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Martuccelli - Buscando Una Huaca
Martuccelli - Buscando Una Huaca
Utopía
andina, arquitectura y espacios
públicos en el Perú. Primera
mitad del siglo XX
Elio Martuccelli Casanova
BUSCANDO UNA HUACA.
Primera edición
Enero, 2012
Lima - Perú
PLD 0413
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ur[b]es
Vol. 3, , Lima, enero-diciembre 2006, pp. 203-232
Abstract
The andean utopia, suggested as a “doubt” or “desire”, helps the reader understand the
overview of architecture in the first half of the twentieth century in Lima and Peru. This
variable allows the interpretation of this recent age, urging a reflection in Peruvian archi-
tecture from an Indian perspective, either present or absent along history. The Andean
utopia is considered a well-known topic in social sciences or in art, and from which some-
thing specific could still be revealed by architectural shapes and urban space. Therefore,
design should face the theme of the andean utopia bearing all its meaning, which contains
evasion, fiction and hope.
Key words: andean utopia, indigenism (indian perspective / indian movement), architecture, public
spaces, Lima, Peru, first half of the twentieth century.
Resumen
La utopía andina, planteada como duda o deseo, puede servirnos para realizar una lectura
de lo que ha sido la arquitectura de la primera mitad del siglo XX en Lima y en el Perú:
la variable que nos permita leer e interpretar una época reciente. Se trata, entonces, de
reflexionar sobre lo ocurrido en la arquitectura peruana a partir de una línea indigenista,
presente y ausente a lo largo de la historia. Un tema muchas veces tratado en las ciencias
sociales o el arte, pero del que todavía puede descifrarse algo específico desde las formas
arquitectónicas y los espacios urbanos. Finalmente, enfrentar el diseño con el tema de la
utopía andina en toda su carga de evasión, ficción y esperanza.
Palabras claves: utopía andina, indigenismo, arquitectura, espacios públicos, Lima, Perú, primera
mitad del siglo XX.
* Este trabajo forma parte de una reflexión mayor en torno a las utopías. La investigación se lleva a
cabo de manera independiente y no ha sido presentada en evento alguno.
** Doctor Arquitecto. Docencia en la Universidad Ricardo Palma, Universidad Peruana de Ciencias
Aplicadas, Sección de Posgrado de la Universidad Nacional de Ingeniería. E mail: emartuccelli@
terra.com.pe
[203]
Elio Martuccelli Casanova
1. Introducción
Flores Galindo agrega algo, que de ser verdad, demostraría con fuerza las diferencias entre
dos países que podrían ser tan parecidos como México y Perú: existiría una utopía inca, pero
no existiría una utopía azteca. Realidades distintas hicieron en un país que fueran necesarias
cosas que en el otro no lo eran.
Y al mismo tiempo, existiría una utopía inca, así como no existiría una utopía chavín o
wari, que de alguna manera fueron también culturas hegemónicas en la historia de este
territorio. Mucho menos habría utopía paracas o mochica.
Algo ocurre, entonces, en la mente de los peruanos contemporáneos. Una manera particular
de ver la historia, en lo que respecta al “mundo perfecto” de los incas, algo que se repite de
modo parecido en todos los colegios del país: el Tahuantinsuyo como época de bienestar.
Para este texto, hemos optado por el término, más general y aceptado, de utopía andina,
al otro de utopía inca, que podría resultar demasiado específico.
Estamos hablando, entonces, de algo que suena y resuena, de un mito que se mantiene
vivo en relatos como el de Inkarri. En él, se cuenta de muchas maneras y en variedad de
versiones, como el cuerpo mutilado por los conquistadores se unirá a la cabeza decapitada
del inca. El cuerpo desmembrado se regenera bajo la tierra hasta unirse con la cabeza, para
salir a la superficie y restaurar el tiempo y el espacio.
