, cabe recordar aquí que una condición técnica importan­
te para la realización y puesta en vigor de esta recopilación fue el cambio en el medio
de escritura que se produce a partir del siglo n, cuando los largos rollos, de hasta nueve
metros, de hojas de papiro pegadas entre sí comenzaron a ser sustuidos por los códices,
palabra que originariamente designaba a un conjunto de pieles de animal cosidas por
un lado — es decir, el libro, sólo que hasta la invención de la imprenta, hacia 1 4 5 0 ,
escrito a mano— , una form a que permitía una ordenación y una consulta mucho más
fáciles (Schiavone, p. 2 33).
■2 8 . Las dos denominaciones tienen un significado originario diferente: los diges­
tí (literalm ente, «ordenaciones», del verbo digero3 «dividir», «separar» y también
«ordenar») eran libros o tratados que durante la época clásica de la jurisprudencia
romana recopilaban ordenadamente las responsa de los jurisconsultos; en cambio, la
denom inación de pandectae (literalmente, «colección de leyes») no había sido utiliza­
da en la literatura jurídica ni en la práctica legislativa.
29. En el proem io de los Basílicas o Basílicas (Basiliká: compilación de leyes
reales de fines del siglo I X ) , que en realidad son un resumen reorganizado y ampliado
de la recopilación justinianea, se consideraba como defecto de ésta el tratar del mismo
objeto en distintos lugares; sin embargo, las propias Basílicas seguían la ordenación
sistem ática del Código de Justiniano, que a su vez correspondía al orden de exposición
del edicto del pretor.
de un modo ya legalista y burocratizado de entender el Derecho,
modo que resulta bien reflejado en tres significativos preceptos que
circundaron la recopilación; en primer lugar, la declaración como
inválidos de las normas y criterios no recogidos en ella, que sancionó
el principio legalista de la prioridad de la ley posterior sobre el con­
suetudinario de la prioridad de la costumbre más antigua; en segundo
lugar, la prohibición decretada por Justiniano de que la recopilación
fuera objeto de interpretación, naturalmente inútil desde el primer
momento30, prohibición que pretendía dar a la voluntad del soberano
una primacía completa sobre el criterio del aplicador y que anticipa
ya la visión de Montesquieu del juez como mera boca que pronuncia
las palabras de la ley31; y, en tercer lugar, la prohibición de la obliga­
toriedad de los precedentes judiciales (C odex 7.45.13), que venía a
insistir en la idea anterior p o r otro cam ino, establecien do un criterio
em inentem eirte respetuoso con los textos legales destinado, aun con la
n otable excepción británica, a arraigar con fuerza en la cidtura jurídi­
ca europea posterior.

3 0 . Ya desde 5 3 3 , cuando Justiniano organizó los estudios jurídicos en cinco


años e impuso el conjunto de su recopilación como libros de texto exclusivos, los
juristas comenzaron a introducir inmediatamente comentarios y anotaciones en sus
traduciones al griego (Schiavone, pp. 2 5 1 -2 5 2 ).
Por lo demás, la imposibilidad de una prohibición semejante ha sido generalizada
y justificada de forma brillante aunque no indiscutible por un juez británico: «The law,
as laid down in a code, or in a statute or in a thousand eloquently reasoned opinions, is
no more capable of providing all the answers than a piano is capable of providing mu-
sic. The piano needs the pianist, and any two pianist, even with the same score, may
produce very different music» (McCluskey, p. 7). Pero esto quizá lleva demasiado lejos
la comparación entre interpretación jurídica y musical: una cosa es que el Derecho
necesite al jurista como el piano al pianista y otra que las diferencias entre pianistas
sean tan grandes como entre juristas, pues para distinguir entre dos ejecuciones com ­
petentes de una misma partitura hace falta un oído muy fino, mientras que las distintas
y aun opuestas interpretaciones de las mismas leyes, sea cual sea su calidad, me temo
que son apreciables para cualquiera.
3 1 . El texto justinianeo, que considera toda interpretación com o «perversión»
de la ley y presupone una tajante distinción entre creación y aplicación de la ley, deja
lugar a pocas dudas sobre el alcance político del conflicto entre el poder de legislar y
el de interpretar: «puesto que de hecho en el momento actual se ha concedido al único
emperador el hacer las leyes, es necesario que también su interpretación sea digna
solamente del poder imperial» (Codex 1 .1 4 .1 2 .3 ; también constituciones Tanta, 2 1 , y
Deo auctore, 7; cf. Schiavone, pp. 2 2 6 , 2 4 6 -2 4 7 y 2 52).
I. LA CIENCIA D EL D EREC H O M EDIEVAL

1 . L a e v o l u c i ó n d e l D e r e c h o y e l E s t a d o y e l m o s tta licu s

No está claro entre los especialistas si la renovación de los estudios


jurídicos hacia el método más próximo al actual en la Europa con­
tinental, esto es, el heredero de la pandectística decimonónica inau­
gurada sobre todo por Savigny, se produce o no en la Edad Media
europeo-occidental. Por dar un nombre representativo entre varios,
para un historiador como Franz W ieacker es a partir del siglo X II,
con el llamado «renacimiento» de los estudios jurídicos por obra de
los glosadores y, más tarde, de los llamados postglosadores, cuando
nace «la Ciencia del Derecho por antonomasia» (p. 10) y se produ­
ce la transformación hacia una nueva forma de entender el Derecho
y su estudio que ya prefigura las grandes construcciones abstractas
y sistemáticas de la pandectística alemana del siglo X IX . En cambio,
el civilista Theodor Viehweg ha mantenido que los juristas medie­
vales siguieron ligados al pensamiento casuístico y problemático
romano sin avanzar en absoluto hacia el método característico de
la época contemporánea en la Europa continental. Sea cual sea el.
resultado de esta alternativa, sobre lo que se hablará enseguida mas
por extenso, la misma existencia del debate muestra que la forma
medieval de estudiar el Derecho es un paso obligado, intermedio
y, en todo caso, decisivo, dentro de los más de veinte siglos de
historia durante los que se ha desarrollado el pensamiento jurídico
europeo.
1.1. Rupturas y n ex os entre R om a y la A lta E d a d M edia

Para entender los antecedentes de la indiscutida vitalidad medieval de


los estudios jurídicos conviene recordar la severa ruptura en la cultu­
ra y en el Derecho que se produce en Europa occidental durante la
Alta, o vieja, Edad Media, que se sitúa desde el siglo V hasta finales
del X . La ruptura se produjo a partir de la ocupación de las distintas
tribus germánicas y afectó tanto a la relación de Occidente con el
Imperio rom ano oriental — imperio que todavía sobrevivió diez si­
glos más, hasta la conquista turca de 1453— como a la cultura greco-
latina que se había cultivado en Roma. No obstante, como la historia
no suele dar saltos bruscos del todo limpios que no dejen mirar ni
incluso volver atrás, tal ruptura no estuvo exenta de algunos factores
de continuidad, en una cierta mezcla que dio lugar a nuevas formas
sociales, jurídicas y políticas.

a) El pluralismo jurídico: Derecho romano vulgar


y Derecho consuetudinario

Con el establecimiento de distintas tribus germánicas en la parte


occidental de Europa, la ruralización y el empobrecimiento de las
formas de vida social, económica y cultural fueron las consecuencias
más aparentes que siguieron a la caída del Imperio romano occiden­
tal. Su efecto jurídico más inmediato fue la difusión de una forma
de producción del Derecho no estatalista ni legalista, sino eminen­
temente consuetudinaria, que se manifestó en un alto grado de plu­
ralismo jurídico (Grossi, pp. 7 1-74). La época altomedieval se carac­
teriza por la gran dispersión de las normas jurídicas, variables tanto
según las distintas localidades (los fueros como normas escritas sin­
gulares para una determinada localidad) cuanto, incluso, según las
personas1 y, en particular, según la «nación» (originariamente, el lugar
de n a cim ien to propio o de los antecesores), la religión (recuérdese la
convivencia entre cristianos, judíos y musulmanes en diversas’partes

1. Téngase en cuenta que, si tomamos el ámbito hispano com o ejemplo, los


visigodos aplicaron su propio Derecho sólo para sí mismos, dejando a las comunidades
locales, hispano-romanas, regirse por su Derecho propio (Tomás y Valiente, pp. 1.0 1 5 -
1 .0 2 3 ; véase también, sobre la diversificación del Derecho altomedieval, pp. 1.030-
1 .0 3 2 ).
P or lo demás, la propia titulación de los reyes fue personal durante muchos
siglos: sólo hacia el 1200 el rey de los francos (o los franceses) pasa a ser llamado rey
de Francia, y lo mismo el rey de Inglaterra o los condes de Holanda (o Flandes, antes
condes de los flamencos) (Caenegem, p. 76).
de la España altomedieval) o el estatus o estamento (ante todo, con
la aplicación del Derecho canónico a los clérigos y con ulteriores dis­
tinciones, dentro de los laicos, entre nobles, artesanos, mercaderes,
siervos...).
Aun así, un cierto nexo de unión permaneció con el mundo ro­
mano por la pervivencia del Derecho romano, que, como se vio en el
capítulo anterior, durante los primeros siglos de nuestra era se había
asentado en las provincias romanas — esto es, en el conjunto de la
Europa central y.del sur— hasta «vulgarizarse» en el contacto con las
costumbres locales. Tal Derecho romano vulgar fue eminentemente
romano, y no germánico, constituyendo la masa jurídica en la que se
desenvolvieron la ocupación germánica y sus instituciones político-
jurídicas2. En todo caso, especialmente durante la Alta Edad Media,
el Derecho se considera formado por costumbres, siendo las leyes o
de carácter penal o, en parte al menos, recopilaciones de costumbres
o de dicho Derecho romano vulgar, y valiendo sólo, cuando valen, en
cuanto Derecho consuetudinario.
Ha de tenerse en cuenta aquí que el Derecho consuetudinario no
sólo es distinto del legal por su forma de expresión, no escrita, sino
también por su justificación, al suponer un criterio jurídico diferente:
ei^ particular, porque invierte el principio lex p osterior derogat priori
tiesta mantener que las costumbres más antiguas merecen mayor con­
sideración. Todavía en las Constituciones de Melfi — de Federico II
de Suabia, en el siglo XIII— ■se dice: «Quedan abolidas [ ...] las leyes y
costumbres contrarias a estas Constituciones p o r antiguas que sean»,
dejando claro el gran valor que aún tenía entonces el Derecho tradi­
cional (García Pelayo, D el m ito, p. 1.112). Pues bien, entre el modelo
consuetudinario y el legalista, en la Edad Media se extiende un largo
período de indefinición durante el cual las leyes y costumbres más an­
tiguas tendían a sobrevivir si no eran abiertamente contradichas por
las nuevas, de modo que el pluralismo jurídico se manifestó también
en la existencia de estratos temporales distintos pero simultáneamen­
te vigentes (Hespanha, pp. 104-105).

2. Tal es el sustrato básico de lo que durante el siglo X I X y buena parte del nues­
tro se consideró como Derecho germánico, creyéndolo autóctono de las tribus norte
y centroeuropeas que ocupan el Imperio romano y traído por ellas, pero que, según
asegura la más moderna historiografía, no fue más que el resultado de ios desarrollos
consuetudinarios y locales del Derecho romano vulgar (Cannata, p. 1 4 0 ; sobre el
tema, en referencia a la época visigoda, véase también Tomás y Valiente, cap. V).
tí) El pluralismo político y el Sacro Imperio

Reyes y leyes

Ju n to al pluralismo jurídico también puede hablarse de pluralismo


político, en el sentido de que en la práctica política altomedieval-
el rey es, al modo feudal, un prim us ínter pares, siendo sus pares o
iguales los nobles y los jerarcas eclesiásticos3. La relación entre el
predominio del Derecho consuetudinario y el sistema feudal es muy
estrecha, pues, como ha dicho Cannata, el feudalismo no sólo sirvió
como terreno fértil para la formación de costumbres, sino que a su
vez fue un producto consuetudinario (p. 129).
Como resultado de la conjunción de la doctrina jurídica que
favorecía la primacía de la costumbre y de la organización política
pluralista propia del feudalismo, en estos primeros siglos de la Edad
Media se invierte el papel que se había terminado dando en Roma y
Bizancio al príncipe y a la ley. Del qu od principi placuit, legis habet
vigorem y del princeps legibus solutus se pasa a concebir el poder del
rey con dos nuevos rasgos característicos, y relacionados entre sí:
por un lado, su poder se considera limitado por la ley — en vez de
rex facit legem, lex facit regem (esto es, la ley hace al rey, en vez de el
rey la ley), según la expresión del jurista inglés del siglo XIII Henry
de Bracton— ; y, por otro lado, puesto que, como dice un aforismo
medieval, legem servire, h o c est regnare (servir a la ley, eso es reinar),
ese poder regio es esencialmente judicial y administrativo — y sobre
todo, judicial: iudex id est rex, rey es igual a juez, dice otra fórmula
medieval— , destinado sobre todo al cumplimiento tanto de las viejas
leyes y las costumbres, incluidas las nuevas, como las que ya más
avanzada la Edad Media darían lugar al Derecho mercantil, cuanto
de los fueros jurados en el pacto feudal con los súbditos de este o
aquel lugar, donde la importancia de los Derechos locales o Derecho
municipal cierra el círculo entre el pluralismo político y el jurídico
(Passerin, D ottrina, pp. 12 4 -1 2 9 ; trad. cast., pp. 110-113; y Grossi,
cap. VIII).

3. Seguramente el ejemplo más bello de esta igualdad — aunque lamentable­


mente parece tratarse de una leyenda creada ya avanzado el siglo X V I — es el famoso
juram ento medieval que el Justicia de Aragón pedía al Rey en nombre de las Cortes,
una de cuyas versiones más redondas puede ser la siguiente: «Nos, que valemos tanto
com o Vos, y que juntos podemos más que Vos, os hacemos nuestro Rey y Señor,
con tal que nos guardéis nuestros fueros y libertades, y si no, no» (sobre ello véase
Giesey).
L a idea im perial

Ahora bien, frente a la ruptura entre Roma y el mundo medieval que


supuso el pluralismo político, en ese mismo plano político subsistió
un segundo nexo de unión entre ambas épocas que se debe añadir
al ya mencionado de la pervivencia del Derecho romano vulgar: la
institución del Sacro Imperio Romano, que partió de la idea de la
translatio im perii a los emperadores carolingios, es decir, la idea de
la transmisión a éstos del título de emperador del Imperio romano
occidental. De aqüel Sacro Imperio se comienza a hablar a partir de
la Nochebuena del año 800, con la coronación de Carlomagno, y se
afirma su transmisión de los reyes francos a los germánicos a partir
del siglo X, con Otón I, cuando la condición de rey germánico (deut-
scher Konig) y la de emperador romano (róm ischer Kaiser) empiezan
a coincidir bajo el nombre de Sacro Imperio Romano-Germánico.
Esta idea imperial, que transmite a la Edad Media la idea de or­
denamiento jurídico-universal que habían presupuesto los romanos,
respondía al modelo de Europa como universitas christiana y fue
más una construcción ideal, una ideología, que una realidad política
efectiva, en especial a partir del siglo xin. Pero fue una ideología
constantemente mantenida en cuanto al reconocimiento del título
de emperador, hasta el punto de que se ha dicho que «el cristianismo
occidental tuvo un único emperador, del mismo modo que sólo tuvo
un único papa (Cannata, p. 132). Y aunque debilitada, fue una ideo­
logía destinada a durar, pues terminó sólo cuando Napoleón, ya tras
la Revolución francesa, obligó al emperador germánico Francisco II
a renunciar al,título de emperador romano.

c) La privatización del Derecho público

La continuidad entre el Imperio romano y el Sacro Imperio, sin em­


bargo, fue incompleta en un aspecto importante, pues en la Edad
Media no sobrevivió en la práctica la distinción romana entre el ius
publicum y el ius privatum . Ello se tradujo en una privatización del
poder político que cabe relacionar con su dispersión y debilitamien­
to: durante los primeros siglos de la Edad Media el emperador, los
reyes y los restantes señores feudales ostentan de modo indiferen-
ciado el poder político, el jurídico y el económico, formando todos
esos poderes parte de su patrimonio personal, como tal divisible por
herencia (así se dividió inmediatamente el Imperio de Carlomagno,
debilitándose enseguida). Un rasgo de esta concepción, que se. exten­
derá incluso hasta la Edad Moderna, está en que los títulos de reyes
y reinas, tras un período de caracterización personal, se terminaron
por referir a sus territorios, de lo que se derivó la importancia deci­
siva de las dinastías y de las uniones matrimoniales como las formas
básicas no bélicas en la configuración territorial de los reinos y en las
relaciones internacionales (Anderson, p. 34).
Esta indistinción entre Derecho público y privado, si bien al cabo
de los siglos fue en parte matizándose progresivamente en la doctri­
na jurídica, especialmente a partir de comentaristas como Bartolo,
en la práctica tendió a mantener un núcleo duro que influyó duran­
te toda la Edad Media y hasta más allá de ella (Gierlce, p. 2 33). En
algún aspecto incluso, como el de la venalidad o venta por parte del
rey de los cargos públicos, la privatización se desarrolló sobre todo
durante la Edad Moderna, terminando sólo tras la caída del absolu­
tismo monárquico. En general, sin embargo, ya durante el siglo XVI
se va asentando una cierta .separación entre lo público y lo priva­
do — que, por ejemplo, establece la inalienabilidad del patrimonio
real— como consecuencia de la propia idea absolutista de la supe­
rioridad del Derecho público sobre el privado, aunque entonces,
precisamente como reflejo de tal superioridad, los actos públicos
del príncipe quedan exentos de las leyes y de la justicia. Salvo en
Inglaterra, donde todos los actos del rey continuaron sometidos al
co m m o n la w y a los tribunales, en el resto de Europa aquella separa­
ción, una vez aceptado en el siglo X IX el principio de que también la
administración debe estar sujeta al control judicial, terminará dan­
do lugar sin embargo al nacimiento de una jurisdicción administra­
tiva independiente de la ordinaria, civil y penal (Caenegem, pp. 2-3
y 3 6 -3 9 , que además se-ñala cómo la separación tuvo también el
efecto de mantener una cierta independencia y garantía para el D e­
recho privado, como esfera inmune a la omnipotencia del Estado).

d) La cultura: la Iglesia y el Derecho canónico

En el plano cultural, como nada hay garantizado para siempre en la


historia, tras las invasiones germánicas la Europa occidental prácti­
camente volvió al estadio mítico y mágico-religioso anterior al surgi­
miento de la filosofía en Grecia. Mientras la cultura dominante privi­
legia la creencia en la acción terrena de demonios, espíritus y brujas,
en las virtudes de las ordalías o juicios de Dios como medio de prue­
ba o en la atribución de sequías y calamidades al castigo divino4, las

4. Frente a la imagen tópica de la Edad Media transmitida por el cine, se ha lla­


mado la atención sobre el anacronismo de adelantar las epidemias de peste en Europa
antes de bien andado el siglo X IV y de las cazas de brujas antes de casi terminado el
siglo X V ; así, la persecución de brujas habría sido más propia del Renacimiento y de
élites políticas de los primeros siglos del medievo apenas desarrollan
más artes que las relacionadas con la guerra y la caza: ha de recordar­
se que Carlomagno, ya a principios del siglo IX , no sabía leer, si bien
parece que apreció la importancia de la escritura y alentó su uso du­
rante su reinado. El saber quedó reservado en el Occidente europeo
a los conventos y monasterios que, aunque más ocupados en asuntos
religiosos y teológicos— no siempre ajenos a patrañas como las ci­
tadas— , también mantuvieron viva la llama de una parte del saber
greco-romanor-En-esa trasmisión prestaron una labor fundamental
los llamados Padres de la Iglesia, La patrística, cuya elaboración teoló­
gica — que se inicia en el siglo I y se extiende hasta el siglo vil— sirvió
para desarrollar y mantener el concepto estoico de Derecho y la do­
ble tríada entre, por un lado, ley eterna, natural y temporal, asentada
por Agustín de Hipona (354-430) y, por otro, Derecho civil, Derecho
de gentes y Derecho natural, recogida por Isidoro de Sevilla (560-
636), categorías todas ellas, como se verá más adelante, integradas en
la síntesis de Tomás de Aquino (1225-1274).
La Iglesia, junto a la soterrada influencia del Derecho romano
vulgar y a la recuperación de la idea imperial, fue el tercer factor im­
portante de continuidad entre el mundo clásico y el medieval, prime­
ro por la mencionada labor de mantenimiento y transmisión cultu­
ral, pero también en un plano distinto, político-jurídico, debido a la
ideología según la cual el papa, como cabeza de la Iglesia con su sede
en Rorna, se consideró -llamado a mantener una cierta continuidad
con el Imperio romano occidental desde los primeros momentos. El
papado fue, en efecto, un elemento de unificación en la tendencia a
la dispersión de la Alta Edad Media europea en cuanto mantuvo con
éxito la hegemonía religiosa, llegando incluso en ocasiones a preten­
der no sólo la espada espiritual sino también la temporal, esto es, la
preeminencia en el ámbito político.
La cuestión de la relación entre el poder eclesiástico y el civil fue
objeto constante de discusiones teológicas y políticas a partir de la

la Edad M oderna que del medievo, hasta el punto de que la persecución religiosa de
las brujas — que se relaciona con el empeoramiento en la situación de las mujeres en
la misma época— habría comenzado oficialmente en 1 484, sólo seis años antes de la
fecha de partida más consagrada de la Edad M oderna, mientras que su persecución
civil no terminaría en Francia hasta después de 1660 (Guarracino, pp. 1 6 0 -1 6 4 ). No
obstante, ha de tenerse en cuenta que la creencia en diversas formas de brujería es
un rasgo de las culturas antiguas y también del temprano cristianismo medieval, que
desde Carlomagno al menos la castigó con la pena de muerte («Occultism. W itchcraft
in Histórica! Cultures. Western Christendom», E ncyclopaedia Britannica CD 9 5 ); por
lo demás, la fecha de uno de los procesos de brujería más famosos, el de Salem, Mas-
sachusetts, 1 692, es todavía posterior a la citada por Guarracino.
salomónica doctrina inicial de las dos espadas, que ya en el siglo V
formuló el papa Gelasio bajo el criterio de que «hay dos poderes por
los que este mundo se gobierna: la autoridad sagrada del sacerdocio
y la autoridad de los reyes». De esta manera la respu blica christiana
sería una sociedad con dos partes, cada una de las cuales diferente y
autónoma en su esfera, aunque llamadas ambas a cooperar entre sí.
En oposición teocrática a esa doctrina, una importante línea de teólo­
gos seguidores de Agustín de Hipona — línea por ello conocida como
agustinismo político— , que sería la sustentada oficialmente por el
papado y la Iglesia, mantendría durante los siglos siguientes que las
dos espadas habían sido entregadas por Dios a la Iglesia mediante el
otorgamiento al papa de la p len itu do potestatis o plenitud del poder,
quien habría delegado en el poder civil una de las espadas para su.
uso conforme a la doctrina eclesiástica. Frente a esta posición, en
cambio, en el lado imperial y monárquico se defendió la tradicional
doctrina de las dos espadas, y la consiguiente autonomía del poder
civil ante el eclesiástico, hasta que, ya en el siglo xrv, Marsilio de
Padua invirtió los términos de la cuestión y, frente a la tendencia
teocrática de la Iglesia y los papistas, sostuvo la reducción de todo
poder político al civil y el sometimiento a éste del papado.
Entre los siglos X y xii sobre todo, Ja_pretensión eclesiástica de
supervisar los asuntos políticos, junto con la opuesta propensión a la
intervención de los reyes en los asuntos eclesiásticos, dio lugar a
constantes y agudos conflictos entre el poder eclesiástico y el civil,
como el de las investiduras, en la que el papado logró acabar con la
potestad de los príncipes cristianos de nombrar e investir a los obis­
pos5. Visto en períodos muy largos, y sin duda del todo al margen de
las intenciones de sus protagonistas, estas luchas entre el poder ecle­
siástico y el civil, presentadas a veces como contraste entre lo espiri­
tual y lo temporal — lo que da mala cuenta tanto de lo que de terre­

5. Este conflicto, en efecto, se resolvió en favor de la Iglesia tras la Reform a de


Gregorio V II (papa entre entre 1073 y 108 5 ), por la que se" estableció el nombramien­
to papal de los obispos, la prohibición del matrimonio de los sacerdotes, el celibato o
la condena de la simonía o cobro por los servicios religiosos. El resultado de tal
reform a ha sido interpretado como una primera form a de separación entre Iglesia y
Estado (Caenegem, An H istórica! lntroduction, pp. 6 8 -7 1 ), si bien, teniendo en
cuenta que en el Dictatus Papae de 1075 el pontífice romano se atribuía a sí mismo el
poder de deponer a los reyes y de liberar a los súbditos del deber de obediencia, el
modelo resultante a corto plazo fue más bien teocrático (Hespanha, p. 94). A largo
plazo, sin embargo, como se dice a continuación en el texto, es aceptable la tesis de
que la reivindicación de la autonomía espiritual frente al poder temporal, especial­
mente tras la Reform a protestante, pudo ir sentando las bases del liberalismo moder­
no y de su defensa del respeto a la conciencia individual.
nal tenían las pretensiones de la Iglesia como de lo que de idealista
pudiera haber en los afanes políticos de la época— , bien pudieron
servir para afianzar una nueva cultura: una cultura cuya creencia en la
posibilidad de autonomía frente al poder político, más adelante, tras
la ruptura de la unidad religiosa causada por la Reforma protestante
y la dura experiencia de las guerras religiosas, terminaría por dar
lugar a la doctrina moderna de la libertad individual (Sabine, p. 152).
Por su parte, volviendo a la Edad Media, la importancia política
del papado tuvo también su manifestación jurídica en la relevancia del
Derecho canónico, que se fue desarrollando mediante costumbres y
reglas de la Iglesia hasta terminar por ser recopilado sistemáticamente
hacia el 1140 en el D ecreto de Graciano4. Esta recopilación, a partir
del siglo xvi llamada también Corpus Iuris C anonici, llevaba como
título original el de C oncordia discordantium canonum , pues inten­
taba concordar los cerca de 4.0 0 0 cánones y textos que, tras cerca de
mil años de legislación y enseñanza eclesiásticas, sufrían discordancias
entre sí. El D ecreto de Graciano, — que en lo sustancial, aun con adi­
ciones sucesivas, fue el sistema normativo de la Iglesia católica hasta
la aprobación del primer C odex Iuris Canonici en 1917— llegaría a
adquirir una importancia fundamental en el proceso de cohesión jurí­
dica que se produciría ya avanzada la Edad Media con el fenómeno de
la recepción del ius com m u n e, sobre lo que se habla a continuación.

1.2. Mos italicus y recepción del ius commune en la Baja E dad M edia

En los anteriores procesos, que se refieren sobre todo a la Alta Edad


Media, se produce un punto de inflexión a partir del siglo X I, cuando
se abre el período de la llamada Baja Edad Media, que se puede dar
por sobradamente concluido en el siglo XVI7. Ese período, en el que
se prepara el paso al mundo moderno, puede caracterizarse resumi­
damente mediante tres rasgos, sin duda interrelacionados: a) el desa-

6. Graciano fue un monje benedictino deí que no se sabe a ciencia cierta cuándo
ni dónde nació y murió (aunque antes de 1159) y poco más sobre su vida salvó que
desarrolló su tarea en la primera mitad del siglo X i i , que enseñó en un monasterio d e
Bolonia y que sufrió la influencia jurídica de los glosadores boloñeses y la teológica de
la escolástica francesa.
7. Subsumo en esta periodización a la época del Renacimiento, que abarca parte
del siglo X IV y los siglos X V y X V I , por tratarse de un fenómeno más restringido, tanto
geográficamente, al localizarse principalmente en Italia, como temáticamente, al refe­
rirse sobre todo ai campo de la cultura, especialmente al arte y a la filosofía. Por ello,
el fenómeno del humanismo, muy asociado a la época renacentista y también'relacio­
nado con la evolución de los estudios jurídicos, será estudiado dentro de este capítulo
(sobre tal época, es clásico el libro de Burckhardt)'.
rrollo de las ciudades medievales o «burgos», asociadas a una nueva
clase social, la burguesía, situada entre la nobleza y el campesinado
y con una pujante actividad económica de producción artesanal y
de comercio; b) el creciente proceso de afianzamiento de los reinos
medievales en los países europeos más importantes, que tienden a
adquirir gran dimensión territorial y, a la vez, pugnan por la cen­
tralización del poder político en la Corona, con la correspondiente
lucha por la supremacía legislativa del rey frente a la pervivencia de
la costumbre y a la influencia de los parlamentos, representativos
de la nobleza, el clero y la alta burguesía de las ciudades, y c) en fin,
en el plano más estrictamente jurídico, el desarrollo y recepción del
ius com m u n e o Derecho común, de contenido romano-canónico,
como Derecho positivo y principal elemento del lento y complejo
proceso de unificación de la variedad de ordenamientos jurídicos
locales8, proceso que, con mayor o menor fuerza o retraso, termina
siendo un fenómeno general en la mayoría de los países europeos
desde el siglo XIII, de Italia a Escocia o Portugal, o a Francia, Alema­
nia y, por supuesto, España.

a) El ius co m m u n e

El ius commvine tuvo dos componentes: el Derecho romano justinia-


neo, relativo a los asuntos «temporales», y el Derecho canónica, for­
mado por las doctrinas de los Padres de la Iglesia y las normas apro­
badas por los concilios y los papas romanos, que, aun con menor peso
que el primero, se consideró como Derecho común para los asuntos
«espirituales» propios del ámbito eclesiástico. Se debe recordar que el
proceso de hegemonía y de unificación conseguido por el ius com m u ­
ne estuvo lejos de ser completo, pues no sólo coexistió siempre, en
mayor o menor influencia recíproca, con cada Derecho local, o ius
proprium — formado tanto por los distintos Derechos consuetudina­
rios tradicionales, generalmente de carácter municipal, como por el
Derecho real, que los distintos reyes irían sancionando cada vez más
frecuentemente, por sí solos o con el Parlamento o Cortes correspon­
dientes— , sino que este último terminaría siendo de aplicación prefe­

8. Así, en España, siguieron coexistiendo hasta el siglo X I X tres tipos de sistemas


normativos: los derechos tradicionales, de carácter consuetudinario y local, el Derecho
real, emanado usualmente del rey y las Cortes de los distintos reinos, y el Derecho común,
que, con distintas vicisitudes e intermediaciones, fue usualmente tenido por Derecho
supletorio y, en algunos casos, aplicado por los juristas con preferencia a otros (Tomás
y Valiente, pp. 1 .1 2 7 ss.).
rente, quedando el ius com m u n e como supletorio, según el criterio
jurídico lex sp ecialis d erogat generali.
El fenómeno de la recepción del ius-com m u n e fue producto del
éxito de las universidades y de la influencia de los juristas dentro y
fuera de ellas: en efecto, la unidad de ese Derecho común procede
del intercambio intelectual producido por el estudio de los juristas
europeos en las mismas universidades, con los mismos textos y méto­
dos y en la misma lengua, el latín, hasta incorporar en él las interpre­
taciones-de los-juristas, «la doctrina de los doctores». Pero el éxito
no habría podido ser completo si esos mismos juristas no hubieran
estado al servicio de los príncipes medievales, contribuyendo a poner
en práctica, mediante sentencias y leyes, ese Derecho de juristas que,
a su vez, pasaba a ser estudiado en las universidades (Tomás y Valiente,
p. 1 .1 1 5 ; Piano M ortari, pp. 244-2,45; Hespanha, p. 70 y Ullmann,
p. 281).
Por lo demás, conviene tener presentes las tres fases que, según
resume Hespanha, caracterizan la evolución de las fuentes del D ere­
cho en el tránsito del medievo a la modernidad: la primera, que
corresponde a los siglos XII y XIII, se caracteriza por el predominio del
ius com m u n e, que es de aplicación preferente sobre otras normas; en
la segunda, entre los siglos xrv y xvi, se afirman los iura p rop ria de
los distintos reinos, ya en formación como Estados modernos, aun­
que la validez de aquéllos es todavía concurrente con el ius c o m m u ­
n e ; en fin, la tercera fase, a partir del siglo X V II, es la de la indepen­
dencia completa de los iura p rop ria, que relegan al ius co m m u n e a
derecho subsidiario (p. 140, nota).

b) El «Renacimiento medieval» y los glosadores

El comienzo de los estudios jurídicos medievales se produce en lo que


se ha llamado «Renacimiento medieval» del siglo X II, al que se ha con­
siderado el más jurídico de todos los siglos5, alrededor del cual comien­
zan a nacer las universidades en Europa10. Se trata de un fenómeno

9. «De todos los siglos, el X I I es el más jurídico. En ninguna otra época, desde
los clásicos días del Derecho romano, se ha dedicado a la jurisprudencia tanta parte del
total del esfuerzo intelectual» (Pollock y M aitland, p. 111). Una extensión de esta
idea es la caracterización de Paolo Grossi de la época medieval como esencialmente
jurídica (p. 3 5 ), que, en mi opinión, deja en la sombra el predom inio de lo religioso.
10. Las universidades medievales — que, en efecto, nacen entre finales del siglo
X I , como la de Bolonia, y el X I I , como Oxford o París (la prim era española, en Palencia,
se crea en 1 2 0 8 , pasando a Salamanca en 1 239)— tienen su antecedente inm ediato en
las escuelas episcopales o catedralicias, donde desde el siglo I X habían empezado a
preparado ya desde el siglo IX, cuando se inicia el estudio filosófico y
humanístico en las escuelas episcopales o catedralicias, época que co­
mienza a romper con el enclaustramiento del saber en los conventos y
que se halla dominada por la utilización de los métodos de la especu­
lación dialéctica — alrededor de la división de la materia en géneros
y especies y de las controversias con especial apoyo en el argumento
de autoridad— y del razonamiento silogístico — esto es, la deduc­
ción lógica a partir de principios tenidos por evidentes, más que de
comprobaciones empíricas sobre la realidad— , es decir, por un méto­
do de pensamiento predominantemente sistemático e intelectualista
que culminaría, ya en el siglo xili, en la obra de Tomás de Aquino11.
La causa inmediata del renacimiento de los estudios jurídicos en
el siglo XII está en el «redescubrimiento» del D igesto en Bolonia y en
la tarea filológico-jurídica allí promovida desde fines del siglo XI por
Irnerio (c a . 1055-ca. 1125), el primero de los glosadores, como se
denomina a los primitivos juristas medievales de la Escuela de Bolo­
nia1?. El modo de estudiar el Derecho por parte de los glosadores,

estudiarse materias seculares bajo la dirección de un clérigo, al que, entre otros, se


dio el título de scholasticus, de donde procede el término «escolástica». En cuanto
a la diferencia entre la form a de enseñanza en estas universidades tardomedievales y
la nuestra Burckhardt advirtió: «El trato personal, las controversias, el constante uso
del latín y, en no pocos, del griego, el frecuente cambio de maestros y la rareza de los
libros, daban a los estudios un carácter para nosotros difícil de imaginar» (p. 163).
11. En ello tiene importancia la recuperación medieval, a través de la Iglesia, de
la siete artes (disciplinas o técnicas) griegas, que en la Edad Media, probablemente con
Alcuino de York (735-804), se dividieron en dos partes: el Trivium (Gramática, Retó­
rica y Dialéctica) y el Quadrivium (Aritmética, Geometría, Música y Astronomía, las
cuatro consideradas desde Arquitas de Tarento, del siglo V a.C., estudios matemáticos:
la primera, de los números en reposo, la segunda, de las magnitudes en reposo, la ter­
cera, de los números en movimiento, y la cuarta, de las magnitudes en movimiento); las
artes del Trivium, que eran las únicas que se habían aceptado en Roma como elementos
para la educación de las personas libres, por lo que se denominaron también artes libe­
rales, fueron, ya desde Roma, las fundamentales en la educación de los juristas. Anota­
ré también, porque tiene interés para algo que se dirá más adelante en el texto, que las
tres disciplinas del Trivio se consideraron artes sermoniciales, conducentes ad eloquen-
tiam, esto es, a la elocuencia en los discursos y diálogos (que es lo que significa ser­
mones en latín), mientras que las del Cuadrivio fueron consideradas artes reales, con­
ducentes ad sapientiam, esto es, al saber de las cosas (Cannata, p. 5 0 , n. 3 6 , y p. 208,
n. 2 3 ; Losano, p. 64, n. 4 ; Viehweg, Tópica y jurisprudencia, p. 9 7 ; y M uñoz, p. 49).
En todo caso, lo característico de la enseñanza jurídica en Bolonia, de la que se
habla en el texto a continuación, es que allí comenzó un estudio especializado del
Derecho, diferente del Trivio y del Cuadrivio (Piano M ortari, p. 15).
12. Com o ha dicho Paolo Grossi, se trata de un «redescubrimiento» relativo por
dos razones: de un lado, por la pervivencia del Derecho romano vulgar y, de otro lado,
por la utilización del Derecho romano por la Iglesia; lo que se redescubrió, concluye
Grossi, fueron unos textos considerados'entonces auténticos (pp. 162-163).
situables entre los siglos X II-X III, fue pronto secundado por los cano­
nistas (o décretistas), que desarrollaron una labor similar en relación
con el D ecreto de Graciano. Y aun con algunos cambios, ese método
llegó a pervivir otros dos siglos, a partir de comienzos del siglo XIV
y hasta el X V , en la escuela sucesiva de los llamados comentaristas
o postglosadores: entre los más importantes de los glosadores figu­
ran, además de Irnerio (ca. 1055-ca. 1130), Odofredo o Godofredo
(f 1256), Azzone (ca. 1150-1230) y Accursio (ca. 1180-ca. 1260),
autor de la G lossa M agna, que recoge una selección de las glosas
anteriores y con la que se da por cerrado ese primer período; y, entre
los postglosadores, Ciño da Pistoia (1270-1336), el influyente Barto­
lo da Sassoferrato (1 3 1 4 -1 3 5 7 )13 y Baldo degli Ubaldi (1327-1400).
Todos ellos componen lo que tradicionalmente se denomina m os ita-
licus, o modo italiano de estudiar el Derecho.
El citado redescubrimiento del D igesto — junto con otros' fac­
tores sociales y económicos, como el desarrollo de la vida urbana
o la expansión del comercio, sumados a la preexistencia en Italia
de una cierta tradición de escuelas jurídicas— señala el comienzo
de. un tratamiento de los textos recopilados por Justiniano como
textos dogmáticos, casi sagrados. El texto justinianeo, en efecto, se
considera por la escuela de Bolonia de modo similar a como los, es­
colásticos medievales consideran a la Biblia y, en el plano de la filo­
sofía, a Aristóteles — a quien se citaba con la expresión ipse dixit, «el
mismo dijo» o sin más como el Filósofo— , esto es, bajo el dominio
del principio de autoridad. De ahí la pretensión de los glosadores de
que la interpretatio es mera exégesis que descubre el verdadero signi­
ficado del texto (lo que, sin embargo, dado su mayor interés práctico
que filológico, no siempre cumplieron, y a veces conscientemente).
"Wieacker ha sostenido que hay en ello la misma visión de la relación
entre razón y fe que en el tomismo, como fenómenos compatibles
y concurrentes: el Derecho romano pasa a ser ratio scripta, al igual
que la Biblia, el verbum D ei o palabra de Dios, es ratio divina porque
,el dogma es racional y puede ser entendido racionalmente. Entre
la actitud jurídica medieval y la teológica, además, no hay tan sólo
un mero paralelismo, sino que se da una verdadera convergencia
mediante la conversión del Derecho romano en un Derecho natural

13. Tan influyente que en Europa hasta el siglo xvm se estudiaba Derecho con
sus escritos, habiéndose acuñado el dicho nem o turista nisi bartolista (nadie_es jurista
si no es bartolista) (Hespanha, p. 110). Y, por cierto, que a causa del trasiego físico de
sus textos por los estudiantes en España ha quedado la expresión «llevar los bártulos»,
que mantiene la esdrújula de la pronunciación italiana de «Bartolo».
escrito y la utilización de similares métodos en su estudio. En la
Edad Media el Derecho romano llegó a adquirir «fuerza, autoridad
y tradición de D erecho natural» y para su estudio — al igual que para
el Derecho canónico, la otra parte del ius com m u n e— los juristas
medievales siguieron similares métodos de pensamiento que los teó­
logos: actitud dogmática, principio de autoridad y sistematización
bajo la inspiración de la retórica y la dialéctica (Wieacker, pp. 37
y 37-43).
Con todo, según Wieacker y otros historiadores de prestigio
como Piano Mortari, el tipo de estudio de los glosadores no se li­
mitó a la escueta glosa exegética ni a seguir el modo de pensar y de
exponer escolástico14, sino que se acompañó de exposiciones amplias
del sentido racional general de los textos basadas en ¡conexiones si­
logísticas mediante las que se escribían textos como las Sum m ae, por
más que en un principio, al igual que en los juristas romanos, no se
tratara de exposiciones de todo el Derecho (Wieacker, pp. 43 y 47);
o, dicho de otro modo, las glosas podían ser muy simples, indicando
el sinónimo de una palabra, o más complejas, remitiendo a textos
paralelos y aportando amplias interpretaciones (Schiavone, p. 292).
Un ejemplo indicativo lo proporciona el siguiente texto, que compila
varias glosas de Irnerio en un «exordio» o introducción a las Institu-
tiones de Justiniano:

Puesto que la intención general es conseguir las cosas buenas no sólo


mediante el miedo de las penas sino también por el estímulo de los
premios, [Justiniano] trata primero de la justicia, sin la que nadie
puede ser bueno. Y debes observar que en la definición de justicia él
pone la definición de su género, esto es, de la virtud. Pues cuando dice
«constante» se entiende del intelecto [mentís'] bien constituido, no en­
tendiéndose la constancia más que en su significado bueno; y cuando
también dice «perpetua» se entiende hábito, pues el hábito es la vo­
luntad difícilmente alterable y permanente en vida; como s¡ dijera: la

14. Dice W ieacker que «son corrientes en los glosadores del siglo X II y comienzos
del casi todos los usuales silogismos y figuras aristotélicas: así, la causa próxim a y
X II I
rem ota, form alis y casualis, propria e impropria, genus y species, divisio y subdivisión
(p. 4 2 ). Piano M ortari, por su parte, afirma que «[l]a superación del puro y simple
estudio analítico y fragmentario llevada a cabo por los glosadores para alcanzar el do­
minio total de las materias jurídicas, su visión sintética, orgánica, unitaria, son puestos
de relieve de manera particularmente clara en la idea que los glosadores tuvieron del
orden jurídico com o conjunto de unidad y armonía», insistiendo en que «[u]n espíritu
sintético era el alma de la exégesis analítica de los glosadores», que buscaron las rela­
ciones sistemáticas y la unidad entre el conjunto de los textos mediante la deducción
con un «valor creativo» tal que «la ciencia de los glosadores constituye los inicios de la
ciencia jurídica occidental» (pp. 29 y 1S-21).
justicia es el hábito del intelecto bien constituido de dar su derecho a
cada cual. Unicamente eso es la definición de la justicia propiamente
dicha. De cuya especie el género es la virtud, pues la virtud tiene
cuatro especies principales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza,
que, aunque diversas, son especies del mismo género. Y sin embargo
tienen un orden cierto, pues la una sin la otra y la otra no es virtud, lo
que no se encuentra en otras especies. De manera similar, en la defini­
ción de jurisprudencia [prudentie iuris] pone la definición general y la
especial, como si dijera que el hombre es sustancia animada sensible,
racional y mortal. Por eso también trata de la justicia inmediatamente
"antes qué'deTDerecho, porque sin ella no podemos practicar la ciencia
del Derecho [iuris scientiam exercere]. Verdaderamente en esta defini­
ción también se incluye la definición de Derecho, esto es, el arte de lo
bueno y de lo justo. Lo bueno y lo justo no se puede desarrollar más
que con la ciencia de lo justo y de lo injusto (Exordium Institutionum
secundum Irnerium, en Kantorowicz y Buckland, p. 2 4 0 ; téngase en
cuenta que este manuscrito no es estrictam ente original de Irnerio,
sino que, según Kantorowicz, está «torpemente compuesto por algún
jurista o copista desconocido» sobre glosas de Irnerio: p. 37).

A lo anterior se debe añadir, como ha destacado Cannata, que el


modo de trabajo de los glosadores no es casuístico, de búsqueda in­
ductiva de soluciones justas a partir de casos concretos, sino que con
ellos aparece ya un tipo de pensamiento dogmático de solución de­
ductiva a partir de los textos jurídicos romanos y canónicos que refle­
jaría la misma reverencia hacia el texto de la ley que cultivarán los
juristas positivistas de .los siglos X IX y X X , que, en este punto, no
habrían hecho más que continuar la estela abierta por los primeros
civilistas y canonistas medievales (p. 146).

c) De los glosadores a los «postglosadores»

L a interpretación del ius proprium y la extensión de la interpretado

La ten d en cia sistem atizadora iniciada p o r lo s g losad ores se con firm a


y desarrolla con los postglosadores-o comentaristas. Hay cierta polé­
mica entre los historiadores sobre la relación entre unos y otros. El
término «postglosadores» ha sido impugnado porque, si bien estos
juristas mantuvieron como rasgo común la veneración hacia el Dere­
cho romano como razón escrita, se ha destacado que no fueron me­
ros epígonos de los glosadores al menos por dos razones: de una
parte, porque ex ten d iero n la interpretación jurídica qu e los glosado­
res habían dirigido sólo al ius com m u n e también al ius prop riu m ,
abarcando así todo el conjunto de las fuentes jurídicas vigentes, so­
metidas a reglas de interpretación similares; y, de otra — y ésta sería
una razón de mucha mayor sustancia para diferenciarlos de los glosa­
dores— , porque ampliaron el método de la interpretatio, incluyendo
en ella no ya sólo la labor de más o menos estricta glosa sino tam­
bién la reelaboración y ampliación del Derecho dado, esto es, no
sólo la com p reh en sio legis, sino también la extensio legis (Cannata,
pp. 1 4 7-148): o, como lo formuló yaUguccione da Pisa, un canonista
que vivió entre la segunda mitad del siglo X II y principios del x i i i ,
mientras la glosa es exposición a d litteram , según la letra de las pala­
bras, el comentario n on con sid érat sed sensum , esto es, no considera
más que su sentido (cit. por Piano M ortari, p. 44). Sin embargo,
como después se precisará, aunque quizá el término «postglosadores»
no haga justicia a la riqueza de sus aportaciones, tampoco su diferen­
ciación con.los glosadores parece que pueda extremarse tanto como
para considerar a estos últimos meros precursores de aquéllos. Así,
Accursio, el último de los glosadores, ya había recogido ideas sobre
la interpretación que eran de uso común al menos entre sus coetáneos
y que, por tanto, desmienten una ruptura tajante con los comentaristas:

interpreto, esto es, corrijo [...]. También explico la palabra en su sentido


más evidente, también atribuyo, también amplío y, en contra, corrijo,
esto es, añado [interpretar, idest corrigo [...]. Item verbum apertius
exprimo [...] ítem arrogo, ítem prorogo, sed contra corrigo id est addo]
(cit. por Grossi, p. 179).

El estilo de los comentaristas sigue siendo dialéctico o argumen­


tativo, de discusión de cuestiones en sus pros y contras, conforme a
argumentaciones de leges, ration es et au ctoritates, esto es, de los tex ­
tos romanos, Tas razones de ellos y los intérpretes anteriores. No
obstante, avanzaron sobre los glosadores en la medida en que desa­
rrollaron también el pensamiento inductivo y sistematizador15. Con­
forme a él, partiendo de casos o problemas concretos y comparando
distintas situaciones, llegaban a soluciones jurídicas de validez más
general. Además, la obediencia al argumento de autoridad en la bús­
queda de tales soluciones no fue ciega ni acrítica en los comentaristas,
que tuvieron a su disposición una vía de escape, paradójicamente, en
la autoridad misma de su primer maestro, Ciño da Pistoia, quien no
había tenido inconveniente en razonar así:

15. La form a de interpretación de los comentaristas aparece en tres tipos de


obras: los Com m entaria, obras exegéticas pero que tratan de ir, más allá de su letra, a
la ratio de los textos; los Consilia, o dictámenes dirigidos a los jueces o a los litigantes;
y el Tractatus , en el que discutían problemas jurídicos de una materia delimitada,
com o ab intestato materia o pactorum m ateria, con un cierto tratamiento sistemático
(Tomás y Valiente, pp. 1 .1 0 9 -1 .1 1 1 ).
lo han dicho los doctores de la glosa, y el mismo O d ofred o, y por
muchos que fueran, por miles que lo dijeran, se equivocarían todos.

Por su parte, un Bartolo da Sassoferrato sabría llevar a sus últimas con­


secuencias esta actitud, que utilizó con maestría para innovar el Derecho
incluso en materias de alcance político relevantes, como propugnar la
independencia de las ciudades-república italianas, cuando escribió:

N o debe causar sorpresa si yo no sigo las palabras de la G losa [de


Accursio] cuando me parecen contrarias a la verdad, o contrarias a la
razón o a la ley (cit. por Skinner, Fundamentos, I, p. 2 9).

Una actitud como ésta ha de relacionarse con el interés que la mayo­


ría de los juristas medievales tuvieron en interpretar los textos roma­
nos no tanto para analizar filológicamente su significado auténtico,
sino con la mira puesta en resolver los problemas de su tiempo, es
decir, en hacer estudios de carácter práctico y no meramente teórico.

E l inicio d e lo s estu dios d e m eto d o lo g ía ju rídica

Precisamente, en los estudios de los comentaristas — y, aunque más


incipientemente, de los glosadores— un aspecto especialmente digno
de mención desde el punto de vista de la filosofía jurídica es que con
ellos dan comienzo las reflexiones metodológicas sobre el Derecho y
su conocim iento, es decir, esa labor autocrítica, literalmente de «re­
flexión», como mirándose al espejo, sobre su propia labor de estudio­
sos, en que consiste la teoría del conocimiento jurídico, o de la ar­
gumentación jurídica, también denominada más tradicionalmente
metodología jurídica.
En los estudios de metodología jurídica se suelen diferenciar dos
tipos, y con buenas razones, conforme a sus dos diferentes objetos: de
un lado, la reflexión sobre los métodos de interpretación o las formas •
de argumentación sobre el Derecho, que se refiere a la naturaleza y
clases de la interpretación de las normas y a las formas de argumenta­
ción, dando lugar a lo que tradicionalmente se den om in aba-m etodolo­
gía d el Derecho-, y, de otro lado, la reflexión sobre la propia naturaleza
de la labor de interpretación teórica, esto es, sobre el modo de conoci­
miento del Derecho en su relación con otros conocimientos, su carác­
ter y funciones, reflexión que da lugar ala tradicionalmente denomina­
da m eto d o lo g ía d e la cien cia d e l D erech o, o, si quiere, teoría de la
ciencia jurídica. Pues bien, ambos aspectos, aunque sin diferenciarlos
expresamente entre sí, fueron tratados específicamente por estos juris­
tas medievales, que por vez primera dirigieron su mirada no sólo hacia
el Derecho sino también hacia su propia actividad intelectual (sobre lo
que sigue, véase Piano M ortari, cap. IV).
Por comenzar por las reflexiones sobre la in terpretatio iuris, ya
los glosadores habían comentado textos del D igesto o del D ecreto de
Graciano, y con criterios poco apegados a la letra de los textos: así,
ya en la G lossa M agna de Accursio se dice:

Observa que se ha de examinar más el espíritu y la causa de la ley que


sus palabras [...]. También se debe proceder de lo similar a lo similar
[esto es, por analogía] [Nota magis mentem sive causam legis inspi-
ciendam quam verba [...]. Item quod de similibus ad similia proceda-
tur] (cit. por Grossi, p. 173).

Y no mucho después de la muerte de Accursio, hacia finales del siglo


X III, el jurista francés Jacobo de Révigny ya había derivado la buena in­
terpretación neo ex verbis n ec ex m en te legislatoris, sed ex ration e (no
de las palabras ni del espíritu del legislador, sino de la razón) (cit. por
Grossi, p. 175). Más adelante, varios comentaristas italianos dedicaron
tratados específicos al tema, desarrollando más ampliamente ese tipo
de reflexiones sobre la interpretación jurídica. En ellos trataron de ela­
borar de manera completa y sistemática la teoría de la interpretación
jurídica, distinguiendo las figuras de la interpretación declarativa, res­
trictiva y extensiva, analizando los rasgos de la analogía o argum entum
c: m nili, diferenciando el efecto vinculante de las interpretaciones le­
gislativa y consuetudinaria respecto al no vinculante de la judicial y la
doctrinal, o, en fin, debatiendo sobre la relación ya considerada por los
juristas rom anos entre v erba y m ens, que refleja el contraste entre la
interpretación literal y la esencial, sobre lo que Baldo dejó definitiva­
mente claro el criterio en favor de la m en s o ratio legis:

la ciencia [de las leyes] consiste en la médula de la razón y no en la


corteza de lo escrito [scientia [legum] consistit in medulla rationis, et
non in cortice scripturarum] (cit. por Piano M ortari, p. 2 0 6 ).

Como síntesis de esta reflexión metodológica, un comentarista a ca­


ballo de los siglos xv y xvi, Andrea Gammaro ( f 1528), podía presen­
tar la siguiente imagen de la interpretación teórica de las leyes, basa­
da en la concepción medieval de la dialéctica:

Y puesto que es imposible abarcar todos los casos por la ley escrita,
aparece la interpretación de la ley, que deduciendo de sus principios,
como otras ciencias, los argumentos y razones de las leyes escritas, gene­
ra un hábito científico que abre muchas conclusiones [Et quoniam per
legem scriptam impossibile est omnes casus comprehendere, subintrat
legis in teip re ta tio , q u ae d ed u c en d o arg u m en ta e t ra tio n es a legibu s
scriptis sicu t a lia e sc ie n tia e a suis p rin cipiis, g en er a t h a b itu m scien tifi-
cu m a p e r ie n d o m u ltas c o n c lu s io n e s ] (cit. por Piano M ortari, p. 209).

La anterior apreciación invita a pasar a comentar la concepción


sobre la naturaleza de la ciencia jurídica, la scientia iuris, de Bartolo
y sus seguidores. Aunque el término scientia en la filosofía escolástica
aludía al conocimiento d e lo eterno y necesario, también se aplicó al
Derecho en atención al carácter eterno de su objeto, la justicia, sin
duda siguiendo la definición de la iuris prudentia de Ulpiano como
ius ti atque m iusti scien tia, ciencia de lo justo y de lo injusto. Ahora
bien, los estudios jurídicos procedían y seguían a la parte del saber
que en la cultura clásica y medieval se había considerado práctico o
no especulativo, el Trivium, esto es, la Gramática, la Retórica y la
Dialéctica (o Lógica), por lo que ya Isidoro de Sevilla, en el siglo VII,
había calificado a la segunda como scientia iuris peritorum , ciencia
de los jurisperitos (cit. por Viehweg, T ópica y jurisprudencia, p. 97;
véase también supra, p. 86, nota 11). Y esa doble faz, ser conocimien­
to de algo eterno, merecedor de ser conocido por sí mismo, pero
también ser conocimiento con fines prácticos, es lo que caracteriza a
la jurisprudencia según los comentaristas (sobre ello, y para las citas
que siguen, véase Piano Mortari, pp. 161-162). Así, Paolo di Castro
(t 1441) dirá de ella que

esta ciencia es verdadera y no simulada filosofía y más noble que to ­


das las demás puesto que tiende a hacer buenos a los hombres» [h a ec
sc ie n tia e s t v era p h ilo s o p h ia e t n o n sim u lata , e t n o b ilio r o m n i a lia
p o s tq u a m ten d it a d fa c ie n d o s h o m in e s bonos]-,

o Giovanni da Imola:

[...] esta ciencia del derecho no es simplemente práctica, sino en par­


te práctica y en parte especulativa- [h a ec sc ie n tia iuris [...] n o n est [...]
s im p lic ite r p ra c tic a , s e d p a r tim p r a c tic a p a r tim sp e cu la tiv a ].

Sólo el prestigioso Baldo degli Ubaldi, aunque sigue hablando de


scientia, parece poner todo el peso en su vertiente práctica:

el saber en nuestra ciencia no es para saber [sino] para hacer lo bueno


y lo equitativo» [scire [...] in n ostra scien tia n o n est p r o p te r scire [...]
est [...] p r o p t e r o p era ri b o n u m e t a eq u u m ].

Pues bien, el carácter práctico del conocimiento de los juristas, que


en el medievo incluso avalaba su n obilitas, ha permanecido como
algo difícilmente discutible hasta la actualidad, por más que todavía
hoy puede seguir siendo objeto de debate si ese carácter práctico
va acompañado de un inescindible conocimiento teórico que, en el
lenguaje actual, justifica su caracterización como ciencia o si, corno-
sugirió Baldo, es el elemento esencial o dominante, hasta el punto
de que la dogmática jurídica debería considerarse más bien una téc­
nica o una tecnología, si bien, al igual que la medicina clínica, no
exenta de ese toque de sabiduría práctica que seguimos llamando
arte.

d) Las discrepancias contemporáneas sobre la naturaleza


de la ciencia jurídica medieval

Sobre la naturaleza de la ciencia jurídica medieval hay algunas dis- •


crepancias entre autores, contemporáneos. Mientras, como hemos
visto, historiadores del Derecho como Wieacker — así como Piano
M ortari o, más recientemente, Cannata o Hespanha— consideran
que tanto los glosadores como, en mayoi; medida, los comentaris­
tas o postglosadores iniciaron un método de estudio del Derecho
que usa y alienta significativamente el pensamiento sistemático, en
cambio, Viehweg, civilista y no historiador, ha interpretado que los
juristas del m os italicus ejercitaron un pensamiento similar al de los
jurisprudentes romanos, problemático y eminentemente casuístico y
no sistemático, ligado a un modo de entender el Derecho desde los
problemas concretos y a partir de un método tópico, esto es, de bús­
queda inductiva de criterios o lugares comunes opinables para hallar
una solución justa en el caso concreto, y no como ejercicio deductivo
a partir de un criterio dado previamente en un sistema axiomatizado
(Viehweg, T ópica y jurisprudencia, cap. V; véase también su T ópica
y filosofía).
¿Qué se debe concluir sobre estas dos posiciones, aparentemen­
te tan separadas? Como suele ocurrir en estos casos, en la realidad
interpretada, en este caso en el m os italicus, parece haber elementos -
que avalan parcialmente ambas tesis, aunque a fin de cuentas creo
que la razón está del lado de los historiadores. Pero, además, como
también suele ocurrir en muchas discrepancias teóricas, buena parte
de ésta procede de malentendidos en el planteamiento analítico de
los conceptos utilizados, lo que en este caso creo que afecta especial­
mente a Viehweg. Veámoslo por partes, primeramente la historiográ-
fica y después la conceptual, porque la cuestión está lejos de ser úni­
camente «meramente» histórica, hasta afectar a temas y problemas de
permanente relevancia y, por tanto, de actualidad.
L a fa c e ta historiogrdfica: análisis y síntesis sistem ática

En lo que se refiere a la faceta historiográfica, por un lado, parece


cierto que el modo de trabajo habitual de los glosadores fue en su
base más analítico que sistemático. Su denominación proviene de las
glosas o aclaraciones con las que acotaban los pasajes de los textos
justinianeos, especialmente del D igesto, de modo que su tarea ahí fue
eminentemente de análisis exegético de las reglas casuísticas, y no
bien sistematizadas, del Derecho romano transmitido por Justiniano.
Esto se manifiesta en varias obras típicas de los glosadores, como los
vocabularios jurídicos y, especialmente, en los comentarios [com m en -
ta] y lecciones [lecturae], donde glosaban el D igesto según su orden
textual, apenas sistemático. Como reconoce Piano M ortari, sería ana­
crónico atribuir a los glosadores la elaboración de sistemas deducti­
vos externos al material jurídico como los del iusnaturalismo, pues
aceptaron los textos tal y como eran, aun tratando de conciliarios
lógicamente entre sí «en el curso de una investigación eminentemente
analítica» (Piano M ortari, pp. 126 y 2 2 5 -2 2 7 ).
Pero, por otro lado, tanto los glosadores com o, en mayor medi­
da, los comentaristas, también iniciaron una amplia labor de síntesis
y de sistem atización, acom etiendo la discusión de problem as ju ­
rídicos en los que, según el modelo dialéctico de la escolástica, con
la discusión de argumentos de autoridad en pro y en contra de una
opinión proponían soluciones que presentaban como conformes a los
textos y, por tanto, como justas. Los dos tipos de obras relevantes
para observar este tipo de elaboración doctrinal más sintética y siste­
mática son las S u m m ae, o resúmenes generales con fines didácticos
de una obra del C orpus iuris civilis o de una parte de ella, y las
Q u aestion es d ispu tatae, que planteaban un problema, lo analizaban
en sus pros y sus contras y lo resolvían con una solución doctrinal..
Para ilustrar el modo de trabajar de estos juristas medievales, mucho
más sistemático de lo que podría pensarse, puede ser útil traer a
colación dos de sus modelos tradicionales de estudio de los proble­
mas jurídicos: las introducciones a las S u m m ae y las ocho operacio­
nes usuales de la exégesis. En primer lugar, los glosadores solían
introducir las S um m ae con un tratamiento sistemático de las siguien­
tes seis partes:

materia, modus tractandi, intejitio, utilitas, cui partí philosophiae sup-


ponatur, causa operis [objeto, modo de tratarlo, intención, utilidad,
qué parte de la filosofía presupone y origen de la obra] (Accesus Iñsti-
tutionum , de autor anónimo; cit. por Kantorowicz y Buckland, p. 37;
para la explicación que sigue, pp. 3 7 -3 8 );
en ellas conectaban el tema tratado con las divisiones del D erecho,
disentían las reglas de interpretación utilizables, comentaban la in­
tención del autor del texto y su utilidad o finalidad, lo relacionaban
con la filosofía, particularm ente con la ética, y, en fin, aludían al
origen del texto y a su autor en términos históricos. En segundo
lugar, la exégesis medieval de los textos jurídicos seguía un orden
sistemático que, algo más adelante, en 1 5 4 1 , el tardío comentarista
Gribaldi M o fa form uló en un dístico m nem otécnico con ocho ope­
raciones en el que aparecen muy equilibradas las labores de análisis,
(puntos 1, 2 , 4 y 5) y las de síntesis y sistematización (puntos 3, 6,
7 y 8):

Praemitto, sánelo, summo, casumque figuro,


Perlego, do causas, connoto, obiicio
[es decir, (1) encuadramiento preliminar del problema, (2) división
de las cuestiones contenidas en el texto, (3) recapitulación sintética
bajo la referencia a autoridades y decisiones, (4) ejem plificación de
supuestos tomados del texto o imaginados, (5) nueva lectura e inter­
pretación del texto, (6) fundamentación de la interpretación median­
te la enumeración de las causas aristotélicas, (7) generalización de los
principios y analogías derivados del texto, y, en fin, (8) discusión de
objeciones]16.

16. W ieacker aiirm ó que por este cam ino los glosadores «han establecido el
método que hasta hoy pasa por el propio de la especialidad jurídica» (p. 48 ). Y, a pesar
de la aparente lejanía entre el anterior modo de estudiar el Derecho y el actual,
seguramente puede verse una continuidad entre ambos en la medida en que, salvadas
las distancias y su inserción en marcos diferentes y más elaborados, parecen seguirse
practicando aún hoy formas similares de argumentación en la exposición de cada
institución, com o el depósito, la prenda, la sucesión intestada, etc.
Antonio M anuel Hespanha es de esta opinión muy decididamente, hasta un
punto que no estoy nada seguro de suscribirla si se tienen en cuenta, por un lado, las
importantes innovaciones introducidas por la dogmática de los siglos X I X y X X , tanto
en el campo privatístico como en las áreas penal, administrativa, procesal o tributaria,
y, por otro lado, la más reciente y creciente influencia de métodos com o el análisis
económ ico, sobre todo en el ámbito del Derecho privado. Este historiador del D ere­
cho ha afirmado que los procedim ientos de los comentaristas «constituyen todavía
hoy un com ponente importante del material del discurso jurídico», hasta el punto de
qiie esos juristas «culminan una obra de construcción dogmática que permanece en
pie, sin grandes alteraciones, hasta nuestra época. Todavía hoy, a pesar del creciente
m ovimiento de reacción contra la dogmática “escolástico-pandectística”, se puede
decir que es utilizada por la aplastante mayoría de los civilistas e incluso de los
cultivadores de otras ramas del Derecho»; y añade Hespanha en nota: «Los juristas de
hoy todavía utilizan (mecánicamente, sin embargo, y a veces sin la conciencia de su
historicidad) el aparato lógico y conceptual forjado por los comentaristas. Los argu­
mentos, los conceptos y los principios generales (dogmas), la manera de recabarlos,
presentan en realidad un carácter de impresionante continuidad» (p. 140 y nota).
¿Cabe diferenciar esencialmente entre glosadores y comentaris­
tas? W ieacker llamó a los glosadores- «los padres de la literatura ju­
rídica europea» (pp. 4 8 -4 9 ), mientras Cannata ha afirmado de los
comentaristas que ellos «fueron los verdaderos fundadores de la juris­
prudencia continental» (p. 147). Pero, como ha insistido Piano M or­
tari, aunque los comentaristas no sean meros epígonos sino continua­
dores creativos, más bien parece que su obra no es sino un paso más
— un importante paso más, si se quiere— sobre el también importan­
te dado por los glosadores. Y, al igual que en las obras de éstos, la
mezcla de lo viejo y lo nuevo permite presentar sus métodos como
un similar momento intermedio en un largo y complejo desarrollo
histórico, entre el pensar jurídico romano y el de la dogmática deci­
monónica. Aunque desarrollando con más libertad y holgura las ten­
dencias sistematizadoras ya presentes en los glosadores, y al igual que
estos últimos, los comentaristas no fundan sino que sólo anuncian las
sistematizaciones decimonónicas: hay que insistir en que en el m o s
italicus no se llegó a proponer un sistema total para el conjunto del
Derecho civil y que las elaboraciones interpretativas de los comenta­
ristas se refieren a cada institución (el dolo, la ignorancia de hecho y
de derecho, la dote, etc.) conforme al orden del D igesto, que no tenía
más ordenación que la escasamente sistemática del edicto del pretor.
Ahora bien, más allá de la posición pacificadora que hace de
los estudiosos del m os italicus unos juristas de transición entre el
pensamiento jurídico romano y el contemporáneo, hay dos aspectos
muy relevantes en su labor interpretativa que casan mucho más con
el método sistemático ulterior que con el casuístico romano: en pri­
mer lugar, los glosadores y postglosadores adoptan una actitud jurídi­
ca más próxima a la ciencia jurídica moderna que a la romana en su
consideración del corpus jurídico romano como dogma17, y, en se-

17. Cannata, p. 146. Más aún, Hespanha ha afirmado que «[p jarajo s com enta­
ristas, como para los glosadores, el ordenamiento jurídico representaba un dato fun­
damentalmente indiscutible» (p. 112), lo que es especialmente significativo en el caso
de los comentaristas, que tuvieron presente no sólo el ius com m une sino también el
ius proprium , con propósitos prácticos de coordinación y actualización normativas».
N o obstante, no debe confundirse la actitud dogmática con la interpretación
literal, de la que, como puede deducirse de su rica y abierta reflexión metodológica,
los juristas medievales no fueron esclavos. Paolo Grossi, presentándolo como conflic­
to entre una aceptación formal de textos antiguos autorizados pero no siempre utiliza-
bles y una interpretación a veces forzada para lograr su adaptación a la época, ha
llegado a destacar sobre todo la libertad interpretativa que se habrían tomado glosado­
res y comentaristas hasta afirmar que el Derecho justinianeo fue para ellos «como un
recipiente vacío que los nuevos contenidos deforman despiadadamente» (pp. 174, 166 ss.
y 2 2 6 ). En justificación de esta tesis — que en sí misma no desmiente el carácter
gundo lugar, tuvieron una imagen del Derecho coherente y unitaria,
como «conjunto de normas concadenadas por relaciones de carácter
lógico-jurídico», de modo que atendieron a la sistemática interna del
propio Derecho sin forzar la creación de un sistema externo (Piano
Mortari, pp. 219 y 2 2 4-227). Todo ello significa que, mientras que
los juristas romanos clásicos fueron casuistas en el sentido de que re­
solvieron con técnicas no dogmáticas problemas jurídicos, actuando,
por decirlo así, a modo de legisladores de casos concretos, los juristas
medievales tomaron los textos jurídicos como reglas autorizadas y
ensambladas en un todo lógicamente único, de una forma que prepa­
ra ya el método con el que los juristas de siglos sucesivos tendieron a
considerar el Derecho, a modo de materia unitaria, coherente y com­
pleta cuyas relaciones pueden sistematizarse deductivamente, ahora
ya sí con categorías externas, en el sentido de no necesariamente
explícitas en el Derecho mismo.

L a fa c e ta con cep tu al: tóp ica y sistem a deductivo

En cuanto a la faceta conceptual de esta discrepancia doctrinal, la


contraposición entre tópica y sistemática, tal y como la plantea Vie­
hweg adolece de una básica malinterpretación de la noción de sis­
tema axiomático y de distintas ambigüedades y confusiones a pro­
pósito del papel de la lógica en la argumentación jurídica18. Pero,
sobre todo, está lastrada por el prejuicio central de que los estudios
jurídicos no deben intentar elaborar sistemas deductivos de carácter
cerrado y basados en criterios preordenados y abstractos, y de que
intentar tal cosa está llamado al fracaso. Bajo tan categórico criterio,

sistemático de la interpretación de los juristas medievales— Grossi destaca la anécdota


de que el gran Bartolo primero formulaba la solución para pedir después a su amigo
Tigrino que buscara qué texto romano podía justificarla (p. 176). Si esta anécdota
fuera representativa de un tono general, lo que no estoy en condiciones de afirmar, la
sistematización dogmática realizada por los juristas medievales habría sido sólo una
mera cobertura formal de un modo de pensar sustancialmente casuístico'. .....
18. En lo esencial, por una parte, la idea de sistema axiomático que Viehweg *
maneja parece ignorar el concepto actual de axiomática, que no supone la postulación
de axiomas definitivos e inamovibles ni necesariamente la imposibilidad de argumen­
tar retóricamente en favor de adoptar unos u otros; por otra parte, su visión sobre el
papel de la lógica en la interpretación jurídica adolece de distintas confusiones: así,
entre la forma de argumentación lógica, que ha de respetarse en cualquier reflexión
racional, y los contenidos de la argumentación, que nadie sensato ha sostenido que
puedan ser suministrados sólo por la lógica; o entre el carácter no lógico del Derecho
mismo, que parece indiscutible, y el del razonamiento de los juristas sobre él, que es
otra cuestión, y mucho más discutible (García Amado, pp. 22 2 -2 2 3 y caps. IV-VI;
véase también Atienza, pp. 57-63).
el método tópico y problemático no sólo sería el único aceptable
para estudiar el Derecho, sino, en realidad, el modo prácticamente
inevitable que termina por introducirse aun contra las pretensiones
de los cultivadores sistemáticos19. Pero esta valoración metodológica,
aparte de resultar discutible en sí misma, en su visión de todo o nada
tiende también a proporcionar una imagen distorsionada de las dis­
tintas modalidades de reflexión jurídica, pues del mismo modo qiie
son posibles amplias sistematizaciones del Derecho más y menos ce­
rradas o abiertas y más y menos relacionadas, incluso conscientemen­
te, con los criterios ético-sociales que sustentan sus interpretaciones,
también es perfectamente posible el desarrollo de formas tópicas de
pensar jurídíco basadas en criterios arbitrarios, éticamente superados
o incoherentes con soluciones aceptables de otros problemas simila­
res. Como también es perfectamente posible y viable un tipo de pen­
samiento jurídico que a partir de un método inicialmente problemá­
tico y tópico va progresivamente elaborando relaciones y principios
abstractos sobre el material jurídico que pueden ser el sustrato de un
sistema doctrinal organizado de forma deductiva, que es lo que, se­
gún Hespanha, ocurrió con la aportación de los juristas medievales:

si miramos las cosas con una perspectiva histórica, lo que las escue­
las tardomedievales llevarán a cumplimiento es la construcción de
aquellos principios más generales del Derecho que más tarde, en los
siglos XVH y x v ii i , serán adoptados por las escuelas iusracionalistas
como axiomas a partir de los cuales se podrá proceder deductiva­
mente (p. 133).

Para sintetizar, cabe concluir que los juristas medievales consti­


tuyen un paso intermedio entre la jurisprudencia romana y la cien­
cia jurídica contemporánea que ya anuncia de manera muy decidida
algunos rasgos típicos del método jurídico de la pandectística del
siglo X IX : la actitud dogmática ante los textos jurídicos y la conside­
ración unitaria del material jurídico, que ya en ellos comienza a ten­

19. En Tópica y jurisprudencia , el famoso y acaso inicialmente sobrévalorado


libro de Viehweg, la crítica al pensamiento deductivo-sistemático va acompañada dei
reconocimiento, diseminado en varios puntos del libro, de que tópica y lógica de­
ductiva pueden ser compatibles en la medida en que esta última se limite a conectar
problemas concretos y soluciones semejantes entre sí, a sistematizar temas próximos
con vistas únicamente a la enseñanza o a presentar los resultados obtenidos gracias al
método tópico (pp. 63, 6 8 , 103 y 109-110). Como sé puede ver, si, en cuanto intento
de elaboración sistemática (o axiomática) del Derecho, al método deductivo le cumple
el papel de villano, en forma de contramodelo o contraideal del método señero e
inevitable de la tópica jurídica, en cambio, en su utilización com o instrumento subor­
dinado a la tópica, según Viehweg, le cabe el papel de siervo útil aunque limitado.
der, aunque de manera parcial, a una ordenación deductiva y siste­
mática. Por lo demás, no se debe olvidar que, respecto del contenido
de sus estudios, la dedicación temática preferente al D igesto por par­
te de los juristas medievales marcaría indeleblemente, en la Europa
continental y hasta finales del siglo X IX al menos, al Derecho civil
como modelo del conjunto del Derecho y de su estudio.

2. E l m o s g a l l ic u s y e l h u m a n is m o j u r í d i c o

2 .1 . M os gallicus y jurisprudencia eleg an te

Al modo de estudio del Derecho conocido como m os italicus, propio


de los glosadores y comentaristas, se contrapone — durante los si­
glos XV y XVI, solapándose en parte con la época de los segundos—
un modo diferente, que se desarrolla en Francia y se conoce bajo el
nombre de m o s gallicus. Su origen está en la doble influencia, por un
lado, de los ultramontanos, una escuela jurídica paralela en el tiempo
a Ja boloñesa, surgida en el siglo XI en la propia Francia (es decir, al
otro lado de los Alpes, vistos desde Italia), y , por otro lado ■
— y como
fenómeno cultural mucho más significativo, en el que me detendré a
continuación— del humanismo renacentista. El m os gallicus derivó a
partir del siglo XVI en lo que se conoce como jurisprudencia elegante
o escuela de los cultos, asociándose también entonces al calvinismo
frente al catolicismo, hasta el punto de que llegó a ser condenado por
la Iglesia católica.

