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odelos históricos
tíc ia anligiieelad aJo s.iu ip io s del cc-hs ím icioiialisnio
E D IT O R IA L T R O T T A
C O L E C C IÓ N EST R U C T U R A S Y P R O C E SO S
S e r i e O e re c h o
C o n se jo A s e s o r : Perfecto A n d rés
Joaquín A paricio
A ntonio Baylos
Juan-Ram ón Capella
JuanTerradÜlos
Primera edición: 20 02
Segunda edición revisada: 20 09
Impresión
Fernández Ciudad, S.L
CONTENIDO
1. L a É p o c a C l á s i c a ................................................................................ 17
I. El iusnaturalismo antiguo............................................................... 17
II. Las concepciones del Derecho en el pensamiento romano .. 57
3 . L a E d a d M o d e r n a ............................................................................... 169
I. El modelo iusnaturalista moderno .............................................. 169
II. El Derecho y el Estado racionales.............................................. 239
Este libro tiene un origen y una finalidad didáctica. Los tres capítulos
que lo componen constituyen una primera entrega de un curso com
pleto de Filosofía del Derecho enfocado históricamente. Después de
haberlo explicado en las clases de un curso cuatrimestral a partir de
1993, sin pasar nunca de la Edad Moderna, durante los dos pasados
cursos ha estado disponible una versión en Internet que, salvo algu
nas sesiones para debatir problemas y dudas, me ha permitido empe
zar las explicaciones por el siglo X IX . Parte de las razones que me
llevaron a adoptar un enfoque histórico para enseñar la Filosofía del
Derecho tienen que ver con la multiplicación de asignaturas a que
dieron lugar los nuevos planes de estudio en la Facultad de Derecho
de la Universidad Autónoma de Madrid. Sin necesidad de entrar en
detalles menores, el análisis predominantemente conceptual propues
to en los programas de Filosofía política, Metodología y teoría de la
argumentación jurídica, Etica y derechos humanos e, incluso, Socio
logía jurídica, animaba a evitar repeticiones mediante la adopción de
un enfoque distinto. Que ese enfoque fuera el histórico tiene que ver
con la otra parte de las razones que me llevaron a adoptarlo, que
reside, sencillamente, en la convicción de la importancia de la pers
pectiva histórica para una cabal comprensión de los problemas de los
que se ha ocupado siempre la Filosofía del Derecho.
Aun así, desde un principio, el modo de abordar los temas que
adopté pretendía estar más preocupado por los conceptos y su análi
sis que por la historia misma, incluido el contexto general y político
de cada época. Eso es en parte inevitable en cualquier historia de la
filosofía, aunque sea del Derecho, si (según creo recordar) tenía ra
zón Maitland, el historiador del Derecho, cuando dijo que había em
pezado a estudiar historia muy tarde porque sus primeros estudios
de historia de la filosofía no contaban como historia. En otra parte,
sin embargo, era perfecta y deliberadamente evitable, si por historia
de la filosofía del Derecho se entiende hacer un recuento práctica
mente exhaustivo de todas las corrientes y autores que en el mundo
han sido. Por eso, el esquema básico seguido estudia grandes mode
los históricos de pensamiento antes que autores o, si se quiere, mo
delos que se encarnan en ciertos autores antes que autores sin más.
Luego, con la intención de ayudar a los estudiantes — al riesgo, quizá
dudoso, dé desmentir a Maitland— , me ha parecido imprescindible
ir añadiendo aquí y allá algunas referencias, si bien someras, a la
historia general, sobre todo en sus aspectos políticos y jurídicos.
En su estructura, este libro sigue la división de las grandes épo
cas en las que es convencional dividir a la historia occidental, que
aquí abarcan tres capítulos dedicados a la época clásica, a la Edad
M edia y a la Moderna. Tomando tales épocas a modo de simples
perchas y no de trajes que deban ajustar como un corsé, se propone
una selección de los grandes modelos teóricos que las caracterizan:
el modelo de justicia aristotélico, la jurisprudencia romana, el mo
delo iusnaturalista medieval, el modelo de ciencia jurídica medie
val, el iusnaturalismo moderno, el modelo de Derecho kantiano y
la codificación y el constitucionalismo. En ese estudio se da parti
cular relevancia, cuando es oportuno, al estudio de algunos autores
que, a veces, configuran casi en solitario el paradigma del modelo,
como ocurre con Aristóteles, Tomás de Aquino o Kant. Otras ve
ces, sin embargo, la escena se llena de un mayor número de perso
najes sin un protagonista señalado, y así ocurre en los modelos de
jurisprudencia romana y medieval y en el modelo político del ius
naturalismo.
Pero junto a la división en épocas se ha utilizado otra, dentro de
cada época, para presentar en paralelo la historia de dos objetos
distintos, que configuran las dos partes en que se divide cada capítu
lo: la historia de las teorías de la justicia, que en gran medida se
identifica cón la de las ideas políticas y que afecta sobre todo al
ámbito del Derecho público; y la historia de las doctrinas sobre el
Derecho, centradas en su concepto o naturaleza y en los métodos de
su interpretación y aplicación, que tiene un carácter más propiamen
te jurídico y ha tendido a estar más próxima al ámbito del Derecho
privado. Se trata, en realidad, de dos partes muy relacionadas, y en
ocasiones entrelazadas en distintas direcciones. Así, mientras el mo
delo de justicia griego y romano influye más en el modelo de juris
prudencia romano que a la inversa, y algo similar ocurre en el caso
del modelo iusnaturalista, en el pensamiento medieval las concepcio
nes sobre la política, la justicia y el Derecho se entreveran tanto en el
pensamiento ..teológico-filosófico como en el jurídico. Por eso en el caso
medieval era posible, además de oportuno, invertir el orden del pri
mero y del tercer capítulo y comenzar por el modelo de ciencia jurí
dica medieval en vez de por el modelo sobre la justicia.
En su contenido, los modelos analizados en cada época tienen,
naturalmente, sus particularidades históricas, y así debe destacarse en
la exposición de las visiones concretas que los caracterizan: así, sería
imposible dar cuenta del modelo aristotélico sin hablar del finalis-
mo o del tomista sin el referente teológico, de igual modo que en la
jurisprudencia romana ha de subrayarse su carácter casuístico y en
la medieval el dogmático, o en el modelo racionalista los rasgos del
individualismo y el contractualismo. Sin embargo, junto a las particu
laridades, el enfoque del libro, y del curso del que forma parte, insiste
en unos pocos hilos conductores que constituyen fragmentos centra
les de la historia occidental de las ideas político-jurídicas: los funda
mentales son, aparte de la evolución básica de las ideas de justicia y
de interpretación jurídica, la eterna discusión sobre la objetividad o
convencionalidad de los valores, la compleja y cambiante visión de
las relaciones entre sociedad y Estado, la también compleja relación
entre Derecho, costumbre y ley, el debate sobre el papel de la volun
tad y de la razón en el Derecho, el surgimiento moderno de la idea de
derechos y su plasmación jurídico-política, la evolución de las con
cepciones sobre las formas de gobierno, el inicio del contraste entre
el principio liberal y el democrático, las variables posiciones sobre la
obediencia y la desobediencia al Derecho o, en fin, el nacimiento y
desarrollo de la idea de Derecho internacional y del concepto de
soberanía. No por casualidad, se trata de los principales temas que
deben aparecer en cualquier programa sistemático de Filosofía del
Derecho y de sus materias aledañas. Sin sujetarlos a tal orden siste
mático, ésos son los conceptos fundamentales que se irán exponiendo
en esta historia.
Aclarado de antemano el enfoque'que he creído preferible adoptar,
no se me oculta su disputabilidad. En la historia del pensamiento, como
en la historia en general,, se puede buscar sobre todo lo particular, esto
es, lo que resulta peculiar y específico en un momento y lugar o en
autor o corriente, como también cabe tratar de descubrir lo universal
o, al menos, los hilos comunes y convergentes que van tejiendo ideas
que fraguan de un modo que tiende a trascender lugares y épocas. Esa
oposición se manifiesta en la tensión entre la visión que privilegia los
momentos de transformación y aun de revolución y la que atiende so
bre todo a la continuidad y la tradición. Ambos polos son legítimos,
por más que el distinto peso que se ponga en uno u otro dé lugar a
posiciones opuestas sobre la historia, que tanto puede verse como una
inconmensurable colección de momentos con valor por sí mismos y en
realidad difícilmente comprensibles desde fuera cuanto como una su
cesión de antecedentes y consecuentes que giran recursivamente bajo el
imperativo de que no hay nada nuevo bajo el sol. Si fuera forzoso elegir
entre los dos puntos de vista, elegiría el segundo recordando aquel pen
samiento de Maquiavelo de que «el mundo siempre ha estado habitado
por hombres que siempre han manifestado las mismas pasiones». No
obstante, también moderaría esta opinión con la convicción de que,
invirtiendo la idea de Rimbaud de que la sociedad no puede cambiarse
pero el hombre sí, algunas instituciones sociales, sólo algunas, pueden
hacer mejores a los hombres.
Junto a lo anterior, la relación entre nombres y conceptos está
plagada de trampas, pues a veces las viejas ideas aparecen en odres
nuevos y las nuevas ideas en odres viejos. En la historia del pensa
miento nombres y temas aparentemente inalterados tienen en reali
dad diferentes contenidos, mientras que conceptos y teorías viejos
pueden seguir siendo actuales bajo distintos nombres; tal vez tenía
razón Tocqueville en que «la historia es una galería de cuadros con
pocos originales y muchas copias». La gracia está en lograr ver las
modificaciones y contrastes que entre originales y copias la imagina
ción humana ha producido al servicio de diferentes ideales y modelos
del hombre y la sociedad.
Aunque este libro tiene una primaria y evidente función didácti
ca, admite varios niveles de lectura, y particularmente dos: uno más
básico, que se sigue con el texto en el tipo de letra más grande, y otro
más detallado, que incluye también las notas a pie de página y algu
nas de sus remisiones y ampliaciones, que son sólo «para nota»1. Pero
2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien
los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para
quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez.
6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que
decir.
8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discur
sos críticos, pero que ia obra se sacude continuamente de encima.
13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de
ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido
de fondo (Por qué leer los clásicos, pp. 13-20).
ditivas. Aunque uno y otro tipo puedan parecer similares, cada lector que se adentre
en ellas sabrá distinguirlas conforme al interés y la comprensión que le susciten. Casi
no hará falta añadir que soy bastante partidario de poner notas al pie, y de dar esa
libertad a los autores a cambio de dar a los lectores la correlativa libertad para leerlas
o dejarlas: alguien adverso a las notas ha dicho que, para el lector, son como oír un
ruidillo en el sótano cuando se está haciendo el amor, pero, aparte de lo desmesurado
de esta segunda comparación, una llamada a nota es apenas un corto y suave sonido
que avisa al lector de que hay un paréntesis lo suficientemente largo como para estor
bar en el texto y en el que puede adentrarse o dejarlo pasar.
Lo anterior significa que, salvo alguna contada excepción, no se encontrarán
notas dedicadas a referencias bibliográficas, que se hacen en el texto entre paréntesis
lo más brevemente posible, usando las mínimas palabras indicativas del título e, inclu
so, sin referencia al título cuando no se trata de clásicos y el autor figura en la biblio
grafía con una sola obra. A la eventual hora de buscar alguna de las referencias en la
bibliografía, téngase en cuenta que en ella se han separado las obras de los clásicos de
las restantes obras citadas.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto
es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta
'la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o
por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe
hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales
(o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clási
cos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una
elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o
después de cualquier escuela.
Esa conciencia del contraste entre las leyes naturales y las humanas
es el origen de una primera concepción iusnaturalista que distintos
sofistas expresaron con diferentes formas y pretensiones concretas
pero bajo una común función crítica hacia las leyes existentes.
En efecto, el contraste entre lo natural, considerado como patrón
ideal, y lo convencional dio lugar en algunos sofistas a una actitud
crítica de carácter igualitario, como aparece en estas ideas atribuidas
a Hipias en uno de los diálogos de Platón:
según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multi
tud [...] Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo
que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo
es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como
en todas.las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se
juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. [...]. Pero yo
creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría,
quebraría y esquivaría todo esto y, pisoteando nuestros escritos, enga
ños, encantamientos y todas las leyes contrarias, a la naturaleza, se suble-
Quizá dijeran las leyes: [...] «¿Te pasa inadvertido que [a la patria] hay
que respetarla [...]; que hay que convencerla u obedecerla haciendo lo
que ella disponga; [...] que si ordena recibir golpes, sufrir prisión, o
llevarte a la guerra para ser herido o para morir, hay que hacer esto
porque es lo justo, y no hay que ser débil ni retroceder ni abandonar el
puesto, sino que en la guerra, en el tribunal y en todas partes hay que
hacer lo que la ciudad y la patria ordene, o persuadirla de lo que es
justo? [...] En efecto, nosotras [las leyes] te hemos engendrado, criado,
educado y te hemos hecho partícipe, como a todos los demás ciudada
nos, de todos los bienes de que éramos capaces» (Critón, 50c-51c).
2. Para ser riguroso, conviene precisar que Sócrates enlaza este tercer argumen
to con el anterior de manera mucho menos distinguible de lo que se expone en el
texto, pero se trata de argumentos conceptualmente diferentes que merecen conside
rarse por separado, pues así como se pueden recibir beneficios no consentidos también
cabe consentir normas no beneficiosas para quien consiente.
nando una cierta idea de pacto entre la ciudad y los individuos que
la componen y concluye apelando a la existencia de un consenti
miento tácito por el hecho de vivir en la ciudad bajo su protección y
con la posibilidad de participar en la aprobación de las leyes:
Quizá dijeran las leyes: «¿Es esto, Sócrates, lo que hemos conve
nido tú y nosotras, o bien que hay permanecer fiel a las sentencias
que dicte la ciudad? [... las leyes] proclamamos la libertad, para el
ateniense que lo quiera [...] de.que si no le parecemos bien, tome
íó suyo y se vaya adonde quiera, [...] El que de vosotros se quede
aquí viendo de qué modo celebramos los juicios y administramos
la ciudad en los demás aspectos, afirmamos que éste, de hecho,
ya está de acuerdo con nosotras, en que va a hacer lo que nosotras
ordenamos. Nosotras proponemos hacer lo que ordenamos y no
lo imponemos violentamente, sino que permitimos una opción
entre dos, persuadirnos u obedecernos; y el que no obedece no
cumple ninguna de las dos. [...] respóndenos si decimos verdad
al insistir en que tú has convenido vivir como ciudadano según
nuestras normas con actos y no con palabras, o bien si eso no es
verdad [...] ¿No es cierto :— dirían ellas— que violas los pactos
y los acuerdos con nosotras, sin que los hayas convenido bajo
coacción o engaño y sin estar obligado a tomar una decisión en
poco tiempo, sino durante setenta años [la edad de Sócrates], en
los que te fue posible ir a otra parte, si no te agradábamos o te
parecía que los acuerdos no eran justos?» ( Critón , 50c-52e).
A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son
llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado,
y que coincidan en una misma persona el poder político y la filoso
fía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por
cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actual
mente hacen así, no habrá, amigo Glaucón, fin de los males para los
Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes
de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz el sol,
la organización política que ahora acabo de describir verbalmente
(República, 473d-e).
Pues bien, en la estructura jerárquica y esencialmente desiguali-
taria en que consiste el Estado platónico cada cual debe someterse a
la posición a la que le destinan sus capacidades naturales, de manera
que es justa la sociedad en la que cada persona y cada clase cumple
los deberes que le corresponden por naturaleza:
a) El teleologismo aristotélico
Cabe insistir aquí en dos idea clave, relacionadas entre sí, que son
básicas y recurrentes en la historia del pensamiento filosóñco-político.
Por una parte, la idea de la sociabilidad natural del hombre, según la
cual la organización social y política estáprima~facie justificada, inclu
so desde un punto de vista moral, como algo necesario y bueno (Keyt,'
«Three»), Y, por otra parte, la idea de la preeminencia de la comuni
dad sobre los individuos, que Aristóteles confirma expresamente en
otro lugar afirmando que «ningún ciudadano se pertenece a sí mismo,
sino que todos pertenecen a la ciudad» (Pol., 1337a) y que suele aso
ciarse casi inevitablemente a la consideración de la comunidad como
un cuerpo u organismo que tiene necesidades, funciones y facultades
independientes y superiores a las individuales, en contraposición a toda
visión atomista, o atomizada, de la sociedad como conjunto o suma de
individuos que tienen derechos e intereses frente a la comunidad5. Una
y otra idea pueden sintetizarse en un cierto antiindividualismo — en el
lenguaje actual, un cierto comunitarismo— , en claro contraste con un
tipo de concepciones individualistas que, como se dijo antes, ya comen
zaron a apuntar en el pensamiento griego pero que se desarrollarían
sobre todo con el iusnaturalismo racionalista, a partir del siglo XVII. En
contraste con la aristotélica, estas otras concepciones presuponen la
existencia de un individuo asocial anterior a la organización política
que contrata o pacta en condiciones de igualdad con otros individuos
5. Se debe precisar que Aristóteles sólo expresa un criterio que era general en la
antigüedad y ya antes formulado por Platón: «ni vosotros ni el patrimonio ese os
pertenece a vosotros mismos, sino a todo el linaje que hubo antes de vosotros y que
habrá en lo por venir, y más aún, el linaje entero y su patrimonio son a su vez de la
ciudad» (Leyes, 923 a).
para dar lugar a un sistema de protección política de ciertos derechos
individuales y que, en tal función, no es en principio superior a los indi
viduos, los cuales aparecen como razón justificadora de la ciudad o
Estado, al contrario que en Aristóteles, donde son, como hemos visto,
«posteriores» a la ciudad, en el sentido de subordinados y menos vaho-
sos que ella.
c) La justicia aristotélica
Pero ¿en qué consiste ese orden? Según Aristóteles, hay dos gran
des tipos de justicia:
es decir, que hay una forma de justicia según la ley y otra según la
igualdad. Veamos una y otra por separado, si bien en la exposición
que sigue se invertirá el orden anterior para hablar primero de la
justicia como igualdad.
1) La justicia según la igualdad se condensa en la conocida fór
mula de lo igual para los iguales y lo desigual para los desiguales (cf.
P ol., 1280a). Estas dos relaciones dan lugar a lo que Aristóteles lla
ma, respectivamente, justicia correctiva, la aplicable entre iguales, y
justicia distributiva, la aplicable entre desiguales. Veamos ambos ti
pos,-invirtiendo también aquí el orden de exposición.
La justicia distributiva, de lo desigual para los desiguales, corres
ponde al otorgamiento o reparto de honores y bienes, especialmente
los cargos políticos, conforme al criterio del mérito:
[1] hay una justicia natural y sin embargo toda justicia es variable;
con todo, hay una justicia natural y otra no natural. Pero es claro cuál
de entre las cosas que pueden ser de otra manera es natural y cuál no
es natural sino legal o convencional, aunque ambas sean igualmente
mutables. La misma distinción sirve para todo lo demás: [2] así, la
mano derecha es por naturaleza [es decir, por inclinación normal,
fácticamente] la más fuerte, aunque es posible que todos lleguen a
ser ambidiestros. La justicia fundada en la convención y en la utilidad
es semejante a las medidas, porque las medidas de vino y de trigo no
son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y meno
res donde se vende. [3] De la misma manera las cosas que son justas
no por naturaleza sino por convenio humano, no son las mismas en
todas partes, puesto que tampoco lo son los regímenes políticos, si
bien sólo uno es por naturaleza [es decir, por su finalidad, teleológi-
camente] el mejor en todas partes (Et. nic., 1134b-1135a).
Todos aquellos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma
o el animal del hombre (y tienen esta disposición todos aquellos cuyo
rendimiento es el uso del cuerpo, y esto es lo mejor que pueden aportar)
son esclavos por naturaleza {Pol., 1254b).
La seca verdad es que casi todos los delitos por los que se cuelga o se
encarcela a los hombres son obra cotidiana de la naturaleza.
3 . E s t o i c is m o y c r is t ia n is m o
Imperios: Macedonía, Asia Anterior y Egipto), será Roma quien tomará el relevo,
extendiendo su dominio a la península griega en el siglo II a.C. (en 197 Roma derrota
a Filipo V de Macedonia, aunque al año siguiente proclama la autonomía de las ciuda
des griegas).
9. Los estoicos tomaron de la escuela aristotélica la idea de sistema filosófico,
con la división de la filosofía en lógica, física y ética, entendidas en progresión, de tal
modo que la posterior recibe sentido de la anterior y la amplía, para ser la ética el
objetivo final de la filosofía (García Borrón, p. 212). Por su parte, Epicuro, aunque
autor de una extensa obra perdida Sobre la naturaleza y otra Sobre los átom os y el
vacío, puso menos interés en la lógica y, en todo caso, concibió la filosofía, incluido el
conocimiento de la naturaleza, al servicio de la vida humana y, como Sócrates, de la
«curación (o cuidado) del alma» (García Gual, pp. 54 ss.).
Por poner un par de ejemplos ilustres de este talante se puede
recordar, por parte del epicureismo, la actitud de indiferencia ante la
muerte que mostró el propio Epicuro (341-270 a.C.) en su célebre
descripción de la Carta a M eneceo: «mientras nosotros vivimos no
existe, y cuando está presente nosotros no existimos» [Obras, p. 59),
pero también el desapego estoico hacia la política presente en el De la
vida retirada de Séneca o en este pensamiento del emperador y filó
sofo estoico Marco Aurelio:
nos es común la razón que nos dice qué debemos hacer y qué no, y por lo
tanto, también la ley es común para todos; De ello nos viene ser ciudadanos
y participar de una ciudadanía. Y si esto es así, el mundo es entonces como ■
una dudad, pues ¿qué otra ciudadanía común comparte el género humano?
(Meditaciones, IV, 4)10.
10. Como contrapunto, viene aquí al caso recordar esta observación del historia
dor de las ideas George Sabine: «Ningún otro sistema griego era tan apropiado como
el estoicismo para ensamblar con las virtudes originarías del dominio de sí mismo,
devoción al deber y espíritu público de que se enorgullecerían especialmente los roma
nos, y ninguna concepción política estaba tan bien cualificada como la doctrina estoica
del Estado universal para introducir un cierto idealismo en el. negocio, demasiado
sórdido, de la conquista romana» (p. 121).
11. En su Historia de la ética Maclntyre, contemporáneo defensor del comunita-
rísmo frente al individualismo, comenta esto así: «En la sociedad griega, el foco de la
vida moral fue la ciudad-estado; en los reinos helenísticos y en el Imperio romano, la
aguda antítesis entre el individuo y el Estado es inevitable. Ya no se pregunta en qué
formas de la vida social puede expresarse la justicia, o qué virtudes deben ser practica
das para crear una vida comunitaria en que ciertos fines puedan ser aceptados y alcan
zados. Ahora se interroga sobre lo que cada uno debe hacer para ser feliz, o sobre qué
bienes se pueden alcanzar como persona privada. La situación humana es tal que el
individuo encuentra su medio moral en su ubicación en el universo más bien que en
cualquier sistema social o político» (p. 103).
del pensamiento político-jurídico12, también porque se basó más en
la virtud de la amistad que en la de la justicia, para centrarnos en el
estoicismo, cuya influencia posterior en esa área del pensamiento es
particularmente notable.
12. Epicuro, que vuelve sobre la idea ya avanzada por Protágoras de la justicia
como producto de un pacto útil para los seres humanos, es un indudable antecedente
del utilitarismo, tanto por su propuesta del placer como criterio moral básico cuanto
por su visión de la justicia como criterio dictado por la utilidad (aunque también, a la
vez, por la reciprocidad, lo que puede remitirse más bien a las concepciones de raíz
contractualista); valga como suficientemente expresivo de este último aspecto el si
guiente texto: «Aquellas leyes consideradas justas que dan testimonio de lo convenien
te en las necesidades de las relaciones recíprocas constituyen lo justo, tanto si son
iguales para todos como si no. Pero, siempre que se dicta una sola ley que no contem
ple lo conveniente en las relaciones recíprocas, ésta ya no posee la naturaleza de lo
justo» (Máximas capitales, X X X V II, en Obras, p. 74).
pales fin es (a los que el p rin cip io re c to r d irige sus im pu lsos) ca re ce n
de ra z ó n (M ed ita cio n es , V II, 7 5 ).
Nada hay tan semejante, tan igual, a otra cosa como los hombres
entre nosotros mismos. [...] Y no hay hombre de raza alguna que,
tomando la naturaleza por guía, no pueda alcanzar la perfección (De legi-
bus, I, 29-30).
c) Universalidad y superioridad de la ley natural
Hay una ley verdadera que consiste en la recta razón [recta ratio],
conforme con la naturaleza, universal, inmutable y eterna, que con sus
mandatos llama al hombre al bien y con sus prohibiciones le disuade del
mal y que, ya mande ya prohíba, no se dirige en vano al hombre probo,
pero no consigue conmover al malvado, a pesar de sus mandatos y
prohibiciones. No puede anularse ni derogarse en todo o en parte, ni
siquiera por la autoridad del Senado o del pueblo podemos ser dispen
sados de la misma, ni necesita glosador o intérprete. No es una ley
diferente ni es una ahora y otra después, sino que la misma norma
eterna e inmutable regirá para todos y en cualquier tiempo, así como hay
un solo maestro común y señor de todos, Dios, el inventor, árbitro y
dispensador de esta ley; quien no la obedece huye de sí mismo y, des
preciando la naturaleza humana, sufre por ello las mayores penas aun
cuando escape a las sanciones humanas (De re publica, III, 22);
Pues la libertad no tiene su sede más que en una ciudad en la que la-
suma potestad es del pueblo: ya que ciertamente nada puede ser más
dulce que aquélla, la cual, si no es igual, tampoco es libertad [Itaque
milla alia in civitate, nisi in qua populi potestas summa est ullum domi-
ciliu m libertas h a b et: qu a qu idem certe nihil p o test esse dulcius et quae,
si a eq u a n o n est , n e lib erta s q u id em est ] (D e re p u b lic a , I, 47).
así, son tiranos todos los que tienen poder sobre la vida y la muerte del
pueblo, aunque prefieran llamarse reyes por el nombre de Júpiter máxi
mo. Cuando además algunos dominan la república por su riqueza, su
nobleza y otra ventaja, se forma una facción, aunque se llamen nobles
[op tim ates]; cuando el pueblo tiene todo el poder y todo se gobierna a
su arbitrio, se le llama libertad pero realmente es licencia. Pero cuando
uno tiene temor de otro, un individuo de otro individuo y una clase de
otra, entonces precisamente porque nadie tiene confianza en sí mismo,
se establece una especie de pacto entre el pueblo y los poderosos, del
cual surge ese tipo mismo de comunidad que elogiaba Escipión; pues de
hecho la madre de la justicia no es la naturaleza ni la voluntad, sino la
debilidad (D e re p u b lica , III, 13; sobre la indeseabilidad del gobierno
popular puro, véase también I, 26-28).