Es, además, interesante ver cómo los datos históricos no se ajustan exactamente. Pues si el
mito hiciera referencia al inca Atahualpa, en la realidad, éste fue ejecutado con la pena del
garrote, es decir ahorcado. Pero incluso Guamán Poma, el cronista ayacuchano, lo retrata
decapitado. Guamán está obligado en este punto a falsear la historia: es una recuperación
simbólica de la única muerte merecida por el hijo del Sol: la sangre debía encontrarse con
la tierra madre. Y la cabeza, dividida del cuerpo, dar inicio a la leyenda. Sólo así, sobre ese
desgarro y mutilación, se tejerá de muchas formas el sueño de un regreso a la vida desde
la muerte, y sólo así se invertirá y se recuperará la historia. Aquí está lo más importante:
cómo el conjunto de leyendas termina produciendo un discurso que actúa en el presente
(Burga, 2005 {1988}: 125). Guamán Poma, además, en la Nueva crónica y buen gobierno,
escrita y dibujada entre 1612 y 1616, insinúa una “época dorada”, el paraíso Auca Runa,
anterior al de los incas, de quienes también expresa admiración.
Si la Conquista significó para algunos el mismísimo fin del mundo, la expulsión de los
invasores puede aún restablecer ese orden de pronto invertido.
El imperio inca, tal como fue visto por algunos de los europeos, a la distancia por supuesto,
era una utopía. Un fuerte imperio construido por el inca Pachacútec, el “Reformador del
Mundo”, cuya existencia real algunos discuten, reuniendo pueblos dispersos en un solo
territorio. La historia lo indica como el organizador de todo el poderío inca que hasta an-
tes de él no era demasiado grande. El Tahuantinsuyo, como imperio, será la obra de tres
monarcas en un lapso de tiempo de seis o siete décadas. Es muy breve el momento si se
compara a la larga presencia del ser humano en esta parte de América y a todas las culturas
hegemónicas y regionales que habrían existido. Por eso, cada vez que aparece en la mente
de los peruanos el sueño de regresar a un tiempo pasado, sólo se plantea como el regreso
a ese momento específico de la historia precolombina marcado en el siglo XV y el Cusco
como lugar emblemático.
En realidad, más cerca de la verdad sería decir que el imperio inca, suponiendo que se trata
de un imperio, había sido un estado multicultural sin el tiempo suficiente para conformar
una nación homogénea, con etnias tremendamente descontentas en su interior. En los
testimonios que presentan el Tahuantinsuyo como lugar ideal, suele no mencionarse dos
prácticas bastante comunes en tiempos de los incas: los sacrificios humamos, necesarios
cada cierto tiempo, y el destierro, como el castigo más duro en un mundo donde cada
persona está compenetrada con su medio geográfico y cultural. En fin, características
que parecen inevitables cuando se trata de imperios y de dictaduras. Es decir, habría un
prolongado proceso mental, en que el gobierno despótico inca se transformó en una so-
ciedad de bienestar y felicidad. Un largo proceso de olvidos en el que los distintos grupos
sociales, antes dominados por los incas, terminaron homogeneizándose frente a ese otro
grupo, el de los españoles, que eran completamente extraños al lugar. Es decir, un mosaico
de pueblos autóctonos tuvo que amalgamarse y armonizar entre ellos para recuperar en
parte su identidad.
“En la historia andina, por ejemplo, la reciprocidad no impidió el poder, ni la
dominación. Actuó en dos niveles. En la base y en la cúspide de la estructura de
dominación, como mecanismo de solidadridad, un intercambio entre iguales. Y, al
propio tiempo, entre dominantes y dominados, como mecanismo de articulación y de
solidaridad entre desiguales. Eso indica que la reciprocidad no necesariamente
requiere la igualdad. Pero, a diferencia del mercado, requiere la solidaridad.”
(Quijano, 1988: 38)
Tal vez es el testimonio del cusqueño Garcilaso de la Vega, el que se imponga y termine
siendo el más importante en este juego de deformaciones decisivas de la realidad, el que
más y mejor apuntaló este mito inca de costumbres organizadas y conductas sólidas.
“Esperanza y expectativa en las conciencias indígenas por el regreso del inca.
Finalmente praxis social de revuelta anticolonial. En todos estos fenómenos en-
contramos, a manera de fuerzas subyacentes, la idealización del pasado inca, la
rehabilitación de las familias nobles cusqueñas, la inversión de la realidad
(volver al orden indígena) y la prédica indirecta del regreso a tiempos mejores.