2 .2 . E l h u m a n ism o ren acen tista y su in flu en cia ju rídica

El humanismo, principal movimiento cultural con el que se suele


caracterizar el tránsito desde la época medieval a la modernidad y
que se encuentra estrechamente asociado al Renacimiento, se extien­
de desde finales del siglo XIV hasta el xvi (Burckhardt, III y IV parre).
Además de un comienzo de desteologización y secularización del
pensamiento que pone en el centro al hombre — y de ahí su denomi­
nación— , el humanismo significó una actitud de enfrentamiento con­
tra la fe en la autoridad y los métodos escolásticos de enseñanza,
dentro de los que se encontraban los estudios y prácticas de los juris­
tas. Una muestra clara de esa actitud crítica la proporciona el E log io
d e la locu ra, donde Erasmo de Rotterdam (1469-1536) duda entre los
médicos y los leguleyos como cultivadores de profesiones ajenas a la
razón (cap. X X X III), o la ironía del también humanista, escéptico y
siempre actual y digno de relectura y disfrute M ichel de M ontaigne
(1533-1592): «nous ne faisons que nous intergloser», no hacemos más
que glosarnos unos a otros20.
Esta actitud de distancia de la cultura medieval se ve clara en la
pretensión de los humanistas de rescatar la antigüedad clásica, espe­
cialmente en el campo estético, y supuso en principio una reacción
contra el propio modo teológico y jurídico de ver las cosas, tan carac­
terístico del medievo. Hubo sin embargo también una manifestación
del humanismo éri 'el ámbito específicamente jurídico, especialmente
en el siglo X V I, cuando, como ha dicho Cannata, aquella actitud se
reconcilia con una nueva forma de estudios jurídicos con el ítalo-fran­
cés Andrea Alciato (1492-1550). En él ámbito jurídico, frente a la an­
terior reivindicación de textos como los recopilados por Justiniano,
que a los ojos de los humanistas eran decadentes tanto en sentido his­
tórico como estético debido a sus interpolaciones, c\ m osgallicus apa­
rece como una nueva forma de estudio del Derecho caracterizado por
la defensa de la pureza filológica en el establecimiento de los textos
romanos clásicos, muy anteriores y diferentes a la versión justinianea.
Pero junto a ello, el nuevo método ponía también en cuestión las inter­
pretaciones de glosadores y comentaristas, a quienes se criticó ahora
por su método filológicamente poco riguroso y escasamente fiel al sen­
tido auténtico de los textos romanos, que habían retorcido para adap­
tarlos a necesidades prácticas ajenas a las originales. Paradójicamente,
esta preocupación por un'conocimiento jurídico más teórico e históri­
co que práctico condujo a los cultivadores d e lm o s g a llic u s en una di­
rección del todo opuesta a la fidelidad al método original de los juristas
romanos. Y fue así como se profundizó la tendencia — ya iniciada en el
m os italicus, como se ha dicho antes— a un tipo de estudios jurídicos
no sólo más decididamente sistemáticos sino también más abstractos,

20. «Hay más trabajo en interpretar las interpretaciones que las cosas, y más
libros sobre los libros que sobre otro tema. No hacemos más que glosarnos mutua­
mente. Todo pulula en comentarios, pero de autores hay gran escasez. El principal y
más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en entender a los sabios?» («De la
experiencia», en Ensayos, III, xiii, p. 2 35).
«¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, pues que no se
ve ningún libro, humano o divino, en que la interpretación extinga la dificultad? El
centésimo comentador transmítelo al siguiente más espinoso y escabroso que lo en­
contró el primero. ¿Cuándo hemos convenido en que acerca de un libro no hay más
que decir? Pero esto viene m ejor en la leguleyería, donde se da autoridad legal a infi­
nitos doctores e infinitas sentencias y a otras tantas interpretaciones. ¿Hállase alguna
vez fin a la necesidad de interpretar? ¿Hacemos algún avance y progreso hacia la
tranquilidad? ¿Necesitamos menos abogados y jueces que cuando esa masa de leyes
estaba aún en su primera infancia?» (i b i d p. 2 3 4 ).
en el sentido de extraídos de una noción ideal de Derecho antes que de
los textos tradicionales. Es significativo que el humanismo jurídico pre­
tendiera sustituir la organización de la materia conforme al D igesto,
que había sido la seguida por los glosadores y comentaristas, por un
sistema diferente que vuelve los ojos a laslnstitutiones de Justiniano, es
decir, a un texto de intención didáctica y tenido por menos valioso
doctrinalmente que el D igesto, si bien más adaptado a la «construcción
de “sistemas” jurídicos generales» basados en los «mecanismos del ra­
zonamiento deductivo» (Hespanha, p. 146; sobre todo lo anterior, véa­
se también Bobbio, «Modelo», pp. 81-82; Cannata, pp. 146-150; Skin-
n e r,F u n dam en tos, I, pp. 129 y 2 2 7 -2 3 5 ; y Tuck, pp. 13 y 33-43).

2 .3 . A n teceden tes d e la co d ificació n civil fran cesa


y d el iusnaturalism o racion alista

Así pues, la primera y más inmediata derivación del humanismo en


el Derecho está'en el m o s g allicus y en la jurisprudencia elegante
francesa, que con su estilo de sistematización abstracta y el tipo de
interpretación que comportaba, ya menos centrada en la exégesis de
los textos romanos que en la coherencia y la trabazón del sistema en
su conjunto, prepara la codificación napoleónica. Esa preparación se
hizo mediante las sistematizaciones del Derecho común que desde la
época del humanismo y durante los siglos siguientes fueron llevando
a cabo juristas como Frangois Duareno o Duarenus (1 5 0 9 -1 5 5 9 )21,
Hugues Doneau o Donellus (1 5 2 7 -1 5 9 1 ), Jacques Cujas o Cujacius
(1 5 2 2 -1 5 9 0 ), Jean Domat (1 6 2 5 -1 6 9 6 ), de quien es fundamental su
obraLes lois civiles dans leur ordre naturel (1689-1694) y, en fin, ya en
el siglo xvm, Robert Joseph Pothier (1 6 9 9 -1 7 7 2 ), cuyo T ratado de
D erech o civil fue el principal inspirador de las soluciones del C ode
civil francés de 1804, hecho elaborar y aprobar por Napoleón.
Junto a lo anterior, y como resultado de las persecuciones reli­
giosas y la emigración de juristas calvinistas franceses a Holanda en
el último tercio del siglo XV I22, ese mismo estilo Jurídico influirá en.
el nacimiento del iusnaturalismo racionalista, en especial a través de

2 1 . Duarenus escribió unos Com entarios que se abren con la afirmación de que
en ellos «se expone ordenadamente y con arte lo que Triboniano ha puesto junto sin
orden bajo los únicos dos títulos de Pandectas e Instituciones» (cit. por Strom holm ,
p. 4 7 7 ).
2 2 . La persecución de los hugonotes — o protestantes franceses, muy influidos
por Calvino a partir de 1 559, siendo oscuro el origen del término, aunque se les aplica
ya a mediados del siglo X V I — comienza ya de form a severa con Enrique II (1547-
1559) y es históricamente famosa la masacre de la noche de San Bartolom é, el 23 de
agosto de 1 5 7 2 , tras la que muchos de aquéllos huyeron (véase infra, pp. 17 7 ss.).
la figura de Hugo Grocio y, aunque de manera más indirecta, tam­
bién en la jurisprudencia alemana de los siglos XV II y X V III, conocida
bajo el nombre de usus m o d em u s Fan d ectaru m , esto es, uso moder­
no de las P an dectas (o D igesto), que se caracteriza por la preocupa­
ción por el Derecho alemán, y tanto para la sistematización del en­
tonces vigente como en la búsqueda de sus raíces en la recepción del
Derecho rom ano, lo que avanza ya el proceder de la pandectística
del X IX (Hespanha, p. 153). Pero el usus m o d em u s P an dectaru m se
relaciona también con el iusnaturalismo racionalista alemán y, espe­
cialmente a través de Johann Gottlieb Heinecke o Heinecio (1681-
1741), será el caldo de cultivo jurídico-doctrinal de las codificaciones
centro-europeas de finales del siglo XVIII, en concreto en Baviera, Pru-
sia y Austria. Con todo ello se explica cómo, según afirma W ieacker,
el humanismo jurídico «va preparando el giro de la moderna ciencia
del Derecho al sistema idealista, al racionalismo exento de autorida­
des del Derecho natural de la Razón» (Wieacker, p. 60).

3. El D e r e c h o p ú b l ic o : r a s g o s p o l ít ic o s
y ju r íd ic o s d e l n a c im ie n t o d e l E sta d o m o d ern o

Aunque el más importante resultado práctico inmediato de los es­


tudios jurídicos medievales está relacionado con la ya comentada
recepción del ius com m u n e, sin embargo, la pretensión de que el D e­
recho romano y el canónico en él unidos operaran como lazo jurí­
dico común a la cristiandad medieval, uno en el Imperio y otro en la
Iglesia, no terminó de pasar de la ideología a la realidad. En efecto,
debe recordarse que la cristiandad medieval, incluso en la Baja Edad
Media, estuvo; en los hechos más lejos que cerca de la unidad. En
primer lugar, por el casi permanente conflicto entre el Imperio y el
papado y, en segundo lugar, por las rivalidades de los distintos reinos
entre sí y con el Imperio, cuyo resultado fue la construcción de los
Estados modernos (una buena síntesis en Gabriel, pp. 36-43). Este
último proceso enlaza particularmente con nuestra historia de la cien­
cia jurídica medieval porque tanto los glosadores y comentaristas
como los juristas del m o s gallicu s, a pesar de que dejaron su más
decisiva impronta en el ámbito del Derecho civil, jugaron también un
papel decisivo en el Derecho público y, por tanto, en el campo de la
política.
En un principio, los glosadores fueron decididos partidarios del
poder del emperador, a quien atribuyeron el carácter de legibus solutus. ■
En algunas glosas al «Q uod prin cipi placu it, legis h a b e t vigorem ...»
de U lpiano ya se avanza un c o n c ep to volu n tarista del p o d er p o lítico
en e l-q u e la sum m a p otestas a p arece «com o elem en to distintivo y
ca ra cte rístico de la a so cia ció n p o lítica» (Passerin, D ottrina, p. 1 3 7 ;
trad . cast., p. 1 1 9 ). Por lo dem ás, en g eneral, co m o ha resum ido
Tom ás y V alien te, «la im agen del p rín cip e leg islad or fu e reco n stru i­
da y d ifund id a p o r g losad ores y com entaristas» (p. 1 .2 1 2 ) , lo que
co n tra sta co n la visió n más p u ram en te altom ed ieval del rey co m o
so m etid o a la ley, y del D erech o co m o p rim o rd ia lm en te fo rm ad o
p o r costu m b res. Ju n to a e llo , la p rim itiva alianza en tre el em p erad or
y los ju ristas -—p o r la que algunos glosadores co n sid eraro n a aquél
dom inus m undi y lex viva o lex an im ata— , com ien za a tra n sfo rm a r­
se más tard e en ap o y o de los ju ristas a los m o n arcas de los d istintos
rein o s eu ro p eo s.
P orq u e, en e fe c to , desde al m enos el siglo XII los reyes eu ro p eo s
co m ie n zan a to m a r el m o d elo del e m p era d o r co m o señ ores a b so ­
lutos en sus re in o s (plen itu do potestatis), lo que im p licab a la d oble
v e rtie n te de co n c e n tra c ió n del p o d er in terio r, ad q u irien d o m ay o r
p re d o m in io so b re la n o b leza, y de in d ep en d ización del p o d er im ­
p erial (ex em p tio ab Im perio). Ya a finales del siglo XIII se extie n d e
p o r las co rte s eu ro p eas una fó rm u la ju ríd ica , co n v e rtid a en lugar
co m ú n , segú n la cual el rey no re c o n o c e a nadie co m o su p erio r y es
e m p e ra d o r en su re in o (rex superiorem non recognoscens in regno
suo est im perator). Q u ien es ela b o ra n esta d o ctrin a — m uy apoyada
p o r el p ap ad o p ara d eb ilita r al Im p e rio , que está en fra n co d eclive
desde el sig lo XIII— , fu ero n los ju ristas fo rm ad os en el m os italicus y,
p a ra d ó jica m e n te , c o n ap o y o en los m ism os te x to s e in te rp re ta cio n e s
del D e r e c h o ro m a n o antes ap licad os en fav o r del em p erad or. Y ahí
se e n cu e n tra n las raíces m ed ievales de la idea de so b era n ía , cuyo
o rig e n p a re ce estar en la d eriv ación del fra n cés souverain desde el
citad o superiorem non recognoscens a trav és del vu lgarism o la tin o
superanus11.
L a su p erio rid a d p o lítica del m o n a rca , ta n to h acia fu era co m o
h acia d en tro del re in o , tu vo su m a n ifesta ció n ju ríd ica más d estacada
en la d o ctrin a que co m en zó a co n sid erar a la ley, en cu an to n o rm a
e x p resa m e n te m and ad a p o r el rey, co m o el m ed io su p rem o y ce n tra ­
lizad o de g o b ie rn o , o , p o r d ecirlo en leng u aje m ás actu al, com o la

23. El térm ino «soberano» aparece y a en el siglo X II I en un texto del comenta­


rista francés Beaum anoir — «chascuns barons est souverains en sa baronie»— , que sin
embargo todavía no utiliza el término en el sentido moderno, que es absoluto y no
relativo, porque aplica a los barones la parte del brocardo que dice «en su reino es
emperador», pero no la de que «no reconoce superior» fuera de su reino (Grossi, p. 68
y nota 15; así com o Ferrajoli, «Soberanía», p. 158, nota 1).
fuente del Derecho jerárquicamente superior a cualquier otra. Esa
primacía de la ley terminaría por invertir su relación anterior con la
costumbre, que en el medievo había tendido a predominar no sólo en
defecto de ley (costumbre praeter o extra legem), o para su desarrollo
o especificación (secundum legem ), sino incluso frente a la letra ex­
presa de la ley (costumbre contra legem). En ese renovado protago­
nismo de la ley tuvo importancia la discusión de los juristas medieva­
les sobre la subordinación o no de la costumbre a la ley, que giró en
torno á la'interpretación del pasaje de Ulpiano sobre la lex regia, que
merece recordarse aquí por entero:

Lo que al príncipe place tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo,


con la ley regia, que otorga por su imperio, le ha conferido a aquél
todo su imperio y potestad [Q u o d p rin c ip i p la cn it, legis h a b e t v ig o-
r e m : u tp o te cu m lege regia, q u a e d e im p erio eiu s la t a est, p o p u lu s
e i et in eu m o m n e sn um im p eriu m e t p o te s ta te m c o n fe r a t ] (D ig e sto ,
1 ,4 ,lpr.).

Pues bien, algunos juristas medievales interpretaron que la transfe­


rencia de la autoridad al príncipe por parte del pueblo había sido una
mera delegación por la que éste no había renunciado a su imperio
y potestad originaria y continuaba controlando el poder legislativo
del monarca, entre otros medios a través de la capacidad derogatoria
de la costumbre (es la doctrina de la concessio im perii, en la que el
pueblo mantiene la titularidad originaria del poder). Otros juristas,
en cambio, interpretaban que la transferencia había sido completa y
definitiva, con renuncia irrecuperable del imperio y la potestad ori­
ginaria por el pueblo, y concluían que la costumbre había perdido
su fuerza de abrogar las leyes (es la doctrina de la translatio im perii)
(Piano M ortari, pp. 186-189). Con la consolidación de los reinos y
su construcción como Estados centralizados y autoritarios, no es ne­
cesario añadir cuál de las dos tendencias terminó venciendo la dispu­
ta en los hechos.
En lo político y lo jurídico, tales fueron los rasgos esenciales que
caracterizaron la creación del Estado moderno, que comienza a sur­
gir en Europa a partir del siglo XVI, al mismo tiempo que aparece su
primer defensor teórico: el jurista y humanista francés Jean Bodin, o
Bodino (1530-1596), contemporáneo de Cujas y educado en el m os
gallicus pero pronto distanciado de esa escuela, cuando descubrió a
Bartolo, Baldo y otros comentaristas como «príncipes de la ciencia
jurídica» (Bravo, Pedro: «Introducción» a Bodino, L o s seis libros...,
pp. 19-20; 2 .a ed., pp. X X lll-X X iv ). Seguramente, ese descubrimiento
del m os italicus no es ajeno al método y al contenido de su obra, la
cual, apoyada también en el aristotelismo, echa sus raíces en el me­
dievo pero, a la vez, también crece en el momento ya moderno del
comienzo de las guerras religiosas que siguen a la Reforma protes­
tante (por ello, dejo pendiente el análisis de la aportación de Bodino
hasta más adelante: infra, pp. 170 ss.).
Como el pasado tendemos a verlo con una cierta sensación de’
ineluctabilidad, no siempre caemos en la cuenta de que esta organiza­
ción europea mediante Estados territoriales no era la única forma en
la que podían haber desembocado — y con gran éxito prácticamen­
te hasta hoy, en que comienza a estar en crisis— las organizaciones
políticas medievales. Durante la Edad Media otras dos formas riva­
lizaron con los reinos, antecedentes de dichos Estados territoriales:
las ciudades — que tuvieron especial importancia en Italia, Alemania
y los Países Bajos, pero que posteriormente sólo darían lugar a una
peculiar federación en el caso suizo— , y el Imperio, que perviviría
parcialmente en Alemania y en España, o en Rusia y en Turquía (Ha-
bermas, «Ciudadanía», p. 621).

4 . L as v a r ia c io n e s d e l D erech o b r it á n ic o

4 .1. L a form ación d el common law co m o D erecho judicial

Para concluir esta parte del capítulo, y a modo de contrapunto, haré


algunas referencias generales á la historia jurídica de Gran Bretaña,
donde la influencia del Derecho romano, salvo en Escocia, fue muy
escasa. Ante todo, la dominación romana, extendida durante los pri­
meros cinco siglos de nuestra era, no dejó rastros jurídicos en Inglate­
rra similares a la vulgarización consuetudinaria del Derecho romano
en Alemania, Francia o España. De ahí que el sistema jurídico inglés
fuera no sólo consuetudinario y local sino también esencialmente
autóctono hasta el siglo XI, cuando con la conquista normanda de
la isla británica salvo Escocia — con la batalla de Hastings; en 1066,
ganada por Guillermo el Conquistador— , comienza a formarse el
com m on láu/.
El com m on laiu puede caracterizarse por dos rasgos iniciales.
En primer lugar, fue también un derecho autóctono, prácticamente
ajeno, a pesar de su denominación, al ius com m une de raíz romana
que tanta importancia adquirió en la Europa continental, si bien más
adelante llegaría a existir una cierta influencia del Derecho romano
en Inglaterra, especialmente debido al contacto en las universidades
entre los juristas continentales y los británicos. Y, en segundo lugar,
se trató de un sistema jurídico que, aunque no sustituyó por comple­
to a los Derechos locales, se logró imponer como sistema jurídico
centralizado (para Inglaterra y Gales) antes y en mayor medida de lo
que ocurrió con los Derechos locales en la Europa continental.
El com m on law es, en efecto, el producto de una fuerte centrali­
zación de dos tipos: de un lado, centralización administrativa, conse­
guida dentro de la jerarquización feudal por los reyes normandos, en
buena parte gracias al D om esday B o o k , un registro catastral de los ha­
bitantes y sus bienes iniciado en 1085 y famoso por su precisión en el
control fiscal; y, de otro lado, centralización judicial, en la que resul­
tó decisivo el proceso de unificación de los criterios jurídicos llevado
a cabo por los tribunales del rey, entre los que tuvo gran importancia
la organización de un cuerpo de jueces itinerantes dependientes del
poder central, que aplicaban el Derecho real mediante writs o breves,
esto es, mandatos al vizconde local (sheriff) o al señor feudal que
resolvían reclamaciones judiciales24. Con esos procedimientos, y me­
diante la utilización de la analogía y de los precedentes en un sistema
judicial centralizado, se fue desarrollando el com m on law como un
Derecho consuetudinario, pero no sólo en el sentido de que estaba
formado por las leges et consuetudines Angliae, sino también por los
criterios anteriores de los jueces en sus sentencias. El com m on law
resultó ser así un Derecho tempranamente centralizado a partir del.
siglo XII por obra de la importancia política del estamento de los jue­
ces, en cuanto juristas prácticos, sin apenas intervención de los juristas
teóricos, una vez más a diferencia del Derecho europeo-continental.
Junto a lo anterior, conviene tener presente que la expresión
com m on law. contiene una fuerte ambigüedad, pues, según los con­
textos, puede oponerse a cuatro distintos tipos de Derecho: a) el
Derecho «común» a Inglaterra y Gales en oposición a los derechos

24. A modo de ejemplo, el mandato de un writ rezaba así: «Eduardo, rey de In­
glaterra por la gracia de Dios, señor de Irlanda y duque de Aquitania, saluda a Eduar­
do, conde de Lancaster. Os mandamos que hagáis plena justicia a A., de B., respecto
de una casa y veinte acres de tierra, junto con las pertenencias en J ., que él pretende
haber recibido de vos por el libre servicio de un penique al año en total y de los que W.
de T . le desposeyó. Y si vos no lo hacéis, dejad que lo haga el vizconde [sheriff] de N ot-
tingham, que no queremos oír más quejas sobre esto por falta de justicia. Dado por mí
en Westminster el octavo día de octubre dei duodécimo año de nuestro reino»; o «El
Rey etc, saluda al vizconde [sheriff] de N. Mandad a A. que justamente y sin dilación
devuelva a B. cien chelines que le debe y que retiene injustamente, como él dice. Y si
no lo hace, y si el antedicho B. os da seguridad para perseguir su reclamación, citad al
antedicho A. mediante buenos emplazamientos para que esté ante nuestros jueces en
Westminster en tal fecha para decir por qué no lo ha hecho. Y que lleve las citaciones
y este breve» (Baker, pp. 6 1 2 -6 1 5 ; así como Cannata, p. 212).
locales o consuetudinarios; b ) el Derecho hecho, o declarado, por
las Coitrts o f C om m on L a w and Equity, en contraste con el Derecho
legislado, que es superior conforme a la doctrina de la supremacía del
Parlamento, que se va formando desde al menos el siglo X V y queda
asentada a partir del XVII (Baker, pp. 2 3 5 -2 4 6 ); c) el Derecho de los
Tribunales de C om m on L a w en sentido estricto, en contraste con el
utilizado por la jurisdicción de la Equity, que se fue formando entre
los siglos XIII y XV mediante decisiones de justicia del L ord C hancellor,
el guardián del sello de Inglaterra, y que en el siglo xvil se declara
preferente al com m on law (este criterio lo sancionaría el Judicature
A ct de 1873, que sin embargo unificó ambas jurisdicciones); y d) el
conjunto del Derecho de Inglaterra y Gales, incluido el legislado, en
contraste con cualquier Derecho extranjero (Eddey, pp. 1 7 1 -172; así
como Losano, pp. 170-173).

4.2. L o s estudios jurídicos

En consonancia con la autónoma tradición anterior y a diferencia


del resto de Europa, los estudios jurídicos que en Inglaterra influye­
ron en la creación y la aplicación del Derecho, consolidando el co m ­
m on law , no fueron los desarrollados en las universidades, sino los
de carácter práctico, organizados en los mismos tribunales por parte
de jueces y abogados. Entre ambas profesiones siempre ha existido
allí una gran relación, pues los jueces se nombraban, y todavía se
nombran, de entre abogados prestigiosos. Además, los juristas in­
gleses más prestigiosos han sido tradicionalmente no profesores de
Derecho sino jueces, como Henry de Bracton (f 1268) o Edward
Coke (1 5 5 2 -1 6 3 4 ). Incluso William Blackstone (1 7 23-1780), el pri­
mer profesor que enseñó el Derecho inglés en una universidad ingle­
sa, en concreto en la de Oxford, tuvo una intensa actividad forense
como abogado y juez. De tal modo, y a diferencia de Escocia, el
conocimiento del Derecho inglés no fue sensiblemente influido du­
rante muchos siglos ni por los estudios jurídicos de las universidades,
basados en el Derecho romano pero aislados de la práctica forense,
ni por el modo de estudio medieval de los juristas europeo-continen­
tales y sus desarrollos posteriores. Y fue un rasgo destinado a durar,
hasta el punto de que Frederick William Maitland, uno de los más
importantes historiadores del Derecho inglés, todavía en 1888 pudo
decir que

el Derecho inglés es no escrito por el tradicional aislamiento de su es­


tudio de cualquier otro estudio y porque los juristas ingleses no saben
ni les interesa nada de lo que sucede en el Derecho continental.
La mayor consecuencia del mantenimiento de una tradición sepa­
rada del resto de Europa es, desde luego, la peculiaridad de muchas de
las regulaciones del Derecho inglés, que van desde el sistema procesal,
con su característica institución del jurado, hasta las regulaciones sus­
tantivas mismas, que incluyen figuras privativas como los trusts (que
atribuyen una propiedad formal a alguien en beneficio de un tercero) o
ramas desarrolladas de forma original como los torts (o D erecho de
daños), pasando por el en parte diferente régimen de fuentes, con el
característico sistema de precedentes o stare decisis. En contraste, más
polémico resulta concluir, como han hecho tres historiadores del D e­
recho británicos, si otra consecuencia del aislamiento inglés no ha sido
un cierto retraso histórico en los estudios jurídicos:

A pesar de Bracton, a pesar de las tímidas referencias de Blackstone al


Derecho natural en el siglo xvill, los juristas ingleses han mirado am­
pliamente a su propio pasado, a la magia del sello y a la vaca sagrada
del jurado; su habilidad e ingenio les han conducido laboriosamente a
fines que podrían haber alcanzado siglos antes si hubieran compartido
el curso del desarrollo jurídico europeo (Robinson, Fergus y Gordon,
p. 1 5 2 ).

4.3 . Common law, leyes y preced en tes

La form a de estudio práctico y no especialm ente sistem ático del


com ?non laiu, unida al propio desenvolvimiento casuístico, de ra­
zonamiento concreto y por precedentes, explica la diferente evolu­
ción posterior del .sistema jurídico anglosajón, donde el D erecho
consuetudinario — y judicial, aunque éste llegó a considerarse
como declaratorio o descubridor de un D erecho consuetudinario
preexistente— tuvo frente a la ley una fuerza desconocida en la
Europa continental de las monarquías absolutas. Es verdad que
tam bién en Inglaterra la ley • — aprobada por el Rey con el Parla­
m ento, no se olvide—•se impuso com o superior, pero siem pre
dando por supuesto al c o m m o n la w como substrato preexistente,
hasta elp u n to de que el juez inglés ha tendido siempre a conside­
rar el D erecho legal como excepcional y a interpretarlo restricti­
vamente, aplicando en lo posible el co m m o n la w (Alien, pp. 6 5 8 -
663). La práctica judicial y su tradición interpretativa, así com o el
propio estilo de las leyes, tradicionalm ente de lenguaje más enu­
merativo y prolijo que abstracto y sistematizado, tam poco facilita­
ba a los jueces el trabajo de.interpretación de textos legales. En
aquella tradición los jueces siempre se encontraron m ejor prepara­
dos y dispuestos para la interpretación de textos judiciales previos
que resolvían casos concretos, lo que dio lugar al sistema de prece­
dentes, que se fue afianzando, como casi todo en Inglaterra, de ma­
nera muy gradual:

Los jueces del siglo XIV tenían bastante claro que estaban creando De­
recho además de aplicarlo, pero lo decisivo era la communis opirtio
de los jueces y abogados [serjeants] en Westminster Hall, no determi­
nadas decisiones previas. No fue hasta avanzado el siglo xvi cuando
se dio peso a ciertas decisiones pasadas, y hasta el siglo XIX no surgió
por completo la doctrina del stare decisis como la característica pecu­
liar del Derecho inglés (Robinson, Fergus y Gordon, p. 139)23. •

En teoría, conforme al sistema del stare decisis — que todavía si­


gue operando hoy de forma similar en todos los sistemas jurídicos de
raíz anglosajona— , las decisiones judiciales se adoptan buscando un
caso anterior igual o similar al que se tiene sobre la mesa y dándole
la misma solución. En la práctica, sin embargo, este rígido esquema,
que aplicado al pie de la letra impediría la evolución del ordenamien­
to jurídico salvo mediante modificaciones legislativas, ha resultado
flexibilizado por la utilización de ciertas técnicas interpretativas ca­
racterísticas del sistema, básicamente a dos: de un lado, la distinción
en las sentencias entre su ratio deciden di, circunscrita en ocasiones de¡
forma muy limitativa, y los obiter dicta, que, en cuanto afirmaciones
incidentales, no tienen fuerza obligatoria; y, de otro lado, la práctica
del distinguishing o distinción entre los hechos de los casos anteriores
y los del presente hasta encontrar algún elemento relevante diferente
que permite eludir la aplicación del precedente y, a la vez, utilizar
una regla nueva.

II. EL MODELO IUSNATURALISTA MEDIEVAL

1. D erech o y ley n atural en T omás de A q u in o

Adoptaré la teoría de la justicia de Tomás de Aquino (1225-1274),


el mayor filósofo católico y el más importante de la Edad Media,
como representativa de lo que puede llamarse modelo del iusnatura­
lismo medieval. Su filosofía es en buena parte una adaptación de ideas

25. Todavía a mediados del siglo X V II, cuando publica el Leviatdn , Hobbes puede
escribir «que aunque la sentencia del juez sea ley para las partes en litigio, no lo será
para cualquier otro juez que le suceda en el cargo» (X X V I, p. 226).
aristotélicas y estoicas al pensamiento cristiano, que ya había sido
sometido a un primer ajuste con la filosofía clásica, y especialmente
con el platonismo, por los llamados Padres de la Iglesia. Estos autores
— entre los que cabe citar a Clemente de Alejandría (ca. \SQ-ca. 250),
Tertuliano (c a . 160-220), Orígenes (ca . 185-ca. 254), Lactancio (ca.
2 4 0 -ca. 320), Agustín de Hipona (354-430) e Isidoro de Sevilla (560-
636)— , configuran del siglo II al VII el llamado período de la patrísti­
ca. La patrística no sólo por la época sino también por razones de mé­
todo se diferencia de la escolástica, que, nacida con las universidades,
se sitúa entre los siglos XII y XIV (o XVI si se quiere incluir a la tardía
escolástica española), culturalmente mucho más ricos, y se caracteriza
por un método más sistemático. Precisamente, Tomás de Aquino es
el más importante exponente de ese método escolástico, sobre el que
habrá ocasión de hablar.

1.1. E l con cep to y las clases de ley

Para dejar el esquema sentado desde el principio, avanzaré el cuadro


de las clases de ley en Tomás de Aquino. Si la principal tríada sobre
la ley en el estoicismo y en Agustín de Hipona-es la realizada entre
ley eterna, ley natural y ley temporal, en Aquino se complica un poco
el cuadro:

Eterna (en sentido estricto = cósmica)

Eterna

Natural
Antiguo Testamento
Ley (Diez Mandamientos)
Divina

Positiva
Nuevo Testamento

Humana

Si se tiene presente que, como después se desarrollará, en Tomás


de Aquino las nociones de ley y Derecho (¡ex y ius) n o coinciden
por completo ni se relacionan en el significado común que hoy da-
mos a esas palabras, podemos pasar a desarrollar las distinciones
del cuadro anterior, que se refieren únicamente al primero de esos
conceptos.

a) Finalismo y ley eterna

Para entender el concepto de ley del teólogo italiano hav que tener,
en cuenta que él recoge de Aristóteles una concepción finalista de
todo el universo, uniéndola también a la idea estoica de orden cós­
mico racional. Pero ese orden es visto ahora no como una especie
de espíritu identificado panteísticamente con lo natural, al modo
estoico, sino al modo judeo-cristiano, como dirigido por un Dios
p,ersonal y creador de todas las cosas. Ese Dios, que crea las cosas de
la nada, las crea, como agente libre, orientándolas a una finalidad.
Y esa finalidad es la que está inscrita en la ley etern a, entendida en
sentido amplio, como la «razón de la divina sabiduría en cuanto
dirige toda acción y todo movimiento», o, en la expresión original
de Aquino:

lex aeterna nihil aliud est quara ratio divinae sapientiae secundum quod
est directiva omnium actium et motionum (Sum m . T b ., I-II, 93 ,1 );

las dos últimas palabras indican que en la ley eterna está incorpora­
da tanto la ordenación de todo el cosmos — m otionum alude a los
movimientos físicos, tanto de los seres inanimados, como los astros,
cuanto los de los animales no humanos— como la del mundo huma­
no o social, a lo que alude actiu m , donde aparece la noción de libre
albedrío. Traducido a términos modernos, en este modelo teleológi-
co el universo aparece como una gran empresa o compañía divina en
la que tanto el mundo inanimado y animado como el humano están
sometidos a leyes similares en su universalidad y dirigidas a un bien
final establecido por un supervisor perfecto, con la única diferencia
de que los seres humanos participan en tal empresa de forma libre y
cooperativa (Schneewind, pp. 176-185). Y, en efecto, Aquino es bien
consciente de que hay dos manifestaciones de la ley eterna, siempre
en sentido amplio, que comportan dos significados de naturaleza,
pues dice expresamente que

las cosas pueden dirigirse a su fin último de dos modos: moviéndose


por sí mismas hacia su fin, como el hombre, o movidas por otro [...
de modo tal que] los seres dotados de razón se mueven por sí mismos
hacia el fin [... mientras que] los que carecen de razón tienden al fin
por inclinación natural (Sum m . T b ., I-II, 1,2);
Esta distinción venía a rectificar la definición romana delz'ws naturae
como «quod natura omnia animalia docuit», en la que el hombre
quedaba asimilado al resto de los animales, para dar una importancia
especial a la racionalidad como rasgo definitorio de lo natural en el
hombre en detrimento de lo natural como inclinación instintiva. Por
eso, ahora la lex naturalis se limitará a lo que la naturaleza, confor-
inc al eterno designio de Dios, imprime en la conciencia racional del
hombre26.

b) Ley eterna y ley natural

De la anterior diferencia, en efecto, procede la distinción, dentro de


la ley eterna en sentido amplio, entre ley etern a en sen tid o estricto y
ley natural, donde la

ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna en la


criatura racional \lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis
aeternae in rationali creaturd\ (Summ. Th., I-II, 91,2).

Es enormemente significativa esa estrecha relación, a través de la


misma noción de ley y de la derivación de la ley natural a partir de
la eterna como participación en ella, entre lo que hoy distinguimos
bien como leyes físicas o científicas y leyes o normas sociales, aun­
que, con todo, sigamos utilizando el término común «ley», pero sa­
biendo que no tienen el mismo carácter. En Aquino, en cambio,
ambos tipos de leyes tienen una original unidad en cuanto forman
parte de un mismo designio, pues tanto el orden humano como el de
las cosas y los animales — si bien el primero «de una manera muy
superior a las demás» criaturas y cosas— quedan integrados en un
mismo plan divino y eterno, unificados bajo la providencia de «Dios
como monarca del universo» (Summ. T h., I-II, 9 1 ,1 -2 ).

26. Sobre la racionalidad de la conciencia en la teología tomista, un buen análisis


es el de W esterman, que distingue tres elementos diferenciados: a) la sindéresis, o
capacidad de captar las verdades morales últimas sin indagación, como con ojo de
ángel; b ) la conciencia, o actividad de aplicación racional de los principios a casos
particulares por deducción, esto es, per conclusionem ; y c) la prudencia, o capacidad
de razonar bien en materia moral, modelando la actuación moral conform e a los
principios morales cuando la aplicación no se puede deducir sino que hay que elegirla
per determ inationem , escogiendo la m ejor de las posibilidades (cap. II).
El uso del término «sindéresis», derivado del griego synteresis , tiene una historia
curiosa, pues su significado originario es «conservación», pero se introdujo por una
defectuosa trascripción del término syngidesis o «conciencia» (sobre ello, y sobre todo
este epígrafe, véase también Alvarez Turienzo, pp. 4 1 6 -4 1 7 ).
Tal unidad, sin embargo, no significa identidad, pues el teólogo
católico también reconoció la diferencia que he señalado hace un
momento a propósito del libre albedrío en el ámbito de la ley natural
o social, y — siguiendo una vez más la distinción de Aristóteles entre
conocimiento demostrativo y retórico— aceptó la diferencia metodo­
lógica relativa a la mayor seguridad en el conocimiento por parte de
la razón del orden de lo natural no humano (que en Aquino puede
incluir también, y sobre todo, lo sobrenatural) que en el de lo huma­
no o práctico. Así, en efecto, diferencia la razón especulativa de la
práctica, pues

la primera versa sobre cosas necesarias, que no pueden comportarse


más que com o lo hacen [... expresando] verdades que no admiten
excepción. La razón práctica, en cambio, se ocupa de cosas contingen­
tes, cuales son las operaciones humanas, y por eso, aunque en sus
principios comunes todavía se encuentra cierta necesidad, cuanto más
se desciende a lo particular tanto más excepciones ocurren; [de ahí
que ...] en el orden práctico, la verdad o rectitud práctica no es la
misma en todos en cuanto al conocimiento concreto o particular, sino
sólo en cuanto al conocim iento universal [esto es, de los principios
primeros o más generales] (Summ. Tb., I-II, 9 4 ,4 ; véase también 95 ,2 );

De las anteriores diferencias deriva la distinción entre la ley eter­


na en sentido estricto y la ley natural, expresión esta última que,
como hemos visto en la definición citada hace un momento, Tomás
de Aquino reserva a la esfera humana y racional. En principio, ade­
más, esta diferencia entre ambas hace pensar en una superación de la
ambigüedad que aparecía en Aristóteles entre lo natural como em­
pírico y lo natural como racional: ahora, tal y como la plantea el
teólogo dominico:

bajo la dirección de la ley de Dios, las distintas criaturas tienen distin­


tas inclinaciones naturales, de tal m odo que lo que para una es, en
cierto modo, ley, para otra es con trario a la ley; y así sucede, por
ejemplo, que mientras la fiereza es, en cierto sentido, la ley del perro,
es, en cambio, contraria a la ley de la oveja o de'cualquier otro animal
manso. Pues bien, la ley del hombre, derivada de la ordenación que
Dios imprime en él según su propia condición, consiste en obrar de
acuerdo con la razón (Sumtft. Th., I-II, 9 1 ,6 ; véase también 9 4 ,4 ).

Este texto se inserta dentro de una cuestión en la que se niega la


existencia de una ley del fomes (fom es significa impulso o apetito
desordenado de la sensualidad, producto del pecado original), de
modo que Aquino parece negar claramente que las inclinaciones na­
turales del hombre tengan por sí mismas valor moral, evitando así
caer en la falacia naturalista. No obstante, esta conclusión ha de pre­
cisarse en alguna medida, pues el teólogo italiano no fue del todo
coherente con la distinción entre lo natural racional y lo natural ins­
tintivo cuando aceptó que la sodomía es un pecado contra natura
(Summ. Th., I-II, 94,3) o que el suicidio es «absolutamente ilícito»
entre otras razones

porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y [...] el que alguien


se dé muerte va contra la inclinación natural [...y] de ahí que el suici­
darse sea siempre pecado mortal por ir contra la ley natural (Summ.
Th., II-II, 64,5).

c) Ley positiva, promulgación y costumbre

A la ley eterna en sentido amplio, incluida en ella la natural, se con­


trapone la ley p ositiva, que es una norma prom ulgada de forma ex­
presa o propia, esto es, dada a conocer mediante su publicación, en
el sentido de hacerse pública, sea oralmente o por escrito. Es sobre
todo con este concepto de ley positiva con el que debe relacionarse
la famosa definición de la ley de Tomás de Aquino27:

27. Soy consciente de que la atribución de esta definición a la ley positiva fuerza
un tanto la exposición de la Suma teológica , tanto en su sistemática como en su litera­
lidad, pero parece el m ejor modo, si no el único, de mantener la distinción de Aquino
entre ley positiva y natural de la manera más coherente y fiel a su concepción y sin
hacer del todo superfluo el rasgo de la promulgación, que, de seguir dicha literalidad,
sería propio de toda ley sin faltar a ninguna de sus clases, incluidas las costumbres. En
efecto, sistemáticamente, la definición citada a continuación en el texto aparece en la
primera cuestión del «Tratado de la ley en general», la cuestión 9 0 , dedicada a la «esen­
cia de la ley», esto es, de cualquier ley, sea o no positiva. Además, literalmente, Aquino
resuelve allí dos objeciones contra su definición diciendo expresamente que también
la ley natural es promulgada mediante su implantación por Dios en la mente de ios
hombres (I-II, 9 0 ,4 ) y que la ley eterna se promulga de palabra y por escrito «porque
eterna es la Palabra divina y eterna es la escritura del libro de la vida» (I-II, 9 1 ,1 ); estas
dos respuestas, sin embargo, proponen dos analogías que parecen más bien sofismas, o
salidas del paso, para escapar a una objeción pertinente. En contraste con lo anterior,
^s concorde con lo sostenido por mí en el texto la afirmación que aparece en otro lugar
de la Suma teológica de que existen preceptos morales tan evidentes para la razón na­
tural «que no necesitan de promulgación» (justamente, los que Dios también promulgó
mediante las tablas de los Diez Mandamientos, sólo conocidos por ios judíos y los
cristianos, y que los paganos podrían conocer por su sola razón) (I-II, 1 00,11). Según
este criterio, con independencia de su presentación sistemática y literal, la concepción
implícita en Tomás de Aquino parece ser que la ley positiva , sea humana o divina, es la
puesta expresam ente , esto es, la promulgada por una autoridad, de manera que la ley
eterna (y, dentro de ella, la natural) se diferenciaría de la positiva por no haber sido
promulgada propiamente.
Un criterio distinto por el que podría pensarse que en la Suma teológica se diferen­
cia entre la ley natural y la positiva, sea de forma alternativa o complementaria con el
Ley es cualquier ordenación de la razón dirigida al bien com ún y
^promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad [Lex est quae-
dam ordinatio rationis ad bonum com m une et ab eo, qui curam com -
munitatis habet, prom idgata ] (Summ. Tb., I-II, 9 0 ,4 ).

E sta d efin ició n de ley , que p a re ce sob re to d o ap licab le a la ley h u m a ­


n a, tie n e u n cla ro sa b o r id e a lista y é tic o , p u esto que se a trib u y e el
- o rig en o fu n d a m e n to de la ley a la razó n y su fin alid ad al b ien c o ­
m ú n. E n to d o ca so , d en tro de la n o c ió n de ley p o sitiv a se in clu y en
d os clases d istin tas de ley : la d ivina y la h u m an a. L a ley d iv in a es la
q u e D io s, que eis q u ien tie n e a su carg o el cu id ad o de la co m u n id a d
cristia n a , h a e x p resa d o o «p ro m u lg ad o» a trav és de la re v e la c ió n en
las E scritu ra s, fu n d a m e n ta lm en te ta n to en los D ie z M a n d a m ie n to s
c o m o en lo s m a n d a to s de C ris to , y q u e, sig u ien d o a P a b lo de T a r s o ,
A q u in o c o n s id e ra que co in c id e en b u e n a p a rte c o n la ley n a tu ra l23.
L a ley h u m a n a , p o r su p a rte , a b a rca a las n o rm a s p ro m u lg ad as p o r
lo s g o b e rn a n te s p a ra el cu id ad o de la co m u n id a d a la que d irig en .
E n este p u n to h a de o b serv arse que el au to r d o m in ic o , en cie rta
c o n tr a d ic c ió n c o n su e x ig e n c ia de p ro m u lg a c ió n , u tiliz a un c o n c e p ­
to m uy ám p lio de ley, n o re d u cié n d o la a la escrita , sin o in clu y en d o
ta m b ié n las co s tu m b re s 59, cuya valid ez, ad em ás, n o só lo a ce p ta en

anterior, es que mientras la primera sería meramente preceptiva, mandando o prohi­


biendo, la segunda añadiría además el temor de la pena o castigo para su cumplimiento
(en tal sentido, véase I-II, 9 1 ,4 y 9 1 ,5 para la ley divina positiva, y I-II, 9 5 ,1 y 9 6 ,5 para
la ley humana). N o obstante, dos obstáculos al menos dificultan esta interpretación: de
una parte, tampoco en este punto la sistemática de Aquino es rigurosa ni concluyente,
pues — justo después de las cuestiones en que considera a la promulgación como
requisito de toda ley y en que distingue entre las distintas clases de ésta— afirma que
uno de los actos o efectos de las leyes en general es el de castigar, junto a mandar,
prohibir y perm itir (I-II, 9 2 ,2 ); de otra parte, la distinción fundamental que Aquino
propone dentro de la ley divina positiva entre la ley antigua y la nueva— es decir, entre
los preceptos del Antiguo y del Nuevo Testamento— es que la primera, como ley de
temor, «inducía a la observancia de los preceptos mediante la conm inación de ciertas
penas, mientras que la segunda, como ley de amor, «tiene promesas espirituales y
eternas, las cuales son objeto de la virtud, principalmente de la caridad» (I-II, 107,1).
2 8 . Digo «en buena parte» porque la ley divina positiva es más amplia que la
natural en la medida en que incorpora también preceptos religiosos, como los relati­
vos al cuito, así com o consejos evangélicos de p erfección, com o el de la pobreza y
la castidad absoluta de los religiosos, sólo cognoscibles para los cristianos {Summ. Th .,
I-II, 9 1 ,4 -5 ; 9 8 ,5 ; y 9 9 ,4 ).
2 9 . Dice, en efecto: «Toda ley emana de la razón y de la voluntad del legislador [...].
A hora bien, la voluntad y la razón del hombre, en el orden operativo, no sólo se
expresan con palabras, sino también con hechos; [...] también con los actos, sobre
todo los reiterados, que engendran costumbre, se puede cambiar y desarrollar la ley, e
incluso producir algo que tenga fuerza de ley» {Summ. Th., I-II, 9 7,3).
defecto o en desarrollo de la ley (praeter y secundum legem ), sino
también con fuerza derogatoria de la ley (contra legem ), bien porque
cuando el poder reside directamente en la autoridad superior se en­
tiende que si la tolera es que aprueba la imposición de la costumbre
contraria a la ley, o bien porque cuando el poder reside directamente
en el pueblo (como en las antiguas ciudades democráticas griegas o
en las ciudades medievalesjieLnorte y elcentro de Italia) el consenso
expresado en la costumbre
vale más en orden a establecer una norma que la autoridad del prín­
cipe, cuyo poder para crear leyes radica únicamente en que asume la
representación del pueblo (Summ. Th., I-II, 97,3).

Esta aceptación de la costumbre contraria a la ley, que incluye el


valor de la desuetudo o desuso, es trasunto de la primacía de la cos­
tumbre sobre la ley escrita y no ha de extrañar en el contexto jurídico
medieval, ya que tal fue la tesis más aceptada por glosadores y co­
mentaristas, aun con algunas excepciones como la del mismo Irnerio.
La discusión se originó por la discordancia.entre dos textos romanos,
uno del Digesto que reconocía la relevancia del desuso30 y una poste­
rior constitución de Constantino que situaba a las normas imperiales
por encima de la costumbre. Pero, al parecer, la mayoría de les juris­
tas medievales, como Tomás de Aquino, se las arreglaron para eludir
este segundo criterio en favor del que bien claramente expresaron
L as Partidas de Alfonso X al decir que la costumbre «puede tirar las
leyes antiguas que fuesen hechas antes que ella» (1,2,6). Y, así, espe­
cialmente en el plano doctrinal, la particular preponderancia que la
costumbre tuvo sobre la ley en la ordenación jurídica medieval sólo
comenzará a invertirse a partir de la centralización política asociada
al nacimiento del Estado moderno (Grossi, pp. 189-192).,

1.2. E l D erecho

a) Derecho y justicia

Hasta aquí he hablado sobre todo de la ley y ahora me referiré tam­


bién a la concepción tomista sobre el Derecho, que, como se irá

30. Argumentando que las leyes no obligan más que por la aprobación del pue­
blo, el jurisconsulto del siglo II Salvio Juliano había concluido que «también se admite
acertadamente que las leyes sean abrogadas no sólo por el sufragio del legislador sino
también por desuso con el consentimiento tácito de todos» [rectissime etiam illnd re-
ceptum estj ut leges non solum suffragio legis latoris, sed etiam tácito consensu omnium
per desuetudinem abrogentur ] (D. 1 ,3 ,3 2 .1 ; una versión castellana del texto completo,
con observaciones sobre su alcance en el Derecho romano, puede verse en Fernández
de Buján, «Conceptos», p. 25).
viendo, es entendido en un significado más restringido que el de ley,
dentro del cual puede ser incluido. Del Derecho trata Aquino dentro
del estudio de la virtud .de la justicia, porque para él el ius es el
obiectu m iustitiae, el objeto de la justicia. M ás todavía, el Derecho es
identificado con lo justo: ius sive iustum (donde sive significa un «o»
entre sinónimos, como en «el protagonista o primer actor»). Esta
identificación entre el Derecho y la justicia, entendida como virtud,
procede de la doble influencia en Aquino de la concepción de la
justicia de Aristóteles y de las definiciones del Derecho de los juris­
consultos romanos influidos por el estoicismo. En su contraste con
la noción de ley presenta un interesante problema interpretativo, al
que trataré de responder enseguida, que fue planteado por Michel Vi-
lley en los términos de una tajante contraposición entre dos formas
diferentes de entender el Derecho: el modo hebreo, mosaico, legalis­
ta e imperativista, del Derecho como ley o mandato general (T orah ),
y el modo griego y romano, aristotélico y estoico, descriptivista, del
Derecho como lo justo en un situación concreta (D ik a io n ) (Villey,
Critique, pp. 37 -3 8 ). Pero antes de entrar en esta cuestión veamos
cómo Aquino desarrolla la idea de que el Derecho se identifica con
la virtud de la justicia.

b) Alteridad e igualdad del Derecho

Para Tomás de Aquino, en general, el Derecho, el ius sive iustum,


sea natural o positivo, tiene dos componentes: uno relativo a la alte­
ridad del Derecho y otro a la igualdad. En primer lugar, el Derecho
es identificado por él con una virtud social o relacional y no indivi­
dual, esto es, con un tipo de criterio que regula lo obligatorio respec­
to de los demás, por lo que tradicionalmente se ha caracterizado a lo
jurídico mediante el rasgo de la llamada «alteridad», que, por ejem­
plo, hace que la soberbia o la gula sean pecados que violan la ley
natural pero no la virtud de la justicia ni, estrictam ente, el D ere­
cho natural. Este rasgo de la alteridad del Derecho procede en parte
de la visión aristotélica de la justicia como virtud social y política
por excelencia (recuérdese: «La justicia [...] es cosa de la ciudad, ya
que la Justicia es el orden de la comunidad civil» [P olítica, 1253a]) y
en parte de la definición de Ulpiano de la iustitia como constans et
perpetua voluntas iussuuip quique tribuere, pues el dar a cad a uno su
D erech o implica siempre relaciones entre personas distintas.
Junto a la idea de «alteridad», el Derecho se caracteriza por una
segunda nota, también recogida de la otra definición de justicia de
Aristóteles: la justicia como igualdad, que, si se mira bien, también
incorpora el rasgo de la alteridad en la medida en que las relaciones
iguales no se pueden dar con uno mismo (y así se reconoce en Summ.
T h., IÍ-II, 5 8 ,2 ). En todo caso, partiendo de la asociación entre Dere­
cho e igualdad, Aquino recoge también la distinción aristotélica entre
justicia distributiva y, como ahora la llama, conmutativa, distinción
que, como se recordará, refleja las dos formas básicas de justicia
como igualdad: la proporcional y la estricta. Aquino, uniendo ahora
las dos notas de la alteridad y la igualdad, define el Derecho como

una cierta acción adecuada a otro según alguna forma de igualdad


[ialiquod opus adaequatum alteri secundum aliquem aequalitatis mo-
dum] (Summ. Th., II-II, 57,1).

A partir del anterior concepto amplio de Derecho, establece tam­


bién la distinción entre Derecho natural y positivo, que recupera la
otra forma de justicia aristotélica, la justicia según la ley, donde Aris­
tóteles distinguía entre lo justo natural y lo justo legal en sentido'
estricto, esto es, entre lo que es justo por naturaleza y universal y
permanente y lo que es justo por convención y variable: en esa línea,
según el teólogo medieval, el Derecho existe bien por disposición
natural, aludiendo al Derecho natural o lo justo natural, bien por
acuerdo entre particulares, o por disposición del pueblo o del prínci­
pe, que es el Derecho positivo o lo justo legal (donde, por cierto,
aparece otra diferencia entre Derecho y ley, pues si hay una ley divi­
na positiva no parece que el Derecho positivo pueda ser más que
humano).

1.3. L ey y D erech o : bien y corrección

Para ir sintetizando los elementos hasta ahora vistos, podemos entrar


ya en la diferencia entre ley y Derecho en Tomás de Aquino, que se
pone de manifiesto sistemáticamente por los distintos y separados luga­
res en que trata de ambos en su Sum m a T heolog iae, en las secciones I-
II y-II-II, respectivamente. Simplificando algo, pues hay variadas defini­
ciones de una y otro en su obra no siempre fácilmente coordinables
entre sí, cabe decir que, al contrario que en el uso actual — donde la ley
es más bien una parte o manifestación del Derecho, como, conjunto de
leyes pero también de costumbres, principios, criterios jurisprudencia­
les, etc.— , en la concepción tomista la noción de ley es mucho más
amplia que la de Derecho. La razón más importante de la diferencia
está en que para Tomás de Aquino la ley abarca toda ordenación, sea
del mundo natural no humano, esto es, el mundo físico y los animales,
sea del humano o social, incluidas en este último todas las pautas mo-
rales, relativas a todas las virtudes y tanto con carácter de mandatos
como'de consejos, al modo de los evangélicos de consolar al enfermo,
ayudar al pobre o visitar al preso. En cambio, el Derecho puede redu­
cirse sucesivamente a dos grandes grupos de leyes: de un lado, dentro
de un primer círculo, a las relativas a los hombres, únicos seres capa­
ces de libertad, y de otro lado, dentro de un segundo círculo, a las re-
latiws~adavÍTtud~deia-jTrsticia, 110 inxponiendo-proria-coaeeión-losTeri—
terios de otras virtudes como la caridad, la prudencia o la amistad.
Según esta interpretación, y contra la pretensión de Villey de que Aqui­
no ha redescubierto «un concepto autónomo de ius» respecto de la idea
de ley (Critique, p. 40)31, las dos categorías, aunque distinguibles, están
en él estrechamente imbricadas, pudiendo integrarse el Derecho en la
noción más general de ley (se volverá sobre el tema al hablar del lega-
lismo tomista: infra, pp. 128 ss.).
La anterior relación entre ley y Derecho en general, de todo a
parte, es aplicable también a los ámbitos de la ley y el Derecho natu­
rales, pues mientras este último se restringe a la justicia, en cambio,
la ley natural, en sus distintos grados y derivaciones, comprende des­
de luego preceptos de justicia, que es la virtud social por excelencia,
pero también preceptos de otras virtudes: básicamente, además de la
justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza, que son virtudes
más bien dirigidas hacia uno mismo y el propio perfeccionamiento
moral. Dicho de otro modo, en Tomás de Aquino la ley natural es
una ordenación racional de la conducta humana en todos los ámbi­
tos, tanto en el social como en el meramente individual, que rige,
pues, no sólo las relaciones interpersonales e igualitarias, que son las
propias de la virtud de la justicia, sino también las conductas propias
de otras virtudes de perfección personal: en términos modernos, si la
justicia es sólo una parte de la moral y el Derecho natural se agota en
la justicia, el Derecho natural es una parte d e la moral — el mínimo
.ético esencial para la convivencia humana, cabe calificarlo— , mien­
tras que la ley natural expresaría el conjunto de la moral.
Una distinción como la anterior, que reserva al Derecho el míni­
mo ético, tiene una gran importancia para diferenciar a grandes ras­
gos lo que debe ser impuesto jurídicamente, las relaciones de justicia,
y lo que debe ser dejado al ámbito de la libertad individual, lo que se

3 1. Frente a esta tesis, Tierney ha replicado que en la Summa T heologiae se usan


ius y lex intercam biablem ente con profusión, y muy relevantemente en II-IIj 5 7 ,2 ,
justo el artículo que sigue a aquel en que define el ius (Tierney, p. 2 4 ). Ese uso
intercam biable, sin embargo, no significa que Aquino tome siempre los dos términos
como sinónimos, siendo compatible con la interpretación que propongo en el texto
del ius com o parte de la lex.
ha denominado «criterios de bien o de bondad», esto es, para operar
una diferenciación entre lo correcto y lo bueno que, paradójicamen­
te, ciertas corrientes contemporáneas políticamente liberales y bien
lejanas de la tradición tomista consideran esencial para excluir del
control estatal la esfera de la moralidad privada y de las distintas
opciones religiosas, esto es, un tipo de intervención que ha sido co­
mún en la tradición católica inspirada por el teólogo medieval._E.n„
contraste con esa tradición, y en aplicación de aquella distinción entre
lo correcto y lo bueno, puede entenderse cómo Tomás de Aquino
mantuvo una posición muy «liberal» sobre la moralización a través
del Derecho, pues para él, siguiendo a Agustín de Hipona, no todo lo
bueno o deseable debe imponerse jurídicamente:

D e aquí que también deban perm itirse a los hom bres im perfectos en
la virtud muchas cosas que no se podrían tolerar en los hom bres
virtuosos. A hora bien, la ley hum ana está h echa para la m asa, en la
que la m ayor p arte son hom bres im perfectos en la virtud. Y p o r eso
la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los
virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abste­
nerse la m ayoría y que, sobre to d o , hacen daño a los demás, sin cuya
prohibición la sociedad hum ana no podría subsistir, tales com o el
hom icidio, el robo y cosas semejantes (Sum m. T h., I-II, 9 6 , 2 ; véase
tam bién I-II, 9 1 ,4 y 9 2 ,1 ).

Por lo demás, Aquino también avanza la distinción entre D ere­


cho y moral en otra dirección, en la medida en que atribuye a la ley
humana la tarea de regular la conducta exterior, dejando a la ley divina
la de considerar el foro interno de la conciencia (Summ. Th., I-II, 91,4,
así como II-II, 5 8 ,9 ). No obstante, esta concepción, tradicional en la
filosofía cristiana, fue perfectamente compatible con las persecucio­
nes religiosas, llevadas a cabo por los Estados cristianos, en conniven­
cia con la Iglesia católica primero y con las protestantes después,
mediante el expediente de remitir al brazo secular la tarea de castigar
conforme a la ley humana a los herejes, aunque, por cierto, de una
forma muy inhumana, la hoguera, de clara inspiración en la tradición
judeo-cristiana.

1.4. L a ev olu ción d el co n cep to d e ius gentium,


en tre e l D erech o n atu ral y e l p ositiv ó

Para concluir esta sección, una mención aparte requiere el concepto


de ius g en tiu m en Aquino, sobre el que los intérpretes han sufrido
verdaderos quebraderos de cabeza por la ambigüedad en que incurre
al considerarlo a veces Derecho natural y otras veces positivo. Aquí
no nos interesa tanto resolver esa cuestión como destacar el sentido
de esa misma ambigüedad, que cumple un importante papel en las
complejas y largas transformaciones que el concepto de ius gentium
sufre desde Roma hasta el incipiente nacimiento del Derecho interna­
cional en la escolástica española de los siglos XVI y xvn. Lo resumiré
en cuatro momentos.

a) El ius gentium en Roma

El primer momento corresponde a Roma, donde, como se recordará,


el ius gentium había sido creado por los romanos como un derecho
civil especial aplicable a los extranjeros que vivían o comerciaban en
Roma, es decir, como un tipo de Derecho positivo, pero siendo a la
vez teorizado también como una especie de Derecho natural. Recuér­
dese la definición de Gayo: q u o d naturalis ratio inter om n es hom ines
constituit, esto es, «el que la razón natural establece entre todos los
hombres».

b) El ius gentium en Isidpro de Sevilla

Como segundo momento, entre los conceptos romanos y Tomás de


Aquino merece una atención especial Isidoro de Sevilla (560-636),
que en sus E tim olog ías {ca. 630) introduce dos novedades significati­
vas sobre la noción romana de ius gentium . Primera, hace una tripar­
tición del Derecho en natural, de gentes y civil, en la que el segundo
ocupa un lugar intermedio y ambiguo entre los otros dos: mientras el
natural es el «común a todas las naciones» y el civil «el que cada
pueblo o ciudad establece para sí», el ius gentium es «usado por casi
todas las gentes» o naciones. Y, segunda y más importante, el obispo
de Sevilla ya atribuye al ius gentium un contenido muy similar al
actual Derecho internacional público, al identificarlo prácticamente
con el Derecho de guerra y de paz:

E l ius gentium es el asedio, la ocupación de territorios, la edificación,


las fortificaciones, las guerras, las tomas de prisioneros, la esclavitud,
las repatriaciones, las alianzas de paz, las treguas, el carácter sagrado
de la inviolabilidad de los legados y la prohibición de casarse con
extranjeros. Y de ahí Derecho de gentes, porque de este Derecho usan casi
todas las naciones32.

32. El texto original de lo arriba citado es el siguiente: «Ius autem naturale [est],
aut civile, aut gentium. Ius naturale [est] commune omnium nationum, et quod ubique
instinctu naturae, non constitutione aliqua habetur; [...] Ius civili est quod quisque
c) El ius g en tiu m en Tomás de Aquino

Como tercer momento, y en el marco de las definiciones romanas y


del obispo sevillano, Aquino oscila entre considerarlo natural o po­
sitivo, pero en lo esencial lo configura como una especie de escalón
intermedio entre los principios generales y autoevidentes del Dere­
cho natural, que el ius g en tiu m concretaría por deducción, de for­
ma inmediata o sucesiva, y la variedad de Derechos civiles mediante
los cuales los distintos pueblos concretan los principios naturales de
forma más mediata o indirecta33. En esa estructura escalonada, que
distingue los tres niveles por su mayor o menor grado de concreción,
Aquino no hace especial hincapié en la otra propuesta de Isidoro de
Sevilla de reducir el ius g en tiu m a un contenido específico, como el
Derecho de guerra y paz, sino que habla de él en general y se fija úni­
camente, y sólo a modo de ejemplo, en la institución de la esclavitud,
a la que considera de derecho de gentes y a la que, por tanto, trans­
mite la ambigüedad de si es natural o positiva. Lo anterior, sin embar­
go, no quiere decir que Tomás de Aquino no se ocupara de un. tema
central para el posterior Derecho de gentes, como la justificación de
la guerra, que, siguiendo la estela de Cicerón y de Agustín de.Hipona,
trató como una cuestión moral al margen de aquel Derecho. Hasta
tal punto que Aquino es uno de los grandes defensores medievales de
la doctrina de la gu erra ju sta , considerada como aquella públicamen­
te declarada, emprendida por la autoridad legítima en respuesta a un
agravio de otro príncipe y combatida con la debida proporción entre
el daño recibido y el producido (Summ. T b ., II-II, 40,1).

d) El ius g en tiu m , hacia la escolástica española

Como cuarto momento, cuyo desarrollo queda pendiente para el ca­


pítulo siguiente, la colocación tomista del ius gen tiu m entre el Dere­
cho natural y el civil (o positivo) se mantendrá en las primeras teorías

populus vel civitas sibi proprium humana divinaque causa constituit. Ius gentium est
sedium, occupatio, aedificatio, munitio, bella, captivitates, servitutes, postliminia,
foedera pacis, indutiae, legatorum non violandorum religio, connubia ínter alieníge­
nas prohibita. Et inde ius gentium, quia eo iure omnes fere gentes utuntur» (E tym o-
logiarum, Y, iv-vi).
33. Esta diferenciación entre ius gentium y ius civile aplica la distinción más
general entre dos formas distintas de desarrollo de los principios del Derecho natural:
per conclusianem o por deducción silogística, y per determinationem o por elección de
una de las especies posibles dentro de un género, distinción a la que he aludido antes
en la nota 2 2 (p. 113) y que se vuelve a comentar infra, p. 127.
amplias sobre el Derecho internacional público — obra sobre todo de
teólogos españoles como Francisco de Vitoria o Francisco Suárez,
seguidos pronto por el jurista holandés Hugo Grocio— , cuando, tras
el descubrimiento de América, estos autores recuperen decididamen­
te la posición de Isidoro de Sevilla sobre el contenido del ius g en ­
tiu m , hasta considerarlo como el relativo a la regulación de las re­
laciones caire naciones o Estados (guerra y paz, ocupaciones, conquistas,
libertad de los mares, etc.).

2. La u n iv e r s a l id a d d e l D erec h o n atu ra l:
MINIMALISMO Y LEGAL1SMO EN MORAL

En esta sección y la siguiente profundizaremos en algunos rasgos y


consecuencias del modelo medieval de la idea del Derecho natural
analizando la concepción de Tomás de Aquino a propósito de los dos
rasgos característicos que de tal Derecho aparecían ya en el estoicis­
mo: su universalidad y su superioridad.
La u n iv ersalid ad de la ley natural — de la que deriva, en lo rela­
tivo a la justicia, el Derecho natural— se presenta en el teólogo domi­
nico como procedente de Dios, según ya dije, a modo de especifica­
ción para el hombre de la ley eterna. En ese designio divino la ley
natural puede conocerse por la sola razón como participación del
hombre en el orden teleológico del cosmos conformado por la divi­
nidad, que ha impreso indeleblemente en la naturaleza humana una
serie de tendencias naturales-finales de las que pueden extraerse los
principios de la ley natural: el más general de esos principios, «el
primer principio de la razón práctica» y, a la vez, el «primer precep­
to» de la ley natural, es el mandato, aparentemente vacío, de bon u m
facieitdm n j m alu m vitandum , esto es, «debe hacerse el bien y evitar el
mal»; pero Aquino concreta más cuando cita los tres «preceptos de la
ley natural» que corresponden «al orden de las inclinaciones natura­
les», que son tres:
a) en común con todos los seres o sustancias, la tendencia a la
conservación del propio ser, que existe en todos los seres o sustan­
cias y que en el caso del ser humano apoya la conservación de la vida
humana, de donde deriva que «pertenecen a la ley natural todos los
preceptos que contribuyen a conservar la vida del hombre y a evitar
sus obstáculos»;
b) en común con todos los animales, la tendencia a «las cosas
que la naturaleza ha enseñado a todos los animales» (algunos autores
posteriores la han resumido como tendencia a la perpetuación de la
especie), cosas de las que cita la «unión [con iu n ctio ] de los sexos» y
la educación de los hijos; y
c) como específicamente humana, en cuanto racional, la tenden­
cia «a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad», según la
cual «pertenece a la ley natural todo lo que atañe a esta inclinación,
como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo demás
j:elacÍQnado^co.rLeslo»J¡5i¿m2Hi2^Ü!:,rLn,jM,2).;_esti.am.algamaj;ecoge
las dos finalidades de la vida humana según Aristóteles: la vida con­
templativa, del hombre como racional, y la vida activa, del hombre
como miembro de una comunidad política.
En realidad, la confianza de Aquino en la idea de la naturaleza
racional de los hombres como fundamento de la moral se enfrenta al
mismo dilema que vimos ante el concepto de naturaleza aristotélico
(supra, pp. 3 9 -4 2 ): o bien hace hincapié en lo natural en cuanto ten­
dencia empírica, en cuyo caso incurre en la falacia naturalista, o bien
— y éste es el camino que con alguna vacilación parece preferir el
teólogo medieval— hace hincapié en lo natural en cuanto finalidad
racional establecida por Dios, pero entonces tales fines no tienen más
apoyo que la garantía de una determinada concepción sobre Dios, lo
que, con el tiempo, terminaría constituyendo una base no universali-
zable para la moral.
Por lo demás, conceptos como los utilizados por Tomás de Aqui­
no para fundar la moral, enormemente vagos en principio, pueden
caracterizarse y precisarse mediante tres rasgos del iusnaturalismo to ­
mista que han sido vistos por muchos de sus partidarios como grandes
méritos de esta concepción y que presentan opciones básicas someti­
das a discusión, en buena parte casi desde la época en que se form ula­
ron: el minimalismo ético, el legalismo jurídico-moral y el intelectua­
lismo jurídico.

2 .1 . E l m in im alism o en la ética y en la relación


en tre D erech o n atu ral y positiv o

El iusnaturalismo escolástico ha sido alabado en confrontación con el


iusnaturalismo posterior, racionalista o protestante, por su concep­
ción minimalista del Derecho natural y, en general, de la ética. Pero
puede hablarse de «minimalismo» en dos sentidos algo diferentes.
En un primer sentido, dentro del plano mismo de la argumenta­
ción ética, es cierto que, en las declaraciones metodológicas al menos,
hay en Tomás de Aquino una cierta cautela hacia el maximalismo en
cuanto que afirma la pérdida de seguridad en el conocim iento de los
criterios morales a medida que se desciende o concreta desde los pri-
meros principios. En efecto, para el dominico, tales principios son
desarrollados por otros principios secundarios, es decir, de aplicación
a casos concretos, en los que a medida que avanza la concreción au­
menta también la inseguridad y, dice Aquino, «pueden ocurrir algunas
excepciones» {Summ. T h., I-II, 9 4 ,4 ; véase también II-II, 57,2). Este
primer aspecto de la tendencia minimalista puede relacionarse con la
cautela aristotélica de que en materias político-morales hay un cierto
espacio para la opinión, al menos en cuestiones concretas, y con la di­
ferencia antes referida entre razón especulativa y razón práctica (infra,
p. 114). De tal manera, para Aquino, cuanto más generales son los prin­
cipios morales son también más evidentes, de modo que su especifica­
ción es materia de interpretatio y no sólo de d em on stratio. Sin embar­
go, esta cautela aparece sobre todo en las declaraciones metodológicas
de Aquino, pero luego, cuando se leen sus criterios y consideraciones
sobre las distintas virtudes, pasiones, vicios y pecados — de la fe a la
caridad, de la misericordia a la prudencia, de la concupiscencia a la en­
vidia, de la herejía a la blasfemia, del homicidio a la usura— tanto el
grado de detalle como el de firmeza en los criterios permiten poner en
duda que, de hecho, el iniciador de la filosofía tomista fuera tan fiel a
su programa minimalista. Para muestra baste un botón, elegido al azar
en la II-II de la Sum m a T h eolog iae, en respuesta a la pregunta de si «es
lícito en algún caso mutilar un miembro»:

así como por el poder público puede uno ser lícitam ente privado
totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede
ser privado de un miembro por algunas culpas menores. Pero hacer
esto no es lícito a cualquier persona privada, ni aun consintiendo el
mismo a quien pertenece el miembro, puesto que con ello se com ete
injuria a la sociedad, a la que pertenece el hombre mismo y todas sus
partes. Mas, si un miembro dañado corrompe todo el cuerpo, enton­
ces es lícito amputarlo por la salvación de éste con consentimiento
de aquel de quien es el miembro, pues a cada uno está encomendado
el cuidado de su propia salud. Igual razón hay si se hace la mutilación
por voluntad de aquel a quien corresponde cuidar de la salud del que
tiene el miembro corrupto. Fuera de estos casos, es absolutamente.,
ilícito mutilar a alguien un miembro (Summ. Th., II-II, 65 ,1 ).

Junto al anterior, un segundo sentido de minimalismo aparece no


ya en el campo de la argumentación moral en sentido estricto, sino en
lo que se refiere a la visión de Tomás de Aquino y los autores esco­
lásticos sobre la relación entre Derecho natural y Derecho positivo.
En efecto, en ese punto admitieron una razón distinta a la anterior
para explicar una cierta variabilidad de los criterios morales a la hora
de su aplicación y especificación por los distintos Derechos positivos,
entendiendo que el Derecho positivo tiene que completar y rellenar
los huecos que el Derecho natural, por su generalidad, no puede ni
pretende cubrir. El legislador positivo, reconocieron, puede desarro­
llar el Derecho natural de diferentes maneras, por ejemplo, organi­
zando la propiedad en privada o común, admitiendo o no la esclavi­
tud o imponiendo esta o aquella pena por tal o cual delito (Summ.
Th., I-II, 94,5 y 9 5 ,2 ): Esta forma de aplicación de los principios
del Derecho natural es denominada por Aquino especificación p er
determ in ation em , por determinación, a modo de concreción desde el
género a alguna de las posibles especies (Summ. Th., I-II, 95,2). Sin
embargo, tampoco conviene exagerar la flexibilidad de este recono­
cimiento, pues el teólogo dominico también pensaba que, en parte,
muchos preceptos jurídicos pueden deducirse no por determinación
sino p er con clu sion em , por conclusión, esto es, mediante deducción
lógica de carácter silogístico. Y, así, con el apoyo de la Biblia, extraía
preceptos de Derecho natural bien detallados en su alcance, como
la condena del homicidio salvo en legítima defensa, la prohibición
absoluta del suicidio o la indisolubilidad del matrimonio monogá-
mico34. De nuevo a modo de ejemplo, éstas son las tres razones que
arguye para excluir toda licitud al suicidio:

primera, porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo, y a esto


se debe el que todo ser se conserve naturalmente en la existencia [...
de modo que] el que alguien se dé muerte va contra la inclinación
natural [...]. Segunda, porque cada parte, en cuanto tal, pertenece al
todo; y un hombre cualquiera es parte de la comunidad [...]. Por eso
el que se suicida hace injuria a la comunidad [...]. Tercera, porque la
vida es .un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad,
que da la muerte y la vida. Y, por tanto, el que se priva a sí mismo de
la vida peca contra Dios (Summ. Th., II-II, 64,5).

34. Un ejemplo curioso de ia disputabilidad de las concreciones de los primeros


“p rincipios lo proporcionará algunos siglos después el también dominico Francisco de
Vitoria cuando en su obra La ley comenta la questio 94, articulo 5, de la I-II de la
Suma teológica, razonando sobre los tipos de matrimonio: «Los que no son primeros
principios perfectamente pueden cambiarse; por ejemplo, el tener varias mujeres, que
es contra la ley de la naturaleza, podría cambiarse, porque no es evidente para todos
ios hombres. El fin del matrimonio es la generación de la prole. El tener varias mujeres
no va directam ente contra ese fin, pero de algún modo le es contrario porque no
se consigue con comodidad; más aún, de algún modo se impide la generación de la
prole, porque m ejor conciben dos mujeres de dos hombres que de uno solo» (p. 3 3 );
parece que Vitoria quiere decir, en defensa de la monogamia, que mejor concibe cada
mujer de un hombre distinto que dos mujeres de un mismo hombre, pero sin tener en
cuenta la poliandria, donde cada mujer todavía tiene más posibilidades de concebir.
2 .2 . La concepción legalista de la m oral y el D erecho

Un segundo rasgo distintivo importante del universalismo propuesto


por el iusnaturalismo medieval es su concepción eminentemente le­
galista del Derecho y la moral. En un primer aspecto, el legalismo es
m anifestación de la concepción general, procedente del estoicis-
r.’. o, .según la cual todo lo creado está sometido a ley, en el sentido
de razón que ordena en tanto que organiza (que es el significado
originario de o rd o). Pero en un segundo aspecto, como aplicación.
específica de tal orden al mundo humano, el legalismo consiste en la
comprensión del orden jurídico-moral al que están sometidos los
hombres en términos de preceptos o reglas que en lo esencial obligan
y prohíben conductas, donde la ley ordena en tanto que m an d a.
Como antes indiqué, Michel Villey defendió la esencial diferencia
entre dos concepciones del Derecho, una en términos de justicia
objetiva que surge de una situación y otra en términos de ley impe­
rativa impuesta por un legislador. La primera, que sintetiza bajo el
término griego D ik a io n (lo justo) y sería la concepción aristotélica,
griega y romana, ve al Derecho como proporción justa — id q u o d
iustum est— entre los bienes distribuidos entre las personas, propor­
ción que tendría una racionalidad objetiva propia que el juez ha de
descubrir en el caso concreto y declarar en términos descriptivos. La
segunda, que Villey sintetiza bajo el término hebreo T orah 35 (ley) y
que procedería sobre todo de la tradición bíblica, ve al Derecho como
conjunto de leyes, entendidas como prescripciones o imperativos que
determinan las conductas debidas o prohibidas. Pues bien, según
Villey, la teología cristiana habría equivocado el camino recto a
partir de la patrística, y especialmente de Agustín de Hipona, al
aceptar la concepción hebrea, que, según él, termina conduciendo,
de un lado, a una inapropiada reducción del Derecho a la ley y de
la ley a voluntad del legislador y, de otro lado, a la sustitución de
una noción de Derecho basada en la objetividad de la justicia como
racionalidad interna a las relaciones humanas mismas a otra dominada
por la idea de derechos subjetivos que, como poderes individuales
protegibles por las leyes, estaban destinados a disolver el orden de
justicia en que el Derecho debería consistir en una miríada de deman­
das y criterios egoístas en perpetua lucha (Villey, Seize essays, cap. X ;
y C ritiqu e, caps. I y II).