13. Sobre los contrastes entre la cultura romana y la religión cristiana aprovecho
para remitir a un clásico: la fascinante y magna The Decline and Fall o f the Román
Empire del ilustrado inglés Edward Gibbon, de la que hay dos ediciones diferentes,
incluso en castellano, una completa (Historia de la decadencia y ruina del Imperio
Romano, Madrid, Turner, 1984, vol. II, caps. X V y XVI), y otra abreviada, de Dero
A. Saunders (Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Barcelona, Alba,
2 0 0 0 , cap. VIII).
14. La frase, propia de los creyentes cristianos que antepusieron la fe a la razón,
es de autor desconocido, aunque se ha atribuido al teólogo Tertuliano (ca. 1 5 J-2 2 0 ),
de quien consta una frase muy parecida: credibile quia ineptum est («creíble por ser
inapropiado»).
go; y, por otro lado, la distinción, y también a veces separación, en
tre política y religión, que introduce la posibilidad de la tensión entre
el Estado y la Iglesia. Por éso la añadidura del nuevo punto de vista
teológico a la vieja concepción teleológica tuvo importantes efectos
innovadores: el mundo antiguo, donde lo ético, lo político y lo social
van unidos, se contrapone al mundo cristiano, donde lo ético-po-
lítico se escinde entre el Estado y Dios, provocando así también la
escisión entre el ciudadano y el hombre. No obstante, ambos tipos
de diferenciación sufrirán distintas vicisitudes: la tensión entre razón
y fe variará sobre todo según los teólogos, pues unos defenderán su
mera distinción, sin contradicción entre ambas, mientras que otros la
verán como separación-, y la escisión entre el hombre y el ciudadano
variará, sobre todo según los momentos históricos, pues tras la cris
tianización del Imperio romano a principios del siglo IV, con Cons
tantino, se abre un largo período de estrechas relaciones entre la
Iglesia y el Estado, a veces conflictivas y a veces convergentes.
2) A parición d el voluntarism o. Como consecuencia de la influen
cia en el cristianismo del Dios bíblico, que interviene personalmente
en los asuntos humanos con sus mandamientos y con su voluntad
(recuérdese la entrega de las tablas de la ley a Moisés o la orden a
Abraham, luego revocada, de sacrificar a su hijo Isaac), aparece el
nuevo elemento del voluntarismo, esto es, la creencia de que en las
decisiones divinas (y derivativamente también en las humanas) hay
un elemento racionalmente inmotivado aunque no necesariamente
injusto. Esta concepción, que suministra una nueva motivación para
la obediencia a las leyes, es nueva respecto del pensamiento clásico,
que, aun dentro de las distintas concepciones de la razón según unos
u otros filósofos, fue más «intelectualista». En esa medida, fue críti
co, si no ajeno, a la posibilidad de que algo pudiera ser justo por el
mero hecho de haber sido ordenado, viniendo a sostener más bien
que era o debía ser ordenado por ser justo. Incluso el estoicismo, el
más inmediato antecedente del cristianismo, había tendido a man
tener la tesis de la ineluctabilidad del logos, viendo a la razón como,
necesidad, de modo que no habría voluntad que pudiera oponerse a
la razón, según lo expresa la bella y lapidaria sentencia estoica fa ta
volen tes ducunt, n olen tes trahunt (los hados, esto es, el destino, con
ducen a los que consienten y arrastran a los renuentes) (sobre este
tema, véase infra, pp. 135 ss.).
3) Pesim ism o an tropológico. Ei pensamiento cristiano introduce
también una visión novedosa en la consideración tendencialmente
pesimista del hombre, cuya-naturaleza se considera corrompida por
el pecado original, un punto de partida con mayor o menor peso
según distintos teólogos pero que llegó a sus extremos en el lutera-
nismo y el calvinismo. En todo caso, esta consideración más bien
negativa de la condición humana da lugar a una nueva explicación y
justificación de la organización política que tiende a entrar en ten
sión con el argumento aristotélico de la inclinación de los seres
humanos a asociarse entre sí. Esa nueva explicación se basa en la
idea de que el poder político es p o en a et rem edium p ecca ti (pena y
remedio del pecado), por la que el Estado no aparece como algo
connatural al hombre y directamente bueno, sino como un mal
menor y necesario, un instrumento que, de no haber sucumbido el
hombre a la soberbia de querer ser como Dios, habría resultado
superfluo. Como contrapunto extremo de esta concepción surgirá
más adelante, desde el Renacimiento, el pensamiento utópico, que
propondrá un modelo de sociedad entre seres humanos que, redi
midos del pecado, pueden volver a una nueva especie de paraíso
terrenal.
Pues cuando los paganos [o gentiles], que no tienen Ley [la ley de
Moisés], cumplen de una manera natural lo que manda la Ley, ellos
mismos son su propia Ley [es decir, que su razón natural coincide
con la ley mosaica]. Y con ello muestran que llevan la Ley escrita en
sus corazones, según lo atestiguan su conciencia y sus pensamientos
(Epístola a los rom anos , 2 , 14-15).
15. En Los H echos de los Apóstoles , donde se dice que en Atenas «algunos
filósofos epicúreos y estoicos conversaban con él» (17, 18), Pablo de Tarso predicó en
el Areópago la idea del Dios cristiano de manera inteligible para los griegos,'que sólo
se sorprendieron de la doctrina de la resurrección de los muertos, de la que algunos se
burlaron (ibid., 17, 32).
En segundo lugar, Pablo también asume la igualdad entre todos
los seres humanos, si bien sus afirmaciones no dejan de admitir una
lectura religiosa y más conformista para el mundo real, en la que la
igualdad se ofrece sobre todo para los cristianos y, sobre todo, se
aplaza para el otro mundo:
todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis
sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judío
ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, sois
descendientes de Abraham, herederos según la promesa (E p ístola a
los g álatas, 3, 26-29).
Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, por
que no hay autoridad que no venga de Dios; y los que hay han sido
puestos por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al
orden puesto por Dios [...]. Los gobernantes no están para amedren
tar a los que obran bien, sino a los que obran mal. [...] la autoridad
está al servicio de Dios para ayudarte a portarte bien. Pero site portas
mal, échate a temblar, porque no en vano la autoridad lleva la espada
y está al servicio de Dios para castigar al delincuente. Por lo cual es
necesario que os sometáis no solamente por temor al castigo, sino
más bien por un deber de conciencia. También por esta razón pagáis
los impuestos (E p ístola a los ro m a n o s , 13, 1-6).
16. Las Jnstitutiones de Justiniano dicen que «el Derecho público se refiere a la
situación de Roma, el privado a la utilidad de los particulares» (publicum ius est, quod
ad statum rei Romanas spectat, privatuni quod ad singidorum utilitatem pertinet );
también en el Digesto se afirma que «el Derecho público concierne a las cosas sagradas,
a los sacerdotes y a los magistrados» {publicum ius in sacris, in sacerdotibus3 in magis-
tratibus consistit).
17. Aparte de las referencias al Derecho romano de los juristas medievales y sus
sucesores, como antecedente de ese momento surgen cátedras y textos de Derecho
público en universidades alemanas desde la primera mitad del siglo xvil, aunque en
Francia un estudio diferenciado del Derecho privado y el público se demora hasta la
segunda mitad del siglo X V III; tal estudio se centraba en las regaita (regalías o derechos
del rey), las relaciones entre la Iglesia y el Estado y entre éste y los súbditos, pero sin
ordenación adecuada ni completa y con una cierta confusión entre el Derecho romano
y la teoría política de raíz aristotélica (Caenegem, pp. 2-5).
a) Los tres períodos de la jurisprudencia romana:
republicano, clásico y postclásico
Si un esclavo muere por las heridas causadas por otro, éste puede ser
perseguido por homicidio [y no meramente, según se preguntaba, por
lesiones] si no ha ocurrido por ignorancia del médico o por despreocupa
ción del dueño;
Ni el aborto casual ni el provocado se entiende que constituyen parto;
Nadie puede morir en parte testado y parte intestado;
El testamento del que está en poder del enemigo, hecho allí, no vale
aunque hubiera retornado.
18. Sobre las observaciones anteriores y las que siguen, más en general, véase
Villey, Droit romain, p. 4 4 ; yWieacker, Fundamentos, pp. 15-16 y 19 ss., cuyas preci
siones permiten conectar este uso de la idea de dialéctica con la retórica aristotélica en
la medida en que, según dice, el sistema dialéctico así aplicado por los juristas no era
axiomático, como los Elementa de Euclides, sino basado en la plausibilidad retórica
(éndoxa).
sistema dialéctico de géneros y especies sino, por inducción, directa
mente de lo que se considera justo en el caso concreto y, de otro
lado, que la regla no se presentaba como categórica sino como mera
mente probable o plausible (Cannata, pp. 62-63).
En todo caso, lo más significativo de las elaboraciones de los
juristas romanos, y muy especialmente en el período clásico, es su
estrecha relación con la práctica, con la solución de casos concretos.
Es una labor que se caracteriza adecuadamente como concreta y ca
suística, mejor que como abstracta y generalizadora, o también, como
tópica o problemática mejor que como analítica y sistemática (Vieweg,
pp. 72-78). Eso no significa que faltaran obras en alguna medida
sistemáticas, pues junto a la literatura más característica y dominante
de carácter concreto y casuístico — como los comentarios sobre pro
blemas jurídicos concretos o sobre normas como el edicto del pretor,
los libros de aforismos (regulae, definitiones, sententiae, opiniones) y
las colecciones de dictámenes y discusiones (responsa, epistolae,
quaestiones, disputationes), todos ellos de naturaleza casuística— ,
existieron también algunos manuales de enseñanza jurídica elemental
de carácter sistemático (enchiridia [manuales], institutiones, como las
famosas de Gayo) y extensos tratados, como los X V III Libri iuris civi-
lis de Quintus Mucius Scaevola, desaparecidos, pero de los que se
discute si organizaron la materia mediante la división en géneros y
especies derivada del método dialéctico griego.
Sea cual sea su influencia, parece que el alcance de esta última
forma de aplicación específica de la dialéctica griega es muy localiza
do y limitado, tanto en el tiempo, en el siglo I a.C., al final de la
época de la jurisprudencia preclásica o republicana15, como en su
desarrollo teórico, tendiendo a sistematizar no el conjunto del Dere
cho civil sino partes específicas de él. Por ello, se ha podido decir que
esta influencia de la dialéctica no transformó el tono general de los
estudios jurídicos, siempre de carácter más casuístico que abstracto-
19. Precisamente en ese momento vive no sólo Scaevola, sino también Cicerón,*
que parece haber mostrado su insatisfacción ante el modo casuístico de estudio del
Derecho, diciendo en De oratore : «Si yo, como hace tiempo vengo pensando, o algún
otro pudiera dividir todo el Derecho civil en géneros, que son pocos, y luego analizar
los miembros, diríamos, de aquellos géneros, y explicar mediante definición el con
cepto de cada uno, tendríais el arte perfecta del Derecho civil»; y, en efecto, parece
que Cicerón escribió una obra sistemática, perdida, con el título De iure civile in artem
redigendo. Algo paradójicamente, dadas sus grandes diferencias políticas, esa propues
ta sistematizadora de Cicerón parece que vino a coincidir con los designios codificado
res de Julio César y los juristas que le apoyaron, que, con todo, tras el fracaso y muerte
de aquél, fueron por completo desestimados por Augusto y sus sucesores, que fomen
taron el tradicional método casuístico (Schiavone, pp. 183-187).
sistemático20. Además, la importancia de esta relación entre el modo
de conocer y el de aplicar el Derecho por los jurisprudentes se re
conoce abiertamente en un texto de Pomponio, jurisprudente del siglo II,
que, dando cabal idea de la capacidad de influencia de aquéllos, ca
racteriza al ius civile como
y la otra definición, de Ulpiano (como Paulo, del siglo III), que relacio
na estrechamente las nociones deiu stitia, de ius y de iurisprudentia:
2. De l a j u r i s p r u d e n c i a c l á s ic a a J u s t in i a n o
aquél sólo a los hombres entre sí» [ius gentium est quo gentes bum anae utuntur; Q uod
a ?taturale recedere facile intellegere licet, quia illud ómnibus animalibus, hoc solis
hominibus inter se comm une 5 / í].
26. El texto completo, que volveremos a encontrar varias veces en este libro, reza
así: Q uod principi placuit, legis habet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio
dencia culmina en el Derecho romano bizantino, donde se establece
claramente la distinción entre la interpretación jurídica del empera
dor, única auténtica y vinculante, y la doctrinal, de los juristas, que
carece de toda obligatoriedad. En particular, ya desde Constantino,
el emperador se reservó en exclusiva la interpretación innovadora
del ius y en algunas constituciones imperiales del siglo V se tacha
de infamia la actividad de «interpretar astutamente» el Derecho por
particulares y jueces (Burdese, p. 58).
En el proceso de decadencia de la jurisprudencia, cabe destacar
dos rasgos entrelazados. Por un lado, el Derecho no es ya una so
lución casuística, para casos concretos, extraída de distintas fuentes
consuetudinarias y legales pero sobre todo, a fin de cuentas, del sen
tido jurídico del jurisconsulto, sino que es producto de la ley, esto es,
de un acto de voluntad emanado del príncipe, si bien, al menos decla
radamente, en nombre del pueblo, lo que en Roma venía constituyen
do tradicionalmente una creencia más de tipo jurídico que político,
esto es, más dirigida a buscar un centro de unificación de la variedad
de fuentes jurídicas que a justificar un régimen democrático o algo si
milar (Passerin, D ottrina, p. 117; trad>c^st., p. 104). Y, por otro lado,
la idea de la supremacía de la ley como libre voluntad del príncipe,
conforme a la cual las decisiones de éste no están sometidas a la ley:
Princeps legibus solutus est, esto es, el príncipe está suelto o desligado-.
— libre o exento— de las leyes, según reza un texto de Ulpiano reco
gido en el D igesto. Esta tesis, sin duda ideológica y no lógica, de que
quien da las leyes no puede estar sometido a ellas, configurará des
pués la noción de soberanía estatal, especialmente a partir de Bodino,
ya en el siglo XVI, y prácticamente hasta nuestros días.
En todo caso, el anterior proceso de afianzamiento del carácter
supremo de la lex como fuente jurídica que comienza ya con la ju
risprudencia clásica, culmina en el período postclásico en una con
cepción casi (enseguida explicaré este «casi») plenamente legislativa
o legalista, para la que el Derecho es sobre todo un conjunto de
textos previamente existentes para el jurista, que se encuentra abso
lutamente subordinado como funcionario al servicio del emperador,
sea como consultor o como aplicador del Derecho pero sin autoridad
propia para interpretarlo de manera creativa y especialmente autori
zada. El «casi» que he formulado procede de que la jurisprudencia de
eius lata est, populus ei et in eum omne'suum imperium et potestatem conferat [Lo que
al príncipe place tiene fuerza de Jey, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga
por su imperio, le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad] (Ulpiano, Digesto,
1, 4, 1 pr.).
los juristas clásicos, los iura, siguió considerándose Derecho vigente
en el período bizantino, en buena parte porque las leyes imperiales
afectaron menos al Derecho privado y, por tanto, a muchas de sus
soluciones jurídicas. Junto a esa concepción legalista, es en las es
cuelas jurídicas postclásicas, de los siglos V y VI, donde se desarrolla
en mayor medida la sistematización dialéctica del material jurídico
conforme a la clasificación de géneros y especies, que parece haber
tenido una momentánea e incipiente aplicación en el siglo I a.C.,
introduciéndose así en las fuentes numerosas regulae, definitiones,
differentiae y distinctiones, que, al decir de M ax Kaser, no elaboraron
un verdadero sistema cerrado, en el que axiomáticamente pudiera
encontrarse una solución unívoca para cualquier problema, pero sí
contribuyeron a irlo preparando (pp. 45-46).
27. Com o dato curioso, cabe recordar aquí que una condición técnica importan
te para la realización y puesta en vigor de esta recopilación fue el cambio en el medio
de escritura que se produce a partir del siglo n, cuando los largos rollos, de hasta nueve
metros, de hojas de papiro pegadas entre sí comenzaron a ser sustuidos por los códices,
palabra que originariamente designaba a un conjunto de pieles de animal cosidas por
un lado — es decir, el libro, sólo que hasta la invención de la imprenta, hacia 1 4 5 0 ,
escrito a mano— , una form a que permitía una ordenación y una consulta mucho más
fáciles (Schiavone, p. 2 33).
■2 8 . Las dos denominaciones tienen un significado originario diferente: los diges
tí (literalm ente, «ordenaciones», del verbo digero3 «dividir», «separar» y también
«ordenar») eran libros o tratados que durante la época clásica de la jurisprudencia
romana recopilaban ordenadamente las responsa de los jurisconsultos; en cambio, la
denom inación de pandectae (literalmente, «colección de leyes») no había sido utiliza
da en la literatura jurídica ni en la práctica legislativa.
29. En el proem io de los Basílicas o Basílicas (Basiliká: compilación de leyes
reales de fines del siglo I X ) , que en realidad son un resumen reorganizado y ampliado
de la recopilación justinianea, se consideraba como defecto de ésta el tratar del mismo
objeto en distintos lugares; sin embargo, las propias Basílicas seguían la ordenación
sistem ática del Código de Justiniano, que a su vez correspondía al orden de exposición
del edicto del pretor.
de un modo ya legalista y burocratizado de entender el Derecho,
modo que resulta bien reflejado en tres significativos preceptos que
circundaron la recopilación; en primer lugar, la declaración como
inválidos de las normas y criterios no recogidos en ella, que sancionó
el principio legalista de la prioridad de la ley posterior sobre el con
suetudinario de la prioridad de la costumbre más antigua; en segundo
lugar, la prohibición decretada por Justiniano de que la recopilación
fuera objeto de interpretación, naturalmente inútil desde el primer
momento30, prohibición que pretendía dar a la voluntad del soberano
una primacía completa sobre el criterio del aplicador y que anticipa
ya la visión de Montesquieu del juez como mera boca que pronuncia
las palabras de la ley31; y, en tercer lugar, la prohibición de la obliga
toriedad de los precedentes judiciales (C odex 7.45.13), que venía a
insistir en la idea anterior p o r otro cam ino, establecien do un criterio
em inentem eirte respetuoso con los textos legales destinado, aun con la
n otable excepción británica, a arraigar con fuerza en la cidtura jurídi
ca europea posterior.
1 . L a e v o l u c i ó n d e l D e r e c h o y e l E s t a d o y e l m o s tta licu s
2. Tal es el sustrato básico de lo que durante el siglo X I X y buena parte del nues
tro se consideró como Derecho germánico, creyéndolo autóctono de las tribus norte
y centroeuropeas que ocupan el Imperio romano y traído por ellas, pero que, según
asegura la más moderna historiografía, no fue más que el resultado de ios desarrollos
consuetudinarios y locales del Derecho romano vulgar (Cannata, p. 1 4 0 ; sobre el
tema, en referencia a la época visigoda, véase también Tomás y Valiente, cap. V).
tí) El pluralismo político y el Sacro Imperio
Reyes y leyes
la Edad M oderna que del medievo, hasta el punto de que la persecución religiosa de
las brujas — que se relaciona con el empeoramiento en la situación de las mujeres en
la misma época— habría comenzado oficialmente en 1 484, sólo seis años antes de la
fecha de partida más consagrada de la Edad M oderna, mientras que su persecución
civil no terminaría en Francia hasta después de 1660 (Guarracino, pp. 1 6 0 -1 6 4 ). No
obstante, ha de tenerse en cuenta que la creencia en diversas formas de brujería es
un rasgo de las culturas antiguas y también del temprano cristianismo medieval, que
desde Carlomagno al menos la castigó con la pena de muerte («Occultism. W itchcraft
in Histórica! Cultures. Western Christendom», E ncyclopaedia Britannica CD 9 5 ); por
lo demás, la fecha de uno de los procesos de brujería más famosos, el de Salem, Mas-
sachusetts, 1 692, es todavía posterior a la citada por Guarracino.
salomónica doctrina inicial de las dos espadas, que ya en el siglo V
formuló el papa Gelasio bajo el criterio de que «hay dos poderes por
los que este mundo se gobierna: la autoridad sagrada del sacerdocio
y la autoridad de los reyes». De esta manera la respu blica christiana
sería una sociedad con dos partes, cada una de las cuales diferente y
autónoma en su esfera, aunque llamadas ambas a cooperar entre sí.
En oposición teocrática a esa doctrina, una importante línea de teólo
gos seguidores de Agustín de Hipona — línea por ello conocida como
agustinismo político— , que sería la sustentada oficialmente por el
papado y la Iglesia, mantendría durante los siglos siguientes que las
dos espadas habían sido entregadas por Dios a la Iglesia mediante el
otorgamiento al papa de la p len itu do potestatis o plenitud del poder,
quien habría delegado en el poder civil una de las espadas para su.
uso conforme a la doctrina eclesiástica. Frente a esta posición, en
cambio, en el lado imperial y monárquico se defendió la tradicional
doctrina de las dos espadas, y la consiguiente autonomía del poder
civil ante el eclesiástico, hasta que, ya en el siglo xrv, Marsilio de
Padua invirtió los términos de la cuestión y, frente a la tendencia
teocrática de la Iglesia y los papistas, sostuvo la reducción de todo
poder político al civil y el sometimiento a éste del papado.
Entre los siglos X y xii sobre todo, Ja_pretensión eclesiástica de
supervisar los asuntos políticos, junto con la opuesta propensión a la
intervención de los reyes en los asuntos eclesiásticos, dio lugar a
constantes y agudos conflictos entre el poder eclesiástico y el civil,
como el de las investiduras, en la que el papado logró acabar con la
potestad de los príncipes cristianos de nombrar e investir a los obis
pos5. Visto en períodos muy largos, y sin duda del todo al margen de
las intenciones de sus protagonistas, estas luchas entre el poder ecle
siástico y el civil, presentadas a veces como contraste entre lo espiri
tual y lo temporal — lo que da mala cuenta tanto de lo que de terre
1.2. Mos italicus y recepción del ius commune en la Baja E dad M edia
6. Graciano fue un monje benedictino deí que no se sabe a ciencia cierta cuándo
ni dónde nació y murió (aunque antes de 1159) y poco más sobre su vida salvó que
desarrolló su tarea en la primera mitad del siglo X i i , que enseñó en un monasterio d e
Bolonia y que sufrió la influencia jurídica de los glosadores boloñeses y la teológica de
la escolástica francesa.
7. Subsumo en esta periodización a la época del Renacimiento, que abarca parte
del siglo X IV y los siglos X V y X V I , por tratarse de un fenómeno más restringido, tanto
geográficamente, al localizarse principalmente en Italia, como temáticamente, al refe
rirse sobre todo ai campo de la cultura, especialmente al arte y a la filosofía. Por ello,
el fenómeno del humanismo, muy asociado a la época renacentista y también'relacio
nado con la evolución de los estudios jurídicos, será estudiado dentro de este capítulo
(sobre tal época, es clásico el libro de Burckhardt)'.
rrollo de las ciudades medievales o «burgos», asociadas a una nueva
clase social, la burguesía, situada entre la nobleza y el campesinado
y con una pujante actividad económica de producción artesanal y
de comercio; b) el creciente proceso de afianzamiento de los reinos
medievales en los países europeos más importantes, que tienden a
adquirir gran dimensión territorial y, a la vez, pugnan por la cen
tralización del poder político en la Corona, con la correspondiente
lucha por la supremacía legislativa del rey frente a la pervivencia de
la costumbre y a la influencia de los parlamentos, representativos
de la nobleza, el clero y la alta burguesía de las ciudades, y c) en fin,
en el plano más estrictamente jurídico, el desarrollo y recepción del
ius com m u n e o Derecho común, de contenido romano-canónico,
como Derecho positivo y principal elemento del lento y complejo
proceso de unificación de la variedad de ordenamientos jurídicos
locales8, proceso que, con mayor o menor fuerza o retraso, termina
siendo un fenómeno general en la mayoría de los países europeos
desde el siglo XIII, de Italia a Escocia o Portugal, o a Francia, Alema
nia y, por supuesto, España.
a) El ius co m m u n e
9. «De todos los siglos, el X I I es el más jurídico. En ninguna otra época, desde
los clásicos días del Derecho romano, se ha dedicado a la jurisprudencia tanta parte del
total del esfuerzo intelectual» (Pollock y M aitland, p. 111). Una extensión de esta
idea es la caracterización de Paolo Grossi de la época medieval como esencialmente
jurídica (p. 3 5 ), que, en mi opinión, deja en la sombra el predom inio de lo religioso.
10. Las universidades medievales — que, en efecto, nacen entre finales del siglo
X I , como la de Bolonia, y el X I I , como Oxford o París (la prim era española, en Palencia,
se crea en 1 2 0 8 , pasando a Salamanca en 1 239)— tienen su antecedente inm ediato en
las escuelas episcopales o catedralicias, donde desde el siglo I X habían empezado a
preparado ya desde el siglo IX, cuando se inicia el estudio filosófico y
humanístico en las escuelas episcopales o catedralicias, época que co
mienza a romper con el enclaustramiento del saber en los conventos y
que se halla dominada por la utilización de los métodos de la especu
lación dialéctica — alrededor de la división de la materia en géneros
y especies y de las controversias con especial apoyo en el argumento
de autoridad— y del razonamiento silogístico — esto es, la deduc
ción lógica a partir de principios tenidos por evidentes, más que de
comprobaciones empíricas sobre la realidad— , es decir, por un méto
do de pensamiento predominantemente sistemático e intelectualista
que culminaría, ya en el siglo xili, en la obra de Tomás de Aquino11.
La causa inmediata del renacimiento de los estudios jurídicos en
el siglo XII está en el «redescubrimiento» del D igesto en Bolonia y en
la tarea filológico-jurídica allí promovida desde fines del siglo XI por
Irnerio (c a . 1055-ca. 1125), el primero de los glosadores, como se
denomina a los primitivos juristas medievales de la Escuela de Bolo
nia1?. El modo de estudiar el Derecho por parte de los glosadores,
13. Tan influyente que en Europa hasta el siglo xvm se estudiaba Derecho con
sus escritos, habiéndose acuñado el dicho nem o turista nisi bartolista (nadie_es jurista
si no es bartolista) (Hespanha, p. 110). Y, por cierto, que a causa del trasiego físico de
sus textos por los estudiantes en España ha quedado la expresión «llevar los bártulos»,
que mantiene la esdrújula de la pronunciación italiana de «Bartolo».
escrito y la utilización de similares métodos en su estudio. En la
Edad Media el Derecho romano llegó a adquirir «fuerza, autoridad
y tradición de D erecho natural» y para su estudio — al igual que para
el Derecho canónico, la otra parte del ius com m u n e— los juristas
medievales siguieron similares métodos de pensamiento que los teó
logos: actitud dogmática, principio de autoridad y sistematización
bajo la inspiración de la retórica y la dialéctica (Wieacker, pp. 37
y 37-43).