A aquéllos, muy probablemente, que fueron descritos por Garcilaso y Guaman Poma.
Todos estos procesos conducen al nacimiento de la utopía andina.” (Burga, 2005
[1988}: 429)
El regreso de un supuesto inca y la restitución del imperio es tema de muchas rebeliones, desde
la de Manco Inca, la primera de todas, hasta la decapitación en 1572 de Túpac Amaru I, último
inca rebelde de Vilcabamba. Paralelamente, se da el Taki Onkoy, un fenómeno que tuvo lugar
a pocas décadas de haber llegado los europeos, y que implicaba el regreso a las huacas, a la rea-
lización de fiestas y ritos que mantuvieran vivos a los antiguos dioses. A lo largo de la Colonia
muchos proyectos de resistencia a la dominación y resurrección de valores andinos se siguieron
dando, incluyendo el siglo XVIII. Juan Santos Atahualpa en 1742 y Túpac Amaru II en 1780
son intentos, aunque no iguales, de este mismo proceso. El primero consiguió establecer un
reducto inexpugnable en la selva central y adquirió ribetes mágicos al nunca ser apresado ni
morir a manos de los españoles. Lo de Túpac Amaru II animaba a creer en un nuevo proyecto
nacional, sobre la base de una nacionalidad andina. Recogería lo esencial del pasado inca y se
crearía así un país nuevo y distinto.
A poco de iniciarse la República, existirá el intento, durante tres años, de instaurar una
Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839). Para los limeños, se trató de una invasión,
a la que se opusieron hasta derrotar al Mariscal Santa Cruz. Pero no era esa la percepción
que se tenía de lo que estaba ocurriendo, sobre todo, en las regiones del sur del Perú: un
proyecto político alternativo, que podía ser interesante, pero que fue desmantelado, final-
mente, desde Lima por los limeños.
“El indio es, pues, aceptado en tanto paisaje y gloria lejana. Es “sabio” si es
pasado y abstracto, como Manco Cápac. Es bruto o “estólido”, e “impuro” y “ván-
dalo”, si es presente, como Santa Cruz. Apelar a la memoria de los Incas para
despreciar y segregar al indio. Las raíces de la más conservadora retórica in-
digenista criolla, cuyos ecos son perceptibles en nuestros días, deben buscarse
aquí.” (Mendez, 2000: 19)
En México, se vivió un proceso distinto del vivido en Perú. Una gran revolución, generada
por las sucesivas reelecciones de Porfirio Díaz, estalló en todo el país enfrentando a distintos
grupos. Fueron, desde 1910, años tumultuosos. Pero era un proceso que venía a definir,
desde el agro, el perfil de una nueva nacionalidad. Por eso, de pronto, no había cabida
para soñar con una lejana resurrección azteca, porque una mexicana se estaba ya gestando.
Comienzan a aparecer en el Distrito Federal monumentos a esta nueva identidad, con el
extraño, ambiguo y lejano ejemplo del monumento a Cuahutemoc, de 1878: una línea
indigenista que llega hasta la década de 1940, en monumentos como el de la Revolución
y el de la Raza.
En el Perú, durante la década de 1920, se volvió a plantear de distintas maneras la utopía
andina, que seguirá apareciendo después a lo largo del siglo XX, con todo lo que esto
implica en la vida nacional.
Para lo que era el Perú republicano de las primeras décadas del siglo, algo vino a resque-
brajar esa tradición civilista instaurada en el poder, esencialmente aristocrática. Ocurrían
sucesos como el de Rumi Maqui, que en realidad venían acompañados de muchos otros
movimientos campesinos en todo el país. (Kapsoli, 1987 {1977}).
En 1919, llega por segunda vez Leguía al poder. Había ya sido presidente del Perú y re-
presentaba la prosperidad, el cosmopolitismo, la modernidad. Por lo menos, no era igual a
los aristócratas civilistas que lo precedieron, con quienes ya había compartido el gobierno.