35. La T orah (o T ora ) se contiene básicamente en el Pentateuco (en griego,


«cinco libros»), nom bre que el teólogo cristiano Orígenes dio a los cinco primeros
libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronom io.
En la anterior caracterización, que tiene el valor de haber defen­
dido una tesis a contracorriente y, con ello, de formular provocativa­
mente el contraste entre una serie de temas centrales en la secular
discusión sobre la naturaleza del Derecho, hay sin embargo una amal­
gama de elementos que deben mantenerse analíticamente diferencia­
dos. Y, precisamente, la posición de Tomás de Aquino es útil para
introducir, al menos, tres distinciones relevantes, que comentaré en
el siguiente orden: legaíismo vs. casuismo, Derecho objetivo vs. dere­
chos subjetivos, e intelectualismo vs. voluntarismo.

a) Legaíismo vs. casuismo

La primera distinción afecta a la relación entre Derecho y regla, que


puede plantearse de muchas maneras y entre ellas, desde luego, como
contraste entre la concepción casuística romana, en que el Derecho
tiende a obtenerse más bien inductivamente y respecto de casos con­
cretos,|y la legalista o imperativista, que, como vimos, ya aparece en
el tardío Imperio romano y es más bien deductivista y generalizadora
en cuanto que las leyes operan como reglas generales que se imponen
obligatoriamente sobre los casos que regulan (muy discutible, en cam­
bio, resulta la afirmación de Villey de que en la primera concepción
se opera mediante declaraciones y no, como en la segunda, también
mediante prescripciones). Pues bien, en este primer sentido creo que
la concepción tomista se sitúa en el campo legalista36, sin que en
Tomás de Aquino reaparezca «un concepto autónomo de ius» inter­
pretable en el sentido del mencionado casuismo, sino que más bien
propone un concepto prescriptivista del Derecho como ley en el sen­
tido de regla o pauta general.
Es cierto que Aquino, honrando una vez más los textos aristoté­
licos, identifica el Derecho con la justicia, pero la justicia no es para
él sino una virtud que, como cualquier otra, está ord en a d a por las
leyes divina, natural y humana. Y tales leyes — más allá de la ya
comentada ambigüedad del término «ordenación» y sus derivados,
que pueden aludir al proceso y al resultado tanto de organizar como
de mandar— son vistas por él como prescripciones, caracterizándose

36. W esterm an ha dado una interpretación diferente, que parte de la tesis de que
la clave del edificio filosófico de Aquino se basa en la estética y en la figura de Dios
como artista, cuya ley eterna sería un modelo o estilo artístico y no un precepto o
conjunto de preceptos (pp. 2 6 ss.). Sin embargo, aunque la de W esterm an fuera la
interpretación más correcta, lo que es discutible conform e a los argumentos que se
ofrecen en el texto a favor de la imperativista, esta última ha sido la históricamente
más influyente y la relevante a ios efectos aquí pretendidos, de proporcionar el m odelo
medieval de la teoría iusnaturalista.
por imponer conductas d ebid as, esto es, por establecer obligaciones
o prohibiciones. Y esto es así, incluso, en los dos sentidos de justicia
aceptados por Aquino, uno como «virtud especial», que es el referido
a las relaciones de alteridad e igualdad regidas por el Derecho, y otro
«en sentido general», en cuanto la justicia «ordena al hombre al bien
común», que la identifica con el conjunto de todas las virtudes (que
para él son hábitos, esto es, disposiciones creadas mediante la repeti­
ción de conductas). Pues bien, en ambos casos la justicia es entendida
en términos legalistas, como lo indica su respuesta positiva a la pre­
gunta de si el «primer p recep to » de la ley natural, hacer el bien y
evitar el mal, es parte de la justicia:

Si hablamos de lo bueno y lo malo en sentido general, hacer el bien y


evitar el mal, pertenece a toda virtud, y en este concepto no pueden
calificarse como partes de la justicia a no ser refiriéndose a la justicia
que es toda virtud. Aunque también la justicia así entendida mira al bien
bajo un aspecto especial, esto es, en cuanto que es debido en orden a la
ley divina o humana. Mas la justicia, considerada como virtud especial,
contempla el bien bajo su aspecto de debido al prójimo. En este sentido,
pertenece a la justicia especial hacer el bien bajo su aspecto de debido al
prójimo y evitar el mal opuesto, esto es, aquello que para el prójimo sea
nocivo (II-II, 7 9 ,2 ; véase también 5 8 ,5 ; y I-II, 9 4 ,2 ; cursivas mías).

b) Derecho objetivo vs. derechos subjetivos

Villey tiene esencialmente razón — y además le corresponde el méri­


to de haber sido de los primeros en rastrear los orígenes de este
cambio histórico y en destacar su importancia— al señalar que la
noción de derecho subjetivo en su significado moderno es ajena al
mundo griego y romano (como también al hebreo, cabe añadir, aun­
que no sea esencial a la distinción de Villey, pero sí útil para mostrar
cómo este autor amalgama ideas con orígenes y componentes diferen­
tes). Ni griegos ni romanos, dice Villey con razón, utilizaron la idea
de d ik a io n y de ius en el sentido de «facultad», «poder» o «título de
disposición» — que es el significado central de las ideas de «derechos
naturales» del pensamiento racionalista y de «derecho subjetivo» en
el positivismo jurídico decimonónico— , porque al no concebir el
Derecho como ley, sino como relación justa interna a una situación
dada, no podían derivar del concepto de ley la idea de permiso, que
es uno de los componentes esenciales de las facultades, poderes o
títulos individuales en que consisten los derechos subjetivos. No se
trata, precisa Villey, de que en el sistema jurídico romano no existan
poderes y facultades (dom inia, im peria, p otestates, etc.), sino de que
tales nociones no se colocan bajo una misma categoría general ni se
entienden como derechos su bjetivos en el sentido de que se conside­
ren cualidades de los individuos que vienen reconocidas y garantiza­
das por el Derecho y, todavía menos, atributos de todos los hombres
en cuanto tales, esto es, como derechos naturales37. Y Tomás de Aqui­
no, concluye Villey, gracias a su concepción sobre el Derecho (ius)
como justicia en vez de como ley (lex ), estaría todavía en esa misma
línea, secularmente ajena a los derechos naturales, que sólo se que­
braría a partir de Guillermo de Occam, en el siglo X IV , para desarro­
llarse con la escolástica española de los siglos XV I y XVII hasta triunfar
con el iusnaturalismo racionalista de los siglos XV II y XVIII (Villey,
Seize essays, pp. 1 4 0 -1 4 2 y 1 4 7-158).
En lo que concierne a Tomás de Aquino, a mi modo de ver, V i­
lley acierta sólo en parte: es verdad que su concepción es ajena a la
noción de derechos subjetivos y naturales, pero no por las razones
que éste dice, sino por el tipo de legaíismo objetivista que aquél
mantiene, basado esencialmente en la idea de ordenación de manda­
tos y prohibiciones más que en la de permisos, pues para Aquino

la ley es regla y medida de los actos según la cual se induce a alguien a


actuar o a abstenerse de actuar [lex quaedam regula est et mensura

37. Com o ha dicho Brian Tierney, confirmando la posición de Villey, «[l]os


juristas romanos no concibieron el orden jurídico como esenciamente una estructura
de derechos individuales a la manera de algunos modernos» (p. 18; de acuerdo tam­
bién, con una más detallada discusión, Tuck, pp. 7-13).
Aunque en algunos textos romanos clásicos pueda dar la impresión de que se
utilizan términos como ius o tura en un sentido que equivale a facultad o derecho
subjetivo, en realidad el término significaba tanto lo que otros deben a uno como lo.
que uno debe a otros: así, la famosa definición de justicia de Ulpiano, suum'ius cuique
tribuere, se ha de traducir com o «dar a cada cual lo que le corresponde conform e al
Derecho», de modo que si se traduce com o «dar a cada cual su derecho», ha de tenerse
en cuenta que en tal sentido el derecho del parricida era ser arrojado al T íber en un
saco con víboras (Tierney, p. 16, que recoge observaciones de Villey); esto se confirma
en'un texto de Gayo que dice: «Los iura de las fincas urbanas son el ius de levantar un
edificio más alto y de obstruir la luz del edificio de un vecino o el de no construir para
que la luz del vecino no sea obstruida» (Institutiones, II, 14), donde el ius de no
construir equivale, evidentemente, a la prohibición de construir (Tuck, p. 9 ; así como-
Finnis, N atural Law , p. 2 0 9 ; aunque el punto ya había sido mostrado por Villey en
1 9 4 6 , según lo indica Tierney, p. 16). A la luz de lo anterior, la m ejor traducción al
castellano de tal noción de ius equivaldría, me parece, a lo justo en el sentido de «lo
que corresponde» o «la parte correspondiente», que alude tanto a deberes como a
facultades (aunque raro, y en utilizaciones no jurídicamente cultas, en castellano se
puede oír a veces un doble uso similar del término «derecho», cuando una misma
persona dice tanto que «yo tengo derecho a hablar» como «tú tienes el derecho de
respetar mis ideas»).
a ctu u m , secu n d u m q u am in d u citu r a liq u is cid ag en d u m , v el a b a g en d o
retrahitu r] (Sum m . T h., I-II, 9 0 , l ) 3a.

La mayor insistencia en los deberes es característica del tipo de pen­


samiento que observa la política de arriba abajo, desde el poder, ex
parte principis, por más que se considere a Dios como el primer prín­
cipe y al pueblo como depositario último del poder (se vuelve sobre
esto hifra, pp. 145 ss.). En ello contrasta con la insistencia opuesta,
que, al menos en principio, mira la política de abajo arriba, desde los
ciudadanos, ex parte popu li, especialmente si se piensa en el pueblo
como conjunto de individuos con distintos intereses. En realidad, a la
mentalidad medieval más característica, bien representada por Aqui­
no, el individualismo le es del todo ajeno: los hombres medievales
no ven individuos, sino funciones y oficios relativos a la tierra y a las
cosas o entes colectivos y corporaciones de tipo estamental, religioso,
profesional, mercantil, etc., de modo que los individuos se insertan
en las formas comunitarias'como seres imperfectos e inferiores a ellas
(Grossi, pp. 9 0 -1 0 0 y 198). De este modo, el iusnaturalismo tomis­
ta, que influye de manera dominante desde la Edad Media hasta la
época contemporánea en el núcleo del pensamiento político católico,
dará un firme fundamento a una tendencia ajena — y a veces incluso
contraria— a la idea de derechos naturales pero, a la vez, acorde con
la concepción legalista del Derecho. Por decirlo más claramente, la
insistencia del iusnaturalismo tomista en la ley y en los deberes en vez
de en los derechos no sólo da cuenta de una importante diferencia
con el individualismo del iusnaturalismo racionalista — sobre la que
se habrá de hablar más por extenso en el capítulo siguiente— , sino
que también explica por qué una ideología jurídica autoritaria y ne-
gadora de las más básicas libertades, como la del franquismo, acogió
precisamente este modelo del iusnaturalismo medieval, despreciando
la carga potencialmente crítica presente en la doctrina de los dere­
chos naturales del iusnaturalismo protestante39.

3 8 . Seguramente, un antecedente de esta definición puede hallarse en la visión


ciceroniana de la «ley verdadera [...] que con sus mandatos llama al hombre al bien y
con sus prohibiciones le disuade del mal y que, ya mande ya prohíba...» (De re publica ,
III, 2 2 ; véase supra , p. 50).
3 9 . En su reciente libro sobre la filosofía práctica de Tomás de Aquino, Joh n Fin-
nis ha defendido con destreza la tesis de que la construcción tomista sobre la justicia
puede rcformularse en términos de una justificación'moral de los derechos humanos
más básicos, en la medida en que las razones para prohibir el homicidio o la mentira
o para obligar al cumplimiento de las promesas remiten a los intereses y beneficios de­
bidos a todas las personas, en definitiva, a sus derechos^ Y llega a decir que «[a]unque
nunca usa un término traducible como “derechos humanos”, Aquino claramente tiene
el concepto» (Aquinas , p. 136 y cap. V, esp. pp. 133-137).
Por lo demás, aunque aquí no tiene tanta importancia, la s inves­
tigaciones historiográficas sobre el momento en que surge la noción
moderna de derecho subjetivo, entendido como poder o título jurídi­
co individual a algo, han venido atrasando la fecha hasta hacerla an­
teceder a la época de Tomás de Aquino., en concreto, a Graciano y los
canonistas que comentaron su D ecreto, desde mediados del siglo XII40.

Esta modernización de la filosofía tomista, por lo demás intelectualmente muy


respetable, muestra el gran éxito y expansividad de la apelación a los derechos hu­
manos. Sin embargo, por avanzar sintéticamente algunos de los principales puntos
débiles de esta posición, diré, primero, que el significado de «derecho subjetivo» que
rescata Finnis es el muy débil y casi trivial de tal noción como correlativa a la de deber
(de acuerdo con ello, los Diez Mandamientos a Moisés también formularían derechos,
por ejemplo a ser honrado por los hijos, a la vida o a no ser engañado, aunque quepa
preguntar quiénes son los titulares de los derechos correspondientes a la prohibición
de las formas de fornicación que no dañan a nadie, o de las obligaciones de amar a
Dios y de celebrar el culto en las fiestas). En segundo lugar, la pretensión de que el
edificio moral tomista se puede fundamentar en derechos da primacía a un tipo de cri­
terio, el del respeto básico a todo individuo, que — aunque aquí haya espacio para el
debate— me parece una interpretación forzada de una concepción que teológicam en­
te otorga la primacía a los designios divinos y políticamente se basa primariamente en
la noción de bien común, sin contar que, como ha destacado Tuck, el Derecho natural
de Aquino es neutral sobre dos temas como la esclavitud y la propiedad privada, de
modo que sostiene que no hay derechos naturales ni a la libertad ni a ia propiedad,
lo que es un rasgo esencial de las teorías basadas en tales derechos (pp. 1 9-20). Y, en
tercer lugr.r, en la supuesta construcción tomista faltarían algunos derechos básicos
y sobrarían otros: entre los que se echan de menos, además de la libertad natural,
derechos elementales relativos a la igualdad de los seres humanos, dados muchos de
los comentarios de Aquino sobre las mujeres y la esclavitud — que Finnis, cuando
no puede salvar, no tiene más remedio que considerar erróneos o manifiestamente
mejorables («open to notable improvement», dice en pp. 1 7 5 -1 7 6 )— , o a la libertad
religiosa e ideológica, por no mencionar los derechos de igual participación democrá­
tica; y entre los derechos humanos o básicos que sobrarían se encuentra, desde luego,
el derecho a ia fidelidad conyugal o, tomado genéricamente, a no ser mentido (por
cierto dos de los tres temas con los que, junto al m ejor escogido del respeto a la vida
humana, Finnis ilustra su tesis, lo que resulta extremadamente sorprendente porque
más bien constituyen complejas obligaciones morales que, según distintos criterios,
deben dar lugar o no a derechos legales, y desde luego sólo en algunos pocos casos a
derechos básicos, como en los protegidos por los delitos contra el honor); en fin, en
la hipotética construcción tom ista también sobrarían, com o ajenos a la tradición de
las teorías sobre los derechos naturales, derechos correlativos a otros vicios o peca­
dos contra la justicia estudiados por Aquino, como el derecho (¿del Estado?, ¿de la
sociedad?) a que el reo no mienta, el derecho a no ser maldecido o el derecho a no
ser objeto de usura.
40. Al parecer, Graciano habló ya de los iura libertatis, aunque sin el significado
de derechos naturales, lo que abrió debates entre los canonistas durante la segunda mi­
tad de ese mismo siglo que, según Tierney, van produciendo traslaciones de significado
hasta dar con un uso genuino de derecho subjetivo (cap. 2; véase también Reid).
Aunque no puedo aquí más que dejar apuntadas mis dudas, la tesis de Tierney
no resulta tan evidente como parece, pues ni los iniciales significados «subjetivos» del

■\ n n
133
Con todo, otro momento decisivo lo marcan en el siglo XIV, además de
Juan Duns Escoto, las argumentaciones de Marsilio de Padua y Gui­
llermo de Occam a propósito de la compleja discusión sobre el dere­
cho de propiedad de los frailes de las órdenes mendicantes41. En para­
lelo, también es relevante para esta historia el nominalismo del propio
Occam (ca. 1285-1347/49), esto es, la concepción de que lo único real­
mente existente son las cosas y los individuos particulares, siendo los
conceptos generales meros nombres y no esencias ideales o racionales,
pues tal concepción pudo apoyar filosóficamente el posterior desarro­
llo del individualismo y de la noción de la sociedad como suma de in--
dividuos concretos cuyos, derechos se deben proteger. En fin, dos mo­
mentos ulteriores importantes los proporcionan, primero, Juan Gerson
(1363-1429), cuya concepción del ius como poder o facultad dispositi-

término ius pueden identificarse con la noción de derecho subjetivo ni muchos de los
textos que cita tienen como única traducción de aquel término la de derecho subjeti­
vo, sino la misma que el texto de Ulpiano ius suum cuique tribuere , que alude a lo justo
como lo que le corresponde a alguien, en el doble sentido de serle debido y de deber suy¿o.
Por lo demás, aunque el concepto de derecho subjetivo en sentido moderno apareciet-
ra ya en tales textos, en ellos no hay no ya sólo una teoría general de tales derechos
como derechos naturales de todos ltís individuos, sino ni siquiera una mínima teoría
sobre la noción, que si acaso se limitan a usar, y no siempre claramente, en el nuevo
sentido.
41. Esta discusión — recogida en la novela de Eco E l nom bre de la rosa, cuya
acción se sitúa en 1327— surgió con la interpretación de la regla franciscana, elaborada
por el propio Francisco de Asís en 1221 y 1223, que decretaba una pobreza absoluta
para los «frailes menores» (el nombre originario de los franciscanos), que les impedía
«tener nada propio, ni siquiera la mísera ropa que llevan puesta». Desde el decenio de
1230 hubo interpretaciones papales de la cuestión, siendo las dos más importantes la del
papa Nicolás III — que en 1279 había distinguido entre la propiedad sobre los bienes de
uso y consumo, a la que Cristo y sus apóstoles habrían renunciado por completo, y su
«simple uso»— y la de Juan X X II, que a principios del siglo X IV mantuvo la imposibili­
dad de separar el simple uso y el derecho subyacente al uso, declarando herética la
posición franciscana. En la réplica del franciscano Occam a este papa, su Opus nonagin-
ta dierum (escrita en no se sabe qué noventa días entre 1 3 3 2 y 1 334), además de
declararle a su vez hereje, elaboró una compleja defensa de la posición de Nicolás III en
la que, entre otros significados, aparecía la noción de ius- com o-facultad jurídico—
positiva de reivindicar lo propio, que sería renunciable y permitiría a los franciscanos
negar que tuvieran tal tipo de derecho (Villey, Seize essays, pp. 158-178 ; así como
Formation, pp. 2 4 0 -2 6 2 ; Tuck, pp. 20-2 4 ; y Tierney, caps. 4 y 5).
A hora bien, com o ha mostrado Tierney, Occam no es tan innovador en esta
materia com o se ha dicho, pues a propósito de la pobreza evangélica ya unos pocos
años antes Hervaeus Natalis, general de los dominicos — si bien con propósitos ideo­
lógicamente opuestos a los de Occam— , y el propio M arsilio en el D efensor pacis,
escrito en 1 3 2 4, utilizan similares conceptos de ius en sentido subjetivo; más aún,
M arsilio parece ser el primero en formular expresamente la distinción entre el sentido
objetivo y el subjetivo de ius, que teoriza con agudeza y amplitud [Defensor pacis , II,
X III, 10-15): sobre todo ello, véase Tierney, cap. 5.
va fue doctrinalmente muy influyente en el siglo XV y principios
del xvi, y, ya en este último siglo, Francisco de Vitoria (c a . 1483-
1546), que atribuyó a los españoles una serie de derechos individua­
les en su penetración en el nuevo mundo (ius com m unicationis, ius
peregrinandi, ius com m ercii, ius occupationis, ius migrandi...) (Tuck,
pp. 24 -2 9 , y Ferrajoli, «Soberanía», p. 129). Todos esos momentos,
sin embargo, no tejen un hilo conductor único sino que son hitos
distintos en el tortuoso camino por el que la idea de derecho subjeti­
vo fue preparando el subsuelo para el protagonismo de los derechos
naturales como centro de las concepciones ético-políticas del iusna-'
turalismo racionalista, ya en los siglos XVII y XVIII42.

c) Intelectualismo jurídico vs. voluntarismo

La tercera distinción que está pendiente de comentar versa sobre dos


distintas concepciones de la ley, y por tanto también del legalismo,
al que Villey tiende a identificar sobre todo con una sola de ellas, la -
voluntarista. Pero, en realidad, el legalismo se caracteriza por' consi­
derar el ámbito ético y jurídico como dominado por la idea de ley
en cuanto prescripción general. Que luego se entienda que las leyes
tienen o deben tener su fu n dam en to en la razón (o en razones) o en
la voluntad, que es lo que diferencia a intelectualistas y voluntaristas,
no añade ni quita nada al carácter prescriptivo que el legalismo ético-
jurídico atribuye al Derecho y a la moral. En tal sentido, el conjunto
de la filosofía práctica cristiana es legalista, por más que dentro de
ella se puedan hallar distintas variantes entre los dos extremos de las
formas puras de intelectualismo y de voluntarismo. Por lo demás, tie­
ne gran interés considerar analíticamente las principales variantes de
ambas doctrinas, teniendo en cuenta también su desarrollo histórico.

E l intelectualism o greco-rom ano

Se ha dicho que el punto de partida de la cuestión, antes del cris­


tianismo, es plenamente intelectualista, pues los filósofos griegos y
romanos no conocieron el voluntarismo, en la medida en que para

42. Como ha reconocido Brian Tierney, el gran defensor del origen medieval de
la categoría del derecho subjetivo, «[d]esde los días de Hobbes y Locke (al menos) el
concepto de derechos individuales ha sido de importancia central en ei pensamiento
occidental» (p. 4 3 ). Y, en efecto, antes ni el pensamiento político se organiza en torno a
la idea central de los derechos naturales de todos los individuos ni mucho menos pue­
de considerarse generalizada tal teoría como para que sea de importancia central (por
lo demás, el «al menos» de Tierney puede valer como cautela de historiador siempre
dispuesto a rastrear precedentes, pero en este caso, en mi opinión, está de más).
ellos los crite rio s y d ecisiones m orales eran p ro d u cto de la razón,
quizá con algún co m p o n en te instintiv o, p e ro sin re fe re n cia alguna
a la idea de un q u erer in ten cio n a l lib re en el sen tid o de inm otivad o
(W elzel, pp. 4 5 - 4 7 ) . N o ob stan te — p o co nuevo b a jo el sol in clu so en
este asunto— , P lató n ya h ab ía avanzado un p ro b lem a m uy sim ilar en
su d iálogo E n tifr ó n , que gira en to rn o a esta p reg u n ta cen tral:

¿Acaso ;o p:o es quorido "esto es, deseado] por los dioses porque es
pío, o es pío porque es querido por los dioses? (1 0 a -lla ).

A unque P la tó n se esfuerza a lo largo del d iálogo e n dar argu m entos


en favor de la p rim era parte del d ilem a, su m ayor m érito está en
h ab er p lan tead o la p regun ta m ism a. L a te o lo g ía m ed ieval no varió
la su stancia de la p reg u n ta, que giraría en to rn o a la a ltern ativ a de si
algo es b u en o p o rqu e D io s lo quiere o D io s lo q u iere p o rq u e es b u e­
n o . Lo q u e o cu rrió es que, a h ora tam b ién con argu m entos b íb licos,
se m u ltip licarían las respuestas hasta a fe cta r de una fo rm a nueva a
la cu estión del fu n d am en to de las leyes m orales y de la razó n p ara
ob ed ecerlas. Y esas respuestas ten d rían tam b ién nuevas e im p ortan tes
d eriv acion es en la cu estión del fu nd am ento de las n orm as ju ríd icas y
del deber de ob ed ecerlas.

L a a m b ig ü ed a d d e Agustín d e H ip o n a

L a p rim era y más influyente n o ció n de ley p ro p o rcio n a d a p o r la


te o lo g ía ca tó lic a , p ro d u cto del p en sam ien to de A gustín de H ip o n a ,
p ro p o n e una so lu ció n in term ed ia y am bigua. E ste filó so fo , sin d ejar
de m e n cio n a r la razón divina, dio ta m b ién im p o rta n cia a la idea de
volu ntad , u n a idea más con so n an te que la de la razón c o n el v alor
q u e atribu ía a la gratu id ad del am or y la lib ertad de D io s, al definir
la lex a e ter n a co m o

ratio divina val voluntas Dei ordinem naturalem conservan iubens,


perturban vetans [razón divina y voluntad de Dios que manda con­
servar el orden natural y prohíbe perturbarlo] (Contra Faustum ,
X X III, 2 7 ).

E n tal c o n c e p ció n , se en tien d a que la c o n ju n ció n v el in d ica la id e n ti­


dad en tre la razón y la v o lu ntad divina o que am bas, siend o co n c e p ­
tu alm en te d istintas, co in cid e n de h ech o en D io s, lo significativo es la
a p arició n en la n o ció n de ley de un ing red ien te más o m enos e xten so
de qu erer lib re que co n tra sta p o d ero sam en te con el p u n to de vista
in telectu alista de la filo sofía clásica.
E l intectualism o m edieval: d e T om ás d e A quino a G regorio deR ím i?ii

La ambigua posición del obispo de Hipona estaba destinada a decan­


tarse en todas las direcciones. En Tomás de Aquino, como hemos
visto con cierto detalle, el fundamento de las leyes es la razón, sien­
do el más importante exponente escolástico del intelectualismo, y no
sólo er¡ su concepción ético-jurídica, sino también en su filosofía ge­
neral, como lo muestra su visión de las relaciones de compatibilidad
entre la razón y la fe. De todas formas, su intelectualismo no fue
extremo, en cuanto también mantuvo que

toda ley emana de la razón y de la voluntad del legislador: las leyes


divina y natural, de la voluntad razonable de Dios; la ley humana, de
la voluntad del hombre regulada por la razón (II-II, 9 7 ,3 );

de manera que la voluntad, aun sometida a la razón, es necesaria para


que exista la ley. De otro modo, difícilmente habría podido mantener
Aquino, como hemos visto, una concepción legalista del Derecho,
entendiendo las leyes como prescripciones que vinculan a sus destina­
tarios desde su promulgación.
La tesis intelectualista, defendida por muchos teólogos m edie­
vales, tendría continuidad en el racionalismo moderno, a partir de
Descartes, y en el iusnaturalismo protestante, donde en algunos fi­
lósofos llega a desaparecer el requisito de la voluntad para ciertas
leyes de la razón, que valen con independencia de que estén posi­
tivamente reconocidas o no. Obsérvese además que, llévado a sus
últimas consecuencias, el intelectualismo puede prescindir no sólo de
la contribución de la voluntad y la autoridad, sino de la misma rele­
vancia de Dios en los asuntos morales, puesto que si éste debe querer
lo racional es innecesario que lo quiera y, en la medida en que se
juzgue al hombre capaz de racionalidad, también se le juzgará capaz
de descubrir por sí solo lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. En
el límite, pues, el intelectualismo hace innecesario a Dios desde el
punto de vista moral, como lo es desde el lógico o el matem ático
— que lo blanco no es negro, o que la suma del cuadrado de los catetos
equivale al cuadrado de la hipotenusa, son verdades independientes
de la existencia de Dios— , un paso que ya dio un teólogo contem­
poráneo de Occam, Gregorio de Rímíni (f 1358), y que casi tres
siglos más tarde recogería Grocio en su afirmación de que el Derecho
natural existiría «aunque concediésemos que no existe Dios» (Welzel,
p. 9 4 y nn. 2 3 4 -2 3 5 ).
E l voluntarism o m edieval: D am iani, D ’Ailly, O ccam

En el extremo opuesto, la tesis voluntarista más extrema tuvo su­


cesivos defensores, desde Pedro Damiani (1007-1072), para quien
la omnipotencia de Dios es tal que su voluntad no está limitada ni
siquiera por el principio de no contradicción, hasta Pierre d’Ailly
(1350-1420), que afirmaría que «la divina voluntad no tiene ninguna
razón por la que esté determinada a querer» (divina voluntas nullam
h abet rationem propter quam determ inetur ut velit), pasando por
Guillermo de Occam, para quien Dios, aunque limitado por el prin­
cipio de no contradicción, puede no sólo dispensar sino incluso orde­
nar lo contrario a lo preceptuado por los Diez Mandamientos. Bajo
esta doctrina, que dos siglos después seguiría Lutero, se deben obe­
decer las órdenes de Dios no por ser justas sino por ser sus órdenes.
En tal concepción de extremo voluntarismo cabe propugnar, des­
de luego, la existencia y la primacía de las leyes divinas, si bien sólo
como cognoscibles a través de su promulgación en las Sagradas Escri­
turas y siempre susceptibles de dispensa43, pero tiende a quedarse sin
lugar ni papel el Derecho natural, entendido como razón de Dios im­
primida en el mundo y de la que los hombres puedan participar. Y, así,
la moralidad de las acciones pierde toda objetividad, no dependiendo
de ninguna esencia racional o de la naturaleza de las acciones mismas
sino de la voluntad de quien puede decidir que son buenas o malas, de
modo que vale la voluntad en vez de la razón: statpro ratione voluntas.

Un voluntarism o lim itado: Duns E scoto

En una posición intermedia entre el intelectualismo y el voluntarismo


— o, mejor, en una forma más matizadas de voluntarismo—-, tiene in­
terés dar cuenta de las tesis de Duns Escoto, que ilustran la relación de

43. Esta idea se apoyaba en distintos pasajes bíblicos, que, aunque para refutarla
en la Línea tomista, resume así el dominico español y discípulo de Vitoria Domingo de
Soto: «Está prohibido en el Decálogo el homicidio, pero de este precepto dispensa ál'
juez castigador de los malhechores. Y también dispensó Dios con Abraham para que
sacrificase a su hijo queridísimo. Y con Sansón para que se matase juntamente con los
filisteos. Y con Eleázaro, que sucumbió aplastado por el elefante, al que mató. Del
mismo modo se forman argumentos sobre la fornicación y el hurto. Porque permitió,
y hasta mandó, a Oseas, que tomase por esposa a una prostituta; y a los hijos de Israel,
que tomasen furtivamente las vasijas de los egipcios [...] El matrimonio entre herma­
nos está prohibido por derecho natural: del cual, sin embargo, leemos en el Antiguo
Testamento haberse dispensado: como>es cierto que acaeció entre los hijos de Adán, y
entre Abraham y Sara es muy probable. [...] finalmente: La observancia del Sábado es
un precepto del Decálogo, e inviolable para los judíos: es así que se dispensó antigua­
mente de él a los Machabeos...» (De iustitia et iurei II, 3 ,8°, pp. 3 5 0 -3 5 1 ).
esta disputa teológica, aparentemente metafísica y abstracta, con cier­
tas consecuencias jurídicas de carácter bien práctico y concreto.
Juan Duns Escoto (ca. 1266/1274-1308) hizo un hueco a la ley na­
tural, como racional o necesaria, al afirmar que aunque todo lo natural
es bueno sólo porque Dios así lo ha querido y no por ninguna otra ra­
zón, su voluntad no es arbitraria y se encuentra limitada, además de
por su propia bondad, por las leyes de la lógica y el principio de no
contradicción. A partir de tales presupuestos, Escoto recogió de los
santos católicos Bernardo de Claraval (1 0 9 1 -1 1 5 3 ) y el franciscano
Buenaventura la distinción entre dos partes del decálogo mosaico: los
mandamientos de la primera tabla, que imponen los deberes hacia Dios,
serían necesarios e inderogables, siendo su violación pecado de manera
absoluta, es decir, algo prohibido por ser malo (p roh ibita quia mala)-,
en cambio, los deberes de la segunda tabla, que afectan a los hombres
entre sí, dependen de la voluntad divina, de modo que, al ordenar con­
ductas debidas porque Dios las quiere, sin que las quiera por ser bue­
nas o justas en sí mismas, su violación es mala porque está prohibida
(m ala quia prohibita) y su cumplimiento puede ser dispensado.
Aplicada a las leyes humanas, la distinción entre acciones prohi­
bidas por malas y acciones malas por prohibidas dio juego en el
pensamiento jurídico posterior para mantener una mayor flexibilidad
y laxitud en la obligación de cumplir las leyes relativas a la segunda
categoría (Juan Altusio, ya en el siglo X V II, recoge la distinción en su
monumental P olítica, X X I, 2 2 -2 9 , pp. 2 7 8 -2 8 2 ), pero incluso la filo­
sofía jurídica contemporánea la viene a reproducir cuando, para con­
siderar el problema de la obligación de obedecer al Derecho, distin­
gue entre razones dependientes del contenido de las normas, que'si
existen suministran una base suficiente para la obediencia (su conte­
nido equivale a las acciones p ro h ib ita quia m ala, como el delito de
asesinato, que habría razones para no cometerlo aunque no estuviera
prohibido por el Derecho), y razones independientes de dicho conte­
nido, que se refieren a justificaciones más indirectas y débiles, como
la. aprobación por la autoridad, los daños indirectos por su incumpli­
miento y similares, de modo que su contenido equivale a las acciones
m ala qu ia p roh ibita, según ocurre con delitos como la desobediencia
a la autoridad o la bigamia.

D el volu n tarism o divino a l h u m a n o : M arsilio d e Padua

Pero el desarrollo de la polémica entre intelectualismo y voluntarismo


destinado a tener más relevancia práctica en la historia del pensa­
miento se produjo al margen de la discusión directa sobre la natura-
leza racional o no de las leyes divinas, cuando Marsilio de Padua (c a .
128 0-ca. 1343) argumentó que las leyes humanas valían en cuanto
ordenadas por la autoridad secular, con indendencia de su acuerdo o
desacuerdo con la razón. De esta manera, este filósofo medieval es el
primero que defiende la doctrina que hoy conocemos como positivis­
mo jurídico. Además de comenzar a prescindir de la idea de Derecho
natural, que sólo menciona incidentalmente sin otorgarle relevancia44,
él fue el primer autor que aplicó la tesis voluntarista a las leyes hu­
manas, desconectando así su fuerza obligatoria tanto de la razón,
humana com o de la razón y la voluntad divinas.
En efecto, Marsilio afirma que se llama «ley, según su última y
propia significación [... a] la regla coactiva» (D efensor pacis, IIa, IX ,3),
de modo que la ley humana existe sólo cuando «se da un precepto co­
activo con pena o premio en este mundo» (Ia, X ,4 ). Por su parte, las
leyes divinas son tales porque también ellas están apoyadas por las pe­
nas y premios ultraterrenos, pero precisamente por ello su aplicación
corresponde al otro mundo y no a éste, y en ningún caso al papa y de­
más jerarquías eclesiásticas (IIa, VIII,4, y IX ). Y así, lo que era una tra­
dicional distinción entre ley divina y humana se torna en Marsilio se­
paración entre ambas, pues no sólo su régimen de sanciones coactivas
se da en dos mundos distintos, éste y el más allá, sino que sus mismos
contenidos y finalidades son en gran parte diferentes: con un criterio
que viene a separar el Derecho de la moral, el aspecto interno o inten­
cional de los actos es asunto de la ley divina inaccesible a la humana,
mientras que ésta regula muchos actos para el fin de la paz o tranquili­
dad civil que la,ley evangélicano comprende (IIa, I X ,11-12).
En este marco conceptual, lo justo no es legal ni obligatorio en
lo que afecta a este mundo si no está en él coactivamente preceptua­
do, de modo que la ley humana obliga a su observancia en cuanto
tiene la «forma debida», procedente del apoyo de la autoridad civil
(I, X ,5 -6 ). D e ahí que el hereje no pueda ser castigado salvo que así
lo establezca la ley humana, que es condición necesaria y suficiente
del castigo, pues éste sólo puede imponerse una vez aprobada aquélla
y mientras no haya sido derogada (IIa, X ,7 , así como V,7, y IIIa, 11,30).
Aunque, estas tesis no aparecen en Marsilio exentas de matices45, ya

4 4 . M arsilio despacha con rapidez la noción de «Derecho natural» com o «dicta­


men de la recta razón en las cosas agibles», diciendo que-es noción expuesta a «equí­
vocos» porque «muchas cosas son conformes con el dictamen de la recta razón que,
sin embargo, no aparecen a todos como por sí evidentes, ni son consiguientemente,
como tales, sostenidas, y de hecho no son tenidas como honestas por todas las N acio­
nes» (D efensor pacis , IIa, X II,S).
4 5 . En efecto, dice que «la ley perfecta» exige la justicia y, de manera paralela,
que por «la autoridad de gobernar que se ha establecido por lá elección [de la totalidad
se encuentran en ellas los cimientos de la apodíctica sentencia hob-
besiana auctoritas, non veritas, facit legem , esto es, la autoridad, y
no la verdad, hace la ley. Y así, la separación que viene a establecer
Marsilio entre Derecho y moral, sumada a sus indicaciones sobre la
obligatoriedad de las leyes con independencia de su contenido y a su
insistencia en la paz civil como razón del gobierno, apuntan ya todas
ellas hacia una concepción que se desarrollará por algunos de los
iusnaturalistas racionalistas, y muy en especial por Hobbes, para ter­
minar desembocando en la plena negación de todo Derecho natural
por parte del positivismo jurídico.

3. La s u p e r io r id a d d e l D e r e c h o n a t u r a l : l e y in ju s t a ,
LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO Y DESOBEDIENCIA LEGÍTIMA

3.1. E l p roblem a de la ley injusta

Junto al rasgo de la universalidad, el otro carácter ciceroniano de la


superioridad del Derecho natural, que convierte en verdadero Dere­
cho al Derecho natural, adquiere en la escolástica medieval un va­
lor fundamental y muy relevante en la práctica en relación con los
límites de la obediencia al Derecho injusto. El punto de partida es
aquí, una vez más, Agustín de Hipona, a partir del cual se convierte
en fórmula de estilo afirmar que non videtur esse lex quae insta non
fu erit, esto es, no parece que sea ley la que no es justa. El presupuesto
agustiniano de esa tesis se encuentra en un bello texto que es también
el origen de la recurrente pregunta por la diferencia entre la norma
jurídica y la orden del bandido, que en una continuada tradición que
.jDasa por Locke llega hasta Kelsen y Hart:

de los ciudadanos, o de su parte prevalente ...] se constituye en acto el gobernante, no


por su ciencia de las leyes, prudencia o virtud moral, aunque sean éstas las cualidades
del gobernante perfecto» (Defensor pacis, Ia, X V ,1). Además, quizá la atribución por
M arsilio de la autoridad última a la comunidad, que es la condición que suele dar
por supuesta, podría constituir un límite a la injusticia de las leyes más o menos racio­
nal. Sin embargo, aparte de lo poco explícito de tal presuposición en su obra (que un
estudioso como Passerin d’Entréves no considera: M edieval , p. 62), lo decisivo es que,
de un lado, M arsilio deja claro que las leyes injustas no por ello dejan de ser leyes,
com o las de «los países de algunos bárbaros» (Ia, X , J -6), y, de otro lado y sobre todo,
que su concepción general es que el precepto coactivo, sea en esta vida o en la otra, es
condición necesaria y suficiente de la ley, sea humana o divina, la cual debe dar lugar
al'castigo correspondiente sólo si ha sido puesta (IIa, X ,7 ): de ahí que afirme, como ya
he citado en el texto, que «la ley, según su última y propia significación, se dice de la
regla coactiva» (IIa, IX ,3).
Pues, desterrada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes bandas
de ladrones?, y las mismas bandas de ladrones, ¿qué son sino peque­
ños reinos? [...]. Con tanta elegancia como verdad respondió un pira­
ta apresado por Alejandro el Magno. Pues como el rey le preguntara
a este hombre qué le parecía el haber infestado el mar, él le respondió
con libre orgullo: «Lo que a ti el haber infestado la superficie de la
tierra; pero como yo hago lo mismo en un pequeño barco me llaman
ladrón, mientras que a ti, con tu gran ejército, te llaman emperador»
[R em o ta ita q u e iustitia, q u id su nt regna n isi m ag n a latrocin ia? , qu ia
e t ipsa la tr o c in ia q u id su nt n isi p a rv a regna? [...]. E le g a n ter en im et
v er a citer A lex a n d r o illi M agn o q u íd am co m p reh en su s p ira ta respon -
dit. N a m cu m id em rex h o m in e m in terrogaret, q u id e i videretur, ut
m a r e h a b er et in festu m , ille.lib era co n tu m a cia « Q u o d tibi», inquit, «ut
o r b e m terra ru m ; s e d q u ia id eg o ex ig u o n avigio fa c ió , latro v o c o r ;
q u ia tu m ag n a classe, im p era tor» ] {C ivitas D ei, IV, 4 ) .

Esta concepción del Derecho natural se ha denominado, con ra­


zón, iusnaturalismo ontológico, porque identifica el ser o esencia del
Derecho con el Derecho natural, o, dicho de otro modo, define al
Derecho natural como único real y verdadero, ya que el Derecho po­
sitivo no es tal si no coincide con el Derecho-natural o, al menos, si no
lo desarrolla sin oponerse a él (Díaz, Sociología, pp. 266 ss.). En esa
tradición, Aquino apostilla, y seguramente matiza46, la fórmula agus¿
tiniana del non videtur esse lege... con expresiones como magis sunt__
violentiae quam legis o non lex sed corruptio legis (son más violencia
que leyes, no es ley sino corrupción de la ley: Summ. Th., I-II, 92 ,1 ;
9 3 ,3 ; y 95,2), que se insertan en una concepción conformista sobre
la legitimidad de la autoridad política, en la línea dé Pablo de Tarso:

La ley humana tiene carácter de ley en cuanto se ajusta a la recta razón,


y en este sentido es claro que deriva de la ley eterna. Por el contrario,
en la medida en que se aparta de la razón se convierte en ley inicua
y, como tal, ya no es ley, sino más bien violencia. Sin embargo, en la

46. Joh n Finnis, aceptando el usual cargo de autocontradictoriedad en la idea


de que «la ley injusta no es ley» (ya que para ser ley injusta antes ha de ser ley), ha
argumentado que Tomás de Aquino dio «interpretaciones más matizadas»-de la sen­
tencia de Agustín de Hipona y mantuvo que las leyes injustas no son Derecho, pero
dando por supuesta la distinción — de la que también habría sido consciente el propio
Agustín— entre, de un lado, un sentido «focal» o propio del término «Derecho», de
carácter moral y relevante pára quien lleva a cabo críticamente un razonamiento prác­
tico con las reglas jurídicas, y, de otro lado, un sentido secundario o por analogía, que
permitiría describir com o Derecho, sea sociológica o históricamente, sea en interpre­
taciones jurídicas intrasistemáticas, leyes injustas pero jurídicamente válidas (Natural
Law, pp. 3 6 3 -3 6 6 ; conform e con Finnis, Westerman, p. 70). No obstante, por señalar
una incoherencia menor en la interpretación de Finnis, no termino de ver por qué
Aquino habría debido matizar a su antecesor si éste también había dado por supuesta
la distinción entre el citado sentido focal y el secundario.
misma ley inicua subsiste cierta semejanza con la ley, al estar dictada
por un poder constituido, y bajo este.aspecto también emana de la ley
eterna, pues como se lee en Rom 13,1: «toda potestad procede de Dios
nuestro Señor» [non est potestas nisi a Deo] (Summ. Th., I-II, 93,3).

Sea cual sea la interpretación de la posición tomista, sin embargo,


la lectura que históricamente ha tendido a tener el non videtur esse
lege... ha sido más bien literal, entendiéndose que las leyes injustas no
son leyes, esto es, no son válidas ni siquiera jurídicamente, por más
que en una versión más moderada la tesis se reduciría a afirmar que no
valen moralmente, no obligando en ningún caso «en el foro de la con­
ciencia». Aparte de algún texto académico contemporáneo que viene
a recoger esa interpretación tradicional, siquiera sea aceptando sólo
su versión más moderada, de la versión radical, que niega carácter de
ley a las injustas, se hizo eco la encíclica de Juan Pablo II Evangelium
vitae, donde se consideran antijurídicas las normas positivas que de­
claran lícitos la eutanasia o el aborto47. En resumen, el mensaje básico
de la visión tomista usualmente transmitida de la relación entre De­
recho natural y Derecho positivo está en concebir la superioridad.del
primero como absoluta y por razones de contenido, de manera que
las normas jurídicas positivas, para ser propiamente Derecho, deben
derivarse de manera directa o indirecta a partir del Derecho natural.
Como ya he sugerido, esa interpretación de la superioridad del
Derecho natural sobre el Derecho positivo es una de las dos claves de
la cuestión a propósito de la obligación de obedecer al Derecho y de
sus límites, esto es, del problema de la licitud de la desobediencia o
resistencia frente al Derecho injusto. Pero antes de entrar en el detalle
de ese problema, conviene desarrollar la otra clave fundamental que
está detrás de esa cuestión: el tema de la legitimidad del poder político.

3.2. L o s criterios de legitim idad d el p o d er p olítico

Sintetizando los elementos fundamentales de la concepción del po­


der político en Aquino — y, en general, en la escolástica católica— ,
cabe destacar dos componentes fundamentales: el primero, recogi­
do de las fuentes aristotélicas, es la sociabilidad natural de los seres

47. En esta encíclica, de 25 de marzo de 1995, se apela de manera expresa a tex­


tos de Tomás de Aquino como los citados en el texto precisamente para afirmar que
«una ley civil que autoriza el aborto o la eutanasia cesa ipso facto de ser una ley civil
verdadera, moralmente obligatoria» (§ 7 2 ), no existiendo «obligación en conciencia de
obedecer tales leyes, sino, al contrario, una grave y clara obligación de oponerse a ellas
m ediante objeción de conciencia » (§ 73) (un texto académico como el aludido es el de
Fernández Galiano, pp. 133-137).
humanos, que les inclina a reunirse en diversas agrupaciones sociales
cuyo culmen es la asociación política; el segundo, de inspiración bí­
blica y con raíces complejas en diversas doctrinas altomedievales, el
fundamento divino del poder político y su atribución última al pue­
blo. Veámoslos por partes, aunque con mucho mayor detenimiento
en la segunda;

a) La sociabilidad natural del hombre

La tesis de la sociabilidad natural del hombre, una vez más proce­


dente de Aristóteles, da por supuesto que hay una secuencia natural
entre la existencia de una comunidad política y su gobierno, de modo
que si la asociación política no necesita especial justificación, tampo­
co en principio lo necesita el gobierno, al menos en el sentido de que
la carga de la prueba corresponde a quien quiere mostrar que el
poder político no está justificado. En Aquino, incluso, la transición
va rápidamente de la natural sociabilidad humana a la monarquía
como m ejor forma de gobierno:

puesto que, como ya señalamos, el hombre es un animal sociable por


naturaleza que vive en comunidad, la semejanza con el régimen divino
se encuentra en él no sólo en cuanto a que la razón rija las demás
partes del hombre, sino también en cuanto a que la sociedad es regida
por la razón de un solo hom bre, cosa que pertenece en especial a la
tarea del rey (De regno-, II, 1).

No obstante, a diferencia de Aristóteles, casi no hace falta decir


que en Aquino se ha pasado de la p o lis a las dos formas básicas del
Estado medieval: la ciudad y el reino. Al Estado — esto es, a lo que
los autores medievales denominaban todavía civitas o res p u b lic a —
le atribuye las virtudes que el griego había atribuido a la ciudad, hasta
considerarlo una «sociedad perfecta», en el sentido de que debe satis­
facer todas las necesidades humanas, bajo la finalidad de q u o d h o -
m in es n on solu m vivant sed q u o d b en e vivant, esto es, «para que los
hombres no sólo vivan, sino que vivan bien», que, por lo demás, no
hace más que poner en verso latino el pasaje donde Aristóteles dice
que la ciudad «surgió por causa de las necesidades de la vida, pero
existe ahora para vivir bien» (P o lítica , 1252b ). Y a lo que esta idea
de «bien vivir» remite fundamentalmente en Aquino es a la noción
de bien común, que en él incorpora de nuevo otra idea aristotélica
sobre la relación, más bien autoritaria y en todo caso absorbente y
escasamente liberal, entre la comunidad y el individuo: así como en
Aristóteles el todo, la ciudad, es superior a las partes, los ciudada­
nos que la componen, en Aquino el bien común difiere esencial o
cualitativamente del individual, siendo distinto y más importante
que éste:

el bien propio no puede existir sin el bien común, sea de la familia, sea
de la ciudad o del reino [b o n u m p rop riu m n o n p o test esse tiñ e b o n o
c o m m u n i vel fa m ilia e vel civitatis a u t regni ] (Sum m . Th., II-II, 47 ,1 0 ).

Y, como consecuencia de ello, el bien común es

mayor y mas sagrado [m aju s et divin iu s ] que el de una sola persona


y por ello se impone un mal a uno cuando se convierte en bien de
muchos, como se ejecuta al ladrón para conservar la paz general (De
Regno , I, 9, § 29 ; véase también S u m m . Th., II-II, 3 1 ,3 )48.

Pero sobre la noción de bien común se vuelve de nuevo enseguida,


a propósito de la atribución tomista de la titularidad originaria del
poder político al pueblo.

b) La atribución divina del poder originario al pueblo

L a titularidad originaria d el p o d er p o r el p u eblo:


con cepcion es descendentes y ascendentes del p od er

La concepción tomista sobre el fundamento del poder está lejos de ser


lineal. En su visión teocéntrica del mundo, el origen último del poder
no puede ser otro que divino, estando inscrito en el plan previsto por
Dios para los hombres. Ahora bien, la atribución de ese poder a los
gobernantes no es directa, sino a través del pueblo, que es su deposi­
tario originario, al menos en el sentido de que la finalidad del gobier­
no es su «vivir bien», esto es, el bien común de la comunidad política.
Junto a ello, en la visión tomista el mismo origen divino del poder y el
fin último de todos los cristianos, incluidos sus gobernantes, de con­
seguir la salvación eterna, otorgaba a la Iglesia y, a su cabeza, al papa

— cuyo poder concebía como directamente derivado de Dios— un
papel de dirección y, de ser necesario, de corrección del poder secular.
Esta doctrina política constituye una original combinación de tres
concepciones distintas sobre el poder que, de manera más o menos

48. Hay cierta oscilación en distintos textos de Aquino sobre la diferencia entre
ambos tipos de bien, lo que ha permitido una interpretación más benévola sobre la
acomodación' entre bien común y bienes individuales (véase Passerin D ’Entréves, M e­
dieval , pp. 2 7 -2 9 ; para la interpretación más favorable, véase también Finnis, Aquinas,
pp. 1 2 0 -1 2 3 ).
larvada, estuvieron en tensión durante toda la Edad Media. Según la
ya clásica formulación de Walter Ullmann en Principios de gobiern o y
política en la E d a d M edia, esta época conoció tres doctrinas distintas
sobre el poder político mutuamente excluyentes en su pureza, dos
descendentes y una ascendente. La que primeramente hizo su apari­
ción fue la teoría descendiente del poder papal, que, apoyada sobre
todo en el texto evangélico en el que Cristo da a Pedro el poder de_
atar y desatar en el cielo lo que decida en la tierra (Mt 16, 18-19),
fue sustentada por los papas y la doctrina católica medieval como
justificación de la titularidad de un poder personal universal y pleno
(la plenitudo potestatis del papa49), no sólo por encima de la Igle­
sia, piramidalmente jerarquizada, sino también de los poderes de los
príncipes seculares, sobre cuya espada, llegado el caso, predominaba
la espada de la Iglesia, blandida legítimamente sólo por el papa50.
En frontal oposición a la anterior, aun con similares pretensiones
de apoyo en pasajes de las sagradas Escrituras — incluido el famoso
texto de Pablo de Tarso sobre el origen divino de la autoridad secular
(véase sitpra, p. 56)— , los reyes pronto tomaron ejemplo de la misma
imagen piramidal y jerárquicamente descendente comenzaron a rei­
vindicar su título «por la gracia de Dios» y su poder como no sometido
a leyes51, aunque no les fue fácil asentar esa doctrina bien por la fuer­
za de la nobleza en sistemas feudales como el inglés bien por la gran
capacidad de atracción del poder eclesiástico allí donde la nobleza

49. Como relata Ullmann, la curiosa teoría de la plenitud de poder en el papa


se basó también en la institución jurídica romana de la herencia, entendiéndose que
cada papa recibía su poder jurisdiccional como heredero directo del apóstol Pedro
y no del papa anterior. Entre otros curiosos supuestos necesarios de la teoría, destaca
que la elección papal por la Iglesia no implica que ésta sea superior al papa ni que le
pueda revocar, pues ella es sólo un mero medio para articular la designación divina.
También llama la atención que dicho poder jurisdiccional se distinguiera del poder de
ordenar obispos y sacerdotes, lo que cualifica a cualquier católico seglar como elegible
al papado: dice Ullmann que en la Edad Media fue frecuente la consagración de papas
como obispos y, lo que es más sorprendente, que la doctrina sigue vigente hoy (cap. 2). -
5 0 . Así, la bula Unam Sanctam, dictada en 1 3 0 2 por el papa Bonifacio VIII, aun­
que recogía la afirmación tradicional de la existencia de las dos espadas, la espiritual y
la temporal, subordinaba la segunda a la primera dejando claro que el poder último de
ambas espadas estaba en manos del vicario-de Cristo (Skinner, Fundamentos , I, p. 3 5 )^
así como supra, pp. 8 1-82). !
51. Ya en las postrimerías de la Edad Media, en 1439, el rey de Castilla Juan II,
padre de Isabel la Católica, expresa perfectamente esta doctrina en un texto que llama
a todos a obedecer «con toda humildad y reverencia», pues según las leyes del reino
«tan grande es el derecho del rey que todas las leyes y todos los derechos tiene so sí, y
no lo ha de los hombres, mas de Dios, cuyo lugar tiene [— ocupa] en las cosas tempo­
rales» (cit. por Tomás y Valiente, p. 1.213).
fue más débil. N o obstante, el poder cada vez más efectivo de algu­
nos reyes dio lugar a repetidos conflictos con el papado — de los qué
el más importante fue el de provocado sobre todo con Francia y
Alemania en los siglos X I y x i i por el rechazo de la Iglesia al nom­
bramiento e investidura de los obispos por los príncipes (véase supra,
p. 82)— que, en los hechos al menos, sirvieron para neutralizar entre
sí las dos pretensiones opuestas de poder descendente hasta el punto
de que ninguna alcanzó una hegemonía duradera en el medievo. Sólo
tras el nacimiento del Estado moderno y la Reforma protestante se
afianzaría, sobre todo en’ el continente europeo, la concepción teocrá­
tica del poder real, llevada hasta sus últimas consecuencias por la
doctrina del derecho divino de los reyes.
Aunque las concepciones descendentes del poder fueron las do­
minantes en la Edad Media, Ullmann destaca la creciente rivalidad
de la concepción ascendente del poder, de la que considera antece­
dentes tanto a la Roma republicana como al sistema de gobierno de
las tribus germánicas (p. 2 5)52. Junto a ciertas formas de poder desde
abajo ejercido en entidades menores enclavadas de los reinos, como
las aldeas — un buen ejemplo fueron los concejos abiertos en Castilla,
que «a campana tañida» reunían a todos los vecinos— y, ya desde el
siglo X II, las ciudades y las asociaciones y corporaciones gremiales de
artesanos y comerciantes, también las instituciones feudales, sin ser
en sí mismas expresión de un poder popular, contribuyeron al debi­
litamiento de los gobiernos reales. Por su parte, los levantamientos de
campesinos, artesanos y comunidades religiosas heréticas, que tam­
bién proliferaron a partir del siglo X II, fueron un contrapeso incómo­
do tanto para los reyes como para el papado. Y, en fin, también en
esa misma época comienzan a aparecer en el ámbito de la cultura
formal doctrinas que dieron algún peso a los principios del poder
popular. Tomás de Aquino, M arsilio de Padua y Bartolo da Sassofe-
rrato son los tres nombres principales que sucesivamente figuran en
esa parte de la historia destacada por Ullmann: desde la teología,
Aquino dio un cierto papel al pueblo en la legitimación del poder;
desde la polémica política y teológica, Marsilio de Padua argumentó
más decididamente en favor de la legitimidad popular del poder, tan­
to en el ámbito civil como en el eclesiástico, defendiendo la teoría
conciliarista de la prioridad de los concilios sobre el papa; y, en fin,
desde la interpretación jurídica, Bartolo justificó la autonomía de las

52. Ullmann no menciona la democracia ateniense, acaso por entender que el


poder en ese sistema no asciende ni desciende, pues, al carecer propiamente de la idea
de representación, es básicamente horizontal.
ciudades italianas y sus gobiernos republicanos respecto de cualquier
jurisdicción superior.
Sin embargo, esta construción de Ullmann, de simetría induda­
blemente elegante, quizá ofrece una imagen de las concepciones ascen­
dentes demasiado modernizada. En realidad, incluso las teorías as­
cendentes tenían un punto de partida teocrático y descendente, pues
era de Dios de quien en todo caso se hacía proceder el fundamento
de todo poder. Además, no ya sólo en el más moderado Tomás de
Aquino sino también en el más radical M arsilio de Padua, sería an a-.
crónico identificar la atribución del poder originario al pueblo con la
anticipación de la idea de la soberanía popular o de la democracia
como se conocería a partir de las revoluciones liberales, acaecidas
cuatro o cinco siglos después. Pero para llegar a estas conclusiones
hay que recorrer un itinerario más entretenido, que se fijará con es­
pecial detalle en las doctrinas de los dos autores que acabo de men­
cionar.

F u n d am en to divino d el p o d er y d erech o divino de los reyes

Para Tomás de Aquino el poder deriva en último término de la ley


eterna y la natural, que someten a la providencia divina todo cuanto
ocurre en el mundo, incluidas las leyes de los gobernantes humanos:
expresamente dice Aquino que

siend o la ley etern a la razón o plan de g ob iern o e x iste n te en el


suprem o gobernante, todos los planes de gob iern o existen tes en
los gobernantes inferiores necesariam ente han de derivar de la ley
etern a (Summ. T h., I-II, 9 3 ,3 );

de lo cual, com o ya vimos, extrae la más bien conservadora conclu­


sión de que incluso

en la misma ley inicua subsiste cierta semejanza con la ley, al estar


dictada por un poder constituido, y bajo este aspecto también emana
de la ley eterna, com o se lee en Rom 1 3 ,1 : toda potestad procede de
D ios nuestro Señor (Summ. Th., I-II, 9 3 ,3 ).

Ahora bien, el carácter tendencialmente absoluto de la doctrina de


Pablo de Tarso, aceptado en este texto, no puede sobrevivir ante
criterios com o los vistos sobre las leyes injustas, que dibujan una
posición que admite el derecho de resistencia, que fue la más típica
del pensamiento medieval.' Por eso, a pesar del texto anterior, el
fundamento divino del poder ha de atribuirse, tanto en Aquino como
en el conjunto de la escolástica, al poder legítimo.
Por lo demás, la expresión «fundamento divino del poder» es
profundamente ambigua y resulta conveniente distinguir en ella, con
Passerin d’Entréves, tres nociones bien distintas: la primera, la que se
acaba de ver, podría denominarse doctrina del origen divin o del po­
der político y va desde el aparente absolutismo de Pablo de Tarso a
las posiciones condicionadas de la escolástica; la segunda noción,
anterior en el tiempo, que podría denominarse del ca rácter divino
del poder, es la que se expresó en la divinización de los grandes
emperadores orientales de la antigüedad, adoptada por los del Impe­
rio romano hasta la conversión de Constantino; la tercera, en fin, que
se desarrolla de forma plena con el Estado absoluto a partir de los
siglos xvi-xvii, siendo formulada primero por el rey británico Jacobo I
Estuardo y recogida después por Bossuet, puede caracterizarse como
doctrina del d erech o divino d e los reyes y resumirse en la triple
pretensión de que la monarquía es la única forma de gobierno san­
cionada por Dios, de que el rey recibe de Dios un pod.er absoluto
que exige la obediencia incondicional de los súbditos y, por último,
de que el título del rey dinásticamente legítimo es inalienable e inde­
pendiente de la voluntad de los súbditos (Passerin, D ottrina, pp. 2 5 7 -
2 6 2 ; trad. cast., pp. 21 6 -2 2 0 ).

E l bien com ú n

La consideración del pueblo como titular o sujeto primario del poder


político legítimo, recibido en último término de Dios, tiene en Tomás
de Aquino más que ver con la noción del bien común como finalidad
del poder que con la democracia como forma de ejercicio, aunque deja
un cierto papel al consenso popular, siempre mediado y dirigido por
los estamentos superiores, la nobleza, el alto clero y, quizá, algunos
«ciudadanos» notables, esto es, los más ricos burgueses o habitantes de
los burgos o ciudades medievales. En general, ha de tenerse en cuenta
que, en esta época, «[e]l térm inop opulu s designaba al conjunto de la
sociedad con su correspondiente estructura política (y no al “pueblo”
en el sentido moderno)», de manera que el hecho de que los juristas
medievales afirmaran «que una ciudad independiente (opopulus) po­
día legislar no implicaba nada acerca de la distribución interna del
poder» (Black, p. 21). Además, hay que insistir en que en la mentalidad
medieval los individuos no son vistos más que a través de su pertenen­
cia a colectivos y que éstos predominan siempre sobre los intereses
individuales. Por ello, en este contexto el «pueblo» no es un sujeto co­
lectivo semejante a la «nación» o el «pueblo» de las actuales constitu­
ciones, organizado mediante un sistema de representación que garanti-
ce el voto a los individuos, sino una idea más abstracta que refleja a la
comunidad en cuanto res pu blica, esto es, en cuanto cuerpo a la vez
político y social, una noción que autores como Agustín de Hipona y
Tomás de Aquino recogieron expresamente de Cicerón:

pueblo no es una unión de hombres reunidos de cualquier modo,


sino una unión de gente asociada por el acuerdo sobre el Derecho
y por una comunidad de intereses [populus autem non omnis homi-
num coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris
consensu et utilitatis communione sociatus] (Cicerón, De re publica,
I, 25; véase también Agustín de Hipona, Civitas Dei, II, 2 1 ; y Aquino,
Summ. Th., I-II, 105,2).

Para entender cómo la atribución al pueblo de la titularidad ori­


ginaria del poder político no es propiamente democrática importa
distinguir entre titularidad y ejercicio del poder, aunque Aquino no
lo exprese literalmente así: el pueblo es titular pero no necesaria­
mente ejerce el poder. Es verdad que en su obra hay algunas refe­
rencias al pueblo también como eventual ejerciente del poder, por
ejemplo, como antes se vio, en su defensa de la desuetudo, o cuando
plantea la cuestión «¿Puede un individuo particular crear leyes?»,
donde afirma que «ordenar algo al bien común corresponde ya sea
a to d o el p u eblo, ya a alguien.que haga sus veces» (Summ. Th., I-
II, 9 0,3). Ahora bien, si en un texto como éste Aquino no se está
refiriéndo otra vez a la creación consuetudinaria del Derecho, muy
probablemente esté recogiendo la doctrina romana que atribuye al
pueblo la originaria pero delegable potestad de legislar53, esto es, la
titularidad no necesariamente acompañada del ejercicio54. En el más
favorable de los casos quizá pueda aludir también, descriptivamente,

5 3 . En esta questio Aquino hace una referencia explícita a un texto de las Etim o­
logías de Isidoro de Sevilla que sin duda alude a la noción romana de ley: «La ley es
una determinación del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe», que en
el original continúa así: «Pues lo que el Rey o el Emperador manda se llama constitu­
ción o edicto» [Lex est constitutio populi , quam maiores natu cum plebibus sancierunt.
N am qu od Rex vel Im perator edicit3 constitutio vel edictum vocatur ]: Etymologiarumi
II, X , l ; también, con leves diferencias, ibid., Y x , donde, como definición de lex, se en­
cuentra entre las de ius Quiritum y scita plebium (plebiscitos o decisiones de la plebe)
y la de senatusconsidtum.
5 4 . Recuérdese el texto de Ulpiano sobre la lex regia (conocido por Tomás de
Aquino, que cita su comienzo pocas páginas antes, en I-II, 9 0 ,1 ): «Q uod principi pía~
cuit, legis h abet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio eius lata est, populus
ei et in eum om ne suum imperium et potestatem conferat » [«Lo que al príncipe place
tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga por su imperio,
le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad»].
a formas de gobierno popular como las de la Grecia clásica o las de
las ciudades republicanas de la Italia central y septentrional de su
época, pero sin que su concepción central ni sus preferencias estuvie­
ran de ese lado5i: ante todo, por su central definición general de ley,
que exige la promulgación «por quien tiene a su cargo la comuni­
dad», pero además por su utilización de la clásica metáfora organicis-
ta de la comunidad como cuerpo humano — en el que no todos los
órganos son iguales, sino que hay uno principal, la cabeza o el cora­
zón, «que mueve a todos»— , que le sirve para mostrar que «es preci­
so que en toda sociedad haya algo que la dirija» (De regno, I, 1, § 4).
Si todo ello se une a su defensa de la monarquía como form a.de
gobierno más apta para mantener la unidad y la paz, y del rey como
«pastor» que busca el bien común de la'sociedad (De regno, I, 1, § 7,
y I, 2 , §§ 8 -9)i6, el resultado es una visión jerárquica y hasta paternal
del poder político.
En suma, el pueblo es el cuerpo político-social en abstracto, la
comunidad en conjunto, que es la titular y, a la vez, la destinataria o
beneficiaría del bien común, que debe ser garantizado por quienes
ejercen el poder político, sea el rey o un consejo de notables. La
legitimidad que se atribuye al pueblo en cuanto conjunto de indivi­
duos es inexistente en lo que se refiere a elecciones o votaciones y, en
todo caso, su papel es meramente pasivo: ya Irnerio había dejado
claro el criterio de distinción entre el pueblo como universitas o
corporación y como singulis o conjunto de individuos, porque el pri­

5 5 . Según Quentin Skinner, Aquino «muestra una considerable admiración por


las repúblicas autónomas de su Italia natal» («Ciudades», p. 7 2 ), pero el texto al que
remite, leído en su contexto, es una confirm ación de las preferencias monárquicas de
Aquino (por lo demás, nacido en un castillo cerca de Nápoles, lejos de cualquier
ciudad-república): en ese texto, plausiblemente pensando en las ciudades italianas del
norte y el centro, aduce Aquino que «la experiencia demuestra que una sola ciudad
gobernada por dirigentes elegidos anualmente tiene más poder que cualquier rey aun­
que tenga tres o cuatro ciudades semejantes a aquélla», pero para señalar inmediata­
mente que el modelo clásico de ese tipo de gobierno, la República.romana, por tratar
de evitar el peor mal de la tiranía descartó el «mejor gobierno del rey», para concluir
arruinado por las guerras civiles (De regno , I, IV, § 14).
56. No obstante, el asunto de las formas de gobierno es bastante más complejo
en T om ás de Aquino, porque no sólo osciló entre la monarquía electiva y la heredita­
ria, sino que junto a textos en los que defiende la monarquía como m ejor form a de
gobierno, en otros, siguiendo a A ristóteles, interpreta como modelo del Antiguo
Testamento un tipo de gobierno m ixto en el que el monarca preside sobre todos, hay
una aristocracia que participa en el régimen por su virtud y el pueblo tiene capacidad
de elección y de ser elegido en las magistraturas (véase Summ. Th., I-II, 105,1). Sobre
el tema, y la fluctuante term inología de Aquino, véase el «Estudio preliminar» de
Robles y Chueca a la versión castellana de D e regno , pp. X L V -X L V III).
mero «dispone» (o prescribe) mientras el segundo sólo «promete y se
compromete», lo que ilumina un texto de Alberto Magno, el maestro
de Aquino, según el cual la ley se da para el beneficio del pueblo,
que se limita a consentirla — hay que entender que pasivamente— y a
obedecerla, de modo que es dictada para el pueblo, ñopo?'el pueblo,
sino por el príncipe y los juristas que le auxilian57.
Bajo 1a idea di: bien común, la función del gobierno se puede ver
como un fideicomiso, un encargo de buena fe que la comunidad
encomienda mediante un pacto tácito a los gobernantes para su salva­
guardia y felicidad (Sabine, p. 189). Esa idea de fideicomiso, que
durante la Alta Edad M edia — esto es, entre los siglos V y X — había
sido el centro de la institución feudal del vasallaje, como pacto ex­
preso de fidelidad y protección entre señor y vasallo, ya en la Baja
Edad M edia — esto es, por seguir la misma convención antes estable­
cida, entre los siglos X I y XVI — estará detrás de una concepción «pac-
tista» del poder político que tuvo gran importancia en el plano de
instituciones como los parlamentos medievales.
Por su parte, en el plano doctrinal, quien sin duda llevó más
lejos la idea del bien común como producto de la titularidad origina­
ria del poder .en el pueblo fue Marsilio de Padua, que sin duda,
aparentemente al menos, formuló la doctrina más democrática de la
Edad Media. Pero como se va a ir viendo enseguida, ni los parlamen­
tos medievales ni la concepción de Marsilio pueden ser considerados
sin importantes cualificaciones como manifestaciones del ideal de­
mocrático o como precedentes de las democracias modernas.

E l p a c tis m o m e d ie v a l

E n el p la n o de las in stitu c io n e s, el p a ctism o m e d iev a l n o d eja de ser


un d e sa rro llo de la v ie ja v in cu la ció n feu d al e n tre señ o re s y vasallo s,
v in cu la ció n e n la que la je ra rq u iz a ció n en tre los d istin to s esta m en to s,
en e sp ecia l e n tre señ o re s y sierv os, es ta n ríg id a y rig u ro sa co m o
lim ita d a y te n u e d en tro del m ism o e sta m e n to (recu érd ese q u e el rey
no es sin o u n n o b le m ás, só lo p rim u s in te r p a r e s , esto es, p rim e ro

57. Los textos m encionados dicen literalm ente, el de Irn erio: «el pueblo en
cuanto conjunto orgánico dispone y en cuanto conjunto de individuos promete y se
compromete» [populus universitatis iure praecipit> idem singulorum nom ine prom it-
tit et spondet]\ y el de Alberto M agno: «la ley es una disposición establecida por el
consentim iento, la utilidad y la obediencia del pueblo, por la invención y redacción de
los juristas y por la sanción de la autoridad del príncipe» [lex est constitutio populi per
consensus et utilitatem et observationem , iurisconsulti autem est per inventionem et
ordinationem> et principis per aucioritaris santio7tem\ (cit. por Grossi, pp. 2 0 0 y 150,
.respectivamente).
entre iguales). Cuando la monarquía comienza a organizarse de ma­
nera más centralizada y necesita especial apoyo financiero o militar,
acude a los parlamentos o Cortes medievales, que van surgiendo des­
de el siglo X III como extensión de las asambleas y curias o consejos
que desde hacía siglos venían reuniendo al rey con la nobleza y el alto
clero como medio de confirmación de que las leyes eran conformes
con las costumbres de la comunidad (Grossi, p. 106). Lo que distin­
gue a los parlamentos es sobre todo la representación de las ciudades
dependientes del rey y su papel de contrapeso y control políticos ante
monarquías en condiciones de debilidad, desarrollando también las
funciones más tradicionales de reparación de agravios, negociación y
aprobación de subsidios e impuestos y comunicación con los conce­
jos representados.
En los parlamentos medievales se puede decir que todo el mun­
do está «representado», pero al modo medieval, que comprendía la
aquiescencia tácita o dada en un pasado remoto (Black, p. 92) y que,
sobre todo, era representación corporativa y de arriba abajo, confor­
me a la cual mientras los miembros de la alta nobleza (o del alto
clero), llamados a título personal, hablan y se pronuncian por el
conjunto de los nobles (o de los clérigos), incluidos los de menor
rango y, desde luego, por los siervos de su jurisdicción, por su parte,
las ciudades suelen enviar como representantes a miembros de la
oligarquía local elegidos sólo por ella misma, usualmente los com er­
ciantes más ricos o los funcionarios y militares más poderosos, todo
ello sin que vote el 99 por ciento de la población (Martín, pp. 7 2 -7 7
y 9 1 -9 3 ; y Birch, cap. 2 ; sobre el pactismo, Tomás y Valiente, pp.
1.1 4 0 ss.. y 1 .2 1 5 -1 .2 1 6 ; y Fioravanti, D erechos, pp. 27-31). Junto a
ello, no estará de más añadir que la gran diferencia entre la represen­
tación parlamentaria medieval y la contemporánea estriba en que
mientras aquélla era, en uno de los varios significados dé la palabra,
represen tación del pueblo ante el monarca como poder político fo r­
mal, donde el parlamento actuaba como un intermediario que, por
decirlo en términos actuales, estaba fuera del Estado, en cambio, los
parlamentos modernos representan al pueblo en el sentido de que
están jurídicamente autorizados para realizar en su nombre e interés
actos como aprobar leyes o elegir y controlar al gobierno, formando
así parte — incluso la parte más importante, según la doctrina demo­
crática— del propio Estado (Sartori, p. 230).
En el modelo medieval, saturado de jerarquías y privilegios para
unos pocos, el pacto entre el poder político y el pueblo propiamente
dicho difícilmente va más allá, en el mejor de los casos, de la mera
aceptación tácita, que — como ocurrió durante siglos con el sistema
inquisitorial y ha seguido ocurriendo hasta hoy en muchos de los
sistemas dictatoriales— puede ser más o menos pasiva pero en abso­
luto «democrática», incluso en. el sentido mínimo y elemental de con­
trol del poder mediante el ejercicio repetido del voto popular. Natu­
ralmente, nada de lo anterior pretende negar que los parlamentos
medievales son el germen de los actuales parlamentos democráticos,
entre otras cosas porque la historia inglesa muestra la continuidad en­
tre ambos mediante una lenta y compleja evolución. Pero entre el
nacimiento medieval de los parlamentos y su desembocadura en los
siglos X IX y X X no es sólo que la idea de democracia moderna tardará
tiempo en aparecer como doctrina y en plasmarse en la realidad, sino
que las mismas mutaciones en los parlamentos y en la forma de
concebir la representación han sido tan profundas que hacen pensar
en aquella navaja que, a fuerza de cambiarle muchas veces la hoja y
las demás piezas, terminó por no ser la misma navaja.