Con todo, según Wieacker y otros historiadores de prestigio
como Piano Mortari, el tipo de estudio de los glosadores no se li
mitó a la escueta glosa exegética ni a seguir el modo de pensar y de
exponer escolástico14, sino que se acompañó de exposiciones amplias
del sentido racional general de los textos basadas en ¡conexiones si
logísticas mediante las que se escribían textos como las Sum m ae, por
más que en un principio, al igual que en los juristas romanos, no se
tratara de exposiciones de todo el Derecho (Wieacker, pp. 43 y 47);
o, dicho de otro modo, las glosas podían ser muy simples, indicando
el sinónimo de una palabra, o más complejas, remitiendo a textos
paralelos y aportando amplias interpretaciones (Schiavone, p. 292).
Un ejemplo indicativo lo proporciona el siguiente texto, que compila
varias glosas de Irnerio en un «exordio» o introducción a las Institu-
tiones de Justiniano:
14. Dice W ieacker que «son corrientes en los glosadores del siglo X II y comienzos
del casi todos los usuales silogismos y figuras aristotélicas: así, la causa próxim a y
X II I
rem ota, form alis y casualis, propria e impropria, genus y species, divisio y subdivisión
(p. 4 2 ). Piano M ortari, por su parte, afirma que «[l]a superación del puro y simple
estudio analítico y fragmentario llevada a cabo por los glosadores para alcanzar el do
minio total de las materias jurídicas, su visión sintética, orgánica, unitaria, son puestos
de relieve de manera particularmente clara en la idea que los glosadores tuvieron del
orden jurídico com o conjunto de unidad y armonía», insistiendo en que «[u]n espíritu
sintético era el alma de la exégesis analítica de los glosadores», que buscaron las rela
ciones sistemáticas y la unidad entre el conjunto de los textos mediante la deducción
con un «valor creativo» tal que «la ciencia de los glosadores constituye los inicios de la
ciencia jurídica occidental» (pp. 29 y 1S-21).
justicia es el hábito del intelecto bien constituido de dar su derecho a
cada cual. Unicamente eso es la definición de la justicia propiamente
dicha. De cuya especie el género es la virtud, pues la virtud tiene
cuatro especies principales: justicia, prudencia, fortaleza y templanza,
que, aunque diversas, son especies del mismo género. Y sin embargo
tienen un orden cierto, pues la una sin la otra y la otra no es virtud, lo
que no se encuentra en otras especies. De manera similar, en la defini
ción de jurisprudencia [prudentie iuris] pone la definición general y la
especial, como si dijera que el hombre es sustancia animada sensible,
racional y mortal. Por eso también trata de la justicia inmediatamente
"antes qué'deTDerecho, porque sin ella no podemos practicar la ciencia
del Derecho [iuris scientiam exercere]. Verdaderamente en esta defini
ción también se incluye la definición de Derecho, esto es, el arte de lo
bueno y de lo justo. Lo bueno y lo justo no se puede desarrollar más
que con la ciencia de lo justo y de lo injusto (Exordium Institutionum
secundum Irnerium, en Kantorowicz y Buckland, p. 2 4 0 ; téngase en
cuenta que este manuscrito no es estrictam ente original de Irnerio,
sino que, según Kantorowicz, está «torpemente compuesto por algún
jurista o copista desconocido» sobre glosas de Irnerio: p. 37).
Y puesto que es imposible abarcar todos los casos por la ley escrita,
aparece la interpretación de la ley, que deduciendo de sus principios,
como otras ciencias, los argumentos y razones de las leyes escritas, gene
ra un hábito científico que abre muchas conclusiones [Et quoniam per
legem scriptam impossibile est omnes casus comprehendere, subintrat
legis in teip re ta tio , q u ae d ed u c en d o arg u m en ta e t ra tio n es a legibu s
scriptis sicu t a lia e sc ie n tia e a suis p rin cipiis, g en er a t h a b itu m scien tifi-
cu m a p e r ie n d o m u ltas c o n c lu s io n e s ] (cit. por Piano M ortari, p. 209).
o Giovanni da Imola:
16. W ieacker aiirm ó que por este cam ino los glosadores «han establecido el
método que hasta hoy pasa por el propio de la especialidad jurídica» (p. 48 ). Y, a pesar
de la aparente lejanía entre el anterior modo de estudiar el Derecho y el actual,
seguramente puede verse una continuidad entre ambos en la medida en que, salvadas
las distancias y su inserción en marcos diferentes y más elaborados, parecen seguirse
practicando aún hoy formas similares de argumentación en la exposición de cada
institución, com o el depósito, la prenda, la sucesión intestada, etc.
Antonio M anuel Hespanha es de esta opinión muy decididamente, hasta un
punto que no estoy nada seguro de suscribirla si se tienen en cuenta, por un lado, las
importantes innovaciones introducidas por la dogmática de los siglos X I X y X X , tanto
en el campo privatístico como en las áreas penal, administrativa, procesal o tributaria,
y, por otro lado, la más reciente y creciente influencia de métodos com o el análisis
económ ico, sobre todo en el ámbito del Derecho privado. Este historiador del D ere
cho ha afirmado que los procedim ientos de los comentaristas «constituyen todavía
hoy un com ponente importante del material del discurso jurídico», hasta el punto de
qiie esos juristas «culminan una obra de construcción dogmática que permanece en
pie, sin grandes alteraciones, hasta nuestra época. Todavía hoy, a pesar del creciente
m ovimiento de reacción contra la dogmática “escolástico-pandectística”, se puede
decir que es utilizada por la aplastante mayoría de los civilistas e incluso de los
cultivadores de otras ramas del Derecho»; y añade Hespanha en nota: «Los juristas de
hoy todavía utilizan (mecánicamente, sin embargo, y a veces sin la conciencia de su
historicidad) el aparato lógico y conceptual forjado por los comentaristas. Los argu
mentos, los conceptos y los principios generales (dogmas), la manera de recabarlos,
presentan en realidad un carácter de impresionante continuidad» (p. 140 y nota).
¿Cabe diferenciar esencialmente entre glosadores y comentaris
tas? W ieacker llamó a los glosadores- «los padres de la literatura ju
rídica europea» (pp. 4 8 -4 9 ), mientras Cannata ha afirmado de los
comentaristas que ellos «fueron los verdaderos fundadores de la juris
prudencia continental» (p. 147). Pero, como ha insistido Piano M or
tari, aunque los comentaristas no sean meros epígonos sino continua
dores creativos, más bien parece que su obra no es sino un paso más
— un importante paso más, si se quiere— sobre el también importan
te dado por los glosadores. Y, al igual que en las obras de éstos, la
mezcla de lo viejo y lo nuevo permite presentar sus métodos como
un similar momento intermedio en un largo y complejo desarrollo
histórico, entre el pensar jurídico romano y el de la dogmática deci
monónica. Aunque desarrollando con más libertad y holgura las ten
dencias sistematizadoras ya presentes en los glosadores, y al igual que
estos últimos, los comentaristas no fundan sino que sólo anuncian las
sistematizaciones decimonónicas: hay que insistir en que en el m o s
italicus no se llegó a proponer un sistema total para el conjunto del
Derecho civil y que las elaboraciones interpretativas de los comenta
ristas se refieren a cada institución (el dolo, la ignorancia de hecho y
de derecho, la dote, etc.) conforme al orden del D igesto, que no tenía
más ordenación que la escasamente sistemática del edicto del pretor.
Ahora bien, más allá de la posición pacificadora que hace de
los estudiosos del m os italicus unos juristas de transición entre el
pensamiento jurídico romano y el contemporáneo, hay dos aspectos
muy relevantes en su labor interpretativa que casan mucho más con
el método sistemático ulterior que con el casuístico romano: en pri
mer lugar, los glosadores y postglosadores adoptan una actitud jurídi
ca más próxima a la ciencia jurídica moderna que a la romana en su
consideración del corpus jurídico romano como dogma17, y, en se-
17. Cannata, p. 146. Más aún, Hespanha ha afirmado que «[p jarajo s com enta
ristas, como para los glosadores, el ordenamiento jurídico representaba un dato fun
damentalmente indiscutible» (p. 112), lo que es especialmente significativo en el caso
de los comentaristas, que tuvieron presente no sólo el ius com m une sino también el
ius proprium , con propósitos prácticos de coordinación y actualización normativas».
N o obstante, no debe confundirse la actitud dogmática con la interpretación
literal, de la que, como puede deducirse de su rica y abierta reflexión metodológica,
los juristas medievales no fueron esclavos. Paolo Grossi, presentándolo como conflic
to entre una aceptación formal de textos antiguos autorizados pero no siempre utiliza-
bles y una interpretación a veces forzada para lograr su adaptación a la época, ha
llegado a destacar sobre todo la libertad interpretativa que se habrían tomado glosado
res y comentaristas hasta afirmar que el Derecho justinianeo fue para ellos «como un
recipiente vacío que los nuevos contenidos deforman despiadadamente» (pp. 174, 166 ss.
y 2 2 6 ). En justificación de esta tesis — que en sí misma no desmiente el carácter
gundo lugar, tuvieron una imagen del Derecho coherente y unitaria,
como «conjunto de normas concadenadas por relaciones de carácter
lógico-jurídico», de modo que atendieron a la sistemática interna del
propio Derecho sin forzar la creación de un sistema externo (Piano
Mortari, pp. 219 y 2 2 4-227). Todo ello significa que, mientras que
los juristas romanos clásicos fueron casuistas en el sentido de que re
solvieron con técnicas no dogmáticas problemas jurídicos, actuando,
por decirlo así, a modo de legisladores de casos concretos, los juristas
medievales tomaron los textos jurídicos como reglas autorizadas y
ensambladas en un todo lógicamente único, de una forma que prepa
ra ya el método con el que los juristas de siglos sucesivos tendieron a
considerar el Derecho, a modo de materia unitaria, coherente y com
pleta cuyas relaciones pueden sistematizarse deductivamente, ahora
ya sí con categorías externas, en el sentido de no necesariamente
explícitas en el Derecho mismo.
si miramos las cosas con una perspectiva histórica, lo que las escue
las tardomedievales llevarán a cumplimiento es la construcción de
aquellos principios más generales del Derecho que más tarde, en los
siglos XVH y x v ii i , serán adoptados por las escuelas iusracionalistas
como axiomas a partir de los cuales se podrá proceder deductiva
mente (p. 133).
2. E l m o s g a l l ic u s y e l h u m a n is m o j u r í d i c o
20. «Hay más trabajo en interpretar las interpretaciones que las cosas, y más
libros sobre los libros que sobre otro tema. No hacemos más que glosarnos mutua
mente. Todo pulula en comentarios, pero de autores hay gran escasez. El principal y
más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en entender a los sabios?» («De la
experiencia», en Ensayos, III, xiii, p. 2 35).
«¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, pues que no se
ve ningún libro, humano o divino, en que la interpretación extinga la dificultad? El
centésimo comentador transmítelo al siguiente más espinoso y escabroso que lo en
contró el primero. ¿Cuándo hemos convenido en que acerca de un libro no hay más
que decir? Pero esto viene m ejor en la leguleyería, donde se da autoridad legal a infi
nitos doctores e infinitas sentencias y a otras tantas interpretaciones. ¿Hállase alguna
vez fin a la necesidad de interpretar? ¿Hacemos algún avance y progreso hacia la
tranquilidad? ¿Necesitamos menos abogados y jueces que cuando esa masa de leyes
estaba aún en su primera infancia?» (i b i d p. 2 3 4 ).
en el sentido de extraídos de una noción ideal de Derecho antes que de
los textos tradicionales. Es significativo que el humanismo jurídico pre
tendiera sustituir la organización de la materia conforme al D igesto,
que había sido la seguida por los glosadores y comentaristas, por un
sistema diferente que vuelve los ojos a laslnstitutiones de Justiniano, es
decir, a un texto de intención didáctica y tenido por menos valioso
doctrinalmente que el D igesto, si bien más adaptado a la «construcción
de “sistemas” jurídicos generales» basados en los «mecanismos del ra
zonamiento deductivo» (Hespanha, p. 146; sobre todo lo anterior, véa
se también Bobbio, «Modelo», pp. 81-82; Cannata, pp. 146-150; Skin-
n e r,F u n dam en tos, I, pp. 129 y 2 2 7 -2 3 5 ; y Tuck, pp. 13 y 33-43).
2 1 . Duarenus escribió unos Com entarios que se abren con la afirmación de que
en ellos «se expone ordenadamente y con arte lo que Triboniano ha puesto junto sin
orden bajo los únicos dos títulos de Pandectas e Instituciones» (cit. por Strom holm ,
p. 4 7 7 ).
2 2 . La persecución de los hugonotes — o protestantes franceses, muy influidos
por Calvino a partir de 1 559, siendo oscuro el origen del término, aunque se les aplica
ya a mediados del siglo X V I — comienza ya de form a severa con Enrique II (1547-
1559) y es históricamente famosa la masacre de la noche de San Bartolom é, el 23 de
agosto de 1 5 7 2 , tras la que muchos de aquéllos huyeron (véase infra, pp. 17 7 ss.).
la figura de Hugo Grocio y, aunque de manera más indirecta, tam
bién en la jurisprudencia alemana de los siglos XV II y X V III, conocida
bajo el nombre de usus m o d em u s Fan d ectaru m , esto es, uso moder
no de las P an dectas (o D igesto), que se caracteriza por la preocupa
ción por el Derecho alemán, y tanto para la sistematización del en
tonces vigente como en la búsqueda de sus raíces en la recepción del
Derecho rom ano, lo que avanza ya el proceder de la pandectística
del X IX (Hespanha, p. 153). Pero el usus m o d em u s P an dectaru m se
relaciona también con el iusnaturalismo racionalista alemán y, espe
cialmente a través de Johann Gottlieb Heinecke o Heinecio (1681-
1741), será el caldo de cultivo jurídico-doctrinal de las codificaciones
centro-europeas de finales del siglo XVIII, en concreto en Baviera, Pru-
sia y Austria. Con todo ello se explica cómo, según afirma W ieacker,
el humanismo jurídico «va preparando el giro de la moderna ciencia
del Derecho al sistema idealista, al racionalismo exento de autorida
des del Derecho natural de la Razón» (Wieacker, p. 60).
3. El D e r e c h o p ú b l ic o : r a s g o s p o l ít ic o s
y ju r íd ic o s d e l n a c im ie n t o d e l E sta d o m o d ern o
4 . L as v a r ia c io n e s d e l D erech o b r it á n ic o
24. A modo de ejemplo, el mandato de un writ rezaba así: «Eduardo, rey de In
glaterra por la gracia de Dios, señor de Irlanda y duque de Aquitania, saluda a Eduar
do, conde de Lancaster. Os mandamos que hagáis plena justicia a A., de B., respecto
de una casa y veinte acres de tierra, junto con las pertenencias en J ., que él pretende
haber recibido de vos por el libre servicio de un penique al año en total y de los que W.
de T . le desposeyó. Y si vos no lo hacéis, dejad que lo haga el vizconde [sheriff] de N ot-
tingham, que no queremos oír más quejas sobre esto por falta de justicia. Dado por mí
en Westminster el octavo día de octubre dei duodécimo año de nuestro reino»; o «El
Rey etc, saluda al vizconde [sheriff] de N. Mandad a A. que justamente y sin dilación
devuelva a B. cien chelines que le debe y que retiene injustamente, como él dice. Y si
no lo hace, y si el antedicho B. os da seguridad para perseguir su reclamación, citad al
antedicho A. mediante buenos emplazamientos para que esté ante nuestros jueces en
Westminster en tal fecha para decir por qué no lo ha hecho. Y que lleve las citaciones
y este breve» (Baker, pp. 6 1 2 -6 1 5 ; así como Cannata, p. 212).
locales o consuetudinarios; b ) el Derecho hecho, o declarado, por
las Coitrts o f C om m on L a w and Equity, en contraste con el Derecho
legislado, que es superior conforme a la doctrina de la supremacía del
Parlamento, que se va formando desde al menos el siglo X V y queda
asentada a partir del XVII (Baker, pp. 2 3 5 -2 4 6 ); c) el Derecho de los
Tribunales de C om m on L a w en sentido estricto, en contraste con el
utilizado por la jurisdicción de la Equity, que se fue formando entre
los siglos XIII y XV mediante decisiones de justicia del L ord C hancellor,
el guardián del sello de Inglaterra, y que en el siglo xvil se declara
preferente al com m on law (este criterio lo sancionaría el Judicature
A ct de 1873, que sin embargo unificó ambas jurisdicciones); y d) el
conjunto del Derecho de Inglaterra y Gales, incluido el legislado, en
contraste con cualquier Derecho extranjero (Eddey, pp. 1 7 1 -172; así
como Losano, pp. 170-173).
Los jueces del siglo XIV tenían bastante claro que estaban creando De
recho además de aplicarlo, pero lo decisivo era la communis opirtio
de los jueces y abogados [serjeants] en Westminster Hall, no determi
nadas decisiones previas. No fue hasta avanzado el siglo xvi cuando
se dio peso a ciertas decisiones pasadas, y hasta el siglo XIX no surgió
por completo la doctrina del stare decisis como la característica pecu
liar del Derecho inglés (Robinson, Fergus y Gordon, p. 139)23. •
25. Todavía a mediados del siglo X V II, cuando publica el Leviatdn , Hobbes puede
escribir «que aunque la sentencia del juez sea ley para las partes en litigio, no lo será
para cualquier otro juez que le suceda en el cargo» (X X V I, p. 226).
aristotélicas y estoicas al pensamiento cristiano, que ya había sido
sometido a un primer ajuste con la filosofía clásica, y especialmente
con el platonismo, por los llamados Padres de la Iglesia. Estos autores
— entre los que cabe citar a Clemente de Alejandría (ca. \SQ-ca. 250),
Tertuliano (c a . 160-220), Orígenes (ca . 185-ca. 254), Lactancio (ca.
2 4 0 -ca. 320), Agustín de Hipona (354-430) e Isidoro de Sevilla (560-
636)— , configuran del siglo II al VII el llamado período de la patrísti
ca. La patrística no sólo por la época sino también por razones de mé
todo se diferencia de la escolástica, que, nacida con las universidades,
se sitúa entre los siglos XII y XIV (o XVI si se quiere incluir a la tardía
escolástica española), culturalmente mucho más ricos, y se caracteriza
por un método más sistemático. Precisamente, Tomás de Aquino es
el más importante exponente de ese método escolástico, sobre el que
habrá ocasión de hablar.
Eterna
Natural
Antiguo Testamento
Ley (Diez Mandamientos)
Divina
Positiva
Nuevo Testamento
Humana
Para entender el concepto de ley del teólogo italiano hav que tener,
en cuenta que él recoge de Aristóteles una concepción finalista de
todo el universo, uniéndola también a la idea estoica de orden cós
mico racional. Pero ese orden es visto ahora no como una especie
de espíritu identificado panteísticamente con lo natural, al modo
estoico, sino al modo judeo-cristiano, como dirigido por un Dios
p,ersonal y creador de todas las cosas. Ese Dios, que crea las cosas de
la nada, las crea, como agente libre, orientándolas a una finalidad.
Y esa finalidad es la que está inscrita en la ley etern a, entendida en
sentido amplio, como la «razón de la divina sabiduría en cuanto
dirige toda acción y todo movimiento», o, en la expresión original
de Aquino:
lex aeterna nihil aliud est quara ratio divinae sapientiae secundum quod
est directiva omnium actium et motionum (Sum m . T b ., I-II, 93 ,1 );
las dos últimas palabras indican que en la ley eterna está incorpora
da tanto la ordenación de todo el cosmos — m otionum alude a los
movimientos físicos, tanto de los seres inanimados, como los astros,
cuanto los de los animales no humanos— como la del mundo huma
no o social, a lo que alude actiu m , donde aparece la noción de libre
albedrío. Traducido a términos modernos, en este modelo teleológi-
co el universo aparece como una gran empresa o compañía divina en
la que tanto el mundo inanimado y animado como el humano están
sometidos a leyes similares en su universalidad y dirigidas a un bien
final establecido por un supervisor perfecto, con la única diferencia
de que los seres humanos participan en tal empresa de forma libre y
cooperativa (Schneewind, pp. 176-185). Y, en efecto, Aquino es bien
consciente de que hay dos manifestaciones de la ley eterna, siempre
en sentido amplio, que comportan dos significados de naturaleza,
pues dice expresamente que
27. Soy consciente de que la atribución de esta definición a la ley positiva fuerza
un tanto la exposición de la Suma teológica , tanto en su sistemática como en su litera
lidad, pero parece el m ejor modo, si no el único, de mantener la distinción de Aquino
entre ley positiva y natural de la manera más coherente y fiel a su concepción y sin
hacer del todo superfluo el rasgo de la promulgación, que, de seguir dicha literalidad,
sería propio de toda ley sin faltar a ninguna de sus clases, incluidas las costumbres. En
efecto, sistemáticamente, la definición citada a continuación en el texto aparece en la
primera cuestión del «Tratado de la ley en general», la cuestión 9 0 , dedicada a la «esen
cia de la ley», esto es, de cualquier ley, sea o no positiva. Además, literalmente, Aquino
resuelve allí dos objeciones contra su definición diciendo expresamente que también
la ley natural es promulgada mediante su implantación por Dios en la mente de ios
hombres (I-II, 9 0 ,4 ) y que la ley eterna se promulga de palabra y por escrito «porque
eterna es la Palabra divina y eterna es la escritura del libro de la vida» (I-II, 9 1 ,1 ); estas
dos respuestas, sin embargo, proponen dos analogías que parecen más bien sofismas, o
salidas del paso, para escapar a una objeción pertinente. En contraste con lo anterior,
^s concorde con lo sostenido por mí en el texto la afirmación que aparece en otro lugar
de la Suma teológica de que existen preceptos morales tan evidentes para la razón na
tural «que no necesitan de promulgación» (justamente, los que Dios también promulgó
mediante las tablas de los Diez Mandamientos, sólo conocidos por ios judíos y los
cristianos, y que los paganos podrían conocer por su sola razón) (I-II, 1 00,11). Según
este criterio, con independencia de su presentación sistemática y literal, la concepción
implícita en Tomás de Aquino parece ser que la ley positiva , sea humana o divina, es la
puesta expresam ente , esto es, la promulgada por una autoridad, de manera que la ley
eterna (y, dentro de ella, la natural) se diferenciaría de la positiva por no haber sido
promulgada propiamente.
Un criterio distinto por el que podría pensarse que en la Suma teológica se diferen
cia entre la ley natural y la positiva, sea de forma alternativa o complementaria con el
Ley es cualquier ordenación de la razón dirigida al bien com ún y
^promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad [Lex est quae-
dam ordinatio rationis ad bonum com m une et ab eo, qui curam com -
munitatis habet, prom idgata ] (Summ. Tb., I-II, 9 0 ,4 ).
1.2. E l D erecho
a) Derecho y justicia
30. Argumentando que las leyes no obligan más que por la aprobación del pue
blo, el jurisconsulto del siglo II Salvio Juliano había concluido que «también se admite
acertadamente que las leyes sean abrogadas no sólo por el sufragio del legislador sino
también por desuso con el consentimiento tácito de todos» [rectissime etiam illnd re-
ceptum estj ut leges non solum suffragio legis latoris, sed etiam tácito consensu omnium
per desuetudinem abrogentur ] (D. 1 ,3 ,3 2 .1 ; una versión castellana del texto completo,
con observaciones sobre su alcance en el Derecho romano, puede verse en Fernández
de Buján, «Conceptos», p. 25).
viendo, es entendido en un significado más restringido que el de ley,
dentro del cual puede ser incluido. Del Derecho trata Aquino dentro
del estudio de la virtud .de la justicia, porque para él el ius es el
obiectu m iustitiae, el objeto de la justicia. M ás todavía, el Derecho es
identificado con lo justo: ius sive iustum (donde sive significa un «o»
entre sinónimos, como en «el protagonista o primer actor»). Esta
identificación entre el Derecho y la justicia, entendida como virtud,
procede de la doble influencia en Aquino de la concepción de la
justicia de Aristóteles y de las definiciones del Derecho de los juris
consultos romanos influidos por el estoicismo. En su contraste con
la noción de ley presenta un interesante problema interpretativo, al
que trataré de responder enseguida, que fue planteado por Michel Vi-
lley en los términos de una tajante contraposición entre dos formas
diferentes de entender el Derecho: el modo hebreo, mosaico, legalis
ta e imperativista, del Derecho como ley o mandato general (T orah ),
y el modo griego y romano, aristotélico y estoico, descriptivista, del
Derecho como lo justo en un situación concreta (D ik a io n ) (Villey,
Critique, pp. 37 -3 8 ). Pero antes de entrar en esta cuestión veamos
cómo Aquino desarrolla la idea de que el Derecho se identifica con
la virtud de la justicia.
D e aquí que también deban perm itirse a los hom bres im perfectos en
la virtud muchas cosas que no se podrían tolerar en los hom bres
virtuosos. A hora bien, la ley hum ana está h echa para la m asa, en la
que la m ayor p arte son hom bres im perfectos en la virtud. Y p o r eso
la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los
virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abste
nerse la m ayoría y que, sobre to d o , hacen daño a los demás, sin cuya
prohibición la sociedad hum ana no podría subsistir, tales com o el
hom icidio, el robo y cosas semejantes (Sum m. T h., I-II, 9 6 , 2 ; véase
tam bién I-II, 9 1 ,4 y 9 2 ,1 ).
32. El texto original de lo arriba citado es el siguiente: «Ius autem naturale [est],
aut civile, aut gentium. Ius naturale [est] commune omnium nationum, et quod ubique
instinctu naturae, non constitutione aliqua habetur; [...] Ius civili est quod quisque
c) El ius g en tiu m en Tomás de Aquino
populus vel civitas sibi proprium humana divinaque causa constituit. Ius gentium est
sedium, occupatio, aedificatio, munitio, bella, captivitates, servitutes, postliminia,
foedera pacis, indutiae, legatorum non violandorum religio, connubia ínter alieníge
nas prohibita. Et inde ius gentium, quia eo iure omnes fere gentes utuntur» (E tym o-
logiarum, Y, iv-vi).