Ahora, venía a traer algo nuevo: en absoluto radical, pero distinto a lo anterior, y con
promesas de reformas. Lo suyo fue una mezcla de capitalismo de Estado y liberalismo. Su
gobierno se envolvió de una estética progresista, de gestos fascinados por la tecnología. Pero
no dejaba de tener rasgos profundamente oligárquicos. Esa era la esencia contradictoria
de La Patria Nueva, que en sus múltiples características, dejaba entrever también cierta
apertura en cuanto al tema de las mayorías andinas en un país como el Perú.
“Leguía, por entonces, acostumbraba hablar de la sufrida “raza de Manco”, inaugura
un monumento al mítico fundador del imperio, utiliza el quechua en sus discursos
(aunque en realidad no conocía esta lengua) y convierte el 24 de junio en Día del
Indio y festividad cívica nacional. Demagogia, podría decirse, pero no fue del
agrado de algunos hacendados, sobre todo en un ambiente tan cargadamentre racista
como el que existía en el Perú de entonces.” (Flores Galindo, 1987: 254)
El clima estaba dado por una serie de artículos de la nueva Constitución de 1920, en la que
se hablaba de proteger y desarrollar lo que entonces se denominaba “la cuestión indígena”.
Las nuevas expectativas hicieron que campesinos y gamonales se enfrentaran, y el Estado
se vio desbordado por los reclamos.
En medio de tal efervescencia, encontramos la figura de Carlos Condorena, un dirigente
aimara nacido en la provincia de Huancané, en Puno. Condorena interesa en esta historia
por el intento que realizó de construir un pueblo para los aimaras de su provincia. Fundó
en agosto de 1923, Wancho Lima, Ciudad de las Nieves, capital de la República Aimara
Tahuantinsuyana. Se estaba fundando una ciudad, pero en realidad era una república,
“una sociedad libre de toda clase de explotación”, en la que se pretendía construir un pa-
lacio de gobierno, iglesia, municipio, congreso, palacio de justicia, ministerios. Además,
universidad y escuelas.
“(Condorena) se sacó el sombrero, observó el cielo y habló: /…/ Este es un paso
decisivo en la historia y de aquí no hay regreso al pasado. Pase lo que pase,
nuestro pueblo será la capital de la justicia social. /…/ Parques, plazas, plazue-
las y arboledas harán que sea una hermosa ciudad con el paso de los años. /…/ Una
vez que seamos gobierno y capaces de gobernarnos, reclamaremos las tierras que
nos han arrebatado los gamonales, mientras tanto, tienen que empezar a funcionar
las escuelas.” (Ayala, 2006:173)
El sueño duró cuatro meses, y las obras recién iniciadas fueron destruidas por las Fuerzas
Armadas, mientras Condorena estaba en Lima. Cabe preguntarse por la arquitectura y
5. Indigenismos varios
Luego del antecedente de la Asociación Pro Indígena, creada por Pedro Zulen, se había
fundado el Comité Pro Derecho Indígena Tahuantinsuyo. Leguía terminó prohibiéndolo
en 1924, y había ya formado un organismo estatal y rival en el Patronato de la Raza In-
dígena.
La década de 1920 fue, para algunos artistas e intelectuales de Lima, una posibilidad de
renacimiento andino. Habría que ver realmente hasta dónde. En todo caso, se juntaban y se
oponían los miedos de unos y las esperanzas de otros. Fue un debate muy rico el planteado
durante las primeras décadas del siglo. Podía entreverse allí no una, sino muchas posturas
del indigenismo, frente al tema “del indio” o de “lo indio”, desde distintas aproximaciones
culturales y políticas.
Sin duda, José Carlos Mariátegui entendía que éste era un problema planteado por inte-
lectuales y artistas, no campesinos, una mirada al “problema” desde otra cultura, que era
la mestiza. Así lo había explicado para el caso de la literatura.
“La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del
indio. Tiene que idealizarlo y estilizarse. Tampoco puede darnos su propia ánima.
Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena.
Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios
indios estén en grado de producirla.” (Mariátegui, 1994 [1928]: 335)
Mariátegui fue, en este panorama, un personaje fundamental. No hay duda de que 7 ensayos de
interpretación de la realidad peruana es una obra crucial para entender el país desde problemas que no
se planteaban frontalmente.3 Repetiría de distintas maneras que el Perú, como república, se había
construido sin el indio y contra el indio. Y en esa lucha, había que diferenciar claramente los
indigenismos con ansias de reivindicación frente a los exotismos. La revista Amauta, aparecida
en 1926, cumplió, a su vez, un papel importante en la propagación de ideas socialistas, con
información actualizada, rica y variada. Su diseño gráfico, resuelto por artistas del indigenismo,
era la expresión de dos líneas de pensamiento unidas: la de Mariátegui y Sabogal.
Amauta mostraba dibujos de las vanguardias europeas, como el cubismo y el expresionismo,
con dibujos indigenistas. Sabogal irá, gradualmente, retratando lo incaico, lo indígena y lo
mestizo en etapas no excluyentes (Castrillón, 2006). Las vanguardias interesaban a Mariátegui
como movimiento renovador y revolucionario, aunque luego se les cuestiona al ver que algo
podían tener de “decadencia occidental”. No dejó la revista de difundir incluso la arquitectura
moderna de Sartoris y Mendelsohn.
Por aquella época, José Uriel García, Luis Alberto Sánchez y Jorge Basadre manifestaban
ideas, a este respecto, bastante más relativas y “peruanistas” en su voluntad integradora,
sin exclusiones. Específicamente, el libro de Uriel García, El nuevo indio, de 1930, puede
considerarse como una apertura desde el indigenismo. Se puede contrastar estas posturas
con aquellas que definitivamente sí soñaban con un país nuevamente “indígena”, radicales y
regresivas en su deseo de reconstruir y restaurar el pasado remoto.4
No hay que olvidar, en este contexto, los descubrimientos arqueológicos que venían producién-
dose, entre los más divulgados los de Julio C. Tello. La Arqueología pone en el tapete, sacando
literalmente a la luz, antiguas cuestiones que se transforman en nuevas inquietudes.
En las dos primeras décadas del siglo, la Arqueología se va definiendo como disciplina cien-
tífica y los descubrimientos van generando impacto en el imaginario del país. Arqueólogos
y artistas están perfilando una nueva visión del Perú. Lo prehispánico como cosa viva, no
muerta: más bien, asumiéndolo como un proceso interrumpido.
Las artes plásticas, en menor grado, la arquitectura, tuvieron parte decisiva en este debate.
En la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), dirigida por Daniel Hernández, aparecían
ya con fuerza profesores como José Sabogal, al que le seguía un grupo de alumnos, algu-
nos de provincias: la ENBA se volvió lugar propicio para la polémica. En el local del jirón
Áncash, se había construido una nueva fachada, una significativa obra de Piqueras Cotolí,
el profesor de escultura, con dos interesantes portadas.
Alejandro González, Apurimak, contó, más de una vez, que como integrante de esas pri-
meras promociones vivió la dualidad de dibujar minuciosamente y, de manera sistemática,
la cerámica y los textiles que los arqueólogos encontraban en sus excavaciones, mientras
aprendía en la escuela los cánones de la belleza occidental. (Ortiz De Zevallos, 2003: 188)
Esquizofrenia habitual para la época.5
Habría que recordar los monumentos construidos durante el siglo XIX por los distintos
gobiernos. La joven república, en materia de esculturas públicas, optó por recordar a los
próceres de la Independencia, en muchos casos extranjeros, y no recordar personajes del
país precolombino. Por ejemplo, el monumento a Bolívar en la plaza del Congreso, sin ir
muy lejos. A nivel de arte urbano, el mensaje parece claro: la República había superado y
transformado algunas cosas del Perú virreinal, pero nunca para restituir un gobierno de
descendientes incas.
Habría que esperar hasta el siglo XX, para encontrar en el parque de la Reserva un ejemplo
de lo que el indigenismo podía lograr como arte urbano.
El diseño del parque corresponde básicamente a Claudio Sahut y Alberto Jochamowitz.