M arsilio y la d em ocracia

Por su parte, en el plano doctrinal, aunque Marsilio de Padua es segu­


ramente el pensador medieval que parece mostrarse más cercano a
las ideas democráticas, conviene cuidarse de los peligros de anacro­
nismo de tal interpretación. En realidad, la atribución de la legitimi­
dad del poder político al pueblo por Marsilio de Padua no deja de ser
una variación, nueva y extrema si se quiere pero variación al fin y al
cabo, sobre el modelo medieval de legitimación política, pues partici­
pa de unos presupuestos y conceptos similares a los de Tomás de
Aquino, con su idealización del pueblo, su vinculación con la idea de
bien común y su remisión última de todo poder a la ley divina58. A
partir de esa identidad de cimentación, sin embargo, hay que recono­
cer dos diferencias de tono en Marsilio que anuncian ya motivos que
se desarrollarán con el Renacimiento y la Reforma: de una parte, su
acentuación del momento de l,a legitimación popular, a través de la
clara distinción entre el pueblo como legislador y el gobernante como
ejecutor, un criterio que aplicó también al ámbito eclesiástico defen­
diendo la primacía del concilio general frente al papa; y, de otra

58. Esta última idea, sobre la que no insistiré, aparece claramente en un texto del
D efensor pacis en el que se dice que el príncipe es «juez coactivo en este siglo [esto es,
en el mundo] por ordenamiento de Dios, aunque inmediatamente por alguna institu­
ción del legislador humano» (II, X X X , 4). Si se atiende a su carácter indirecto o en
último térm ino , tal remisión a la ley divina — nada extraña en esa obra, cuya, segunda
parte apela con profusión al Evangelio contra la primacía del poder papal— puede
concordarse con el incipiente positivismo jurídico de M arsilio (supra , pp. 139 -1 4 1 ).
parte, su novedosa negación no 7 a sólo de la primacía sino incluso de
toda autonomía del poder eclesiástico sobre el civil, con la exigencia
de subordinación de los oficios eclesiásticos al nombramiento y re­
moción del poder civil del territorio correspondiente. Aquí interesa
comentar sobre todo el primer punto.
En su obra mayor, el D efen sor pacis (1 3 2 4 ), Marsilio de Padua
atribuye el fundamento del poder político alp op u lu s seu civium uni-
versitas, a u t eius v alen tior pars, esto es, al «pueblo o totalidad de los
ciudadanos, o bien a su parte prevalente» (I, X II, 3-4, entre otros,
muchos pasajes). Y, ciertamente, tal fundamento del poder no es en
este caso, como en el de Tomás de Aquino, predominantemente for­
mal, sino que se manifiesta de manera bien explícita en dos funcio­
nes: legislar y nombrar al gobernante.. Con la consabida m etáfora
orgánica procedente de Aristóteles, la parte gobernante es el corazón
de la ciudad o reino, su pars p rin cipan s o parte principal, y debe
ser, elegida por el pueblo o su v alen tior pars o parte prevalente (D e­
fen so r p a cis, I, X V , 2 y 4-6). Bajo la preocupación fundamental de
mantener la paz y, para ello, la unidad del poder gubernativo, no
debe entenderse en ningún caso que aquí se está anticipando idea
alguna de división de poderes entre órganos distintos del Estado,
pues, aun prescindiendo del ancronismo de semejantes términos en la
época, el legislador es la comunidad misma como un todo que auto­
riza al poder gubernativo como único poder político efectivo (D efen ­
sor pacis, I, X V I-X V II)í5. Ahora bien, como es fácil sospechar, buena
parte de la desconfianza hacia el democratismo de Marsilio proviene
de la referencia a la v alen tior pars o parte prevalente de los ciudada­
nos, expresión enigmática de la que las principales indicaciones que
aparecen en su obra son las siguientes:

digo la parte prevalente, atendida la cantidad y la calidad de las perso­


nas en aquella comunidad para la cual se da la ley (Defensor pacis, I,
X II, 3).

La parte prevalente de los ciudadanos conviene fijarla con arreglo a las


honestas costumbres de las comunidades civiles, o determinarla según
la opinión de Aristóteles, en el 6 ° de. Política, cap. 2 [lo que parece

59. En el expresivo capítulo final, que resume el D efensor pacis, se dice que la
conservación de la paz y de la libertad dependen de la aceptación del criterio de que
sólo al príncipe, sea una persona o una asamblea, «le compete la autoridad de mandar
a la multitud [...] y de castigar a cada uno, si es preciso, según las leyes dadas, y de no
hacer nada fuera de ellas, sobre todo en lo dificultoso, sin el consentimiento de la
multitud sometida, o del legislador, ni provocar a la multitud ni al legislador, porque
en la expresa voluntad de éste estriba la autoridad del principado» (III, III; véase sobre
ello Skinner, Fundam entos, I, pp. 82-83).
remitir al siguiente texto aristotélico: «la democracia que más parece
merecer ese nombre [...] consiste en que todos tengan numéricamente
lo m ism o, y lo mismo es que no gobiernen más los pobres que los
ricos»] (I, X II, 4).

la m ejor ley es la que se da para la utilidad común de los ciudadanos.


[...] esto se hace del m ejor modo sólo por la totalidad de los ciudada­
nos o por su parte prevalente. que se tom a como una misma cosa con
aquella (I, X II, 5).

Con los textos anteriores parece suficientemente claro que, ade­


más del modelo griego, Marsilio no podía dejar de tener presentes las
formas de gobierno republicanas de las ciudades italianas, que, como
enseguida veremos, eran más aristocrático-oligárquicas que propia­
mente democráticas, ni, probablemente, experiencias de control de
los reyes por los parlamentos de distintos reinos europeos, tal vez
comenzando por la capitulación ante la nobleza de Inglaterra por el
rey Juan Sin Tierra, que se plasmó en los relevantes límites al poder
real que concedió la C arta M agna (1215). Y sumadas las costumbres
de la época a la identificación que Marsilio hace entre la parte preva­
lente y la totalidad y a su referencia a la «calidad» de la valen tior pars
o parte prevalente, no parece que quepa entender al pie de la letra su
criterio de que las leyes «deben ser propuestas en la asamblea de
todos los ciudadanos para su aprobación o reprobación», de modo
que aquéllas se den «con la audición y el consenso de toda la multi­
tud» (D efen sor pacis, I, X III, 8 ; y X II, 5, respectivamente)60.
Téngase en cuenta además que en la época en que vive Marsilio,
junto al modo republicano de gobierno de algunas ciudades italianas,
existen reinos territoriales de gran extensión (Inglaterra, Castilla, Fran­
cia, etc.), sobre los que se superponían todavía con cierta eficacia
política las dos viejas estructuras del papado y el Imperio. En ese
contexto M arsilio utiliza frecuentemente la expresión civitas sive reg-
n u m para referirse a las formas políticas de su tiempo, tomándolas

60. Resulta difícil no entender tal referencia a la «calidad» como una exclusión
del voto del «vulgo», al que en uno de los pasajes iniciales del D efensor pacis parece
minusvalorar al recoger la distinción aristotélica — relativa al régimen perfecto, que
para el filósofo griego no era el democrático— entre las clases que «son por excelencia
parte de la ciudad [... o] partes honorables» (sacerdotes, jueces y consejeros), y las «partes
en sentido lato [... o] vulgo» (agricultores, artesanos, soldados y tesoreros) (I, V, 1).
No obstante, el D efensor pacis se resiste a las interpretaciones fáciles, pues cuando
establece las condiciones de la ciudadanía, aunque sólo excluye a «los niños, los
esclavos, ios forasteros y las mujeres», también define al ciudadano como «aquel que
en la comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial según su grado »
(ibid., I, X II, 4 ; para la interpretación de que M arsilio excluye a los artesanos de la
ciudadanía, de acuerdo con la ordenación de las ciudades italianas, véase Quillet, p. 28).
claramente como equivalentes61. Si a ello se añade que los regna del
momento se regían todavía antes por costumbres que por leyes (o,
en todo caso, por leyes que recogían reglas tradicionales), es decir,
por normas basadas en cierto consenso popular, es difícil tomar al
pie de la letra la exigencia de la audición y consenso de la multitud
del pueblo reunida en asamblea. Así, es indudable que Marsilio no
pretendí:! impugnar en lo más leve la forma de elección del empera­
dor del Sacro Imperio Romano-Germanico por los príncipes de los
reinos que componían el Imperio (D efensor pacis, II, X X V I, 11), que
fácilmente podían reputarse como la valentior pars de aquella comu­
nidad política. En realidad, el modelo de democracia directa pura
era difícilmente viable en su época no sólo en el Imperio y los demás
extensos reinos, sino incluso en las ya entonces pujantes ciudades (las
grandes ciudades como París, Milán, Florencia, Venecia o Nápoles
rondaban por entonces los 100.000 habitantes).
Si todo ello se une al hecho de que Marsilio excluye expresamen­
te que la función de aprobar la legislación, a diferencia de su elabo­
ración previa, sea delegable (Defensor pacis, I, X III, 8), lo único que
de verdad se puede tomar al pie de la letra es su identificación entre
la vale7itior pars y la universitas de los ciudadanos bajo un modelo
ajeno al mecanismo de la elección popular, como el de la represen­
tación corporativa típica del medievo, conforme a la cual «el consejo
de la ciudad es directamente la ciudad» y el «pueblo» no es un con­
junto de individuos, sino-de agrupaciones (barrios, cuerpos, oficios,
universidades, confraternidades) a través de las cuales se otorgaba la
ciudadanía a una limitada parte de los habitantes de la ciudad como
un privilegio excepcional (Costa, p. 27). Si.esto es así, cuando M arsi­
lio descarta que pueda corresponder el dar leyes a una minoría en vez
de «a la totalidad de los ciudadanos o a su multitud prevalente» (por
ejemplo I, X III, 3, y XIA^ 8), lo que hay que entender es que descarta
por definición que una minoría pueda constituir la parte prevalente,
esto es, porque la parte prevalente, aun siendo de hecho una exigua
minoría, una vez configurada con arreglo a las «honestas costumbres
de la época» o al régimen popular aristotélico, simplemente queda
identificada con la totalidad o la mayoría de los ciudadanos.
Por todo lo anterior, creo que tienen razón quienes se han opues­
to como engañosa a la visión de Marsilio de Padua como el primer
gran defensor medieval de la democracia moderna o de la soberanía

61. Marsilio dice expresamente que el regnum no es más que un conjunto de


civitates y que la diferencia entre uno y otras reside sólo «en la cantidad» (D efensor
pacis, I, II, 2; véase también Gewirth, p. lxxvi).
popular y han considerado que su doctrina, ajena tanto a la idea de
igualdad básica de los ciudadanos como a cualquier visión del pueblo
como conjunto de individuos que poseen el poder constituyente y
deciden de manera soberana, no tiene gran cosa de innovadora ni de
precursora, siendo nada más que la expresión, «en términos más drás­
ticos e indeterminados, del juicio y la práctica normales de la Edad
Media»62. A ello se une, como ha destacado Passerin d’Entréves, que
Marsilio tampoco es un liberal, en el sentido de que su concepción
del poder político no reconoce, ni siquiera implícitamente, intereses
o derechos individuales que puedan operar como límites al poder
legislativo de la comunidad. Y si bien Marsilio confía en que ésta, o
su parte prevalente, se ajustará de hecho a los criterios de justicia y al
bien común, tampoco avanza un ápice en defender un criterio liberal
tan básico como la libertad de conciencia, pues admite abiertamente,
como se dijo, la punición civil de la herejía. Lo que sobre todo le pre­
ocupó a Marsilio fue la reducción de todo poder, y particularmente
el de la Iglesia, al poder civil, que es el hilo conductor del D efensor
p acis, aunque no tanto con el objeto esencial de defender, al modo
de Dante, el ideal del imperio universal, sino sobre todo el de las
ciudades y los reinos entonces existentes63. Y en esa preocupación,
ciertamente, no aparecen ideas que puedan relacionarse con el con­
tractualismo moderno ni con la doctrina de los derechos naturales,

62. Passerin, M edieval , pp. 56-57; véase también Fioravanti, Constitución , pp.
5 2 -5 5 , que insiste en que Ja intervención popular en M arsilio no afirma al pueblo
com o soberano, sino como mero legitimador y limitador dei poder político, bajo la
mentalidad medieval de que el gobernante es sólo una parte, por más que la pars prin-
cipans , que debe estar sometida al todo de la comunidad.
6 3. La tesis sostenida por Quillet de que la pretensión esencial de M arsilio fue
defender el Imperio (pp. 2 0 -2 2 y 45-4 7 ) parece discutible a la luz de dos claros tex­
tos del Defensor pacis en los que su autor no se muestra partidario de la utilidad de
disponer de «un único administrador de todo el universo» (I, X V II, 10; y II, X X V III,
15, de los que Quillet interpreta sesgadamente parte del segundo sin mencionar el pri­
mero, al que el propio Marsilio remite en aquél). Ahora bien, como en otros puntos,
las ambigüedades de M arsilio tampoco dejan de aparecer aquí: en los hechos, en él ’
conflicto entre Luis X IV de Baviera y el papa Juan X X II — abierto en los años en los
que se escribe el D efensor pacis (1 3 1 8 -1 3 2 4 ) y culminado con la coronación de Luis
como emperador en 1 3 2 8 — M arsilio tomó decididamente el partido del emperador,
en cuya corte sirvió como consejero y médico desde 1 326, el año anterior a su conde­
na papal como hereje, hasta su muerte hacia 1 3 4 3 ; por su parte, volviendo al D efensor
pacis , aunque en el último capítulo, cuyo rótulo es «Del título de este libro», comienza
diciendo claramente que el «defensor de la paz» es el propio estudio (III, III), en el
primer capítulo encomienda a Luis de Baviera llevar a los hechos las reflexiones del es­
tudio (I, I, 6). Todo sumado, aunque M arsilio de Padua seguramente está trazando un
marco flexible y general sobre las comunidades políticas, ese marco tampoco excluía
la idea del Imperio, quizá como un reino más, aunque de mayor importancia.
que, como se verá, son el substrato más directo del liberalismo político
y de los sistemas democráticos que lo ponen en práctica.
Para resumir brevemente lo dicho hasta ahora, la idea m edie­
val de la titularidad del poder político por el pueblo es más bien
una form a de aludir al bien común, insertada en una manera de ver
la representación más de arriba abajo que al contrario. Y ello no
sólo parece así en la doctrina de Tomás de Aquino, sino tanto en el
pactismo y la práctica institucional de los parlamentos medievales
como en M arsilio de Padua, el autor que entonces más lejos llega
en la atribución del poder al pueblo pero que, en realidad, no se
aleja tanto de Aquino. Por parafrasear la conocida frase de Abra-
ham Lincoln, en los tres casos el gobierno es, al menos en las pre­
tensiones, para el pueblo, pero en ninguno es ni pretende ser de
modo efectivo y generalizado d e l pueblo, ni, sobre todo, p o r e l
pueblo.

E l repu blican ism o d e las ciu dades italianas: las tran sform acion es
d e la teoría d e las fo rm a s d e g obiern o d e M arsilio a M aqu iavelo

Aunque la doctrina medieval de la atribución del poder originario al


pueblo no pueda ligarse directamente a una concepción democrática
en sentido moderno, hay sin embargo una linea de conexión más
genuina entre aquella idea y la tradición del republicanismo. Comen­
tar brevemente el alcance de este concepto permitirá no sólo recupe­
rar el hilo esencial de la discusión histórica sobre las formas de go­
bierno, sucintamente apuntada en el capítulo anterior a propósito de
Aristóteles y de Polibio y Cicerón (supra, pp. 4 2 ss.), sino también
precisar un poco más la relación entre la idea de república y la de
democracia.
La categoría de republicanismo es en realidad una reconstrucción
muy reciente, de los últimos años del siglo X X , de una idea compleja
y no siempre con iguales insistencias según los distintos autores que
la defienden. Sus elementos fundamentales, sin embargo, proceden
del rescate de una tradición de pensamiento larga aunque discontinua
que, no sin componentes aristotélicos, se suele hacer remontar hasta
Cicerón, da un salto a la defensa del modo de gobierno de las
ciudades-repúblicas italianas por parte de Marsilio de Padua y Barto­
lo da Sassoferrato en la Edad Media y, en el Renacimiento;, de M a­
quiavelo y otros humanistas italianos, ingleses y holandeses, pasa
después, ya en el siglo XV II, por el modelo de república presentado en
su O céan a por James Harrington y, en el siglo xvill, viene a culminar,
en aportaciones muy distintas entre sí, como las diferentes correccio­
nes de Montesquieu y Rousseau a la Ilustración francesa o el federa­
lismo-de un James Madison en el marco de la Revolución americana.
Los conceptos fundamentales de la tradición republicana son
tres: en primer lugar, el presupuesto de que la existencia de una co­
munidad política es imprescindible para garantizar la libertad de sus
ciudadanos, tanto hacia el exterior, como independencia respecto de
las de más_comjjjiidades políticas, cuanto hacia el interior, don de se
ha de establecer un sistema de gobierno que permita eí vivere libero
en segundo lugar, la identificación de tal sistema de gobierno con-la
república, que se entiende como una forma de gobierno mixto que
viene a componer las tres formas clásicas y puras de la monarquía, la
aristocracia y la democracia; en tercer lugar, en fin, la propuesta de
que la libertad republicana, tanto externa como interna, sólo puede
realizarse mediante una noción de ciudadanía que exige un compro­
miso fuerte de los ciudadanos con su comunidad política y, por tanto,
el cultivo de ciertas virtudes comunitarias como el amor a la patria
para defenderla de sus enemigos externos, la búsqueda del bienestar
colectivo antes que el propio o un cierto espíritu de comunidad entre
los conciudadanos, que para algunos de los republicanos, aunque no
para todos, implicó una fuerte igualdad en sus riquezas (sobre este
último aspecto, Skinner, Fundam entos, I, p. 195).
En los hechos, la Europa de los siglos X I a XV , y especialmente la
Italia central y del Norte, fue, en palabras de Antony Black, «la edad
de oro del gobierno en pequeña escala y de la independencia cívica»
(p. 181). Ahora bien, el sistema de gobierno de las ciudades-república
evolucionó en esos siglos en una dirección crecientemente oligárqui­
ca. Si en los siglos XI y X II, aun dentro del predominio de los nobles y
ricos, el cuerpo de ciudadanos era relativamente numeroso, la ciuda­
danía fue convirtiéndose cada vez más en un privilegio. A esto debe
añadirse que la preferencia por el sorteo para la designación de las
magistraturas durante esos dos primeros siglos se invirtió después
en favor de la elección. De tal modo, precisamente en la época en la
que vive Marsilio de Padua, en el paso entre los siglos XIII y XIV, se
produce en muchas ciudades italianas la transformación del sistema
de gobierno de los com u ni, gobernados por consejos de nobles en­
zarzados en las luchas de güelfos y gibelinos (esto es, papistas y pro
emperador), al régimen de la signoria, de gobierno unipersonal he­
reditario. Y aunque las dos más grandes ciudades italianas, Venecia y
Florencia, mantuvieron todavía el gobierno republicano — la primera
hasta su disolución por Napoleón en 1 7 9 7 y la segunda durante el
siglo XIV y el primer tercio del X V , hasta el comienzo del dominio de
los Medici— , lo hicieron en ambos casos con claros rasgos oligárqui-
eos. En efecto, justo a partif .de finales del siglo XllLadquiri.ó; im por­
tancia el movimiento i dehpop-olo, formado por las corporaciones y
gremios,.que pudieron acceder .al gobierno por un tiempo y -que en
Florencia, entre 1293 y. 129 5 , lograron una más duradera reforma
có.nstitucional:que..situó:enjel'poder político a.süs representantes:-el
p o p o lo grasso o pueblo gordo, formado por ¡os magistrados y letra­
dos y los banqueros, y comerciantes, más, ricos (Quiliet, pp. 1 2 -1 5 ,
Skinrier; ¿Fundam entos; I, pp. 2 3 -2 4 , 2 9 , 4 3 -4 6 y 86-87, asi com o
«Ciudades», pp. 7 0 -7 1 ; para una descripción más rica; deda; evo hj.ciqn
del complejo sistema florentino, que combinó.elecciones y sorteos en
formas cambiantes, y del veneciano, más estable en el tiempo pero
también más decididamente oligárquico^ véase Manin,,pp..7 4 7 8 8 ).;:.
De ral uuklo, el sistema de gobierno de las.ciudades que terminó
prevaleciendo desde,la época en que rescribe .Marsilio, incluida la de
Bartolo,.ño era propiamente democrático, en él sentido: clásico, sino que
se caracterizó por los .dos rasgos que en la antigüedad clásica, con.Aris­
tóteles como famoso testigo, se habían considerado típicos del gobier­
no oligárquico: la atribución de la ciudadanía y de los cargos políticos
por la riqueza y ei. sistema de gobierno por elección (Black, p. 1 8 1 ; y
Manin, pp.: 70 ss.). Así pues, en relación con los antiguos, el republica­
nismo de Marsilio de Padua, lauto por su insistente defensa de! sistema
electivo como por su constante referencia a ¡a v a la n tio r p ars de la co­
munidad, debe ser considerado más en la línea oligárquica que en la
democrática. Y ese mismo fue el sentido en el que terminó cristalizan­
do, ya bastantes años después de Marsilio, la oposición entre sistema
de sorteo y electivo que, especialmente en la Florencia del siglo X V I;
enfrentó a la facción popular; defensora del.democrático sorteo, con la
nobleza, partidaria de !a oligárquica elección (Manin, pp. 79 83).
' ■ Ahora bien, si en ese punto Marsilio se anticipa efectivamente a
los sistemas democráticos modernos,, que son electivos, lo hace exclu­
sivamente en ese punto, pero no además en. otro que desarrollaría
sobre todo eLrepublicanismo renacentista: la teoría del gobierno, m ix­
to, que contrasta netamente con la insistencia de Marsüio en la uni­
dad del poder político. En el Renacimiento la defensa del gobierno
m ixto, que tiene, sus raíces en la visión de. la Roma republicana de
P.olibio y ^Cicerón, partió de una novedosa simplificación de las fo r­
mas de gobierno a ¡a república y al principado, una distinción que
Nicolás Maquiavelo (1 4 6 9 -1 5 2 7 ) dejó sentada en la frase con la que
comienza E l príncipe y sobre la que discurre toda su obra. La sustan­
cia de. la distinción, es,ahora la contraposición entre gobierno libre y
despótico: en -palabras de Maquiavelo, «o mediante la libertad o
mediante e! principado» (Discorsi, 1, 16). A diferencia del principado,
la república permite el vivere civile o libero, que es independencia
del exterior y autogobierno de la ciudad gracias al gobierno mixto,
que combina el principio monárquico, el aristocrático y el popular
en las instituciones64 (D iscorsi, I, 2). Ahora bien, que tampoco hay
lugar en este modelo para un sistema democrático puro, al modo
clásico, queda claro por la preferencia de Maquiavelo hacia el go­
bierno mixto de Esparta, una ciudad autogobernada pero famosa por
su carácter autoritario y oligárquico, sobre el democrático de Atenas
(Discorsi, I, 2). De este modo, el vivere libero de una ciudad reclama­
ba, además de la independencia hacia el exterior, una forma de auto­
gobierno no especialmente exigente con las libertades de los indivi­
duos que componían el pueblo65.
Junto a la confianza de los humanistas en la educación y la virtud
— con un lugar prominente para el patriotismo— antes que en las
instituciones (Skinner, F u n d am en tos, I, pp. 65-69, 2 0 0 y 2 55), ese
descuido de los derechos individuales sigue siendo probablemente
una de las diferencias importantes que separan el modelo de los re­
publicanos renacentistas y el de las democracias representativas de la
época contemporánea, que en cambio secundaron el ideal del gobier­
no m ixto en el que tanto insistieron aquéllos y su criterio, mucho
más discutido pero al final victorioso, de la superioridad del procedi­
miento electivo sobre el sorteo de los cargos.

64. M aquiavelo añade tam bién com o positiva la tensión entre la plebe y el
patriciado en el plano social, aduciendo que «todas las leyes que se hacen en favor de
la libertad nacen de la desunión» entre las «dos tendencias [umori ]» de toda república:
«la del pueblo y la de los grandes» (Discorsi, I, 4 ). No obstante, en otros momentos
también hace observar que el vivere civile exige una cierta igualdad básica que excluye
la existencia de una clase com pletam ente ociosa, que es enemiga de toda civiltá
{ibid., I, 55).
65. En el extremo, sobre el limitado y pobre sentido que para Maquiavelo tenía
la libertad del pueblo es suficientemente expresivo el contenido que en un pasaje
atribuye al deseo del pueblo de ser libre, que parece identificar con el vivere sicuro e
contento', «una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar, pero todos los
demás, que son infinitos, desean la libertad para vivir seguros. Porque en todas ías repúbli­
cas, de cualquier modo que estén ordenadas, los puestos de mando no superan nunca
los cuarenta o cincuenta ciudadanos» (Discorsi, I, 16). N o obstante, dos capítulos
después Maquiavelo alaba la libertad de palabra que todos los ciudadanos romanos
tenían en la propuesta de leyes, que fue un buen sistema, dice, hasta que «sólo los
poderosos proponían leyes, no para la común libertad sino para su poder, y contra las
cuales nadie podía hablar por miedo a aquéllos, de modo que el pueblo venía o
engañado o forzado a decidir su ruina» (I, 28). Para resolver el contraste entre los dos
pasajes debe tenerse en cuenta que la pretensión fundamental de M aquiavelo de
analizar la política en términos técnicos o estratégicos en ocasiones entra en tensión
con sus valoraciones subyacentes (sobre el pensam iento de M aquiavelo rem ito a
Aguila, ap. I-II).
3.3. L a s d octrin as sobre la d eso b ed ien cia a l p o d er injusto

Volviendo al modelo medieval de legitimidad política, los dos con­


ceptos sobre los que se ha hablado hasta ahora — la sociabilidad na­
tural de los seres humanos y la titularidad última del poder por el
pueblo de origen divino66— , junto a la noción de la superioridad del
Derecho natural sobre el positivo, configuran los elementos que per­
miten responder a la pregunta por la obediencia al Derecho injusto,
que, dada la complejidad de las anteriores posiciones, tampoco pue­
de ser simple. De antemano, una idea previa y fundamental que di­
mana de todas las doctrinas comentadas es la presunción favorable al
poder que admite prueba en contrario. Ulteriormente, la notable mul­
tiplicidad de soluciones que la escolástica medieval y la posterior
Escuela hispánica dieron al problema de la obediencia al poder injus­
to procede de la combinación de dos criterios: qué tipo de violacio­
nes se admiten como pruebas en contrario y qué consecuencias se
atribuyen a tales violacion es. L as co m b in a cio n es básicas se p u ed en
ordenar en cuatro pasos de menor a mayor gravedad en la configura­
ción de esas consecuencias, conforme al siguiente esquema:

pasiva (1) (= -I— desobediencia civil)

Resistencia ante tiranía por título por iniciativa


y anticatolicismo (2) colectiva o
del titular poder
activa tiranicidio

ante tiranía por por iniciativa


, el ejercicio (3) individual (4)

66. Francisco de Vitoria expresa en dos lugares muy cercanos una síntesis de
todos estos motivos: «si hemos demostrado que el poder público se constituye por
derecho natural, y el derecho natural reconoce por autor sólo a Dios, queda claro que
el poder público tiene su origen en Dios. [...] Y si las repúblicas y sociedades humanas
están constituidas por derecho divino o natural, también lo estarán aquellos poderes
sin los que no podrían subsistir las repúblicas» (De potestate civili, I, 6); «el origen de
las ciudades y de las repúblicas no es una invención de los hombres, y [...] no hay que
considerarlo algo artificial, sino como algo que brota de la naturaleza que sugirió este
modo de vida a los mortales para su defensa y conservación. De este mismo capítulo se
infiere enseguida que los poderes públicos tienen ese m ism o fin y esa m ism a necesidad.
Pues, si las comunidades y sociedades de los hombres son necesarias para la salvaguar­
dia de los mortales, ninguna sociedad puede tener consistencia sin una fuerza o poder
que la gobierne y la proteja» {ibid., I, 5).
a) La resistencia pasiva

El mínimo común denominador, esto es, el primer paso y el más


mbderado;en la tipología1dé las doctrinas frente ái poder ilegítimo, es
la idea de qué la s ; leyes injustas,1a! no ser propiamente leyes,' no
obligan. Ante tod o,-tal falta de obligación es primariamente moral,
pero también tiene carácter jurídico, dada la identificación entre
Derecho y justicia. Como ya se ha dicho antes, la injusticia de una ley
implica su Invalidez y comporta que no debe ser aplicada por los
jueces, pues dice-Aquino claramente:

si la ley escrita: contiene algo contra él derecho naiurai, es injusta y


no tiene fuerza para obligar, pues el derecho positivo sólo es aplica­
ble cuando es indiferente ante el derecho .natural el, que una cosa sea
hecha de uno u otro m odo [...],. De ahí. que tales :escritur.as .no se
llam en leyes sino más bien corrupciones de la .ley, com o se h ad ich o
antes, y, pór consiguiente, no debe juzgarse según ellas (Sümm.. Th.,
II-II, 6 0 ,5 ).

Por otro lado, y en general, esa falta de obligación afecta también a


los súbditos, que no están obligados en conciencia a obedecer leyes
injustas. Aquí es donde la doctrina del Derecho natural implica, en
p rin cip io , com o primer paso, la licitud moral de la llamada «resisten­
cia pasiva» — equivalente, de manera aproximada, a la actual «desobe­
diencia civil»— , es decir, la desobediencia a las leyes injustas aceptan­
do sus san ciones, cuya im posición, en principio, tam bién sería
m oralmente lícita. Por eso la resistencia pasiva no es más que la otra
cara de la moneda de la «obediencia pasiva», como también se ha de­
nominado a esta doctrina (Passerin,D ottrina, p. 2 59; trad. cast., p. 218).
Ciertamente, autores como Aquino y muchos de sus seguidores no to­
maron a la ligera ni siquiera esta forma pasiva,de resistencia, que llena­
ron de cautelas, como su limitación propíer vitandum scandalum , vel
pericu lu m (S u m m . T h., I-II, 9 6 ,5 ), es decir, obligando a la obediencia
total en caso de ser necesario para evitar e! desorden por la extensión
del ejemplo, o para evitar riesgos mayores, como las discordias en ia co­
munidad o la sustitución por un nuevo tirano peor (De regno, i, 4, § 18).

b) La resistencia activa ante el tirano anticatólico y el usurpador ‘

Con todo, parte de la escolástica,; con Aquino.,ala cabeza, además de


juristas- com o Bartolo, también dieron 1un segundo'y n iás.decidido
paso frente al poder ilegítimo al admitir también, al menos en dos
casos, la resistencia activa, esto es, la desobediencia tanto al precepto
como a la sanción, hasta llegar a la rebelión: en primer lugar, en
caso de violación de las leyes divinas, cuando el gobernante prohíbe
el culto católico o instaura una religión falsa, y, en segundo lugar,
respecto de la forma más intolerable de tiranía, la tiranía por el títu­
lo u origen del poder (ex defectu tituli), del llamado usurpador, la
cual, frente a la simple tiranía por el ejercicio del poder (ex p a rte
::&^e?'£#H-)^5rJueT.e0nsiderada-más3gmveTquizá-.porque^se4uzgaba que
quien llega al poder ilegítimamente, además de poner en peligro la
paz civil, también carece de razones y frenos para ejercerlo legítima­
mente (posteriormente, la historia ha dado ejemplos para otras posi­
bilidades: si casos como los de Franco o Pinochet son ilustraciones
modernas suficientes del criterio medieval, en cambio H itler ejerció
tiránicamente el poder sin ser formalmente un usurpador y, en el
extremo opuesto, la Gloriosa Revolución de 1688 se produjo por una
usurpación de la Corona inglesa por Guillermo y M aría de Orange,
que estableció una legítima monarquía constitucional).

c) La resistencia activa ante el tirano por el ejercicio

Junto a la anterior posición, otros filósofos y teólogos medievales


dieron todavía un tercer paso más en la aceptación de pruebas contra
la legitimidad del poder cuando justificaron también el derecho a la
resistencia activa o rebelión contra cualquier tirano, esto es, también
contra el monarca legítimo en origen, pero tirano por el ejercicio del
poder: el antecedente de esta posición se encuentra ya a mediados del
siglo X II, con anterioridad a la propia formulación de la distinción
entre la tiranía por el origen y por el ejercicio, en el primer defensor
explícito del tiranicidio, el inglés Juan de Salisbury (ca. 1115/20-
1180), obispo en Chartres, quien, aunque sintetiza la idea en una
fórmula lapidaria aparentemente referida al usurpador

— quitar la vida al tirano no sólo es lícito , sino equitativo y ju sto,


porque el que toma la espada merece perecer por la espada68 (Policra-
ticus, III, 15)— ,

6 7 . El origen de esta distinción parece ser tomista, apareciendo en los C om enta­


rios a ¡as sentencias de Pedro Lom bardo (II, dist. xliv, q. ii, cit. por Passerin, M edieval,
p. 38), pero hay ya algún oscuro atisbo de ella en Aristóteles (véase Política, 1295a).
6 8 . Dando a entender claramente la identificación entre tirano y usurpador, el
texto continúa así: «Entiéndase “tom arla” del que la ha tomado por su propia osadía,
no del que recibe potestad de Dios para empuñarla. Cierto, el que recibe la potestad de
manos de Dios, sirve a la ley y a la justicia y es siervo del Derecho. En cambio, el que
la usurpa, oprime los derechos y somete las leyes a su personal arbitrio».
sin embargo, al mismo tiempo considera tirano genéricamente a quien
no ejerce el poder conforme a las leyes divinas:

La única o principal diferencia entre el tirano y el príncipe consiste en


que éste obedece a la ley y, conforme a ella, rige al pueblo del que se
estima servidor (Policraticus, IV, 1).

Siglos más tarde, ya asentada la diferenciación conceptual entre


las dos formas de tiranía, la de origen y la de ejercicio, expresó esta
posición bien nítidamente Francisco Suárez (1558-1617), quien tam­
bién recogió una segunda distinción importante en este punto, entre
la iniciativa pública — esto es, del Estado en su conjunto, representa­
do por sus órganos o corporaciones consideradas legítimas, como el
Parlamento o la Iglesia— y la privada, de un individuo o de cualquier
grupo de ciudadanos: según Suárez, frente el usurpador o «tirano en
cuanto a su dominio y poder»,

el Estado en cuanto tal, y aun cualquiera de sus miembros, tiene


derecho a levantarse contra el tirano; cualquier ciudadano podrá
vengar al Estado de esta tiranía y matar al tirano {De bello, VIII, 2);

en cambio, frente al tirano por el ejercicio, que «es verdadero sobera­


no», no considera aplicable la misma doctrina, expresamente conde­
nada por el concilio de Constanza (1415), de modo que no puede
levantarse cualquier particular sino sólo «el Estado como tal», esto
es, una rebelión de la comunidad en su conjunto. Como puede verse,
en una posición como la anterior se entrecruzan dos distinciones con­
ceptualmente diferentes: por un lado, la de las formas o clases de
tiranía y, por otro lado, la de la iniciativa de la rebelión, según fuera
pública o privada.

d) El tiranicidio por iniciativa privada

En fin, aplicando de otra forma las dos distinciones a que me acabo


de referir, la versión más extrema de la doctrina medieval de la
resistencia activa dio el cuarto y más grave paso en el juicio sobre el
poder ilegítimo, llegando a admitir frente a cualquier forma de tira­
nía la licitud del tiranicidio ejecutado por iniciativa privada. Esta
doctrina es la que mantuvieron protestantes como el inglés John
W ycliffe y el checo Jan Hus, ambos condenados en el concilio de
Constanza, o, ya a finales del siglo X V I, un católico español, el jesuita
Juan de Mariana, que admite la iniciativa privada con la única reser­
va de que la calificación del tirano sea establecida en una declaración
colectiva o, si no son posibles las reuniones públicas, cuando la tira­
nía sea notoria65. En cambio, en Aquino y en la mayoría de los auto­
res, si acaso, la muerte del tirano sólo se consideró lícita a consecuen­
cia de la rebelión, dentro de los disturbios por ella generados, o por
iniciativa del titular legítimo del poder, como pena de muerte tras el
correspondiente juicio por los delitos del tirano.

69. M ariana, que se encuentra ya en plena contrarreform a y refleja en eí campo


católico el radicalismo de algunos protestantes, puede ser visto como un tardío repre­
sentante del pactismo medieval, defendiendo la tesis de que la comunidad ha delegado
su poder en el gobierno, que por ello está sometido a tres «leyes fundamentales»: la
que regula el orden de sucesión en la Corona, la relativa a la votación de los impuestos
por las Cortes y la que asegura el respeto a la religión propia del pueblo; en esta línea,
Tom ás y Valiente escribió que «es claro que M ariana trata de proteger los privilegios
fiscales de los estamentos de la nobleza y clero, así como también la religión y con ella
a la Iglesia como poder establecido» (p. 1.215).
I. EL M O D E LO IUSNATURALISTA M O D E R N O

Los autores fundamentales del iusnaturalismo racionalista, que se ex­


tiende sobre todo entre los siglos XV II y XV III, tuvieron básicamente
dos profesiones: o fueron juristas como Joh n Selden (1 5 8 4 -1 6 5 4 ),
Hugo Grocio (1 5 8 3 -1 6 4 5 ) y sus seguidores directos o indirectos,
Samuel Pufendorf (1 6 3 2 -1 6 9 4 ) y Christian Thomasius o Tom asio
(1 655-1728), o fueron filósofos como Tilomas Hobbes (1 5 8 8 -1 6 7 9 ),
Baruch Spinoza (1 6 3 2 -1 6 7 7 ), John Locke (1 6 3 2 -1 7 0 4 ), Gottfried
W ilhelm Leibniz (1 6 4 6 -1 7 1 6 ), Christian W olff (1 6 7 9 -1 7 5 4 ), Jean-
Jacques Rousseau (1 7 1 2 -1 7 7 8 ) e Immanuel Kant (1 7 2 4 -1 8 0 4 ); y lo
mismo ocurre con los herederos más directos del iusnaturalismo ra­
cionalista, los ilustrados franceses e italianos del siglo X V III: recuérde­
se, entre los filósofos, a Voltaire (1 6 9 4 -1 7 7 8 ), Denis Diderot (1713-
1784), Jean D ’Alembert (1 7 1 7 -1 7 8 3 ), Condorcet (1 7 4 3 -1 7 9 4 ), etc.,
y, entre los juristas, a Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1738-
1794), Gaetano Filangieri (1752-1788) o, ya a caballo con el siglo X IX ,
Gian Domenico Romagnosi (1 7 6 1 -1 8 3 5 )1.

1. Entre iusnaturalismo racionalista e Ilustración hay notables solapamientos: si


bien la Ilustración se suele contraer al siglo X V III, no sólo muchos de sus representantes
siguieron las doctrinas de aquella corriente, sino que Rousseau y Kant pueden consi­
derarse autores comunes a ambos; por lo demás, la coincidencia no es absoluta, pues
hay importantes ilustrados del todo ajenos al modelo iusnaturalista, com o M ontes-
quieu o los más notables de la Ilustración escocesa, de Adam Ferguson o Adam Smith
a David Hume.
N o estará de más observar que, al igual que la mayoría de este
tipo de categorías historiográfícas, también esta del iusnaturalismo
racionalista tiende a seleccionar algunos rasgos distintivos hacia fuera
— sobre todo, hacia atrás o antes y hacia adelante o después— , así
como comunes hacia dentro, seguramente a costa de oscurecer algu­
nos rasgos de diferenciación interna. Por ello, y para evitar una vi­
sión excesivamente unilateral, tras un epígrafe de introducción en el
que se encuadra el iusnaturalismo racionalista en el marco del naci­
miento del Estado moderno y,de la Reforma protestante, el núcleo de
la exposición de esta parte del capítulo se organiza en tres epígrafes
más, de los que el primero y el tercero destacan sobre todo los rasgos
comunes al iusnaturalismo racionalista, mientras el segundo, aun ma­
nejando un esquema común, intenta subrayar algunas de sus diferen­
cias internas: en el primero se diferencia entre el modelo medieval y
el moderno; en el segundo se analiza la tríada estado de naturaleza,
contrato y sociedad civil para indicar distintos elementos diferencia­
les dentro del iusnaturalismo racionalista; y en el tercero, a modo de
síntesis, se estudian los dos rasgos comunes al iusnaturalismo ra­
cionalista: contractualismo e individualismo.

1. E l m a r c o p r e v io : el E sta d o m o d e r n o y la Refo rm a

1.1. La idea d e soberan ía y el E stad o m o d ern o: B od in o

El Estado moderno es el nuevo sustrato político en el que se desarro­


llará la doctrina del iusnaturalismo racionalista.Aunque nacido más o
menos dos siglos antes que esa doctrina por presiones históricas que
arrancan de la Edad Media y teorizado en sus primeros pasos también
con independencia de ella, sin embargo el Estado moderno estaba des­
tinado a ser consolidado ideológicamente por el iusnaturalismo racio­
nalista. Como punto de partida, veamos brevemente el origen doctrinal
del Estado moderno en la teorización de la soberanía realizada por el
jurista y filósofo político francés Jean Bodin, o Bodino (1530-1596).
El nacimiento del Estado moderno va unido a la idea de sobera­
nía, que, como muchos otros conceptos jurídico-políticos, tiene sus
raíces en la época medieval pero caracteriza típicamente a la moder­
nidad (véasesupra, pp. 103 ss.). El primer teorizador de la soberanía
es sin duda Bodino, quien, influido por el pensamiento aristotélico y
por los grandes juristas medievales, asistió sin embargo a las luchas
religiosas con las que, tras la Reforma, se abre la modernidad. En su
extenso tratado L es Six L ivres d e la R épu bliqu e Bodino define la
soberanía como «la puissance absolue et perpetuelle d’une Republi-
que» (I, viii, p. 179) — esto es, el poder absoluto y perpetuo de una
república , o, según dice en su propia y algo diferente versión latina,

majestas est summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas [la


soberanía es la potestad suprema y exenta de leyes sobre ciudadanos
y súbditos].

La idea del soberano como legibus solutus es aquí ya decisiva, y


en las dos manifestaciones fundamentales en las que el concepto de
soberanía estatal se ha manifestado desde entonces: la. exterior, don­
de cada Estado es considerando como independiente y libre respecto
de los demás Estados, situados todos en pie de igualdad, lo que impli­
có también su emancipación de las pretensiones medievales de tutela
por parte del Imperio y del papado; y, sobre todo, la interior, donde
el soberano tiene jurisdicción sobre todo el territorio y es libre de
ordenar a voluntad, por encima de cualquier otro señor y sin sujeción
a sus propias leyes2 ni a las de sus predecesores3:

2. La razón que Bodino alega para justificar esta exención es que «es imposible
por naturaleza darse una ley a uno mismo, al igual que mandarse a uno mismo lo
que depende de sii voluntad» (I, viii, p. 192). Este argumento es puramente circular
y falaz. En efecto, si dar leyes consiste en ejercer un poder ilimitado, la ley que limita
tal poder no es propiamente una ley, pero no estamos obligados a aceptar tal idea de
ley, pudiendo partir perfectamente de la idea alternativa de la ley como ejercicio de
un poder limitado. Pues el argumento de que uno no puede autolimitarse, esto es,
imponerse obligaciones que limitan su voluntad, es claramente falaz, como lo prueba
la posibilidad de obligarse de cualquier persona mediante una promesa.
Aquí resulta instructivo añadir que, como vio claramente Kelsen precisamente en
referencia a este argumento de Bodino, «[e]s una treta característica de un método dis­
cutible pero que goza de favor entre los juristas presentar com o lógicamente imposible
aquello que, en realidad, sólo es políticamente indeseado porque se opone a ciertos
intereses» (Kelsen, Paz, p. 80).
3 . Ha de precisarse que en Bodino sólo es absoluta la exención de las leyes ci­
viles, de lo que hoy denominaríamos el Derecho positivo, pues en otros sentido" c!
poder político está rodeado de precisiones y cualificaciones: en efecto, el soberano está
sometido a las leyes divinas y naturales, así como a las leyes fundamentales que atañen
a la sucesión en la Corona, al igual que no puede «establecer impuestos a su placer, ni
tampoco apoderarse del bien ajeno», incumplir «las justas convenciones y Tratados» fir­
mados por él o alterar el valor de la moneda {Six Livres, I, viii; y VI, iii; las citas textua­
les, en pp. 201 y 2 1 4 ). Ahora bien, las violaciones de tales obligaciones son o bien pe­
cados ante Dios no exigibles en esta vida o bien faltas que afectarán sólo a la reputación
interior o exterior del soberano. El principio general de Bodino es que «no le es.lícito al
súbdito contravenir las leyes de su príncipe so pretexto de honor o dií justicia [...], por­
que la ley que prohíbe es más fuerte que la equidad aparente, si la prohibición no es di­
rectamente contraria a la ley de Dios y de la naturaleza» (;ibid., I, viii, pp. 2 1 6 -2 1 7 ); no
las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en bue­
nas y vivas razones, no dependen sin embargo más que de su pura y
franca voluntad (SixLivres, I,viii, p. 192).

Esta doctrina venía a sancionar el proceso de la construcción


efectiva del Estado m oderno, ya abierto en las grandes monarquías
europeas desde finales del siglo X V , cuando comienzan a implantarse
de manera esiable varias instituciones características de tal forma de
Estado: la supremacía legislativa del rey, la administración burocrá­
tica central y el sistema fiscal estable y centralizado, las relaciones
diplomáticas continuadas y los ejércitos permanentes (si bien de
mercenarios en gran medida extranjeros, y no de servicio obligatorio
nacional hasta Napoleón) (Anderson, pp. 2 4 ss.; y Tomás y Valiente,
p. 1 .0 9 5 ) .
De todos esos rasgos, sin embargo, la libérrima capacidad de
legislar era para Bodino el primer, y aun el único, «atributo (m arqu e)
del príncipe soberano»:

Bajo este mismo poder de dar y anular la ley están comprendidos todos
los demás derechos y atributos de la soberanía, de suerte que, hablan­
do en propiedad, puede decirse que no hay más que este atributo de la
soberanía (Six Livres, I, x, p. 3 09).

Es claro también, desde el punto de vista jurídico, cómo esta doctri­


na com portaba ya definitivamente la primacía de la ley sobre la cos­
tumbre, pues

la ley puede anular las costumbres, pero la costumbre no puede dero­


gar la ley [...] la costumbre sólo tiene fuerza por tolerancia y en tanto
que place al príncipe soberano, que puede hacer de ella una ley aña­
diéndole su homologación. Y de este modo, toda la fuerza de las leyes
civiles y costum bres reside en el poder del príncipe soberano (Six
Livres, I, x, p. 308).

De igual modo, aunque Bodino aceptaba la posibilidad del régimen


popular y del aristocrático, su preferencia era la monarquía heredita-

obstante, la última salvedad carece de más especificaciones ni consecuencias, y cabe


pensar que su sanción se remite de nuevo a Dios, el único juez de los príncipes.
Por lo demás, en Bodino conviene distinguir entre su concepto de República,
según el cual también el tirano es soberano, que es el reflejado en el texto y el que
fraguó su fortuna en los siglos posteriores, y su modelo de República justa, sometida
no sólo a los límites anteriores sino limitada también por la autoridad del Senado y las
libertades de los súbditos, según el cual Bodino maneja un «concepto de soberanía
nada absolutista» (Pardos, p. 2 4 5 , que destaca casi exclusivamente el segundo aspecto,
seguramente menos obvio y más menesteroso de luz, pero, en mi opinión, sin necesi­
dad de dejar tan en penumbra el primero: ibid., pp. 2 3 5 -2 4 6 ).
ria,.y en quien piensa casi siempre como soberano es en el «príncipe»,
que «no debe juramento más que 'a Dios, por e! que mantiene ¿1 cetro
y el poder», sin requerir en absoluto el consentimiento, del pueblo a
través del parlamento (Six Livres, I, viii, p. 2 0 6)4.
‘ . -En el ámbito político, la consecución de -la'.supremacía 'legisla­
tiva de los reyes y príncipes -fue, aun con la relativa excepción de
Jnglat^ixajLujLpmces^LgerieraJLen Eurx¡pa„q.iie^p,u£Lde„e)£inpij_fi.carse.
brevemente en la historia de España, donde la doctrina absolutista
que permite; a l ,rey. dictar leyes¡ por. encima de, las .leyes de Cortes
comienza a tener éxito con Juan II de Castilla, el padre de Isabel la
Católica — en concreto en 1445, con el O rdenam iento de O lm edo—y,
y se afianza en el abundante uso que de tales leyes, llamadas «Pragmá­
ticas», hicieron ios Reyes Católicos, tradicionalinente considerados
los iniciadores del primer Estado moderno, en el paso del siglo XV
al XVI. El modelo más puro de éste procesó de unificación soberana
del poder político en el monarca como legislador es el lisiado absolu­
to, de los siglos,xvíl y-XVijl, bien resumido en la famosa frase atribuida
al rey francés Luis XIV: «EJEstado soy yo»..
. No será ocioso.apuntar équ i dos.detailes terminológicos, el.pri-
mero sobre la palabra l :.sLado y el segundo sobre a b so lv ía . La prime­
ra palabra, al parecer, no comienza’a usarse en una acepción, similar
a ja actual hasta la, primera mitad del siglo XIII, en la época dé. To­
más de. Aquino, como forma simplificada de .ciertas plegarias de los
monjes en agradecimiento por regalos de Tos .monarcas, en las que se
comenzó rezando pro statu regni, por, el estado o situación -del reino,
hasta que .se redujo a una plegaria p r o statu., s. Ta misma época'en la
que el glosadoJAcursio. también caracteriza al Derecho público como
destinado ad statum conseryandum , ne pareaL, esto es, para la conser­
vación del Estadq y que no perezca (Caenegem, pp. 5-6)\ No obstán-

4. Sobre ello dice también Bodino: «Y es en eso donde se conoce la grandeza


[grandeur] y majestad de un verdadero príncipe soberano, cuando los estados de todo
el pueblo-'están 'reunidos, '-presentando peticiones -y'súplicas ;'a:"su;'príncipe''con toda
humildad, sin tener poder alguno’de-mandar :nadá, til d é decidir,- ni vo¿ para deliberar,'
sirio que 'lo qué le place al rey cor.señár o diséntir;-mandarlo ‘prohibir,’ es tenido por
ley,’edicto u ordenanza1[Jl.];r;püds si- eipríncipe-sóberarib'está:sóihétido' a ios estados.
no1es- ni príncipe ni' soberáno, y-’ 1a república no es ni ‘reino ni -monarquía; sino'-uria
aristocracia pura de’ varios señores' edri igúat poder» '{Six hivrés, l , viii,' :pp.f 19 S -1 9 9 ).-
Sobre la-decidida preferencia de Bodino por la :nc::arq::!a hereditaria,'véase ibid. , I, iv-v.
■ 51í Caenoge::: precisa que aunque en aigún texto romano se habla del status
nú Romanan ¡es decir, dél estado de las cosas romanas) y enUás cartas medievales del-
status regni'(estado del reino), él-’sigriificado'eri' ambos ca so se ra —-al; igual que en, la
plégária:eitáda en el :t'ex tó ^ : dé'«sitük'cióri»,: eh-'él-'mis'moi'sénüidó 'en que se utiliza hoy
en el llamado debate parlamentario sobre el estado de la ñácíón'.1'
te, el comienzo de la generalización del término se atribuye a M a-
quiavelo, cuya obra II prin cipe (publicada postumamente, en 1532)
comienza precisamente así:

Tutti li stati, tutti e ’ dominii che hanno avuto et hanno imperio sopra
li uomini, sono stati e sono o republiche o principati [Todos los
estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los
hombres han sido y son o repúblicas o principados].

En los siglos xvii y XVIII, gracias a autores como el propio Bodino, el


alemán Samuel Pufendorf y su traductor al francés Jean Barbeyrac, o
el inglés Thomas Hobbes, el término E stado o sus equivalentes entra­
rán en el lenguaje político corriente en Europa ya con el significado
de organización política impersonal, no identificada con la persona
del gobernante ni con el conjunto de los gobernados (Passerin, D ot-
trina, cap. III; y Skinner, F u n dam en tos, II, pp. 3 6 2 -3 6 9 )s.
En cuanto al término a b so lu to , y sus correspondientes en las
lenguas europeas, procede del término latino solutus, que en castella­
no dio lugar primero a «absuelto», que — según el D iccionario etim o ­
lógico de Corominas— en el siglo XIII significaba todavía sólo desatar
y absolver, pero que ya desde el XV deriva en «absoluto», en el senti­
do de exento de limitaciones.
Ha de matizarse, sin embargo, que el absolutismo monárquico
no fue la única manifestación de la idea de Estado moderno, que
también se plasmó en el sistema político británico a pesar de que allí
el poder de los reyes, aun con los impulsos centralizadores y autori­
tarios que manifestó la dinastía de los Tudor a lo largo del siglo XVI,
siempre tendió a estar moderado por el co m m o n law , los poderes
locales y, sobre todo, el parlamento. En particular, los monarcas
ingleses tuvieron que compartir con el Parlamento el poder legislati­
vo durante la Edad Media y la Moderna, especialmente tras el fracaso

6. Aunque Passerin d’Entréves excluye a Bodino de esta.historia, pues usa el


término tradicional de república, privilegiado incluso en el título de su obra, también
es cierto que el jurista francés introduce el término estado para aludir tanto a la form a
de la república como a la república misma: «Tras de lo que hemos dicho de la sobera­
nía y de sus derechos y atributos, es necesario ver quiénes son los que en cualquier
república poseen la soberanía, para juzgar cuál es su estado [estat ]: si la soberanía
reside en un solo príncipe, la llamaremos monarquía; si en ella participa todo el pue­
blo, diremos que el estado es popular; y si no está más que la parte menor del pueblo,
juzgaremos que el estado es aristocrático» (Six Livres, II, i, p. 7 ; conform e, Skinner,
Fundam entos, H, p. 3 65). A pesar del distinto significado del término república en uno
y otro, no hay que excluir la influencia en este punto de Maquiavelo, cuyos principales
escritos Bodino en todo caso parece conocer bien (Six Livres, VI, iv, p. 148).
de los intentos absolutistas de la dinastía Estuardo durante el siglo
definitivamente cerrados en 16 8 9 , tras la-llamada Gloriosa Re­
X V II,
volución, en favor del primer sistema político liberal, bajo la forma
de monarquía constitucional.

1.2. L a R efo rm a p rotestan te

El iusnaturalismo racionalista, también llamado protestante, no se


puede comprender sin la Reforma protestante, de la que fue uno de
sus principales frutos, es verdad que lentamente madurado. En efecto,
la Reform a se origina en el primer tercio del siglo XV I — exactamente
en 1 5 1 7 , si se quiere fijar una fecha y se toma la de la publicación,
quizá legendaria, de las 95 tesis de Lutero sobre las indulgencias— ,
mientras los escritos más relevantes de la nueva corriente iusnaturalista
no aparecen hasta bien pasado un siglo, extendiéndose durante los
siglos X V II y XV III. Pero la Reforma es la condición necesaria para esta
nueva forma de pensamiento ético-político, básicamente por dos ra-'
zones: en el plano teórico, por la libertad de pensamiento individual
que fomentó mediante el criterio de la libre interpretación de la Biblia,
en contraste con la precedente subordinación al saber teológico y, en
general, al criterio unificador de la jerarquía católica; y, en el plano
práctico o ético, por el protagonismo que el valor de la tolerancia
adquirió sobre todo como consecuencia positiva de las persecuciones
y guerras de religión entre protestantes y católicos y entre las distintas
confesiones protestantes entre sí en varios países de Europa durante
los siglos xvi y xvii.

a) Lutero y Calvino

Antes de hacer una referencia más extensa a la construcción de la idea


de tolerancia, conviene aludir, siquiera sea brevemente, a las doctrinas
de Lutero o de Calvino, que por sí mismas fueron tan intolerantes
con la herejía y, en general, estuvieron tan impregnadas de nociones
teológicas, en ocasiones a cuál más peregrina, como las de Tomás de
Aquino7. E l primer artífice de la Reforma, Martín Lutero (1473-1546),
originariamente fraile agustino, mantuvo un pensamiento obsesionado

7. T al es la tesis fundamental del clásico estudio de Troeltsch, El protestantis­


mo, donde propone la distinción fundamental entre el protestantismo viejo, de Lute­
ro, Calvino y Zwinglio, y el nuevo, de la teología humanista de arminianos y socinia-
nos, el baptismo y el esplritualismo místico (véase esp. caps. II-IV). En general, sobre
las doctrinas políticas del protestantismo rem ito a Skinner, Fundam entos , II.
p o r las escisio n es en tre fe y razó n , gracia y n atu raleza y, en fin, rein o
o-rég im en esp iritu al y re in o te m p o ra l, p o r las que a trib u y e1á ¡a fe y
a la lib erta d in te rio r o de c o n c ie n cia la salv ació n e sp iritu a l o u ltra-
te rre n a . E n co n tra ste , d esconfiand o de la razón («ram era de! D ia ­
blo») co m o co n se cu e n cia del p eca d o orig in al, som ete p len a m en te a
la ú n ica esp ada del p o d e r p o lític o la n a tu ra lez a 'p eca m in o sa d e lo s
h o m b res p a ra salvaguardar su co n v iv en cia civil. E n su d efen sa del
so m e tim ien to al p o d er te m p o ra l/ I.n tero fue in icia lm en te m uy fie! a
la d o ctrin a de Pablo de T arso sob re-el fu n d am en to divino del p o d er
de .los príncipes,' h asta n eg ar :el d erech o de re siste n cia a lo s súbd itos
salvo ante las- ó rd en es co n tra ria s a: la f e ; y en tal .caso só lo de. fo rm a
m eram en te pasiva, Como sim p le negativa a o b ed ecerla s p e ro sin re ­
sistirse a ellas m ed ian te la fu erza. Así, en un p rin cip io sostu vo L u tero
que si los -p rín cip es’in ju stos son in stru m en to s de D io s an te Los p e ca ­
dos del p u eb lo ,-ta m b ién las re b e lio n es'p o p u la re s pueden ser form as
d e l’ castig o d iv in o p ara los príncipes m alvados, aunqu e d espachó
el lev a n ta m ien to de cam p esin osían ab ap tistás a lem an es de ¡5 2 5 coi:
uri d uro a leg a to C ontra ia i'ban d as-lad ron as y 'asesinas, de los cam ­
pesin os (Escritos p o lítico s , cap. IV ). Sin em barg o, después de 1 5 3 0 ,
L u lero y sus n:ás ce rca n o s segu id ores a cep ta ro n l a s ‘d o ctrin a s’ de la
re siste n cia a ctiv a o v io le n ta ' frérite al p o d er In ju s to — en- aquéllos
m o m en to s, el d e los g o b ern a n tes c a tó lic o s, ya es; p ié : de gúérra— ,'
q u e'd esp u és serían más secundadas en e l cam p o '-del calvin ism o que
en el del p ro p io lu terán ism ó (Slcin néí , Fündam erítós, II, ;pp. 2 3 - 2 6 ,
7 7 , 8 1 - 8 2 y 2 0 0 - 2 1 5 ) . En un ráp id o cierre de: síntesis, ju n to a si:
a u to rita rism o relig io so y p o lític o , L u te ro fue ta m b ién esp ecialm en te
co n se rv a d o r en m a teria so cia l y e co n ó m ica , d efen d ien d o la división
estam en tal y las restrictiv as d o ctrin a s m ed ievales -sobre el co m ercio
y los p ré stam o s.
Por su p a rte , Ju a n ('a lv in o ( 1 5 0 9 - 1 5 6 4 ) , un ju rista edu cad o por
hu m anistas, m antuvo diversas d iferencias con L ú té ro en asuntos te o ­
ló g ico s, e n 1su co n c ep ció n p o lítica — m á s: a risto crá tica y republicana
que m o n á rq u ica , a l a v e ¿ que m ás básad a en la ciudad que en el re i­
n o — y en su actitu d m ás m o d ern a ante las actividad es com erciales.
Sin em b arg o , en cu an to al d erech o de resisten cia d el;p u eblo, C alvino
sostu vo p o sicio n e s am biguas y en rodo caso más bien m oderad as,
m uy sim ilares en un p rin cip io a las que co m en zó d efen d ien d o L u ­
te ro . Y au n qu e los calvinistas m ás radicales d esarrollarían a lo largo
del siglo XVI una d o ctrin a d e la rebelión co n tra la tiran ía — no del
p u eb lo en ‘su co n ju n tó , y m en os a in iativá individual, sino b ajo 1a d i­
re cció n de lo s «m agistrad os in fe rio re s» , es decir, 1a nobleza m ilitar y
de toga— , se h a n d ad o.bu en os argu m entos p ara m o strar que tal d o c­
trina tiene su fundamento—-en parte a través del luteranismo— en la
escolástica católica de los siglos XIV y XV8. En otro apretado resumen
final, como el luteranismo, también el calvinismo fue en un principio
eminentemente' dogmático:en materia religiosa, ‘persiguiendo;.a sus
Herejes comía intolerancia: y: el fanatismo propios de quienes se creen
señalados por Dios para imponer, su .verdad al mundo.
•Pár.a concluir: si la influencia^ dominante y más dintela d¡*. !;¡ R e­
forma fue el fomento de das monarquías absolutistas, (Skinner, Fun­
dam entos. II, p. 119), también ¡ cumplió un papel., más subterráneo
en sentido opuesto. Porque, en contraste con las doctrinas de las
cabezas de las dos iglesias protestantes1más importantes, tanto varios
de.los teólogos,;filósofos: yjuristas seguidores de, Lutero: y .Calvino
como, .sobre.todo,'otros de confesiones, protestantes minoritarias,
fueron sentando las bases del .pensamiento racionalista moderno,
cuya primera-, manifestación s s, sin; duda,, la construcción de la idea
de:tolerañcia.:

b) La coi'.sirücción tic !a idea de tolerancia

Trazos de. la .historia, de la, tolerancia ,

Durante.: toda Aai Edad: Media la unidad d d ; Occidente, europeo en la


religión católica fue mantenida siempre, incluso afrontando,a sangre
y fuego Jo s pertinaces brotes , heréticos que acompañaron al cristia­
nismo desde sus inicios. Aunque en aquélla época hubo momentos
de grave división — el más importante fue el. Cism a,de. Occidente,
entre los últimos años del siglo XIv y. los; primeros del XV—, sólo la
Reforma protestante rom pió; definitivamente ¡cqn la, unidad, de, los
cristianos: impulsado; también por. intereses pp .espirituales, el poder
político, que siempre había jugado un papel decisivo en aquellas,vicir
siiudes, adquiere ahora un mayor,protagonismo en,las persecuciones
y guerras religiosas,, que:harán; dq la mayor parte de Europa occiden­
tal tde,los siglos XV¡, XV"! y, aunque en mucha menor medida, XVIÍI un
espacio hostil para las minorías perseguidas .que lograron sobrevivir
y penoso en general para las nu :r;erosas póbiaciones que sufrieron las
guerras,y conflictos de la. época.,

- 8. Véásé Skinner, Fundamentos, >11, esp. cáps, IY -V IIy lX , así como p p .-331-333
y;3.43--344. Skinner concluye:su-argament.o sobre este'asunto señalando que el'círculo
de;lá-.originaria.-influencia.católica,so.bre., el.protestantismo se cierra cuando, a .finales
del;s„iglp xyi(se terminan por aceptar en el campo católico doctrinas sobre la resistencia
tanto ¿"incluso más'rádicales'qüe'en el lado, opuesto, según ocurre de:mariera’señalada
en Juan de Mariana {ibid-, pp. 35 5 :-3'5'7;'v:éá'se también süpra, pp. 1 66-167). '
Por ilustrar breve y simplificadamente esas guerras y conflictos,
así como los primeros pasos de la idea de tolerancia, recordaré cómo
en ia Francia del siglo XVI el poder real emprendió la persecución ke
los calvinistas o hugonotes en nombre del catolicismo, persecución
que comenzó ya hacia la mitad del .reinado de Francisco I (1515-
1547), fue especialmente severa durante el de Enrique II (1547-
1559) y culminó en las guerras civiles del último cuarto del siglo que
siguieron a la famosa masacre de la noche de San Bartolomé, el 23 de
agosto de 1572, donde murieron unos 1 2 .000 hugonotes por orden
expresa del rey Carlos IX (para esa cifra, Skinner, Fundam entos, II,
p. 2 5 1 ; más en general, véase Peces-Barba y Fernández, caps. II y IX ;
y Rodríguez Paniagua). Tras ese largo período de persecuciones, el
primer hito histórico en el .camino hacia la tolerancia religiosa lo
constituye el Edicto de Nantes, dado en 1598 por el rey francés En­
rique IV — rey de Navarra que para reinar en Francia se convirtió
al catolicismo, con cuyo motivo se le atribuye el dicho «París bien
vale una misa»— y con el que los católicos moderados pacificaron
el país garantizando a los calvinistas sus derechos civiles y el respeto
a su religión. Ese hito, sin embargo, sólo fue un alto en el más largo
camino de las persecuciones religiosas, que en Francia continuaron,
intermitentemente durante el siglo siguiente, hasta el punto de que
en 1629 el cardenal Richélieu anuló las cláusulas políticas del Edicto
de Nantes y en 1686 Luis X IV lo revocó por completo, obligando a
emigrar a cerca de 2 5 0 .0 0 0 protestantes a Inglaterra, Prusia, Holan­
da y América.
En el conjunto de Europa, por su parte, la primera mitad del
siglo XVII fue escenario de la Guerra de los Treinta Años, una de las
más devastadoras de la historia de la Edad Moderna, que reúne las
graves luchas que se extendieron desde 1618 hasta 1648 entre la
mayoría de los países europeos, si bien afectó sobre todo a las po­
blaciones del centro de Europa, donde se calculan pérdidas de entre
el quince y el veinte por ciento de los habitantes. Aquella guerra
terminó con la Paz de Westfalia (1648), que además de consagrar la
hegemonía francesa en el continente europeo, de sellar la decadencia
del imperio español al garantizar la independencia de los Países Bajos
respecto de la Corona española y de reforzar la fragmentación de
los principados alemanes, vino a configurar el orden político euro­
peo — formulado también como ius publicum europaeum — bajo el
criterio de la soberanía estatal, con sus dos manifestaciones básicas
ya comentadas: en el plano exterior el principio de igualdad básica
entre los Estados, declarados exentos de la tutela papal e imperial, y
en el interno la soberanía territorial de cada Estado.
La soberanía del Estado hacia su interior todavía se manifestó
durante un buen período como unidad religiosa en el territorio esta­
tal, de acuerdo con el principio cuius regio eius religio (de cada rey,
su religión), ya asentado desde la Paz de Augsburgo, en 1555, según
el cual la religión del rey determinaba la de sus súbditos, dando al
menos el derecho a emigrar de los disidentes cuando cambiaba la
religión del reino. Este principio, como se puede advertir, contenía
una regla de tolerancia religiosa en las relaciones internacionales,
evitando idealmente las guerras interestatales, pero en sí mismo no
implicaba necesariamente idea de tolerancia alguna dentro del Esta­
do, despreocupándose, por decirlo así, de la posibilidad de los con­
flictos civiles y de las persecuciones internas. N o obstante, durante la
segunda parte del siglo XVII y el siglo siguiente, los distintos países
europeos lograron mantener la paz interna por dos vías bien diferen­
tes entre sí, según el lugar y, a veces, según el momento: de un lado,
el absolutismo y, de otro, la tolerancia religiosa y, más tarde, también
política.
La primera vía resulta amplia y suficientemente ejemplificada por
la historia de la monarquía española, marcada por la Contrarreforma
y la intolerancia religiosa, aunque fue una vía también transitada en
varios momentos de esta época por los demás países europeos, de
Francia a Austria y Prusia, pasando por Inglaterra, que durante los
reinados de los últimos Tudor y los primeros Estuardo fue un hervi­
dero de luchas religiosas en las que prevalecieron las persecuciones y
la imposición religiosa9. Por su parte, la otra vía, esto es, el proceso
de afianzamiento legal y social de la tolerancia religiosa, que aunque
de forma temporal se había abierto en Francia a finales del siglo XVI
con el mencionado Edicto de Nantes, tiene otro hito importante en el
Acta de Tolerancia aprobada por el Parlamento inglés el 2 4 de mayo
de 168 9 , que garantizó la tolerancia religiosa a todas las sectas pro­
testantes tras la Gloriosa Revolución de 1688. Por tal nombre se
conoce la victoria y deposición del rey católico Jacobo II por parte
del calvinista Guillermo III de Orange — casado con la hija de aquél,
M aría II Estuardo— , que también tuvo como decisivo fruto político
el B ill o fR ig h ts de 1689, base de la monarquía constitucional inglesa,
caracterizada por un poder real limitado y compartido con el Parla­

9 . El período al que me refiero abarca prácticamente los siglos X V I y X V I I, desde


Enrique V III, que rompió con Rom a en 1 5 3 2 y 1 534, hasta el final del reinado de
Jacob o II, con la Gloriosa Revolución de 1 6 8 8 ; por lo demás, incluso en el interregno
del protectorado de Oliver Cromwell, durante la República inglesa (1 6 4 9 -1 6 6 0 ), cuan­
do se declaró la tolerancia religiosa, se hizo sólo para ¡as sectas puritanas, persiguiendo
a los católicos.
m en tó . P o r su parce, .el: d espotism o ilustrado ca ra cterístico del si­
glo XVIII. tam b ién dio. lugar :a disposiciones legales .en fa v o r ;d e.la t o ­
le ra n cia : religiosa' y puede 'c ita rs e : en .esa Im eá'-a ¡ io s ..d o s : m o n arcas
eu ro p eo s segu ram ente más. rep resen tativ os de aquella fórm u la p oli-
rica: el em p erad or de Austria Jo s é II, que g ob iern a-d e 1 7 6 5 a 1 7 9 0
y q u e.a la vez que re c o n o c ió el d erech o a la to leran cia ¡cb g io sa lim i­
tó sev eram en te .los d erech o s de. la Iglesia ca tó lica (;n ¡en n as su .suce­
sor. L eo p o ld o II, en sus dos años de rein ad o , m antuvo la to le ra n cia
religiosa para,: las d istin ta s; ig le sia s:p ro testan tes, p e ro .e x clu y en d o ,a
los ca tó lico s ), :y F ed erico :II de Prusia, que -gobierna¡vde ,1740;' a 1 7 8 6
garantizand o J a : libertad de co n c ie n cia a p ro testan tes y ca tó lico s, si
b ien ta m b ié n :p o r razo n es p o lítica s, que. se sum aroh a su d n d iferen ciá
escép tica: h acia la relig ió n . \:

Dé: la to ler a n cia c o m o m odus viverui: a la toleran cia c.otno d erec h o

E n tre los autores que más influyeron en el p ro ceso hacia la to le ra n ­


cia relig io sa ha-de_ m encionarse.! a 'lom as M o ro , Jo a n M ilto n . F ierre
Bayie y Y o lta irc , así co m o a iusnaturalistas racionalistas co m o üaruch
Sp in o za, J o h n .L o c k e y .C h ristian T om asio. C o n to d o , :en los pasos
a n te rio re s h a c ia ,la g aran tía de la to lera n cia religiosa puecie resultar
llam ativ a la ten d en cia a su lim itación a las distintas iglesias p ro tes­
tan tes. Incluso. Jo h n L ócke,. uno de los más celebrados d efensores de:
la to le ra n c ia , exclu y ó siem p re la o b lig a ció n de to lera r a ios ateos,
los. ca tó lico s y los. m usulm anes.. A unque la íak a de to leran cia hacia
los . cató licos, se e x p liq u e p o r la correlativa..in tolerancia.:d e la- iglesiai
ro m an a::h acia tod as las: dem ás relig ion es, que im puso el cato licism o
co m o re lig ió n exclusiva en.-los p a íses.relig io sa m en te hegem on izados
p o r ella, así co m o p o r razones de seguridad ele! propio listad o ante
sú bd itos cuya: fidelidad- esencial se consid eraba dirigida h acia un so ­
b era n o e x tra n je ro ,i el p ap a1-,: n o cabe d u d a de la insuficiencia de estos,
p rim e ro s p ásos . de laddea:.de la .to leran cia: religiosa.: E n realid adj de-
e sa.in su ficien cia ca b e e x tra e r una enseñanza im p o rta n te .m ediante;la.
d istin ción de d 0 s.:signifiead 0 s :0 .interpretaciones- de;.la idea de .to le­
ran cia, . e n tre .-.los q u e -h istó ric a m e n te ;se fu e pasando .más o. m enos
gradualm ente, del p rim e ro al segan do.
E n el p rim e ro , en e fe c to , la to le ra n cia ap arece co m o un sim ple
m o d u s v iv en d i cu yo v alo r es m eram ente negativo, esto es, co m o un

. .1 0 . . Esta m ism arazón ^ esto es, la o b e d ie n ci al m ufníde Gonstant:inopla )Vde­


rivadamente, a l. emperador otomano, -jüstificaba;Ipara -Locke la . incqleráncia-.oqn:; los
musulmanes (A Letter Concerning Toleration, p. 142).
régim en para evitar los co n flicto s en el que nad ie, p ero sobre to d o
q u ien c o n c e d e el d erech o ,a la. d isidencia .religiosa, tie n e p o r qué re­
n u n ciar a su p u n to de vista sob re la verd ad de sus p ro p ia s.creen cia s,
que ta l vez desearía que d om in aran sob re.tod as las dem ás y a las que
só lo p o r razones p rag m áticas.so p o rta o , ju stam en te,,ío/ era, ;en suísig-
n iíicad o o rig in ario y más in m ed iato : y de ah í, p o r c ie rto , que en este
régim en sea p erfectam en te co h e re n te m an ten er una re lig ió n .o ficia l y
fav o re ce rla esp ecialm en te fre n te a las:d em as:iya¡en el siglo. XVL¡,Bodi-
n o e je m p lifie a :b ie rb e s te p u n to .d eiv ista cu an d o , a p artir de! p rin cip io
general de q u e no se d ebe «sufrir» a las sectas m in oritarias, a las que
el so b eran o debe «arruinar» ;si;le es.p osible, recom ien d a ¡10 e m p lea r la
fuerza co n ira ellas «¿tu p eril et d an g er d e l ’eslat», es decir, si hay ries­
go para el E stad o, co m o cu an d o los súbd itos están divididos.en sectas
(Six L ivres, III, vil. p. 2 0 4 , así c o m o ta m b ién IV, vii, pp. 2 0 '! - 2 0 6 ) r\
E n el seg u n d o 1significad o,^en .cam bio,;.la;tolerancia.: se p re sen ta
ya co m o u n . sistem a en el que las p erso n as tien en el d e r e c h o ,in ­
d ividual a profesan sus. cre e n cia s , p o rq u e se. co n sid era o b ien que
en ta l resp eto a la c o n c ie n c ia individ ual .hay ¡algo in trín se ca m e n te
v alioso,, o b ien que la p ro p ia e x iste n c ia de. c re e n cia s d istin tas es p o ­
sitiv am en te valiosa p a ra .la c o le c tiv id a d ^ ; en uno y o lr o ca so , este
seg u n d o .m o d e lo tien d e id ea lm en te a ia acp nfesional.id ad de! E sta d o
y a un ira to n eu tral p o r p a rte de éste p ara con las d istin tas cre e n cia s
p ro fesad as p o r .lo.s; ciu d ad an os. N a tu ra lm en te, es co n el seg u n d o
sig n ificad o, y no con el p rim e ro , co n el q ue la to le ra n c ia a p a rece
no co m o un m ero m ed io p ara el íin de la paz civil, sin o ,ta m b ién
co m o un v alo r en sí m ism a , p re sen tá n d o se e n to n c e s corno c rite rio

11. Otra variante.de la misma actitud procede de quienes buscaban alguna suerte
de unificación religiosa, como 'lo muestra Lelbniz en uno de 'sus' escritos, ‘donde para
superár el cisma religioso britxe-protestantés y católicos'propone’ ir más alia dé «lá víá
de la tolerancia mutua y de -una;paz civil», que no es,más:qX3e uji comienzo'«para paliar
y no para suprimir su causa», aunque reconociendo*también.que «la vía del rigor» esto
es, la de la intolerancia, «no es, en todos los casos, ni lícita, ni segura, y que no siempre
alcanza su objetivo» (lo que, por cierto, ilustra a continuación con el más que dudoso
ejemplo de los judíos conversos en España,.«que siguieron practicando su religión
durante varias genéiracionés»): .véase^D e lo s ’ métodos' de /reünificáción»‘ .en Escritos
políticos , pp. 2 2 0 -2 2 1 .
12... El.Juterano.Felipe. Camerarins (153.7-1624) .atribuyó, a .Solimím el M agnífico
esta consideración: «Al igual que'ésta distinta, diversidad' de hierbas y flores, no daña
en absoluto',"antes bien récréá ni ár av ijío sam ente la vista y é l olfatoV así-las diversas reli­
giones enrñi império'son rriás' bien "ayuda que carga,' con- tal- dé :qüe mis subditos vivan
pacíficamente.y en;.todo, lo; demás obedezcan mis .leyes.: Es preferible ¡dejarles, yivir a
su modo.ry según su.religión,[....].que.pro,mover alborotos y ver a. mi.;Estado..desolado.
Pues ¿no sería esto querer arrancar todas estas flores y no clejar más que.las de un solo
color?» (cít. en'Peces-Barba y'Fernández, p; i :5 0).
extendible a todas las religiones, y aun a las creencias no religiosas,
para transformarse insensiblemente en el derecho a la libertad de
conciencia e ideológica.
Por concluir con una coda contemporánea, no cabe creer que los
problemas que afrontaron los europeos de la época moderna han
quedado ya definitivamente superados. En realidad, la pluralidad de
creencias religiosas y morales y su potencialidad de conflicto sigue
apenas invariable en el mundo actual. Ello es así, de manera bien
obviaren el ámbito mundial, donde la diversidad de culturas puede
ser a la vez un freno y un acicate para la tensión y la confrontación:
un freno no tanto por el respeto que tal diversidad genera cuanto por
la separación geográfica y los mecanismos de equilibrio internacional
impuestos por la hegemonía occidental, pero un acicate susceptible
de ser fácil y rápidamente avivado ante situaciones de conflicto. Pero
también dentro del ámbito de la cultura occidental, incluso en el inte­
rior de los Estados democráticos, el consenso que tanto el sistema
político y económico como la cultura de masas tienden a generar,
seguramente nunca ha llegado a los estratos más profundos de las
creencias básicas, sean directamente religiosas o político-morales, que
se manifiestan en diferentes concepciones del bien incompatibles en­
tre sí y cuya coexistencia puede ser puesta a prueba por el fenómeno
de la emigración. En ese ámbito, John Rawls, juzgando positivamen­
te la inevitable existencia de cierto pluralismo porque la uniformidad
sólo se podría intentar imponer coactivamente, ha sostenido que sólo,
precisamente, unos principios democrático-liberales exigentes garan­
tizan la estabilidad de un sistema estable y justo de convivencia (Po-
litica l L iberalism , pp. xviii-xxv, 4, 3 6 -3 7 y 146-149). En el ámbito
internacional, sin embargo, Rawls se ha conformado básicamente con
una estructura jurídica como la actualmente existente («Law of
Peoples», pp. 14-15), pero ello no hace sino plantear el problema de
si semejante organización de lá tolerancia y sus límites es realmente
suficiente y, sobre todo, satisfactoria.