33. Esta diferenciación entre ius gentium y ius civile aplica la distinción más
general entre dos formas distintas de desarrollo de los principios del Derecho natural:
per conclusianem o por deducción silogística, y per determinationem o por elección de
una de las especies posibles dentro de un género, distinción a la que he aludido antes
en la nota 2 2 (p. 113) y que se vuelve a comentar infra, p. 127.
amplias sobre el Derecho internacional público — obra sobre todo de
teólogos españoles como Francisco de Vitoria o Francisco Suárez,
seguidos pronto por el jurista holandés Hugo Grocio— , cuando, tras
el descubrimiento de América, estos autores recuperen decididamen
te la posición de Isidoro de Sevilla sobre el contenido del ius g en
tiu m , hasta considerarlo como el relativo a la regulación de las re
laciones caire naciones o Estados (guerra y paz, ocupaciones, conquistas,
libertad de los mares, etc.).
2. La u n iv e r s a l id a d d e l D erec h o n atu ra l:
MINIMALISMO Y LEGAL1SMO EN MORAL
así como por el poder público puede uno ser lícitam ente privado
totalmente de la vida por ciertas culpas mayores, así también puede
ser privado de un miembro por algunas culpas menores. Pero hacer
esto no es lícito a cualquier persona privada, ni aun consintiendo el
mismo a quien pertenece el miembro, puesto que con ello se com ete
injuria a la sociedad, a la que pertenece el hombre mismo y todas sus
partes. Mas, si un miembro dañado corrompe todo el cuerpo, enton
ces es lícito amputarlo por la salvación de éste con consentimiento
de aquel de quien es el miembro, pues a cada uno está encomendado
el cuidado de su propia salud. Igual razón hay si se hace la mutilación
por voluntad de aquel a quien corresponde cuidar de la salud del que
tiene el miembro corrupto. Fuera de estos casos, es absolutamente.,
ilícito mutilar a alguien un miembro (Summ. Th., II-II, 65 ,1 ).
36. W esterm an ha dado una interpretación diferente, que parte de la tesis de que
la clave del edificio filosófico de Aquino se basa en la estética y en la figura de Dios
como artista, cuya ley eterna sería un modelo o estilo artístico y no un precepto o
conjunto de preceptos (pp. 2 6 ss.). Sin embargo, aunque la de W esterm an fuera la
interpretación más correcta, lo que es discutible conform e a los argumentos que se
ofrecen en el texto a favor de la imperativista, esta última ha sido la históricamente
más influyente y la relevante a ios efectos aquí pretendidos, de proporcionar el m odelo
medieval de la teoría iusnaturalista.
por imponer conductas d ebid as, esto es, por establecer obligaciones
o prohibiciones. Y esto es así, incluso, en los dos sentidos de justicia
aceptados por Aquino, uno como «virtud especial», que es el referido
a las relaciones de alteridad e igualdad regidas por el Derecho, y otro
«en sentido general», en cuanto la justicia «ordena al hombre al bien
común», que la identifica con el conjunto de todas las virtudes (que
para él son hábitos, esto es, disposiciones creadas mediante la repeti
ción de conductas). Pues bien, en ambos casos la justicia es entendida
en términos legalistas, como lo indica su respuesta positiva a la pre
gunta de si el «primer p recep to » de la ley natural, hacer el bien y
evitar el mal, es parte de la justicia:
■\ n n
133
Con todo, otro momento decisivo lo marcan en el siglo XIV, además de
Juan Duns Escoto, las argumentaciones de Marsilio de Padua y Gui
llermo de Occam a propósito de la compleja discusión sobre el dere
cho de propiedad de los frailes de las órdenes mendicantes41. En para
lelo, también es relevante para esta historia el nominalismo del propio
Occam (ca. 1285-1347/49), esto es, la concepción de que lo único real
mente existente son las cosas y los individuos particulares, siendo los
conceptos generales meros nombres y no esencias ideales o racionales,
pues tal concepción pudo apoyar filosóficamente el posterior desarro
llo del individualismo y de la noción de la sociedad como suma de in--
dividuos concretos cuyos, derechos se deben proteger. En fin, dos mo
mentos ulteriores importantes los proporcionan, primero, Juan Gerson
(1363-1429), cuya concepción del ius como poder o facultad dispositi-
término ius pueden identificarse con la noción de derecho subjetivo ni muchos de los
textos que cita tienen como única traducción de aquel término la de derecho subjeti
vo, sino la misma que el texto de Ulpiano ius suum cuique tribuere , que alude a lo justo
como lo que le corresponde a alguien, en el doble sentido de serle debido y de deber suy¿o.
Por lo demás, aunque el concepto de derecho subjetivo en sentido moderno apareciet-
ra ya en tales textos, en ellos no hay no ya sólo una teoría general de tales derechos
como derechos naturales de todos ltís individuos, sino ni siquiera una mínima teoría
sobre la noción, que si acaso se limitan a usar, y no siempre claramente, en el nuevo
sentido.
41. Esta discusión — recogida en la novela de Eco E l nom bre de la rosa, cuya
acción se sitúa en 1327— surgió con la interpretación de la regla franciscana, elaborada
por el propio Francisco de Asís en 1221 y 1223, que decretaba una pobreza absoluta
para los «frailes menores» (el nombre originario de los franciscanos), que les impedía
«tener nada propio, ni siquiera la mísera ropa que llevan puesta». Desde el decenio de
1230 hubo interpretaciones papales de la cuestión, siendo las dos más importantes la del
papa Nicolás III — que en 1279 había distinguido entre la propiedad sobre los bienes de
uso y consumo, a la que Cristo y sus apóstoles habrían renunciado por completo, y su
«simple uso»— y la de Juan X X II, que a principios del siglo X IV mantuvo la imposibili
dad de separar el simple uso y el derecho subyacente al uso, declarando herética la
posición franciscana. En la réplica del franciscano Occam a este papa, su Opus nonagin-
ta dierum (escrita en no se sabe qué noventa días entre 1 3 3 2 y 1 334), además de
declararle a su vez hereje, elaboró una compleja defensa de la posición de Nicolás III en
la que, entre otros significados, aparecía la noción de ius- com o-facultad jurídico—
positiva de reivindicar lo propio, que sería renunciable y permitiría a los franciscanos
negar que tuvieran tal tipo de derecho (Villey, Seize essays, pp. 158-178 ; así como
Formation, pp. 2 4 0 -2 6 2 ; Tuck, pp. 20-2 4 ; y Tierney, caps. 4 y 5).
A hora bien, com o ha mostrado Tierney, Occam no es tan innovador en esta
materia com o se ha dicho, pues a propósito de la pobreza evangélica ya unos pocos
años antes Hervaeus Natalis, general de los dominicos — si bien con propósitos ideo
lógicamente opuestos a los de Occam— , y el propio M arsilio en el D efensor pacis,
escrito en 1 3 2 4, utilizan similares conceptos de ius en sentido subjetivo; más aún,
M arsilio parece ser el primero en formular expresamente la distinción entre el sentido
objetivo y el subjetivo de ius, que teoriza con agudeza y amplitud [Defensor pacis , II,
X III, 10-15): sobre todo ello, véase Tierney, cap. 5.
va fue doctrinalmente muy influyente en el siglo XV y principios
del xvi, y, ya en este último siglo, Francisco de Vitoria (c a . 1483-
1546), que atribuyó a los españoles una serie de derechos individua
les en su penetración en el nuevo mundo (ius com m unicationis, ius
peregrinandi, ius com m ercii, ius occupationis, ius migrandi...) (Tuck,
pp. 24 -2 9 , y Ferrajoli, «Soberanía», p. 129). Todos esos momentos,
sin embargo, no tejen un hilo conductor único sino que son hitos
distintos en el tortuoso camino por el que la idea de derecho subjeti
vo fue preparando el subsuelo para el protagonismo de los derechos
naturales como centro de las concepciones ético-políticas del iusna-'
turalismo racionalista, ya en los siglos XVII y XVIII42.
42. Como ha reconocido Brian Tierney, el gran defensor del origen medieval de
la categoría del derecho subjetivo, «[d]esde los días de Hobbes y Locke (al menos) el
concepto de derechos individuales ha sido de importancia central en ei pensamiento
occidental» (p. 4 3 ). Y, en efecto, antes ni el pensamiento político se organiza en torno a
la idea central de los derechos naturales de todos los individuos ni mucho menos pue
de considerarse generalizada tal teoría como para que sea de importancia central (por
lo demás, el «al menos» de Tierney puede valer como cautela de historiador siempre
dispuesto a rastrear precedentes, pero en este caso, en mi opinión, está de más).
ellos los crite rio s y d ecisiones m orales eran p ro d u cto de la razón,
quizá con algún co m p o n en te instintiv o, p e ro sin re fe re n cia alguna
a la idea de un q u erer in ten cio n a l lib re en el sen tid o de inm otivad o
(W elzel, pp. 4 5 - 4 7 ) . N o ob stan te — p o co nuevo b a jo el sol in clu so en
este asunto— , P lató n ya h ab ía avanzado un p ro b lem a m uy sim ilar en
su d iálogo E n tifr ó n , que gira en to rn o a esta p reg u n ta cen tral:
¿Acaso ;o p:o es quorido "esto es, deseado] por los dioses porque es
pío, o es pío porque es querido por los dioses? (1 0 a -lla ).
L a a m b ig ü ed a d d e Agustín d e H ip o n a
43. Esta idea se apoyaba en distintos pasajes bíblicos, que, aunque para refutarla
en la Línea tomista, resume así el dominico español y discípulo de Vitoria Domingo de
Soto: «Está prohibido en el Decálogo el homicidio, pero de este precepto dispensa ál'
juez castigador de los malhechores. Y también dispensó Dios con Abraham para que
sacrificase a su hijo queridísimo. Y con Sansón para que se matase juntamente con los
filisteos. Y con Eleázaro, que sucumbió aplastado por el elefante, al que mató. Del
mismo modo se forman argumentos sobre la fornicación y el hurto. Porque permitió,
y hasta mandó, a Oseas, que tomase por esposa a una prostituta; y a los hijos de Israel,
que tomasen furtivamente las vasijas de los egipcios [...] El matrimonio entre herma
nos está prohibido por derecho natural: del cual, sin embargo, leemos en el Antiguo
Testamento haberse dispensado: como>es cierto que acaeció entre los hijos de Adán, y
entre Abraham y Sara es muy probable. [...] finalmente: La observancia del Sábado es
un precepto del Decálogo, e inviolable para los judíos: es así que se dispensó antigua
mente de él a los Machabeos...» (De iustitia et iurei II, 3 ,8°, pp. 3 5 0 -3 5 1 ).
esta disputa teológica, aparentemente metafísica y abstracta, con cier
tas consecuencias jurídicas de carácter bien práctico y concreto.
Juan Duns Escoto (ca. 1266/1274-1308) hizo un hueco a la ley na
tural, como racional o necesaria, al afirmar que aunque todo lo natural
es bueno sólo porque Dios así lo ha querido y no por ninguna otra ra
zón, su voluntad no es arbitraria y se encuentra limitada, además de
por su propia bondad, por las leyes de la lógica y el principio de no
contradicción. A partir de tales presupuestos, Escoto recogió de los
santos católicos Bernardo de Claraval (1 0 9 1 -1 1 5 3 ) y el franciscano
Buenaventura la distinción entre dos partes del decálogo mosaico: los
mandamientos de la primera tabla, que imponen los deberes hacia Dios,
serían necesarios e inderogables, siendo su violación pecado de manera
absoluta, es decir, algo prohibido por ser malo (p roh ibita quia mala)-,
en cambio, los deberes de la segunda tabla, que afectan a los hombres
entre sí, dependen de la voluntad divina, de modo que, al ordenar con
ductas debidas porque Dios las quiere, sin que las quiera por ser bue
nas o justas en sí mismas, su violación es mala porque está prohibida
(m ala quia prohibita) y su cumplimiento puede ser dispensado.
Aplicada a las leyes humanas, la distinción entre acciones prohi
bidas por malas y acciones malas por prohibidas dio juego en el
pensamiento jurídico posterior para mantener una mayor flexibilidad
y laxitud en la obligación de cumplir las leyes relativas a la segunda
categoría (Juan Altusio, ya en el siglo X V II, recoge la distinción en su
monumental P olítica, X X I, 2 2 -2 9 , pp. 2 7 8 -2 8 2 ), pero incluso la filo
sofía jurídica contemporánea la viene a reproducir cuando, para con
siderar el problema de la obligación de obedecer al Derecho, distin
gue entre razones dependientes del contenido de las normas, que'si
existen suministran una base suficiente para la obediencia (su conte
nido equivale a las acciones p ro h ib ita quia m ala, como el delito de
asesinato, que habría razones para no cometerlo aunque no estuviera
prohibido por el Derecho), y razones independientes de dicho conte
nido, que se refieren a justificaciones más indirectas y débiles, como
la. aprobación por la autoridad, los daños indirectos por su incumpli
miento y similares, de modo que su contenido equivale a las acciones
m ala qu ia p roh ibita, según ocurre con delitos como la desobediencia
a la autoridad o la bigamia.
3. La s u p e r io r id a d d e l D e r e c h o n a t u r a l : l e y in ju s t a ,
LEGITIMIDAD DEL PODER POLÍTICO Y DESOBEDIENCIA LEGÍTIMA
el bien propio no puede existir sin el bien común, sea de la familia, sea
de la ciudad o del reino [b o n u m p rop riu m n o n p o test esse tiñ e b o n o
c o m m u n i vel fa m ilia e vel civitatis a u t regni ] (Sum m . Th., II-II, 47 ,1 0 ).
48. Hay cierta oscilación en distintos textos de Aquino sobre la diferencia entre
ambos tipos de bien, lo que ha permitido una interpretación más benévola sobre la
acomodación' entre bien común y bienes individuales (véase Passerin D ’Entréves, M e
dieval , pp. 2 7 -2 9 ; para la interpretación más favorable, véase también Finnis, Aquinas,
pp. 1 2 0 -1 2 3 ).
larvada, estuvieron en tensión durante toda la Edad Media. Según la
ya clásica formulación de Walter Ullmann en Principios de gobiern o y
política en la E d a d M edia, esta época conoció tres doctrinas distintas
sobre el poder político mutuamente excluyentes en su pureza, dos
descendentes y una ascendente. La que primeramente hizo su apari
ción fue la teoría descendiente del poder papal, que, apoyada sobre
todo en el texto evangélico en el que Cristo da a Pedro el poder de_
atar y desatar en el cielo lo que decida en la tierra (Mt 16, 18-19),
fue sustentada por los papas y la doctrina católica medieval como
justificación de la titularidad de un poder personal universal y pleno
(la plenitudo potestatis del papa49), no sólo por encima de la Igle
sia, piramidalmente jerarquizada, sino también de los poderes de los
príncipes seculares, sobre cuya espada, llegado el caso, predominaba
la espada de la Iglesia, blandida legítimamente sólo por el papa50.
En frontal oposición a la anterior, aun con similares pretensiones
de apoyo en pasajes de las sagradas Escrituras — incluido el famoso
texto de Pablo de Tarso sobre el origen divino de la autoridad secular
(véase sitpra, p. 56)— , los reyes pronto tomaron ejemplo de la misma
imagen piramidal y jerárquicamente descendente comenzaron a rei
vindicar su título «por la gracia de Dios» y su poder como no sometido
a leyes51, aunque no les fue fácil asentar esa doctrina bien por la fuer
za de la nobleza en sistemas feudales como el inglés bien por la gran
capacidad de atracción del poder eclesiástico allí donde la nobleza
E l bien com ú n
5 3 . En esta questio Aquino hace una referencia explícita a un texto de las Etim o
logías de Isidoro de Sevilla que sin duda alude a la noción romana de ley: «La ley es
una determinación del pueblo sancionada por los ancianos junto con la plebe», que en
el original continúa así: «Pues lo que el Rey o el Emperador manda se llama constitu
ción o edicto» [Lex est constitutio populi , quam maiores natu cum plebibus sancierunt.
N am qu od Rex vel Im perator edicit3 constitutio vel edictum vocatur ]: Etymologiarumi
II, X , l ; también, con leves diferencias, ibid., Y x , donde, como definición de lex, se en
cuentra entre las de ius Quiritum y scita plebium (plebiscitos o decisiones de la plebe)
y la de senatusconsidtum.
5 4 . Recuérdese el texto de Ulpiano sobre la lex regia (conocido por Tomás de
Aquino, que cita su comienzo pocas páginas antes, en I-II, 9 0 ,1 ): «Q uod principi pía~
cuit, legis h abet vigorem: utpote cum lege regia, quae de imperio eius lata est, populus
ei et in eum om ne suum imperium et potestatem conferat » [«Lo que al príncipe place
tiene fuerza de ley, puesto que el pueblo, con la ley regia, que otorga por su imperio,
le ha conferido a aquél todo su imperio y potestad»].
a formas de gobierno popular como las de la Grecia clásica o las de
las ciudades republicanas de la Italia central y septentrional de su
época, pero sin que su concepción central ni sus preferencias estuvie
ran de ese lado5i: ante todo, por su central definición general de ley,
que exige la promulgación «por quien tiene a su cargo la comuni
dad», pero además por su utilización de la clásica metáfora organicis-
ta de la comunidad como cuerpo humano — en el que no todos los
órganos son iguales, sino que hay uno principal, la cabeza o el cora
zón, «que mueve a todos»— , que le sirve para mostrar que «es preci
so que en toda sociedad haya algo que la dirija» (De regno, I, 1, § 4).
Si todo ello se une a su defensa de la monarquía como form a.de
gobierno más apta para mantener la unidad y la paz, y del rey como
«pastor» que busca el bien común de la'sociedad (De regno, I, 1, § 7,
y I, 2 , §§ 8 -9)i6, el resultado es una visión jerárquica y hasta paternal
del poder político.
En suma, el pueblo es el cuerpo político-social en abstracto, la
comunidad en conjunto, que es la titular y, a la vez, la destinataria o
beneficiaría del bien común, que debe ser garantizado por quienes
ejercen el poder político, sea el rey o un consejo de notables. La
legitimidad que se atribuye al pueblo en cuanto conjunto de indivi
duos es inexistente en lo que se refiere a elecciones o votaciones y, en
todo caso, su papel es meramente pasivo: ya Irnerio había dejado
claro el criterio de distinción entre el pueblo como universitas o
corporación y como singulis o conjunto de individuos, porque el pri
E l p a c tis m o m e d ie v a l
57. Los textos m encionados dicen literalm ente, el de Irn erio: «el pueblo en
cuanto conjunto orgánico dispone y en cuanto conjunto de individuos promete y se
compromete» [populus universitatis iure praecipit> idem singulorum nom ine prom it-
tit et spondet]\ y el de Alberto M agno: «la ley es una disposición establecida por el
consentim iento, la utilidad y la obediencia del pueblo, por la invención y redacción de
los juristas y por la sanción de la autoridad del príncipe» [lex est constitutio populi per
consensus et utilitatem et observationem , iurisconsulti autem est per inventionem et
ordinationem> et principis per aucioritaris santio7tem\ (cit. por Grossi, pp. 2 0 0 y 150,
.respectivamente).
entre iguales). Cuando la monarquía comienza a organizarse de ma
nera más centralizada y necesita especial apoyo financiero o militar,
acude a los parlamentos o Cortes medievales, que van surgiendo des
de el siglo X III como extensión de las asambleas y curias o consejos
que desde hacía siglos venían reuniendo al rey con la nobleza y el alto
clero como medio de confirmación de que las leyes eran conformes
con las costumbres de la comunidad (Grossi, p. 106). Lo que distin
gue a los parlamentos es sobre todo la representación de las ciudades
dependientes del rey y su papel de contrapeso y control políticos ante
monarquías en condiciones de debilidad, desarrollando también las
funciones más tradicionales de reparación de agravios, negociación y
aprobación de subsidios e impuestos y comunicación con los conce
jos representados.
En los parlamentos medievales se puede decir que todo el mun
do está «representado», pero al modo medieval, que comprendía la
aquiescencia tácita o dada en un pasado remoto (Black, p. 92) y que,
sobre todo, era representación corporativa y de arriba abajo, confor
me a la cual mientras los miembros de la alta nobleza (o del alto
clero), llamados a título personal, hablan y se pronuncian por el
conjunto de los nobles (o de los clérigos), incluidos los de menor
rango y, desde luego, por los siervos de su jurisdicción, por su parte,
las ciudades suelen enviar como representantes a miembros de la
oligarquía local elegidos sólo por ella misma, usualmente los com er
ciantes más ricos o los funcionarios y militares más poderosos, todo
ello sin que vote el 99 por ciento de la población (Martín, pp. 7 2 -7 7
y 9 1 -9 3 ; y Birch, cap. 2 ; sobre el pactismo, Tomás y Valiente, pp.
1.1 4 0 ss.. y 1 .2 1 5 -1 .2 1 6 ; y Fioravanti, D erechos, pp. 27-31). Junto a
ello, no estará de más añadir que la gran diferencia entre la represen
tación parlamentaria medieval y la contemporánea estriba en que
mientras aquélla era, en uno de los varios significados dé la palabra,
represen tación del pueblo ante el monarca como poder político fo r
mal, donde el parlamento actuaba como un intermediario que, por
decirlo en términos actuales, estaba fuera del Estado, en cambio, los
parlamentos modernos representan al pueblo en el sentido de que
están jurídicamente autorizados para realizar en su nombre e interés
actos como aprobar leyes o elegir y controlar al gobierno, formando
así parte — incluso la parte más importante, según la doctrina demo
crática— del propio Estado (Sartori, p. 230).
En el modelo medieval, saturado de jerarquías y privilegios para
unos pocos, el pacto entre el poder político y el pueblo propiamente
dicho difícilmente va más allá, en el mejor de los casos, de la mera
aceptación tácita, que — como ocurrió durante siglos con el sistema
inquisitorial y ha seguido ocurriendo hasta hoy en muchos de los
sistemas dictatoriales— puede ser más o menos pasiva pero en abso
luto «democrática», incluso en. el sentido mínimo y elemental de con
trol del poder mediante el ejercicio repetido del voto popular. Natu
ralmente, nada de lo anterior pretende negar que los parlamentos
medievales son el germen de los actuales parlamentos democráticos,
entre otras cosas porque la historia inglesa muestra la continuidad en
tre ambos mediante una lenta y compleja evolución. Pero entre el
nacimiento medieval de los parlamentos y su desembocadura en los
siglos X IX y X X no es sólo que la idea de democracia moderna tardará
tiempo en aparecer como doctrina y en plasmarse en la realidad, sino
que las mismas mutaciones en los parlamentos y en la forma de
concebir la representación han sido tan profundas que hacen pensar
en aquella navaja que, a fuerza de cambiarle muchas veces la hoja y
las demás piezas, terminó por no ser la misma navaja.
M arsilio y la d em ocracia
58. Esta última idea, sobre la que no insistiré, aparece claramente en un texto del
D efensor pacis en el que se dice que el príncipe es «juez coactivo en este siglo [esto es,
en el mundo] por ordenamiento de Dios, aunque inmediatamente por alguna institu
ción del legislador humano» (II, X X X , 4). Si se atiende a su carácter indirecto o en
último térm ino , tal remisión a la ley divina — nada extraña en esa obra, cuya, segunda
parte apela con profusión al Evangelio contra la primacía del poder papal— puede
concordarse con el incipiente positivismo jurídico de M arsilio (supra , pp. 139 -1 4 1 ).
parte, su novedosa negación no 7 a sólo de la primacía sino incluso de
toda autonomía del poder eclesiástico sobre el civil, con la exigencia
de subordinación de los oficios eclesiásticos al nombramiento y re
moción del poder civil del territorio correspondiente. Aquí interesa
comentar sobre todo el primer punto.
En su obra mayor, el D efen sor pacis (1 3 2 4 ), Marsilio de Padua
atribuye el fundamento del poder político alp op u lu s seu civium uni-
versitas, a u t eius v alen tior pars, esto es, al «pueblo o totalidad de los
ciudadanos, o bien a su parte prevalente» (I, X II, 3-4, entre otros,
muchos pasajes). Y, ciertamente, tal fundamento del poder no es en
este caso, como en el de Tomás de Aquino, predominantemente for
mal, sino que se manifiesta de manera bien explícita en dos funcio
nes: legislar y nombrar al gobernante.. Con la consabida m etáfora
orgánica procedente de Aristóteles, la parte gobernante es el corazón
de la ciudad o reino, su pars p rin cipan s o parte principal, y debe
ser, elegida por el pueblo o su v alen tior pars o parte prevalente (D e
fen so r p a cis, I, X V , 2 y 4-6). Bajo la preocupación fundamental de
mantener la paz y, para ello, la unidad del poder gubernativo, no
debe entenderse en ningún caso que aquí se está anticipando idea
alguna de división de poderes entre órganos distintos del Estado,
pues, aun prescindiendo del ancronismo de semejantes términos en la
época, el legislador es la comunidad misma como un todo que auto
riza al poder gubernativo como único poder político efectivo (D efen
sor pacis, I, X V I-X V II)í5. Ahora bien, como es fácil sospechar, buena
parte de la desconfianza hacia el democratismo de Marsilio proviene
de la referencia a la v alen tior pars o parte prevalente de los ciudada
nos, expresión enigmática de la que las principales indicaciones que
aparecen en su obra son las siguientes:
59. En el expresivo capítulo final, que resume el D efensor pacis, se dice que la
conservación de la paz y de la libertad dependen de la aceptación del criterio de que
sólo al príncipe, sea una persona o una asamblea, «le compete la autoridad de mandar
a la multitud [...] y de castigar a cada uno, si es preciso, según las leyes dadas, y de no
hacer nada fuera de ellas, sobre todo en lo dificultoso, sin el consentimiento de la
multitud sometida, o del legislador, ni provocar a la multitud ni al legislador, porque
en la expresa voluntad de éste estriba la autoridad del principado» (III, III; véase sobre
ello Skinner, Fundam entos, I, pp. 82-83).
remitir al siguiente texto aristotélico: «la democracia que más parece
merecer ese nombre [...] consiste en que todos tengan numéricamente
lo m ism o, y lo mismo es que no gobiernen más los pobres que los
ricos»] (I, X II, 4).
60. Resulta difícil no entender tal referencia a la «calidad» como una exclusión
del voto del «vulgo», al que en uno de los pasajes iniciales del D efensor pacis parece
minusvalorar al recoger la distinción aristotélica — relativa al régimen perfecto, que
para el filósofo griego no era el democrático— entre las clases que «son por excelencia
parte de la ciudad [... o] partes honorables» (sacerdotes, jueces y consejeros), y las «partes
en sentido lato [... o] vulgo» (agricultores, artesanos, soldados y tesoreros) (I, V, 1).