Contiene varios elementos, no todos de inspiración prehispánica, pero hubo especial interés
de los autores para que el parque fuera una evocación del pasado autóctono, aun cuando
algunos edificios, sobre todo uno bastante grande, no fueron posibles.
“…desde la Plaza Sucre, también debía partir otra avenida, que formando ángulo de
45º con ella ascendiese en terrazas sucesivas para llegar a una plataforma en donde
debía emerger el sólido castillo de estilo propiamente indo-costeño; partiendo de
las estructuras y ornamentos de Pachacamac, Maranga y Paramonga, sus altos muros
decorados debían formar un edificio de aspecto importante, cuya maciza contextura
traduciría algo del recio y dominador espíritu de los jefes indios. /…/ Desgracia-
damente este proyecto no pudo llevarse a ejecución.” (Jochamowitz, 1929: 96)
El parque de la Reserva sería el lugar en el que se intentó, por primera vez, el cambio de
estatuas griegas por maceteros indígenas. Se realizó, a su vez, una escultura-fuente con
figuras inspiradas en la cerámica precolombina, obra de Daniel Vásquez Paz, con un mi-
nucioso trabajo de agua. Además, la Casa del Inca, completada hacia 1928, una huaca, en
realidad, un pequeño edificio de José Sabogal, inspirado en la representación arquitectónica
de una cerámica moche.
“…una construcción en que trascienda el espíritu de la raza. Estimo que Sabogal
es el primero que ha conseguido infundirlo en uno de sus aspectos arquitectu-
rales cual es el de la mansión individual /…/ puede decirse que es la primera
construcción incaica que se ha hecho en el Perú desde que sucumbió Atahualpa.”
(Jochamowitz, 1929: 97)
Una fuente más, “la de los ñocos”, obra de Ismael Pozo, contribuye a reforzar la tendencia
que quiso darse a este espacio verde.
El parque de la Reserva está diseñado de manera axial, con un eje que remata en una galería
curva, una pérgola de aire morisco y estanque central. Las fuentes y el edificio “inca”, en
realidad no forman parte exactamente de la composición. Están ubicados en lugares no
jerárquicos del plan general, pero allí están. El conjunto marca, a su manera, la presencia
del indigenismo en la capital. Este proyecto urbano es obra, paradójicamente, del segundo
gobierno de Leguía. Es el reflejo de un momento en el que las fisuras eran posibles y que
podían darse interesantes ejemplos en monumentos y mobiliario urbano.
De todos los distintos regalos que realizaron las colonias para las largas celebraciones de
ambos centenarios, cabe destacar el monumento a Manco Cápac, donado a la ciudad por
la colonia japonesa e inaugurado el 4 de abril de 1926. El escultor elegido fue el peruano
David Lozano, que dos años antes había terminado el de Sucre, una obra que también tiene
en la base motivos incaicos. El de Manco Cápac es un monumento de trece metros de alto;
en la base de granito, aparecen esculturas y bajorrelieves que simbolizan distintos aspectos
del Tahuantinsuyo. La obra resulta ser el homenaje oficial que se le dedica al inca desde
Lima y vino a reforzar la presencia y la importancia del indigenismo en la capital. Tuvo el
gesto de introducir en la escultura pública de Lima un personaje de nuestra historia inca:
un intento por captar, por lo menos, calmar, los embates del indigenismo radical.
Otro ejemplo, de la misma época, es la estatua de Mateo Paz Soldán, que tiene en el pedestal
cabezas de felinos y detalles precolombinos, obra del escultor Ismael Pozo.
Quedó la idea de un monumento a Túpac Amaru. Apareció publicada en 1924 la maqueta,
obra del escultor Luis Agurto, anunciándose su pronta construcción en Lima por iniciativa
de José Santos Chocano. Una obra grande, que sería parte, aunque ligeramente tarde, de
la conmemoración del centenario, un homenaje al “precursor de todos los libertadores”.