2 . D el iu s n a t u r a l is m o m e d ie v a l a l r a c io n a l is t a

Aunque como antes se sugirió, si atendiéramos estrictamente a los


contenidos, esto es, a las doctrinas sustantivas concretas defendidas
por los distintos iusnaturalistas, desde Aristóteles hasta la actualidad,
las diferencias entre los distintos autores impedirían seguramente
cualquier clasificación o agrupáción operativa, hay sin embargo ras­
gos generales que, tendencialmente al menos, pueden considerarse
como bastante diferencíadores del iusnaturalismo clásico-medieval y
del m oderno13. Para analizarlos, seguiré la caracterización ya utiliza­
da a propósito de los iusnaturalismos estoico y medieval sobre el
distinto modo de entender, por un lado, la universalidad y, por otro,
la superioridad del Derecho natural.

2 .1 . L a u n iversalidad d el D erech o natural

En cuanto al elemento de la universalidad e inmutabilidad del Dere­


cho natural, desarrollando un claro esquema de Bobbio («Hobbes»,
pp. 1 5 2 -1 5 6 ), pueden aducirse cuatro rasgos diferenciales entre el
iusnaturalismo medieval y el moderno: los dos primeros, de carácter
m etodológico, se refieren a su distinta concepción de la razón y a la
diferente configuración del Derecho natural; los otros dos, de conte­
nido, afectan a la diferente concepción sobre la naturaleza humana y
sobre el Derecho y la ley.

a) La distinta concepción de la razón

Las más importantes transformaciones intelectuales y culturales que


se producen entre la Edad M edia y la Moderna pueden ser sintetiza­
das alrededor de la distinta concepción que sobre la razón mantuvie­
ron, respectivamente, los pensadores medievales y los modernos. Esos
cambios pueden ponerse de relieve mediante tres contrastes diferen­
tes, que deben tomarse únicamente como tipos ideales, esto es, como
modelos conceptuales que señalan con las aristas más agudas los
caracteres definitorios de dos épocas que, a veces mediante rupturas
y otras veces mediante cambios paulatinos — o que parecieron tales— ,'
terminaron por estar intelectual y culturalmente muy distantes entre
sí. Esos tres contrastes contraponen la razón secularizada e individual
vs. la teológica y eclesial, la razón causal vs. la teleológica o finalista
y, en fin, la razón demostrativa vs. la interpretativa.

13. Algunas de las diferenciaciones que recogeré a continuación pueden ser


discutidas bien respecto del iusnaturalismo medieval (así, se podría precisar que,
co m o ya se dijo en su mom ento, su minimalismo es limitado, por el detalle de Jos
estudios escolásticos sobre las virtudes y por su tendencia casuística), bien respecto al
m oderno (así, la pervivencia de rasgos escolásticos, como el principio de autoridad o
de la fundamentación nominalmente teológica en muchos de sus autores, o la concep­
ción de Leibniz, protestante próxim o al catolicismo y en muchos aspectos filosófico-
m orales un continuador y renovador de la escolástica tradicional). Sin embargo,
aunque no todos y cada uno de los rasgos están presentes en todos y cada uno de los
respectivos autores, creo que los rasgos distintivos que siguen sí son indicativos de una
m anera aproximada y suficiente de dos diferentes épocas y doctrinas.
R azón secu la riz ad a e in div id u al vs. teo ló g ica y eclesia l '

C o n el p en sam ien to m o d e rn o la ratio, originada en la recta ratio e sto i­


ca, y te o lo g iz a d a y so m e tid a al m ag isterio de la jerarq u ía eclesial en el
p en sam ien to m ed ieval, se secu lariza, Siletc th eologi iri m uñere alieno
— callad, te ó lo g o s, en te rrito rio ajen o — sen ten cio el ju rista A lb erico
G e n tili en 1 6 1 2 , cerran d o sim bólicam en te to d a el p erio d o en el que
los te ó lo g o s habían sido los señores de¡ p en sam ien to . Y G ro c io , en
1 6 2 5 , p ro cla m ó que el D e re ch o natu ral .existiría- etiam si darem us non
esse Deus, e sto- és, aun qu e supusiéram os q u e n o existe D io s 14. N a tu ­
ralm en te, n o es q ::e con la m odernid ad se generalizara la.d escreen cia
religiosa, ni ta m p o co qüe d esap arecieran de p ro n to en, los escrito s
de los racio n alistas las ap elacion es a D ios y a las E scritu ras, cosa que
o cu rre más en los-ilu strad os que en la m ayoría cíe los iusnatu ralistas,
que fu ero n , sin cero s p ro te sta n te s,. Sin em barg o,; ta le s,a p e la c io n e s o
b ien eran defensivas y sib ilin am en te críticas, co m o p arece cla ro en
las argu m en tacio n es del d escreíd o H o b b es, o bien eran b ásicam en ­
te co n firm ato ria s de los arg u m en tos,.racion ales, que a h o ra ,v e n ía n
a o sten tar la p rim acía que antes te n d iero n a te n e r los re lig io so s15.

14. Esta idea, que suele ser cicada como uno dé los lernas de ruptura del raciona­
lismo moderno, tiene en realidad precedentes en'Platóny en eluntélecnialismo medie­
val; sin contar con que G rocio parece por. varios'conceptos más un.autor 'de'.transición
que un racionalista pleno.-Y precisamente-.el .-contexto .de_.su famosa .frase, apunta a
sus influencias clásicas y.medievales: ..«Ciertamente,./o que hemos.dicho, .tendría lugar
aunque admitiéramos, lo que no puede hacerse.sin cometer el mayor delito, que.Dios
no existe ó'que'no se preocupa de las cosas humanas»'(«Ethaec-quidem quae jam dixi-
mus locum aliquem haherént, etíamsi darenius, quod siñe summó scelere dári-ñequit,
non esse-Deunv-aut non curari ab eo .negotia.humana»: D e irire belli3. «Proleg.>vS 11).
Con ia referencia a «lo que hemos dicho», Grocio está remitiendo a.los. dos parágrafos
anteriores,, en los que defiende la visión aristotélica y medieval del Derecho natural
c'omb procedente de la vis' süeialis ,''"o impulso "a: asociarse, y présüpórie una idea de
razón como prudencia práctica de simiiares-influencias.' •• •
15. Una excepción; clara- -^-casi siempre hay .una excepción—: es Leibniz, quien
mantuvo una concepción explícitamente más cercana al modelo aristotélico-tomista
que al moderno, concibiendo 1a justicia como necesariamente derivada de la razón
divina: así,, aunque :Leibniz consagró largo espacio «a.las experiencias físicas y a las
demostraciones'geométricas»', tam bién pretendió «restablecer en'cierta manera la. an­
tigua filosofía»llegand o a afirmar que ¿nuestros filósofos-modernos no^ hacen justicia
a Santo Tomás ni á otros hombres grandes de aquella'época,-y que:en las opiniones de
Ios-filósofos escolásticos y teólogos hay^más solidez que la-que^ellos imaginan» (D/s-
cours de m étaphysique , § 1 1 ) . •' -" ■.'v.v :
• - Por su parte, aunque la construcción-de Locke se ha considerado basada en último y
esencial término, en supuestos' religiosos (así, Hampsh'er-Monk, pp. 1 0 4 -1 0 9 ),: que: efec­
tivamente utilizó de forma profusa para oponerse a Robert- Fiimer, sin duda.admite una
lectura laica, seguramente más fundamental, sin la cuai,:por lo demás* sería extraordina­
ria la amplia y duradera aceptación quehasta'hoy han tenido los criterios iockeanos.:
Lo decisivo de la modernidad es que, con la ruptura del magisterio
romano por la Reforma — que, gracias a la imprenta (ca. 1450), permi ­
te unainterpretación individual, o, personaLde la ¡Biblia,,,por primera
vez accesible en las lenguas vernáculas— , puede aparecer la razón como
instrumento individual y, a la vez, como esencialmente igual en todos
los hombres. En este punto es obligado recordar la influencia delD/'s-
_cwr^deiimé£Qi¿cL(i£32LXLCuy.acogi£Q^í^SMm^aLasen-tarftoda-cÓ.nQ:'--
cim ientoy percepción en una autoevidencia individual del propio pen­
sar v existir, socavó no sólo la fundamentación, del saber en la teología,
sino, también la referencia a cualquier autoridad que no estuviera co­
rroborada por la razón individual. Y ese mismo es el sentido con el que,
en la culminación de estaip.oca histórica, en 1784, en su escrito
es la Ilustración?, Kant responde así a,tal pregunta:

I.a ilustración es la liberación d el hom bre de su cu lpable incapacidad.


L a incapacidad significa la in^posibilidad de .seryirse de su inteligencia
sin la guía,de o tro . E sta incapacidad es culpable p o rq u e su causa no
reside en la falta dé inteligencia sirio dé decisión y valor par;¡ servirse
p o r sí mismo de ella sin la tutela de otro. Sapere aude! ¡Ten el valor de
servirte de tu propia ra z ó n !: -he aquí el lem a de la ilustración.

R azón cau sal vs. teleolpgicd

En segundo lugar, la ratio de¡ iusnaturalismo medieval es, como se


recordará, el principio i’ormal-final del hombre, según el: clásico pun­
to de vista tel-eológico, donde \ aratio es el plan, finalidad o desig­
nio divino para el mundo y el hombre, del que el hombre mismo, en
cuanto criatura racional, puede conocer y participar corno regalo de
Dios, siendo un conocimiento derivado de la fe o, al menos, estrecha­
mente relacionados con ella y que se presenta sobre todo com o un
resultado o contenido imprimido por Dios en la naturaleza humana.
Frente a ello, el pensamiento moderno se inaugura con Descartes
cuando define la razón como instrumento apropiado para la intelec­
ción de lanaturaleza física,- la clara-et distinta p ercep tio , y comienza
a ser: vista en términos de causas y efectos, y no de fines y tendencias
impresas por una inteligencia superior. Frente a la razón ideológica,
sobre todo contenido o resultado fiable, la razón causal equivale más
bien a «razonamiento», esto es, a capacidad o instrumento discursivo
o de raciocinio, privilegiando elmétodoídedüctivo^y matemático para
el entendimiento de la realidad. Con la contundencia que le caracte­
riza, Hobbes lo vio claro cuando sentenció que la recta razón no es
«una facultad infalible, sino el acto de razonar»- y que tal acto, el
raciocinio, no es sino mero cálculo (com p u tatian ); es decir, «lo mis-
mo que la ad ición y la sustracción» (De cive, VI, 2 0 ; y D e corp ore I,
2, respectivamente).
Esta concepción de la razón como procedimiento, como proceso,
que Spinoza tan bien dibuja «como una escalera a través de la cual
ascendemos al lugar deseado» (Tractatus brevis, II, 2 6 ,6 ), es la más
apropiada para el conocimiento de las relaciones empíricas, de causa
a efecto, observables en los fenómenos naturales. Es la actitud que ya
a principios del siglo XVI había reflejado la mirada desencantada de
Maquiavelo hacia el mundo social y político, que pretendió descri­
bir la veritá effectu ale d elle co se, la verdad efectiva de las cosas. Esa
misma mirada se encuentra también estrechamente asociada al naci­
miento de la ciencia moderna, que, en palabras de Galileo, propone
ver escrito el libro de la naturaleza en caracteres matemáticos. Esta
concepción será llevada a sus últimos extremos por David Hume
(1 7 1 1 -1 7 7 6 ) a mediados del siglo XVIII, llegando a socavar no sólo la
razón medieval, sino también los cimientos mismos del racionalismo
iusnaturalista, con su defensa de los principios empiristas:

Cuando recorremos las bibliotecas persuadidos de estos principios,


¿qué estragos no deberíamos hacer? Si cogemos uíi volumen cual­
quiera, por ejemplo, de teología o de metafísica escolástica, pregun­
témonos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto acerca de la can­
tidad o el número? N o. ¿Contiene algún razonamiento experimental
acerca de cuestiones de hecho y existencia? N o. Pues entonces arro­
jém oslo a las llamas, porque no puede contener más que sofismas y
engaños (An Enquiry concerning Human Understanding, p. 192).

R azón dem ostrativa vs. interpretativa

En fin, el racionalismo toma el camino inverso respecto a la visión


aristotélica y tomista de la ética y la política como asuntos opinables,
sostenidos en el ámbito de la interpretatio gracias a argumentos retóri­
cos, que se apoyan en la tradición o en la autoridad, aunque sea la del
consensus om n ium , el consenso de todos, que son argumentos a pos-
teriori, fundados no en la razón sino únicamente en la experiencia y,
por tanto, falibles como nuestros sentidos. La ética racionalista, en
cambio, pretende ser una ética rigurosa, deductiva, geométricamen­
te dem ostrada— como reza el título de la E th ica in ordin e g eo m étri­
c o d em on strata (1677) de Baruch Spinoza— , que pretende moverse
en el ámbito de la d em on stratio, del razonamiento lógico-matemáti­
co, cuyos argumentos son a priori, esto es, basados en la razón y, por
tanto, autoevidentes, universales, eternos, independientes incluso de
la voluntad divina.
Este cambio de método va inevitablemente acompañado del des­
prestigio del argumento de autoridad, pues el racionalismo ya no
considera aceptable ni necesaria la cita de los autores clásicos. Salvo
Grocio — que todavía sigue apegado a la influencia de los escolásticos
españoles y se fía mucho del argumento a p osterioriu— , los libros de
los iusnaturalistas modernos se pueden leer y entender como los ar­
tículos de opinión de la prensa actual. Su estilo escueto, claro y direc­
to, dirigido sobre todo a argumentar y desarrollar demostrativamente
uno o unos pocos principios, se asemeja más al lenguaje sintético del
Derecho, de la ley codificada o, mejor, de la sentencia silogística,
como corresponde al sometimiento del mundo humano al tribunal de
la razón que los racionalistas buscan. Todo ello se puede comprobar
fácilmente hojeando — y mejor, desde luego, leyendo— cualquier
libro de H obbes, Spinoza, Locke o Rousseau, pero para dejar aquí
una muestra breve pero intensa de este estilo, bastará citar estas expe­
ditivas frases de Leibniz:

como la teoría del derecho es una ciencia, y la causa de la ciencia es


la dem ostración, y como el principio de la demostración es la defini­
ción, antes de pasar adelante debemos investigar cuál es la definición
de las palabras Derecho, Justo y Justicia ([Elementa iuris naturalis, § 12,
p. 71).

Por lo demás, el rechazo del principio de autoridad por parte del


racionalismo se asienta en un más general rechazo de la tradición qüe
también ha de relacionarse con la primacía de la ley, la ley racional,
que el iusnaturalismo racionalista y la Ilustración privilegiarán sobre
la costumbre, la «opinión de los doctores» y las demás formas de
expresión jurídica. Una primacía que, a la vez, las monarquías abso­
lutas de la época irán asumiendo y llevando a la práctica como crite­
rio jurídico perfectamente adaptado a sus designios políticos.

b) La distinta configuración del Derecho natural:


el maximalismo ético

Como se vio en el capítulo anterior, el modo escolástico-tomista de


ver el Derecho natural fue, aun con los matices que se expresaron,
tendencialmente minimalista, en un doble sentido: de un lado, afir­

16. En efecto, aunque program áticam ente G rocio muestra algunos atisbos de
distancia hacia el argumento de autoridad, incumple después d e'form a palmaria su
doctrina, pues su prosa abusa tanto de las citas de clásicos y menos clásicos como lo s .
autores escolásticos (De iure belli, «Proleg.», §§ 4 0 , 4 2 , 4 5 y 46).
m ab a co n gran firm eza los p rim ero s p rin cip io s del D e re c h o n atu ral y
algun-as de sus d ed u ccio n es, p e ro c o n m e n o r seg u rid ad los c rite rio s
m ás c o n c re to s , ta m b ié n de D e re c h o n a tu ra l, d eriv ad os de a q u e llo s
p rim e ro s p rin c ip io s ; y, de o tro lad o , n o p re te n d ía q ue el D e re c h o
n a tu r a l l o re g u la ra to d o , sin o - q u e d ejab a un c ie rto esp a cio a las
c o n c re c io n e s :propias:' del D e re c h o p o sitiv o . En: c o n tra s te ,: las: c o n s ­
tru ccio n e s ra c io n a lis ta s d e l D erech o : n a tu ra l tien d en a ser m ás b ien
n a x im a iis ta s , lleg an d o a fo rm u la r n o só lo los p rim e ro s p rin cip io s y
sus derivados,, sin o d etalládas reg u lacio n es de to d o un sistem a é tic o o
ju ríd ico ,- en o ca sio n e s h a sta en; sus m e n o res p o rm e n o re s.
-P u ed en 'ilu stra rlo ; en .prim er té rm in o , los tratad o s de los iusnatu -
ralistas. juristas^ q ue están en el orig en d e.las co d ific a c io n e s ilu strad as
d el D e r e c h o p riv a d o , según pu ed e verse, por e je m p lo , en los títu lo s
d e .lo s ca p ítu lo s I X a X V I d el-L ib ro I de D e offic-io h o m in is e t civis
juxta- legem n atu ralem libri d ú o (1 6 ? '3 ), de S am u el P u fe n d o rf, q u e
p rá c tic a m e n te d esa rro lla un có d ig o civil:

IX . De los deberes dé las: partes contrátarites en general. X . Del


deber de los hom bres en el u sod el lengüaje. X I. De! deber de los que
prestan juram ento; X II. De! deber en lo que respecta a la adquisición
de prop ied ad. X III. De los deberes que resultan de la posesión de
buena fe. X IV . Del valor. X V . De los con tratos que presuponen los
p recios de las cosas y de los deberes que de ello se derivan. X V I. De
los m é to d o sp a ra rev ocar o anular las.obligaciones que. surgen de los
co n trato s17.

ü n .seg u n d o tu g ar, en ei a rea a e ios m o so ro s p o lítico s, p u e a e u u strar-


s e .lo m ism o fá cilm e n te c o n ,e s c rito s c o m o .la E tica de S p in o z a , o el
m ism o .L e v ia tá n , del q u e a q u í p u ed e serv ir de e je m p lo el ca p ítu lo
titu la d o , «D e los c rím e n e s, e x im e n te s y a te n u a n tes» , que co n clu y e
e sta b le cie n d o u n a ,esp e cie de b a rem o de lo s «grados de crim e n » , se ­
gún d istintos criterio s, co m o la prem ed itación , el escán dalo p ro d u cid o
o la p e rso n a agraviad a:

1 7. En su desarrollo, estos capítulos son una especie de mezcla de manual y de


código civil; un. ejem plo claró lo suministra eLcápítúlo X III, donde se enumeran tres
deberes y siete detalladas «Conclusiones» con .las obligaciontis del poseed or de
•buena fe respecto de la.restitución de la cosa perecida y de los,frutos, del régimen de
transmisión de la cosa a terceros de buena fe, etc.; un ejemplo del tono lo da el § 10:
«Un poseedor de buena fe que ha adquirido mediante un título insuficiente lo que es
propiedad de otro está obligado a restituirlo, sin que pueda reclam ar a su dueño lo
que haya gastado, sino sólo a la persona de: la cual haya recibido la cósa; sálvo en el
caso dé que el d u eñ o 'n o hubiera1probablem ente recuperado la 1posesión de su
propiedad sin algún gasto o de que:voluntariamenre haya ofrécidó úna recom pensa
por inform ación».
De los hechos contra la ley que se cometen contra individuos particu­
lares, elm ayoridelito es: aquel-que,: según la generalizada opinión de
los.hombres, implica un .dañojoiás notable. Por consiguiente,
M atar en con tra de la ley és'm ayor delito, qiie cualquier o tra injuria
éií que l a Vida 'qüédá,presérvada.‘ !
Y matar con tonnenro es mayor deliro que matar simplemente.
Y la mutilación de un miembro, mayor que el despojar a un hombre
de sus bienes.
Y despojar a un hombre de sus bienes aterrorizándolo-con amena­
zas de muerte o de daño físico, más grave que hacerlo sustrayéndose­
los clandestinamente.
... Y. hacerlo, por sustracción.clandestina, más grave que. mediante con­
sentimiento obtenido, de manera fraudulenta.
Y la violación dé la castidad por la fuerza, mayor que si sé háce por
seducción.'
‘ Y a una mujer casada, mayor que a una mujer no casada.
( P or lo. común^todos .estos.delitos están .así jerarquizados, aunque
algunos, hombres son más sensibles,;y.otros menos, a -una misma ofen-
sa. Pero, la ley np considera inclinaciones particulares,, sino, la inclina­
ción general de la humanidad. [...]
Un delito.cometico ¿óniía un individuó privado se agrava mucho si
se tiene en cuenta 1a persona afectada y las circunstancias de tiempo'y
lugar. Pues matar al propio padre es un criméñ.riíayúr que matar a otro
Y::robar a nu hombre pobre es delito más .grave que robar a un rico,
pues elitjobre notará más el.daño (Ltwiathan. X X V IL d d . 246-2471.

c) La distinta concepción d.e,1a naturaleza humana:,


de la sociabilidad al aislamiento

E l iusnaturalismo -medieval,, cómo se vio; sigue el modelo aristotélico


déla: sociabilidad natural del hombre, donde se defiende la existen­
cia dé una variedad de conjuntos ó agrúpácioñés sqciáles, formada
por elementos plurales e iñterrelacionados entre sí, como ¡a familia,
la tribu o el clan, la ciudad, el reino, etc., que han sufrido transfor­
maciones lentas y naturales, en el sentido de independientes de la
expresa voluntad humana. En cambio, la mayoría délos iusnaturalis­
tas ¡modernos no-considera, que, el hombre sea, naturalmente sociable^
sino más bien asocial y apolítico, hasta el punto de que en su cons­
trucción teórica las formas de relación y agrupación humanas apare­
cen dentro de una dicotomía cerrada, excluyente y,antitética: o esta­
do de naturaleza o sociedad civil, donde el primer término, «estado»,
significa simplemente situ ación , sin presuponer organización social o
política alguna, mientras que el segundo, «sociedad civil», equivale a
organización política o E stad o. Si el modelo no es por completo
dicotómico ¡es p.orqiie.. éntre ambas situaciones hay un momento de
cambio radical, debido.no a la evolución ;iatural sino a la voluntad
humana: el contrato social, que permite pasar del estado natural al
social y político. De lo anterior se deriva un determinado tipo de
justificación del Estado, que aparece como instrumento, incluso como
artificio, al servicio de los derechos e intereses individuales, como ve­
remos tras comentar los detalles de la tríada estado de naturaleza-
contrato-sociedad civil.

d) La distinta concepción del Derecho y la ley:


los derechos individuales

Mientras el iusnaturalismo antiguo y medieval insiste en la ley como


regla que establece sobre todo obligaciones y prohibiciones, esto es,
como portadora de deberes para los hombres en función del bien'
común, el iusnaturalismo moderno tiende a hacer preceder los de­
rechos individuales sobre la ley y los deberes. Si se quiere, por decirlo
de otra manera, en la escolástica el ius es lex, Derecho objetivo, y en
el iusnaturalismo racionalista se convierte en iura naturalia, en dere­
chos naturales y subjetivos. Aun con la parcial excepción de Hobbes,
que se comentará, los derechos naturales, en el sentido de propios del
estado de naturaleza, toman la prioridad como fundamentos del po­
der político, que queda legitimado al servicio de su respeto y garan­
tía. Un texto que sintetiza bien este nuevo modo de ver las cosas, que
llega incluso a aplicar la categoría de derecho subjetivo al propio •
poder político, puede encontrarse en John Locke:

Para comprender qué es el derecho al poder político y cuál es su


verdadero origen hemos de considerar cuál es el estado en que los
hombres se encuentran por naturaleza, que no es otro que un estado
de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de sus
pertenencias y personas según consideren conveniente, dentro de los
límites impuestos por la ley natural, sin necesidad de pedir licencia ni
depender de la voluntad de otra persona (Tu/o Treatises, II, ii, § 4).

Como se ve, la idea de ley natural, como la de Derecho natural, no


ha desaparecido, sino que ha sufrido una profunda transformación -
hasta llegar ahora a acoger en ella a los derechos naturales.

2 .2 . L a su perioridad d e l D erech o natural:


e l iusnaturalism o d eon tológ ico

a) D e la moral como Derecho al Derecho natural como moral

En cuanto al otro gran rasgo caracterizador de la categoría Derecho


natural desde sus primeras formulaciones en el estoicismo, esto es, la
superioridad de tal Derecho, también cambia el modo de entenderla
tras el paso a la modernidad. El iusnaturalismo medieval ha sido ca­
racterizado como «ontológico» por mirar al Derecho esencialmente
bajo el prisma de la justicia hasta sostener que el Derecho natural es
el verdadero modelo o esencia al que se debe ajustar el Derecho posi­
tivo para ser propiamente Derecho. Podría decirse, así, que al consi­
derar al Derecho natural como el verdadero ser de todo Derecho, el
núcleo de tal iusnaturalismo ontológico es moralizar esencialmente
el Derecho, esto es, considerar como Derecho a la moral o, al menos,
a esa parte de la moral identificada con la justicia. El iusnaturalismo
moderno, en cambio, ha sido visto como deontológico, en el sentido
de que considera al Derecho natural — o, mejor, a los derechos na­
turales— más bien como el referente o deber ser ideal del Derecho
positivo que como su esencia o modelo conceptual y definitorio. En
este modelo, por tanto, es sólo el Derecho natural el que se presenta
como moral, que queda más como referente ideal del Derecho posi­
tivo que como su concepto esencial. En esta nueva dirección aparece
también una nueva propuesta de distinción, que en algunos iusna­
turalistas se presenta incluso como separación, entre la moral y el
Derecho (positivo).
La construcción de la nueva diferenciación entre Derecho natu­
ral y positivo en el iusnaturalismo moderno tiene que ver, ante todo,
con la afirmación de una concepción de este último como conjunto
de normas sostenidas coactivamente por el poder político y no ne­
cesariamente concordes con la moral18, pero cuya existencia permite
superar la situación en la que, al regir únicamente el Derecho natu­
ral, los seres humanos vivirían sin suficiente seguridad. Y así, el tema
de la distinción entre moral y Derecho está ya claramente implícito
en la separación, común a casi todos los iusnaturalistas modernos,
entre el estado de naturaleza, donde rigen los criterios morales de un
Derecho natural no garantizado coactivamente por un poder social
común, y el estado civil, en el que el Derecho positivo impone coac­
tivamente ciertas reglas que no siempre coinciden con las propias del
Derecho natural, de modo que pueden llegar a conculcar los dere­
chos naturales de los individuos. Antes de Kant, de quien se hablará
más por extenso en la segunda parte de este mismo capítulo, fue
seguramente Tomasio el iusnaturalista racionalista que formuló la

1 8. Incluso Leibniz, marcadamente intelectualista, reconocía que «es frecuente


que el derecho civil se oponga al natural» («Retrato de un príncipe», en Escritos polí­
ticos, p. 1 1 3 ; sobre su intelectualismo véase su crítica al voluntarismo de Pufendorf en
«Algunas observaciones sore las ideas fundamentales de Samuel Pufendorf, dirigidas a
G. ~W. M olano» [1 7 0 6 ], en Escritos de filosofía jurídica).
distinción entre moral y Derecho de una manera conceptualmente
más neta: mientras Ja . moral, o Derecho natural, está formada por
co n sejo s, caracterizados por una forma de obligación interna — en el
sentido de conexión necesaria entre la: acción y sus consecuencias
propias (la felicidad como consecuencia del bien obrar, por ejem­
plo)— , en cambio, el Derecho:positivo está formado por im p o sicio -
„z2eí,„caxaj;terizada^pjoxuna_fo.nTia„deja.hligaíióíi:e5SCemíi,-.esiaes.>.pQr_
una conexion entre, la acción y -una sanción. coactiva establecida con-
vencionaimente por una autoridad superior {l:u n d a m en la inris, esp.
IV,' §§ 5 0 5 7 , 61-63 y .99, y V, § 34),
. Pero, junto a lo anterior, el carácter deontológico del iusnatura­
lismo. moderno tiene también que ver con: la actitud hacia la legitimi­
dad de los poderes existentes. Quizá por la aceptación.- de. que entre
ser y deber ser, entre Derecho :y m oral, existía una b ien , marcada
distancia no sólo en la práctica sirio también en la teoría, los valedo­
res del racionalismo — con la. excepción de Locke, ,al menos entre los
grandes— apenas brillaron com o,especialmente críticos-y, todavía
menos, como, críticos radicales que! tendieran a justificar de forma
automática o ligera el derecho de resistencia ante las monarquías
absolutas de las que fueron súbditos, según veremos m ás‘adelante-.
Seguramente es una paradoja, pero ello contrasta con el hecho de que
el iusnaturalismo medieval no fuera necesaria y esencialmente justifir
cador del poder político., en especial por la principal obediencia al
papa de los teólogos y filósofos (aunque no .de todos, y baste recordar
a Guillermo. de: Ockam y: a Marsilio; de Paduá).; En- ese marco,: ;u-na
dramática ejemplificación ;de‘ la 'diferencia- entre el .pensámiento^me-
dievar y e lm o d e rn o se puede observar en el contraste:entre los dos
siguientes textos, elprimero: de Bartolomé de las Casas. (1484415;66),
seguidor de -Francisco’;de Vitoria y Domingo: de Soto-y-,erií última
instancia claramente deudor del modelo tomista, y el segundo de
Immanuel Kant, claro exponente por su parte del iusnaturalismo ra­
cionalista:

N ingún rey o gobernante, por soberano que sea, puede ordenar o


m andarhinguna cosá concerniente a lacómunidád-política;;en;perjuÍT
ció o detrimento del pueblo o de los súbditos,'sin haber obtenido antes,
el consentimiento, de los ciudadanos, en forma.legal y adecuada. Y si se
hiciera otra cosa, no tendría absolutamente ninguna validez jurídica. Se
prueba la primera parte de la conclusión por autoridad y argumentos
racionales. Racionalm ente, ¡porque el pueblo fue la causa eficiente y
' también final de los reyes y gobernantes. De donde resulta que bar. de
subordinarse al pueblo ordenándose a su bienestar y a ios intereses de
la comunidad como a finalidad propia.'En consecuencia, los reyes no
xienen jurídicamente ningún poder para establecer, ordenar o anular
nada que vaya contra los intereses de los ciudadanos o en perjuicio y
detrimento del pueblo. [...] En tercer lugar, ningún gobernante puede,
lícitam ente, sin motivo justificado,- inferir perjuicio alguno a la liber­
tad de sus pueblos. Ahora bien, si alguien decidiera en contra de los
intereses colectivos del pueblo, sin contar con su expreso consenti­
miento, perjudicaría la libertad del pueblo y de sus ciudadanos. Luego
serían nulas las decisiones del rey que perjudican al pueblo. L;i liber­
tad es r.n valor más preciado y estimado que todas las riquezas que un
pueblo libre pudiera tener, según ley del Digesto. Por tanto, el gober­
nante que atentará contra la libertad del pueblo obraría contra la jus­
ticia (Las Casas, De imperatoria, § V III, 1 y 3 )19.

La idea de una constitución en armonía con los derechos naturales del


hom bre, a saber, aquella en que los qué obedecen a la ley, al mismo
tiem po, reunidos, deben dictar leyes, se halla a la base de todas las
formas de Estado, y el ser común que, pensando con arreglo a ella por
puros conceptos de razón, se llama un ideal platónico (respiiblica nou-
m en o n ), no es una vana quim era, sino la norm a eterna de to d a
constitución política en general y que aleja todas las guerras. Una so­
ciedad civil organizada a tenor de esa idea, la hace patente según leyes
de libertad mediante un ejemplo de la experiencia (respublica phaeno-
menon) y puede lograrse penosamente sólo después de múltiples lu­
chas y guerras; y esta constitución [...] constituye un deber trabajar por
ella, y provisionalmente (puesto que no es realizable tan de pronto)
obligación de los monarcas gobernar en republicano (no democrática­
mente) aunque reinen como autócratas, es decir, que deben tratar al
pueblo según principios adecuados a las leyes de la libertad (tales
com o las que un pueblo de razón madura se prescribiría a sí mismo)
aunque no se pida, a la letra, un refrend o del pueblo (Kant, Si el
género hum ano se halla en progreso constante, b a d a m ejor [1 7 9 8 ], en
F ilosofía de la historia , p. 113).

Además de a la consciencia de los iusnaturalistas racionalistas


sobre las grandes distancias entre los sistemas racionales de D ere­
cho natural que estaban proponiendo en sus obras y la realidad
jurídico-política frente a la que formulaban sus propuestas, acaso
este contraste deba atribuirse también a una época que anhelaba o
agradecía las autoridades fuertes frente a la inseguridad religiosa y
política.

1 9. D icho sea como curiosidad, este tratado, publicado en 1 5 7 1 , cinco años


después de su m uerte, parece ser la última obra que escribió Las Casas, y aunque
tradicionalmente ha habido dudas sobre su autenticidad, al parecer es producto de su
pluma, con la que no obstante plagió directa y generosamente la obra In tres posterio­
res libros C odici Iustiniani del jurista italiano Lucas de Penna [... 1 3 4 3 -1 3 8 2 ...]
(véase sobre todo ello el «Estudio preliminar» a la edición citada en la bibliografía,
pp. C X IV -C X X V III).
b) Los avatares de la falacia naturalista

El amplio uso que los iusnaturalistas racionalistas hicieron de la idea


de naturaleza y de Derecho natural no implica necesariamente, a pe­
sar de la similitud en los nombres, que por ello incurrieran en lo
que, en sentido amplio, se denomina falacia naturalista — insisto, n a­
turalista y no iusnaturalista— , que, en cambio, sí aparecía claramen­
te en algunos textos de Aristóteles y Tomás de Aquino. Para verlo
conviene partir de la formulación canónica originaria de tal falacia,
la denominada ley d e H u m e, que el filósofo escocés expuso en este
famoso texto:

En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podi­
do siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de
hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando obser­
vaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con
la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposicio­
nes: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con
un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin
embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o
no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que
ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de
algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible
que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero
como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré
a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña re­
flexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad,
haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada
meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón (A
Treatise o f Human Nature, pp. 689-690).

Con independencia de lo que realmente quisiera decir Hume en


este pasaje, que es cuestión discutida, su interpretación tradicional
afirma algo correcto e indiscutible: que de la mera observación de un
hecho no se puede deducir un deber o un valor, es decir, que de la
afirmación de que algo «es» no se extrae lógicamente que «deba ser».
Y, en efecto, que no pueden derivarse sin más normas y valores a
partir de hechos es tan obvio que parece mentira que tardara tanto
tiempo en formularse explícitamente, pues que el ser humano tenga
de h e c h o tendencias violentas no prueba en absoluto que d eb a tener­
las, porque un hecho es sólo un hecho y si es bueno o malo no depende
de su existencia. Si la moral, que proporciona pautas de conducta
ideales, se pudiera deducir de los hechos no sólo perdería sus funcio­
nes de crítica y de referente ideal del comportamiento existente sino
que, más aún, carecería de sentido en cuanto tal. Por ello, en suma,
deducir un valor a partir de un hecho violaría la citada ley de Hume,
comportando una falacia lógica que suele calificarse como falacia
naturalista20.
Aunque Hume fue en general un crítico del racionalismo iusna­
turalista, la ley citada no afecta a la mayoría de los autores de este
movimiento en la medida en que no suelen identificar los derechos
naturales con meras tendencias naturales o fácticas que a la vez son
positivamente valoradas, sino que es más bien el carácter negativo de
las tendencias que atribuyen a la condición humana — como el egoís­
mo, la envidia, la agresividad, etc.— lo que para ellos, supuesto el
fin moral de garantizar la seguridad o la libertad mutua, justifica la
organización social y política21. Los derechos naturales, según unos
u otros iusnaturalistas, o bien son tendencias humanas en principio
moralmente indiferentes o distintas de la moral, como en Hobbes o
Spinoza, o bien son facultades o bienes de carácter moral derivados
antes de la razón que de la naturaleza, como en Locke o en Kant.
Por ejemplificar una y otra opción a propósito de los derechos na­
turales, una buena expresión de la primera puede verse en la concep­
ción de Spinoza sobre el Derecho natural — por cierto, expuesta
bastante antes de que naciera Hume— , Derecho que, como dice aquél,
permite que el pez grande se coma al chico y que en cada individuo
«se extiende hasta donde llega su poder», de modo que

el derecho y Ianorm a natural, bajo la cual/todos los hombres nacen y


viven la mayor parte de su vida, no prohíbe sino lo que nadie desea y
nadie puede; no se opone a las riñas, mi a los odios, ni a la ira, ni al
engaño, ni absolutamente a nada de cuanto aconseje el apetito. Nada
extraño, dado que la naturaleza no está encerrada dentro de las leyes
de la razón humana (Tractatus politicus,rl^$% 4 y 8).

2 0 . En rigor, la ley de Hume sólo en un sentido amplio coincide con la «falacia


naturalista», teorizada por el filósofo británico de principios del siglo X X G. E. M oore,
quien mediante esa expresión criticó cualquier concepción que rem ita el significado
de los térm inos m orales, com o «bueno» o «correcto», a propiedades naturales o
fácticas, lo que parece correcto, pero para sostener la muy discutible tesis de que tales
térm inos, de m anera sem ejante a los colores, pueden ser captados con suficiente
objetividad mediante esa particular «vista interna» que es la intuición (véase M oore,
caps. I-II).
2 1 . Para un ejem plo, véase infra , nota 2 4 y el texto correspondiente. De todas
form as, la observación del texto no deja de ser una generalización, y un análisis
porm enorizado de cada uno de los iusnaturalistas sin duda obligaría a matices que
aquí no son del caso: para un ejemplo de falacia naturalista en H obbes, véase De
cive , V I, 2 0 ; así com o, más en general, la excelente exposición de H am psher-M onk,
pp. 78 ss.
D espu és de H u m e , este m ism o co n tra ste en tre n a tu ra le z a y ra z ó n
apareee tam b ién en K a n t, quien separa ta ja n tem en te el m u n d o del ser
(lo n a tu ra l), so m e tid o a la cau salid ad y a la n e cesid a d , y el m u n d o
del d eber ser (lo m o ra l), so m e tid o a la ra z ó n y a la lib e rta d . A p a rtir
de ello , sin e m b a rg o , K a n t e je m p lific a la o tra o p c ió n h a ce p o c o a lu ­
d id a, pues p ara él, c o m o v erem o s m ás ad ela n te c o n m a y o r d eta lle,
só lo la ra z ó n , y n o las te n d e n cias n atu rales, p u ed e justificaiú.a_.e;?dsr_
te n cia de u n d e re c h o in n a to o n a tu ra l en to d o s los h o m b re s, el d e re ­
ch o a la lib e rta d . U n c o n te m p o rá n e o de K a n t, el en say ista y lite ra to
inglés W illia m H a z litt, co n d e n só b ien m u ch as de las id eas a n te rio re s
en esta b e lla sen te n c ia :

El hom bre es el único animal que ríe y llora, pues es el único animal^
que puede darse cuenta de la diferencia entre las cosas com o son y
com o deberían ser.

3. La t r ía d a e s t a d o d e n a t u r a l e z a , c o n t r a t o s o c ia l
Y SOCIEDAD CIVIL

E l esq u em a fo rm a l de la ju stifica c ió n del p o d er p o lític o es, d en tro de


algunas v a ria n te s de c o n te n id o , sim ilar en to d o s lo s iu sn a tu ra lista s
ra cio n a lista s y re sp o n d e , co m o ya se d ijo , a la d ic o to m ía e sta d o de
r.a tu ra l-s o c ie d a d civ il, e n tre la que se in te rp o n e el c o n tr a to s o c ia l,
io que co n fig u ra u n a tría d a . E l análisis de lo s c o m p o n e n te s de esta
.tría d a — sigu ien d o fo rm a lm e n te el esqu em a p ro p u esto p o r B o b b io en
su estud io s o b re «E l m o d e lo iu snatu ralista»—- n os p e rm itirá c o n sid e ­
ra r algunas de las d iferen cia s d en tro del p ro p io m o d e lo seg u id o p o r
los au tores iu sn a tu ra lista s. V eá m o slo p o r p artes.

3 .1 . E l esta d o d e naturaleza

E l estad o de n a tu ra lez a es el p rim e r p resu p u esto in d iv id u a lista del


e sq u em a iu sn a tu ra lista . C o m o situ a ció n m ás o m e n o s h ip o té tic a o
real, los in d ivid u o s a p a recen en él co m o titu lares de d erech o s n a tu ra ­
les, o d erech o s m o rales — b ásicam en te, aun co n v a ria cio n e s según los
a u to re s, la v id a, la seg u rid ad , la lib e rta d y la p ro p ie d a d — , p e ro sin
que g o ce n de u n a o rg a n iz a ció n esp o n tá n ea n i de un a p a ra to e sp e cífi­
co d estin ad o a p ro te g e rlo s , es d ecir, sin u n a o rg a n iz a c ió n so c ia l ni
p o lítica . E sta fa lta de so cied a d y de E sta d o que c a ra c te riz a al estad o
de n atu raleza p o n e de m a n ifiesto el c a rá c te r aso cial y en p e rm a n e n te
c o n flic to , al m e n o s p o te n c ia l, que esta c o r rie n te a trib u y e a la c o n d i­
ció n h u m an a cu a n d o n o e x iste un p o d er co m ú n .
La figura dei estado de natu raleza tien e anteced entes culturales
m uy variad os, que van desde la Edad de O ro de los T rabajos y días
de H esío d o hasta el paraíso terren al de la B ib lia y, en el surco de este
ú ltim o, desde algunas referen cia s de la p a trística hasta ju ristas m ed ie­
vales co m o B a rto lo da S asso ferrato (Tom ás y V alien te, p. 9 8 6 ) . Hay,
sin em bargo, una d iferen cia in icial y fu nd am ental en tre sem ejan tes
-aníeGed&ní&s-yTeJ-estede-de-na-t-uíaJeza-teor-iaado-por-l'Os-msTratUTaiis^
tas racion alistas: que m ien tras en los p recu rsores el estado p rim ig e­
nio se configu ra co m o p ositivo e in clu so id ílico , en los m o d ern o s es
negativo o al m enos deficien te y en ningún caso un estado ideal. El
con traste es b ien claro resp ecto del equ iv alente ju d eo -cristia n o que
tu viero n p resen tes los teó lo g o s esco lásticos, el p araíso terren a l de la
B ib lia, del que se sale n o p o r un p a cto sin o p o r el p ecad o orig inal,
de m o d o que si se quiere integ rar ese m o m en to b íb lico en el m o d elo
p ro testan te, el estado de n atu raleza del racion alism o viene después
del p araíso, con la co rru p ció n de la n atu raleza hum ana p o r el pecad o
original.
Si se q u ieren e n co n tra r p recu rsores más p ró x im o s a la visió n n e ­
gativa del estad o de n atu raleza que tu v iero n los racion alistas hay que
rem itirse, ap arte de a la d o ctrin a de algún ca n o n ista m edieval sob re
la p ro p ied ad privad a22, a un te x to de C ice ró n que, al parecer, llegó
a ser un lugar com ú n en tre los hu m anistas del siglo XVI, en el que se
hab la de un tiem p o en el que los h om bres v ivieron y se p ro p ag aro n
de fo rm a salvaje, guiados p o r su fu erza y no p o r la razó n , del que
hab rían escap ad o gracias a la e lo cu en cia de un gran h om bre sabio
(De invei'ítione, I, 2 ; un te x to sim ilar en D e o r a to re , I, 3 3 ). A h o ra
b ie n , ta m p o co en este caso la con tin u id ad co n los racion alistas es ni
m u cho m enos co m p le ta , p u esto que en esa figura cicero n ia n a y de
los hu m anistas no sólo no se sale del estado p rim itivo m ed ian te un

22. Sobre los antecedentes en algún jurista medieval, véase Tierney, cap. 6, es­
pecialmente, p. 139, donde se recoge cómo el canonista Rufino sostuvo que tras la
caída de Adán ios hombres vivieron como besti&s, en un estado natural negativo, hasta
que, mediante pactos, llegaron a asociarse entre sí y a regirse por el Derecho, que es
básicamente el mismo diseño que aceptará Pufendorf siglos después sobre el estado
de naturaleza (véase infra> nota 29). Ahora bien, la propia argumentación de Tier­
ney — siempre deseoso de mostrar que en la Edad Media aparecen ya muchas de las
categorías del iusnaturalismo racionalista— deja ver lo excepcional de la historia de
Rufino: de un lado, en el Decreto de Graciano el período de dispersión que sigue a la
expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal dura, en términos históricos, el escasísi­
mo lapso de tiempo que su hijo Caín pudo tardar en construir una ciudad; y, de otro
lado, el punto de referencia fundamental de glosadores y teólogos para las discusiones
sobre el carácter colectivo o privado de la propiedad era el paraíso terrenal, es decir,
un estado de naturaleza considerado histórico y, sobre todo, ajeno a la negatividad con
que aparece en el iusnaturalismo protestante (Tierney, pp. 145 ss.).
pacto o acuerdo de todos, sino que tampoco se supone que en él
existan en absoluto derechos naturales.
Así pues, el modelo de estado de naturaleza propuesto por los
racionalistas defensores de los derechos naturales, considerado en su
conjunto, es una construcción nueva con funciones explicativas o
justificativas propias de esa corriente de pensamiento. Los rasgos de
esta nueva forma de ver el estado de naturaleza pueden analizarse en
tres problemas interpretativos que se plantean en ese primer momen­
to de la tríada: su carácter histórico o hipotético, su carácter social o
asocial y su carácter belicoso o pacífico.

a) El carácter histórico o hipotético del estado de naturaleza

Entre los importantes, sólo algunos iusnaturalistas — los menos, como


Locke, quizá Leibniz y, aun con cierta ambigüedad, Rousseau— consi­
deraron el estado de naturaleza como un hecho histórico universal23.

23. Sobre la posición de Locke, véase Two Treqtises, II, viii, donde argumenta
algo confusamente sobre los orígenes históricos de los gobiernos, mencionando desde
Asiría, Persia y Rom a hasta los indios americanos, sin olvidar a los israelitas, aunque
siempre con el objetivo claro de negar la tesis de Robert Film er de que el poder civil
procede del poder paterno o patriarcal, que tendría a la vez carácter natural y origen
divino.
Leibniz, que raramente utiliza la tríada estado de naturaleza-contrato-sociedad
civil, parece suponer la existencia histórica de un «estado de naturaleza salvaje», esta­
do legítimo en el que existiría sólo el derecho de propiedad y todos los hombres se
considerarían iguales; más tarde, añade, mediante pactos entre los hombres, «cada uno
cederá parte de sus derechos» para constituir asociaciones entre ellos y llegar al fin a
establecerse el Estado, como sociedad destinada al bien común de los asociados («So­
bre los tres grados del Derecho natural y el de gentes» [1 6 7 7 -1 6 7 8 ], en Escritos de
filosofía jurídica, pp. 116-1 1 7 ).
En cuanto a Rousseau, en el Discours sur l'origine et les fondem ents de l'inégalité
panni les hom m es pretende extraer la verdadera naturaleza o condición humana bus­
cando el modo de ser de los hombres «primitivos» o «salvajes» por el procedimiento de
aventurar algunas «conjeturas» sobre cómo sería el ser humano de su tiempo si se le
despojara de lo «artificial» de la civilización (O emires com pletes, p. 123). Sin embargo,
la «suposición de esta condición primitiva» (p. 82) tiene allrdos significados: por un
lado, la de conjetura como hipótesis imaginaria con función regulativa o crítica, que es
el sentido en el que acepta que tal estado natural «no existe ya, que quizá no ha
existido nunca y que probablemente no existirá jamás y del que sin embargo es nece­
sario tener nociones justas para juzgar bien sobre nuestro estado presenten (p. 123;
cursiva m ía); por otro lado, la de conjetura como hipótesis teórica con función des­
criptiva, que parece ser el sentido en el que, en el mismo Discurso, afirma que la
suposición de la condición primitiva pretendía «mostrar en el cuadro del verdadero estado
de naturaleza cómo la desigualdad, incluso natural, está lejos de tener en este estado tanta
realidad e influencia com o pretenden nuestros escritores» (p. 160) y que cuando la
historia no es capaz de establecer la verdadera sucesión de los hechos corresponde a la
filosofía conjeturar «los hechos semejantes que pueden ligarlos» (p. 163).
Para la mayoría, en cambio, era o bien una situación universal pero
sólo en cuanto h ip otética— esto es, que sin haber existido nunca de
forma generalizada debía considerarse como si hubiera existido en
todas las naciones— o bien una situación real pero no universal, es
decir, histórica pero sólo en algunas circunstancias o lugares, como
la sociedad internacional, la guerra civil y los pueblos salvajes de Amé­
rica (así, en Hobbes, Leviathan, XIII, p. 108). Pufendorf distingue per­
fectamente entre el estado de naturaleza como ficción y como realmen­
te existente y mientras dice que «es manifiesto que el conjunto de la
raza humana nunca ha estado al mismo tiempo en el estado natural»,
situación que se supone sólo como ficción, añade que, como hecho,

Tal es la condición [status ] que existe ahora entre las diversas ciuda­
des [civitates ] y entre los ciudadanos de los diferentes Estados [rentm-
publicarum ], y que antiguamente se dio entre los paterfamilias separa­
dos entre sí (De officio hom inis, II, i, 6 ; véase tam bién II, i, 7).

En rea lid a d , la fuerza del expediente del estado de naturaleza


viene de su carácter hipotético, que Selden formuló con plena con­
ciencia:

suponemos tal estado de ilúfiitada libertad para el propósito de nuestra


argumentación, del mismo modo que en geometría se suele extender
una línea infinitamente para demostrar algo (De Iure 'Naturali et Gen­
tium iuxta disciplinam Eb^aeorum, Opera, I, col. 1 0 5 ; cit. por Tuck,
pp. 9 0-91).

Hobbes, el más grande continuador de Selden, enriqueció esa misma


idea cuando configuró el estado de naturaleza contrafácticam ente
— esto es, bajó la hipótesis de que n o existiera el Estado— mediante
esta despiadada y contundente argumentación:

A quien no haya ponderado estas cosas, puede parecerle extraño que la


naturaleza separe de este m odo a los hom bres y los predisponga a
invadirse y destruirse mutuamente; y no fiándose de este razonamiento
deducido de las pasiones, quizá quiera confirm arlo recurriendo a la
experiencia. Si es así, que considere su propia conducta: cuando va a
emprender un viaje, se cuida de ir armado y bien acompañado; cuan­
do va a dorm ir, atranca las puertas; y hasta en su casa, cierra con
candado los arcones. Y actúa de esta manera aun cuando sabe que hay
leyes y agentes públicos armados que están preparados para vengar
todos los daños que se hagan. ¿Cuál es la opinión que este hom bre
tiene de sus prójim os cuando cabalga armado? ¿Cuándo atranca las
puertas? ¿Qué op inión tiene de sus criados y de sus hijos cuando
cierra con candado los arcones? (Leviathan , X III, p. 108).
b) ¿Un estad o de n a tu ra lez a social?

S ó lo G ro c io .m a n tie n e d ecid id a m e n te la te o ría a ris to té lic a de q u e en


el estado de n a tu ra lez a los h o m b re s tie n e n el a p p e titu s s o c ie ta tis que
de m an e ra n a tu ra l les im p u lsa a esta r o rg a n iz a d o s so c ia lm e n te . Sin
em b arg o, ta l tesis re su lta a típ ica , y aun p e rtu rb a d o ra , en el iu sn atu ra-
lism o ra c io n a lis ta , h a sta el p u n to de que se h a c o n sid e ra d o que la
altern a tiv a e n tre estad o s o c ia l o a so cia l es in a d e cu a d a e n 'ta l c o r r ie n ­
te y q u e G ro c io es to d a v ía un a u to r de tra n sic ió n e n tre el m o d e lo
m ed iev al y el m o d e rn o . E n el esq u em a d el iu sn a tu ra lism o ra c io n a lis ­
ta , el estad o de n a tu ra lez a h a de ser, si n o c o m p le ta m e n te , al m e n o s
p re d o m in a n te m e n te a so c ia l, d isp o n ie n d o el ser h u m a n o só lo de la
cap acid ad s u fic ie n te , in stin tiv a o ra c io n a l, p a ra salir de él p o r d istin ­
tas razo n es según los d istin to s a u to re s, desde el c á lc u lo in te re sa d o
(H o b b e s y L o c k e ), a la n e cesid a d (S p in o za) o al d eb er (P u fe n d o rf y
K a n t). E n la d o c trin a está n d a r, en el estad o de n a tu ra lez a p u ed en
e x istir in stin to s o in c lin a c io n e s n a tu ra les, c o m o el d eseo de a u to p re -
serv a ció n en H o b b e s , S p in o z a , L o c k e o P u fe n d o rf, p e ro n o — o al
m en o s n o c o m o d o m in a n te ni relev an te h a sta el p u n to de h a c e r de tal
estad o u n a fo rm a c ió n so cia l— el in stin to n a tu ra l de a so c ia c ió n . Pues
p re cisa m e n te p o rq u e el se p im m a n o es n a tu ra lm e n te a so cia l, sien d o
ese rasgo algo que le p g fju d icaX es ra c io n a l q ue se a so cie.
Incluso Pufend orf, que p ro p o n e jy a a im agen com pleja del ser hu m a­
n o , co m o egoísta y agresivo p e ro tam bién co m o ad aptable a la asocia­
ció n y, u n a vez asociad o, capaz de grandes virtudes, d estaca sob re to d o
la im b ec ilita s — esto es, el d esam p aro e in d ig en cia— n a tu ra l del h o m ­
b re cu an d o se le im ag in a so lo , y es sob re ta l su p o sició n sob re la que
ju stifica el deb er-n ecesid ad , de a so cia ció n , un d eb er y n ecesid ad que
serían superfluos si la ten d en cia a vivir sociablem ente fu era d om in ante:

el hombre es el animal más preocupado por su propia preservación, más


desvalido por sí mismo, más incapaz de conservarse sin la ayuda de sus
semejantes y sumamente idóneo para prom over el beneficio mutuo; pero,
p or otra parte, también malicioso, petulante y fácilmente irritable, y tan
in clin ad o a infligir daños a los dem ás co m o vio len to . De lo que se
deduce que, p a ra esta r a salvo, es n ecesario p a ra é l se r s o c ia b le [ut sit
salvus, n ecesse esse, u t sit so cia b ilis ], es decir, unir fuerzas con otros
hombres com o él y conducirse de tal manera con los demás, para que no
haya causa o m otivo de agravio [...] resulta evidente que la ley natural
fundamental es la siguiente: Que todo hom bre debe h acer tanto com o
pueda para fom entar y preservar la socialidad (De officio hom inis, I, iii,
7 y 9 ; véase tam bién, II, i, 6 y 9 ; cursiva m ía)24.

24. El texto en cursiva pone de manifiesto cóm o el esquema argumental de


Y, en fin, una similar ambigüedad aparece en Kant cuando carac­
teriza al hom bre por su «insociable sociabilidad», que sin em bar­
go resuelve al fin y al cabo en favor de la idea liberal de que el
hom bre y la historia cambian y m ejoran mediante el antagonismo
humano25.
Por lo demás, se debe precisar que la caracterización del esta-
-do-de.natu-^l.ezarp.OT-etatóla-H^Ht0 ryytarifisoeiabilidad-b:umanos-es-
compatible con el reconocim iento histórico por parte de algunos
iusnaturalistas de que los hombres siempre han necesitado vivir en
agrupaciones familiares más o menos extensas, de la «pequeña fa­
milia», de que habla Hobbes, a los sistemas patriarcales en Pufen­
dorf o en Locke, sea porque, como en este último, el aislamiento es
limitado y la insociabilidad potencial, o sea porque, cómo en los
otros dos, la referencia a tal estado no es sino una form a de hablar
de la condición humana. En todo caso, la existencia de tales agru­
paciones naturales no excluye para ellos la situación de aislamiento
e insociabilidad humanas propia del estado de naturaleza, aplicable
a las familias más o menos extensas y sólo superable con la socie­
dad civil, que no se considera existente en aquel estado ni constitui­
da por mera prolongación de él, sino sólo mediante el contrato
entre los distintos individuos, que, no por casualidad, pueden ser
sólo los varones y propietarios, justamente en representación de las
familias.

c) Guerra y paz en el estado de naturaleza

Aunque se ha distinguido entre concepciones optimistas, bien repre­


sentadas por Locke, y pesimistas, cuyo paladín sería sin duda H ob­
bes, Bobbio ha señalado que describir para el primer grupo al estado
de naturaleza como pacífico es desorientador, pues se trata siempre

Pufendorf puede leerse de una manera que no incurre en la falacia naturalista: de la


descripción de las tendencias naturales del hombre, en cuanto hecho, puede deducir
la necesidad de la asociación política porque si no, de hecho, no sobreviviría, y, a
la vez, puede concluir tal deber bajo la premisa previa de que «estar a salvo» es
bueno.
25. Kant explica la ¡dea de «insociable sociabilidad de los hombres» como «su
inclinación a form ar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante
que amenaza perpetuamente con disolverla»; y es en esta última disposición, caracte­
rizada como antagonismo humano, en la que Kant pone el acento como medio del que
se sirve la «Naturaleza» para el progreso de la historia humana, donde «[e]l hombre
quiere concordia; pero la Naturaleza sabe mejor lo que le conviene a la especie y quiere
discordia» (Idee, p. 48).
de un estado negativo y deficiente del qué se debe salir («Modelo»,
p. 108). De ese carácter negativo no cabe la menor duda en el extre­
mo pesimista, patéticamente formulado por Hobbes como guerra de
todos contra todos:

en la naturaleza del hom bre encontramos tres causas principales de


disensión. La primera es la competencia; en segundo lugar, la descon­
fianza; y en tercer lugar, la gloria. La primera hace que los hombres
invadan el terreno de otros para adquirir ganancia; la segunda, para
lograr seguridad; y la tercera, para adquirir reputación. [...] De todo
ello queda de manifiesto que, mientras los hombres viven sin ser con­
trolados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos,
están en esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre contra
cada hombre. [...] En una condición así, no hay lugar para el trabajo
[...]; no hay cultivo de la tierra; no hay navegación [...]; no hay cons­
trucción de viviendas [...]; no hay conocim iento en toda la faz de la-
tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay
sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante
peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solita­
ria, pobre, desagradable, brutal y corta (Leviathan , X III, pp. 107-108).

Y muy cercano a ese mismo punto de vista está Spinoza, para quien
las pasiones hacen que los hombres sean «enemigos por naturaleza»
('T ractatus p oliticu s, II, § 14).
Pero en el otro extremo, el más optimista, en Locke, también el
estado de naturaleza es al fin y al cabo negativo. Es verdad que Locke
comienza contraponiendo estado de naturaleza, como estado pacífi­
co, y estado de guerra26, pero pocas líneas más abajo termina por
admitir que en el estado de naturaleza, «una vez que da comienzo el
estado de guerra, éste no cesa», de modo que el estado de naturaleza
es a fin de cuentas p oten cialm en te un estado de guerra. Por eso puede
concluir afirmando que

evitar ese estado de guerra [...] es una de las grandes razones que mue-

26. Para Locke, en el estado de naturaleza, tomado por sí sólo, no falta la ley
natural, con sus derechos de libertad, propiedad e igualdad, sino únicamente la ley posi­
tiva y el juez para aplicarla, mientras que el estado de guerra se caracteriza por el hecho
de que una persona utilice la fuerza o amenace con utilizarla contra otra persona «sin
que ningún superior sobre la tierra pueda servirle de apoyo», incluso aunque sea
momentáneamente, como cuando, también viviendo en sociedad, nos asalta un la­
drón y utilizamos la legítima defensa frente a tal agresión injusta (Two Treatises, II, iii,
S 19).
Kant, po r su parte, mantiene una posición muy similar sobre el estado de natura­
leza como deficiente no por falta de definición de los derechos de cada cual, sino
también por falta de juez (Metaphysik der Sitten, p. 141).
ven a los hombres a reunirse en sociedad y salir del estado de natura­
leza (Tw o Treatises, II, iii, §§ 1 9 -2 1 ).

Sólo en Rousseau, bajo el modelo del buen salvaje, el estado de


naturaleza es de felicidad, compuesto por hombres benevolentes que
no necesitan a los otros. Pero, en realidad, el primer elemento del es­
quema iusnaturalista se divide en Rousseau en tres, que él supone que
han sucedido históricamente, de modo que en su concepción la tríada
iusnaturalista se convierte en una secuencia de cuatro elementos: 1) es­
tado de naturaleza; 2) institución de la propiedad privada; 3) sociedad
civil; y 4) contrato social y República. En esa secuencia, mientras el
cuarto momento es una propuesta de deber ser ideal y para el futuro,
los tres primeros momentos son una inversión de la tríada iusnaturalis­
ta estándar que vienen a concluir en una situación negativa, equivalente
al estado de naturaleza, que debe ser superada mediante un sistema de
gobierno justo o republicano regido por un nuevo y diferente contrato
social. En efecto, de un lado, Rousseau cambia el significado de la ex­
presión «sociedad civil», que en él aparece en realidad como sociedad
civilizada, pero con un valor moralmente negativo, hasta el punto de
que viene a corresponder al estado de naturaleza negativo de los denías
iusnaturalistas; pues, de otro lado, la civilización es para él un resulta­
do de la pérdida de un primitivo estado salvaje naturalmente benévolo
y hasta feliz, pérdida debida a la institución de la propiedad privada,
establecida precisamente mediante un primer pacto social pero aje
naturaleza injusta. Esos tres prim eros m om entos se reflejaruenJ^Ds
siguientes textos, todos del D iscours sur l ’origine et les fon d em en ts de
l’in égalité p arm i les h o m m e s:

(1) se nos repite sin cesar que nada habría sido tan miserable com o el
hombre en ese estado [primitivo ...]. Ahora bien, me gustaría que me
explicasen cuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo •
corazón está en paz y el cuerpo en salud. [...] Pregunto si alguna vez se
ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera pensado en
quejarse de la vida y en darse muerte. [...] es oportuno suspender el
juicio que podríamos hacer sobre tal situación y desconfiar de nuestros
prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, se haya examinado si
hay más virtudes que vicios entre los hom bres civilizados [...] o si,
todo considerado, no estarían en la más feliz situación de no tener que
tem er mal ni esperar bien de nadie en vez de estar som etidos a una
dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no están
obligados a darles nada (Oeuvres com pletes, pp. 1 5 1 -1 5 3 ).

(2) El primero que, tras haber cercado un terreno, o s ó decir: esto es


m ío, y encontró gente lo bastante sim ple com o para creerle fue el
verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras,
asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano
quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a
sus semejantes: Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos
si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie!
(p. 1 6 4 ) ” .

(3) ... la mayor parte de nuestros males son obra nuestra y los habría-
TmrsTíW £tóo“casfíodos7coHservaIldcFlalñaiTeralle7vivir s lñ ^ e p lm fo f1"
me y so litaria que nos fue prescrita por la N atu raleza. Si ella nos
destinó a ser sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de re ­
flexión es un estado contra la Naturaleza y que el hombre que medita
es un animal depravado. Cuando se piensa en la buena constitución de
los salvajes [...], uno se siente inclinado a creer que se haría fácilmente
la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades
civiles (p. 138).

En el anterior marco es perfectamente coherente que Rousseau pro­


ponga un verdadero y justo contrato social entendido no como un
acto concreto que instaura un gobierno justo, sino como el perma­
nente ejercicio de la voluntad general o racional de los ciudadanos,
capaz de mantener vivo un sistema democrático, que denomina R e­
pública, en el que «dándose cada uno a todos no se da a nadie» (Da
co n tra t s o c ia l, I, vi, p. 361).
Así pues, por resumir el caso en el conjunto del iusnaturalismo
racionalista, no siendo pacífico el estado de naturaleza, sino, cuando
menos, potencialmente conflictivo o, en todo caso, insuficiente, cabe
concluir que lo que hace racionalmente útil (Hobbes y Locke), necesa­
rio o debido (Spinoza y Kant, así como Pufendorf) salir del estado de
naturaleza^s su carácter negativo o insuficiente, bien para eliminar su
conflictividad — la guerra real o posible en Hobbes y Spinoza o la sim­
ple tendencia al conflicto en la práctica en Locke y Kant— , bien para
evitar la falta de cooperación, que es lo que produce la indigencia y la
infelicidad en ql estado de naturaleza de Pufendorf. Tal salida del esta­
do de naturaleza se opera mediante el contrato social, que es el segun­
do elemento individualista del modelo iusnaturalista racionalista.

27. En el artículo «Economie politique», que Rousseau escribió para la E nciclo­


pedia de D id erot y D ’Alem bert, el nacim iento de la sociedad es visto com o una
especie de pacto impuesto por el rico al pobre: «Vous avez besoin de moi, car ye suis
riche et vous étes pauvre; faisons done un accord entre nous: je permettrai que vous
ayez l’honneur de me servir, á condition que vous me donnerez le peu qui vous reste,
pour la peine que je prendrai de vous commander» [Vos me necesitáis, puesto que yo
soy rico y vos sois pobre; hagamos pues un acuerdo entre nosotros: yo os haré el honor
de permitiros que me sirváis, a condición de que me deis lo poco que os queda por el
trabajo que me tomaré en mandaros] (Discours sur 1‘économ ie politique , p. 273).
3 .2 . E l co n trato so cia l

C o m o en el caso de la categ oría del estado de natu raleza, tam b ién


la de co n tra to social tien e muy lejan os y variad os a n teced en tes en la
h isto ria del p ensam iento occid en tal. E n tre los filósofos antiguos la
idea de co n tra to o p acto fue utilizada con distintas form as y p ro p ó ­
sitos p o r sofistas co m o Protágoras o G iau có n , así co m o por S ó cra tes
o el p ro p io P lató n y tam b ién p o r E p icu ro o C ice ró n (para algunas
referen cias, véase su pra, pp. 2 2 , 2 4 - 2 5 y 4 7 , n o ta 1 2 ; así co m o B o b ­
b io , «M o d elo », pp. 1 1 6 -1 1 7 ) . Pero aunque ese tip o de fo rm u la cio n es
giraran alred ed or de la ju stificación de la ju sticia, de la socied ad o del
go b iern o , su carácter incid ental y p o co elab orad o y, sob re to d o , la
falta de re fe re n cia a los derechos naturales existen tes p reviam en te al
p a cto h acen m uy superficial su relació n con el m o d elo d esarrollad o
p o r los iusnaturalistas racionalistas, quienes elevaron la idea de c o n ­
trato al lugar cen tral de su te o ría p o lítica.
Y algo sim ilar debe decirse de los p reced en tes m ás cerca n o s en el
tiem p o , desde el p actism o de la Edad M e d ia hasta los p acto s so c io -
religiosos p racticad os p o r algunas iglesias p ro testan tes d uran te los
siglos XVI y XVII. Por lo que se refiere a la E d ad M e d ia , aunque, co m o
se vio, la idea de p acto tuvo un papel im p ortan te p rim ero en la o rg a ­
n izació n feudal del p o d er y después en los p arlam en tos m ed ievales,
se tratab a allí de acuerdos d en tro de los p o d eres existen tes con el
o b je to de m an ten er y convalid ar costu m b res y privilegios estam en ta­
les o, después, de te n e r alguna aud ien cia ante el p o d er del rey, p e ro
n u n ca de aco rd ar los derechos que ra cio n a lm en te co rresp o n d en a
to d o s los individuos en tre sí y en su rela ció n co n el p o d er p o lítico
(supra, pp. 1 5 2 - 1 5 4 ) . Por su p arte, ya en los p rim eros siglos de la
E dad M o d e rn a , si b ien hay una m ay or p ro xim id ad en tre la a p lica ­
ció n p rá ctica p o r los calvinistas del ejem p lo de las alianzas de la B i­
b lia en tre D io s y el p u eblo h e b reo com o m o d elo p ara la co n stitu ció n
de sus propias com unid ades, ta m p o co están ah í p resen tes ni la idea
del estado de n atu raleza p revio ni la de co n tra ta ció n sob re los d ere­
chos natu rales individuales, a la que esa ten d en cia relig iosa íu e ajen a
(Jellin e k , pp. 9 9 - 1 0 2 ; H a m p sh er-M o n k , p. 6 2 ; y Tu ck, pp. 4 3 - 4 4 ) .
A sí se puede ver claram en te en la m an ifestació n más fam osa de este
tip o de p acto s, el T he M a y flo w er C o m p a ct, firm ado en 1 6 2 0 p o r los
p rim eros em igrantes ingleses a A m érica — los pilgrim fa th er s, o p a ­
dres p ereg rin os— en su viaje a P lym outh, que d ice:

En el nombre de Dios, amén, los abajo firmantes, súbditos leales de


nuestro augusto soberano Jacob o, por la Gracia de Dios Rey de Gran
Bretaña, Francia e Irlanda, defensor de la fe [...], habiendo emprendi-
do, para mayor gloria de Dios, la propagación de la fe cristiana y el
honor de nuestro Rey y de nuestra Patria, un viaje con el fin de asentar
la prim era colonia en las regiones del norte de Virginia [aunque en
realidad llegaron a Plymouth, en Massachusetts], por la presente con­
venimos y disponemos mutua y solemnemente en la presencia de Dios,
que nos unimos en un cuerpo político para la mejor defensa y orden y
para mejor conseguir los fines arriba expuestos; en virtud de ello pro­
mulgaremos Leyes, Ordenanzas, Constituciones y Cargos justos y equi­
tativos, de tiempo en tiempo, según convenga para la buena marcha de
la colonia, a los cuales prometem os todos sumisión y obediencia. Y
para confirmarlo tenemos a bien inscribir nuestros nombres en el Cabo
de Cod, a 11 de noviembre del año de gracia de 1620.