No obstante, el D efensor pacis se resiste a las interpretaciones fáciles, pues cuando
establece las condiciones de la ciudadanía, aunque sólo excluye a «los niños, los
esclavos, ios forasteros y las mujeres», también define al ciudadano como «aquel que
en la comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial según su grado »
(ibid., I, X II, 4 ; para la interpretación de que M arsilio excluye a los artesanos de la
ciudadanía, de acuerdo con la ordenación de las ciudades italianas, véase Quillet, p. 28).
claramente como equivalentes61. Si a ello se añade que los regna del
momento se regían todavía antes por costumbres que por leyes (o,
en todo caso, por leyes que recogían reglas tradicionales), es decir,
por normas basadas en cierto consenso popular, es difícil tomar al
pie de la letra la exigencia de la audición y consenso de la multitud
del pueblo reunida en asamblea. Así, es indudable que Marsilio no
pretendí:! impugnar en lo más leve la forma de elección del empera
dor del Sacro Imperio Romano-Germanico por los príncipes de los
reinos que componían el Imperio (D efensor pacis, II, X X V I, 11), que
fácilmente podían reputarse como la valentior pars de aquella comu
nidad política. En realidad, el modelo de democracia directa pura
era difícilmente viable en su época no sólo en el Imperio y los demás
extensos reinos, sino incluso en las ya entonces pujantes ciudades (las
grandes ciudades como París, Milán, Florencia, Venecia o Nápoles
rondaban por entonces los 100.000 habitantes).
Si todo ello se une al hecho de que Marsilio excluye expresamen
te que la función de aprobar la legislación, a diferencia de su elabo
ración previa, sea delegable (Defensor pacis, I, X III, 8), lo único que
de verdad se puede tomar al pie de la letra es su identificación entre
la vale7itior pars y la universitas de los ciudadanos bajo un modelo
ajeno al mecanismo de la elección popular, como el de la represen
tación corporativa típica del medievo, conforme a la cual «el consejo
de la ciudad es directamente la ciudad» y el «pueblo» no es un con
junto de individuos, sino-de agrupaciones (barrios, cuerpos, oficios,
universidades, confraternidades) a través de las cuales se otorgaba la
ciudadanía a una limitada parte de los habitantes de la ciudad como
un privilegio excepcional (Costa, p. 27). Si.esto es así, cuando M arsi
lio descarta que pueda corresponder el dar leyes a una minoría en vez
de «a la totalidad de los ciudadanos o a su multitud prevalente» (por
ejemplo I, X III, 3, y XIA^ 8), lo que hay que entender es que descarta
por definición que una minoría pueda constituir la parte prevalente,
esto es, porque la parte prevalente, aun siendo de hecho una exigua
minoría, una vez configurada con arreglo a las «honestas costumbres
de la época» o al régimen popular aristotélico, simplemente queda
identificada con la totalidad o la mayoría de los ciudadanos.
Por todo lo anterior, creo que tienen razón quienes se han opues
to como engañosa a la visión de Marsilio de Padua como el primer
gran defensor medieval de la democracia moderna o de la soberanía
62. Passerin, M edieval , pp. 56-57; véase también Fioravanti, Constitución , pp.
5 2 -5 5 , que insiste en que Ja intervención popular en M arsilio no afirma al pueblo
com o soberano, sino como mero legitimador y limitador dei poder político, bajo la
mentalidad medieval de que el gobernante es sólo una parte, por más que la pars prin-
cipans , que debe estar sometida al todo de la comunidad.
6 3. La tesis sostenida por Quillet de que la pretensión esencial de M arsilio fue
defender el Imperio (pp. 2 0 -2 2 y 45-4 7 ) parece discutible a la luz de dos claros tex
tos del Defensor pacis en los que su autor no se muestra partidario de la utilidad de
disponer de «un único administrador de todo el universo» (I, X V II, 10; y II, X X V III,
15, de los que Quillet interpreta sesgadamente parte del segundo sin mencionar el pri
mero, al que el propio Marsilio remite en aquél). Ahora bien, como en otros puntos,
las ambigüedades de M arsilio tampoco dejan de aparecer aquí: en los hechos, en él ’
conflicto entre Luis X IV de Baviera y el papa Juan X X II — abierto en los años en los
que se escribe el D efensor pacis (1 3 1 8 -1 3 2 4 ) y culminado con la coronación de Luis
como emperador en 1 3 2 8 — M arsilio tomó decididamente el partido del emperador,
en cuya corte sirvió como consejero y médico desde 1 326, el año anterior a su conde
na papal como hereje, hasta su muerte hacia 1 3 4 3 ; por su parte, volviendo al D efensor
pacis , aunque en el último capítulo, cuyo rótulo es «Del título de este libro», comienza
diciendo claramente que el «defensor de la paz» es el propio estudio (III, III), en el
primer capítulo encomienda a Luis de Baviera llevar a los hechos las reflexiones del es
tudio (I, I, 6). Todo sumado, aunque M arsilio de Padua seguramente está trazando un
marco flexible y general sobre las comunidades políticas, ese marco tampoco excluía
la idea del Imperio, quizá como un reino más, aunque de mayor importancia.
que, como se verá, son el substrato más directo del liberalismo político
y de los sistemas democráticos que lo ponen en práctica.
Para resumir brevemente lo dicho hasta ahora, la idea m edie
val de la titularidad del poder político por el pueblo es más bien
una form a de aludir al bien común, insertada en una manera de ver
la representación más de arriba abajo que al contrario. Y ello no
sólo parece así en la doctrina de Tomás de Aquino, sino tanto en el
pactismo y la práctica institucional de los parlamentos medievales
como en M arsilio de Padua, el autor que entonces más lejos llega
en la atribución del poder al pueblo pero que, en realidad, no se
aleja tanto de Aquino. Por parafrasear la conocida frase de Abra-
ham Lincoln, en los tres casos el gobierno es, al menos en las pre
tensiones, para el pueblo, pero en ninguno es ni pretende ser de
modo efectivo y generalizado d e l pueblo, ni, sobre todo, p o r e l
pueblo.
E l repu blican ism o d e las ciu dades italianas: las tran sform acion es
d e la teoría d e las fo rm a s d e g obiern o d e M arsilio a M aqu iavelo
64. M aquiavelo añade tam bién com o positiva la tensión entre la plebe y el
patriciado en el plano social, aduciendo que «todas las leyes que se hacen en favor de
la libertad nacen de la desunión» entre las «dos tendencias [umori ]» de toda república:
«la del pueblo y la de los grandes» (Discorsi, I, 4 ). No obstante, en otros momentos
también hace observar que el vivere civile exige una cierta igualdad básica que excluye
la existencia de una clase com pletam ente ociosa, que es enemiga de toda civiltá
{ibid., I, 55).
65. En el extremo, sobre el limitado y pobre sentido que para Maquiavelo tenía
la libertad del pueblo es suficientemente expresivo el contenido que en un pasaje
atribuye al deseo del pueblo de ser libre, que parece identificar con el vivere sicuro e
contento', «una pequeña parte de ellos desea ser libre para mandar, pero todos los
demás, que son infinitos, desean la libertad para vivir seguros. Porque en todas ías repúbli
cas, de cualquier modo que estén ordenadas, los puestos de mando no superan nunca
los cuarenta o cincuenta ciudadanos» (Discorsi, I, 16). N o obstante, dos capítulos
después Maquiavelo alaba la libertad de palabra que todos los ciudadanos romanos
tenían en la propuesta de leyes, que fue un buen sistema, dice, hasta que «sólo los
poderosos proponían leyes, no para la común libertad sino para su poder, y contra las
cuales nadie podía hablar por miedo a aquéllos, de modo que el pueblo venía o
engañado o forzado a decidir su ruina» (I, 28). Para resolver el contraste entre los dos
pasajes debe tenerse en cuenta que la pretensión fundamental de M aquiavelo de
analizar la política en términos técnicos o estratégicos en ocasiones entra en tensión
con sus valoraciones subyacentes (sobre el pensam iento de M aquiavelo rem ito a
Aguila, ap. I-II).
3.3. L a s d octrin as sobre la d eso b ed ien cia a l p o d er injusto
66. Francisco de Vitoria expresa en dos lugares muy cercanos una síntesis de
todos estos motivos: «si hemos demostrado que el poder público se constituye por
derecho natural, y el derecho natural reconoce por autor sólo a Dios, queda claro que
el poder público tiene su origen en Dios. [...] Y si las repúblicas y sociedades humanas
están constituidas por derecho divino o natural, también lo estarán aquellos poderes
sin los que no podrían subsistir las repúblicas» (De potestate civili, I, 6); «el origen de
las ciudades y de las repúblicas no es una invención de los hombres, y [...] no hay que
considerarlo algo artificial, sino como algo que brota de la naturaleza que sugirió este
modo de vida a los mortales para su defensa y conservación. De este mismo capítulo se
infiere enseguida que los poderes públicos tienen ese m ism o fin y esa m ism a necesidad.
Pues, si las comunidades y sociedades de los hombres son necesarias para la salvaguar
dia de los mortales, ninguna sociedad puede tener consistencia sin una fuerza o poder
que la gobierne y la proteja» {ibid., I, 5).
a) La resistencia pasiva
1. E l m a r c o p r e v io : el E sta d o m o d e r n o y la Refo rm a
2. La razón que Bodino alega para justificar esta exención es que «es imposible
por naturaleza darse una ley a uno mismo, al igual que mandarse a uno mismo lo
que depende de sii voluntad» (I, viii, p. 192). Este argumento es puramente circular
y falaz. En efecto, si dar leyes consiste en ejercer un poder ilimitado, la ley que limita
tal poder no es propiamente una ley, pero no estamos obligados a aceptar tal idea de
ley, pudiendo partir perfectamente de la idea alternativa de la ley como ejercicio de
un poder limitado. Pues el argumento de que uno no puede autolimitarse, esto es,
imponerse obligaciones que limitan su voluntad, es claramente falaz, como lo prueba
la posibilidad de obligarse de cualquier persona mediante una promesa.
Aquí resulta instructivo añadir que, como vio claramente Kelsen precisamente en
referencia a este argumento de Bodino, «[e]s una treta característica de un método dis
cutible pero que goza de favor entre los juristas presentar com o lógicamente imposible
aquello que, en realidad, sólo es políticamente indeseado porque se opone a ciertos
intereses» (Kelsen, Paz, p. 80).
3 . Ha de precisarse que en Bodino sólo es absoluta la exención de las leyes ci
viles, de lo que hoy denominaríamos el Derecho positivo, pues en otros sentido" c!
poder político está rodeado de precisiones y cualificaciones: en efecto, el soberano está
sometido a las leyes divinas y naturales, así como a las leyes fundamentales que atañen
a la sucesión en la Corona, al igual que no puede «establecer impuestos a su placer, ni
tampoco apoderarse del bien ajeno», incumplir «las justas convenciones y Tratados» fir
mados por él o alterar el valor de la moneda {Six Livres, I, viii; y VI, iii; las citas textua
les, en pp. 201 y 2 1 4 ). Ahora bien, las violaciones de tales obligaciones son o bien pe
cados ante Dios no exigibles en esta vida o bien faltas que afectarán sólo a la reputación
interior o exterior del soberano. El principio general de Bodino es que «no le es.lícito al
súbdito contravenir las leyes de su príncipe so pretexto de honor o dií justicia [...], por
que la ley que prohíbe es más fuerte que la equidad aparente, si la prohibición no es di
rectamente contraria a la ley de Dios y de la naturaleza» (;ibid., I, viii, pp. 2 1 6 -2 1 7 ); no
las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en bue
nas y vivas razones, no dependen sin embargo más que de su pura y
franca voluntad (SixLivres, I,viii, p. 192).
Bajo este mismo poder de dar y anular la ley están comprendidos todos
los demás derechos y atributos de la soberanía, de suerte que, hablan
do en propiedad, puede decirse que no hay más que este atributo de la
soberanía (Six Livres, I, x, p. 3 09).
Tutti li stati, tutti e ’ dominii che hanno avuto et hanno imperio sopra
li uomini, sono stati e sono o republiche o principati [Todos los
estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los
hombres han sido y son o repúblicas o principados].
a) Lutero y Calvino
- 8. Véásé Skinner, Fundamentos, >11, esp. cáps, IY -V IIy lX , así como p p .-331-333
y;3.43--344. Skinner concluye:su-argament.o sobre este'asunto señalando que el'círculo
de;lá-.originaria.-influencia.católica,so.bre., el.protestantismo se cierra cuando, a .finales
del;s„iglp xyi(se terminan por aceptar en el campo católico doctrinas sobre la resistencia
tanto ¿"incluso más'rádicales'qüe'en el lado, opuesto, según ocurre de:mariera’señalada
en Juan de Mariana {ibid-, pp. 35 5 :-3'5'7;'v:éá'se también süpra, pp. 1 66-167). '
Por ilustrar breve y simplificadamente esas guerras y conflictos,
así como los primeros pasos de la idea de tolerancia, recordaré cómo
en ia Francia del siglo XVI el poder real emprendió la persecución ke
los calvinistas o hugonotes en nombre del catolicismo, persecución
que comenzó ya hacia la mitad del .reinado de Francisco I (1515-
1547), fue especialmente severa durante el de Enrique II (1547-
1559) y culminó en las guerras civiles del último cuarto del siglo que
siguieron a la famosa masacre de la noche de San Bartolomé, el 23 de
agosto de 1572, donde murieron unos 1 2 .000 hugonotes por orden
expresa del rey Carlos IX (para esa cifra, Skinner, Fundam entos, II,
p. 2 5 1 ; más en general, véase Peces-Barba y Fernández, caps. II y IX ;
y Rodríguez Paniagua). Tras ese largo período de persecuciones, el
primer hito histórico en el .camino hacia la tolerancia religiosa lo
constituye el Edicto de Nantes, dado en 1598 por el rey francés En
rique IV — rey de Navarra que para reinar en Francia se convirtió
al catolicismo, con cuyo motivo se le atribuye el dicho «París bien
vale una misa»— y con el que los católicos moderados pacificaron
el país garantizando a los calvinistas sus derechos civiles y el respeto
a su religión. Ese hito, sin embargo, sólo fue un alto en el más largo
camino de las persecuciones religiosas, que en Francia continuaron,
intermitentemente durante el siglo siguiente, hasta el punto de que
en 1629 el cardenal Richélieu anuló las cláusulas políticas del Edicto
de Nantes y en 1686 Luis X IV lo revocó por completo, obligando a
emigrar a cerca de 2 5 0 .0 0 0 protestantes a Inglaterra, Prusia, Holan
da y América.
En el conjunto de Europa, por su parte, la primera mitad del
siglo XVII fue escenario de la Guerra de los Treinta Años, una de las
más devastadoras de la historia de la Edad Moderna, que reúne las
graves luchas que se extendieron desde 1618 hasta 1648 entre la
mayoría de los países europeos, si bien afectó sobre todo a las po
blaciones del centro de Europa, donde se calculan pérdidas de entre
el quince y el veinte por ciento de los habitantes. Aquella guerra
terminó con la Paz de Westfalia (1648), que además de consagrar la
hegemonía francesa en el continente europeo, de sellar la decadencia
del imperio español al garantizar la independencia de los Países Bajos
respecto de la Corona española y de reforzar la fragmentación de
los principados alemanes, vino a configurar el orden político euro
peo — formulado también como ius publicum europaeum — bajo el
criterio de la soberanía estatal, con sus dos manifestaciones básicas
ya comentadas: en el plano exterior el principio de igualdad básica
entre los Estados, declarados exentos de la tutela papal e imperial, y
en el interno la soberanía territorial de cada Estado.
La soberanía del Estado hacia su interior todavía se manifestó
durante un buen período como unidad religiosa en el territorio esta
tal, de acuerdo con el principio cuius regio eius religio (de cada rey,
su religión), ya asentado desde la Paz de Augsburgo, en 1555, según
el cual la religión del rey determinaba la de sus súbditos, dando al
menos el derecho a emigrar de los disidentes cuando cambiaba la
religión del reino. Este principio, como se puede advertir, contenía
una regla de tolerancia religiosa en las relaciones internacionales,
evitando idealmente las guerras interestatales, pero en sí mismo no
implicaba necesariamente idea de tolerancia alguna dentro del Esta
do, despreocupándose, por decirlo así, de la posibilidad de los con
flictos civiles y de las persecuciones internas. N o obstante, durante la
segunda parte del siglo XVII y el siglo siguiente, los distintos países
europeos lograron mantener la paz interna por dos vías bien diferen
tes entre sí, según el lugar y, a veces, según el momento: de un lado,
el absolutismo y, de otro, la tolerancia religiosa y, más tarde, también
política.
La primera vía resulta amplia y suficientemente ejemplificada por
la historia de la monarquía española, marcada por la Contrarreforma
y la intolerancia religiosa, aunque fue una vía también transitada en
varios momentos de esta época por los demás países europeos, de
Francia a Austria y Prusia, pasando por Inglaterra, que durante los
reinados de los últimos Tudor y los primeros Estuardo fue un hervi
dero de luchas religiosas en las que prevalecieron las persecuciones y
la imposición religiosa9. Por su parte, la otra vía, esto es, el proceso
de afianzamiento legal y social de la tolerancia religiosa, que aunque
de forma temporal se había abierto en Francia a finales del siglo XVI
con el mencionado Edicto de Nantes, tiene otro hito importante en el
Acta de Tolerancia aprobada por el Parlamento inglés el 2 4 de mayo
de 168 9 , que garantizó la tolerancia religiosa a todas las sectas pro
testantes tras la Gloriosa Revolución de 1688. Por tal nombre se
conoce la victoria y deposición del rey católico Jacobo II por parte
del calvinista Guillermo III de Orange — casado con la hija de aquél,
M aría II Estuardo— , que también tuvo como decisivo fruto político
el B ill o fR ig h ts de 1689, base de la monarquía constitucional inglesa,
caracterizada por un poder real limitado y compartido con el Parla
11. Otra variante.de la misma actitud procede de quienes buscaban alguna suerte
de unificación religiosa, como 'lo muestra Lelbniz en uno de 'sus' escritos, ‘donde para
superár el cisma religioso britxe-protestantés y católicos'propone’ ir más alia dé «lá víá
de la tolerancia mutua y de -una;paz civil», que no es,más:qX3e uji comienzo'«para paliar
y no para suprimir su causa», aunque reconociendo*también.que «la vía del rigor» esto
es, la de la intolerancia, «no es, en todos los casos, ni lícita, ni segura, y que no siempre
alcanza su objetivo» (lo que, por cierto, ilustra a continuación con el más que dudoso
ejemplo de los judíos conversos en España,.«que siguieron practicando su religión
durante varias genéiracionés»): .véase^D e lo s ’ métodos' de /reünificáción»‘ .en Escritos
políticos , pp. 2 2 0 -2 2 1 .
12... El.Juterano.Felipe. Camerarins (153.7-1624) .atribuyó, a .Solimím el M agnífico
esta consideración: «Al igual que'ésta distinta, diversidad' de hierbas y flores, no daña
en absoluto',"antes bien récréá ni ár av ijío sam ente la vista y é l olfatoV así-las diversas reli
giones enrñi império'son rriás' bien "ayuda que carga,' con- tal- dé :qüe mis subditos vivan
pacíficamente.y en;.todo, lo; demás obedezcan mis .leyes.: Es preferible ¡dejarles, yivir a
su modo.ry según su.religión,[....].que.pro,mover alborotos y ver a. mi.;Estado..desolado.
Pues ¿no sería esto querer arrancar todas estas flores y no clejar más que.las de un solo
color?» (cít. en'Peces-Barba y'Fernández, p; i :5 0).
extendible a todas las religiones, y aun a las creencias no religiosas,
para transformarse insensiblemente en el derecho a la libertad de
conciencia e ideológica.
Por concluir con una coda contemporánea, no cabe creer que los
problemas que afrontaron los europeos de la época moderna han
quedado ya definitivamente superados. En realidad, la pluralidad de
creencias religiosas y morales y su potencialidad de conflicto sigue
apenas invariable en el mundo actual. Ello es así, de manera bien
obviaren el ámbito mundial, donde la diversidad de culturas puede
ser a la vez un freno y un acicate para la tensión y la confrontación:
un freno no tanto por el respeto que tal diversidad genera cuanto por
la separación geográfica y los mecanismos de equilibrio internacional
impuestos por la hegemonía occidental, pero un acicate susceptible
de ser fácil y rápidamente avivado ante situaciones de conflicto. Pero
también dentro del ámbito de la cultura occidental, incluso en el inte
rior de los Estados democráticos, el consenso que tanto el sistema
político y económico como la cultura de masas tienden a generar,
seguramente nunca ha llegado a los estratos más profundos de las
creencias básicas, sean directamente religiosas o político-morales, que
se manifiestan en diferentes concepciones del bien incompatibles en
tre sí y cuya coexistencia puede ser puesta a prueba por el fenómeno
de la emigración. En ese ámbito, John Rawls, juzgando positivamen
te la inevitable existencia de cierto pluralismo porque la uniformidad
sólo se podría intentar imponer coactivamente, ha sostenido que sólo,
precisamente, unos principios democrático-liberales exigentes garan
tizan la estabilidad de un sistema estable y justo de convivencia (Po-
litica l L iberalism , pp. xviii-xxv, 4, 3 6 -3 7 y 146-149). En el ámbito
internacional, sin embargo, Rawls se ha conformado básicamente con
una estructura jurídica como la actualmente existente («Law of
Peoples», pp. 14-15), pero ello no hace sino plantear el problema de
si semejante organización de lá tolerancia y sus límites es realmente
suficiente y, sobre todo, satisfactoria.
2 . D el iu s n a t u r a l is m o m e d ie v a l a l r a c io n a l is t a
14. Esta idea, que suele ser cicada como uno dé los lernas de ruptura del raciona
lismo moderno, tiene en realidad precedentes en'Platóny en eluntélecnialismo medie
val; sin contar con que G rocio parece por. varios'conceptos más un.autor 'de'.transición
que un racionalista pleno.-Y precisamente-.el .-contexto .de_.su famosa .frase, apunta a
sus influencias clásicas y.medievales: ..«Ciertamente,./o que hemos.dicho, .tendría lugar
aunque admitiéramos, lo que no puede hacerse.sin cometer el mayor delito, que.Dios
no existe ó'que'no se preocupa de las cosas humanas»'(«Ethaec-quidem quae jam dixi-
mus locum aliquem haherént, etíamsi darenius, quod siñe summó scelere dári-ñequit,
non esse-Deunv-aut non curari ab eo .negotia.humana»: D e irire belli3. «Proleg.>vS 11).
Con ia referencia a «lo que hemos dicho», Grocio está remitiendo a.los. dos parágrafos
anteriores,, en los que defiende la visión aristotélica y medieval del Derecho natural
c'omb procedente de la vis' süeialis ,''"o impulso "a: asociarse, y présüpórie una idea de
razón como prudencia práctica de simiiares-influencias.' •• •
15. Una excepción; clara- -^-casi siempre hay .una excepción—: es Leibniz, quien
mantuvo una concepción explícitamente más cercana al modelo aristotélico-tomista
que al moderno, concibiendo 1a justicia como necesariamente derivada de la razón
divina: así,, aunque :Leibniz consagró largo espacio «a.las experiencias físicas y a las
demostraciones'geométricas»', tam bién pretendió «restablecer en'cierta manera la. an
tigua filosofía»llegand o a afirmar que ¿nuestros filósofos-modernos no^ hacen justicia
a Santo Tomás ni á otros hombres grandes de aquella'época,-y que:en las opiniones de
Ios-filósofos escolásticos y teólogos hay^más solidez que la-que^ellos imaginan» (D/s-
cours de m étaphysique , § 1 1 ) . •' -" ■.'v.v :
• - Por su parte, aunque la construcción-de Locke se ha considerado basada en último y
esencial término, en supuestos' religiosos (así, Hampsh'er-Monk, pp. 1 0 4 -1 0 9 ),: que: efec
tivamente utilizó de forma profusa para oponerse a Robert- Fiimer, sin duda.admite una
lectura laica, seguramente más fundamental, sin la cuai,:por lo demás* sería extraordina
ria la amplia y duradera aceptación quehasta'hoy han tenido los criterios iockeanos.:
Lo decisivo de la modernidad es que, con la ruptura del magisterio
romano por la Reforma — que, gracias a la imprenta (ca. 1450), permi
te unainterpretación individual, o, personaLde la ¡Biblia,,,por primera
vez accesible en las lenguas vernáculas— , puede aparecer la razón como
instrumento individual y, a la vez, como esencialmente igual en todos
los hombres. En este punto es obligado recordar la influencia delD/'s-
_cwr^deiimé£Qi¿cL(i£32LXLCuy.acogi£Q^í^SMm^aLasen-tarftoda-cÓ.nQ:'--
cim ientoy percepción en una autoevidencia individual del propio pen
sar v existir, socavó no sólo la fundamentación, del saber en la teología,
sino, también la referencia a cualquier autoridad que no estuviera co
rroborada por la razón individual. Y ese mismo es el sentido con el que,
en la culminación de estaip.oca histórica, en 1784, en su escrito
es la Ilustración?, Kant responde así a,tal pregunta:
16. En efecto, aunque program áticam ente G rocio muestra algunos atisbos de
distancia hacia el argumento de autoridad, incumple después d e'form a palmaria su
doctrina, pues su prosa abusa tanto de las citas de clásicos y menos clásicos como lo s .
autores escolásticos (De iure belli, «Proleg.», §§ 4 0 , 4 2 , 4 5 y 46).
m ab a co n gran firm eza los p rim ero s p rin cip io s del D e re c h o n atu ral y
algun-as de sus d ed u ccio n es, p e ro c o n m e n o r seg u rid ad los c rite rio s
m ás c o n c re to s , ta m b ié n de D e re c h o n a tu ra l, d eriv ad os de a q u e llo s
p rim e ro s p rin c ip io s ; y, de o tro lad o , n o p re te n d ía q ue el D e re c h o
n a tu r a l l o re g u la ra to d o , sin o - q u e d ejab a un c ie rto esp a cio a las
c o n c re c io n e s :propias:' del D e re c h o p o sitiv o . En: c o n tra s te ,: las: c o n s
tru ccio n e s ra c io n a lis ta s d e l D erech o : n a tu ra l tien d en a ser m ás b ien
n a x im a iis ta s , lleg an d o a fo rm u la r n o só lo los p rim e ro s p rin cip io s y
sus derivados,, sin o d etalládas reg u lacio n es de to d o un sistem a é tic o o
ju ríd ico ,- en o ca sio n e s h a sta en; sus m e n o res p o rm e n o re s.
-P u ed en 'ilu stra rlo ; en .prim er té rm in o , los tratad o s de los iusnatu -
ralistas. juristas^ q ue están en el orig en d e.las co d ific a c io n e s ilu strad as
d el D e r e c h o p riv a d o , según pu ed e verse, por e je m p lo , en los títu lo s
d e .lo s ca p ítu lo s I X a X V I d el-L ib ro I de D e offic-io h o m in is e t civis
juxta- legem n atu ralem libri d ú o (1 6 ? '3 ), de S am u el P u fe n d o rf, q u e
p rá c tic a m e n te d esa rro lla un có d ig o civil:
En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podi
do siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de
hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando obser
vaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con
la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposicio
nes: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con
un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin
embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o
no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que
ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de
algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible
que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero
como los autores no usan por lo común de esta precaución, me atreveré
a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña re
flexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad,
haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada
meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón (A
Treatise o f Human Nature, pp. 689-690).