El pedestal llevaba, asimismo, una serie de motivos precolombinos.6
7. Piedras de utilería
Hay una línea en la arquitectura del Perú durante el siglo XX que se desplaza de la búsqueda
de lo “particular”, propia y específica, a otra variante ligada a lo “universal”. Las “restau-
raciones nacionalistas” tuvieron en la arquitectura peruana tres maneras de expresarse: a
través del neocolonial, lo que algunos han denominado neoinca (en realidad, indigenismo)
y el neoperuano, posible fusión de ambas. Estas corrientes nacionalistas coexistieron y
siguieron desarrollos independientes. Plantean el problema de la identidad y tratan de
formular, en algunos casos, un sustento teórico. Todas ellas, enfrentándose o ignorándose,
constituyen distintos “proyectos de país”.
En esta historia interesan los dos últimos. El neoinca en arquitectura, a diferencia de lo
ocurrido en las artes, no fue un movimiento programático. Y su nombre no es el más
adecuado, porque en sus proyectos pudo tomar elementos de otras culturas prehispánicas,
arbitrariamente y de manera general: valdría usar el término neoprehispanismo. Implica
una cierta añoranza por una arcadia desaparecida. La denominación indigenismo, o en
plural, indigenismos, en el Perú está ampliamente aceptada para las artes visuales, y es un
concepto más amplio, que puede aplicarse tanto al pasado como al presente.
En la línea de los edificios radicalmente indigenistas, como reinterpretación del pasado,
encontramos dos trabajos de arquitectos extranjeros, que pudieron resolver muy distintos
proyectos a lo largo de sus vidas. Hablamos de Sahut y Malachowski.
Fechado en marzo de 1921 es el proyecto de Claudio Sahut para un Museo Arqueológico,
encargado por Víctor Larco Herrera, ubicado en la última cuadra de la avenida La Colmena,
llegando a la plaza Dos de Mayo. Edificio de una sola planta, de organización simétrica y hall
central, pero que desplegaba en el exterior todos los elementos de la arquitectura incaica,
y algunas referencias más, siempre difíciles de precisar. Estaría construido en concreto y
revestida en piedra. Larco Herrera había encargado a Julio C. Tello la clasificación de su co-
lección. Problemas surgidos en la hacienda Chicama impidieron éste y otros proyectos.7
Tiempo después, Malachowski diseña y construye en la avenida Alfonso Ugarte el que
sería el único gran edificio “indigenista” de Lima. El Museo de la Arqueología (hoy Museo
Nacional de la Cultura Peruana), promovido por el mismo Víctor Larco Herrera. Dentro
de un esquema simétrico y planta clásica, se trabajó vanos trapezoidales, muros inclina-
dos, figuras antropomorfas en los exteriores, grandes y medianas, además de una serie de
ornamentos fantasiosos. Un edificio al que se le ha criticado su falsedad constructiva, su
exageración formal, su muy extraña presencia. Y sin embargo, existe.
Leguía se decidió por hacer profundas transformaciones del Palacio de Gobierno, apre-
miado por el incendio de 1921. Nuevos espacios serían necesarios para las fiestas de ese
año y las que vendrían en 1924. Fue el momento para hacer construcciones y decorados
interesantes,que no resultaron permanentes.
El nuevo edificio lo empezaría a diseñar Claudio Sahut, para luego, varios años después,
ser continuado por Malachowski. En 1926, Leguía había encargado a Sahut el diseño;
pero dos años después de su caída, en 1932, se paralizaron las obras: año de la barbarie,
las preocupaciones del gobierno de Sánchez Cerro estaban obviamente en otro lugar. Pos-
teriormente, Benavides encargó la obra a Malachowski, reiniciándose los trabajos en 1937
con la demolición de la parte antigua.
El estilo es el que hasta hoy podemos ver: un edificio sin ningún rasgo indigenista, algo
académico y afrancesado. Los tiempos ya no estaban como para que el arquitecto polaco
volviera a ensayar la fórmula que aplicó en 1924 para el Museo Arqueológico, ni tampoco
Sahut. El tema aquí era distinto: el Palacio de Gobierno del Perú no estaba dispuesto a
tener forma de palacio inca.