Veamos ahora el desarrollo de la idea de contrato social en los


iusnaturalistas racionalistas comentando tres puntos fundamentales
en los que no dejó de haber importantes discrepancias entre los dis­
tintos defensores del modelo: la consideración del contrato social
como un hecho histórico o más bien como un expediente hipotético
con finalidad justificatoria; su configuración como un contrato único
o doble, es decir, com o desdoblable en realidad en dos contratos;
y, en fin, el contenido mismo del contrato respecto del alcance de los
derechos naturales que se conservan en el paso a la organización po­
lítica o sociedad civil.

a) El carácter histórico o justificatorio del contrato:


consentimiento expreso, tácito y presunto

En cuanto al contrato social mismo, Hobbes, Spinoza o Kant no lo


concibieron como realmente existente, sino sólo como una idea regu­
lativa al servicio de la justificación del Estado28. En cambio, Locke lo

28. Hobbes, tras decir que el único modo para que los individuos garanticen su
seguridad es que confieran sus derechos naturales al Estado com o poder común,
concluye que así se constituye «una verdadera unidad de todos en una y la misma
persona, unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada
hombre, com o si cada uno estuviera diciendo al otro: Autorizo y concedo-el derecho -
de gobernarm e a m í mismo, dando esa autoridad a este hom bre o a esta asam blea de
hombres, con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual
m anera » (Leviathan , X V II, p. 1 4 4 ; la cursiva del «como si» es mía).
La posición de Spinoza es en buena medida similar a la de Hobbes, pues ve al
Estado bien como una suma de los derechos o poderes naturales restados a los indivi­
duos que «se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas» (Tractatus politicus,
II, §§ 13 y 1 6 ; y III, § 2), bien como el resultado de una transferencia de los derechos
naturales que se realiza a quien tiene el poder supremo «por fuerza o espontáneamen­
te», esto es, mediante un pacto incondicionado que todos los individuos han tenido
que hacer «tácita o expresamente» (Tractatus theologico-politicus, X V I, pp. 3 3 7 -3 3 8 ).
E n Kant, en fin, mientras el Derecho natural «sólo se basa en principios a priori »,
creía un hecho histórico ('Two Treatises, II,viii, esp. §§ 100-104) y
Pufendorf supuso que los pactos, siquiera tácitos, habían tenido un
importante papel tanto en la constitución de las primeras organiza­
ciones políticas como en la instauración del derecho a la propiedad
privada29. Para Rousseau, en fin, el contrato social destinado a legiti­
mar su república democrática debería ser un hecho, si bien un hecho
continuado y renovado en el tiempo, pero en el futuro. Hecho histó­
rico o no, sin embargo, para todo el iusnaturalismo racionalista el
contrato es el expediente justificador básico de la asociación política.
Conforme a la idea de contrato, el consentimiento de losTsdóviduos
se destaca como el primer criterio fundamental de legitimación'~del^
poder entre los hombres, por más que no siempre agote todas las'
condiciones de legitimación, pues, en algunos de los iusnaturalistas al
menos, no vale cualquier consentimiento sino el otorgado, efectiva o
hipotéticamente, para garantizar los derechos que se han de proteger
mediante la organización política.
En realidad, la relación entre el criterio del consentimiento y el
carácter histórico del contrato pone en apuros a una posición como
la de Locke, puesto que la fuerza del argumento contractual no puede
proceder del acuerdo de unos hombres en el pasado al que las gene­
raciones sucesivas quedan vinculadas sin su consentimiento. Rous­
seau fue bien consciente de este aspecto y en D u con trat so cia l defen­
dió la expresión renovada de la voluntad general y, por así decirlo, la

el Derecho positivo aparece como consecuencia del «contrato originario» — que hay
que considerar puramente hipotético— por el que el pueblo se convierte en Estado
(Metaphysik der Sitien, pp. 48 y 146).
29. Pufendorf, tras decir que el conjunto de la raza humana no se ha encontrado
al mismo tiempo en estado de naturaleza porque en un principio existió la autoridad
patriarcal, precisa que tal estado «apareció entre algunos hombres» más tarde, tras su
dispersión por la tierra, llegando así a descubrir «el inconveniente de la vida aislada» y,
después, a evitarla formando «ciudades, pequeñas prim ero y después mayores, por la
unión de varias de las más pequeñas voluntariamente o por la fuerza» (De officio
honiinis, II, i, 7 ); igualmente sostiene que, si bien la propiedad de las cosas fue
prim ero com ún, más tarde se dividió «para evitar disputas y establecer un buen
orden»; y fue entonces cuando «se hizo también el acuerdo [conventio] de que lo que
había quedado en común por esa primera división de las cosas pudiera en adelante ser
del primero que lo demandara para él. De esta manera, la propiedad de las cosas
[proprietas rerum] o dominio [dominium] se introdujo por la voluntad de Dios, con
el consentimiento [consensus] entre ios hombres desde el principio y con al menos un
pacto [pactum ] tácito» (ibid., I, xii, 2).
También para Selden el contrato social había que encontrarlo en los precedentes
jurídicos de la comunidad, introduciendo así una cuña historicista en el” m odelo
iusnaturalista que luego aprovecharía Edmund Burke, ya en sentido decididamente no
racionalista (sobre Selden, véase Tuck, pp. 82 ss.).
constante reactualización del contrato mediante la reunión periódi­
ca e irrevocable de asambleas populares. Que la fuerza principal del
mecanismo contractual como fundamento del poder político está en
el consentimiento no tanto como hecho empírico cuanto como supo­
sición o hipótesis es lo que llevó Kant a un enfoque del todo ajeno al
requerimiento de voluntad efectiva alguna, hasta el punto de contentar­
se con que el gobernante actuara co m o si contara con el consenti-
~rnréirnjTarÍorsM^l'pTieb'lo”otorgado en un contrato originario. Y ob~
sérvese que la expresión «consentimiento ra cio n a l» presupone en
realidad la superfluidad del consentimiento, sea expreso o tácito,
porque lo que ahí importa no es el h ech o de que tal consentimiento se
otorgue, sino la hipótesis de que tal consentimiento se d eb e otorgar
por cualquier ser racional, de manera que si hubiera alguien que por
ventura no quisiera realmente otorgarlo, su negativa no sería racional
•y resultaría al fin y al cabo irrelevante.
Las anteriores argumentaciones reclaman la diferencia entre con­
sentimiento efectivo o propiamente dicho y consentimiento hipotéti­
co. El primero, sea expreso o tácito, valdría con independencia de las
razones que lo sustenten y, por tanto — y ésta es, naturalmente, la
crítica que habitualmente se hace a la posición que no pone límites al
valor del consentimiento— , puede darse por capricho e, incluso, con­
tra la moral, según ocurre, por ejemplo, con el pacto de matar a otro.
Por su parte, el consentimiento hipotético o presunto en realidad no
es primaria ni propiamente consentimiento, puesto que sólo se supo­
ne — e, incluso, se impone— cuando existen razones que lo justifican,
por lo que aparece como resultado postulado pero en realidad ficticio
e innecesario. T al es el caso cuando alguien consiente en lugar de otro
porque no se puede saber lo que éste habría aceptado, de modo que
lo que a fin de cuentas se presume e impone es el criterio del tercero,
como ocurre ante una alternativa médicamente difícil en favor de un
pariente inconsciente, por ejemplo.
Para dejar clara la distinción entre esas distintas formas de con­
sentimiento cabe añadir que en el consentimiento expreso se atri­
buye valor de aceptación a una acción — la expresión de un signo, sea
oral, escrito o meramente gestual, como levantar el dedo en una
subasta— y en el tácito tal valor se atribuye a una omisión — el no
decir nada en una reunión en la que uno puede expresar su opinión
libremente, aplicándose, pues, el criterio de que quien calla, otorga— ,
de modo que en ambos casos se identifica el consentimiento con algo
efectivamente ocurrido. En el consentimiento hipotético, en cambio,
no hay acción ni omisión del sujeto a quien se atribuye la aceptación,
que en realidad es indiferente que se haya o no dado de hecho — y en
el límite, si la presunción es absoluta, hasta que se haya denegado— ,
sino que todo lo pone la presunción, suposición o ficción de que tal
aceptación se ha dado o se debería dar si concurren tales o cuales
condiciones, como la aceptación familiar en el ejemplo del enfermo
inconsciente o la existencia de un gobierno no elegido popularmente
pero respetuoso con los demás derechos de los individuos, según
creyó Kant que bastaba para considerarlo justo-10.
Por lo demás, la distinción entre consentimiento efectivo e hipo­
tético propone-una diferencia importante entre dos versiones diferen­
tes de la justificación contractualista que hasta hoy mismo vienen
reproduciendo el viejo tema del voluntarismo frente al intelectualis-
mo, esto es, de la primacía de la autoridad o de la razón en la validez
de las leyes: por una parte, la de quienes consideran que el contrato
vale y es racional por ser querido por sus firmantes — stat pro ration e
volu n tas (vale la voluntad por la razón)— , lo que sólo parece de­
fendible bajo el supuesto de que la racionalidad consiste en el acuer­
do en la prosecución de los propios intereses, tal y como cada cual
los defina; y, por otra parte, la de quienes consideran que el contrato
vale por ser racional sin más, de modo que es por su racionalidad por
lo que es y, sobre todo, debe ser aceptado por los obligados por él,
con independencia de que de hecho consientan o no.

b) ¿Uno o dos contratos? Los orígenes de la distinción


entre Estado y sociedad civil

Por la forma o modo de realización del contrato social, aun en sus


formas hipotéticas, los/iusnaturalistas racionalistas siguieron una u
otra de dos diferentes/Versiones, una por la que el contrato social se
desdobla en dos y otra de contrato único.
Para la versión del contrato doble31, que es la de Pufendorf, Lo-

3 0 . Por ejemplificar la anterior distinción de otra manera, una ley de protección


de datos puede establecer tres regímenes distintos: a) para ceder datos íntimos puede
exigir la firma del interesado, esto es, el consentimiento expreso ; b) para el uso de los
demás datos, puede establecer que se entenderá tácitam ente otorgado el consenti­
miento sí el interesado, una vez advertido de ello, no se ha opuesto form almente; y c)
para usar datos personales relacionados con la ejecución de un contrato o con la
prestación de un servicio solicitado por el interesado la ley puede presumir otorgado
el consentimiento aunque en ningún momento se haya hecho referencia a dicho uso.
3 1 . Se ha dicho que Francisco Suárez fue quien primero propuso esta distinción,
anticipando así el contractualismo, pero en realidad, moviéndose entre la tesis aristo­
télica de la sociabilidad natural del hombre y la>tomista de la titularidad originaria del
poder en la comunidad, el jesuíta español afirma sólo que «la multitud humana»
puede considerarse que «se reúne en un cuerpo político con un vínculo de sociedad»,
cke y Kant32, se produce primero un p actu m societatis, que tiene la
función de crear la propia comunidad social en cuanto agrupación de
individuos todavía sin organización política alguna. Es mediante ese
primer pacto por el que una multitud se convierte en un pueblo, en
una relación de carácter horizontal en la que los individuos antes
aislados aparecen como asociados. Y en Locke al menos, tal asocia­
ción se produce sólo tras el consentimiento de todos y cada uno, esto
es, por unanimidad. Después, en un segundo momento, se celebra, o
se supone que se celebra, un pactu m subiectionis, por el que la comu­
nidad social ya constituida establece el poder político, al que se some­
te. Y es sólo entonces cuando el pueblo se convierte en una ciudad o
Estado y los hombres en ciudadanos agrupados bajo ese poder, en
una relación de carácter vertical que en Locke aparece ya como de­
mocrática, pues «la m a y o ría adquiere el derecho de actuar y decidir
por los demás» ('Two Treatises, II, viii, § 9 5 ; véase también §§ 9 6 :S>7).
Bajo esta distinción de los dos pactos subyace en germen la distinción
liberal ulterior entre agrúpación social y organización política, que
abrirá paso no sólo a la importante y compleja distinción entre Es­
tado y sociedad civil — «compleja» porque’tendrá también significa­
dos diferentes, no particularmente liberales, en especial de Hegel a
M arx y Gramsci— , sino también a la idea contemporánea de nación
como sinónimo de pueblo con caracteres diferenciados y conceptual­
mente distinta de la idea de Estado.
Para la versión simple, mantenida por Hobbes, Spinoza y Rous­
seau, existe un solo contrato, el p actu m unionis, que es a la vez un
acto de asociación, de carácter horizontal, y de sometimiento al po­
der político, de carácter vertical. Según esta fórmula, el pueblo se
constituye como tal pueblo y en el mismo acto, sin necesidad de
hacer otro pacto, se organiza políticamente, bien sometiéndose a un
tercero, sea éste un rey o un parlamento, bien — en el caso más bien

precisando enseguida que pretender una cosa sin la otra, esto es, asociarse sin formar
un cuerpo p olítico y dotarse de una autoridad, sería contradictorio-e-. inútil ..(De
legibus, III, ii.4 , así como i.3 -4 y ii.3; la tesis que comento, en Pérez Luño, p. 106).
32. K ant habla de un solo «contrato originario», que es el que constituye el
Estado, pero también presupone un estado de naturaleza carente de juez para dirimir
las disputas y del que se debe salir para entrar en el estado civil; en ese m arco, en su
argumentación cabe distinguir implícitamente los dos pactos por su diferenciación
entre el estado civil o status civilis, como «estado de los individuos en un pueblo en
mutua relación», y el Estado o civitas o res publica, como pueblo organizado jurídica
y políticam ente: mientras que el primero lo componen todos los individuos, en el
segundo participan sólo los ciudadanos (M etaphysik der Sitten, pp. 1 3 9 -1 4 5 , donde
también form ula la distinción entre ciudadanos e individuos o «componentes del Esta­
do» mediante la distinción entre ciudadanos activos y pasivos).
excepcional de Rousseau— para someterse democráticamente a sí
mismo como comunidad política. Esta versión del pacto único es más
coherente con posiciones no estrictamente liberales, sean autoritarias
(como en Hobbes, para quien el contrato es entre los individuos en
fav or de un tercero, el soberano) o democráticas (como en Rousseau
o, en parte, en Spinoza). Pero sobre todas estas distinciones se habla
un poco más ordenadamente a continuación.

c) El contenido del contrato: liberalismo, autoritarismo y democracia

En cuanto al contenido del contrato, se trata esencialmente de trans­


ferir al Estado una parte mayor o menor de los derechos que los
individuos tienen en el estado de naturaleza. Con algunas importan­
tes variaciones según los autores, tal transferencia se produce por
la correspondiente renuncia de los individuos a varios o a todos los
derechos naturales, que, siempre con variaciones según los autores,
el Estado puede restablecer y los ciudadanos recuperar en mayor o
menor medida en forma de derechos positivos o civiles. En conexión
con esas variaciones, es precisamente en la naturaleza y extensión del
contenido del contrato social donde más claramente se manifiestan
algunas importantes diferencias en el tema de las formas de gobierno
entre los distintos iusnaturalistas, pudiéndose hablar de tres distintos
modelos: el liberal, el autoritario y el democrático.
En el modelo liberal puro, o lockeano, los individuos conservan
todos los derechos a la libertad y la propiedad — así como a la vida
y a la igualdad— , con la excepción de los estrictamente necesarios
para mantener el orden en la sociedad y, en especial, la renuncia al
derecho de hacer justicia por propia mano. No es casual, por ello,
que Locke sea la principal fuente de inspiración de un filósofo polí­
tico contemporáneo como Robert Nozick en su intento de justificar
un Estado mínimo o ultraliberal, en el que todo impuesto destinado a
la redistribución económica aparece como una explotación obtenida
por la fuerza que instrumentaliza a las personas limitando injusta­
mente su libertad (Nozick, cap. VII). En Locke esta propuesta liberal
es compatible con la defensa de un modelo de gobierno democrático,
basado en las decisiones de la mayoría, pero bajo el presupuesto de
que la mayoría no ha de violar los derechos individuales. Si hubiera
que sintetizar el núcleo de esta propuesta en un breve texto de Locke,
el siguiente podría ser un buen candidato:
Pero aunque los hombres, ai entrar en sociedad, renuncian a ía igual­
dad, a la libertad y al poder ejecutivo que tenían en el estado de­
naturaleza, poniendo todo esto en manos de la sociedad misma para
que el poder legislativo disponga de ello según lo requiera el bien de la
sociedad, esa renuncia es hecha por cada uno con la exclusiva inten-
'ció n de preservarse a sí mismo y de preservar su libertad y su propie­
dad de una manera m ejor (Two Treatises, II, ix, § 1 3 1)33.

En el modelo autoritario, eminentemente representado por H ob­


bes, los individuos ceden a un tercero prácticamente todos los dere­
chos a su libertad o poder natural — salvo el de la vida y seguridad,
que sus titulares se reservan frente al poder para algunos casos extre­
mos34— en aras de preservar su vida y seguridad, que es, precisamen­
te, la finalidad de la cesión:

Cada uno de los ciudadanos que pacta entre sí dice: «Por consiguiente,
transfiero mi derecho a aquella persona para que tú transfieras el tuyo a la
misma» (De cive, VI, 20).

El único modo de erigir un poder común que pueda defenderlos [a los


hombres] de la invasión de extraños y de las injurias entre ellos mis­
mos, dándoles seguridad que les permita alimentarse con el fruto de su
trabajo y con los productos de la tierra y llevar así una vida satisfacto­
ria, es el de conferir todo su poder y toda su fuerza individuales a un
solo hombre o a una asamblea de hombres que, mediante una plurali­
dad de votos, puedan reducir las voluntades de los súbditos a una sola
voluntad. [...] D e este m odo se genera ese g ra n L eviatán , o, m ejor,
para hablar con mayor reverencia, ese dios m ortal a quien debemos,
bajo el D ios inm ortal, nuestra paz y seguridad (L eviathan , X V II, pp.
144-145).

3 3 . Sobre la ambigua posición de Locke a propósito del consentim iento necesa­


rio para que el poder disponga legítimamente de la propiedad individual, que no está
claro si corresponde a la mayoría de la sociedad o a cada persona afectada, que tendría un
derecho o poder de veto frente a la comunidad, véase Two Treatises, II, xi, §§ 1 3 8 -1 4 0 .
3 4 . H obbes justifica prácticamente cualquier form a de Derecho positivo, en la
medida en que «nada de lo que el representante soberano pueda hacer a un súbdito,
por las razones que sean, puede ser llamado injusticia o injuria, pues cada súbdito es
autor de todo aquello que el soberano hace» (Leviathan , X X I, p. 176). N o obstante,
aun sin com portar derecho alguno de resistencia para los súbditos, por un lado, añade
inmediatamente la cualificación de que el soberano «es súbdito de Dios, lo cual le
obliga a observar las leyes de la naturaleza», que mandan buscar y defender la paz,
cum plirlos pactos, ser agradecido, deferente, magnánimo, etc. {ibid., X IV -X V ); y, por
otro lado, deja la defensa de la propia vida de cada súbdito com o relativo límite al
poder del soberano, quien, según H obbes, no puede obligar a ningún hom bre a
matarse a sí mismo o a no resistirse a que le maten o asalten, ni, salvo que sea necesario
para salvar al Estado, a matar a otro en la guerra (ibid., X IV , pp. 1 1 2 -1 1 3 ; X V , p.
1 2 9 ; y X X I, pp. 1 7 9 - 1 8 0 ); pero, com o he subrayado, estos últim os lím ites son
relativos en H obbes, porque también afirma expresamente en esos mismos pasajes
que si el soberano no puede obligar a nadie a matarse, sí le puede matar por sus delitos,
así como castigarle con la muerte por negarse a matar en la guerra.
El contraste entre el modelo liberal y el autoritario tiene una raíz
en la discusión de los juristas medievales a propósito de si, mediante
la lex regia, el pueblo romano sólo había concedido delegadamente
su imperio y potestad al príncipe o si se los había transferido defini­
tivamente sin posibilidad de recuperación (véasesu p ra , p. 105). Pero
aquí merece ser resaltada otra raíz diferente, también con anteceden-
res medievales, en dos interpretaciones opuestas de la idea de liber­
tad como capacidad de renunciar a los propios derechos. Los autores
que, como. Grocio o.Hobbes, admitieron que la superación del esta­
do de naturaleza podía hacerse mediante'la renuncia a todos o a la
mayoría de los derechos naturales admitían con ello la posibilidad de
una severa limitación de la libertad, que podía llegar a ser total, una
vez instaurada la sociedad civil. En cambio, quienes como Locke
consideraron que no existe la libertad para renunciar a derechos como
la vida o la propia libertad, negaron la posibilidad de la esclavitud
voluntaria y ataron al poder político establecido mediante el contrato
social a la garantía de los derechos naturales. Formulado en una sin­
tética y aparente paradoja — que, dicho sea de paso, reproduce en
otro plano la cuestión de las limitaciones a la soberanía del legisla­
dor— , quienes defendían la libertad natural más ilimitada estaban
permitiendo un gobierno capaz de limitar en extremo la libertad,
mientras que quienes caracterizaban la libertad natural como ina­
lienable estaban protegiendo una esfera intangible de libertad civiP^.
En fin, frente a los dos anteriores, en el modelo democrático
puro, o rousseauniano — en parte avanzado ya por Spinoza— , la
libertad del estado de naturaleza se mantiene sustancialmente inalte­
rada en su alcance en la sociedad civil. En este modelo, en efecto, los
individuos ceden todos sus derechos naturales a la sociedad para, en
y por ese mismo acto, recuperarlos y disfrutarlos en cuanto miem­
bros de la sociedad política como derechos civiles, empleada ahora
esta palabra sobre todo en el sentido de derechos p o lítico s:

«¿Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda

35. Por lo demás, junto a la diferente fundamentación del poder político, el


debate sobre si era o no posible o aceptable la esclavitud voluntaria — esto es, según lo
defendió expresamente Grocio, la renuncia de alguien a su propia libertad para con­
vertirse libremente en esclavo— , en aquella época tenía su literal traducción en prác­
ticas como el tráfico de esclavos negros, siempre bajo la extraordinaria suposición de
que habían sido comprados en las costas de África por los europeos — portugueses y
holandeses sobre todo— tras haber renunciado librem ente a su libertad ante sus
primeros captores, también africanos (sobre esta discusión y sus antecedentes en la
escolástica española, véase Tuck, pp. 49, 5 2 -5 7 ; para las diferencias entre G rocio y el
más moderado Hobbes de el Leviatáfi, véase pp. 78 y 127 -1 2 9 ).
la fuerza com ún a la persona y los bienes de cada asociado y por la
cual cada uno, al unirse a los demás, no se obedezca sin embargo más
que a sí mismo y permanezca tan libre como antes?». Tal es el proble­
ma fundamental al que el contrato social da la solución. [Y tal contrato
consiste en] la alienación total de cada asociado con todos sus dere­
chos a toda la comunidad [... de modo que] dándose cada uno a todos
no se da a nadie (Du contrat social, I, vi, pp. 3 6 0 -3 6 1 ).

Obsérvese bien que en este diseño de Rousseau, como vio bien Cassi-
rer, «no es el individuo, sino la totalidad, la v o lo n té général, la que tie­
ne determinados derechos fundamentales, que no pueden cancelarse ni
ser transmitidos a otros» (pp. 293-294).
Puede parecer que entre las tres posiciones anteriores hay más ele­
mentos en común de los que se han destacado, especialmente porque
los autores más representativos de cada una de ellas, como por lo de­
más muestran los textos citados, aceptan la compatibilidad de su pro­
puesta doctrinal con una u otra forma de democracia, sea directa sea a
través de una asamblea legislativa. Sin embargo, para reforzar la ante­
rior descripción destacando todavía más los rasgos más puros o extre­
mos de cada doctrina, conviene añadir que la primera, la liberal, se
diferencia claramente de las otras dos porque no aceptaría que el po­
der legislativo, lo ejerza quien lo ejerza — un monarca, un consejo, una
asamblea legislativa o directamente el conjunto del pueblo— , pudiera
limitar legítimamente los derechos a la vida, la libertad y la propiedad
de los ciudadanos. Por su parte, aunque tanto la posición autoritaria
como la democrática son ajenas a la necesidad de admitir tales límites,
se diferencian claramente entré ellas porque mientras en la primera la
transferencia de los derechos individuales al soberano es completa y
definitiva, sin posibilidad de recuperación, en la segunda, en cambio,
se supone que los individuos mantienen sus derechos sin más renun­
cias que las que, siempre sometibles a revisión, puedan ser aprobadas
colectivamente mediante el ejercicio de la voluntad general.

3 .3 . L a so cied a d civil o E sta d o : los lím ites d el p o d er


y e l d erech o de resistencia

Entre los temas que plantea la concepción de la sociedad civil — esto


es, de la organización política— en el modelo del iusnaturalismo ra­
cionalista me voy a centrar en el de los límites del poder político y del
derecho de resistencia de los súbditos, sobre el que ya se ha avanzado
algo al hablar del carácter deontológico del iusnaturalismo moderno.
En teoría, la lógica implícita en el modelo iusnaturalista conduce
a la tesis de que el poder político se justifica en tanto que garantiza
los derechos naturales, de manera que su falta de protección y, con
mayor razón todavía, su violación directa p o r parte del Estado ha­
bría de constituir un quebrantamiento del contrato social que dejaría
a los súbditos en libertad de desobedecer y oponerse al poder. Sin
embargo, entre los iusnaturalistas más influyentes sólo Locke acepta
la «apelación al cielo», es decir, la tradicional solución del derecho
de rebelión ante el poder injusto, cuando el incumplimiento del pac­
to por parte/del detentador del poder político le sitúa en estado de
guerra con/sus súbditos, volviéndose así al estado de naturaleza. Los
demás iusnaturalistas racionalistas más relevantes, junto a muchos de
menor renombre, no sólo convivieron bastante apaciblemente con el
absolutismo político de su tiempo, sino que tendieron a negar con
mayor o menor intensidad el derecho de resistencia. Entre sus más
radicales negadores se encuentra sin duda Hobbes, quien usa la es­
tructura iusnaturalista para justificar una concepción prácticamente
positivista en la que el Derecho positivo es no sólo el único existente
sino también el único legítimo, pues el soberano es el único legiti­
mado para decidir sobre lo que es justo o injusto. Pufendorf, por su
parte, llega a afirmar que

aun cuando la autoridad suprema les amenace con la más atroz de


las injurias, los individuos habrán de protegerse huyendo o soportan­
do cualquier injuria o daño antes de desenvainar sus espadas contra
quien sigue siendo el padre de su país, por severo que sea (De officio'
hominis, II, be, 4).

Y, en fin, también el mismo Rousseau se encuentra entre los negado-


res radicales del derecho de resistencia; llegando a propiciar que en
la sociedad sometida a su contrato social ideal

cualquiera que rehúse obedecer la voluntad general será obligado por


todo el cuerpo social: lo que no significa otra cosa sino que se le for­
zará a ser libre (Du contrat social, I, vii, p. 364).

Tampoco iusnaturalistas- menos autoritarios, como Spinoza o


Kant, pasaron de la moderada posición del «obedece puntualmente y
critica libremente», pero sin que la negación de la libertad de crítica
por parte del poder diera derecho a desobedecer en absoluto. Así,
en su Tractatus theologico-politicu s Spinoza se emplea en justificar la
libertad d e pensamiento pero excluyendo expresamente el paso a la
acción como inaceptable rebeldía:

Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba que una ley contradi­
ce a la sana razón, y estima, por tanto, que hay que abrogarla. Si, al
mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema potestad (la
única a la que incum be dictar y abrogar las leyes) y no hace, entre
.tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito
ante el Estado, com o el m ejor de los ciudadanos. M as, si, por el con­
trario, obra así para acusar de iniquidad al magistrado y volverle odio­
so a la gente; o si, con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en
contra de la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y un
rebelde (T ractatus tb eo lo g ico -p oliticu s, X X , pp. 4 1 1 -4 1 2 ).

estamos obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la


potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que queramos
ser enem igos del Estado y obrar con tra la razón, que nos aconseja
defenderlo con todas las fuerzas (XVI, pp. 3 3 8 -3 3 9 ; no obstante, con
más m atices, véase tam bién T ractatu s p oliticu s, III, § 8 ; y FV, § 6).

Y un siglo después, en una línea muy semejante, en su escrito Q u é es


la ilustración Kant acepta el dicho de Federico II de Prusia: «Razonad
cuanto queráis y sobre lo que queráis, p ero obedeced», en el que no
resulta en absoluto casual dónde está el «pero», como lo muestran
estas dos conservadoras consideraciones que aparecen en otros textos
kantianos:

Es dulce cosa imaginarse constituciones políticas que correspondan a las


exigencias de la razón (especialmente en lo que se refiere a la justicia);
pero exorbitante proponerlas en serio, y punible incitar a un pueblo a
que derogue la existente (Si e l g én e ro h u m a n o se h a lla en p rog reso
con stan te h a cia m ejo r , e.n F ilo so fía d e la historia, p. 1 2 2 , nota 5).

el pueblo debe soportar un abuso del poder supremo, incluso un abuso


considerado como intolerable (M etaphysik derSitten, p. 152).

En general, difícilmente puede considerarse que — aun con ex­


cepciones com o los N iv elad ores36— los iusnaturalistas racionalistas,

36. Los Levellers fueron un grupo de defensores de una república liberal-dem o­


crática que, en el marco de una concepción racionalista y contractualista, surgieron
durante la guerra civil inglesa, eri la década de 1640 (frente a lo que su nombre pudiera
sugerir, fueron valedores de la propiedad privada y se opusieron expresamente a la
nivelación económ ica, insistiendo en cambio en la igualdad política). Conocemos sus
ideas por diversos manifiestos y documentos, com o el Agreement o f the People, de
1 6 4 9 , que es prácticam ente una Constitución, y ejemplar, así como por las transcrip­
ciones de los llam ados D ebates de Putney , que tuvieron lugar en 1 6 4 7 entre oficiales
del ejército de Cromwell en ese lugar, entonces a las afueras de Londres. Sus posicio­
nes entonces radicales, en cuya defensa destacaron Jo h n Lilburne, Richard Overton,
Jo h n W ildm an y Thom as Rainsborough, fueron desechadas por la fuerza en aras de
la más m oderada visión de Oliver Cromwell y Henry Ireton (véase Tuck, cap. 7 ; los
D ebates están recopilados en W oodhouse, pero he manejado la edición italiana de
Revelli, que incluye también el Agreement-, puede verse también la reciente recopila­
ción de estudios de M endle).
a diferencia de muchos de los ilustrados, fueran radicales y, menos
aún, revolucionarios, ni siquiera en el caso de Rousseau, por más
que su pensamiento fuera utilizado por los revolucionarios franceses,
de modo similar a como Locke no deja de ser un moderado por más
que alimentara doctrinalmente a los padres de la independencia ame­
ricana y, de forma más deliberada y directa, justificara la Gloriosa
Revolución inglesa de 1688 — no casualmente también llamada i-J/oo-
dless R evolu tion , o revolución sin sangre— con sus D o s tratad os s o ­
bre e l g obiern o (1690). Con todo, la actitud práctica del conjunto de
la corriente iusnaturalista, más bien moderada hacia el despotismo
más o menos ilustrado realmente existente, no niega en absoluto la
capacidad crítica que el modelo construido por ella proporcionó
como fermento de las revoluciones liberales de finales del siglo xviil
y en el sistema político democrático-liberal que, lenta y a veces tor­
tuosamente, se fue asentando a partir de entonces. Como vieron
Horkheimer y Adorno, comparando a los artistas de aquella época y
de la nuestra:

En otro tiempo éstos firmaban sus cartas, como Kant y Hume, designán­
dose «siervos humildísimos», mientras minaban las bases del trono y del
altar. Hoy se tutean con los jefes de Estado y están sometidos, en cual­
quiera de sus impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados (p. 177).

4 . CONTRACTUALISMO E INDIVIDUALISMO

Para sintetizar en dos ideas clave los principios básicos y típicos del
iusnaturalismo moderno debemos hablar de dos rasgos o caracteres
comunes a todos los iusnaturalistas racionalistas — siempre con la
excepción parcial de Rousseau— , ambos estrechamente relacionados
entre sí: el contractualismo y el individualismo. Tras comentar cada
uno de ellos, concluiré con un breve balance general del modelo ius­
naturalista racionalista.

4 .1 . Tres p arad ojas d el con tractu alism o

El contractualismo se caracteriza por la utilización de la noción de


contrato o pacto, que, como antes se vio, otorga una particular re ­
levancia al consentimiento como expediente fundamental para la
justificación del poder político. Ahora bien, se han señalado tres
paradojas de distinto relieve y alcance en esta utilización del contra­
to para justificar el poder político: la primera en relación con el
viejo contraste a propósito de la prioridad de la voluntad o la ra-
zón, la segunda por la subordinación de la esfera pública a un de­
signio individualista y la tercera por la imposibilidad de construir
una organización colectiva racional a partir de la búsqueda de inte­
reses individuales.

a) El voluntarismo: racionalismo e intelectualismo

La primera paradoja plantea el problema de cómo el contrato, una


categoría caracterizada por la primacía de la voluntad, ha sido pri­
vilegiado por una corriente de pensamiento racionalista. Sin embar­
go, de antemano, como ya dije, la apelación al consentimiento por
una parte de los iusnaturalistas modernos no fue particularmente
voluntarista en la medida en que su visión del contrato social como
mecanismo justificador del poder político no dio especial primacía y
autonomía a la voluntad con independencia de la razón. Todos ellos,
y más coherentemente quienes insistieron en la defensa de un consen­
timiento hipotético, estaban pensando en realidad en la voluntad
ra cio n a l y, por tanto, reservando a la razón un decisivo papel como
fundamento ideal de la organización política. Asimismo, en lo que se
refiere a la libertad como autonomía individual — el valor moral que
el contractualismo racionalista tiende a privilegiar y que en Kant es
central— , también se pensaba en una voluntad racional y no arbitra­
ria o caprichosa (véase supra, pp. 2 0 8 -2 0 9 ).
Junto a lo anterior, hay otro sentido en el que la Contraposición
entre voluntarismo y racionalismo resulta engañosa, pues es perfecta­
mente posible defender a la vez el racionalismo y la posición volunta­
rista más radical, hasta dar valor moral obligatorio a ciertos pactos,
promesas o normas, como hizo Thomas Hobbes. Para ver este otro
aspecto hay que diferenciar entre racionalismo e intelectualismo y se­
ñalar que el voluntarismo se opone al segundo y no, al menos no nece­
sariamente, al primero. El racionalismo, en efecto, puede verse como
un m éto d o de pensamiento y de justificación del conocimiento que, en
oposición al arracionalismo y al irracionalismo y de forma exclusiva o
muy predominante, considera a la razón, especialmente deductiva y
matemática, como instrumento de todo conocimiento, con exclusión
de la fe, las tradiciones, las emociones, la voluntad desnuda, etc. Bajo
esta consideración, hay un continuo de carácter gradual desde el racio­
nalismo hasta su extremó opuesto, de modo que se puede ser más o
menos racionalista y más o menos irracionalista: así, mientras el rigor
conceptual de Descartes o Hobbes, que a partir de principios iniciales
tomados por evidentes desarrollan un complejo sistema filosófico, re­
fleja bien el máximo racionalismo, en cambio puede situarse en una
posición menos racionalista a un Aquino, con sus permanentes ape­
laciones a la fe y a la autoridad de sus predecesores. Por su parte,
y en contraste con lo anterior, el intelectualismo y el voluntarismo
pueden verse como concepciones sobre el fundamento de obligar del
Derecho, en la época moderna especialmente del positivo, dado el
carácter racional entonces atribuido al natural (sobre los orígenes
medievales de esta distinción, véase supra, pp. 135 ss.). Con ese con­
tenido como referente, y presentándose frente al voluntarismo como
distinción categórica — esto es, de todo o nada—■, el intelectualismo
sostiene que las normas jurídicas son válidas sólo si son conformes
con criterios de justicia, o de razón, sin que baste que hayan sido
ordenadas por la autoridad o pactadas por los interesados, de forma
que una norma injusta o una promesa inmoral carecen de validez. Y
tanto la doctrina intelectualista como la voluntarista son indepen­
dientes del mayor o menor racionalismo en el método de justifica­
ción y presentación de la filosofía en que se inserten, como lo pone
de manifiesto el que autores poco racionalistas c o m o Agustín de Hi-
pona o Tomás de Aquino adoptaran posiciones distintas en cuanto al
carácter intelectualista o voluntarista de las leyes.
Si se tiene en cuenta la distinción anterior, cabe perfectamente un
racionalismo voluntarista o no intelectualista, como lo es el de Hob­
bes, que justifica con criterios racionales la primacía de la voluntad
del soberano, una concepción que contrasta no sólo con la de Tomás
de Aquino sobre la ley como «ordenación de la razón», sino también
con la visión de Rousseau de las leyes como resultado de una voluntad
general que es esencialmente justa. En realidad, salvadas excepciones
como la anterior, el iusnaturalismo racionalista en su conjunto, con
Hobbes como abanderado más extremo, fue eminentemente volun­
tarista en su concepción sobre el Derecho positivo, admitiendo como
algo plenamente normal que las leyes positivas puedan ser inmorales.
De otro modo, de haber pensado que las normas jurídicas han de ser
racionales o justas para ser válidas, la concepción de los iusnaturalis­
tas modernos sobre el derecho de resistencia ante las normas injustas
habría sido muy diferente. El núcleo de su propuesta estuvo en poner
el método racionalista al servicio de la justificación de un poder polí­
tico que, sobre todo idealmente, debía tener en cuenta, aunque fuera
de manera hipotética, el consentimiento y, por tanto, la libertad de
los gobernados.

b) Contrato, Derecho público e individualismo

La segunda paradoja pretende poner de relieve la centralidad que en


el iusnaturalismo adquiere una categoría de Derecho privado, como
el contrato, para justificar el poder político y, en suma, el conjunto
del Derecho público. Pero se trata de un malentendido que se puede
deshacer con cierta rapidez. La crítica a esta paradoja procede en
primer lugar de Hegel, a quien, infundido por la autoridad y majes­
tad del Estado frente a la insignificancia de los hombres corrientes,
aquella utilización de lo privado para justificar lo público le parecía
-unarrm-ve-Kiéa^ne&iieehiMíTrSiHTefflbai^Qptampeeei-a^eaat-r-adieeióa
ni paradoja alguna en la utilización de una categoría jurídico-privada
para considerar bajo su luz toda la organización pública si se conside­
ra que precisamente el designio latente, y para muchos el mérito, del
iusnaturalismo racionalista es precisamente ése: fundar una visión
individualista del poder político en la que éste se halla al servicio
de todos los individuos, donde, por tanto, el Derecho en general, y
también el Derecho público, está destinado sobre todo, por así decir­
lo, a proteger el Derecho privado. No obstante, cabe precisar que, al
lado de aquel más o menos claro designio latente, sólo los iusnatura­
listas liberales concibieron expresamente el Derecho público ■ — esto
es, la organización política, el Derecho penal y el aparato judicial y
administrativo— como medio de defensa de la propiedad y la liber­
tad de los ciudadanos.

c) El dilema del prisionero, la pregunta del idiota


y el problema del listillo

La tercera paradoja, que ya no es tan fácil de disolver como las ante­


riores, afecta menos al conjunto que a una parte de la fundamentación
iusnaturalista — sobre todo a la teoría hobbesiana o, si se quiere, a una
interpretación de tal teoría— , en la medida en que ésta basa en la con­
vergencia de los distintos intereses individuales el establecimiento de
un sistema de protección común capaz de definir, mediante las leyes
positivas, lo justo y lo injusto. El problema es que una situación como
la del estado de naturaleza hobbesiano no ofrece realmente incentivos
a cada individuo para salir de él, de manera que la fundamentación
contractualista que se propone del Estado, basada en el mero interés
individual, resulta paradójica y a fin de cuentas inviable. Y, alternati­
vamente, aunque se suponga la existencia previa de tal sistema de pro­
tección, el problema resurge en la imposibilidad de mantenerlo por esa
razón, pues la mera adhesión autointeresada a un poder común como
única motivación de to d o s y ca d a uno de los individuos es insuficiente
para preservarlo y conduce al estado de naturaleza.
Para ver todo esto más claramente, conviene comentar el llama­
do «dilema del prisionero» — el ejemplo más famoso de la teoría de
juegos, o de racionalidad estratégica (Davis, pp. 122 ss.)— , que tiene
el interés añadido de aplicarse a muchas situaciones cotidianas simi­
lares al estado de naturaleza y que, sobre todo, permite explicar por
qué instituciones como el Estado, el Derecho, el mercado o, incluso,
la moral, no pueden aparecer y subsistir espontáneamente, como me­
ros productos de la convergencia de intereses individuales. El dilema

Prisionero A

C o o p erar N o co o p erar
(callar) (confesar)

Cooperar 2 .°
(callar) 2 .° 4 .0 ^ ^
Prisionero B
4 .° " " ^ 3°
N o coop erar 1 .° " - ^ 3 .° " -
(confesar)

1 .° = 0 años; 2 .° = 1 año
3 .° = 5 años; 4 .° = 2 0 años

Ahora contemos la historia del dilema, que, como se verá, más bien
deberíá llamarse «de los prisioneros»: dos sospechosos de un delito
— de robo a mano armada, supongamos— son detenidos por la poli­
cía y encerrados sin comunicación entre ellos; se les pone ante las
tres siguientes posibilidades: a) si uno confiesa a cambio de su liber­
tad (resultado 1.° o mejor) mientras .el otro calla, el que calle será
condenado a 2 0 años (resultado 4 ° o peor); b) si ninguno de los dos
confiesa, uno y otro serán condenados a 1 año por tenencia ilícita de
armas (resu ltado 2.°); y c) si ambos confiesan, cada uno será con ­
denado a 5 años por robo a mano armada pero con la atenuante de
colaborar con la justicia (resultado 3.°). El dilema presupone que no
existe ninguna razón o regla externa al juego que les incite a coope­
rar entre sí — esto es, a callar— , como puede ser el código del ham ­
pa (en realidad, si se introdujera un factor .como ése el juego pasaría
a ser otro, con reglas y pagos que definirían una situación diferente),
por lo que cada uno debe optar por cooperar o no cooperar con el
otro teniendo en cuenta só lo los resultados citados y la previsión de
la decisión del otro, naturalmente buscando el propio interés. En tal
sentido, el dilema propone un tipo de racionalidad que se denomina
prudencial, o autointeresada, en contraste con la racionalidad moral,
basada en un criterio imparcial con miras al interés común o general.
¿Cuál es la estrategia más racional, en dichos términos pruden­
ciales, para cualquiera de los prisioneros? Si para cada uno de ellos
la alternativa es o bien callar —y si el otro calla tiene un año de
cárcel pero si el otro confiesa recibe veinte años— , o bien confesar
— y si el otro también confiera obtiene cinco años pero si el otro
calla sale libre— , parece claro que la opción más racional desde el
punto de vista de cada uno es confesar, esto es, la solución de no
cooperar entre sí. La razón es que el resultado peor de no cooperar
es preferible al resultado peor de la estrategia cooperativa (5 años vs.
2 0 años), mientras que el resultado m ejor de no cooperar es preferi­
ble al m ejor resultado de cooperar (libertad vs. 1 año), es decir, que
no cooperar permite seguir tanto la estrategia de mínimo riesgo,
que es evitar el peor resultado posible (que uno coopere si el otro no
coopera, corriendo con todo el coste), cuanto la estrategia de máxi­
mo beneficio, que es conseguir el m ejor resultado (la libertad si el
otro coopera). Por eso el punto de equilibrio previsible — esto es, lo
que es más probable que ocurra tras la decisión racional de cada
uno— está en la esquina inferior derecha del cuadro. En cambio, el
punto de equilibrio deseable, el más racional para ambos conjunta­
mente, sería la esquina superior izquierda.
El dilema, naturalmente, reside en que si, como es previsible, los
dos agentes actúan racionalmente desde su punto de vista individual,
es decir, no cooperativamente, el resultado que se obtiene es peor
(5 años de cárcel), el tercero peor para uno y otro, que si a m b o s
actuaran irracionalmente desde dicho punto de vista (1 año), que es
el segundo mejor para uno y otro. Pero, insisto, el dilema está en que
intentar alcanzar este resultado sería irracional para cada uno, que
asumiría el riesgo de obtener el peor de todos, los 2 0 años, sin tener
la posibilidad de aprovecharse de la posible irracionalidad del otro y
obtener así el m ejor resultado, la libertad. De tal modo, lo que ilus­
tra este dilema es que la solución óptima o racional ara ca d a jn d iv i-,
dú o p o r s í s o lo es la de no cooperar, cuando la solución cooperativa
sería la colectiv am en te óp tim a o racion al, y «colectivamente óptima»
en el sentido de m ejor para todos y cada uno de los individuos con­
juntamente considerados y no para la colectividad como algo diferen­
ciado de los individuos, si tal cosa existiera.
El dilema del prisionero tiene aplicación en la práctica — y de
ahí su interés — en las situaciones, realmente muy comunes, defini­
das por la circunstancia de que la actuación racional de distintos
individuos desde su propio punto de vista conduce a soluciones que
son irracionales desde el punto de vista del propio conjunto de los
individuos afectados. Hay numerosas situaciones de interacción estra­
tégica con varios o muchos individuos de las que este dilema puede
dar cuenta. Y el ejemplo más sencillo lo suministra el estado de natu­
raleza hobbesiano, donde si imaginamos dos personas (o dos Estados)
en situación de hostilidad permanente que pretendan llegar a un des­
arme mutuo, resulta que, justo en el momento para el que han acor-,
dado tirar lejos de sí sus garrotes (o destruir sus arsenales), cada cual
debe considerar que es preferible seguir armado, porque si el otro no
cumple el acuerdo y él se desarma lo puede perder todo, mientras
que si lo cumple permanecer armado le permitirá ganarlo todo. Hob­
bes fue plenamente consciente del problema (aunque no de la insufi­
ciencia de su propuesta de solución):

Si se hace un convenio en el que ninguna de las partes cumple en el


momento de acordarlo, sino que se fían mutuamente, dicho convenio,
si se apalabra, en un estado m eram ente natural, que es un estado de
guerra de cada hombre contra cada hombre, queda anulado en cuanto
surja alguna razón de sospecha. [...] Porque el que cumple primero no
tiene garantías de que el otro cumplirá después, ya que los compromi­
sos que se hacen con palabras son demasiado débiles como para refre­
nar la ambición, la avaricia, la ira y otras pasiones de los hombres, si
éstos no tiene miedo a'alguna fuerza superior con poder coercitivo,
cosa que en el estado natural, donde todos los hombres son iguales y
son los jueces que deciden cuándo sus propios temores tienen justifi­
cación, no puede concebirse. Por tanto, quien cumple primero no hace
otra cosa que entregarse en manos de su enemigo, lo cual es contrario
a su derecho inalienable de defender su vida y los medios de subsisten­
cia (Leviathan, X IV , p. 116).

El dilema del prisionero, así pues, explica por qué la estrategia


racional para cada persona (o para cada Estado) es mantenerse arriia-
do, aunque sería mejor para todos el desarme conjunto, puesto que
un desarme unilateral— es decir, la acción cooperativa de uno— po­
dría dar lugar al peor resultado posible si los demás deciden no co­
operar, quedando el desarmado a merced de ellos, mientras que la
acción no cooperativa de uno, si los demás no fueran racionales y
decidieran cooperar desarmándose, permitiría dominarlos y obtener
el m ejor resultado posible.
N o sólo la creación y el mantenimiento del Estado o la supera­
ción de la carrera de armamentos parecen inexplicables en términos
de racionalidad prudencial o autointeresada, sino que también lo son
situaciones muy variadas, entre las que destacan la creación y mante­
nimiento de «bienes públicos» en el sentido económico. Tales bienes
tienen dos rasgos: una vez creados son, primero, de consumo abierto
— el bien no se agora por ei hecho de compartirlo, de modo que el
consumo de uno no disminuye la posibilidad de consumo de los de­
más— y, segundo, de imposible exclusión de los usuarios — de modo
que en cuanto el bien está disponible no es fácil excluir a nadie de su
consumo— ; son ejemplo de ellos la defensa del país, la calidad del
medio ambiente, las reservas de recursos escasos o las infraestructu­
ras básicas, com o el alumbrado público, las carreteras, un sistema
educativo y sanitario universal, etc. Junto a los anteriores, hay otros
bienes e instituciones que también resultan inexplicables sólo me­
diante la racionalidad prudencial, desde las promesas hasta la crea­
ción y mantenimiento de asociaciones altruistas, desde la moderación
verbal y económ ica en las campañas electorales hasta el ejercicio del
voto en las elecciones políticas. Ocasionalmente, puede ocurrir que
la situación de dilema del prisionero, aunque perjudicial para un gru­
po particular, resulte beneficiosa para un grupo más amplio o más
débil, com o ocurre con los acuerdos entre empresas para evitar la
com petencia, que tienden a ser inestables porque el que los rompe
obtendría enormes ventajas si los demás mantuvieran el acuerdo so­
bre precios más altos.
El protagonista del dilema — el individuo que calcula conforme a
su propio interés en situaciones de interacción como las anteriores—
está definido de tal manera que actúa como lo que Hobbes llamó un
«idiota»37. Una vez más, Hobbes planteó bien el problema — aunque,
erróneam ente, creyó también que su contrato social lo resolvía— en
un pasaje que da perfecta cuenta del posible conflicto entre la con­
ducta m oral y la conducta racional38:

El idiota se dice en su corazón que no existe tal cosa como la justicia;


y a veces lo dice también con su lengua. Y alega, con toda seriedad,
que, com o la conservación y la felicidad de cada hom bre está en co-

37. La palabra que Hobbes emplea, fo o l , se ha traducido por «tonto», «insensa­


to», «necio», pero creo que la más ajustada es «idiota», al menos si se toma no en el
sentido vulgar, com o imbécil, sino en el etimológicamente originario, del griego idio-
tés, que aludía precisamente a quien se apartaba de la vida y los intereses sociales.
3 8 . La m ayor defensa contemporánea de la convergencia de la moral y la racio­
nalidad autointeresada o prudencial la ha intentado Gauthier en M oráis by Agree-
m en t ; sobre ello, puede verse un esclarecedor conjunto de estudios del propio Gau­
thier, M artin D . Farrell, Ruth Zimmerling — precisamente con el título «La pregunta
del tonto y la respuesta de Gauthier»— y Albert Calsamiglia, en D oxa. Cuadernos de
F ilosofía d el D erecho, n. 6, 1 9 8 9 , pp. 1 7 -9 4 ; hay una buena exposición de esta
cuestión en lo que respecta a Hobbes en H am psher-M onk, pp. 70 ss.; y sobre la
relación entre prudencia y moralidad en general, véase la excelente discusión de
B a yón, cap. 5.
mendada al cuidado que cada cual tiene de sí mismo, no puede haber
razón que impida a cada uno hacer todo lo que crea que puede condu­
cirlo a alcanzar esos fines. Y así, hacer o no hacer convenios, cumplir­
los o no cumplirlos, no es proceder contra razón, si ello redunda en
beneficio propio. El idiota no niega, ciertamente, que haya convenios,
y que éstos son unas veces respetados, y otras no, y que su incumpli­
miento puede llamarse injusticia, y que su observancia es sinónimo de
justicia; pero se hace todavía cuestión de si la injusticia — dejando a
un lado el teir.or de D ios, pues ese misino idiota se ha dicho en su
corazón que Dios no existe— no podrá a veces ser compatible con esa
razón que dicta a cada uno buscar su propio bien, particularm ente
cuando conduce a un beneficio tal que no sólo pone a un hom bre en
situación de despreciar los ultrajes y reproches de otros hombres, sino
tam bién el poder de éstos (Leviathan, X V , p. 1 2 2 ; he sustituido la
traducción «insensato» por «idiota»).

La teoría de juegos, pensando en situaciones como las del dilema


del prisionero en las que existen muchos jugadores y que a pesar de
todo logran ponerse en marcha con una solución cooperativa, ha deno­
minado al jugador no cooperativo free rider, lo que se ha traducido por
«gorrón» o «aprovechado». Y es así como el idiota se convierte más bien
en un aprovechado listillo cuando existe el suficiente número de indi­
viduos que participan en una acción cooperativa, de modo que él se
puede beneficiar de ella sin pagar el precio correspondiente. Pongamos
el consabido ejemplo de las restricciones voluntarias de agua ante una
sequía: si hay una suficiente mayoría que sigue la pauta de reducir su
consumo de agua, seguramente algunos listillos podrán consumir ili­
mitadamente sin poner en riesgo el objetivo de mantener reservas sufi­
cientes hasta que llueva. Es evidente, sin embargo, que cuantos más
listillos haya menos reservas quedarán y mayores restricciones volunta­
rias habrá que proponer a los cooperadores. Pero, naturalmente, si el
comportamiento de los listillos cunde, extendiéndose la solución no
cooperativa, es fácil que llegue el momento en el que los suministrado­
res de agua deban imponer duras restricciones forzosas, esto es, la so­
lución más perjudicial para todos los consumidores (ejemplos simila­
res, que explican el mayor precio de los productos correspondientes,
son los de las fotocopias de libros y las copias de programas informáti­
cos y de CD musicales, donde la eficacia de la prohibición legal es re­
lativamente escasa).
A estas alturas se podría preguntar cóm o, a pesar de todo, los
individuos llegan a soluciones cooperativas en situaciones definibles
mediante el dilema del prisionero. En todos los casos, la explicación
puede proceder sólo de la introducción de una instancia externa a la
propia definición de la situación que cambia las reglas del juego has-
ta fomentar la estrategia cooperativa. En algunos de los ejemplos que
se han ido mencionando, tal instancia externa es el aparato jurídico y
las sanciones frente a las conductas no cooperativas. Sin embargo,
¿qué ocurre con la propia existencia y mantenimiento del aparato
jurídico y estatal, así como con los otros varios casos comentados en
los que la cooperación entre los individuos es voluntaria porque el
Estado no obliga a cooperar o lo hace muy débil e imperfectamente?
Desde luego, no puede ser operativa la razón como autointerés, se­
gún pretende Hobbes, pues más bien conduce al punto de vista del
idiota o el gorrón. Si se tiene en cuenta que, por hipótesis, estamos
hablando de situaciones en las que no existe coacción organizada por
el Estado, los incentivos externos capaces de cambiar la definición de
las reglas del juego y de permitir escapar al dilema del prisionero
pueden ser variados: uno puede ser, sin más, la fuerza más o menos
bruta aunque desorganizada que aparece en forma de sanciones infor­
males por parte de los demás actores35, pero, en todo caso, segura­
mente un factor decisivo en muchas ocasiones es la moral, esto es, la
creencia de los individuos de que su deber es actuar en el sentido
cooperativo con independencia de que ello maximice o no su interés
individual. Y esta última posibilidad indica no sólo que la moral y el
autointerés pueden ir por distintos caminos, sino también que parece
francamente desencaminada la pretensión de explicar — y, con mayor
razón, la pretensión de justificar moralmente— la existencia y pervi-
vencia de instituciones cooperativas como el Estado mediante la ape­
lación al mero autointerés. En ese punto la estrategia argumental del
modelo hobbesiano parece estar destinada al fracaso. Por ello, si el
Estado ha de justificarse como medio de superación de la insociabili­
dad humána, tal justificación parece que sólo puede ser moral.

4.2. E l individualism o iusnaturalista

En el modelo iusnaturalista del racionalismo hay distintos elemen­


tos que confluyen en la defensa de una visión individualista de la
sociedad y el Estado, desde la preeminencia de los derechos e inte­
reses individuales sobre los colectivos, clave tanto en el estado de

39. Este tipo de sanciones pueden explicar las colusiones entre empresas para
limitar la competencia, incluso a pesar de las sanciones legales previstas contra ellas, es
verdad que usualmente poco feficaces. El problema, sin embargo, es que el propio
mecanismo de aplicación de dichas sanciones informales es una acción cooperativa que
se halla asimismo en situación de dilema del prisionero, lo que permite explicar por qué,
en ocasiones al menos, la Ubre competencia termina por imponerse..., al menos hasta
que llega un nuevo acuerdo de colusión que a su vez tiende a romperse, etc.
naturaleza como en la sociedad civil, hasta la propia referencia a la
voluntad o consentimiento de las partes, crucial en la categoría del
contrato, pasando, en fin, por la confianza en la razón individual
como criterio decisorio en materia religiosa, m oral y política. En
realidad, en cuanto fenómeno cultural, el individualismo moderno
tiene sus raíces en la Italia de los siglos xrv, x v y X V I, de acuerdo
con la tesis central del clásico libro de Burckhardt L a cultura d el
R en a cim ien to en Ita lia . Con todo, la Reform a protestante aportó
nuevos ingredientes a esa actitud renacentista hasta terminar conflu­
yendo en el iusnaturalismo racionalista y en el más amplio movi­
m iento cultural de la Ilustración.
Muchos autores han repetido que el individualismo del raciona­
lismo, tanto iusnaturalista como ilustrado, refleja la ideología del
liberalismo y del capitalismo emergente en la época moderna al me­
nos en dos sentidos: por una parte, en cuanto dicho individualismo
fundamenta el pensamiento político liberal, basado en la primacía de
los derechos de libertad y de igualdad ante la ley; y, por otra parte, en
cuanto concibe las organizaciones colectivas como artificios destina­
dos a salvaguardar y potenciar, conforme al liberalismo económico,
los intereses de individuos a la busca de su propio provecho40. Ambos
sentidos, aunque están conceptualmente relacionados entre sí, no son
del todo idénticos, pues responden a presupuestos y acentos diferen­
tes. Para observarlo conviene comenzar por ver el significado más
amplio de la compleja noción de individualismo, que nos permitirá
introducir después una diferenciación entre el liberalismo político y
el económico y, en fin, concluir comentando algunas importantes
limitaciones del liberalismo iusnaturalista.

a ) Mecanicismo vs. organicismo: el Estado y la sociedad


como sumas de derechos e intereses individuales

Ante’todo, el iusnaturalismo racionalista puede considerarse indivi­


dualista por su propia concepción de la sociedad y del Estado como
formas de organización a fin de cuentas voluntarias, e incluso artifi­

40. En una interpretación en esta línea, especialmente del iusnaturalismo racio­


nalista inglés, la tesis básica de M acpherson es que en aquella teoría «[l]a sociedad
consiste en relaciones de intercambio entre propietarios. La sociedad política se con­
vierte en un artificio calculado para la protección de esta propiedad y para el m ante­
nim iento de una relación de cambio debidamente ordenada» (p. 17), no viendo al
individuo como un «todo moral» ni como parte de un «todo social más amplio», sino
com o «el propietario de su propia persona o de sus capacidades, sin que deba nada por
ellas a la sociedad» (p. 1'6).
cia les41, fo rm a d a s p o r individ uos in d ep en d ien tes que b u scan realizar
sus d eseos e in tereses y que para ello han de co n sid era r ra cio n a l re ­
u n irse so cia l y p o lític a m e n te . Es d ig no de re c o rd a rse a q u í el d ib u jo
de la p o rta d a orig in al d e l L e v ia tá n , d o n d e, d o m in a n d o e n o rm e sob re
un p aisaje en el que se ve u n a ciud ad , ap arece un rey, c o n su c e tro y
co n su esp ad a, cu yo cu erp o está fo rm a d o p o r m in ú scu lo s in divid uos.

E s ta v isió n in d iv id u alista del iu sn atu ralism o m o d e rn o ha sido en


o ca sio n e s c rítica m e n te ca ra cte riz a d a co m o a to m ista , p ara p o n er de
re lie v e q u e co n sid era a la so cied a d y el g o b ie rn o co m o u n a m era
sum a de in d ivid u o s a je n a a la b ú squ ed a del b ie n com ú n . Sin em ­
b arg o , lo c ie rto es q ue en tal c o n c e p c ió n se in v ierte la tra d icio n a l
v a lo r a c ió n del b in o m io in d iv id u o -so cied a d p ara co n sid era r al to d o
co m o co m p u e sto p o r las p artes — al E sta d o co m o resu ltad o de las
p artes, e sto es, de las v o lu n ta d es o in tereses ind ivid u ales— , en lugar
de al to d o co m o su p e rio r y d istin to a las p a rte s42.

4 1 . Que yo sepa, la idea del poder como artificio aparece explícitamente no sólo
en Hobbes (Leviatban, X V I-X V II y X X I, pp. 134, 144 y 175), sino también en Rous­
seau (Du contrat social, I, vii, p. 364).
4 2 . M acpherson considera que el individualismo iusnaturalista «es necesaria­
mente un colectivismo (en el sentido de afirmar la supremacía de la sociedad civil
Tal oposición suele representarse bajo el binomio mecanicismo
vs. organicismo porque este último, manifiesto en la concepción
tradicional, de inspiración platónica y aristotélica, tendía a conce­
bir al todo social como un organismo cuyas partes ejercen distintas
funciones para la realización de un bien común que no tiene por qué
identificarse necesariamente con el de los miembros de la sociedad,
mientras qn¡:. i:r, cambio, para la aproximación mecanicista el bien
común no es un bien superior y distinto de ía suma de los bienes
individuales e, idealmente al menos, no puede conseguirse a costa
de atropellar los derechos naturales de los individuos43.
Ahora bien, la anterior concepción mecanicista, e incluso
atomista, presupuesta por los iusnaturalistas racionalistas puede
manifestarse en dos direcciones que, si bien convergentes en al­
gunos aspectos y en ciertos autores, apuntan a visiones en parte
diferentes del ser humano. Digo diferentes sólo en p arte porque,
como insistí al hablar de su visión del estado de naturaleza como de­
ficiente, todos los autores iusnaturalistas mantienen una concepción
inicialmente negativa de la condición humana, según la cual, aun
con distintos matices, él hombre es naturalmente mermado para lo
social, egoísta y competitivo, cuando no incluso agresivo. En reali­
dad, esta concepción es la base de la justificación iusnaturalista del
Estado, esto es, del poder coactivo, como instrumento necesario
para la garantía de los derechos e intereses individuales, que sin la
coacción estatal se verían amenazados o aniquilados precisamente
por las tendencias asociales del ser humano. Sin embargo, esa vi­
sión atomista y agonística del ser humano no agota necesariamente
las concepciones de los distintos iusnaturalistas, cabiendo ulterior­
mente al menos dos posiciones diferentes: aquella visión negativa
podía ser contrapesada mediante la defensa de la posibilidad de un
modelo ideal de ser humano que, como ocurre en Locke, y sobre
todo en Kant, destaca su libertad como esencia de la dignidad hu­
mana, o, por el contrario, y ésta fue la posición de Hobbes, podía
ser remachada con una imagen de nuevo pesimista y desencantada

sobre cualquier individuo)» (p. 2 1 S ), pero un significado tan amplio de «colectivismo»


hace irrelevante la distinción del texto en la medida en que, salvo la acracia, toda jus­
tificación del gobierno sería «colectivista».
43. Por ejemplificar esta contraposición de>manera efectista, véase lo que dice el
comentador Francisco Peña en la actualización de finales del siglo X V ¡ de E l m anual
de los inquisidores de Nicolau Eim eric (siglo X I V ) , rezumando el criterio organicista
más antiindividualista: «Pero si el hereje sigue blasfemando como un demente bajo la
tortura y mientras le conducen al patíbulo, ¿no conviene sobreseer e inducirle a que se
arrepienta, para que, al perder la vida, no pierda también su alma? Podría parecerlo,
pero hay que recordar que la finalidad primera del proceso y de la condena a muerte
en la que el hombre, lobo para el hombre, aparece siempre como
un ser egoísta que busca sobre todo realizar sus deseos e intereses44.
Pues bien, la anterior diferencia puede relacionarse con la distin­
ción entre el liberalismo político y el económico.

b) El consentimiento individual: los derechos de libertad


y de igualdad ante la ley y el liberalismo político

La insistencia de los iusnaturalistas en el consentimiento individual


es el substrato básico de la aspiración a que las formas de vida de los
seres humanos y de su organización política no dependan del naci­
miento, de la adscripción a un estamento o de la condición personal,
sino de los propios méritos y acciones libres de cada individuo. Tal
propuesta puede sintetizarse en el paso del status al contrato, por
usar libre y extensivamente la clásica distinción de Sumner Maine,
que consideró como la mayor transformación de la historia del Dere­
cho privado la sustitución de la categoría del status, síntesis de la
sujeción al padre de las mujeres, los hijos y los esclavos en el Dere­
cho antiguo, por la del contrato, basada en el consetimiento indivi­
dual del Derecho moderno (pp. 117-118).
La transición del status al contrato se puede relacionar también con
la contraposición ilustrada entre la tradición y la voluntad, enfrentadas
como el peso de la vieja dominación frente a la liberación de la razón,
porque en la Edad Moderna la voluntad del individuo se comenzó a ver
como decisiva tanto para configurar libremente su vida y sus relaciones
privadas mediante una contratación libre en condiciones de igualdad
cuanto para aceptar como racionalmente necesario el Estado como
medio de protección de sus derechos e, incluso, en las versiones más
democráticas, para contribuir a la formación de la ley — a su vez, y no
casualmente, vista por la mayoría de los racionalistas como expresión
de una voluntad racional— mediante esa manifestación de la voluntad
individual constituida por el ejercicio del libre sufragio (no obstante, la
misma exigencia de libertad fue utilizada también para denegar el voto
a las mujeres y a los no propietarios conforme al argumentó dé M on-
tesquieu de que hay personas en tal estado que «no se considera que
tengan voluntad propia»: D e Vesprit des lois, X I, vi).

no es salvar el alma del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al pueblo
(ut alii terreantur)» (p. 151).
44. Dicho sea como curiosidad, si no estoy equivocado, Hobbes utiliza sólo una
vez la famosa y clásica expresión hom o hom ini lupus (que procede de la Asinaria del
dramaturgo romano del siglo II Plauto), y es en los primeros párrafos de la Epístola
dedicatoria del De cive , dirigida al conde de Devonshire, donde, curiosamente, la
aplica a las relaciones no entre los individuos sino entre los Estados.
Reducida a su esencia, la reivindicación de la voluntad indivi­
dual, con su apelación al valor del consentimiento individual, está
detrás de dos ideales fundamentales que se proclamarán como dere­
chos tras la Revolución Francesa: de un lado, la libertad individual,
por la cual, en la formulación canónica de Kant, la ley debe garan­
tizar a cada individuo la posibilidad de hacer todo aquello que no
interfiera en la libertad de los demás; y, de otro lado, la igualdad
jurídica o ante la ley, que en principio excluye sobre todo las separa­
ciones jurídicas basadas en los privilegios estamentales, que afectaban
sobre todo a los cargos políticos y a las cargas fiscales. A pesar de sus
quiebras e incumplimientos, que muestran el buen trecho que ya
desde el ideal proclamado hasta, una vez leída la letra pequeña, la
realidad efectiva, ambos derechos son el núcleo más permanente y
valioso del liberalismo político.

c) Los intereses individuales y el liberalismo económico

Pero algunos iusnaturalistas racionalistas, junto con otros racionalis­


tas o ilustrados que no abrazaron las categorías contractualistas del
iusriaturalismo, propugnaron también una forma de individualismo
liberal más económica que política que, insistiendo menos en la no­
ción de derechos como garantías debidas por la esencial libertad e
igualdad humana, entronca más bien con la necesidad de proteger a
los seres humanos de sí mismos en atención a sus propios intereses
egoístas. Este enfoque se encuentra claramente ejemplificado por
Hobbes, que cuando quiere describir «las cualidades de la humani­
dad, que tienen que ver con la pacífica convivencia y la unidad entre
los hombres», dice:

C on este fin, debem os considerar que la felicidad en esta vida no


consiste en el reposo de una mente completamente satisfecha. No exis­
te tal cosa como ese finis ultimus, o ese sum7nun bonum de que se nos
habla en los viejos libros de filosofía moral. Un hombre cuyos deseos
han sido colmados y cuyos sentidos e imaginación han quedado estáti­
cos, no puede vivir. La felicidad es un continuo progreso en el deseo;
un continuo pasar de un objeto a otro. Conseguir una cosa es sólo un
medio para lograr la siguiente (Leviathan, X I, p. 86).

La conclusión que con férrea lógica extrae Hobbes es la contundente


caracterización del ser humano por la pasión de la búsqueda insacia­
ble de poder:

doy como primera inclinación general de toda la humanidad un deseo


perpetuo e incansable de conseguir poder tras poder, que sólo cesa
co n la m u erte {Levíathan, X I , p. 8 7 ; rectifico Ja trad u cció n que en
general vengo siguiendo, que dice erróneamente «inclinación natural»)43.

Y fue este tipo de concepción — por lo demás, cargada de sugerencias


tan interesantes como la de la insaciabilidad o renovabilidad de los
deseos humanos— , que acentúa mucho más la satisfacción de los de-
-seos-q-üe-la-di^n-üiadjd^autQnomía individual, la que sería aplicada
a la esfera económ ica por los liberales ilustrados.46
Y, en efecto, insistiendo no tanto en los d erech os naturales como
en los in tereses individuales47, el modelo clásico del liberalismo
económ ico se puede caracterizar por defender la idea de que, den­
tro de un sistema de reglas ciertas y equitativas con libertad de
com ercio, la conjunción de los intereses egoístas de cada individuo
es capaz de producir como resultado el bienestar general. La prim e­
ra form ulación que expresó esa transform ación de lo privado en
público la ofreció el holandés Bernard de Mandeville en un largo
poema satírico cuyo título es suficientemente expresivo de su pre-

4 5 . H obbes precisa en al menos dos textos los componentes de esta idea de


poder: por un lado, en un capítulo anterior del Leviatán afirma que «[l]as pasiones
que más afectan las diferencias de ingenio son, principalmente, el mayor o menor
deseo de poder, de riquezas, de conocim iento y de honores. Todas las cuales pueden
reducirse a la prim era, es decir, al deseo de poder. Porque las riquezas, el conocim ien­
to y el honor no son sino diferentes tipos de poder» (VIII, p. 68 ); y, por otro lado, en
el mismo párrafo de la cira del texto propone como ejem plo al poder de los reyes y
Hice que el poder llama a más poder para ser asegurado y, que una vez eso logrado,
surge un nuevo deseo: «En algunos, es el de adquirir fama mediante nuevas conquis­
tas; en otros, el de la comodidad y los placeres sensuales; en otros, el de suscitar
admiración sobresaliendo en algún arte o en otro menester de la mente» (XI, p. 87).
D e todo ello, y en una interpretación coordinada de ambos textos, cabe deducir que,
además del poder por sí mismo o en sentido estricto, hay otras tres pasiones que configu­
ran el poder en sentido amplio: las riquezas (como medio para los placeres sensuales),
el conocim iento y el honor (o fama o admiración).
46. La idea de la insaciabilidad de los deseos humanos, crucial para la teoría
económ ica y sociológica, es el punto de partida del notable estudio de Albert O.
Hirschman Interés privado y acción pública, dedicado a dar razón de las oscilaciones
en la atención social al bienestar privado y a los asuntos públicos. Ahí se recuerda que
el historiador ruso Karamzin dijo haber oído a Kant: «Demos a un hombre todo lo
que desee y en ese mismo momento sentirá que ese todo no es to d o » (p. 19).
4 7 . Las categorías de «derecho (subjetivo)» e «interés» pueden ser coincidentes o
no según el concepto de derecho subjetivo que el autor adopte: así, mientras en Locke
se puede sustituir un término por otro porque tiende a identificar el derecho con un
interés a algo (com o el derecho a la vida, irrenunciable para él), en Hobbes o en Kant,
en cam bio, los derechos son facultades o manifestaciones del poder o la voluntad de
cada cual, con independencia de que respondan o no a sus intereses, (sobre el naci­
miento y desarrollo de la idea de «intereses» remito al libro de Hirschman, com o todos
los suyos muy estimulante, L as pasiones y ¡os intereses.)
tensión: L a fá b u la d e las abejas. O vicios privados3 ben eficio s p ú b li­
cos (1714). Pero la explicación que pasaría a la historia como teoría
del desarrollo económico del capitalismo es mérito de Adam Smith
(1723-1 7 9 0 ), un racionalista que, en la línea de otros ilustrados esco­
ceses, como Hume, no fue en realidad un iusnaturalista, aunque sí
un liberal, y tanto en lo económico como en lo político. Especial­
mente en su obra L a riqu eza d e las n a cio n es (1 7 7 6 ), Smith analizó
aquella transformación de los intereses privados en interés general
como un mecanismo social producido por una especie de mano invi­
sible, como puede verse en conocidos textos como los siguientes:

N o es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero


de la que esperam os nuestra cena, sino de la con sid eración de su
propio interés. N o apelamos a su humanidad sino a su autointerés
\self-love] y nunca les hablamos de nuestras propias necesidades sino
de sus beneficios (Wealth ofN atio n s , I.ii.2, pp. 26-27).

[Ningún individuo] pretende, en realidad, promover el interés público,


ni sabe hasta qué punto lo está prom oviendo. Al preferir apoyar la
industria doméstica a la extranjera únicamente pretende su propia se­
guridad; y al dirigir tal industria de tal form a que su producto pueda
ser de mayor valor, sólo pretende su propia ganancia, y en este, com o
en otros muchos casos, es conducido por una mano invisible a promo­
ver un fin que no entraba en su intención. Lo que no siem pre es lo
peor para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentem ente
promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que cuando
pretende promoverlo (IV.ii.9, p. 45 6 ).

No estará de más precisar que en la medida en que funcionan — y


efectivamente lo hacen en algunos ámbitos y circunstancias— , los
mecanismos de mano invisible establecen formas de cooperación en­
tre individuos autointeresados que son justo el extremo opuesto de
las situaciones de dilema del prisionero, pues dan lugar a un juego de
suma positiva, esto es, en el que todo el mundo gana más de lo que
pone. Y eso es así porque en realidad, como por cierto sabía muy
bien Adam Smith, entre las condiciones ineludibles, aunque no siem­
pre suficientes, para que puedan producirse sumas positivas en el
ámbito económico se encuentra precisamente la existencia del Estado
y de una reglas jurídicas claras y estables que, entre otras cosas, ga­
ranticen una cierta igualdad y libertad entre las partes, la libre com ­
petencia y el cumplimiento de los contratos.
Es de notar también que en esta visión de la relación entre, de
un lado, los individuos y, de otro, la sociedad y el Estado, no hay un
espacio autónomo propio para los cuerpos intermedios, esto es, para
la acción colectiva mediante asociaciones, sea de tipo político e ideo­
lógico o económico y profesional. En esto un liberal ajeno al iusnatu-
ralismo como Smith, que defendía más bien al empresario individual
y que consideraba las reuniones y acuerdos entre fabricantes y comer­
ciantes como conspiraciones contra el público48, compartió una des­
confianza común con los iusnaturalistas, que tendieron a entender el
derecho de libertad en términos estrictamente individuales. Y en esta
materia, además, no hubo diferencias entre iusnaturalistas liberales y,
digámoslo así, demócratas, hasta el punto de que el más claro expo­
nente de estos últimos, Rousseau, es también el mayor defensor de la
voluntad colectiva justa como composición exclusiva de las opiniones
y voluntades individuales:

Si cuando, suficientemente informado, el pueblo delibera, los ciudada­


nos no tuvieran ninguna comunicación entre sí, del gran número de
pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general y la delibe­
ración sería siempre buena. [...] Para tener bien el enunciado de la
voluntad general im porta, pues, que no haya sociedad parcial en el
Estado y que cada ciudadano no opine'm ás que por sí mismo (Du
contrat social, II, iii, pp. 3 7 1 y 3 7 2 ).

Paradójicamente, por cierto, esta desconfianza hacia las asociacio­


nes fue recogida en la legislación que siguió a la Revolución Fran­
cesa y, además de sentar la prohibición de los gremios medievales,
sirvió también al liberalismo conservador del siglo X IX para intentar
contener las formas de organización sindical y política de los traba­
jadores, que se adhirieron más a los principios democráticos que a
los liberales.

d ) Un universalismo demediado: seres humanos, propietarios y mujeres

En realidad, el liberalismo defendido por el iusnaturalismo raciona­


lista fue, especialmente en su vertiente política, bastante limitado y
moderado, y en varios sentidos. Limitado, porque el liberalismo po­
lítico no fue una posición obligada y absolutamente general en la
corriente, como lo muestra de forma eminente la doctrina hobbesia-
na, cuya reducción de los derechos naturales a la búsqueda de la
seguridad individual sirve para intentar fundamentar cualquier Esta­

48. «La gente de la misma profesión raramente se reúne, incluso para disfrutar y
divertirse, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en
alguna maquinación para subir ios precios» (Wealth o f N ations, I.x .2 , p. 1 4 4 ; véase
también IV.ii, pp. 4 8 3 -4 8 4 ).
do, fuera liberal o autoritario. Y moderado, al menos por dos razo­
nes: de un lado, como vimos al hablar del derecho de resistencia,
incluso entre los iusnaturalistas modernos importantes que defendie­
ron los derechos de libertad, sólo alguno llegó a mantener posiciones
prácticamente críticas con el absolutismo político vigente en su tiem­
po; y, de otro lado, porque en su concepción de los derechos natura­
les el liberalismo iusnaturalista, como hace poco avancé y voy a desa­
rrollar ahora, fue insuficientemente universalista y, como el vizconde
de la novela de ítalo Calvíno, quedó partido por la mitad.
En sus formulaciones más inmediatas y despreocupadas, el iusna-
turalismo vino a expresar una concepción universalista que atribuye
estos o aquellos derechos naturales a to d o s los seres hu m an os. Ante
todo, debe reconocerse que este universalismo más o menos clara­
mente proclamado en los principios defendió una forma de indivi­
dualismo igualitario, aunque abstracto, en la mayoría de los iusnatu­
ralistas, en este caso con la clara excepción de Rousseau. Para aclarar
este punto cabe acudir a la clara distinción elaborada por von Wiese
(cap. IX , esp. p. 44) entre dos formas diferentes y hasta contrapuestas
de individualismo: en primer lugar, el que precisamente dio por su­
puesto el racionalismo moderno, conforme al cual la razón indivi­
dual, llamada a decidir en asuntos religiosos, morales y políticos, se
considera igual en todos los hombres, esto es, como razón común o
indistinta que da lugar a una igu aldad d e lo genérico-, en segundo
lugar, una form a de individualismo singularista que, aun con antece­
dentes en la teología protestante y en Rousseau, se desarrolla sobre
todo desde finales del siglo XVIII por el movimiento romántico en
oposición al racionalismo abstracto del iusnaturalismo y la Ilustra­
ción y conforme al cual cada individuo es un sujeto diferenciado por
sus sentimientos llamado a desarrollar su individualidad de forma
propia (esta concepción, una vez que el historicismo sustituyera a los
hombres individuales por los pueblos como sujetos relevantes de la
historia, terminaría por situarse en las antípodas del universalismo,
el individualismo y el liberalismo).
Ahora bien, la proclamación en los principios de aquel genérico
individualismo universalista no tuvo en los iusnaturalistas racionalis­
tas una exacta correspondencia en sus desarrollos más concretos,
donde aparece una importante quiebra en aquel universalismo. En
efecto, los iusnaturalistas más relevantes no llevaron hasta sus más
elementales consecuencias la noción de ser humano de la que partie­
ron. Aunque casi no se diga expresamente, en el núcleo duro de esa
tradición hay al menos dos exclusiones de la ciudadanía bien cla­
ras, por más que culturalmente situables en la mentalidad de la épo­
ca: de un lado, la exclusión como titulares de derechos políticos de
las personas no autónomas económicamente — es decir, además de las
mujeres y los niños, de los no propietarios— , una exclusión que Kant
hizo explícita mediante la distinción entre «ciudadano activo y pasi­
vo», ante la que reconoce que «el concepto de este último parece
estar en contradicción con la definición del concepto de ciudadano
en genera!», pero para terminar concluyendo que la

dependencia [de los ciudadanos pasivos] con respecto a la voluntad de


otros y esta desigualdad no se oponen en modo alguno a su libertad e
igualdad c o m o h om b res, que juntos constituyen un pueblo (M etap h y -
sik d e r S itien , pp. 1 4 4 -1 4 5 ; véase también U ber den G em ein spru ch,
p p . 3 4 -3 S ) 49;

de otro lado, la atribución de los derechos sólo a los varones, que


Spinoza ejemplifica con contundente claridad:

las mujeres no tienen, por naturaleza, un derecho igual al de los


hom bres, sino que, por necesidad, son inferiores a ellos. N o puede,
por tanto, suceder que ambos sexos gobiernen a la par y, mucho
m enos, que los varones sean gobernados por las mujeres (T ractatu s
p o liticu s, X I, § 4).