El hom bre es el único animal que ríe y llora, pues es el único animal^
que puede darse cuenta de la diferencia entre las cosas com o son y
com o deberían ser.
3. La t r ía d a e s t a d o d e n a t u r a l e z a , c o n t r a t o s o c ia l
Y SOCIEDAD CIVIL
3 .1 . E l esta d o d e naturaleza
22. Sobre los antecedentes en algún jurista medieval, véase Tierney, cap. 6, es
pecialmente, p. 139, donde se recoge cómo el canonista Rufino sostuvo que tras la
caída de Adán ios hombres vivieron como besti&s, en un estado natural negativo, hasta
que, mediante pactos, llegaron a asociarse entre sí y a regirse por el Derecho, que es
básicamente el mismo diseño que aceptará Pufendorf siglos después sobre el estado
de naturaleza (véase infra> nota 29). Ahora bien, la propia argumentación de Tier
ney — siempre deseoso de mostrar que en la Edad Media aparecen ya muchas de las
categorías del iusnaturalismo racionalista— deja ver lo excepcional de la historia de
Rufino: de un lado, en el Decreto de Graciano el período de dispersión que sigue a la
expulsión de Adán y Eva del paraíso terrenal dura, en términos históricos, el escasísi
mo lapso de tiempo que su hijo Caín pudo tardar en construir una ciudad; y, de otro
lado, el punto de referencia fundamental de glosadores y teólogos para las discusiones
sobre el carácter colectivo o privado de la propiedad era el paraíso terrenal, es decir,
un estado de naturaleza considerado histórico y, sobre todo, ajeno a la negatividad con
que aparece en el iusnaturalismo protestante (Tierney, pp. 145 ss.).
pacto o acuerdo de todos, sino que tampoco se supone que en él
existan en absoluto derechos naturales.
Así pues, el modelo de estado de naturaleza propuesto por los
racionalistas defensores de los derechos naturales, considerado en su
conjunto, es una construcción nueva con funciones explicativas o
justificativas propias de esa corriente de pensamiento. Los rasgos de
esta nueva forma de ver el estado de naturaleza pueden analizarse en
tres problemas interpretativos que se plantean en ese primer momen
to de la tríada: su carácter histórico o hipotético, su carácter social o
asocial y su carácter belicoso o pacífico.
23. Sobre la posición de Locke, véase Two Treqtises, II, viii, donde argumenta
algo confusamente sobre los orígenes históricos de los gobiernos, mencionando desde
Asiría, Persia y Rom a hasta los indios americanos, sin olvidar a los israelitas, aunque
siempre con el objetivo claro de negar la tesis de Robert Film er de que el poder civil
procede del poder paterno o patriarcal, que tendría a la vez carácter natural y origen
divino.
Leibniz, que raramente utiliza la tríada estado de naturaleza-contrato-sociedad
civil, parece suponer la existencia histórica de un «estado de naturaleza salvaje», esta
do legítimo en el que existiría sólo el derecho de propiedad y todos los hombres se
considerarían iguales; más tarde, añade, mediante pactos entre los hombres, «cada uno
cederá parte de sus derechos» para constituir asociaciones entre ellos y llegar al fin a
establecerse el Estado, como sociedad destinada al bien común de los asociados («So
bre los tres grados del Derecho natural y el de gentes» [1 6 7 7 -1 6 7 8 ], en Escritos de
filosofía jurídica, pp. 116-1 1 7 ).
En cuanto a Rousseau, en el Discours sur l'origine et les fondem ents de l'inégalité
panni les hom m es pretende extraer la verdadera naturaleza o condición humana bus
cando el modo de ser de los hombres «primitivos» o «salvajes» por el procedimiento de
aventurar algunas «conjeturas» sobre cómo sería el ser humano de su tiempo si se le
despojara de lo «artificial» de la civilización (O emires com pletes, p. 123). Sin embargo,
la «suposición de esta condición primitiva» (p. 82) tiene allrdos significados: por un
lado, la de conjetura como hipótesis imaginaria con función regulativa o crítica, que es
el sentido en el que acepta que tal estado natural «no existe ya, que quizá no ha
existido nunca y que probablemente no existirá jamás y del que sin embargo es nece
sario tener nociones justas para juzgar bien sobre nuestro estado presenten (p. 123;
cursiva m ía); por otro lado, la de conjetura como hipótesis teórica con función des
criptiva, que parece ser el sentido en el que, en el mismo Discurso, afirma que la
suposición de la condición primitiva pretendía «mostrar en el cuadro del verdadero estado
de naturaleza cómo la desigualdad, incluso natural, está lejos de tener en este estado tanta
realidad e influencia com o pretenden nuestros escritores» (p. 160) y que cuando la
historia no es capaz de establecer la verdadera sucesión de los hechos corresponde a la
filosofía conjeturar «los hechos semejantes que pueden ligarlos» (p. 163).
Para la mayoría, en cambio, era o bien una situación universal pero
sólo en cuanto h ip otética— esto es, que sin haber existido nunca de
forma generalizada debía considerarse como si hubiera existido en
todas las naciones— o bien una situación real pero no universal, es
decir, histórica pero sólo en algunas circunstancias o lugares, como
la sociedad internacional, la guerra civil y los pueblos salvajes de Amé
rica (así, en Hobbes, Leviathan, XIII, p. 108). Pufendorf distingue per
fectamente entre el estado de naturaleza como ficción y como realmen
te existente y mientras dice que «es manifiesto que el conjunto de la
raza humana nunca ha estado al mismo tiempo en el estado natural»,
situación que se supone sólo como ficción, añade que, como hecho,
Tal es la condición [status ] que existe ahora entre las diversas ciuda
des [civitates ] y entre los ciudadanos de los diferentes Estados [rentm-
publicarum ], y que antiguamente se dio entre los paterfamilias separa
dos entre sí (De officio hom inis, II, i, 6 ; véase tam bién II, i, 7).
Y muy cercano a ese mismo punto de vista está Spinoza, para quien
las pasiones hacen que los hombres sean «enemigos por naturaleza»
('T ractatus p oliticu s, II, § 14).
Pero en el otro extremo, el más optimista, en Locke, también el
estado de naturaleza es al fin y al cabo negativo. Es verdad que Locke
comienza contraponiendo estado de naturaleza, como estado pacífi
co, y estado de guerra26, pero pocas líneas más abajo termina por
admitir que en el estado de naturaleza, «una vez que da comienzo el
estado de guerra, éste no cesa», de modo que el estado de naturaleza
es a fin de cuentas p oten cialm en te un estado de guerra. Por eso puede
concluir afirmando que
evitar ese estado de guerra [...] es una de las grandes razones que mue-
26. Para Locke, en el estado de naturaleza, tomado por sí sólo, no falta la ley
natural, con sus derechos de libertad, propiedad e igualdad, sino únicamente la ley posi
tiva y el juez para aplicarla, mientras que el estado de guerra se caracteriza por el hecho
de que una persona utilice la fuerza o amenace con utilizarla contra otra persona «sin
que ningún superior sobre la tierra pueda servirle de apoyo», incluso aunque sea
momentáneamente, como cuando, también viviendo en sociedad, nos asalta un la
drón y utilizamos la legítima defensa frente a tal agresión injusta (Two Treatises, II, iii,
S 19).
Kant, po r su parte, mantiene una posición muy similar sobre el estado de natura
leza como deficiente no por falta de definición de los derechos de cada cual, sino
también por falta de juez (Metaphysik der Sitten, p. 141).
ven a los hombres a reunirse en sociedad y salir del estado de natura
leza (Tw o Treatises, II, iii, §§ 1 9 -2 1 ).
(1) se nos repite sin cesar que nada habría sido tan miserable com o el
hombre en ese estado [primitivo ...]. Ahora bien, me gustaría que me
explicasen cuál puede ser el género de miseria de un ser libre cuyo •
corazón está en paz y el cuerpo en salud. [...] Pregunto si alguna vez se
ha oído decir que un salvaje en libertad haya siquiera pensado en
quejarse de la vida y en darse muerte. [...] es oportuno suspender el
juicio que podríamos hacer sobre tal situación y desconfiar de nuestros
prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, se haya examinado si
hay más virtudes que vicios entre los hom bres civilizados [...] o si,
todo considerado, no estarían en la más feliz situación de no tener que
tem er mal ni esperar bien de nadie en vez de estar som etidos a una
dependencia universal y obligados a recibir todo de quienes no están
obligados a darles nada (Oeuvres com pletes, pp. 1 5 1 -1 5 3 ).
(3) ... la mayor parte de nuestros males son obra nuestra y los habría-
TmrsTíW £tóo“casfíodos7coHservaIldcFlalñaiTeralle7vivir s lñ ^ e p lm fo f1"
me y so litaria que nos fue prescrita por la N atu raleza. Si ella nos
destinó a ser sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de re
flexión es un estado contra la Naturaleza y que el hombre que medita
es un animal depravado. Cuando se piensa en la buena constitución de
los salvajes [...], uno se siente inclinado a creer que se haría fácilmente
la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades
civiles (p. 138).
28. Hobbes, tras decir que el único modo para que los individuos garanticen su
seguridad es que confieran sus derechos naturales al Estado com o poder común,
concluye que así se constituye «una verdadera unidad de todos en una y la misma
persona, unidad a la que se llega mediante un acuerdo de cada hombre con cada
hombre, com o si cada uno estuviera diciendo al otro: Autorizo y concedo-el derecho -
de gobernarm e a m í mismo, dando esa autoridad a este hom bre o a esta asam blea de
hombres, con la condición de que tú también le concedas tu propio derecho de igual
m anera » (Leviathan , X V II, p. 1 4 4 ; la cursiva del «como si» es mía).
La posición de Spinoza es en buena medida similar a la de Hobbes, pues ve al
Estado bien como una suma de los derechos o poderes naturales restados a los indivi
duos que «se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas» (Tractatus politicus,
II, §§ 13 y 1 6 ; y III, § 2), bien como el resultado de una transferencia de los derechos
naturales que se realiza a quien tiene el poder supremo «por fuerza o espontáneamen
te», esto es, mediante un pacto incondicionado que todos los individuos han tenido
que hacer «tácita o expresamente» (Tractatus theologico-politicus, X V I, pp. 3 3 7 -3 3 8 ).
E n Kant, en fin, mientras el Derecho natural «sólo se basa en principios a priori »,
creía un hecho histórico ('Two Treatises, II,viii, esp. §§ 100-104) y
Pufendorf supuso que los pactos, siquiera tácitos, habían tenido un
importante papel tanto en la constitución de las primeras organiza
ciones políticas como en la instauración del derecho a la propiedad
privada29. Para Rousseau, en fin, el contrato social destinado a legiti
mar su república democrática debería ser un hecho, si bien un hecho
continuado y renovado en el tiempo, pero en el futuro. Hecho histó
rico o no, sin embargo, para todo el iusnaturalismo racionalista el
contrato es el expediente justificador básico de la asociación política.
Conforme a la idea de contrato, el consentimiento de losTsdóviduos
se destaca como el primer criterio fundamental de legitimación'~del^
poder entre los hombres, por más que no siempre agote todas las'
condiciones de legitimación, pues, en algunos de los iusnaturalistas al
menos, no vale cualquier consentimiento sino el otorgado, efectiva o
hipotéticamente, para garantizar los derechos que se han de proteger
mediante la organización política.
En realidad, la relación entre el criterio del consentimiento y el
carácter histórico del contrato pone en apuros a una posición como
la de Locke, puesto que la fuerza del argumento contractual no puede
proceder del acuerdo de unos hombres en el pasado al que las gene
raciones sucesivas quedan vinculadas sin su consentimiento. Rous
seau fue bien consciente de este aspecto y en D u con trat so cia l defen
dió la expresión renovada de la voluntad general y, por así decirlo, la
el Derecho positivo aparece como consecuencia del «contrato originario» — que hay
que considerar puramente hipotético— por el que el pueblo se convierte en Estado
(Metaphysik der Sitien, pp. 48 y 146).
29. Pufendorf, tras decir que el conjunto de la raza humana no se ha encontrado
al mismo tiempo en estado de naturaleza porque en un principio existió la autoridad
patriarcal, precisa que tal estado «apareció entre algunos hombres» más tarde, tras su
dispersión por la tierra, llegando así a descubrir «el inconveniente de la vida aislada» y,
después, a evitarla formando «ciudades, pequeñas prim ero y después mayores, por la
unión de varias de las más pequeñas voluntariamente o por la fuerza» (De officio
honiinis, II, i, 7 ); igualmente sostiene que, si bien la propiedad de las cosas fue
prim ero com ún, más tarde se dividió «para evitar disputas y establecer un buen
orden»; y fue entonces cuando «se hizo también el acuerdo [conventio] de que lo que
había quedado en común por esa primera división de las cosas pudiera en adelante ser
del primero que lo demandara para él. De esta manera, la propiedad de las cosas
[proprietas rerum] o dominio [dominium] se introdujo por la voluntad de Dios, con
el consentimiento [consensus] entre ios hombres desde el principio y con al menos un
pacto [pactum ] tácito» (ibid., I, xii, 2).
También para Selden el contrato social había que encontrarlo en los precedentes
jurídicos de la comunidad, introduciendo así una cuña historicista en el” m odelo
iusnaturalista que luego aprovecharía Edmund Burke, ya en sentido decididamente no
racionalista (sobre Selden, véase Tuck, pp. 82 ss.).
constante reactualización del contrato mediante la reunión periódi
ca e irrevocable de asambleas populares. Que la fuerza principal del
mecanismo contractual como fundamento del poder político está en
el consentimiento no tanto como hecho empírico cuanto como supo
sición o hipótesis es lo que llevó Kant a un enfoque del todo ajeno al
requerimiento de voluntad efectiva alguna, hasta el punto de contentar
se con que el gobernante actuara co m o si contara con el consenti-
~rnréirnjTarÍorsM^l'pTieb'lo”otorgado en un contrato originario. Y ob~
sérvese que la expresión «consentimiento ra cio n a l» presupone en
realidad la superfluidad del consentimiento, sea expreso o tácito,
porque lo que ahí importa no es el h ech o de que tal consentimiento se
otorgue, sino la hipótesis de que tal consentimiento se d eb e otorgar
por cualquier ser racional, de manera que si hubiera alguien que por
ventura no quisiera realmente otorgarlo, su negativa no sería racional
•y resultaría al fin y al cabo irrelevante.
Las anteriores argumentaciones reclaman la diferencia entre con
sentimiento efectivo o propiamente dicho y consentimiento hipotéti
co. El primero, sea expreso o tácito, valdría con independencia de las
razones que lo sustenten y, por tanto — y ésta es, naturalmente, la
crítica que habitualmente se hace a la posición que no pone límites al
valor del consentimiento— , puede darse por capricho e, incluso, con
tra la moral, según ocurre, por ejemplo, con el pacto de matar a otro.
Por su parte, el consentimiento hipotético o presunto en realidad no
es primaria ni propiamente consentimiento, puesto que sólo se supo
ne — e, incluso, se impone— cuando existen razones que lo justifican,
por lo que aparece como resultado postulado pero en realidad ficticio
e innecesario. T al es el caso cuando alguien consiente en lugar de otro
porque no se puede saber lo que éste habría aceptado, de modo que
lo que a fin de cuentas se presume e impone es el criterio del tercero,
como ocurre ante una alternativa médicamente difícil en favor de un
pariente inconsciente, por ejemplo.
Para dejar clara la distinción entre esas distintas formas de con
sentimiento cabe añadir que en el consentimiento expreso se atri
buye valor de aceptación a una acción — la expresión de un signo, sea
oral, escrito o meramente gestual, como levantar el dedo en una
subasta— y en el tácito tal valor se atribuye a una omisión — el no
decir nada en una reunión en la que uno puede expresar su opinión
libremente, aplicándose, pues, el criterio de que quien calla, otorga— ,
de modo que en ambos casos se identifica el consentimiento con algo
efectivamente ocurrido. En el consentimiento hipotético, en cambio,
no hay acción ni omisión del sujeto a quien se atribuye la aceptación,
que en realidad es indiferente que se haya o no dado de hecho — y en
el límite, si la presunción es absoluta, hasta que se haya denegado— ,
sino que todo lo pone la presunción, suposición o ficción de que tal
aceptación se ha dado o se debería dar si concurren tales o cuales
condiciones, como la aceptación familiar en el ejemplo del enfermo
inconsciente o la existencia de un gobierno no elegido popularmente
pero respetuoso con los demás derechos de los individuos, según
creyó Kant que bastaba para considerarlo justo-10.
Por lo demás, la distinción entre consentimiento efectivo e hipo
tético propone-una diferencia importante entre dos versiones diferen
tes de la justificación contractualista que hasta hoy mismo vienen
reproduciendo el viejo tema del voluntarismo frente al intelectualis-
mo, esto es, de la primacía de la autoridad o de la razón en la validez
de las leyes: por una parte, la de quienes consideran que el contrato
vale y es racional por ser querido por sus firmantes — stat pro ration e
volu n tas (vale la voluntad por la razón)— , lo que sólo parece de
fendible bajo el supuesto de que la racionalidad consiste en el acuer
do en la prosecución de los propios intereses, tal y como cada cual
los defina; y, por otra parte, la de quienes consideran que el contrato
vale por ser racional sin más, de modo que es por su racionalidad por
lo que es y, sobre todo, debe ser aceptado por los obligados por él,
con independencia de que de hecho consientan o no.
precisando enseguida que pretender una cosa sin la otra, esto es, asociarse sin formar
un cuerpo p olítico y dotarse de una autoridad, sería contradictorio-e-. inútil ..(De
legibus, III, ii.4 , así como i.3 -4 y ii.3; la tesis que comento, en Pérez Luño, p. 106).
32. K ant habla de un solo «contrato originario», que es el que constituye el
Estado, pero también presupone un estado de naturaleza carente de juez para dirimir
las disputas y del que se debe salir para entrar en el estado civil; en ese m arco, en su
argumentación cabe distinguir implícitamente los dos pactos por su diferenciación
entre el estado civil o status civilis, como «estado de los individuos en un pueblo en
mutua relación», y el Estado o civitas o res publica, como pueblo organizado jurídica
y políticam ente: mientras que el primero lo componen todos los individuos, en el
segundo participan sólo los ciudadanos (M etaphysik der Sitten, pp. 1 3 9 -1 4 5 , donde
también form ula la distinción entre ciudadanos e individuos o «componentes del Esta
do» mediante la distinción entre ciudadanos activos y pasivos).
excepcional de Rousseau— para someterse democráticamente a sí
mismo como comunidad política. Esta versión del pacto único es más
coherente con posiciones no estrictamente liberales, sean autoritarias
(como en Hobbes, para quien el contrato es entre los individuos en
fav or de un tercero, el soberano) o democráticas (como en Rousseau
o, en parte, en Spinoza). Pero sobre todas estas distinciones se habla
un poco más ordenadamente a continuación.
Cada uno de los ciudadanos que pacta entre sí dice: «Por consiguiente,
transfiero mi derecho a aquella persona para que tú transfieras el tuyo a la
misma» (De cive, VI, 20).
Obsérvese bien que en este diseño de Rousseau, como vio bien Cassi-
rer, «no es el individuo, sino la totalidad, la v o lo n té général, la que tie
ne determinados derechos fundamentales, que no pueden cancelarse ni
ser transmitidos a otros» (pp. 293-294).
Puede parecer que entre las tres posiciones anteriores hay más ele
mentos en común de los que se han destacado, especialmente porque
los autores más representativos de cada una de ellas, como por lo de
más muestran los textos citados, aceptan la compatibilidad de su pro
puesta doctrinal con una u otra forma de democracia, sea directa sea a
través de una asamblea legislativa. Sin embargo, para reforzar la ante
rior descripción destacando todavía más los rasgos más puros o extre
mos de cada doctrina, conviene añadir que la primera, la liberal, se
diferencia claramente de las otras dos porque no aceptaría que el po
der legislativo, lo ejerza quien lo ejerza — un monarca, un consejo, una
asamblea legislativa o directamente el conjunto del pueblo— , pudiera
limitar legítimamente los derechos a la vida, la libertad y la propiedad
de los ciudadanos. Por su parte, aunque tanto la posición autoritaria
como la democrática son ajenas a la necesidad de admitir tales límites,
se diferencian claramente entré ellas porque mientras en la primera la
transferencia de los derechos individuales al soberano es completa y
definitiva, sin posibilidad de recuperación, en la segunda, en cambio,
se supone que los individuos mantienen sus derechos sin más renun
cias que las que, siempre sometibles a revisión, puedan ser aprobadas
colectivamente mediante el ejercicio de la voluntad general.
Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba que una ley contradi
ce a la sana razón, y estima, por tanto, que hay que abrogarla. Si, al
mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema potestad (la
única a la que incum be dictar y abrogar las leyes) y no hace, entre
.tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito
ante el Estado, com o el m ejor de los ciudadanos. M as, si, por el con
trario, obra así para acusar de iniquidad al magistrado y volverle odio
so a la gente; o si, con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en
contra de la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y un
rebelde (T ractatus tb eo lo g ico -p oliticu s, X X , pp. 4 1 1 -4 1 2 ).
En otro tiempo éstos firmaban sus cartas, como Kant y Hume, designán
dose «siervos humildísimos», mientras minaban las bases del trono y del
altar. Hoy se tutean con los jefes de Estado y están sometidos, en cual
quiera de sus impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados (p. 177).
4 . CONTRACTUALISMO E INDIVIDUALISMO
Para sintetizar en dos ideas clave los principios básicos y típicos del
iusnaturalismo moderno debemos hablar de dos rasgos o caracteres
comunes a todos los iusnaturalistas racionalistas — siempre con la
excepción parcial de Rousseau— , ambos estrechamente relacionados
entre sí: el contractualismo y el individualismo. Tras comentar cada
uno de ellos, concluiré con un breve balance general del modelo ius
naturalista racionalista.
Prisionero A
C o o p erar N o co o p erar
(callar) (confesar)
Cooperar 2 .°
(callar) 2 .° 4 .0 ^ ^
Prisionero B
4 .° " " ^ 3°
N o coop erar 1 .° " - ^ 3 .° " -
(confesar)
1 .° = 0 años; 2 .° = 1 año
3 .° = 5 años; 4 .° = 2 0 años
Ahora contemos la historia del dilema, que, como se verá, más bien
deberíá llamarse «de los prisioneros»: dos sospechosos de un delito
— de robo a mano armada, supongamos— son detenidos por la poli
cía y encerrados sin comunicación entre ellos; se les pone ante las
tres siguientes posibilidades: a) si uno confiesa a cambio de su liber
tad (resultado 1.° o mejor) mientras .el otro calla, el que calle será
condenado a 2 0 años (resultado 4 ° o peor); b) si ninguno de los dos
confiesa, uno y otro serán condenados a 1 año por tenencia ilícita de
armas (resu ltado 2.°); y c) si ambos confiesan, cada uno será con
denado a 5 años por robo a mano armada pero con la atenuante de
colaborar con la justicia (resultado 3.°). El dilema presupone que no
existe ninguna razón o regla externa al juego que les incite a coope
rar entre sí — esto es, a callar— , como puede ser el código del ham
pa (en realidad, si se introdujera un factor .como ése el juego pasaría
a ser otro, con reglas y pagos que definirían una situación diferente),
por lo que cada uno debe optar por cooperar o no cooperar con el
otro teniendo en cuenta só lo los resultados citados y la previsión de
la decisión del otro, naturalmente buscando el propio interés. En tal
sentido, el dilema propone un tipo de racionalidad que se denomina
prudencial, o autointeresada, en contraste con la racionalidad moral,
basada en un criterio imparcial con miras al interés común o general.
¿Cuál es la estrategia más racional, en dichos términos pruden
ciales, para cualquiera de los prisioneros? Si para cada uno de ellos
la alternativa es o bien callar —y si el otro calla tiene un año de
cárcel pero si el otro confiesa recibe veinte años— , o bien confesar
— y si el otro también confiera obtiene cinco años pero si el otro
calla sale libre— , parece claro que la opción más racional desde el
punto de vista de cada uno es confesar, esto es, la solución de no
cooperar entre sí. La razón es que el resultado peor de no cooperar
es preferible al resultado peor de la estrategia cooperativa (5 años vs.
2 0 años), mientras que el resultado m ejor de no cooperar es preferi
ble al m ejor resultado de cooperar (libertad vs. 1 año), es decir, que
no cooperar permite seguir tanto la estrategia de mínimo riesgo,
que es evitar el peor resultado posible (que uno coopere si el otro no
coopera, corriendo con todo el coste), cuanto la estrategia de máxi
mo beneficio, que es conseguir el m ejor resultado (la libertad si el
otro coopera). Por eso el punto de equilibrio previsible — esto es, lo
que es más probable que ocurra tras la decisión racional de cada
uno— está en la esquina inferior derecha del cuadro. En cambio, el
punto de equilibrio deseable, el más racional para ambos conjunta
mente, sería la esquina superior izquierda.
El dilema, naturalmente, reside en que si, como es previsible, los
dos agentes actúan racionalmente desde su punto de vista individual,
es decir, no cooperativamente, el resultado que se obtiene es peor
(5 años de cárcel), el tercero peor para uno y otro, que si a m b o s
actuaran irracionalmente desde dicho punto de vista (1 año), que es
el segundo mejor para uno y otro. Pero, insisto, el dilema está en que
intentar alcanzar este resultado sería irracional para cada uno, que
asumiría el riesgo de obtener el peor de todos, los 2 0 años, sin tener
la posibilidad de aprovecharse de la posible irracionalidad del otro y
obtener así el m ejor resultado, la libertad. De tal modo, lo que ilus
tra este dilema es que la solución óptima o racional ara ca d a jn d iv i-,
dú o p o r s í s o lo es la de no cooperar, cuando la solución cooperativa
sería la colectiv am en te óp tim a o racion al, y «colectivamente óptima»
en el sentido de m ejor para todos y cada uno de los individuos con
juntamente considerados y no para la colectividad como algo diferen
ciado de los individuos, si tal cosa existiera.