En lo que se refiere a esta última limitación, sin embargo,, debe


precisarse que, en el seno mismo de la tradición racionalista se pue­
de encontrar una coherente defensa de los derechos de las mujeres
que resulta completamente familiar para los oídos actuales. Junto a
filósofos importantes que, como D ’Alembert o D ’Holbach, ya co­
menzaron a atribuir las desigualdades femeninas a la educación y no
a.la naturaleza, hay tres personajes que tienen un especial protagonis­
mo en la defensa de la igualdad de derechos de las mujeres y que
merecen comentario: el marqués de Condorcet, Olimpia de Gouges y
M ary W ollstonecraft50.

4 9 . Com o ejemplos de ciudadanos pasivos, en ese mismo pasaje, Kant cita los
siguientes: «el m ozo que trabaja al servicio de un com erciante o un artesano; el
sirviente (no el que está al servicio del Estado); el menor de edad (naturaliter vel
civiliter ); todas las m ujeres y, en general, cualquiera que no puede conservar su
existencia (su sustento y protección) por su propia actividad, sino que se ve forzado a
ponerse a las órdenes de otros (salvo a las del Estado), carece de personalidad civil y su
existencia es, por así decirlo, sólo de inherencia».
5 0 . Véase W ollstonecraft, A Vindication o f t h e Rights o fW o m a n , y la excelente
recopilación de Alicia Puleo de textos de todos los autores y autoras citadas en el
texto y algunos más, com o M ontesquieu, Anne de Lam bert, M adam e d’Epinay,
Choderlos de Lacios, etc., en Condorcet y otroSj La Ilustración olvidada.
En los años de la Revolución Francesa — y no mucho tiempo
después de que Rousseau hubiera defendido en su E m ilio el modelo
patriarcal tradicional según el cual «la mujer está hecha para agradar
y ser subyugada» (V, Ixxiv, p. 6 9 3)51— , Condorcet (174 3 -1 7 9 4 ), uno
de los más significados defensores ilustrados de la idea del progreso
indefinido de la humanidad como consecuencia del desarrollo de la
--r-aaén^d^fead-i-ézeQnrafgUEne-níQs^pe-rfeet-a-m&B-te^aGt-u-a-lgSrla-i-gualdad
de derechos entre los sexos y una instrucción pública igual y común
para ambos como condición y efecto de aquel progreso (véase L a
ilustración o lv id a d a , pp. 9 4 -1 0 6 , así como E squisse, p. 2 4 0 ). Por su
parte, Olimpia de Gouges (1848P -1793) — al igual que Condorcet,
girondina y víctima del terror de Robespierre— redactó una. D ecla ra­
ción d e los d erech o s d e la m u jer y de la ciu d ad an a que reescribe la
D eclaracióit d e d erech os d el h o m b re y d e l ciu d ad an o de 1789, entre
la sustitución y la complementación de unos u otros derechos, bajo la
crítica a la «tiranía perpetua» de los hombres hacia las mujeres52. Por
último, M ary W ollstonecraft (1759-1797) — madre de M ary Shelley,
tras cuyo parto murió, y, por tanto, «abuela» de Frankestein— englo-

5 1 . Prácticamente todo el libro V de esta obra, bajo el tirulo «Sofía o Ja mujer»,


es una monumental exhibición del machismo rousseauniano que — me atrevo a adver­
tir—■resulta difícil de leer hoy sin cierta irritación o, quizá según el sexo, hasta franca
cólera. Por cierto que, según Condorcet, las opiniones de Rousseau fueron en su
época bien acogidas por las propias mujeres, se entiende que por muchas m ujeres
cultas (en La Ilustración olvidada , p. 99).
5 2 . La D eclaración de De Gouges contiene algunos artículos que simplemente
complementan, en aras de la igualdad femenina, los derechos concedidos genérica­
mente al hombre en la del 89 (así, mientras el artículo 1 de esta última dice que «[ljos
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos...», aquélla dice que «[l]a m ujer
nace libre y permanece igual al hombre en derechos...»; o el artículo 6, que en la
Declaración de 1 7 8 9 dice que «[l]a ley es la expresión de la voluntad general; todos los
ciudadanos tienen el derecho de participar en su form ación personalmente o por me­
dio de sus representantes...», mientras en la de De Gouges dice que de «[l]a ley d eb e ser
la expresión de la voluntad general; todos los ciudadanos y ciudadanas deben partici­
par en su form ación personalmente o por medio de sus representantes...»); otros artí­
culos, en cam bio, sustituyen más crítica y reivindicativamente el texto originario (así,
el artículo 4 de éste dice que «[l]a libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña
a otros: así, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene más lím i­
tes que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos
derechos«, mientras que el de Olimpia de Gouges afirma que «[1]a libertad y la justicia
consisten en devolver todo lo que pertenece a los otros; así, el ejercicio de los derechos
naturales de ia m ujer sólo tiene po r límites la tiranía perpetua que el hom bre le
opone»; o, en fin, donde la del 89 garantiza la libertad de opinión y de religión, De
Gouges proclam a que «la m ujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener
también igualmente el de subir a la Tribuna») (véase Condorcet y otros, L a Ilustración
olvidada , pp. 1 5 5 -1 6 0 ).
bó su defensa de los derechos de las mujeres en una reflexión más
amplia sobre su educación y su papel social que hace de ella una de
las primeras teóricas del movimiento feminista53.
Con aportaciones como las anteriores, que suplementaron críti­
camente las demediadas propuestas de los iusnaturalistas racionalis­
tas, las categorías e ideales puestos en circulación por éstos termina­
ron por ser más poderosos que los prejuicios de la cultura dominante
en aquella época. Con el tiempo fueron tomando una fuerza que per­
mitió abrir un proceso de superación — todavía hoy no concluido en
todos los aspectos señalados, especialmente en el ámbito internacio­
nal— de las insuficiencias e incoherencias por las que algunos de sus
defensores iniciales limitaron su alcance al ceder a las creencias do­
minantes en la sociedad en la que vivieron. Por eso, podría afirmarse
que en realidad las concepciones individualistas y universalistas del
iusnaturalismo moderno no se comenzaron a declarar jurídicamente
y a cumplir — aun de manera insuficiente— hasta en un período más
cercano a nuestra propia época que a la de su formulación originaria,
especialmente desde que en 1948 se abre un nuevo proceso de inter-
nacionalización de los derechos humanos, todavía muy incompleto
pero en un'a buena dirección.

4.3. Iusnaturalismo antiguo y m odern o: para un balan ce general

Como conclusión general, puede proponerse un breve balance críti­


co del modelo iusnaturalista moderno comparándolo con el modelo
clásico y medieval. Reducida a su última síntesis, la gran diferencia
entre ambos modelos se encuentra en la visión de la relación entre
los individuos y la organización social y política, vista como natural
y superior a los individuos en el modelo clásico y medieval y como
voluntaria y al servicio de los individuos en el moderno.
Se podría preguntar cmál de los dos modelos es el más adecuado.
M i respuesta es que depende: depende de a qué refiramos la adecua­
ción. Si lo que queremos es describir la historia humana y las tenden­
cias sociales básicas, seguramente el modelo aristotélico está mucho
más cerca de la realidad, pues los seres humanos nacen en comu­
nidades «naturales» — en el sentido de no voluntarias— que tienen
pautas preestablecidas y autoridades, aceptadas «naturalmente» y

53. Sobre su aportación, véase la documentada «Introducción» de Isabel Burdiel


a la Vindication de Mary Wollstonecraft, especialmente pp. 50 ss.; para una compa­
ración entre Condorcet, De Goyges y "Wollstonecraft, véase Folguera, pp. 2 4 8 -2 5 0 ; .
para una excelente y reciente historia del pensamiento feminista, me remito a Sánchez,
«Genealogía de la vindicación», pp. 17 ss.
que tienden a comportarse como totalidades orgánicas, con derechos
propios y superiores a los de sus componentes. Ahora bien, si lo que
se pretende es ju stifica r éticamente la organización social y política,
la anterior descripción no puede ser satisfactoria: ¿qué si la autoridad
natural es despótica?, ¿qué si las normas impuestas son opresivas de
las formas más básicas de libertad y la igualdad?, ¿basta para justifi­
car tales cosas la existencia de las pautas tradicionales y de las auto­
ridades naturales? De ahí la importancia normativa, en el plano de la
justificación, del modelo iusnaturalista moderno, cuya invención de
un estado de naturaleza y un contrato social, que hoy bien podemos
tomar por meras hipótesis o ficciones regulativas, conlleva también la
de la categoría de los derechos humanos. Y con ello se sentaron las
bases de la más poderosa forma de limitación del poder político y de
garantía de los individuos que se haya podido practicar a lo largo de
la historia. Por tanto, por sintetizarlo en una fórmula, desde mi punto
de vista, Aristóteles y Tomás de Aquino tenían razón en los hechos,
pero Locke y Kant tenían razón en las justificaciones.

II. EL D E R E C H O Y EL ESTAD O RACIONALES

En esta segunda parte del capítulo, dedicada a la teoría jurídica de la


época moderna, el protagonista no puede ser otro que el iusnaturalis­
mo racionalista, aunque visto ahora desde otra perspectiva. Frente a
la continuidad en casi todos los países europeos de un tipo de estu­
dios jurídicos ya no creativos, meramente repetitivos de los métodos
medievales en la enseñanza del ius co m m u n e, la teoría iusnaturalista
apareció en un principio con cierta desconexión del estudio y de la
práctica jurídicos. Sin embargo, sus construcciones influirían de ma­
nera decisiva tanto en los profundos cambios que el propio Derecho
sufre a partir de finales del siglo XVIII como, de manera en parte
reactiva, en la ciencia jurídica que se desarrollaría durante el siglo
x ix. M ientras la exposición de este último aspecto queda fuera de
este capítulo, en los tres epígrafes de esta parte se abordan tres mani­
festaciones diferentes de la importancia del iusnaturalismo para la
doctrina jurídica moderna: en primer lugar, a modo de síntesis de la
teoría jurídica iusnaturalista, se resumen los grandes trazos de la con­
cepción kantiana del Derecho; en segundo lugar, tomando también el
cosmopolitismo kantiano como culminación del período, se esque­
matiza la evolución de las doctrinas modernas sobre el Derecho in­
ternacional; y, en tercer lugar, se analiza la influencia del iusnatura­
lismo en las dos grandes ideas transformadoras del propio sistema
jurídico que sellan el cambio de la época moderna a la contemporá­
nea: la codificación, desarrollada sobre todo en el campo del Dere­
cho privado, y el constitucionalismo, en el del Derecho público.
El paso de la teoría política iusnaturalista a la jurídica, del Esta­
do al Derecho, es todo menos brusco. El sentido fundamental del
iusnaturalismo racionalista ha sido reducido por Bobbio a una efecti-
v^f™óYnmlF^lm^Tro^la^BTrst3nicx¿5rpd'e=uTia^teería-d:aeioa:a'l-:del~E5:t-a-^
do racional («Modelo», p. 140). Esta caracterización puede desglo­
sarse en dos elementos: tal iusnaturalismo es, en cuanto al método,
una teoría racional — o, mejor, racionalista— del Estado y, en cuanto
al resultado, una teoría del Estado racional, o sea, una doctrina de
justificación del Estado como fórmula política conforme a la razón
en la que los individuos pueden desarrollar plenamente sus derechos,
ejercer su libre consentimiento y realizarse como seres racionales. En
ello Hobbes prefigura la gran justificación hegeliana del Estado como
ente absolutamente racional cuando dice:

fuera de la sociedad civil cada individuo tiene una libertad completa,


pero no puede gozar de ella. [...] fuera del Estado reinan las pasiones,
la guerra, el temor, la pobreza, la crueldad, la soledad, la barbarie, la
ignorancia, el salvajismo; en el Estado reinan la razón, la paz, la segu­
ridad, la riqueza, la belleza, la sociabilidad, la elegancia, las ciencias,
la benevolencia (De cive, X , 1).

Pues bien, tal teoría racional de un Estado racional tiene su corre­


lato jurídico en lo que puede denominarse una teoría racional del Dere­
cho racional, y empleo deliberadamente el término «correlato» — como
«correlación» o «relación recíproca entre dos cosas»— porque, en efec­
to, el iusnaturalismo racionalista produce una doctrina estatalista del
Derecho como instrumento racional en la que la ecuación Estado-De­
recho aparece en casi perfecta correspondencia, y no sólo en sus expre­
siones más características, los códigos y las constituciones, sino inclu­
so, como se verá, en lo que respecta al Derecho internacional. Ya en el
siglo X I X , la plasmación de estas ideas se sintetizará en la importante
noción de Estado de Derecho (Díaz, «Estado de derecho», § 2).
Seguramente, la formulación más acabada de semejante teoriza­
ción racionalista de un Derecho racional aparece enrel universalis­
mo de la doctrina kantiana, que M arx caracterizó como «la filoso­
fía alemana de la Revolución Francesa». Tal filosofía tiene como
m anifestaciones fundamentales los dos temas, ya antes anunciados,
que se desarrollan sucesivamente en los dos primeros epígrafes del
capítulo. La primera, que pone de relieve su u n iversalism o ju rídi-
c o -m o r a l, es la teoría del D erecho — natural o ideal— , que Kant
elabora bajo una noción de ley cuyo fin es coordinar las libertades
individuales: tal teoría, como se ve, presenta dos elementos — la
visión del Derecho como ley, idealmente reflejo de la voluntad racio­
nal, y la preeminencia de ¡a libertad o capacidad de acción individual
como derecho básico para cuya garantía la ley es instrumento— que
no sólo sintetizan la aportación fundamental del iusnaturalismo ra-
=eiena4ist^a“la~teoüfcju-ríd-rea7^rro”que^roporci'cmaTÍaiF:el-rconterii-
do ideológico fundamental de la ciencia jurídica alemana del siglo
X IX . ~Lá~seguñdá manifestación de la filosofía kantiana que merece
destacarse aquí es que, en cuanto universalism o ju ríd ico-p olítico, su
propuesta parte de la necesidad del Estado para proponer una co­
munidad internacional pacífica en forma de una asociación universal
pero meramente voluntaria de E stados constitucionales, de modo
que también por el lado del Derecho internacional el Estado, si bien
un Estado que hoy llamaríamos democrático, sigue siendo el prota­
gonista último de la doctrina jurídica del iusnaturalismo que Kant
sintetiza.
Con una y otra acepción del universalismo se relacionan estre­
chamente la codificación y el constitucionalismo — que, como ya he
dicho, son el objeto del tercer epígrafe del capítulo— , esto es, los dos
fenómenos que culminan y cierran la época moderna, cuyo espíritu
geométrico y racionalista conducía en el campo del Derecho a la
necesidad de las ideas de código y de constitución. A la vez, códigos
y constituciones sellan el comienzo de la época contemporánea, en la
que durante todo el siglo XIX, aun bajo otras coberturas doctrinales
y con una compleja evolución, sigue ésa misma estela de espíritu co­
dificador y de constitucionalismo de la que todavía hoy disfrutamos,
no sin problemas, muchas de sus rentas.

1. U n iv er sa lism o , iusn a tur alism o y t e o r ía


d e l D e r e c h o e n I<a n t

La aportación teórico-jurídica de Kant, que sintetiza los temas fun­


damentales del universalismo, el individualismo y el estatalismo tal y
como los consideró el pensamiento del iusnaturalismo racionalista, se
enmarca dentro de su concepción de la moral. Su teoría del Derecho,
en efecto, se halla de tal modo incardinada en su teoría moral que
las nociones centrales de esta última, autonomía moral e imperativo
categórico, tienen su correspondencia o correlato en las nociones cen­
trales de su teoría jurídica, libertad externa y ley. Para verlo más ati­
nadamente resumiré la concepción kantiana sobre la moral, que en lo
esencial comprende dos partes: una doctrina de la virtud y una doc­
trina del Derecho. La primera, que configura la moral en su sentido
más estricto, se fundamenta en la libertad interna o autonomía m o­
ral, donde radica el fundamento último de la moralidad, que Kant
remite al imperativo categórico. La segunda, sin perder su arraigo en
la moral y, por tanto, formando parte de la moral en un sentido más
amplio que el anterior, tiene como elemento central la libertad exter­
na o libertad de acción, cuya garantía es el fin exclusivo del Derecho.
Desbrocemos ahora esta apretada síntesis en los elementos básicos de
uno y otro aspecto.

1.1. L a doctrin a m o ra l kan tian a

a) La libertad interna o autonomía moral

En la doctrina moral en su sentido más estricto, Kant lleva a sus últi­


mas consecuencias el individualismo y el universalismo m orales del
iusnaturalismo racionalista. Y ello porque hace del sujeto individual
el único y último árbitro en materia moral, lo que va más allá de la
atribución de tal arbitraje al Estado que aparece en iusnaturalistas
como Hobbes, Spinoza o Rousseau. El punto de partida kantiano es
que lo único bueno sin condiciones en el mundo es la buena volun­
tad, voluntad que ha de ser concebida como libre, esto es, para Kant,
no causada por nada ni nadie ajeno a la propia razón: voluntad racio­
nal, por tanto, porque la racionalidad exige que la moral sea y se
cumpla por nuestra propia convicción y no por mera obediencia
heterónoma, esto es, literalmente, a una «norma de otro». Kant for­
mula esta idea diciendo que los preceptos morales, para poder ser
cumplidos como tales, deben ser mero cumplimiento del deber por
el deber54. Y es así como aparece el concepto kantiano de libertad
interna o au ton om ía, literalmente, «norma de uno mismo».

54. Paradójicamente, una buena justificación de esta posición la dio Hegel, el


gran crítico de Kant, según cuenta el poeta Heinrich Heine: «Una vez nos hallábamos
[Hegel y Heine] asomados de noche a la ventana y dejé expresar mi exaltación ante el
espectáculo de las estrellas, morada de los bienaventurados. Pero el maestro rezongó
para sí: “Las estrellas no son más que un sarpullido en el cielo”. “ ¡Por Dios! — excla­
mé— , ¿pretende insinuar que allá arriba no hay algún lugar donde la felicidad premie
a la virtud después que nos muramos?”. A lo que respondió, mirándome burlonamen­
te: “O sea que Ud. quiere, además, una propina por haber cuidado a su madre
enferma, no haber dejado pasar hambre a su hermano y no haber envenenado a su
enemigo, es decir, por haber cumplido en la vida ni más ni menos que con su deber”»
{Cartas sobre Alemania).
Puesto que la moral es cumplimiento autónomo del deber por el
deber, no puede realizarse genuinamente mediante imposición ex­
terna alguna, lo que excluye tres tipos de motivaciones: primero, la
apelación a la necesidad — de la que la naturaleza o las inclinaciones
o instintos naturales son la principal manifestación— , que es clara­
mente ajena a la libertad humana; segundo, el uso de la coacción y
el engaño por parte de los demás hombres, que no pueden servir
para establecer deberes morales-, y, tercero, el sometimiento a deseos,
sentimientos o intereses del propio sujeto, que forman parte de sus
pasiones y no de su razón, o, si se quiere, de un yo ajeno al verdaT
dero yo, que es el racional (esta última es la razón por la qile, según
Kant, el egoísmo o la búsqueda de la felicidad, sea en este mundo o
en el otro, corrompen la voluntad racional, por no ser ya pura ni por
tanto libre, sino interesada). De este conjunto de exclusiones surge la
primera y fundamental noción de libertad en Kant, como autonomía
racional, esto es, como cumplimiento de lo que uno mismo establece
racionalmente como deber. Pero ¿cómo lo establece racion alm en te?
Según Kant mediante el criterio de universalidad, que es el funda­
mento y contenido del imperativo categórico.

b ) El imperativo categórico

Desde los presupuestos anteriores, que pretenden establecer la so­


beranía moral del individuo, el criterio de la moralidad se basa para
Kant en un imperativo categórico, que encuentra su fundamento en
sí mismo, en contraposición a los imperativos h ip otéticos, del tipo «Si
quieres tal cosa, debes...», que no establecen un deber por razón del
deber, siendo por tanto heterónomos. Kant dio varias formulaciones
de tal imperativo, de las que cabe recordar la primera y la tercera:

obra de modo que tu máxima pueda valer siempre al mismo tiempo


como principio de una legislación universal (G run dlegung , 4 2 1 , 5-7,
p. 173);

obra de tal manera que uses a la humanidad, tanto en tu persona


como en la persona de cualquier otro, siempre a la vez como fin,
nunca meramente como medio (429, 10-14, p. 189).

Aunque el imperativo categórico es el núcleo de la doctrina mo­


ral de Kant, cabe observar en él una notable inspiración de carácter
jurídico. M e refiero a la prioridad que en la propia noción de im pera­
tivo asume la idea de ley, entendida además como ley que, en euanto
regla o máxima general, propone deberes antes que derechos. En este
punto el iusnaturalismo kantiano parecería más próximo al modelo
legalista del Derecho natural medieval que al modelo moderno, que
ve el Derecho natural como conjunto de derechos subjetivos, si bien
Kant, como veremos a continuación, hará un lugar importante a la
libertad como derecho subjetivo en su teoría del Derecho-” .

1.2. L a d o c t r in a d e l D e r e c h o k a n tia n a

a) Derecho racional y empírico; Derecho natural y positivo

Junto a la anterior doctrina moral en sentido estricto, la teoría jurídi­


ca de Kant es también una parte de lo que puede denominarse moral
en un sentido amplio. El Derecho del que habla Kant es el «Derecho
racional» o a p r io r i , objeto del estudio de los filósofos y al que los ra­
cionalistas habían llamado «Derecho natural», y que él diferencia cla­
ramente1del «Derecho empírico», objeto del estudio de.los juristas y al
que tradicionsdmente se ha venido denominando «Derecho positivo»
hasta hoy. Tal Derecho racional tiene carácter moral y sirve como cri­
terio de justificación del Derecho. Pues bien, cambiando severamen­
te la terminología tradicional — por cierto, sin éxito alguno— , Kant,
dentro de aquella noción de Derecho racional, distingue a su vez entre
el Derecho natural y el positivo. El Derecho natural se caracteriza
por ser meramente p r o v is o r io , en el sentido de que todavía carece
de coerción, y contiene la regulación del derecho (subjetivo) natural
a la libertad de acción, del cual derivan la propiedad y las facultades
de disposición en que consiste el Derecho privado, debiendo tenerse
en cuenta aquí que tal libertad de acción es según Kant el único dere­
cho natural o «innato» o, en fin, «originario, que corresponde a todo
hprnbre en virtud de su humanidad» (M e ta p h y s ik d e r S itte n , p. 49).

55. Cuestión más compleja es si esta fundamentación de toda la moral en la


noción de imperativo no propone una conexión excesiva de la moral con la virtud de
la justicia, esto es, con la esfera de las relaciones sociales o de alteridad, justamente
las reguladas por el Derecho mediante la imposición de obligaciones y prohibiciones,
en detrimento de otras virtudes, como la amistad o la solidaridad por puro altruismo,
que están más allá de lo obligatorio (tal es el sentido, por cierto, de la irónica objeción
de Schiller a Kant: «Sin vacilar me pongo al servicio de los amigos, mas, desgracia­
damente, lo bago por gusto. Y así me dice a menudo el gusano de la conciencia que no
soy virtuoso»).
Sin em bargo, aunque tal interconexión entre moral y justicia puede referirse a los
motivos o fundamentos, sería engañoso extenderla a los contenidos en la medida en
que Kant amplía considerablemente la esfera de la justicia: así, por un lado, para él
son m oralm ente decisivos también los deberes para con uno mismo — que impondrían
también deberes de justicia, porque en ellos se da una relación con lo que hay de hu­
manidad en cada individuo— y, por otro lado, existen deberes generales de ayuda a los
necesitados, de modo que la justicia integra deberes de solidaridad o caridad.
El Derecho positivo, en cambio, que es el Derecho racional que (mo­
ralmente) debe surgir tras el «contrato originario» y emanar «de la
voluntad de un legislador», tiene ya carácter peren torio, esto es, obliga
por la fuerza, y está destinado a garantizar el Derecho natural (M eta-
physik d er Sitten, pp. 48 y 146). De esta manera, el Derecho positivo
es la parte del Derecho racional que, mediante la coerción estatal, se
GO-i^O-Xi&EGctiQ—
p ú b lic o ipf^ln y p n rlo pj I~)prficho p o l í t i c o y el
penal, y que se justifica por la finalidad de garantizar el Derecho priva­
do, es decir, la libertad propia de las relaciones jurídico-privadas. En
realidad, a pesar de sus novedades terminológicas, esta construcción
no hace otra cosa que recrear la tríada iusnaturalista, donde, en for­
mulación algo más abstracta, al estado de naturaleza le corresponde el
Derecho natural o privado, esto es, la esfera de la libertad de acción,
mientras que la sociedad civil y política, tras el contrato social, es el
momento del Derecho positivo o público, esto es, del aparato coacti­
vo estatal destinado a garantizar las libertades individuales.

b) El derecho innato a la libertad: la distinción entre moral


y Derecho y la diferencia entre libertad interna y externa

Puede resultar paradójico que aunque la fundamentación kantiana


última de la moral se apoye no en los derechos sino en la idea de
deber o de imperativo, su teoría del Derecho — que, como he dicho,
no es más que una derivación parcial de su doctrina moral— se base
en la garantía máxima de la libertad, que para Kant es un derecho en
sentido subjetivo, como ya he dicho, el derecho subjetivo «único» y
por excelencia. Pero la paradoja se disuelve si se tiene en cuenta que
en Kant es fundamenta] la distinción — no separación, porque para él
el Derecho está justificado moralmente— entre moral y Derecho, de
la que, a su vez, se derivan dos significados bien diferentes de la idea
de libertad, la interna y la externa, según tal idea se refiera a la virtud
— esto es, a la moral en sentido estricto— o al Derecho (M etaphysik
der Sitten, p. 264). Veamos ambos aspectos, lo que servirá para reca­
pitular e insistir en lo esencial del esquema jurídico kantiano.
La distinción kantiana entre moral — en sentido estricto, o vir­
tud— y Derecho (racional) se basa en la referencia de uno y otro
conjunto normátivo a dos tipos bien diferentes de leyes, o a dos
formas de legislación. La moral se realiza mediante el cumplimiento
de una legislación interna, autónoma y racional, que incluye la nece­
sidad de una motivación pura o del deber por el deber, de tal modo
que carece de todo valor moral cualquier acción cumplida por otra
razón, como la búsqueda de la felicidad o la evitación del castigo. El
Derecho, en cambio, se realiza mediante una legislación heterónoma,
que no exige la pureza en la motivación de la acción y sólo pide que
se actúe con form e al deber, y no ya p o r el deber, de acuerdo también'
con el carácter heterónomo tanto del legislador positivo — que ya no
es el propio individuo, sino un tercero, sea monarca o parlamento—
cuanto de la propia coerción con la que las leyes positivas amenazan
para su cumplimiento. La anterior distinción se puede reformular
también diciendo que, para ser moral, una acción debe cumplirse p o r
el deber, mientras que una acción jurídica basta con que se realice
c o n fo rm e al deber.
En el marco de esa distinción entre moral, siempre en sentido
estricto, y Derecho, siempre racional, cabe entender también cómo
Kant no está pensando sólo én dos tipos diferentes de legislación,
sino también en dos tipos diferentes de libertad en una y otra esfera.
La moral, y el imperativo categórico en que se funda, se centra en la
idea de libertad interna o libertad como autonomía, es decir, en la capa­
cidad de decisión como autonormación racional, que configura la
soberanía moral individual y que, para ser tal, no puede ser impuesta
coercitivamente o, en general, heterónomamente. El Derecho, en
cambio, que sólo pretende la realización de la convivencia entre los
individuos, tiene como objeto la regulación de la libertad extern a
— el único derecho innato, originario o natural, recuérdese— , que es
no ya la libertad como capacidad de darse leyes racionales a uno
mismo, que califica a la voluntad o decisión, sino la libertad de ac­
ción, que ya más cerca de nuestra época se denominaría también
libertad negativa, en cuanto aparece como ausencia de impedimentos
o constricciones para actuar: ejemplos de contraste son el del preso
de conciencia que ha asumido libremente su condena, por lo que es
libre internamente, y el del fumador que no puede dejar de fumar
pero es jurídica y socialmente libre de fumar, para lo que disfruta de
libertad externa. Es en este segundo significado en el que Kant pro­
pone que él Derecho racional establece

el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de cada-uno puede


conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad
(Metaphysik der Sitien, p. 80).

Tal es, en esencia, el criterio de justicia kantiano, donde, precisa­


mente, la libertad es el perímetro de acciones no impedidas ni cons­
treñidas que, idealmente al menos, ha de venir garantizado por el
Derecho y su coacción, cuyo cometido es limitar el a rbitrio indivi­
dual — o.licencia, como capaóidad de acción absoluta— en aras de '
la libertad, que es la capacidad de acción de cada uno limitada por la
correlativa capacidad de acción de los demás56. La anterior construc­
ción de la idea de libertad constituye probablemente la elaboración
más elegante y sintética de la ideología liberal, cuyo desenvolvimien­
to y aplicación, especialmente en el ámbito jurídico, corresponderán
a la época histórica sucesiva.

2 . D el D er ec h o in t e r n a c io n a l m o d e r n o
AL COSMOPOLITISMO KANTIANO

2.1. L a evolu ción del D erecho in ternacion al m odern o

a) El nacimiento del Derecho internacional moderno:


de Vitoria a Vattel

Además de la teoría jurídico-moral de Kant, basada de manera tan


central en la relación entre ley y libertad, merece especial conside­
ración su posición sobre el Derecho internacional, que contiene una
preferencia por el modelo del Estado nacional dentro del ideal de
instaurar unas relaciones pacíficas entre los distintos Estados, junto
con una propuesta de garantizar un «derecho cosmopolita». Ese di­
seño ideal de una organización internacional y pacífica entre los Es­
tados servirá para sintetizar apropiadamente la sustancial aportación
del iusnaturalismo racionalista a la idea de Derecho internacional,
que nace y se desarrolla en la época moderna. Para ello, antes de
entrar en la doctrina kantiana haré una síntesis de la evolución de la
teoría del Derecho internacional, que en su sentido moderno, como
Derecho inter naciones, esto es, como regulador de la conducta de
los Estados, se comienza a elaborar y desarrollar en los siglos XVI
y XV II, a partir de obras como las de Francisco de Vitoria (c a . 1483-
154 6 ; en iguales fechas que Lutero) o Francisco Suárez (1548-1617),
quienes, también a través de- otros autores menores de la escolástica
española, influirán en la primera obra dedicada al problema central
de las relaciones entre los Estados, el de la guerra y la paz: el D e iure
b elli a c pacis (1625) de Hugo Grocio, que precisamente por esa obra

56. En esta última distinción podría interpretarse que «libertad» equivale a p o ­


sibilidad normativa (esfera de lo permitido o licito: el inglés m ay), mientras que «ar­
bitrio» equivale a capacidad de hecho o posibilidad fáctica (esfera de lo posible o
factible: can). No obstante, la idea de «arbitrio» es algo más compleja en Kant, pues
en general lo define como la «facultad de desear [...] unida a la conciencia de ser,capaz
de producir el objeto mediante la acción» (M etapbysik der Sitien, p. 16), de modo que
el arbitrio no es tanto la acción libre en el sentido de fácticamente posible com o la
facultad de optar por una acción posible.
y por otra anterior, D e m are liberum (1609), ha sido considerado
con mayor o menor justicia el fundador del Derecho internacional
público y que en todo caso influyó considerablemente en la práctica
internacional de la Europa de la época, en particular en los tratados
de la Paz de Westfalia (1648), con la que concluyó la Guerra de los
Treinta Años.
S¥Tecoi^aH~cpiF^iT^l~Ed^“M~edrar"el_Tffs“grní:íi»í--habíar-side-
entendido, en cuanto al contenido, como un Derecho común a todos
las naciones en el sentido romano del conjunto de instituciones y pre-'
ceptos mantenidos por todos o la mayoría de los pueblos en lo que
concierne a la regulación de ciertas conductas de los individuos, más
que como un Derecho sobre las conductas de los pueblos o Estados
entre sí, mientras que, en cuanto a su origen o naturaleza, ocupa­
ba un lugar intermedio, no claramente definido, entre el Derecho
natural y el civil o positivo (véase supra, pp. 121 ss.). Pero durante
Ja Edad Moderna se desarrollarán importantes cambios en ambos
aspectos. En lo que se refiere al contenido, por un lado, el concepto
de Derecho internacional57 se reduce y concreta para referirse a la
regulación de las relaciones entre Estados y, por otro lado, se produ­
ce una gran profundización en el estudio detallado de sus problemas,
especialmente en relación con la guerra y la paz. Por su parte, en lo
que se refiere al tema de su origen o naturaleza, esto es, a su relación
con el Derecho natural y el positivo, la evolución es mucho más com­
pleja. En lo que sigue, me referiré sobre todo a este último aspecto,
que aquí resulta el más interesante.

b) La ambivalente naturaleza jurídico-morai del Derecho


internacional

Para ver en conjunto la evolución del concepto de Derecho inter­


nacional, que organizaré en cuatro momentos, hay que remontarse
a la escolástica española, que representa la afirmación del Derecho
internacional como Derecho natural o como derivado de él, dentro
de la concepción escolástica que ve precisamente en el Derecho na-

5 7. El concepto y no la expresión como tal, que fue mucho más tardíamente acu­
ñada com o International Law p o r Bentham (Introduction , X V II, xxv, nota). Antes se
habían empleado expresiones como iits gentium o Derecho de las naciones, que toda­
vía nos suenan familiares. En cambio, no ha quedado rastro de la expresión tus feciale,
con la que los romanos habían denominado sus reglas sobre las negociaciones y tra­
tados de paz, pues aunque uno de los primeros estudiosos del Derecho internacional
moderno, el jurista inglés del siglo X V II Richard Zouche, la incluyó en el título de su
obra sobre el tema (véase infra, p. 25S ), se ve que entonces a Ir. influencia anglosajona
no le había llegado todavía su hora.
tural la esencia de todo Derecho. Tras este momento inicial, y frente
a tal configuración, la época del iusnaturalismo racionalista tenderá
a mostrar en mayor medida la tensión entre el Derecho natural y el
positivo, donde aquél aparece como deber ser ideal no necesariamen­
te aplicado y aplicable como Derecho positivo. Surgen así otras tres
posiciones diferentes que reflejan las tres posibles formas de resolver
la tensión planteada entre Derecho natural y positivo: la moralista-Ja
positivista y la ecléctica. Veamos más despacio las cuatro posiciones
mencionadas para concluir haciendo un balance que nos traerá hasta
el Derecho internacional actual58.

E l D erecho m ternacional co m o D erecho natural


y derivadam ente positiv o: el iusnaturalism o on tológico
de Francisco de Vitoria

Vitoria es, según una opinión común entre los historiadores, quien
primero teoriza el ius gentium como una categoría diferente al con­
cepto romano y tomista, hasta relacionarla ya muy estrechamente
con lo que hoy se denomina Derecho internacional público. Su pun­
to de partida es que los distintos pueblos están unidos entre sí en
una cierta comunidad universal, que llama com m unitas orbis (literal­
mente, «comunidad del orbe»), a modo de comunidad o familia de
Estados, entre los que se podría establecer un soberano común por
elección del conjunto de sus distintos .gobernantes59. El vínculo de tal

58. En la siguiente exposición, salvo para Vitoria, G rocio y Wolff, he utilizado


sólo literatura secundaria, dentro de la que a veces existen notables desacuerdos sobre
la calificación de unos y otros autores. De los que aquí se comentarán, sobre todo con
objeto de ilustrar la clasificación conceptual indicada en el texto, el tratamiento más
detallado y argumentado — y en ocasiones también más apasionado— se encuentra
en la Historia del Derecho internacional de Nussbaum, a quien he seguido con prefe­
rencia, salvo en el caso de Gentiii, cuya dubitativa calificación como positivista tal vez
pueda resolverse mejor, y en los propios términos de la exposición de Nussbaum, en
favor de su calificación como ecléctico, según lo propongo en el texto (pp. 1 32-133).
Junto a dicho libro, remito también a los distintos estudios de Truyol y Serra citados
en la bibliografía y al Derecho internacional público de Verdross.
5 9 . Sin duda, esta idea tiene antecedentes en la doctrina medieval de la comuni­
dad de los reinos cristianos — la medieval universitas christiana , a su vez sustrato de la
idea del Imperio romano-germánico— , pero no es claro hasta qué punto Vitoria está
viendo el orbe , al modo medieval, como el objeto de expansión de la cristiandad (en
tai sentido, véase Schmitt, pp. 1 0 5 -1 0 6 y 111 -1 1 2 ), o si, distinguiéndolos ya claramen­
te, está abriendo el camino a la noción de una comunidad universal de naciones que
constituye un claro precedente de la idea de comunidad internacional que subyace al
Derecho internacional moderno (en tal sentido, véase Ferrajoli, «Soberanía», p. 128;
así como García Arias, «Adiciones», pp. 60 y 3SS -3S9).
comunidad es el ius gentium , del que — sin resolver la ambigüedad
que, como en su momento vimos, había mantenido Tomás de.Aqui-
no al considerarlo a veces Derecho natural y a veces positivo— dice
«que es natural o se deriva del natural». Vitoria define el ius gentium
siguiendo las Institutiones de Gayo, pero con una alteración a la que
se ha dado mucha importancia: donde Gayo decía que el ius gentium
es «quod naturalis ratio inter om nes hom ines constituit [estableáis]»,
Vitoria corrige:

[...] qu od naturalis ratio inter omnes gentium constituit, vocatu r ius


gentium [se llama derecho de gentes al que la razón natural establece
entre todos los pueblos] (R electio de indis prior, III, § 2, p. 130);

es decir, que el teólogo español sustituye el «entre todos los hom bres»
de Gayo por un «entre todos los p u eblos». Esta modificación, unida a
la citada idea de la com m unitas orbis, ha permitido afirmar que apa­
rece así un nuevo concepto, el ius inter gentes, relativo a la regulación
de las relaciones entre los distintos pueblos entre sí60. Con todo, hay
un aspecto en el que el ius gentium de Vitoria es algo diferente, más
amplio, que el Derecho de gentes que teorizarían después los iusna­
turalistas racionalistas, pues mientras aquél comprende los derechos
y deberes tanto de los soberanos como de los individuos • — esto es,
por ejemplificarlo, tanto de Carlos V como de Hernán Cortés o Pi-
zarro, así como de los soldados y sacerdotes que les acompañaban— ,
el Derecho de gentes moderno tendrá ya sólo a los Estados como
sujetos exclusivos (punto, por cierto, que se encuentra en revisión
en el Derecho internacional contemporáneo, en esto, salvando las
distancias, más en la línea de Vitoria) (véase Rodríguez Paniagua,
H istoria, pp. 106-109; y Pérez Luño, p. 78).
Otro aspecto que apunta la modernidad deVitoria, al menos
como pensador de transición entre el pensamiento escolástico y el
racionalista, es la importancia que en su obra recibieron los derechos
en sentido subjetivo, como, en particular, el ius com m unication is,
el ius com m ercii, el ius occu pationis o el ius razgnzwdz',- que-han sido
considerados como antecedentes de los derechos individuales a la
igualdad, la propiedad o la libertad de los iusnaturalistas modernos.

60. Véase Truyol, Filosofía, pp. 83-S4, y Derecho internacional, p. 5 9 ; así como
la nota de García Arias en Nussbaum, p. 62, donde se destaca que la sustitución de hó-
mines por gentes fue consciente en Vitoria porque en sus Comentarios a la «Secunda-
Secundae» de Santo Tomás dice que el ius gentium surge, como Derecho positivo, «ex
com m uni consensu omnium gentium et nationum», esto es, delconsenso común de
todos los pueblos y naciones (q. 5 7 , art. 3.°, n. 3).
De todos modos, han de hacerse aquí dos precisiones: de un lado, en
consonancia con lo que se acaba de decir sobre la extensión del con­
cepto de g en tes, la atribución de tales derechos es ambigua en V ito­
ria, pues parece referirse indistintamente a los pueblos y a los indivi­
duos que viajaban a tierras lejanas; y, de otro lado, y sobre todo, que,
en cuanto derechos atribuibles a los pueblos como Estados, no pare­
cen ser iguales para todos ellos, sino que, a pesar de los presupuestos
declarados sobre la igualdad del género humano, venían a tener un
alcance eminentemente unidireccional, como derechos de los pue­
blos cristianos, y en realidad del imperio español, en su cristianiza­
ción del Nuevo Mundo (véase Ferrajoli, «Soberanía», pp. 12 8 -1 3 0 )61.
Obsérvese, por lo demás, que Vitoria permanece dentro de la
tradición escolástica en su fundamentación teológica del ius gentium
como Derecho natural o como derivado de él, considerándolo tan
obligatorio para los gobernantes como lo es el Derecho positivo para
los súbditos, pues ambos cometen pecado ante Dios por su incumpli­
miento aunque sólo los últimos deban responder ante la ley huma­
na62. Lo decisivo aquí es que, en aquella tradición, Derecho natural y
positivo no están en relación de diferenciación y de posible contraste,
sino de desarrollo, en correspondencia con el concepto esencialmen­
te moral de todo Derecho (recuérdese lo comentado sobre el iusnatu­
ralismo ontológico supra, pp. 142 y 190 ss.). Esto aparece bien claro
en el texto en el que Vitoria, siguiendo la tesis de Tomás de Aquino
de que las leyes también obligan a los propios legisladores y reyes,
añade:

el derecho de gentes tiene fuerza no sólo por el pacto y consenso entre


los hombres, sino también tiene fuerza de ley [... pues] el orbe entero,
que en cierto modo es una república, tiene potestad de dar leyes justas-
y convenientes para todos, com o son las del derecho de gentes. De
aquí se sigue claram ente que pecan m ortalm ente los que violan el
derecho de gentes, tanto en la paz com o en la guerra (R electio de
potestate civili, § 2 1 ; p. 5 1 ).

6 1 . Sobre la doctrina de Vitoria, y en general de la llamada escolástica española,


existe una abundante literatura, que recoge una suma de largas controversias sobre
su apropiada colocación en la historia de las ideas, su alcance filosófico-jurídico y su
sentido político-práctico en el m omento histórico de la ocupación americana (para un
amplio y mesurado balance, a veces en exceso moderado, remito a Pérez Luño, esp.
caps. II-IV ). En todo caso, no es en absoluto casual que el pensamiento moderno sobre
el Derecho internacional surgiera precisamente en la potencia entonces prácticamente
hegemónica en el mundo.
6 2 . Para una aguda y ricamente argumentada distinción entre el ius gentium de
Vitoria y el del iusnaturalismo racionalista, que destaca especialmente la diferencia
entre el punto de vista teológico y el jurídico, véase Sch.rn.itt, pp. 96 ss.; en parecida
En esta posición, en suma, el Derecho internacional aparece como
Derecho natural pero, a la vez, en cuanto derivado o derivable de
este último, también como Derecho positivo, directamente vinculan­
te para los Estados y sus representantes63.

El D erech o in tern acion al co m o D erech o positivo


yT-é-n-p&H-eT-^nsrt-m:6tU^&l~&&l6&tÍGÍsmo-de~G-e^:i tili-y-Gxacio-.

Con el iusnaturalismo racionalista se resquebraja la estricta conexión


entre Derecho natural y Derecho positivo que, gracias a la hegemonía
del pensamiento teológico católico, había mantenido la escolástica.
En la moderna configuración de las relaciones entre Derecho natural
y positivo, mientras el primero es visto como Derecho ideal pero no
necesariamente eficaz, el segundo es visto como Derecho eficaz pero
no necesariamente moral. Y, así, en la mayoría de los iusnaturalistas
racionalistas, que siempre mostraron más preocupación por las rela­
ciones entre Estado e individuo que por las relaciones entre Estados,
estas últimas fueron concebidas como relaciones propias del estado
de naturaleza, es decir, como relaciones reguladas por criterios mora­
les, anteriores al Derecho positivo, pero por ello mismo carentes de
suficiente efectividad (de la anterior caracterización debe excluirse,
desde luego, a Hobbes, para quien la idea de ius gen tiu m no tiene
sentido en la medida en que los Estados entre sí, al carecer de un
soberano común, no están sometidos a reglas, sino que viven en la
absoluta libertad e inseguridad del permanente estado de guerra en

línea, Nussbaum insistió tanto en la continuidad de V itoria con la escolástica como en


su propósito teológico, señalando cómo su razonamiento «enlaza con el forutn cons-
cientiae , que es el campo propio del sacerdote, y en especial del confesor» (p. 63).
63. En la época franquista se produjo una recuperación doctrinal de la llamada
Escuela Española del Derecho natural y de gentes que llevó a un estudioso como Luis
García Arias a aplicarla al Derecho internacional tras defenderla com o «la más perfecta
teoría iusnaturalista, válida y adecuada para su tiempo y para el nuestro»: tras negar
que «el D erecho natural es una mera ética, [...] ya que posee una normatividad jurídica
válida para el fuero externo del hombre en sus relaciones sociales con los demás»,
García Arias añade que, «afirmada la existencia de una sociedad natural entre todos
los hombres, y agrupados éstos en naciones o Estados, necesariam ente tienen que
tener aquéllos un Derecho natural que rija sus relaciones^ mutuas, constituido por un
conjunto de principios, objetivos, independientes de la'^oluntad humana, y de la
misma manera la comunidad de naciones o Estados precisa de un D erecho constituido
también por principios objetivos para regir las relaciones internacionales. Este último
Derecho no es, desde luego, el mismo Derecho Natural cuya adecuación es impuesta
necesariam ente por Ja Naturaleza, sino un Derecho que fluye espontáneamente del
Derecho Natural, que se halla en estrecha conexión con él, pero que no se confunde»
(«Concepciones iusnaturalistas», pp. 66, 70 y 72-73).
que consiste el estado de naturaleza). Junto a ello, con el iusnaturalis­
mo racionalista pasó a ser moneda corriente la atribución de derechos a
los Estados, hasta terminar siendo vistos, como sujetos con iguales
derechos entre sí.
Quizá el p r im e r intemacionalista moderno sea Alberico Gentili
(1 5 5 2 -1 6 0 8 ), un jurista italiano que, exiliada su familia por razones
__religijQ sas,-en señ ó-en -O xfard ~ y _se-h a-h eeh 0 --f-a-m0 so -se b r-e -t 0 d :e -'p o r
haber mandado callar a los teólogos en materias no teológicas, como
p r e c is a m e n te las jurídicas. No fue, al parecer, un gran teorizador y ,
en realidad, no p u e d e considerársele un iusnaturalista racionalista,
sino un jurista m ás bien tradicional que, conocedor antes de Baldo
que de la escolástica, estudió temas como las legaciones o embajadas
o el Derecho de guerra y elaboró d ictá m e n e s sobre asuntos concretos
de interés internacional. Con todo, en su carencia de fundamentos
teóricos estables, sus criterios sobre las reglas jurídicas entre los Esta­
dos parecen ofrecer una combinación de las costumbres y reglas se­
gu id as en la práctica, que él extrajo sobre todo del Derecho romano,
y de las pautas por él consideradas racionales o razonables, carac­
terizadas como ius naturae, aunque al parecer sin muchas precisiones
(Nussbaum, pp. 80-90).
Por su parte, el holandés Hugo Grocio (1 5 8 3 -1 6 4 5 ), que desde
hace mucho tiempo suele venir siendo considerado tanto el inicia­
dor del Derecho internacional moderno como el primer iusnatura­
lista racionalista, fue en -realidad un jurista de transición entre la
escolástica y el racionalism o. A diferencia de Gentili, elaboró una
concepción del Derecho internacional que apunta a la distinción
moderna entre m oral y D erecho, aunque en su desarrollo efectivo,
a,mi modo de ver al menos, mantuvo una posición más bien híbrida
sobre su carácter m ixto, a la vez jurídico y moral. En efecto, en su
famosa obra De iure b e lli a c p acis (1 6 2 5 ), Grocio comienza defen­
diendo la existencia de dos tipos de Derecho de gentes, uno natural
y otro voluntario o positivo, si bien deriva este último a partir de
aquél, como manifestación del ap petitu s so cieta tis64. Es verdad tam-

64. Al parecer, Grocio recogió ral distinción del jurista español Fernando Váz­
quez de M enchaca, que había resuelto la ambigüedad de Tom ás de Aquino sobre el ius
gentium distinguiendo entre un Derecho de gentes primario, que sería de Derecho
natural e inmutable, y otro secundario, que sería positivo y sujeto a alteraciones: «El
Derecho natural es inmutable, porque se deriva de la divina providencia. Una parte de
este D erecho constituye el Derecho de gentes primario, muy distinto del D erecho de
gentes secundario o positivo, susceptible de posteriores alteraciones» (Gontroversiae
illustres, c. 89, n. 12 ss.; cit. por Grocio, que aceptó la doctrina, en D e mare liberum 3
p. 1 2 7 ; véase también Truyol, D erecho internacional^ pp. 67-68).
bién que Grocio propone mantener diferenciadas las reglas de uno
y otro, lo que, utilizando una terminología más clara, permitiría dis­
tinguir el Derecho natural y el 'de gentes, pero no por ello se le ha de
considerar un positivista que caracterizara al Derecho internacional
únicamente en términos de las prácticas efectivas seguidas por los
Estados65.
En realidad, Grocio no cumplió su propia propuesta de distin­
ción entre el plano moral y el jurídico y, en general, el D e iure belli,
ac pacis trata de la licitud o justicia de las más variadas instituciones
y reglas relativas a la paz y a la guerra tanto desde el punto de vista
del Derecho natural como del Derecho de gentes, y no siempre dt-
ferenciando claramente entre ellos66. Sin duda no es casual que su

65. Más atinado que Westerman, para quien el ius gentium de Grocio «se basa
directamente en el Derecho natural» (p. 169), Ferrajoli lo considera positivista por
su definición de De iure belli... (I, I, xiv .l): «id quod gentium omnium aut multarum
volúntate vim obligandi accepit» [el que recibió la fuerza de obligar de la voluntad
de todos o de muchos pueblos] («Soberanía», p. 133). Sin embargo, tras esa y otras
claras definiciones del principio de esa obra de Grocio — donde el Derecho natural se
presenta como derivado de principios racionales evidentes y el Derecho positivo como
derivado de la voluntad o el consenso de los pueblos (De iure belli, «Proleg.», §§ 16,
17, 2 3 , 3 0 , 39 y 40), más adelante no siempre el jurista holandés siguió su propósito,
probablemente porque su propia distinción se lo permitía mal: así, en efecto, a pesar
de la diferenciación anterior, luego precisa que el Derecho natural se puede conocer
no sólo a priori, mediante la autoevidencia puramente racional, sino también a poste-
riori , esto es, mediante argumentos de hecho y de autoridad, o, con sus palabras, «sí
se deduce, no con seguridad muy cierta, pero a lo menos bastante probable, que es de
derecho natural lo que en todos los pueblos, o en todos los de mejores costumbre^. se
cree que es tal» (ibid., I, I, x ii.l), que es una prueba similar a la que enseguida aduce
en favor de las reglas del Derecho de gentes: «Y se prueba este derecho de gentes de la
misma manera que el civil no escrito, por el uso continuo y por el testimonio de los sa­
bios» (ibid., I, I, xiv.2). Por lo demás, de hecho, el De iure belli ac pacis está plagado de
citas de autoridad, por lo que no es fácil distinguir, si no lo dice expresamente, cuándo
habla de reglas del Derecho natural o del de gentes (de acuerdo con la calificación de
Grocio como un autor ecléctico, véase Truyol, Derecho internacional , p. S7).
66. Para ejemplificar la ambigüedad grociana, un caso en el que está bastante
clara la distinción del ius gentium respecto del ius naturale Ió‘suministra sú'visióñ dé la
esclavitud, que considera que no es natural sino instituida por los hombres, en buena
parte por el Derecho de gentes, alcanzando no sólo a todos los prisioneros de guerra
(«aquellos que por su mala ventura al surgir repentinamente la guerra, son cogi­
dos dentro de los confines de los enemigos»), sino a sus descendientes perpetuamente
(De iure belli\ III, VII, i. 1-2 y ií).
En contraste, dos casos importantes en los que uno y otro tipo de Derecho resul­
tan amalgamados son, de un lado, su argumentación sobre el origen de la propiedad
y, de otro, la propia discusión sobre la justicia de algunas guerras, donde dice: «Por el
derecho natural, pues, que también se puede llamar de gentes, es bastante manifiesto
que por él no se reprueban todas las guerras» (De iure belli , II, II; y I, II, iv.l, respec­
tivamente).
cátedra en Heidelberg fuera la primera en Europa con el título, que
haría escuela,D e iure natu rae etg en tiu m (Wheaton, pp. 2 9 -3 0 ). Los
criterios grocianos más bien mezclan lo que reputaba pautas consue­
tudinarias de los pueblos conocidos con principios estimados raciona­
les, de naturaleza moral, una amalgama tal vez especialmente ineluc­
table en el Derecho internacional, siempre deficiente de efectividad
en comparación con los Derechos estatales y siempre viviendo en la
tensión entre los principios proclamados y las prácticas impuestas por
los más fuertes.

E l D erech o in tern acion al co m o D erech o natural


y no p o sitiv o : el m oralism o de P ufendorf, T o m a sio y W o lff

En la tensión entre moralidad y efectividad que caracteriza al Dere­


cho internacional moderno, el modelo iusnaturalista más puro, que
denominaré moralista, consideró el ius gentium eminentemente como
un conjunto de criterios morales a los que los Estados están obligados
a pesar de no existir la fuerza centralizada suficiente para hacerlos
efectivos, por lo que el único y último recurso para hacer justicia es
la guerra. Obsérvese que, aunque esta posición coincide en parte con
la visión escolástica en cuanto mantiene al Derecho natural — esto es,
a fin de cuentas a la moral— como fundamento e inspiración del
Derecho internacional, sin embargo, lo hace desde la diferenciación
antes señalada entre el Derecho natural y el positivo, de la que ahora
resulta que el Derecho internacional es sólo, o sobre todo, un conjun­
to de criterios morales y no ya, como lo era en Vitoria, también un
conjunto de reglas jurídico-positivas. La expresión más clara de esta
posición moralista la ofrecen Samuel Pufendorf (1632-1694) y Christian
Tomasio (1655r1728), mientras que Christian W olff (1679-1754) pro- •
puso una versión tan extrema que incluso tendió a subsumir al Dere­
cho internacional positivo en la moral.
Pufendorf, que sucedió a G rocio en su cátedra de Heildelberg
— con cuyo nombre tituló su principal obra, D e iure naturae et g en ­
tium (1 6 7 2 )— , produjo una peculiar combinación de las teorías de
Grocio y de Hobbes de la que el ius gentium emergió como el Dere­
cho natural obligatorio, pero sólo m o ra lm en te obligatorio, entre las
naciones. El carácter exclusivamente moral de este Derecho se pone
de manifiesto en la negativa de Pufendorf a considerar como normas
de Derecho positivo los tratados y las costumbres, que para él son
meros hechos y no normas. En efecto, si los tratados no forman parte
del i,us gen tiu m , de igual modo que los contratos entre individuos no
componen las reglas del Derecho privado, tampoco corren mejor
suerte en su doctrina las costumbres seguidas entre los pueblos, que
no serían más que «pactos tácitos» (Nussbaum, pp. 1 2 6 -1 2 9 )67. El
Derecho internacional quedaba así convertido en un conjunto de re­
glas morales que, como tales, se imponen sólo cuando la razón está
del lado del más fuerte, mientras que en caso contrario están destina­
das a ser ineficaces. Continuando la misma línea moralista, Tomasio,
“-de^n-t-r-e-deJ^s-v^-r-io^ignifieadc^^el^tó-geaíiííKVcieíhi-e-aLqiie-aliiíie-
al sentido actual del Derecho internacional como

un tipo especial de derecho natural, igualmente inmutable, y no un


derecho humano, porque las naciones entre sí no tienen un legisla­
dor común {Fundamenta iuris, V, § 5 7 ).

Con un similar punto de partida moralizador pero llevándolo


prácticamente hasta el extremo de diluir el Derecho positivo en el
Derecho natural, el filósofo ilustrado Christian W olff, discípulo de
' Leibniz, abre su obra Ius g en tiu m afirmando que «las naciones [gen­
tes'] entre sí no usan otro derecho que el que está establecido por la
naturaleza», bajo el presupuesto de que

el D erecho de gentes no es originariamente más que el Derecho de la


naturaleza aplicado a las naciones [gentes] (hisgentium, «Praefatio», p. 2;
y §3).

Ese ius gen tiu m naturale o necessarium , que W olff considera inmuta­
ble y obligatorio «en conciencia» para las naciones, procedería de la
«sociedad que la naturaleza instituye entre todas las naciones», que
«se entienden reunidas en una ciudad» para su bienestar común (c o m -
m unis salu tis cau sa) (Ius gentium , §§ 4 -9 ; e In stitu tion es, § 1088).
Tal Estado de Estados, al que denomina civitas m ax im a , es para
W olff el producto de un quasi pactu m que uniría a todas las naciones
del mundo como «iguales entre sí» bajo la forma del «Estado popu­
lar» o democrático y les obligaría a cumplir la ley de la naturaleza
conforme a la recta razón y con independencia de su voluntad (Ius

67. Leibniz criticó abiertamente este punto de vista: «algunos doctos varones, in­
fluidos por nuestro autor [PufendorfJ, se niegan a admitir ningún derecho de gentes
voluntario, atendiendo a las siguientes razones: los pueblos, según ellos, no pueden
sentar derechos ni establecer jurisprudencia mediante pactos; lógicam ente, en esos
casos no hay, también según ellos, ningún superior que haga eficaz esa obligación. Con
tal argumento dejarán muy bien sentado que, naturalmente, los hom bres no pueden
establecer un superior para sí mismos mediante pactos y acuerdos, a pesar de que
Hobbes admitió lo contrario» («Algunas observaciones sobre las ideas fundamentales
de Samuel Pufendorf...», en Escritos de filosofía jurídica , p. 172).
gentium , §§ 10-16 y 19-21; e Instituíiones, § 1090). Desde una con­
cepción tan extremadamente intelectualista como ésta Wolff llega a
postular la ficción de un rector de la civitas m axim a, de cuyas defini­
ciones «mediante el uso recto de la razón» se derivaría el Derecho de
gentes voluntario, de carácter positivo, que ya no procedería, como
en Grocio, del mero consenso fáctico de las naciones, sino de su
voluntad racional presunta (Ius gentium . «Praefatio». p. 4, y ^ 21-
2 2 )ás. En la medida en que para Wolff todo Derecho es racional y en
que la. distinción.-entre cuasi pacto — del que procedería el Derecho
de gentes natural— y pacto presunto • — del que procedería el Dere­
cho de gentes voluntario— es tan extremadamente sutil que puede
estimarse inexistente, la ficción o hipótesis, de la civitas m axim a lleva
hasta las últimas consecuencias la consideración del Derecho interna­
cional como conjunto de criterios morales ideales del iusnaturalismo
racionalista.
Parecería que la doctrina de Wolff cierra el círculo de la evolu­
ción de la teoría del Derecho internacional de la modernidad, hasta
el punto de que se diría que su construcción del Derecho internacio­
nal como Derecho natural o moral, unida a la derivación racional del
positivo a partir de aquél, nos devuelven apenas sin cambios a una
doctrina como la de Francisco de Vitoria. Sin embargo, al margen
de aquellas similitudes formales, Wolff está ya lejano del iusnatura­
lismo escolástico ante todo en su concepción del Derecho natural,
que construye conforme al extremo racionalismo moderno, mucho
más allá de los surcos abiertos por el modelo iusnaturalista medieval
sobre las categorías de la ley divina y la ley natural. Además, los con­
textos históricos mismos de ambas épocas están muy separados, pues
del siglo XVI español al xviii alemán hay la marcada distancia que va
desde un mundo pensado todavía como unido por una fe común a
la cristiandad, protagonizado por los teólogos, hasta una Europa ya
irremisiblemente dividida religiosa y políticamente, cuyos protagonis­
tas son juristas y filósofos que apelan sobre todo a la razón humana.
En todo caso, la civitas m axim a wolffiana debe verse como un
claro desarrollo de la idea de la com m unitas orbis de Vitoria, pero
también aparece como un notorio antecedente de la noción de «co­
munidad internacional», sobre la que los juristas posteriores basarían

68. Para "Wolff, el Derecho de gentes voluntario es Derecho positivo, como pro­
ducto de la voluntad sometida a la razón natural, y se distingue de las dos otras formas
de Derecho de gentes positivo, el pacticio y ei consuetudinario, porque en aquél el
pacto es presunto, en el segundo es expreso y en el último es tácito (Ius gentium3
§§ 22-25). Sobre la diferencia conceptual entre consentimiento expreso, tácito y pre­
sunto, véase supra, pp. 2 0 8 -2 0 9 .
esa parte o núcleo duro del Derecho internacional al que todavía
se denomina ius cogens69. Asimismo, Wolff es sin duda uno de los
autores a los que Kant no pudo dejar de tener presente, aun para dis­
tanciarse en parte de él, en su concepción del Derecho internacional,
a la que me referiré enseguida.

E l D erecho internacional co m o D erecho positivo


y no natural: el positivism o de Z ouche y van B ynkershoek

Durante los siglos XVII y XVIII se desarrolló también una tendencia


opuesta a la anterior posición moralizante, que anuncia ya una visión
positivista del Derecho internacional. Juristas no muy conocidos,
como el inglés Richard Zouche (1590-1661) y el holandés Cornelius
van Bynkershoek (1637-1743), pretendieron separar el Derecho de
gentes de sus fundamentos morales para fijarse en las reglas y prác­
ticas efectivamente seguidas por los Estados de su tiempo, de modo
que vinieron a considerarlo como un Derecho en parte consuetudi­
nario y en parte derivado de los tratados firmados por los Estados, en
suma, en uno y otro caso como un producto de la voluntad soberana
de los Estados, sin criterios superiores a tal voluntad. Así, aunque
Zouche definió el ius inter gentes como el

que ha sido aceptado por la costumbre, conforme a la razón, entre


la mayoría de los pueblos, o sobre el que se han puesto de acuerdo
algunas naciones en particular {Inris et iudicie fecicilis, sive inris in­
ter gentes et qu aestion u m de eod em explicatio [1650]; cit. por Nuss-
baum, p. 132),

sin embargo, parece que vino luego a considerar que la razón, o el


Derecho natural, se conoce a través de las acciones humanas y — sin
especial referencia ya a la razón— terminó identificando el Derecho
internacional con las costumbres internacionales y los tratados entre
Estados, esto es, con un Derecho positivo convencionalmente acep­
tado por los Estados, sea en forma implícita o explícita. Por su parte,
al parecer, van Bynkershoek reconoció la variabilidad del Derecho
de gentes y si apeló a la razón para determinarlo fue porque, al igual
que Zouche, creía que las costumbres vigentes entre los Estados y los

69. Nussbaum no menciona este mérito — ni por lo demás ningún otro— en


la obra de Wolff, que expone con palpable antipatía, limitándose a desechar, en este
caso con razón, que la idea de civitas maxima pueda considerarse antecedente de una
organización internacional como la Sociedad de Naciones, la precursora de Naciones
Unidas (pp. 166 y 167).
tratados firmados por ellos expresaban soluciones aceptables para el
sentido común (sobre todo lo anterior véase Nussbaum, pp. 129-133
y 156-162)70.
Por último, hay un autor alemán del siglo xviii , Johann Jakob
M oser (1 7 0 1 -1 7 8 5 ), cuya posición tiene el interés de ilustrar la dife­
rencia entre el positivismo jurídico y el sociológico. M oser, evitando
deliberadamente juzgar la conducta de los soberanos, ni siquiera para
aplaudirla, se propuso estudiar sólo el Derecho de gentes efectivo y
real, siguiendo un

itinerario político ordenado a lo largo de toda Europa, por un viajero


que se limita a observar y tomar nota de las cosas, sin intentar comen­
tarlas (Versuch des neuesten europaischen Vólkerrechts... [1 7 7 7 -1 7 8 0 ],
cit. por Nussbaum, p. 181).

El cumplimiento de tal propósito, sin embargo, debería dar lugar a


un tipo de estudio más relacionado, siquiera todavía lejanamente,
con la actual teoría de las relaciones internacionales que con el Dere­
cho internacional. En tal medida, una elaboración semejante sería
expresión de un positivismo más sociológico que jurídico, esto es, de
un punto de vista que considera las prácticas, en este caso internacio­
nales, como hechos a describir y no como normas a interpretar y
seguir. Menos interesante aquí es, a fin de cuentas, dilucidar si M o ­
ser cumplió realmente su propósito o si lo empequeñeció, como se
ha dicho, por limitarse a recopilar textos y datos históricos (sobre lo
anterior, Nussbaum, pp. 1 7 9 -1 8 6 ; menos críticamente, véase Ver-
dross, p. 5 7 , quien considera a M oser antecesor del positivismo jurí­
dico del siglo x ix , erróneamente si es correcta la anterior descripción
de su concepción).

c) V attel: d e l D erech o in tern acion al m o d ern o a l a ctu a l

Para concluir, ilustraré sintéticamente la profunda huella que la con­


cepción moderna del Derecho internacional ha dejado hasta hoy, a
partir de la influyente posición de otro jurista racionalista: el suizo
Emérico de Vattel (1 714-1767). Discípulo de W olff, parece que Vat­
tel no se limitó a copiarle y en vez de continuar la pauta moralista e

70. Algunos autores citan también dentro de esta corriente positivista al alemán
Wolfgang Textor (1638-1701), si bien Nussbaum juzga que la fundamentados doc­
trinal de su posición no está clara y que lo único digno de señalar de él es que fue
tatarabuelo de Goethe (p. 136).
idealista del filósofo alemán siguió más bien el camino ecléctico
abierto por G rocio71. En particular, Vattel no aceptó la hipótesis
wolffiana de la civitas m ax im a y dio relieve más bien al principio de
la igual soberanía internacional de los Estados, a los que consideraba
sometidos a un conjunto de reglas que aplican el Derecho natural
«con una justicia fundada en la recta razón»:

Una sociedad civil o Estado es un sujeto muy diferente de un individuo


de la raza humana; de donde en muchos casos se siguen muy diferen­
tes obligaciones y derechos en virtud del propio Derecho natural; por­
que la misma regla general cuando se aplica a dos sujetos no puede
producir exactam ente las mismas decisiones cuando los sujetos son
diferentes; puesto que una regla particular, que es muy justa respecto
de un sujeto, puede no ser aplicable a otro. H ay m uchos casos, así
pues, en los que el D erecho natural no decide entre Estado y Estado
como lo haría entre hombre y hombre. Debemos por tanto saber cómo
acom odar su aplicación a diferentes sujetos; y es el arte de aplicarlo
con una justicia fundada en la recta razón lo que hace del Derecho de
gentes una ciencia distinta (Le D r o it d es gens, ou P rin cipes d e la lo i
n a tu r e lle a p p liq n é s a la c o n d u ite e t a u x a ffa ir e s d es n a tio n s e t d es
son verain s [1 7 5 8 ], prelim., § 6; cit. p orW heaton, p. 4 2).

L a especial influencia de Vattel en el Derecho internacional pos­


terior procede seguramente de esa formulación de la igual soberanía
exterior de cada Estado como principio básico y de su corolario direc­
to, el principio de no injerencia entre los Estados. En su concepción,
los Estados formarían una s o ciété des n ation s, estando sometidos por
ello a criterios extraídos del Derecho natural pero, a la vez, relacio­
nados con las reglas practicadas y convenidas por los Estados de su
tiempo. En suma, la misma posición m ixta de principios y prácticas
que en G rocio, de la que da cuenta el propio título del libro por el.
que Vattel fue en adelante reconocido: E l D erech o de gen tes o Prin­
cip io s d e la ley natural a p lica d o s a la con d u cta y a los asu n tos de las
nacio7^es y lo s soberan os.
La posición ecléctica de Vattel, que cierra el ciclo del Derecho
internacional moderno con una posición similar a la de Grocio, per­
mite aventurar una breve reflexión sobre la naturaleza de ese Dere­

71. Nussbaum, que trata a Vattel con una antipatía cercana a la m ostrada con
W olff, reconoce, si bien como «hecho paradójico», que la obra de aquél ha «logrado
una circulación sólo sobrepasada por la de G rocio», especialm ente en la prim era
mitad del siglo X I X , y no sólo en la Europa continental sino tam bién en el área
anglosajona (pp. 1 7 5 -1 7 9 ). Para lo que sigue, véase también Verdross, p. 5 4 ; y Truyol,
D erecho internacional , pp. 9 3-94.
cho en la actualidad. Recientemente, el intemacionalista Juan-Anto-
nio Carrillo Salcedo ha vuelto a plantear la vieja cuestión del funda­
mento del Derecho internacional para señalar que tras el aparente
desinterés por el tema de muchos especialistas todavía hoy siguen
subsistiendo dos tendencias doctrinales al propósito: la que denomi­
na voluntarista (o también consensualista o positivista), que considera
como necesario y suficiente el consentimiento de los Estados, y la
objetivista (o iusnaturalista), que estima como esencial la referencia a
. ciertos criterios morales, formados por «la conciencia jurídica co­
mún» o «el consenso general de los Estados», no tan lejanos del estoi­
co consen sus om n iu m gentium (pp. 14-16 y 22).
Carrillo Salcedo sostiene que tal consenso general sería el origen
de las normas imperativas o de ius cogens ■ — como, dicho a modo de
ejemplo, las que excluyen la agresión o las del Derecho bélico huma­
nitario que prohíben los ataques a no combatientes o el maltrato de
combatientes— , normas jurídico-internacionales que tendrían también
un carácter moral en la medida en que no son mero producto de la
voluntad modificable de los Estados, sino formadas espontáneamen­
te, «al margen por tanto de la práctica generalmente aceptada o del
acuerdo de los Estados» (pp. 2 7 y 29). Según este autor, ambas con ­
cepciones tienen su punto de razón, pues si el Derecho internacional
«en parte es el producto de la voluntad de los Estados», también
covntiene principios de carácter ético que lo inspiran y que son obli­
gatorios para los Estados al margen de su voluntad, «bien porque el
Derecho se remite a ellos como término o canon de inspiración o
porque forman parte integrante del ordenamiento» (pp. 30-31).
Pero, en realidad, si se considera que la segunda concepción no
niega en realidad que la voluntad de los Estados, y, en concreto, los
tratados, costumbres y principios de hecho reconocidos, sean fuente
particularmente relevante para el Derecho internacional — como nin­
gún iusnaturalista niega que las leyes positivas sean particularmente re-
_levantes en el Derecho en general— , sino sólo que sean su fundamento
exclusivo, resulta que lo que a fin de cuentas viene a defender Carrillo
Salcedo, y con él varios de los prestigiosos intemacionalistas que cita,
es en realidad la clásica posición de Grocio y Vattel sobre el Derecho
internacional como un híbrido de principios morales y de pautas efec­
tivamente practicadas. Que ahora esa hibridación sea más consciente y
aparezca mejor elaborada que en la obra de Grocio no niega la actuali­
dad de un problema planteado ya desde los mismos inicios del D ere­
cho internacional moderno: la tensión entre la posición positivista y la
que aquí he llamado ecléctica, pero que hoy bien puede denominarse
iusnaturalista, sobre todo si se tiene en cuenta que la tercera posición
aquí antes comentada, la iusnaturalista pura o moralista, no es de­
fendida hoy por nadie como concepción jurídica sobre lo que es el
Derecho internacional, sino que las discusiones de tal naturaleza se
presentan conscientemente como propuestas filosóficas para una dis­
cusión crítica sobre lo que debería ser el Derecho internacional. Sobre
este último aspecto, precisamente, gira el punto que sigue.

2.2. h a s propuestas kantianas para una paz perpetua

a) Confederación de Estados y derecho cosmopolita

Al final de la época ilustrada Kant sintetiza y refleja bien el carácter,


pero también los límites, de la,propuesta racionalista expresada por
la posición moralista o iysnaturalista pura a propósito de la orga­
nización internacional expresada. El punto de partida kantiano es
el deber moral de superar el estado de naturaleza vigente entre los
Estados, que se hallan en estado de guerra potencial permanente o,
como él mismo dice, «en estado de guerra'continua [...], aunque no
de guerra efectiva y de agresión efectiva y permanente» (M etaphysik
d er Sitten, pp. 181-183). Para superar tal estado de guerra Kant pro­
pone que los Estados se constituyan en una comunidad internacional
capaz de instaurar una verdadera paz, la «paz perpetua», y no la paz
históricamente conocida, como período intermedio entre guerras.
Kant comienza reconociendo que idealm ente tal comunidad exigiría
un Estado mundial centralizado o «Estado de naciones», como

asociación universal de Estados (análoga a aquella por la que el pue­


blo se convierte en Estado) (Metaphysik der Sitten, p. 190).

Sin embargo, precisa también que tal asociación sería a la vez inde­
seable e irrealizable, y en tal medida impotente para evitar de hecho
las guerras entre las naciones, s.alvo como resultado momentáneo de
la victoria de un Estado dominante y despótico'que terminaría' por
ser incapaz de imponer su gobierno.
La conclusión de ello es que en el paso desde los ideales del Es­
tado mundial y la paz perpetua, para Kant irrealizables como tales,
hasta los principios apropiados para acercarse a tales ideales, que sí
serían realizables,

la división en Estados independientes es más conforme a la idea de


la razón que la anexión de todos por una potencia vencedora, que se
convierte en monarquía universal (Zmwj eu/igen Frieden, «Suplemento
primero [al tercer artículo definitivo]», p. 1 2 7 ; véase también M eíaj
physik der Sitien, pp. 1 9 0 -1 9 1 , que es un texto muy poco posterior).

De ahí que, con el objeto de mantener la paz, Kant propusiera como,


suficiente, e incluso más racional, la constitución de «una Sociedad
de naciones, [...] no [...] un Estado de naciones», ésto es, de una
confederación de Estados libres, «que en cualquier momento se pue­
den disolver» (Zwm ewigen Frieden, «Segundo artículo definitivo...»,
pp. 107 -1 0 8 ; y M etaphysik der Sitten, p. 191)72. Y es perfectamente
coherente con tal modelo el que defendiera también, como Vattel, el
principio de no injerencia en los asuntos internos de otros Estados,
de modo que, salvo en caso de guerra civil abierta,

la intromisión de las potencias extranjeras será siempre'una violación


de los derechos de un pueblo libre, independiente, que lucha'solo en
su enfermedad interior. Inmiscuirse en sus pleitos,domésticos sería un
escándalo que podría en peligro la autonomía de todos los demás Esta­
dos {Zum ewigen Frieden, 5 .° de los «Artículos preliminares...», p. 94).

En el marco anterior, con una aproximación al Derecho interna­


cional tal y como hoy lo concebimos, Kant llegó a defender la idea de
que, por encima de la quimera del «llamado equilibrio de las p o ten ­
cias en E u rop a», la «paz universal duradera» se podría conseguir en
el futuro, cuando los Estados sometieran su conducta a

un Derecho internacional fundado en leyes públicas con el respaldo


de un poder, leyes a las cuales todo Estado tendría que someterse
(Über den Gemeinspruch, pp. 59-60).

Un aspecto notable y novedoso de la doctrina kantiana es su con­


vicción de que tal confederación pacífica sería posible entre Estados
republicanos, debiendo tomarse este término en el sentido de gober­
nados de forma no despótica, lo que para Kant significaba garanti­
zar los derechos individuales a la libertad aunque sin exigir necesa­
riamente el gobierno representativo, pues consideraba republicano
el gobierno de un monarca que gobernara co m o si contara con el
consentimiento del pueblo (Zum ewigen Frieden, «Primer artículo
definitivo...», pp. 10 2 -1 0 7 ; M etaphysik d er Sitten, pp. 183-184 y
195-196; también Über den G em einspruch, pp. 37 y 57 -5 8 ; así como

72. La idea de tal asociación, que Kant proyecta idealmente hacia el futuro, está
más cercana a las actuales Naciones Unidas (aunque no llegan a ser un Estado*) que
a la civitas m axim a de "Wolff, que éste construyó como hipótesis para dar cuenta del
Derecho internacional de su época (supra , p. 2 5 8 , nota 69 y el texto correspondiente)'.
el texto citado supra, p. 193)73. En suma, trasladada a la situación
actual y prescindiendo de su terminología, la idea de Kant era que en
un mundo de Estados liberal-democráticos unidos en una asociación
libre no habría lugar para las guerras. Esta es una tesis que algún au­
tor contemporáneo ha considerado corroborada empíricamente por
la historia en la medida en que, se dice, los Estados democráticos
no habrían tenido guerrás^ñtrg_SÍ7“^ q tI'e_har^‘>:^Q- E€cuPe£a£ia—
Norberto Bobbio, John Rawls y Jürgen Habermas74. Sea como sea,
según Kant, aquella confederación por la paz permitiría reconocer el
«derecho cosmopolita» como derecho universal e individual, esto es,
como atribuido a todos los seres humanos y garantizado por todos
y cada uno de ios diferentes Estados, si bien su contenido habría de
quedar limitado al deber de hospitalidad con los extranjeros, que en
los dos textos relevantes Kant formula del siguiente modo:

se trata [...] de un derecho de visitante, que a todos los hombres asiste-,


el derecho a presentarse en una sociedad. Fúndase este derecho en la
común posesión de la superficie de la tierra, [...] ya que originariamen­
te nadie tiene mejor derecho que otro a estar en determinado iugar del
planeta (Z«m ew igen F rieden , «Tercer artículo definitivo...», p. 114);

[hay un] derecho del ciudadano de la tierra a intentar la comunidad


con todos y a recorrer con esta in ten ción tod as las regiones, au n qu e
no sea este un derecho a establecerse en el suelo de otro pueblo (ius
in colatu s), para el que se requiere un contrato especial {M etaphysik
der Sitien, p. 193).

7 3 . Esta parte de la doctrina kantiana es particularmente compleja, pues está cru­


zada por conceptos diversos en relaciones no siempre fácilmente coordinables entre sí,
como la distinción entre formas de Estado (monárquica, aristocrática y democrática)
y formas de gobierno (republicana y despótica), la crítica como despótica a la forma
de Estado democrática (si bien entendida al modo jacobino), la defensa de la divi­
sión de poderes como una idea racional compatible con la monarquía más que como
un expediente jurídico-político de limitación de! poder, la consideración de la forma
de gobierno republicana como única justificada junto con la de la form a de Estado
democrático-representativa como más adecuada a aquella forma de gobierno aunque
no imprescindible para ella, o, en fin, su propuesta de que los monarcas gobiernen
«en republicano [...] aunque reinen como autócratas» (Si el género hum ano se halla en
progreso constante hacia tnejor, en Filosofía de la historia , p. 1 1 3 ; sobre ello, remito al
clarificador tratamiento de Colomer, pp. 3 2 7 -3 4 5 ).
7 4 . Como tesis histórica, ha sido defendida al menos por dos autores: Hugh
Thom as (p. 5S 2) y M ichael Doyle (pp. 213 y 22 5 ss.); como tesis política, además de
por Rawls («Law of Peoples», pp. 17-18), también había sido ya aceptada por Bobbio
(11 futuro della dem ocrazia, p. 4 7 , y Veta dei diritti, p. 14) y, con precisiones sobre su
alcance y a modo de posición intermedia al establecimiento de un control internacio­
nal efectivo sobre los distinros Estados, por Habermas («La idea kantiana», p. 67). Para
una amplia y elaborada consideración crítica de esta tesis, remito a Peñas, pp. 1 1 9 -1 4 0 .
De la importancia para Kant de estos criterios por los que con­
dena las guerras y exploraciones de conquista, incluso «bajo el pre­
texto de establecer factorías comerciales» (Zm« ew igen Frieden, «Ter­
cer artículo definitivo...», p. 115) da idea su convicción de que

este establecimiento universal y duradero de la paz no constituye sólo


una parte, sino la totalidad del fin final de la doctrina del derecho
[...]; porque efestsLSo'Sepá.z es el~unxco en éi-que estáíTgaraxrnzad'O^
m ediante leyes lo m ío y lo tuyo, en un conjunto de hombres vecinos
entre sí (.M etaphysik d er Sitten, pp. 195-1 9 6 ).

D e este m o d o , la teoría intemacionalista dé Kant concluye y remata su


doctrina del Derecho, que está basada fundamentalmente en la noción
de Estado y, por tanto, en la existencia de distintos Estados, y que tiene
como fin, de nuevo, la coordinación de la libertad bajo la ley, pues la
expresión «lo mío y lo tuyo» alude a la vez al derecho de libertad y al
de propiedad, éste indisolublemente ligado a aquél en Kant.

b ) Individualismo y universalismo en Kant

Para sintetizar las consideraciones anteriores, en Kant, que en esto


recoge la sustancia de la tradición del iusnaturalismo racionalista, la
teoría de los derechos naturales y el expediente del contrato implica­
ba a la vez una posición individualista y universalista — los derechos
in dividu ales como derechos de tod os los hombres— , pero con una
institución mediadora o intermedia como la estatal. Aunque distin­
guibles conceptualmente, los derechos del h o m b r e van unidos en los
hechos a los derechos del ciudadano-, los primeros, esto es, los dere­
chos liberales, o de libertad individual, en especial religiosa pero
también civil y económ ica— y, por tanto, el derecho de propiedad— ,
se deben proteger por el Estado junto a los segundos, esto es, los
derechos democráticos, o de libertad política, como el de voto y de
reunión política o la libertad de expresión, que tienen sentido sobre
todo para la participación en el poder político de cada Estado. Dicho
de otro modo, en el plano ideal al menos, esta forma de universa­
lización de los derechos individuales tiene como referente a la huma­
nidad, pues son derechos que se predican de todos los hombres, pero
con la intermediación necesaria del Estado — o, si se quiere, de tod o s
los Estados— , que es el único llamado a protegerlos, aun mediante el
acuerdo con los demás Estados.
Esta mediatización de todos los derechos por el Estado también
podría ser leída más críticamente. Dado que no todos los Estados
garantizan suficientemente los derechos básicos, el requisito de la
pertenencia a una determinada comunidad puede significar en la prác­
tica que los derechos del hombre en cuanto tal, como perteneciente
sin más a la especie humana, se supeditan a los de ciudadanía, pues
sólo se articularán y poseerán en la medida en que estemos ante un
ciudadano y, por tanto, sólo dentro del ámbito de la correspondien­
te ciudad, esto es, del correspondiente Estado. Podría decirse, así,
que en la tradición iusnaturalista hay una quiebra desde el cosmopo­
litismo anunciado en el punto de vista que se adopta en el procedi­
miento de justificación de los derechos naturales — que, como tiende
a deducirse de la categoría del estado de naturaleza, común a toda la
humanidad, aparecen como derechos universales— hasta el estatalis-
mo aceptado o proclamado, que reduce drásticamente las expectati­
vas de aquel cosmopolitismo y limita, cuando no niega, la atribución
universal de tales derechos a todos los seres humanos. Y ésa es, me
parece, la razón última de los límites del modelo iusnaturalista, bien
representado por su versión kantiana.

c) Los límites internos del modelo kantiano

Por más que nosotros tampoco acertemos a ver la posibilidad de que


los hechos se tiendan a acomodar a un modelo más exigente, hoy
podemos constatar quizá con mayor facilidad que en tiempos de
Kant cómo su modelo tiene límites en lo que se refiere a la garantía
universal de tres grupos de intereses y derechos humanos básicos.
En primer lugar, no está resultando tan sencillo unlversalizar los
derechos civiles y políticos, cuya protección depende no de la existen­
cia del Estado, ni de distintos Estados, sino de un tipo de Estado, como
el liberal-democrático — ese cuya razón, como ha dicho Bobbio, es
contar y no cortar cabezas— , que funciona de forma mínimamente
decente sólo en una parte del mundo, hasta el punto de que cabría pre­
guntar si no es tan difícil, o incluso más, la generalización de la de­
m ocracia como la constitución de un Estado mundial democrático.
En segvndo lugar, aun por una razón diferente, tampoco-resultan
hoy universalizables los derechos de igualdad básicos, tanto el de
igualdad ante la ley com o, especialmente, los de igualdad material
(cultural, social y económica). La razón es aquí, esencialmente, la
propia existencia de distintos Estados que operan con el principio de
ciudadanía nacional. Si en tal configuración no hay problemas para
universalizar idealmente el principio de libertad, no ocurre lo mis­
m o con el de igualdad, pues aun en el caso de que todos los Estados
fueran igualmente democráticos podrían garantizar con una igualdad
muy aproximada los derechos de libertad pero no los derechos socia­
les vinculados a la igualdad sustancial. Porque tal igualdad entre to­
dos los seres humanos, aun remitiéndola únicamente a las necesida­
des básicas, jamás podría resolverse en los términos kantianos de una
asociación voluntaria de Estados, sino sólo mediante un sistema de
gobierno internacional que instaurara mecanismos de tributación y
redistribución similares a los del Estado social (Hierro, «Huellas de
la desigualdad», pp. 131-150).
Y, en fin, la tercera limitación interna del modelo kantiano está
en su incapacidad para constituir unas relaciones pacíficas internacio­
nales, que, salvo que se acepte la tesis del no belicismo de los Estados
democráticos entre sí, están en peligro por la existencia misma de
distintos Estados y que, además, paradójicamente, pueden quebrarse
por la pretensión de algunos de ellos de garantizar a las poblaciones
de otros Estados derechos como los anteriores (las llamadas interven­
ciones bélicas humanitarias).
Como prueba de lo anterior, ha de observarse que en el iusna­
turalismo racionalista se avanza una justificación de la guerra de ca­
rácter estatalista en la medida en que la violación de los derechos de
un individuo por parte de una comunidad ajena da lugar, en última
instancia, a una causa lícita de guerra para el Estado del que aquel
individuo forma parte. Considerada por Locke toda comunidad po­
lítica como «un solo cuerpo en estado de naturaleza respecto a todos
los estados o personas ajenas a dicha comunidad», se sigue que

las controversias que tienen lugar entre cualquier persona de esa so­
ciedad con otros que estén fuera de ella, las asume como propias la
comunidad; y el daño que se comete contra un miembro de ese cuer­
po, compromete en su reparación a todo el conjunto (Two Treatises,
II, xii, § 145).

En esta línea, la situación de estado de naturaleza — y, consiguiente­


mente, de guerra al menos potencial—•entre los distintos Estados,
conduce a dos versiones distintas sobre los derechos de los extran­
jeros. En la versión más débil, propia de los iusnaturalistas más li­
berales, sólo se excluye el reconocimiento de los derechos de los in­
dividuos que no pertenecen a la propia comunidad política y, en su
versión más fuerte, la de los iusnaturalistas más autoritarios, permite
sin más la violación de los derechos de los extranjeros.
El ejemplo más claro de la versión débil de esa exclusión de de­
rechos, meramente pasiva, lo proporciona el contenido del derecho
cosmopolita que, como hemos visto, Kant atribuye a los individuos
en la futura e ideal situación de paz perpetua garantizada por la co­
munidad de Estados republicanos confederados, que.es un mero
derecho de visita en realidad más cercano al turismo actual que a
cualquier otra cosa. Por su parte, Samuel Pufendorf recomendaba las
leyes suntuarias para obligar la ahorrar, «especialmente cuando se tra­
ta de transferir la riqueza de los ciudadanos a los extranjeros» (De
o ffic io h o m in is, II, xi, 11). En cuanto a la versión fuerte y activa, que
llega a admitir la violación de los derechos más básicos de los ciuda­
danos, las consecuencias últimas a que podía condxi'cÍT“e'l_rectmoci-“-
miento de los derechos universales a través de Estados particulares
las había extraído Hobbes con su férrea lógica:

in flig ir un daño cualquiera a un individuo in ocen te que no es un


súbdito, si ello se hace para beneficio del Estado y sin violación de
ningún convenio previo, no es un quebrantam iento de la ley de la
naturaleza. [...] en la guerra, la espada no hace distingos, ni tampoco
los hace el vencedor entre culpables e inocentes, com o ocurría en
tiempos pasados, ni respeta el principio de la caridad como no sea que
conduzca al bien de su propio pueblo (Leviathan , X X V III, p. 2 5 4 ).

Y el mismo Spinoza tampoco dejó de hacerse eco de Hobbes en este


punto cuando sostuvo que «la justicia y la injusticia sólo son concebi­
bles en el Estado» (T ractatus p oliticu s, II, § 23) y que

enemigo es todo aquel que vive fuera de la ciudad, ni com o confede­


rado ni como súbdito. [...] y el derecho de la ciudad contra quien no
recon o ce su gobierno con ningún tipo de contrato es el mismo que
contra quien le ha inferido un daño. De ahí que la ciudad tiene dere­
cho a obligarlo, de cualquier forma que le sea posible, a someterse o a
confederarse (Tractatus theologico-politicus, X V I, p. 34 2 ).

Frente al anterior punto de vista hay que reconocer, desde luego,


que el Estado mundial — o un control internacional suficiente en mate­
ria de paz y derechos básicos, si se prefiere decir así— es una utopía,
quizá irrealizable, pero quién sabe si, dentro de unos siglos, realizada.
En tal caso, bien pudiera ser que nuestra época, todavía en esto kan­
tiana, fuera vista desde allí como nosotros vemos la concepción políti­
ca medieval defensora de las diferencias estamentales que, al igual que
hoy las diferencias entre Estados, eran vistos por sus contemporáneos
como realidades naturales en el sentido de socialmente inmodificables.
La analogía, salvando las distancias, puede llevarse p o r lo dem ás hasta
considerar que los actuales habitantes de los Estados del primer mun­
do somos el equivalente al estamento medieval de la nobleza, corres­
pondiendo a los Estados del tercer mundo el correlato de la servidum­
bre de la gleba. Visto así, la utopía del Estado mundial permite al
menos cumplir una cierta función crítica del presente.
3 . C o d ific a c ió n y c o n st it u c io n a lism o

La teoría racional del Estado y del Derecho racionales en que con­


verge el iusnaturalismo racionalista producirá, ya al final de todo el
período moderno, dos fenómenos decisivos y de duradera influencia
posterior no sólo para el Derecho y el Estado mismos, sino también
-pa-r-a4a-teer'ra-j-UTkliea—l-arxendificariómy”el-xoiTStitncroTiafi'snror"fca"CD^
dificación comienza en Europa a finales del siglo XVIII, incluso antes
de la Revolución Francesa, y se desarrolla en el ámbito del Derecho
privado — en particular, en el Derecho civil— , si bien se extenderá
enseguida, desde principios del siglo. X IX , también al Derecho penal.
La codificación tiene su correlato en el ámbito del Derecho público
y político a través del constitucionalism o, esto es, de la regulación
jurídica del poder político, con su limitación mediante declaraciones
de derechos, que se extiende desde finales del siglo XVIII — si bien
con antecedentes en Inglaterra, ya a finales del siglo anterior, tras la
Gloriosa Revolución de 1 6 8 8 — , sobre todo como consecuencia de
las revoluciones liberales americana y francesa. Ambos fenómenos,
que en su origen fueron producto de una misma cultura filosófico-
política, como veremos, estaban sin embargo destinados a entrar en
cierta tensión, especialmente en la Europa continental del siglo X IX .
Codificación y constitucionalismo, además, se encuentran estre­
chamente relacionados no sólo entre sí sino también con el descrédito
que durante la Edad Moderna va sufriendo el Derecho romano, que
se manifestó en la oposición de los iusnaturalistas racionalistas y, en
general, los ilustrados hacia la tradición académica del ius com m u n e,
que se había llegado a convertir en repetitiva de los modos interpre­
tativos medievales y estaba ya francamente anquilosada. Las excep­
ciones principales en esa tradición son las dos derivaciones del huma­
nismo jurídico, de las que ya se habló al ‘final del capítulo anterior:
la jurisprudencia elegante francesa, que culmina en el siglo xvm en la
obra de Pothier, y el usus m odernus Pandectarum , nombre de la juris­
prudencia alemana de los siglos XVII y xvín. Aquel descrédito, además,
tuvo su frente político en la progresiva y — con la excepción de Ingla­
terra— al fin victoriosa lucha de los monarcas europeos por imponer
tanto su Derecho real como la enseñanza de tal Derecho, lo que, por
ejemplo, en España se comienza a conseguir con Felipe V, a partir
de 1 7 4 1 , y se logra plenamente con Carlos III, desde 1 7 7 1 (Tomás y
Valiente, pp. 1 3 1 5 ss.). Veamos por partes la influencia del iusnatura­
lismo racionalista en la codificación y el constitucionalismo, así como
la interrelación en ambos de la filosofía político-jurídica del iusnatu­
ralismo racionalista con las doctrinas jurídicas propiamente dichas.
3 .1 . L a co d ificació n

a) Primacía de la ley y dispersión normativa en el absolutismo

El comentado abandono del principio de autoridad en el paso del


pensamiento medieval al moderno, y en general la expansión del ra­
cionalismo y el nuevo concepto de razón, tuvo también importantes
efectos en el modo de entender la ciencia jurídica. En la época m o­
derna se tiende a desechar o minusvalorar la dedicación predominan­
temente exegética al ius co m m u n e en favor de una actitud más siste­
mática e independiente de textos jurídico-positivos. Tal actitud sienta
las bases metodológicas, así como de contenido e inspiración, del
fenómeno de la codificación. Ese cambio en la ciencia jurídica se
corresponde también con la evolución del propio Derecho, que al
menos desde el surgimiento y asentamiento de los Estados modernos
fue privilegiando cada vez más a la ley como fuente preferente sobre
la costumbre y a la interpretación de la ley sobre la doctrina jurídica
y los precedentes judiciales, es decir, en ambos casos haciendo domi­
nar la voluntad del presente frente a la autoridad del pasado. Como
se vio, ése fue el proceso abierto por la doctrina de Bodino, formula­
da en 1576, sobre el poder de legislar como primero, y aun único,
atributo del príncipe soberano.
T al supremacía de la ley, en alianza con el ascenso del absolutis­
mo monárquico, fue cercenando los poderes locales y de la nobleza y
supuso un proceso de centraliza'ción y burocratización que preparó el
desarrollo de la organización administrativa en el siglo X IX . La excep­
ción parcial, en lo que se refiere al absolutismo monárquico y a un
cierto mantenimiento de los poderes locales, la proporciona una vez
más el régimen británico, que no obstante sufrió un equivalente pro­
ceso de defensa de la supremacía legal y de centralización a través de
la afirmación de la soberanía del parlamento tras la Revolución de
1688. Durante la Edad Moderna europea se fue recuperando así, tras
el período de pluralismo político medieval, el principio romano del
prin ceps legibus solutus, que fue la expresión utilizada por Bodino
como una de las notas de la soberanía. La fórmula francesa si veut le
roi, si veut la loi — tanto quiere el rey, tanto la ley— es nuestra castiza
a llá van leyes do quieren reyes, que Saavedra Fajardo, a mediados del
siglo xvii, resume retóricamente así: «Por una letra sola dejó el rey de
llamarse ley. Tan uno es con ellas, que el rey es la ley que habla, y la
ley un rey mudo»; a lo que se añade el carácter supremo, hacia dentro
y hacia fuera, de la voluntad real, pues «ofensa es de la soberanía
gobernarse por leyes ajenas» (cit. por Tomás y Valiente, pp. 1 .1 9 0
y 1.2 4 4 , respectivamente). N o obstante, ha de observarse que tales
procesos no implicaron en la práctica por sí solos y automáticamente
una especial racionalización jurídica de la multiplicidad de leyes exis­
tentes, pues el período final del Antiguo Régimen todavía se caracte­
riza por una gran variedad y dispersión de las fuentes jurídicas: así,
en la España del siglo X V III, a pesar de las forzadas unificaciones de
los Derechos de los territorios históricos impuestas por Felipe V, se
produce un fenómeno de «hipertrofia legislativa», producto también
de la acumulación de viejas leyes en desuso que no se derogaban75.

b) Recopilación vs. codificación

Frente a la complejidad y dispersión legislativas, se propusieron dos


técnicas muy diferentes: una, tradicional y escasamente racionalista,
es la de la recop ilación , que reunía los textos tradicionales, fuera por
orden cronológico o sistemático, pero amalgamando los distintos
textos y dejando subsistir las contradicciones y carencias de la legis­
lación recopilada76; la otra, típicamente racionalista, es la c o d ific a ­
ción , esto es, la ordenación racional del material de un sector jurídi­
co partiendo de nuevo o, al menos, redactando de nuevo las
regulaciones concretas y tratando de evitar contradicciones, redun­
dancias y lagunas. Tomás y Valiente describió claramente los rasgos
fundamentales del código, en oposición a la recopilación, señalando que

un Código es una ley de contenido homogéneo por razón d éla materia


que de forma sistemática y articulada, expresada en un lenguaje preci­
so, regula todos los problemas de la m ateria unitariamente acotada
(Tomás y Valiente, p. 1.3 9 9 );

o, dicho de otro modo, es un acto legislativo único y no una com pi­


lación de leyes, relativo a un único sector del ordenamiento (como el
Derecho civil, el penal, el mercantil), con arreglo a un plan lógico

7 5 . «Las leyes más o menos viejas (y a veces tenían siglos de edad) no eran
derogadas formalmente y permanecían recopiladas aunque su vigencia fuese en oca­
siones escasa o nula. Este proceso secular de acarreo de normas legales produjo en el
siglo X V I II , dada la abundantísima legislación borbónica, una insufrible hipertrofia
legislativa» (Tomás y Valiente, p. 1.313).
En relación con la decodificazione del Antiguo Régimen, véase la crítica de M uratori
a la ciencia jurídica del X V III, hoy perfectamente vigente, en Cannata, pp. 176-177.
7 6 . Así, la Novísima Recopilación, promulgada en 1805 por Carlos IV, incluía
gran parte de las Leyes ya incluidas en la Nueva Recopilación de 1 567, añadiendo la
numerosa legislación posterior, abundantísima sobre todo la del siglo xvm , pero,
además de errores en la trascripción, no sólo incluyó leyes ya en desuso en 1 800, sino
incluso leyes derogadas y leyes contradictorias entre sí (Tomás y Valiente, p. 1.3 2 8 ).
desarrollado en títulos, capítulos y, al fin, en artículos, y con propó­
sitos de claridad en el lenguaje y de exhaustividad y, por tanto, de
plenitud y coherencia en su contenido.

c) La influencia del racionalismo en la ciencia jurídica


y en las codificaciones centroeuropeas

En el marco anterior, el rasgo fundamental de los estudios jurídicos


durante el período del racionalismo es el cambio desde el predominio
medieval de la interpretatio hasta la preocupación moderna por la d e-
m on stratio, esto es, desde la tarea de comprensión y, todo lo más, re­
elaboración o reconstru cción de un texto concreto autorizado hasta la
tarea de con stru cción de una doctrina que, a partir de algún axioma
supuesto como evidente — por ejemplo, ei egoísmo natural de los hom­
bres y el principio de la búsqueda de la paz en Hobbes, o el principio
de libertad en Spinoza— , deduce escalonadamente criterios y normas
hasta construir un sistema completo de Derecho, racional o ideal, pero
con vocación de ser puesto en vigor. Leibniz — quien llegaría a elabo­
rar un corpus iuris reconcinnatvim , esto es, un código jurídico recons­
truido— llevó a sus últimos .extremos tanto la propuesta de identificar
la ciencia jurídica con el conocimiento del Derecho ideal o justo cuan­
to el modelo m etodológico de una ciencia jurídica demostrativa, de
carácter lógico-deductivo:

La jurisprudencia es la ciencia de la justicia, o la ciencia de la libertad


y de las obligaciones, o la ciencia del derecho, una vez propuesto
algún caso co n c reto o de hecho. L a llam o cien cia, si bien es una
cien cia práctica, porque a partir de una sola definición, todos los
hom bres buenos pueden demostrar sus proposiciones (Elem enta iuris
naturalis, p. S6)77.

Este m étodo racionalista tendrá una especial influencia en el


D erecho privado centroeuropeo a partir de los grandes sistemas ra­
cionales construidos por iusnaturalistas como Pufendorf, Tomasio y

77. En un escrito posterior, Leibniz diría también: «De toda definición pueden
alcanzarse consecuencias seguras utilizando las reglas irrefutables de la lógica, y esto
es, precisam ente, lo que se hace al fabricar ciencias apodícticas y demostrativas, que
no dependen de los hechos, sino exclusivamente de la razón, como la lógica, la meta­
física, la aritm ética, la geometría, la ciencia del movimiento y también el derecho, que
no se apoyan en las experiencias y en los hechos, y sirven más bien para dar razón de
los hechas y regularlos por anticipado, lo cual ocurre con el derecho aun si no hubiese
ley en el m undo» (M editación sobre la noción com ún de justicia [ca. 1 7 0 3 ], en
Escritos políticos , p. 2 8 1 ).
Wolff, que construyen una sistemática basada en la diferenciación de
los distintos derechos subjetivos. En particular, la construcción iusna-
turalista de Wolff fue especialmente influyente porque, insistiendo en
una idea sistematizadora ya presente en Doneau y en alguna medida
en Pufendorf, utilizó los derechos subjetivos como elemento central
de la ordenación de su sistema de Derecho privado (Stromholm,
”P7-4-8^')TJ i^sÍ7~los^uTÍstas"qtre^Tep'ararorry"reilm:raron"fe^rÍrnefás^
codificaciones en la Europa central del despotismo ilustrado fueron
también Iusnaturalistas influidos por los anteriores. Entre ellos debe
citarse al holandés Heinecio, a los prusianos Heinrich y Samuel von
Coccei (padre e hijo, germanista el primero y romanista el segundo,
que fue quien preparó el primer proyecto de C ódigo gen eral prusiano
en 1749), al también prusiano Karl Gottlieb Svarez (que realizó el
influyente C ódigo general para los E stados pru sianos, de 1794) y a
los austríacos von Martini y von Zeiller (que elaboraron el C ódigo
general austríaco de 1811, todavía hoy vigente en su estructura gene­
ral). Todos los anteriores contribuyeron a la racionalización jurídica
que sería la base del positivismo jurídico decimonónico y, en último
término, del importante, influyente y tardío código civil alemán, ela­
borado ya a finales del siglo X IX , si bien entre el iusnaturalismo racio­
nalista y el positivismo jurídico se sitúa una corriente de pensamiento
fundamental para la comprensión de la ciencia jurídica contemporá­
nea: la Escuela histórica del Derecho.

d) La Ilustración y el espíritu codificador

El iusnaturalismo racionalista no sólo inspiró muy directamente el


contenido y la redacción de los códigos civiles centroeuropeos, esto
es, el contenido de la codificación, sino que más en general — sobre
todo a través de sus derivados últimos, la Ilustración y la revolución
liberal— alentó la idea misma de la'codificación y de su necesidad
como un factor esencial de racionalización del poder político y de
su modo de elaborar las leyes. Esta es la razón por la que el iusnatu­
ralismo, el racionalismo y el liberalismo son decisivos también para
entender la codificación francesa y las demás codificaciones de ese
ámbito de influencia, a pesar de que tal codificación — iniciada por
Napoleón no tantos años después de la Revolución Francesa, pues
el C ode civil es de 1804— tiene un contenido cuyos antecedentes
se encuentran en una tradición cultural ajena al iusnaturalismo ra­
cionalista, como la del Derecho común francés (Domat y Pothier),
que continuó la estela abierta por el m os gallicus y, después, por
la llamada jurisprudencia elegante o escuela de los cultos, con Do-
neau y Pothier, sobre lo que se habló en el capítulo anterior (supra,
pp. 100 ss.).
Beccaria, el ilustrado italiano tan relacionado con Francia y su
cultura, ejemplifica bien esta contribución de la Ilustración al mo­
vimiento codificador. En su escrito D ei delitti e delle p en e — célebre
y rápidamente influyente en su propio tiempo, también en Fran­
cia— sintetiza los motivo's básicos del iusnaturalismo racionalista y
de la doctrina de la división de poderes de Locke y Montesquieu,
que después cristalizarán en el movimiento codificador francés, tanto
civil como penal. El coherente hilo de su argumentación en favor del
principio de legalidad, de la interpretación literal de las leyes y de
la necesidad de contar con pocas leyes y claras parte de una funda-
mentación iusnaturalista racionalista del poder político que mezcla
distintos elementos, especialmente de Hobbes, Locke y Rousseau:

Las leyes son las condiciones con que los hombres aislados e inde­
pendientes se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo
estado de guerra, y de gozar una libertad que les era inútil en la
incertidumbre de conservarla. Sacrificaron por eso una parte de ella
para gozar la restante en segura tranquilidad. La suma de todas esas
porciones de libertad, sacrificadas al bien de cada uno, forma la so­
beranía de una nación, y el soberano es su administrador y legítimo
depositario (D ei delitti, cap. 1, p. 27);

pues bien, la conclusión de este punto de partida para el ámbito ju-


rídico-penal

es que sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos y esta
autoridad debe residir únicamente en el legislador, que representa a
toda la sociedad unida por el contrato social (ibid., cap. 3, pp. 2 9 -3 0 );

y, como consecuencia de ello, añade Beccaria:

Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir


en los jueces de lo penal por la misma razón que no son legisladores...
[...] No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común, que pro­
pone por necesario consultar al espíritu de la ley. Es un dique roto al
torrente de las opiniones. [...] Un desorden que nace de la rigorosa
y literal observancia de una ley penal, no puede compararse con los
desórdenes que nacen de la interpretación [...] Pero un código [códi­
ce] fijo de leyes, que se deben observar a la letra, no deja más facultad
al juez que la de examinar y juzgar en las acciones de los ciudadanos
si son o no conformes a la ley escrita (ibid., cap. 4, pp. 3 1 -3 2 , con
alguna leve corrección a la trad. cast. utilizada).
Es casi innecesario añadir que para Beccaria la fuente primaria del
Derecho es la ley y no las costumbres o las prácticas judiciales:

sin la escritura [senza la scrittura] no tomará jamás una sociedad for­


ma fija de gobierno [...] en donde las leyes inalterables, salvo por la
voluntad general, no se corrompan pasando por el tropel de los inte­
reses particulares {ibid., cap. 5, p. 34, con varias correcciones sobre la
deficiente traducción de De las Casas en esta ocasión).

Y, en fin, es coherente con todo lo anterior que Beccaria, en uno de


los últimos capítulos, comience por citar como medio de prevenir los
delitos «que las leyes sean claras y simples» (ibid.., cap. 41, p. 105).
Pues bien, es el cuerpo doctrinal anterior el que influye en la co­
dificación francesa y en las a su vez influidas por ésta, como la espa­
ñola. Entre los iusnaturalistas racionalistas, Hobbes había defendido
la brevedad de las leyes y uno de los lemas de Rousseau había sido
«pocas leyes», una propuesta que aparece también en Beccaria y que
recogería Saint-Just:

Las leyes largas son calamidades públicas. [...] Hacen falta pocas le­
yes. Donde hay muchas, el pueblo es esclavo [...] Quien da al pueblo
demasiadas leyes es un tirano.

Y, así, la Constitución francesa de 1791 decía inmediatamente des­


pués de la D eclaración de derechos-. «Se hará un código de leyes civi­
les comunes a todo el reino», a lo que la constitución republicana, de
1793, añadirá las leyes penales. De ideas como las anteriores surge
la necesidad de un código, es decir, de una ley breve, clara y ordena­
da. Se venía así a proponer el cumplimiento del mandato ilustrado,
típicamente antitradicionalista, de Voltaire, que en la voz «Leyes» de
su D iccionario F ilosófico proclamaba: «Voulez-vous avoir de bonnes
lois? Brulez les vótres et faites nouvelles».

- 3-.2. E l constitucionalism o

a) Las ideas fuerza del constitucionalismo

En realidad, el constitucionalismo procede de las mismas ideas fuerza


que impulsaron la necesidad de la codificación en materia civil y pe­
nal, puesto que una constitución no es más que una especie de ley or­
denada — un código o, mejor, un supracódigo— , por más que su fun­
ción sea regular el poder político. Tales ideas fuerza pueden reducirse
básicamente a tres: en primer lugar, la primacía de la legislación y la
creencia en su valor renovador y transformador de la realidad; en
segundo lugar, la exigencia liberal de someter a límites preestableci­
dos al poder político, garantizando al mismo tiempo ciertas liberta­
des individuales, mediante la clara y segura atribución de los dere­
chos y deberes correspondientes; y, en fin, la búsqueda de la
seguridad jurídica mediante el conocimiento general que permite un
-tex-to-escrito^simple-y-clar-o,
Ciertamente, no deja de ser una paradoja que la primera y más
estable patria del constitucionalismo haya sido el Reino Unido, que
incumple una por una la literalidad de las anteriores ideas fuerza sin
por ello traicionar su espíritu. Pues aunque nunca ha existido allí una
constitución formal escrita que garantice las libertades y derechos más
allá de lo que las leyes — siempre en cierta lucha subterránea con el
co m n io n la w por la primacía—■quieran disponer, fue donde surgió
y se asentó duraderamente el sistema de la monarquía constitucional.
Con todo, el origen político deliberado y expreso de las ideas fuerza
del constitucionalismo, cuya influencia se extiende desde el siglo X IX
hasta hoy, es norteam ericano y francés. Su primera proclam ación
se hizo con las vibrantes palabras de la D eclaración de In depen den cia
de los prim eros trece Estados Unidos de Am érica, de 4 de julio
de 1776:

M antenem os estas verdades como autoevidentes: que todos los hom ­


bres son creados iguales, que están dotados por su creador de ciertos
derechos inalienables, que entre éstos se encuentran la vida, la liber­
tad y la búsqueda de la felicidad; que para asegurar estos derechos se
han establecido entre los hombres los gobiernos, los cuales derivan
sus justos poderes del consentimiento de los gobernados; que donde­
quiera que una form a de gobierno se convierte en destructiva de
estos fines el pueblo tiene el derecho a cambiarla o a aboliría, y a establecer
un nuevo gobierno que asiente sus cimientos en esos principios y organice
sus poderes de la forma que le parezca más probable para lograr su seguri­
dad y felicidad.

Y.su form ulación canónica la expresó la D eclaración de d erech o s d el


h o m b re y d e l ciu d ad an o, aprobada por la Asamblea Nacional france­
sa el 2 6 de agosto de 1789:

Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada,


ni la separación de poderes establecida, no tiene Constitución (art. 16).

Es verdad, no obstante, que las ideas fuerza del constituciona­


lismo no dejaron de sufrir alguna tensión interna, especialmente
en los sistemas ju ríd ico-políticos de la Europa continental del si­
glo XIX, muy influidos p o r el modelo francés. La tensión funda­
mental se produjo por el contraste entre la teóricam ente p rocla­
mada superioridad de las constituciones y el más efectivo princi­
pio de prim acía de la ley ordinaria, un contraste resuelto en favor
de este segundo criterio por la deliberada exclusión de cualquier
mecanismo de control de la constitucionalidad de las leyes ordina-

invirtieron por completo las relaciones proclamadas entre Consti-


-tución'y Código (especialmente el código civil, siempre con rango
de ley ordinaria), porque fueron los códigos, y en general las le ­
yes, los que de hecho primaron en la garantía y delim itación, pero
también en la lim itación, de los derechos individuales más abs­
tractam ente y — según se interpretó por los juristas— sólo progra­
máticamente proclamados en las constituciones (Fioravanti, D e r e ­
chos, p. 1 1 0 ). Y es así com o el constitucionalism o, junto a su
inicial y peculiar modalidad británica, se desarrolló bajo dos m o­
delos diferentes, a partir de las dos revoluciones que a fines del
siglo xvm marcan el paso a la época contem poránea, la indepen­
dencia norteam ericana y la Revolución Francesa. Pero antes de
comentar las diferencias entre ambos modelos, conviene hablar un
poco de la estructura de las constituciones.

b) Parte orgánica y dogmática en las constituciones

El núcleo básico del constitucionalismo, la garantía de los derechos


individuales, puede analizarse en dos capítulos distintos aunque rela­
cionados: la parte dogmática y la parte orgánica de una constitución,
la primera, relativa a la declaración de derechos, y la segunda, a la
organización del poder. Como vio bien George Jellinek, en las prime­
ras constituciones modernas, las de los Estados que con su indepen­
dencia sucedieron a las colonias inglesas de Norteamérica, la declara­
ción de derechos

ocupa la primera parte, viniendo en segundo lugar el plan o frame o f


govermnent. Primeramente se determina el derecho del creador del
Estado, del individuo, que goza en el origen de una libertad ilimitada;
luego se determina el derecho de lo que los individuos han creado, la
comunidad78.

De tal manera, la distinción entre ambas partes venía a plasmar la


realización de los dos pactos en los que, según la mayoría de los

7 8 . Jellinek, L a Declaración de los derechos del hom bre y del ciudadano, p. 1 1 3 .


iusnaturalistas, se desdoblaba el contrato social: el p actu m societatis
y el p actu m subiection is.
En la parte dogmática, las declaraciones de derechos se incorpo­
raron bien de manera directa y como primera parte de la Constitu­
ción, según ocurrió en las ex colonias inglesas de América y, más
adelante, con la mayoría de las constituciones europeas del X IX y
con las del siglo X X , o bien como elemento añadido a la Constitución
pero formando parte ella, según ocurrió, aun con sus diferencias, con
las Declaraciones francesas de los años de la Revolución, que intro­
ducían a las Constituciones como preámbulos, o con las enmiendas a
la Constitución americana, que se fueron aprobando posteriormente
como adiciones con plena validez jurídica. En cuanto al contenido de
los derechos declarados no sólo debe citarse la igualdad ante la ley,
la libertad y la seguridad frente a detenciones arbitrarias, la propie­
dad privada o la participación política, sino también los relativos a la
salvaguarda de la dignidad humana que se produce por la humaniza­
ción de los procesos y las penas (proscripción de la tortura, principio
de legalidad penal, etc.)73.
En la parte orgánica, por su lado, son decisivos tres contenidos:
la supremacía de la ley, la división de poderes, y la representatividad
popular del parlamento como sede del poder legislativo. En lo que
concierne a la supremacía de la ley sobre la costumbre y la doctrina
jurídica, el constitucionalismo plasmó la larga tradición que se había
ido afirmando con la construcción del Estado moderno y el absolutis­
mo monárquico, sobre la que también se basó el fenómeno de la
codificación. En cuanto a la división de poderes, en especial del judi­
cial respecto de los otros dos, su origen más próximo se encuentra en
Locke y, sobre todo, en Montesquieu. El primero distinguió entre el
poder legislativo, con el sentido actual de órgano creador de normas
generales, el ejecu tiv o, que comprende la aplicación judicial y la
ejecución administrativa, y el fed era tiv o , que se refiere al título de
la representación del Estado, es decir, al poder representativo de la
Corona, con su prerrogativa regia y sus poderes discrecionales, entre
los que se encuentran el de declarar la guerra y firmar la paz y en
general el de llevar las relaciones internacionales, que es el aspecto
destacado por el autor inglés (T w o Treatises, II, xii, §§ 1 4 3 -1 4 8 ,
donde Locke reconoce que la distinción entre los dos últimos pode­
res es sólo conceptual porque se suelen y hasta se deben reunir en las
mismas manos). Montesquieu, por su parte, reflejó m ejor la Consti­

79. Sobre el tema, véase Prieto, pp. 2 8 7 ss.; Betegón, passim ; y Ferrajoli, D ere­
cho y razón, esp. caps. 3-10.
tución inglesa efectiva cuando distinguió entre poder legislativo,
judicial y ejecutivo, entendidos básicamente en el sentido actual80.
En cuanto a la representatividad popular, con la que se completaba
la idea de la ley como expresión de la voluntad soberana, hay que
precisar que el miedo a los excesos democráticos de la Revolución
Francesa condicionó y limitó severamente su alcance en dos aspectos
importantes durante todo el siglo xtx y parte del X X : por un lado,
mediante el mecanismo del sufragio censitario, que mantuvo la doble
exclusión de las clases trabajadoras y de las mujeres81; y por otro lado,
por el sistema de la «monarquía constitucional» — a no confundir con
el de «monarquía parlamentaria» de los actuales sistemas británico o
español— en el que el parlamento comparte el poder legislativo con
el rey, que tiene el derecho de vetar las leyes y gran autonomía para
elegir y cesar al gobierno.
Téngase en cuenta que ambas partes, la dogmática y la orgánica,
no podían disociarse entre sí, al menos idealmente — esto es, en la
fundamentación doctrinal a la que respondían, a veces desmentida en
la realidad de su desarrollo aplicativo y su vigencia— , por la sencilla
razón de que en la tradición liberal de la que el constitucionalismo pro­

80. Hay que precisar que aunque Montesquieu comienza definiendo el po.der
ejecutivo igual que Locke define al poder federativo — esto es, el poder mediante el
que el príncipe o magistrado, dice Montesquieu, «dispone de la guerra y de la paz,
envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones»— , ense­
guida pasa a identificarlo con el poder «de ejecutar las resoluciones públicas», de modo
que adopta un concepto en buena parte similar ai actual. Por lo demás, la separación
que a Montesquieu le preocupa es sobre todo entre el poder judicial, y los otros dos,
una relación que propone al modo de la monarquía constitucional del siglo X I X : así,
mientras defiende;que el poder ejecutivo, el Rey en definitiva, debe frenar la tendencia
aí despotismo del poder legislativo, encuentra innecesario que el legislativo contenga
al ejecutivo por las muy endebles razones de que «es inútil limitar la ejecución, que
tiene sus límites por naturaleza; y además, dice, el poder ejecutivo actúa siempre sobre
cosas momentáneas», donde la segunda razón no parece ser más que la primera desa­
rrollada, con independencia de que incluye asuntos tan poco momentáneos como la
declaración de la guerra (De Vesprit des loist X I, vi).
81. Son bien indicativos de ello los porcentajes de electores en Gran Bretaña
durante el siglo X I X , que, sobre la población mayor de 2 0 de años pasaron de un 4 ,4
por ciento en 1831 a un 30 por ciento en 1914 (cit. por Dahl, p. 31).
Por su parte, en Francia, incluso cuando se instauró un sistema de monarquía cons­
titucional— la llamada «Monarquía de Julio» de 1830, con Luis Felipe de Orieans— ,
aunque se redujo la edad de voto a los 25 años y se limitó el requisito de propiedad a
quienes pagaban 2 0 0 francos de impuestos directos, sólo se duplicó el número de elec­
tores, que sobre una población de más de 3 2 millones pasó de 9 0 .0 0 0 a casi 2 0 0 .0 0 0 ,
con un porcentaje todavía inferior al británico en similar fecha («France. The July
monarchy», Encyclopaedia Britannica CD 9 8 ; el dato sobre la población francesa, en
http:llwwiv.library.uu.nllwesplpopulstatlEuropelfrancec.htm).
cede una y otra conforman los platillos de la misma balanza. En esa
balanz-a el poder político tiene como límite los derechos individuales
y, a la inversa, los límites de los derechos vienen dados por las compe­
tencias de los órganos estatales, que, por su parte, se organizan mediante
el instrumento liberal de la división de poderes para favorecer dicha
autolimitación. Estas ideas, que se habían formulado en abstracto en el
~citado-aEt-ÍGulo~l-é-der-la-£>fie/íZ+'fl«Qjí~fr-anG©sa-de-47§^--— «-led-a-seeie-
dad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la sepa­
ración de poderes establecida, no tiene Constitución»— , se hicieron
patentes de hecho en las diez primeras enmiendas a la Constitución
americana. Estas enmiendas -—en realidad adiciones— fueron aproba­
das en 17 9 1 , cuatro años después de la aprobación de la Constitución,
en 1787, y no formulan tanto positivamente los derechos individuales,
sino más bien prohibiciones de interferirlos o de limitarlos por parte
del Estado. Así, salvo la Sexta Enmienda, que enuncia expresamente
en términos de derechos individuales los del acusado en un proceso cri­
minal, las demás declaran los derechos estableciendo prohibiciones
para los poderes públicos, como lo ejemplifica la Primera Enmienda:

El Congreso no aprobará ley alguna por la que adopte una religión


com o oficial del Estado o se prohíba practicarla librem ente, o que
coarte la libertad de palabra o de imprenta,

o la Octava:

No se podrá exigir fianzas ni multas excesivas. No se podrán imponer


castigos crueles ni inusuales.

Este tipo de redacción marcará una pauta que se mantiene hasta la


Vigesim osexta Enmienda, la última que viene a reconocer un dere­
cho a los ciudadanos82, aprobada en 19 7 1 , que para nosotros, acos­
tumbrados a una más simple enunciación del derecho al voto, lleva
una extraña redacción, aparentemente redundante, pero inteligible
bajo el prisma comentado:

1. El derecho a ejercer el voto de los ciudadanos de los Estados Unidos


que hayan cumplido dieciocho años no podrá ser negado o limitado
por la Unión ni por ningún Estado miembro basándose en razones de
edad.

82. Hay una posterior, la Vigesimoséptima — aprobada en 1992, aunque su trami­


tación comenzó nada menos que en 1789— , que establece una limitación sobre las
m odificaciones de sueldo de senadores y representantes, autorizando su aprobación
únicamente si se ha procedido a una nueva elección de la Cámara de Representantes.
c) El contraste entre la Revolución americana y la francesa

L iberalism o y d em o cra cia en la D eclaración fran cesa de 1 7 8 9


y en las en m ien das a la C onstitución d e E stad os Unidos

Como antes avancé, existe un contraste de cierta enjundia entre la


JTi&clar-aGÍón-fEanGesa-de-4-785-y-la-Const-i-tuGÍón-:aíne-rÍGa-na-y-suS'-en-
miendas que merece la pena destacar, porque una y otra se fundan en
dos criterios filosófico-políticos bien diferentes y, a su vez, dan lugar
a dos tradiciones constitucionales que perdurarán bien distanciadas
durante todo el siglo x ix y buena parte del XX, si bien terminarán
aproximándose a mediados de ese último siglo. M e refiero a la distin­
ta concepción de la relación entre constitución, ley y control judicial
de los derechos constitucionales. Esta distinta concepción en último
término remite a la diferencia entre principio liberal y principio de­
mocrático, que puede ejemplificarse de forma aproximada, incluso
un siglo antes de las Revoluciones americana y francesa, en el con ­
traste entre, de un lado, el régimen político instaurado por la G lorio­
sa Revolución inglesa de 1688, que reconoció los clásicos derechos
de libertad pero sin un sistema de participación popular en el parla­
mento que pudiera considerarse propiamente democrático, y, de otro
lado, el modo democrático en el que comenzaron a organizarse las
colonias calvinistas tras su asentamiento en Nueva Inglaterra, que
garantizaron la participación de todos los colonos pero no la libertad
de conciencia (Troeltsch, pp. 65-68).
Esa misma diferencia puede calibrarse también en la distancia
existente entre las dos distintas inspiraciones ideológicas dominantes
en las Revoluciones francesa y la americana, más democrática en la
primera y más liberal en la segunda (véase M atteucci, caps. 6 y 7 ; y
Fioravanti, D erechos, cap. 2). Y, en efecto, frente a una famosa y discu­
tida tesis, defendida a finales del siglo X IX por George Jellinek, sobre
la dependencia doctrinal de la Declaración francesa de 1789 respecto
de las declaraciones de derechos de las colonias americanas que si­
guieron inmediatamente a la Declaración de Independencia, y muy
especialmente de la Declaración de Virginia83, hoy resulta bastante
claro que los textos jurídicos franceses y los americanos, por encima
de las evidentemente comunes influencias en ellos del iusnaturalismo

83. La idea de Jellinek es que, aun cuando sin Rousseau, M ontesquieu y Voltaire
no se hubiera producido la Declaración francesa, el modelo de la Revolución am eri­
cana fue otra condición necesaria de aquélla, sin la que podría haber habido una
filosofía , pero no una legislación, de la libertad (D eclaración, pp. 5 7 ss.).
racionalista, responden a una inspiración doctrinal diferenciada que
dio lugar también a dos modelos jurídico-políticos en un principio
bastante diferentes entre sí.
Ciertamente, ambas revoluciones tienen detrás, como trasfondo
común, la cultura de la Reform a y del iusnaturalismo racionalista,
con sus ideas centrales de igualdad ante la ley frente a los privilegios
estamentales y de libertad individual frente a la arbitrariedad del po­
der. Sin embargo, y por reducir a lo esencial el contraste entre los
dos complejos entramados de influencias de una y otra, algunos de
ellos sin duda entrecruzados, cabe decir que mientras el elemento
inspirador dominante y más distintivo de la independencia americana
y de la Constitución que así nació es eminentemente liberal, en el
sentido de Locke, en cambio, el elemento dominante y distintivo de
Revolución Francesa y la Declaración de derechos del 89 es eminen­
temente democrático, en el sentido de Rousseau84. N o se olvide, de
todas formas, que tanto la Revolución americana como la francesa
están en la raíz de la ideología democrático-liberal, por lo que la
anterior caracterización es únicamente de acentos. Pero esta insisten­
cia en los acentos permitirá poner de manifiesto no sólo las distintas
posibilidades de articulación de aquella ideología, más compleja y
múltiple de lo que pudiera parecer a simple vista, sino también las
tensiones internas entre los dos elementos de la síntesis: el liberal y el
democrático.
La manifestación más aparente de la diferencia entre el constitu­
cionalismo francés y el americano reside en el hecho de que en el
primero se subraya la distinción entre los derechos del hombre y los

84. Aunque en Locke existen elementos democráticos, su aportación más rele­


vante es eminentemente liberal (en tal sentido Fioravanti, Constitución , pp. 9 3 -9 4 ).
Por otro lado, debe precisarse que la inspiración en Rousseau de los textos cons­
titucionales de la Francia revolucionaria, que establecieron sistemas de democracia
representativa, no alcanzó a seguir al filósofo ginebrino en su cerrada defensa de la
democracia directa, sino que se manifestó en asuntos como la concepción.de la ley
como expresión de la voluntad general o el silencio de la Declaración francesa de 1789
a propósito del derecho de asociación y de reunión (y lo mismo ocurre en las de las
Constituciones de 1791 y 1793 respecto del primero de esos derechos). Puede parecer
paradójico que una declaración tan democrática como aquélla fuera reluctante a la
hora de reconocer dos derechos que, junto con la libertad de expresión, parecen ser
condición esencial del derecho de voto, esto es, del derecho democrático por excelen­
cia, por ser una extensión natural, por decirlo así, de aquella libertad en la medida en
que reuniones y asociaciones sirven sobre todo para la expresión colectiva de ideas, las
reuniones con carácter más esporádico y las asociaciones con carácter más permanen­
te; la paradoja se disuelve, sin embargo, cuando se tiene en cuenta que, como ya se
dijo, el concepto rousseauniano de democracia exigía la deliberación de cada indivi­
duo sin intervención de cuerpo intermedio alguno (supra , p. 234).
del ciudadano. Esta distinción, que aparece ya en el enunciado de la
propia D eclaración de derech os d el h om bre y d el ciu dadan o de 1789,
supone una concepción no meramente liberal sino también demo­
crática que propone, junto a los derechos del hombre en cuanto tal
-—libertad, igualdad ante la ley, seguridad ante detenciones arbitra­
rias, principio de legalidad penal, limitación de las penas, propiedad,
etc.— , la referencia explícita a los derechos de participación y con­
trol democráticos, que en la Declaración del 89 se proclaman en
distintos artículos: así, en el artículo 3, que establece que

El origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación. N in­


gún órgano ni ningún individuo pueden ejercer autoridad que no
emane expresamente de ella;

o en el citado artículo 6, que define a la ley como «expresión dé la


voluntad general» y confiere a los ciudadanos el derecho a participar
en su creación, o en el artículo 14, que dice que

Todos los ciudadanos tienen el derecho de verificar por sí mismos o


por sus representantes la necesidad de la contribución pública, de acep­
tarla libremente, de vigilar su empleo y de determinar la cuota, la base,.
la recaudación y la duración;

o, en fin, en el artículo 15, que afirma que

La sociedad tiene el'derecho de pedir cuentas a todo agente público


sobre su administración.

Por contraste, en la Constitución americana no existe tal diferen­


cia entre los derechos del hombre y los del ciudadano, y en sus diez
primeras enmiendas no hay referencias a los derechos de participa­
ción de los ciudadanos en el poder político. Y si bien en la propia
Constitución — así como en la Duodécima Enmienda, aprobada en
1 8 0 4 — se estableció un sistema representativo para la elección de
las dos cámaras del Parlamento y del Presidente y Vicepresidente de los
Estados Unidos, tal sistema remitía en todo caso a la legislación de
cada Estado y no se formuló en términos de derechos de los ciudada­
nos, en todo caso definidos como «personas libres», excluyendo im­
plícitamente a los esclavos negros y explícitamente «a los indios no
sujetos al pago de contribuciones» (artículo I, secc. 2, párr. 3;°).
Como ha dicho un filósofo estadounidense, la frase inicial del Preám­
bulo dé la Constitución americana, We, th e P eop le o f U nited Sta­
tes..., debería haber rezado: «Nosotros, los representantes de los pro­
pietarios blancos de Estados Unidos...» (Rorty, p. 101).
El contraste entre la mayor insistencia francesa en los derechos
democráticos y la mayor insistencia americana en los derechos libe­
rales puede explicarse no sólo por los distintos orígenes doctrinales
de una y otra revolución —-simplificada y básicamente, como dije,
Rousseau en la francesa y Locke en la americana— , sino también por
sus distintas circunstancias históricas y, en particular, por el diferente
.adversar4Q~Gontra~el~que-respectivamente-dirigierorLS.u_op_QSÍcióxL(EÍQ^
ravanti, L o s d erech o s fu n d am en tales, cap. 2). En el caso de la Revo­
lución Francesa, el enemigo fue el Antiguo Régimen, representado
por la desigualdad estamental, los privilegios de la nobleza y la orga­
nización del poder de la monarquía absoluta, incluido el poder ju­
dicial, al servicio de ese orden autoritario y discriminatorio. Como
reacción frente a ese trasfondo, los revolucionarios franceses privile­
giaron el poder del pueblo o nación ejercido a través de la ley como
expresión de la voluntad general, destinada, teóricamente al menos,
a garantizar los derechos individuales, tanto liberales como democrá­
ticos. Por su parte, la Revolución americana se inició por la insensi­
bilidad por parte de la monarquía y el parlamento ingleses, en el que
los colonos americanos no participaban, hacia el viejo principio no
tax ation w ith ou t representation — ningún impuesto sin aprobación de
los representantes— , y concretamente por la resistencia de los ameri­
canos a pagar un nuevo impuesto aprobado en la metrópoli. En tal
medida, la independencia de las colonias inglesas en Norteamérica
estuvo marcada por el signo de la desconfianza hacia los legisladores,
e incluso hacia todo poder central fuerte, en aras de los derechos
individuales de libertad y propiedad, hasta el punto de que la partici­
pación popular en el poder estatal a través de los representantes
parlamentarios fue considerada no tanto como expresión de un dere­
cho democrático de los ciudadanos a ejercer el poder político, siquie­
ra.indirectamente, cuanto como un mecanismo liberal para proteger
su libertad y propiedad. Pues, como ha visto bien Fioravanti, las
libertades civiles y las políticas estaban inextricablemente unidas,
puesto que el derecho de los ciudadanos a su propiedad privada y,
por tanto, a la libertad de disposición de su patrimonio frente a las
exacciones no consentidas del poder público, se ponía en cuestión
por falta de garantía del derecho a una representación política satis­
factoria que garantizara el derecho a aceptar o rechazar las cargas
tributarias (D erech os, p. 86).
En lo que se refiere a los documentos constitucionales america­
nos, la sustancia del contraste con los franceses se aprecia ya, desde
el principio, en la expresa insistencia de varias declaraciones de de­
rechos de los primeros Estados americanos, así como de la propia
Constitución de 17S7, en el instrumento típicamente liberal de los
c h e c k s a n d b a la r ic e s — los pesos y contrapesos para el equilibrio de
los distintos poderes— como forma de limitación del Estado para
una mayor protección de los derechos de los individuos. Esos pesos y
contrapesos se organizaron allí no sólo orgánicamente, en la marcada
división de poderes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial e, in-
cl;;so, dentro del propio legislativo, enrre las dos cámaras federales®5,
sino incluso territorialmente, entre los distintos Estados federados
y el'Estado federal -—cuyo poder se limita al expresamente delega-
dosé—•, lo que resulta completamente extraño al centralismo francés.
Junto a la división de poderes, el segundo y más decisivo elemen­
to distintivo del sistema americano fue la consideración de la propia
Constitución como instrumento de garantía de limitación del Estado
y de respeto a los derechos individuales, incluso por encima del po­
der legislativo. Tal superioridad de la Constitución, que había apare­
cido como rechazo de la doctrina británica de la autoridad suprema
del parlamento en las C o 7 tcesio n es y A c u e r d o s d e W est N e w J e r s e y y
en la C a r ta d e P riv ile g io s d e P e n n s y lv a n ia , ya estaba anunciada en
la mencionada configuración que las primeras enmiendas hacen de
los derechos individuales como prohibiciones para el poder y sería
desarrollada a partir de 1803, tras la sentencia M a r b u r y vs. M a d is o n ,
mediante la técnica del control judicial ordinario de la constituciona-
lidad de la legislación.
Por su parte, y en contraste con lo anterior, la Declaración fran­
cesa del 89, aun haciendo explícitas y doctrinarias menciones a la
división de poderes y a los derechos liberales de libertad, igualdad,
propiedad, etc., vino a autorizar, aunque no de modo deliberado en
principio, lo que hoy denominaríamos una «desconstitucionaliza-
ción» de los derechos fundamentales. Y lo hizo por una doble vía que
encontraría su convergencia a través de las múltiples perversiones
impuestas por el funcionamiento del parlamento durante el siglo X IX
y aun después: de un lado, la remisión a la ley del desarrollo y estable­
cimiento de los límites de los derechos enunciados en la Declaración,
sobre lo que valgan dos entre otros muchos ejemplos posibles:

85. Como ha señalado Fioravanti, en Estados Unidos «la elección del bicameralis-
mo es también una elección de equilibrio. La Cámara representa la unidad del pueblo
y el elemento democrático; el Senado, por su parte, representa sobre todo los intereses
de los Estados y el elemento aristocrático, ya que su elección depende, en la versión
originaria de la Constitución, de las legislaturas de cada uno de los Estados, es decir, de
una clase política ya seleccionada, y no directamente del pueblo» (D erechos , p. 92).
86. En efecto, la Décima Enmienda dice: «Están reservados a los respectivos Es­
tados o al pueblo los poderes que no se hayan delegado por la Constitución a los
Estados Unidos...».
La ley no puede prohibir más que las acciones dañosas para la socie­
dad [pero, naturalm ente, es la ley la que determ ina lo que es o no
dañoso]. Todo lo que está prohibido por la ley no puede ser impedido,
y nadie puede ser obligado a hacer lo que ésta no ordena (artículo 5 );

Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas, en


tanto que su manifestación no.altere el orden público establecido por
la ley (artículo 1 0)87;

y, de otro lado, la definición de la ley, al modo rousseauniano, como


«expresión de la voluntad general» (art. 6), definición que, unida a la
declaración del «origen de toda soberanía [...] en la nación» (art. 3),
llevaba en germen el apoderamiento por parte del Parlamento de la
autoridad última y decisiva en la interpretación y desarrollo, pero
también en la limitación, de los derechos constitucionales88. Con la
sucesiva instauración de monarquías constitucionales en la Europa
del X IX , este criterio, originariamente más democrático que liberal,
se transformaría después en el principio conservador y nada demo­
crático del rey como órgano de control de la constitucionalidad de
las leyes. Esta última concepción, que llegó a ser dominante en la
doctrina jurídica y política hasta bien avanzado el siglo X X , era cohe­
rente con las amplias prerrogativas de la Corona de la monarquía
constitucional — caracterizada, no se olvide, por la doble legitimidad
monárquica y popular— y, en particular, con el derecho del rey de
vetar las leyes, naturalmente no utilizado de hecho para salvaguardar
los derechos individuales de los ciudadanos.
Durante el siglo X IX y parte del X X , la central referencia a la ley,
que algún autor ha destacado C o m o «legicentrismo», fue el mecanis­
mo por el que la ideología democrático-liberal iniciada en la Revolu­

8 7. Únicamente el artículo 17, que cierra la Declaración, consagrado — nunca


m ejor dicho— a la propiedad privada como «derecho inviolable y sagrado», hace una
remisión a la ley llena de cautelas para limitar la expropiación sólo «cuando la necesi­
dad pública, legalmente constatada, lo exija claramente y con la condición de una in­
demnización justa y previa».
88. Rousseau, dando un sentido democrático a la vieja teoría de la ilimitabilidad
del poder soberano ya enunciada por Bodino, había escrito que «[e]s contra la na­
turaleza del cuerpo p o lítico que el soberano se imponga una ley que no pueda
infringir [...], no hay ni puede haber ninguna clase de ley fundamental obligatoria para
el conjunto del pueblo, ni siquiera el contrato social» (Du contrat social, I, vii, p. 3 6 2 ).
Y Sieyes, por su parte, recoge esta misma posición en su teoría de la nación, de la que
afirma que no sólo «no está sometida a una Constitución, sino que no puede estarlo,
no debe estarlo, lo que equivale a decir que no lo está. [...] una nación no puede ni
alienarse, ni prohibirse el derecho de querer algo; y cualquiera que sea su voluntad,
no puede perder el derecho a cambiarla si su interés lo exige» (Que’est-ce que le Tiers-
É tat ?3 p. 148).
ción Francesa corrigió el fuerte compromiso individualista de la De­
claración de derechos — cuya clave última, a modo de cláusula de
cierre, se encuentra en la presunción general de libertad del segun­
do inciso del artículo 5 que se acaba de citar— con un componente
estatalista, a fin de cuentas autoritario, cuyo sentido básico está en la
pretensión de fundamentar la legitimidad del poder y de los derechos
a partir del propio Estado, es decir, de arriba abajo, y no, como en
un modelo puramente democrático, de abajo arriba (véase Fioravanti,
D erech os, p. 62, así como cap. 1). Con todo ello, durante todo el
siglo X IX y parte del X X , en el continente europeo fue compatible la
teórica proclamación constitucional de los derechos fundamentales
con la efectiva introducción y perduración de legislaciones muy limi­
tativas de esos mismos derechos. El primer ejemplo lo proporciona
una ley francesa de diciembre de 1789 que limitaba el sufragio a los
ciudadanos «activos» — los que pagaban ciertos impuestos, y básica­
mente los propietarios— , de modo que menos de cuatro meses des­
pués de la Declaración ya se estaba distorsionando el claro texto del
artículo 6, que rezaba así:

La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos


tienen el derecho de participar personalm ente o por medio de sus
representantes en su formación...

Pues bien, esa pauta de declarar abstractamente los derechos en


las Constituciones para limitarlos legalmente, sin control efectivo dis­
tinto al de la Corona o, en otro caso, al del propio legislador, se
siguió en los distintos países de la Europa continental hasta la intro­
ducción del control jurisdiccional concentrado de constitucionalidad
a partir de la Segunda Guerra Mundial, con alguna excepción, como
las de Checoslovaquia y Austria — que lo establecen en 1920, en el
caso austriaco con la contribución directa de Kelsen, que preparó el
proyecto de constitución-—- o la del Tribunal de Garantías Constitu­
cionales de la Constitución de la Segunda República española. En ese
diseño, por lo demás, influyó de modo muy notable el distinto mode­
lo de juez, que, inicialmente — y a diferencia del caso americano-— ,
en la Revolución Francesa fue considerado con gran desconfianza por
su connivencia anterior con el Antiguo Régimen y que, enseguida,
fue configurado conforme a un modelo burocrático, como funciona­
rio preparado por estudios jurídicos y meramente destinado a aplicar
el Derecho legislado89. Todo ello explica cómo en Francia, y en ge-

89. En contraste, es conocida la extracción común, hasta hoy, de los jueces


británicos y americanos, que suelen proceder de la práctica de la abogacía (tal fue el
nerai en Europa, se asienta durante todo el siglo x ix y buena parte
del XX una ideología eminentemente legalista, con claros ribetes esta-
talistas, mientras en Estados Unidos surge y se desarrolla mucho an­
tes y en mayor medida la cultura del constitucionalismo moderno,
sintetizado en la idea que privilegia a la Constitución como mecanis­
mo de garantía de los derechos individuales frente al legislador ordi-
ur¡riow.

A vances y retro ceso s d el con stitu cion alism o en e l siglo xdc

Si el distinto acento que las inspiraciones democrática y liberal pu­


sieron en los textos fundacionales de las Revoluciones americana y
francesa tuvo una decisiva influencia en la cuestión, del control de
constitucionalidad de las leyes, su repercusión práctica en la garantía
y desarrollo de los derechos de libertad y de participación política no
fue tan relevante, inmediata y clara como en aquel aspecto, y en todo
caso es mucho más difícil de esclarecer. En'particular, sería erróneo
concluir sin más que en los hechos, como consecuencia de la men­
cionada diferencia de inspiración en las Declaraciones de derechos,

caso del famoso presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Jo h n M ar-
shall, quien, tras recibir en menos de un año unas pocas lecciones de Derecho, llegó a
juez tras una carrera com o abogado y político: «M arshall, Joh n », Encyclopaedia
Britannica CD 98).
90. Es curioso cóm o Jellinek llegó a rozar esta conclusión, aun en contra de su
cesis central de que la Declaración francesa de 1789 — bajo el influjo de las Declaracio­
nes de los prim eros Estados americanos— perm itió la form ación de la noción de
derechos públicos subjetivos, como títulos jurídicos de todos los individuos frente al
Estado (.D eclaración , pp. 66 y 89). Frente a ello, en un momento reconoce que lo que
distingue a las Declaraciones americanas de la francesa es que aquéllas «no son sólo
Leyes form ales de naturaleza superior, sino que son también la obra de un legislador
superior. En Europa conocen las Constituciones, es verdad, procedimientos endere­
zados a dificultar las reformas de las mismas, pero esto no obstante, casi siempre es el
mismo legislador quien decide sobre los cambios que hayan de efectuarse. La inter­
vención judicial no existe ni aun en la Confederación suiza, aunque allí, al igual que en
los Estadas Unidos, la Ley constitucional proceda de órganos distintos de los que
elaboran las ordinarias» (ibid.y pp. 9 1 -9 2 ). Y en otro m om ento, criticando la lista de
derechos innatos de W olff como «de naturaleza puramente doctrinal y, por tanto, sin
influjo práctico alguno», añade un comentario que también podría haber aplicado al
sistema europeo: «Todos estos derechos son (imitables por ley, formando un freno
para el arbitrio ilegal, no para el legislador. Por lo cual, pierden con su amplitud e
interna vaguedad todo valor real» (i b i d p. 107). Sin embargo, en contradicción con
estos reconocim ientos ocasionales, su tesis es que tanto en Estados Unidos como en la
Europa dei siglo X I X los derechos individuales se expresaron com o «limitación legal»
del poder del Estado, bajo el criterio — en realidad no aplicable a Estados Unidos— de
que los «principios abstractos [son] vitales sólo m ediante la expresión legislativa
detallada» (ibid ., pp. S9 y 67; la cursiva es mía).
durante el siglo XIX el sistema europeo fue más democrático y el ame­
ricano más liberal, pues, dicho sea a grandes rasgos, ambos fueron
en similar medida tanto limitadamente liberales, sobre todo por su
resistencia a reconocer los derechos de asociación sindical y huelga51,
como limitadamente democráticos, por la exclusión del sufragio y
de la ciudadanía de las mujeres y los no propietarios, a quienes en
-EstadosJJnidos^deben^sumarseJ.os-jie.grQs^yJ.QsjndÍQS,_
Si acaso, en lo que concierne a los derechos democráticos, es
cierto que fue en Europa donde antes se introdujo el sufragio univer­
sal m asculino en el ámbito estatal: en concreto, en 1848 en Francia,
dejando a un lado su ocasional proclamación por la Constitución
francesa republicana, de 1793 (en España, aparte de su proclamación
por la Constitución de 1869, sólo se reconocería desde 1890, al final
del segundo gobierno de Sagasta, si, bien con el control propio del
caciquismo). Pero también es justo recordar que en Estados Unidos,
como puso de manifiesto Tocqueville, a lo largo del siglo X IX se fue
desarrollando un sistema político con una mayor cultura democráti­
ca en un sentido amplio de esta expresión, de mayor igualdad social
y no sólo política y con un uso más profundo y extenso de la parti­
cipación popular en los distintos niveles del gobierno, desde el local
hasta el federal: así, para 1825 todos menos tres de sus Estados ha­
bían reconocido el sufragio para todos los varones blancos (Markoff,
p. 6 7 7)92, una restricción que perduró, en lo que se refiere al voto de
negros e indios, hasta el último tercio del siglo X IX y que, respecto de
las mujeres, sólo concluyó legalmente en 1 9 2 0 93. Por lo demás, la uni-

9 1 . El derecho de asociación sindical ruvo una vida difícil durante buena parte
del siglo X I X en toda Europa como consecuencia de la reacción revolucionaria contra
las corporaciones y gremios, que recogía también la desconfianza del iusnaturalismo
racionalista hacia las agrupaciones intermedias entre el Estado y ios individuos que lo
componen. Así, en la Francia revolucionaria, la Ley Le Cbapelier, de 14 de junio de
1 7 9 1 , suprimió las corporaciones y la Constitución de 1795 prohibió los clubs polí­
ticos, mientras Napoleón, en su código penal de 18 02, sometió a autorización previa
por el gobierno a las asociaciones de más de veinte personas (Peces-Barba, Curso, pp.
16 2-163). Después, aunque no sin los retrocesos que impusieron los momentos de
reacción política de la época, la libertad de asociación obrera se recongció en el Reino
Unido en 1 8 2 4 y ÍS 7 1 , en España en 1 8 3 9 , en Francia en 1 8 6 4 (derecho de huelga) y
1SS4 (asociación sindical) y en Alemania en 1869.
9 2 . Dicho sea como curiosidad, los lugares en los que primero se admitió el su­
fragio femenino fueron la isla de Pitcairn — donde los amotinados de la Bounty y los
indígenas tahitianos adoptaron en 1838 una constitución por la que su magistado era
elegido «por cualquier nativo nacido en la isla, varón o mujer»— y en las elecciones en
el Oeste americano, en concreto en los territorios de Wyoming (1869) y Utah (1870)
y en los Estados de Colorado (1893) e Idaho (1896) (M arkoff, pp. 6 8 6 y 680).
9 3 . Incluso después de la abolición de la esclavitud — lo que se hizo en 1865,
tras la guerra civil, mediante la Decim otercera Enmienda— , todavía la sección 2 de la
versalización propiamente dicha del sufragio, hasta incluir a las mu­
jeres, sólo se produjo en la casi totalidad de los países a lo largo del
siglo XX, con el lento y diversificado goteo que muestra el cuadro
siguiente:

Sufragio universal femenino

N ueva Z elanda 1893 España 1931


Australia 1902 Brasil 1932
Finlandia 1906 Francia 1945
N oruega 1913 Italia 1945
Dinamarca 1915 Argentina 1947
Islán dia 1915 Chile 1949
G ran Bretaña 1918 M éxico 1953
Austria 1918 Perú 1955
URSS 1918 Egipto 1956
Suecia 1919 Paraguay ' 1961
EE.UU. 1920 Suiza 1971

No es o c io s o subrayar lo llamativo de este retraso recordando


que la crítica a la discriminación política de las mujeres es tan tem­
prana como las primeras declaraciones de derechos, como lo ejem­
plifican bien las siguientes preguntas de Condorcet, escritas medio
año después de la Declaración de 1789:

¿no h a n violado to d p s el p rincipio de igualdad de los d erech o s al


privar tranquilam ente a la m itad del género hum ano del derecho de
c o n c u rrir a la fo rm ació n de las leyes, al ex clu ir a las m u jeres del
derecho de ciudadanía? ¿Hay acaso prueba más contundente del poder
del hábito, incluso en los hom bres ilustrados, que la de ver cóm o se
invoca el principio de igualdad de los derechos en favor de trescientos

Decim ocuarta Enmienda, aprobada en 1868, exigía que ios representantes del Con­
greso se eligieran en proporción a la población «contando al número total de personas
en cada Estado, excluidos los indios no sometidos a impuestos» (por lo demás, el
mismo texto da a entender enseguida que tampoco las mujeres debían ser contadas,
porque se refiere únicamente a los «habitantes varones» mayores de 21 años). Hubo
de esperarse hasta la Decimoquinta Enmienda, ratificada en febrero de 1 8 7 0 , para
que se reconociera que «[e]l derecho de los ciudadanos de Estados Unidos a votar no
será negado o limitado por los Estados Unidos ni por ningún Estado por razón de raza,
color o previa condición de servidumbre». Y , en fin, como se dice en el texto, fue en
1920, mediante la Decimonovena Enmienda, cuando se reconoció el sufragio fem enino.
o cuatrocientos hom bres a los que un prejuicio absurdo había discri­
m inado y olvidar ese mismo principio con respecto a doce millones de
mujeres? («Sobre la adm isión de las mujeres al derecho de ciudada­
nía», en C ondorcet, D e Gouges, De L am bert y otros, La ilustración
olvidada, p. 101).

La advertencia de Condorcet sigue valiendo hoy, especialmente a la


vista del arduo y tortuoso camino seguido durante los dos últimos
siglos para la realización práctica del ideal del constitucionalismo.
Un camino arduo por sus insuficiencias, retrasos e incumplimientos,
y tortuoso por los vaivenes y retrocesos que los períodos dictatoriales
han impuesto. Con todo, y esto es lo esencial del constitucionalismo,
la consideración del Estado como un aparato de poder que se justifi­
ca en tanto en cuanto se respetan los derechos de los individuos es
una aportación esencial y permanente que la concepción contemporá­
nea del Derecho constitucional debe al iusnaturalismo racionalista y
al pensamiento ilustrado. Un criterio que la misma Declaración del
89 sintetizó en su artículo 2:

La m eta de to d a asociación política es la conservación de los dere­


chos naturales e im prescriptibles del hom bre. Estos derechos son: la
libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

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