El dilema del prisionero tiene aplicación en la práctica — y de
ahí su interés — en las situaciones, realmente muy comunes, defini
das por la circunstancia de que la actuación racional de distintos
individuos desde su propio punto de vista conduce a soluciones que
son irracionales desde el punto de vista del propio conjunto de los
individuos afectados. Hay numerosas situaciones de interacción estra
tégica con varios o muchos individuos de las que este dilema puede
dar cuenta. Y el ejemplo más sencillo lo suministra el estado de natu
raleza hobbesiano, donde si imaginamos dos personas (o dos Estados)
en situación de hostilidad permanente que pretendan llegar a un des
arme mutuo, resulta que, justo en el momento para el que han acor-,
dado tirar lejos de sí sus garrotes (o destruir sus arsenales), cada cual
debe considerar que es preferible seguir armado, porque si el otro no
cumple el acuerdo y él se desarma lo puede perder todo, mientras
que si lo cumple permanecer armado le permitirá ganarlo todo. Hob
bes fue plenamente consciente del problema (aunque no de la insufi
ciencia de su propuesta de solución):
39. Este tipo de sanciones pueden explicar las colusiones entre empresas para
limitar la competencia, incluso a pesar de las sanciones legales previstas contra ellas, es
verdad que usualmente poco feficaces. El problema, sin embargo, es que el propio
mecanismo de aplicación de dichas sanciones informales es una acción cooperativa que
se halla asimismo en situación de dilema del prisionero, lo que permite explicar por qué,
en ocasiones al menos, la Ubre competencia termina por imponerse..., al menos hasta
que llega un nuevo acuerdo de colusión que a su vez tiende a romperse, etc.
naturaleza como en la sociedad civil, hasta la propia referencia a la
voluntad o consentimiento de las partes, crucial en la categoría del
contrato, pasando, en fin, por la confianza en la razón individual
como criterio decisorio en materia religiosa, m oral y política. En
realidad, en cuanto fenómeno cultural, el individualismo moderno
tiene sus raíces en la Italia de los siglos xrv, x v y X V I, de acuerdo
con la tesis central del clásico libro de Burckhardt L a cultura d el
R en a cim ien to en Ita lia . Con todo, la Reform a protestante aportó
nuevos ingredientes a esa actitud renacentista hasta terminar conflu
yendo en el iusnaturalismo racionalista y en el más amplio movi
m iento cultural de la Ilustración.
Muchos autores han repetido que el individualismo del raciona
lismo, tanto iusnaturalista como ilustrado, refleja la ideología del
liberalismo y del capitalismo emergente en la época moderna al me
nos en dos sentidos: por una parte, en cuanto dicho individualismo
fundamenta el pensamiento político liberal, basado en la primacía de
los derechos de libertad y de igualdad ante la ley; y, por otra parte, en
cuanto concibe las organizaciones colectivas como artificios destina
dos a salvaguardar y potenciar, conforme al liberalismo económico,
los intereses de individuos a la busca de su propio provecho40. Ambos
sentidos, aunque están conceptualmente relacionados entre sí, no son
del todo idénticos, pues responden a presupuestos y acentos diferen
tes. Para observarlo conviene comenzar por ver el significado más
amplio de la compleja noción de individualismo, que nos permitirá
introducir después una diferenciación entre el liberalismo político y
el económico y, en fin, concluir comentando algunas importantes
limitaciones del liberalismo iusnaturalista.
4 1 . Que yo sepa, la idea del poder como artificio aparece explícitamente no sólo
en Hobbes (Leviatban, X V I-X V II y X X I, pp. 134, 144 y 175), sino también en Rous
seau (Du contrat social, I, vii, p. 364).
4 2 . M acpherson considera que el individualismo iusnaturalista «es necesaria
mente un colectivismo (en el sentido de afirmar la supremacía de la sociedad civil
Tal oposición suele representarse bajo el binomio mecanicismo
vs. organicismo porque este último, manifiesto en la concepción
tradicional, de inspiración platónica y aristotélica, tendía a conce
bir al todo social como un organismo cuyas partes ejercen distintas
funciones para la realización de un bien común que no tiene por qué
identificarse necesariamente con el de los miembros de la sociedad,
mientras qn¡:. i:r, cambio, para la aproximación mecanicista el bien
común no es un bien superior y distinto de ía suma de los bienes
individuales e, idealmente al menos, no puede conseguirse a costa
de atropellar los derechos naturales de los individuos43.
Ahora bien, la anterior concepción mecanicista, e incluso
atomista, presupuesta por los iusnaturalistas racionalistas puede
manifestarse en dos direcciones que, si bien convergentes en al
gunos aspectos y en ciertos autores, apuntan a visiones en parte
diferentes del ser humano. Digo diferentes sólo en p arte porque,
como insistí al hablar de su visión del estado de naturaleza como de
ficiente, todos los autores iusnaturalistas mantienen una concepción
inicialmente negativa de la condición humana, según la cual, aun
con distintos matices, él hombre es naturalmente mermado para lo
social, egoísta y competitivo, cuando no incluso agresivo. En reali
dad, esta concepción es la base de la justificación iusnaturalista del
Estado, esto es, del poder coactivo, como instrumento necesario
para la garantía de los derechos e intereses individuales, que sin la
coacción estatal se verían amenazados o aniquilados precisamente
por las tendencias asociales del ser humano. Sin embargo, esa vi
sión atomista y agonística del ser humano no agota necesariamente
las concepciones de los distintos iusnaturalistas, cabiendo ulterior
mente al menos dos posiciones diferentes: aquella visión negativa
podía ser contrapesada mediante la defensa de la posibilidad de un
modelo ideal de ser humano que, como ocurre en Locke, y sobre
todo en Kant, destaca su libertad como esencia de la dignidad hu
mana, o, por el contrario, y ésta fue la posición de Hobbes, podía
ser remachada con una imagen de nuevo pesimista y desencantada
no es salvar el alma del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al pueblo
(ut alii terreantur)» (p. 151).
44. Dicho sea como curiosidad, si no estoy equivocado, Hobbes utiliza sólo una
vez la famosa y clásica expresión hom o hom ini lupus (que procede de la Asinaria del
dramaturgo romano del siglo II Plauto), y es en los primeros párrafos de la Epístola
dedicatoria del De cive , dirigida al conde de Devonshire, donde, curiosamente, la
aplica a las relaciones no entre los individuos sino entre los Estados.
Reducida a su esencia, la reivindicación de la voluntad indivi
dual, con su apelación al valor del consentimiento individual, está
detrás de dos ideales fundamentales que se proclamarán como dere
chos tras la Revolución Francesa: de un lado, la libertad individual,
por la cual, en la formulación canónica de Kant, la ley debe garan
tizar a cada individuo la posibilidad de hacer todo aquello que no
interfiera en la libertad de los demás; y, de otro lado, la igualdad
jurídica o ante la ley, que en principio excluye sobre todo las separa
ciones jurídicas basadas en los privilegios estamentales, que afectaban
sobre todo a los cargos políticos y a las cargas fiscales. A pesar de sus
quiebras e incumplimientos, que muestran el buen trecho que ya
desde el ideal proclamado hasta, una vez leída la letra pequeña, la
realidad efectiva, ambos derechos son el núcleo más permanente y
valioso del liberalismo político.
48. «La gente de la misma profesión raramente se reúne, incluso para disfrutar y
divertirse, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en
alguna maquinación para subir ios precios» (Wealth o f N ations, I.x .2 , p. 1 4 4 ; véase
también IV.ii, pp. 4 8 3 -4 8 4 ).
do, fuera liberal o autoritario. Y moderado, al menos por dos razo
nes: de un lado, como vimos al hablar del derecho de resistencia,
incluso entre los iusnaturalistas modernos importantes que defendie
ron los derechos de libertad, sólo alguno llegó a mantener posiciones
prácticamente críticas con el absolutismo político vigente en su tiem
po; y, de otro lado, porque en su concepción de los derechos natura
les el liberalismo iusnaturalista, como hace poco avancé y voy a desa
rrollar ahora, fue insuficientemente universalista y, como el vizconde
de la novela de ítalo Calvíno, quedó partido por la mitad.
En sus formulaciones más inmediatas y despreocupadas, el iusna-
turalismo vino a expresar una concepción universalista que atribuye
estos o aquellos derechos naturales a to d o s los seres hu m an os. Ante
todo, debe reconocerse que este universalismo más o menos clara
mente proclamado en los principios defendió una forma de indivi
dualismo igualitario, aunque abstracto, en la mayoría de los iusnatu
ralistas, en este caso con la clara excepción de Rousseau. Para aclarar
este punto cabe acudir a la clara distinción elaborada por von Wiese
(cap. IX , esp. p. 44) entre dos formas diferentes y hasta contrapuestas
de individualismo: en primer lugar, el que precisamente dio por su
puesto el racionalismo moderno, conforme al cual la razón indivi
dual, llamada a decidir en asuntos religiosos, morales y políticos, se
considera igual en todos los hombres, esto es, como razón común o
indistinta que da lugar a una igu aldad d e lo genérico-, en segundo
lugar, una form a de individualismo singularista que, aun con antece
dentes en la teología protestante y en Rousseau, se desarrolla sobre
todo desde finales del siglo XVIII por el movimiento romántico en
oposición al racionalismo abstracto del iusnaturalismo y la Ilustra
ción y conforme al cual cada individuo es un sujeto diferenciado por
sus sentimientos llamado a desarrollar su individualidad de forma
propia (esta concepción, una vez que el historicismo sustituyera a los
hombres individuales por los pueblos como sujetos relevantes de la
historia, terminaría por situarse en las antípodas del universalismo,
el individualismo y el liberalismo).
Ahora bien, la proclamación en los principios de aquel genérico
individualismo universalista no tuvo en los iusnaturalistas racionalis
tas una exacta correspondencia en sus desarrollos más concretos,
donde aparece una importante quiebra en aquel universalismo. En
efecto, los iusnaturalistas más relevantes no llevaron hasta sus más
elementales consecuencias la noción de ser humano de la que partie
ron. Aunque casi no se diga expresamente, en el núcleo duro de esa
tradición hay al menos dos exclusiones de la ciudadanía bien cla
ras, por más que culturalmente situables en la mentalidad de la épo
ca: de un lado, la exclusión como titulares de derechos políticos de
las personas no autónomas económicamente — es decir, además de las
mujeres y los niños, de los no propietarios— , una exclusión que Kant
hizo explícita mediante la distinción entre «ciudadano activo y pasi
vo», ante la que reconoce que «el concepto de este último parece
estar en contradicción con la definición del concepto de ciudadano
en genera!», pero para terminar concluyendo que la
4 9 . Com o ejemplos de ciudadanos pasivos, en ese mismo pasaje, Kant cita los
siguientes: «el m ozo que trabaja al servicio de un com erciante o un artesano; el
sirviente (no el que está al servicio del Estado); el menor de edad (naturaliter vel
civiliter ); todas las m ujeres y, en general, cualquiera que no puede conservar su
existencia (su sustento y protección) por su propia actividad, sino que se ve forzado a
ponerse a las órdenes de otros (salvo a las del Estado), carece de personalidad civil y su
existencia es, por así decirlo, sólo de inherencia».
5 0 . Véase W ollstonecraft, A Vindication o f t h e Rights o fW o m a n , y la excelente
recopilación de Alicia Puleo de textos de todos los autores y autoras citadas en el
texto y algunos más, com o M ontesquieu, Anne de Lam bert, M adam e d’Epinay,
Choderlos de Lacios, etc., en Condorcet y otroSj La Ilustración olvidada.
En los años de la Revolución Francesa — y no mucho tiempo
después de que Rousseau hubiera defendido en su E m ilio el modelo
patriarcal tradicional según el cual «la mujer está hecha para agradar
y ser subyugada» (V, Ixxiv, p. 6 9 3)51— , Condorcet (174 3 -1 7 9 4 ), uno
de los más significados defensores ilustrados de la idea del progreso
indefinido de la humanidad como consecuencia del desarrollo de la
--r-aaén^d^fead-i-ézeQnrafgUEne-níQs^pe-rfeet-a-m&B-te^aGt-u-a-lgSrla-i-gualdad
de derechos entre los sexos y una instrucción pública igual y común
para ambos como condición y efecto de aquel progreso (véase L a
ilustración o lv id a d a , pp. 9 4 -1 0 6 , así como E squisse, p. 2 4 0 ). Por su
parte, Olimpia de Gouges (1848P -1793) — al igual que Condorcet,
girondina y víctima del terror de Robespierre— redactó una. D ecla ra
ción d e los d erech o s d e la m u jer y de la ciu d ad an a que reescribe la
D eclaracióit d e d erech os d el h o m b re y d e l ciu d ad an o de 1789, entre
la sustitución y la complementación de unos u otros derechos, bajo la
crítica a la «tiranía perpetua» de los hombres hacia las mujeres52. Por
último, M ary W ollstonecraft (1759-1797) — madre de M ary Shelley,
tras cuyo parto murió, y, por tanto, «abuela» de Frankestein— englo-
b ) El imperativo categórico
1.2. L a d o c t r in a d e l D e r e c h o k a n tia n a
2 . D el D er ec h o in t e r n a c io n a l m o d e r n o
AL COSMOPOLITISMO KANTIANO
5 7. El concepto y no la expresión como tal, que fue mucho más tardíamente acu
ñada com o International Law p o r Bentham (Introduction , X V II, xxv, nota). Antes se
habían empleado expresiones como iits gentium o Derecho de las naciones, que toda
vía nos suenan familiares. En cambio, no ha quedado rastro de la expresión tus feciale,
con la que los romanos habían denominado sus reglas sobre las negociaciones y tra
tados de paz, pues aunque uno de los primeros estudiosos del Derecho internacional
moderno, el jurista inglés del siglo X V II Richard Zouche, la incluyó en el título de su
obra sobre el tema (véase infra, p. 25S ), se ve que entonces a Ir. influencia anglosajona
no le había llegado todavía su hora.
tural la esencia de todo Derecho. Tras este momento inicial, y frente
a tal configuración, la época del iusnaturalismo racionalista tenderá
a mostrar en mayor medida la tensión entre el Derecho natural y el
positivo, donde aquél aparece como deber ser ideal no necesariamen
te aplicado y aplicable como Derecho positivo. Surgen así otras tres
posiciones diferentes que reflejan las tres posibles formas de resolver
la tensión planteada entre Derecho natural y positivo: la moralista-Ja
positivista y la ecléctica. Veamos más despacio las cuatro posiciones
mencionadas para concluir haciendo un balance que nos traerá hasta
el Derecho internacional actual58.
Vitoria es, según una opinión común entre los historiadores, quien
primero teoriza el ius gentium como una categoría diferente al con
cepto romano y tomista, hasta relacionarla ya muy estrechamente
con lo que hoy se denomina Derecho internacional público. Su pun
to de partida es que los distintos pueblos están unidos entre sí en
una cierta comunidad universal, que llama com m unitas orbis (literal
mente, «comunidad del orbe»), a modo de comunidad o familia de
Estados, entre los que se podría establecer un soberano común por
elección del conjunto de sus distintos .gobernantes59. El vínculo de tal
es decir, que el teólogo español sustituye el «entre todos los hom bres»
de Gayo por un «entre todos los p u eblos». Esta modificación, unida a
la citada idea de la com m unitas orbis, ha permitido afirmar que apa
rece así un nuevo concepto, el ius inter gentes, relativo a la regulación
de las relaciones entre los distintos pueblos entre sí60. Con todo, hay
un aspecto en el que el ius gentium de Vitoria es algo diferente, más
amplio, que el Derecho de gentes que teorizarían después los iusna
turalistas racionalistas, pues mientras aquél comprende los derechos
y deberes tanto de los soberanos como de los individuos • — esto es,
por ejemplificarlo, tanto de Carlos V como de Hernán Cortés o Pi-
zarro, así como de los soldados y sacerdotes que les acompañaban— ,
el Derecho de gentes moderno tendrá ya sólo a los Estados como
sujetos exclusivos (punto, por cierto, que se encuentra en revisión
en el Derecho internacional contemporáneo, en esto, salvando las
distancias, más en la línea de Vitoria) (véase Rodríguez Paniagua,
H istoria, pp. 106-109; y Pérez Luño, p. 78).
Otro aspecto que apunta la modernidad deVitoria, al menos
como pensador de transición entre el pensamiento escolástico y el
racionalista, es la importancia que en su obra recibieron los derechos
en sentido subjetivo, como, en particular, el ius com m unication is,
el ius com m ercii, el ius occu pationis o el ius razgnzwdz',- que-han sido
considerados como antecedentes de los derechos individuales a la
igualdad, la propiedad o la libertad de los iusnaturalistas modernos.
60. Véase Truyol, Filosofía, pp. 83-S4, y Derecho internacional, p. 5 9 ; así como
la nota de García Arias en Nussbaum, p. 62, donde se destaca que la sustitución de hó-
mines por gentes fue consciente en Vitoria porque en sus Comentarios a la «Secunda-
Secundae» de Santo Tomás dice que el ius gentium surge, como Derecho positivo, «ex
com m uni consensu omnium gentium et nationum», esto es, delconsenso común de
todos los pueblos y naciones (q. 5 7 , art. 3.°, n. 3).
De todos modos, han de hacerse aquí dos precisiones: de un lado, en
consonancia con lo que se acaba de decir sobre la extensión del con
cepto de g en tes, la atribución de tales derechos es ambigua en V ito
ria, pues parece referirse indistintamente a los pueblos y a los indivi
duos que viajaban a tierras lejanas; y, de otro lado, y sobre todo, que,
en cuanto derechos atribuibles a los pueblos como Estados, no pare
cen ser iguales para todos ellos, sino que, a pesar de los presupuestos
declarados sobre la igualdad del género humano, venían a tener un
alcance eminentemente unidireccional, como derechos de los pue
blos cristianos, y en realidad del imperio español, en su cristianiza
ción del Nuevo Mundo (véase Ferrajoli, «Soberanía», pp. 12 8 -1 3 0 )61.
Obsérvese, por lo demás, que Vitoria permanece dentro de la
tradición escolástica en su fundamentación teológica del ius gentium
como Derecho natural o como derivado de él, considerándolo tan
obligatorio para los gobernantes como lo es el Derecho positivo para
los súbditos, pues ambos cometen pecado ante Dios por su incumpli
miento aunque sólo los últimos deban responder ante la ley huma
na62. Lo decisivo aquí es que, en aquella tradición, Derecho natural y
positivo no están en relación de diferenciación y de posible contraste,
sino de desarrollo, en correspondencia con el concepto esencialmen
te moral de todo Derecho (recuérdese lo comentado sobre el iusnatu
ralismo ontológico supra, pp. 142 y 190 ss.). Esto aparece bien claro
en el texto en el que Vitoria, siguiendo la tesis de Tomás de Aquino
de que las leyes también obligan a los propios legisladores y reyes,
añade:
64. Al parecer, Grocio recogió ral distinción del jurista español Fernando Váz
quez de M enchaca, que había resuelto la ambigüedad de Tom ás de Aquino sobre el ius
gentium distinguiendo entre un Derecho de gentes primario, que sería de Derecho
natural e inmutable, y otro secundario, que sería positivo y sujeto a alteraciones: «El
Derecho natural es inmutable, porque se deriva de la divina providencia. Una parte de
este D erecho constituye el Derecho de gentes primario, muy distinto del D erecho de
gentes secundario o positivo, susceptible de posteriores alteraciones» (Gontroversiae
illustres, c. 89, n. 12 ss.; cit. por Grocio, que aceptó la doctrina, en D e mare liberum 3
p. 1 2 7 ; véase también Truyol, D erecho internacional^ pp. 67-68).
bién que Grocio propone mantener diferenciadas las reglas de uno
y otro, lo que, utilizando una terminología más clara, permitiría dis
tinguir el Derecho natural y el 'de gentes, pero no por ello se le ha de
considerar un positivista que caracterizara al Derecho internacional
únicamente en términos de las prácticas efectivas seguidas por los
Estados65.
En realidad, Grocio no cumplió su propia propuesta de distin
ción entre el plano moral y el jurídico y, en general, el D e iure belli,
ac pacis trata de la licitud o justicia de las más variadas instituciones
y reglas relativas a la paz y a la guerra tanto desde el punto de vista
del Derecho natural como del Derecho de gentes, y no siempre dt-
ferenciando claramente entre ellos66. Sin duda no es casual que su
65. Más atinado que Westerman, para quien el ius gentium de Grocio «se basa
directamente en el Derecho natural» (p. 169), Ferrajoli lo considera positivista por
su definición de De iure belli... (I, I, xiv .l): «id quod gentium omnium aut multarum
volúntate vim obligandi accepit» [el que recibió la fuerza de obligar de la voluntad
de todos o de muchos pueblos] («Soberanía», p. 133). Sin embargo, tras esa y otras
claras definiciones del principio de esa obra de Grocio — donde el Derecho natural se
presenta como derivado de principios racionales evidentes y el Derecho positivo como
derivado de la voluntad o el consenso de los pueblos (De iure belli, «Proleg.», §§ 16,
17, 2 3 , 3 0 , 39 y 40), más adelante no siempre el jurista holandés siguió su propósito,
probablemente porque su propia distinción se lo permitía mal: así, en efecto, a pesar
de la diferenciación anterior, luego precisa que el Derecho natural se puede conocer
no sólo a priori, mediante la autoevidencia puramente racional, sino también a poste-
riori , esto es, mediante argumentos de hecho y de autoridad, o, con sus palabras, «sí
se deduce, no con seguridad muy cierta, pero a lo menos bastante probable, que es de
derecho natural lo que en todos los pueblos, o en todos los de mejores costumbre^. se
cree que es tal» (ibid., I, I, x ii.l), que es una prueba similar a la que enseguida aduce
en favor de las reglas del Derecho de gentes: «Y se prueba este derecho de gentes de la
misma manera que el civil no escrito, por el uso continuo y por el testimonio de los sa
bios» (ibid., I, I, xiv.2). Por lo demás, de hecho, el De iure belli ac pacis está plagado de
citas de autoridad, por lo que no es fácil distinguir, si no lo dice expresamente, cuándo
habla de reglas del Derecho natural o del de gentes (de acuerdo con la calificación de
Grocio como un autor ecléctico, véase Truyol, Derecho internacional , p. S7).
66. Para ejemplificar la ambigüedad grociana, un caso en el que está bastante
clara la distinción del ius gentium respecto del ius naturale Ió‘suministra sú'visióñ dé la
esclavitud, que considera que no es natural sino instituida por los hombres, en buena
parte por el Derecho de gentes, alcanzando no sólo a todos los prisioneros de guerra
(«aquellos que por su mala ventura al surgir repentinamente la guerra, son cogi
dos dentro de los confines de los enemigos»), sino a sus descendientes perpetuamente
(De iure belli\ III, VII, i. 1-2 y ií).
En contraste, dos casos importantes en los que uno y otro tipo de Derecho resul
tan amalgamados son, de un lado, su argumentación sobre el origen de la propiedad
y, de otro, la propia discusión sobre la justicia de algunas guerras, donde dice: «Por el
derecho natural, pues, que también se puede llamar de gentes, es bastante manifiesto
que por él no se reprueban todas las guerras» (De iure belli , II, II; y I, II, iv.l, respec
tivamente).
cátedra en Heidelberg fuera la primera en Europa con el título, que
haría escuela,D e iure natu rae etg en tiu m (Wheaton, pp. 2 9 -3 0 ). Los
criterios grocianos más bien mezclan lo que reputaba pautas consue
tudinarias de los pueblos conocidos con principios estimados raciona
les, de naturaleza moral, una amalgama tal vez especialmente ineluc
table en el Derecho internacional, siempre deficiente de efectividad
en comparación con los Derechos estatales y siempre viviendo en la
tensión entre los principios proclamados y las prácticas impuestas por
los más fuertes.
Ese ius gen tiu m naturale o necessarium , que W olff considera inmuta
ble y obligatorio «en conciencia» para las naciones, procedería de la
«sociedad que la naturaleza instituye entre todas las naciones», que
«se entienden reunidas en una ciudad» para su bienestar común (c o m -
m unis salu tis cau sa) (Ius gentium , §§ 4 -9 ; e In stitu tion es, § 1088).
Tal Estado de Estados, al que denomina civitas m ax im a , es para
W olff el producto de un quasi pactu m que uniría a todas las naciones
del mundo como «iguales entre sí» bajo la forma del «Estado popu
lar» o democrático y les obligaría a cumplir la ley de la naturaleza
conforme a la recta razón y con independencia de su voluntad (Ius
67. Leibniz criticó abiertamente este punto de vista: «algunos doctos varones, in
fluidos por nuestro autor [PufendorfJ, se niegan a admitir ningún derecho de gentes
voluntario, atendiendo a las siguientes razones: los pueblos, según ellos, no pueden
sentar derechos ni establecer jurisprudencia mediante pactos; lógicam ente, en esos
casos no hay, también según ellos, ningún superior que haga eficaz esa obligación. Con
tal argumento dejarán muy bien sentado que, naturalmente, los hom bres no pueden
establecer un superior para sí mismos mediante pactos y acuerdos, a pesar de que
Hobbes admitió lo contrario» («Algunas observaciones sobre las ideas fundamentales
de Samuel Pufendorf...», en Escritos de filosofía jurídica , p. 172).
gentium , §§ 10-16 y 19-21; e Instituíiones, § 1090). Desde una con
cepción tan extremadamente intelectualista como ésta Wolff llega a
postular la ficción de un rector de la civitas m axim a, de cuyas defini
ciones «mediante el uso recto de la razón» se derivaría el Derecho de
gentes voluntario, de carácter positivo, que ya no procedería, como
en Grocio, del mero consenso fáctico de las naciones, sino de su
voluntad racional presunta (Ius gentium . «Praefatio». p. 4, y ^ 21-
2 2 )ás. En la medida en que para Wolff todo Derecho es racional y en
que la. distinción.-entre cuasi pacto — del que procedería el Derecho
de gentes natural— y pacto presunto • — del que procedería el Dere
cho de gentes voluntario— es tan extremadamente sutil que puede
estimarse inexistente, la ficción o hipótesis, de la civitas m axim a lleva
hasta las últimas consecuencias la consideración del Derecho interna
cional como conjunto de criterios morales ideales del iusnaturalismo
racionalista.
Parecería que la doctrina de Wolff cierra el círculo de la evolu
ción de la teoría del Derecho internacional de la modernidad, hasta
el punto de que se diría que su construcción del Derecho internacio
nal como Derecho natural o moral, unida a la derivación racional del
positivo a partir de aquél, nos devuelven apenas sin cambios a una
doctrina como la de Francisco de Vitoria. Sin embargo, al margen
de aquellas similitudes formales, Wolff está ya lejano del iusnatura
lismo escolástico ante todo en su concepción del Derecho natural,
que construye conforme al extremo racionalismo moderno, mucho
más allá de los surcos abiertos por el modelo iusnaturalista medieval
sobre las categorías de la ley divina y la ley natural. Además, los con
textos históricos mismos de ambas épocas están muy separados, pues
del siglo XVI español al xviii alemán hay la marcada distancia que va
desde un mundo pensado todavía como unido por una fe común a
la cristiandad, protagonizado por los teólogos, hasta una Europa ya
irremisiblemente dividida religiosa y políticamente, cuyos protagonis
tas son juristas y filósofos que apelan sobre todo a la razón humana.
En todo caso, la civitas m axim a wolffiana debe verse como un
claro desarrollo de la idea de la com m unitas orbis de Vitoria, pero
también aparece como un notorio antecedente de la noción de «co
munidad internacional», sobre la que los juristas posteriores basarían
68. Para "Wolff, el Derecho de gentes voluntario es Derecho positivo, como pro
ducto de la voluntad sometida a la razón natural, y se distingue de las dos otras formas
de Derecho de gentes positivo, el pacticio y ei consuetudinario, porque en aquél el
pacto es presunto, en el segundo es expreso y en el último es tácito (Ius gentium3
§§ 22-25). Sobre la diferencia conceptual entre consentimiento expreso, tácito y pre
sunto, véase supra, pp. 2 0 8 -2 0 9 .
esa parte o núcleo duro del Derecho internacional al que todavía
se denomina ius cogens69. Asimismo, Wolff es sin duda uno de los
autores a los que Kant no pudo dejar de tener presente, aun para dis
tanciarse en parte de él, en su concepción del Derecho internacional,
a la que me referiré enseguida.
70. Algunos autores citan también dentro de esta corriente positivista al alemán
Wolfgang Textor (1638-1701), si bien Nussbaum juzga que la fundamentados doc
trinal de su posición no está clara y que lo único digno de señalar de él es que fue
tatarabuelo de Goethe (p. 136).
idealista del filósofo alemán siguió más bien el camino ecléctico
abierto por G rocio71. En particular, Vattel no aceptó la hipótesis
wolffiana de la civitas m ax im a y dio relieve más bien al principio de
la igual soberanía internacional de los Estados, a los que consideraba
sometidos a un conjunto de reglas que aplican el Derecho natural
«con una justicia fundada en la recta razón»:
71. Nussbaum, que trata a Vattel con una antipatía cercana a la m ostrada con
W olff, reconoce, si bien como «hecho paradójico», que la obra de aquél ha «logrado
una circulación sólo sobrepasada por la de G rocio», especialm ente en la prim era
mitad del siglo X I X , y no sólo en la Europa continental sino tam bién en el área
anglosajona (pp. 1 7 5 -1 7 9 ). Para lo que sigue, véase también Verdross, p. 5 4 ; y Truyol,
D erecho internacional , pp. 9 3-94.
cho en la actualidad. Recientemente, el intemacionalista Juan-Anto-
nio Carrillo Salcedo ha vuelto a plantear la vieja cuestión del funda
mento del Derecho internacional para señalar que tras el aparente
desinterés por el tema de muchos especialistas todavía hoy siguen
subsistiendo dos tendencias doctrinales al propósito: la que denomi
na voluntarista (o también consensualista o positivista), que considera
como necesario y suficiente el consentimiento de los Estados, y la
objetivista (o iusnaturalista), que estima como esencial la referencia a
. ciertos criterios morales, formados por «la conciencia jurídica co
mún» o «el consenso general de los Estados», no tan lejanos del estoi
co consen sus om n iu m gentium (pp. 14-16 y 22).
Carrillo Salcedo sostiene que tal consenso general sería el origen
de las normas imperativas o de ius cogens ■ — como, dicho a modo de
ejemplo, las que excluyen la agresión o las del Derecho bélico huma
nitario que prohíben los ataques a no combatientes o el maltrato de
combatientes— , normas jurídico-internacionales que tendrían también
un carácter moral en la medida en que no son mero producto de la
voluntad modificable de los Estados, sino formadas espontáneamen
te, «al margen por tanto de la práctica generalmente aceptada o del
acuerdo de los Estados» (pp. 2 7 y 29). Según este autor, ambas con
cepciones tienen su punto de razón, pues si el Derecho internacional
«en parte es el producto de la voluntad de los Estados», también
covntiene principios de carácter ético que lo inspiran y que son obli
gatorios para los Estados al margen de su voluntad, «bien porque el
Derecho se remite a ellos como término o canon de inspiración o
porque forman parte integrante del ordenamiento» (pp. 30-31).
Pero, en realidad, si se considera que la segunda concepción no
niega en realidad que la voluntad de los Estados, y, en concreto, los
tratados, costumbres y principios de hecho reconocidos, sean fuente
particularmente relevante para el Derecho internacional — como nin
gún iusnaturalista niega que las leyes positivas sean particularmente re-
_levantes en el Derecho en general— , sino sólo que sean su fundamento
exclusivo, resulta que lo que a fin de cuentas viene a defender Carrillo
Salcedo, y con él varios de los prestigiosos intemacionalistas que cita,
es en realidad la clásica posición de Grocio y Vattel sobre el Derecho
internacional como un híbrido de principios morales y de pautas efec
tivamente practicadas. Que ahora esa hibridación sea más consciente y
aparezca mejor elaborada que en la obra de Grocio no niega la actuali
dad de un problema planteado ya desde los mismos inicios del D ere
cho internacional moderno: la tensión entre la posición positivista y la
que aquí he llamado ecléctica, pero que hoy bien puede denominarse
iusnaturalista, sobre todo si se tiene en cuenta que la tercera posición
aquí antes comentada, la iusnaturalista pura o moralista, no es de
fendida hoy por nadie como concepción jurídica sobre lo que es el
Derecho internacional, sino que las discusiones de tal naturaleza se
presentan conscientemente como propuestas filosóficas para una dis
cusión crítica sobre lo que debería ser el Derecho internacional. Sobre
este último aspecto, precisamente, gira el punto que sigue.
Sin embargo, precisa también que tal asociación sería a la vez inde
seable e irrealizable, y en tal medida impotente para evitar de hecho
las guerras entre las naciones, s.alvo como resultado momentáneo de
la victoria de un Estado dominante y despótico'que terminaría' por
ser incapaz de imponer su gobierno.
La conclusión de ello es que en el paso desde los ideales del Es
tado mundial y la paz perpetua, para Kant irrealizables como tales,
hasta los principios apropiados para acercarse a tales ideales, que sí
serían realizables,
72. La idea de tal asociación, que Kant proyecta idealmente hacia el futuro, está
más cercana a las actuales Naciones Unidas (aunque no llegan a ser un Estado*) que
a la civitas m axim a de "Wolff, que éste construyó como hipótesis para dar cuenta del
Derecho internacional de su época (supra , p. 2 5 8 , nota 69 y el texto correspondiente)'.
el texto citado supra, p. 193)73. En suma, trasladada a la situación
actual y prescindiendo de su terminología, la idea de Kant era que en
un mundo de Estados liberal-democráticos unidos en una asociación
libre no habría lugar para las guerras. Esta es una tesis que algún au
tor contemporáneo ha considerado corroborada empíricamente por
la historia en la medida en que, se dice, los Estados democráticos
no habrían tenido guerrás^ñtrg_SÍ7“^ q tI'e_har^‘>:^Q- E€cuPe£a£ia—
Norberto Bobbio, John Rawls y Jürgen Habermas74. Sea como sea,
según Kant, aquella confederación por la paz permitiría reconocer el
«derecho cosmopolita» como derecho universal e individual, esto es,
como atribuido a todos los seres humanos y garantizado por todos
y cada uno de ios diferentes Estados, si bien su contenido habría de
quedar limitado al deber de hospitalidad con los extranjeros, que en
los dos textos relevantes Kant formula del siguiente modo:
las controversias que tienen lugar entre cualquier persona de esa so
ciedad con otros que estén fuera de ella, las asume como propias la
comunidad; y el daño que se comete contra un miembro de ese cuer
po, compromete en su reparación a todo el conjunto (Two Treatises,
II, xii, § 145).
7 5 . «Las leyes más o menos viejas (y a veces tenían siglos de edad) no eran
derogadas formalmente y permanecían recopiladas aunque su vigencia fuese en oca
siones escasa o nula. Este proceso secular de acarreo de normas legales produjo en el
siglo X V I II , dada la abundantísima legislación borbónica, una insufrible hipertrofia
legislativa» (Tomás y Valiente, p. 1.313).
En relación con la decodificazione del Antiguo Régimen, véase la crítica de M uratori
a la ciencia jurídica del X V III, hoy perfectamente vigente, en Cannata, pp. 176-177.
7 6 . Así, la Novísima Recopilación, promulgada en 1805 por Carlos IV, incluía
gran parte de las Leyes ya incluidas en la Nueva Recopilación de 1 567, añadiendo la
numerosa legislación posterior, abundantísima sobre todo la del siglo xvm , pero,
además de errores en la trascripción, no sólo incluyó leyes ya en desuso en 1 800, sino
incluso leyes derogadas y leyes contradictorias entre sí (Tomás y Valiente, p. 1.3 2 8 ).
desarrollado en títulos, capítulos y, al fin, en artículos, y con propó
sitos de claridad en el lenguaje y de exhaustividad y, por tanto, de
plenitud y coherencia en su contenido.
77. En un escrito posterior, Leibniz diría también: «De toda definición pueden
alcanzarse consecuencias seguras utilizando las reglas irrefutables de la lógica, y esto
es, precisam ente, lo que se hace al fabricar ciencias apodícticas y demostrativas, que
no dependen de los hechos, sino exclusivamente de la razón, como la lógica, la meta
física, la aritm ética, la geometría, la ciencia del movimiento y también el derecho, que
no se apoyan en las experiencias y en los hechos, y sirven más bien para dar razón de
los hechas y regularlos por anticipado, lo cual ocurre con el derecho aun si no hubiese
ley en el m undo» (M editación sobre la noción com ún de justicia [ca. 1 7 0 3 ], en
Escritos políticos , p. 2 8 1 ).
Wolff, que construyen una sistemática basada en la diferenciación de
los distintos derechos subjetivos. En particular, la construcción iusna-
turalista de Wolff fue especialmente influyente porque, insistiendo en
una idea sistematizadora ya presente en Doneau y en alguna medida
en Pufendorf, utilizó los derechos subjetivos como elemento central
de la ordenación de su sistema de Derecho privado (Stromholm,
”P7-4-8^')TJ i^sÍ7~los^uTÍstas"qtre^Tep'ararorry"reilm:raron"fe^rÍrnefás^
codificaciones en la Europa central del despotismo ilustrado fueron
también Iusnaturalistas influidos por los anteriores. Entre ellos debe
citarse al holandés Heinecio, a los prusianos Heinrich y Samuel von
Coccei (padre e hijo, germanista el primero y romanista el segundo,
que fue quien preparó el primer proyecto de C ódigo gen eral prusiano
en 1749), al también prusiano Karl Gottlieb Svarez (que realizó el
influyente C ódigo general para los E stados pru sianos, de 1794) y a
los austríacos von Martini y von Zeiller (que elaboraron el C ódigo
general austríaco de 1811, todavía hoy vigente en su estructura gene
ral). Todos los anteriores contribuyeron a la racionalización jurídica
que sería la base del positivismo jurídico decimonónico y, en último
término, del importante, influyente y tardío código civil alemán, ela
borado ya a finales del siglo X IX , si bien entre el iusnaturalismo racio
nalista y el positivismo jurídico se sitúa una corriente de pensamiento
fundamental para la comprensión de la ciencia jurídica contemporá
nea: la Escuela histórica del Derecho.
Las leyes son las condiciones con que los hombres aislados e inde
pendientes se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo
estado de guerra, y de gozar una libertad que les era inútil en la
incertidumbre de conservarla. Sacrificaron por eso una parte de ella
para gozar la restante en segura tranquilidad. La suma de todas esas
porciones de libertad, sacrificadas al bien de cada uno, forma la so
beranía de una nación, y el soberano es su administrador y legítimo
depositario (D ei delitti, cap. 1, p. 27);
es que sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos y esta
autoridad debe residir únicamente en el legislador, que representa a
toda la sociedad unida por el contrato social (ibid., cap. 3, pp. 2 9 -3 0 );
Las leyes largas son calamidades públicas. [...] Hacen falta pocas le
yes. Donde hay muchas, el pueblo es esclavo [...] Quien da al pueblo
demasiadas leyes es un tirano.
- 3-.2. E l constitucionalism o
79. Sobre el tema, véase Prieto, pp. 2 8 7 ss.; Betegón, passim ; y Ferrajoli, D ere
cho y razón, esp. caps. 3-10.
tución inglesa efectiva cuando distinguió entre poder legislativo,
judicial y ejecutivo, entendidos básicamente en el sentido actual80.
En cuanto a la representatividad popular, con la que se completaba
la idea de la ley como expresión de la voluntad soberana, hay que
precisar que el miedo a los excesos democráticos de la Revolución
Francesa condicionó y limitó severamente su alcance en dos aspectos
importantes durante todo el siglo xtx y parte del X X : por un lado,
mediante el mecanismo del sufragio censitario, que mantuvo la doble
exclusión de las clases trabajadoras y de las mujeres81; y por otro lado,
por el sistema de la «monarquía constitucional» — a no confundir con
el de «monarquía parlamentaria» de los actuales sistemas británico o
español— en el que el parlamento comparte el poder legislativo con
el rey, que tiene el derecho de vetar las leyes y gran autonomía para
elegir y cesar al gobierno.
Téngase en cuenta que ambas partes, la dogmática y la orgánica,
no podían disociarse entre sí, al menos idealmente — esto es, en la
fundamentación doctrinal a la que respondían, a veces desmentida en
la realidad de su desarrollo aplicativo y su vigencia— , por la sencilla
razón de que en la tradición liberal de la que el constitucionalismo pro
80. Hay que precisar que aunque Montesquieu comienza definiendo el po.der
ejecutivo igual que Locke define al poder federativo — esto es, el poder mediante el
que el príncipe o magistrado, dice Montesquieu, «dispone de la guerra y de la paz,
envía o recibe embajadores, establece la seguridad, previene las invasiones»— , ense
guida pasa a identificarlo con el poder «de ejecutar las resoluciones públicas», de modo
que adopta un concepto en buena parte similar ai actual. Por lo demás, la separación
que a Montesquieu le preocupa es sobre todo entre el poder judicial, y los otros dos,
una relación que propone al modo de la monarquía constitucional del siglo X I X : así,
mientras defiende;que el poder ejecutivo, el Rey en definitiva, debe frenar la tendencia
aí despotismo del poder legislativo, encuentra innecesario que el legislativo contenga
al ejecutivo por las muy endebles razones de que «es inútil limitar la ejecución, que
tiene sus límites por naturaleza; y además, dice, el poder ejecutivo actúa siempre sobre
cosas momentáneas», donde la segunda razón no parece ser más que la primera desa
rrollada, con independencia de que incluye asuntos tan poco momentáneos como la
declaración de la guerra (De Vesprit des loist X I, vi).
81. Son bien indicativos de ello los porcentajes de electores en Gran Bretaña
durante el siglo X I X , que, sobre la población mayor de 2 0 de años pasaron de un 4 ,4
por ciento en 1831 a un 30 por ciento en 1914 (cit. por Dahl, p. 31).
Por su parte, en Francia, incluso cuando se instauró un sistema de monarquía cons
titucional— la llamada «Monarquía de Julio» de 1830, con Luis Felipe de Orieans— ,
aunque se redujo la edad de voto a los 25 años y se limitó el requisito de propiedad a
quienes pagaban 2 0 0 francos de impuestos directos, sólo se duplicó el número de elec
tores, que sobre una población de más de 3 2 millones pasó de 9 0 .0 0 0 a casi 2 0 0 .0 0 0 ,
con un porcentaje todavía inferior al británico en similar fecha («France. The July
monarchy», Encyclopaedia Britannica CD 9 8 ; el dato sobre la población francesa, en
http:llwwiv.library.uu.nllwesplpopulstatlEuropelfrancec.htm).
cede una y otra conforman los platillos de la misma balanza. En esa
balanz-a el poder político tiene como límite los derechos individuales
y, a la inversa, los límites de los derechos vienen dados por las compe
tencias de los órganos estatales, que, por su parte, se organizan mediante
el instrumento liberal de la división de poderes para favorecer dicha
autolimitación. Estas ideas, que se habían formulado en abstracto en el
~citado-aEt-ÍGulo~l-é-der-la-£>fie/íZ+'fl«Qjí~fr-anG©sa-de-47§^--— «-led-a-seeie-
dad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la sepa
ración de poderes establecida, no tiene Constitución»— , se hicieron
patentes de hecho en las diez primeras enmiendas a la Constitución
americana. Estas enmiendas -—en realidad adiciones— fueron aproba
das en 17 9 1 , cuatro años después de la aprobación de la Constitución,
en 1787, y no formulan tanto positivamente los derechos individuales,
sino más bien prohibiciones de interferirlos o de limitarlos por parte
del Estado. Así, salvo la Sexta Enmienda, que enuncia expresamente
en términos de derechos individuales los del acusado en un proceso cri
minal, las demás declaran los derechos estableciendo prohibiciones
para los poderes públicos, como lo ejemplifica la Primera Enmienda:
o la Octava:
83. La idea de Jellinek es que, aun cuando sin Rousseau, M ontesquieu y Voltaire
no se hubiera producido la Declaración francesa, el modelo de la Revolución am eri
cana fue otra condición necesaria de aquélla, sin la que podría haber habido una
filosofía , pero no una legislación, de la libertad (D eclaración, pp. 5 7 ss.).
racionalista, responden a una inspiración doctrinal diferenciada que
dio lugar también a dos modelos jurídico-políticos en un principio
bastante diferentes entre sí.
Ciertamente, ambas revoluciones tienen detrás, como trasfondo
común, la cultura de la Reform a y del iusnaturalismo racionalista,
con sus ideas centrales de igualdad ante la ley frente a los privilegios
estamentales y de libertad individual frente a la arbitrariedad del po
der. Sin embargo, y por reducir a lo esencial el contraste entre los
dos complejos entramados de influencias de una y otra, algunos de
ellos sin duda entrecruzados, cabe decir que mientras el elemento
inspirador dominante y más distintivo de la independencia americana
y de la Constitución que así nació es eminentemente liberal, en el
sentido de Locke, en cambio, el elemento dominante y distintivo de
Revolución Francesa y la Declaración de derechos del 89 es eminen
temente democrático, en el sentido de Rousseau84. N o se olvide, de
todas formas, que tanto la Revolución americana como la francesa
están en la raíz de la ideología democrático-liberal, por lo que la
anterior caracterización es únicamente de acentos. Pero esta insisten
cia en los acentos permitirá poner de manifiesto no sólo las distintas
posibilidades de articulación de aquella ideología, más compleja y
múltiple de lo que pudiera parecer a simple vista, sino también las
tensiones internas entre los dos elementos de la síntesis: el liberal y el
democrático.
La manifestación más aparente de la diferencia entre el constitu
cionalismo francés y el americano reside en el hecho de que en el
primero se subraya la distinción entre los derechos del hombre y los
85. Como ha señalado Fioravanti, en Estados Unidos «la elección del bicameralis-
mo es también una elección de equilibrio. La Cámara representa la unidad del pueblo
y el elemento democrático; el Senado, por su parte, representa sobre todo los intereses
de los Estados y el elemento aristocrático, ya que su elección depende, en la versión
originaria de la Constitución, de las legislaturas de cada uno de los Estados, es decir, de
una clase política ya seleccionada, y no directamente del pueblo» (D erechos , p. 92).
86. En efecto, la Décima Enmienda dice: «Están reservados a los respectivos Es
tados o al pueblo los poderes que no se hayan delegado por la Constitución a los
Estados Unidos...».
La ley no puede prohibir más que las acciones dañosas para la socie
dad [pero, naturalm ente, es la ley la que determ ina lo que es o no
dañoso]. Todo lo que está prohibido por la ley no puede ser impedido,
y nadie puede ser obligado a hacer lo que ésta no ordena (artículo 5 );
caso del famoso presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, Jo h n M ar-
shall, quien, tras recibir en menos de un año unas pocas lecciones de Derecho, llegó a
juez tras una carrera com o abogado y político: «M arshall, Joh n », Encyclopaedia
Britannica CD 98).
90. Es curioso cóm o Jellinek llegó a rozar esta conclusión, aun en contra de su
cesis central de que la Declaración francesa de 1789 — bajo el influjo de las Declaracio
nes de los prim eros Estados americanos— perm itió la form ación de la noción de
derechos públicos subjetivos, como títulos jurídicos de todos los individuos frente al
Estado (.D eclaración , pp. 66 y 89). Frente a ello, en un momento reconoce que lo que
distingue a las Declaraciones americanas de la francesa es que aquéllas «no son sólo
Leyes form ales de naturaleza superior, sino que son también la obra de un legislador
superior. En Europa conocen las Constituciones, es verdad, procedimientos endere
zados a dificultar las reformas de las mismas, pero esto no obstante, casi siempre es el
mismo legislador quien decide sobre los cambios que hayan de efectuarse. La inter
vención judicial no existe ni aun en la Confederación suiza, aunque allí, al igual que en
los Estadas Unidos, la Ley constitucional proceda de órganos distintos de los que
elaboran las ordinarias» (ibid.y pp. 9 1 -9 2 ). Y en otro m om ento, criticando la lista de
derechos innatos de W olff como «de naturaleza puramente doctrinal y, por tanto, sin
influjo práctico alguno», añade un comentario que también podría haber aplicado al
sistema europeo: «Todos estos derechos son (imitables por ley, formando un freno
para el arbitrio ilegal, no para el legislador. Por lo cual, pierden con su amplitud e
interna vaguedad todo valor real» (i b i d p. 107). Sin embargo, en contradicción con
estos reconocim ientos ocasionales, su tesis es que tanto en Estados Unidos como en la
Europa dei siglo X I X los derechos individuales se expresaron com o «limitación legal»
del poder del Estado, bajo el criterio — en realidad no aplicable a Estados Unidos— de
que los «principios abstractos [son] vitales sólo m ediante la expresión legislativa
detallada» (ibid ., pp. S9 y 67; la cursiva es mía).
durante el siglo XIX el sistema europeo fue más democrático y el ame
ricano más liberal, pues, dicho sea a grandes rasgos, ambos fueron
en similar medida tanto limitadamente liberales, sobre todo por su
resistencia a reconocer los derechos de asociación sindical y huelga51,
como limitadamente democráticos, por la exclusión del sufragio y
de la ciudadanía de las mujeres y los no propietarios, a quienes en
-EstadosJJnidos^deben^sumarseJ.os-jie.grQs^yJ.QsjndÍQS,_
Si acaso, en lo que concierne a los derechos democráticos, es
cierto que fue en Europa donde antes se introdujo el sufragio univer
sal m asculino en el ámbito estatal: en concreto, en 1848 en Francia,
dejando a un lado su ocasional proclamación por la Constitución
francesa republicana, de 1793 (en España, aparte de su proclamación
por la Constitución de 1869, sólo se reconocería desde 1890, al final
del segundo gobierno de Sagasta, si, bien con el control propio del
caciquismo). Pero también es justo recordar que en Estados Unidos,
como puso de manifiesto Tocqueville, a lo largo del siglo X IX se fue
desarrollando un sistema político con una mayor cultura democráti
ca en un sentido amplio de esta expresión, de mayor igualdad social
y no sólo política y con un uso más profundo y extenso de la parti
cipación popular en los distintos niveles del gobierno, desde el local
hasta el federal: así, para 1825 todos menos tres de sus Estados ha
bían reconocido el sufragio para todos los varones blancos (Markoff,
p. 6 7 7)92, una restricción que perduró, en lo que se refiere al voto de
negros e indios, hasta el último tercio del siglo X IX y que, respecto de
las mujeres, sólo concluyó legalmente en 1 9 2 0 93. Por lo demás, la uni-
9 1 . El derecho de asociación sindical ruvo una vida difícil durante buena parte
del siglo X I X en toda Europa como consecuencia de la reacción revolucionaria contra
las corporaciones y gremios, que recogía también la desconfianza del iusnaturalismo
racionalista hacia las agrupaciones intermedias entre el Estado y ios individuos que lo
componen. Así, en la Francia revolucionaria, la Ley Le Cbapelier, de 14 de junio de
1 7 9 1 , suprimió las corporaciones y la Constitución de 1795 prohibió los clubs polí
ticos, mientras Napoleón, en su código penal de 18 02, sometió a autorización previa
por el gobierno a las asociaciones de más de veinte personas (Peces-Barba, Curso, pp.
16 2-163). Después, aunque no sin los retrocesos que impusieron los momentos de
reacción política de la época, la libertad de asociación obrera se recongció en el Reino
Unido en 1 8 2 4 y ÍS 7 1 , en España en 1 8 3 9 , en Francia en 1 8 6 4 (derecho de huelga) y
1SS4 (asociación sindical) y en Alemania en 1869.
9 2 . Dicho sea como curiosidad, los lugares en los que primero se admitió el su
fragio femenino fueron la isla de Pitcairn — donde los amotinados de la Bounty y los
indígenas tahitianos adoptaron en 1838 una constitución por la que su magistado era
elegido «por cualquier nativo nacido en la isla, varón o mujer»— y en las elecciones en
el Oeste americano, en concreto en los territorios de Wyoming (1869) y Utah (1870)
y en los Estados de Colorado (1893) e Idaho (1896) (M arkoff, pp. 6 8 6 y 680).
9 3 . Incluso después de la abolición de la esclavitud — lo que se hizo en 1865,
tras la guerra civil, mediante la Decim otercera Enmienda— , todavía la sección 2 de la
versalización propiamente dicha del sufragio, hasta incluir a las mu
jeres, sólo se produjo en la casi totalidad de los países a lo largo del
siglo XX, con el lento y diversificado goteo que muestra el cuadro
siguiente:
Decim ocuarta Enmienda, aprobada en 1868, exigía que ios representantes del Con
greso se eligieran en proporción a la población «contando al número total de personas
en cada Estado, excluidos los indios no sometidos a impuestos» (por lo demás, el
mismo texto da a entender enseguida que tampoco las mujeres debían ser contadas,
porque se refiere únicamente a los «habitantes varones» mayores de 21 años). Hubo
de esperarse hasta la Decimoquinta Enmienda, ratificada en febrero de 1 8 7 0 , para
que se reconociera que «[e]l derecho de los ciudadanos de Estados Unidos a votar no
será negado o limitado por los Estados Unidos ni por ningún Estado por razón de raza,
color o previa condición de servidumbre». Y , en fin, como se dice en el texto, fue en
1920, mediante la Decimonovena Enmienda, cuando se reconoció el sufragio fem enino.
o cuatrocientos hom bres a los que un prejuicio absurdo había discri
m inado y olvidar ese mismo principio con respecto a doce millones de
mujeres? («Sobre la adm isión de las mujeres al derecho de ciudada
nía», en C ondorcet, D e Gouges, De L am bert y otros, La ilustración
olvidada, p. 101).