El actual Palacio de Gobierno fue terminado en 1938. Lo que vemos es el trabajo hetero-
géneo de dos arquitectos diferentes, lo que es evidente en las fachadas. Cada salón, hecho
por uno y otro, asume en sus distintos nombres estilos también diversos: el gran hall, el
salón Choquehuanca, el salón Dorado, el gran comedor, el salón Túpac Amaru, el salón
Sevillano. Las influencias son múltiples: renacentista, versallesco, art nouveau, neocolonial,
morisco. Nada, en definitiva, que “parezca precolombino”.
Antes de darse toda esta historia, Piqueras Cotolí tuvo el encargo de Leguía de diseñar un
nuevo Palacio de Gobierno.8 El Pabellón Peruano que logró terminar para la Exposición
Iberoamericana de 1929 en Sevilla, “apenas” era un ensayo de lo que pretendía hacer en
Lima. Pero el gobierno cambió, y ese palacio, que hubiera tenido mucho de fusión mestiza,
nunca se hizo.
Por eso, la experiencia del salón presidencial, construido para las celebraciones de 1921,
queda como el testimonio de un momento intenso en la vida del país. Algo, también, del
Salón de 1924, para las celebraciones de la Batalla de Ayacucho. Para éste, Piqueras convocó
a sus alumnos más cercanos: Elena Izcue, Jorge Vinatea Reinoso y Wenceslao Hinostroza.
Siquiera por un instante, en las entrañas del poder, se aprovechó el momento preciso para
construir un salón de rasgos “peruanistas”. Parte del indigenismo entró al mismo Palacio
de Gobierno en las tempranas fechas del centenario: tomaron por asalto el palacio. Aprove-
charon la coyuntura de un incendio y, luego, de una celebración. Todavía faltaban algunos
años para oficializarse como corriente vencedora en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Éste era el preámbulo, la anunciación de algo que luego no logró consumarse. El indige-
nismo artístico tocó por un instante el poder. Lo hizo con Leguía, en el acto apresurado de
un decorado efímero en medio de un siniestro inesperado. Fue poco, en realidad fue muy
poco, pero el ejemplo no deja de ser vigoroso e intenso.
9. El sueño inconcluso
No podría hacerse un paralelo con lo que en México lograron los intelectuales y artistas.
Una revolución había comenzado desde el año 1910, y hay grandes ejemplos de artistas
que estuvieron fuertemente comprometidos con el proceso. En México, el nuevo estilo era
la expresión de un nuevo estado de cosas que, dicho sea de paso, terminó convertido en un
gobierno que logró perpetuarse en el poder. Allí logró construirse una imagen mestiza, que
algunos pueden criticar como la legitimación de un solo partido en el gobierno durante
tantas décadas, lo que hay que mirar con recelo. Pero fue, sobre todo, la raíz de una cultura
unificadora nacional, “de piel cobriza”, “orgullosa de su raza”. Y lograron hacerse, en este
sentido, algunos edificios bajo este tema, construcciones que se habían realizado ya en el
siglo XIX, de lo que no hay paralelo en el Perú. El “estilo neoprehispánico” era un estilo
más de la arquitectura decimonónica mexicana, pero, por lo menos, lo era. Luego, viene
una historia propia del siglo XX, en la que se busca cambiar los códigos formales del por-
firismo y distanciarse así del antiguo régimen y del vacío academicista. Aquí situamos el
trabajo del arquitecto Manuel Amabilis, con un discurso de izquierda que lo aproximaba
a la reivindicación social, apostando por el pasado prehispánico. Y algo, también, en el
trabajo de Obregón Santacilia (Toca Fernández, 1989).
Poco de eso puede decirse en el Perú. Las cosas aquí no estaban para que el indigenismo
alcanzara dimensión oficial. Las reformas sociales puestas en marcha eran auténticas, pero
no radicales como las mexicanas que sí se resolvieron en un momento violento y, sin duda,
transformador. Sin eso, no se entiende el trabajo de Rivera, Orozco y Siqueiros. Ellos sir-
vieron de ejemplo para que en el resto de América Latina algunos artistas buscaran en el
mundo campesino, del pasado y del presente, cada uno dentro de sus posibilidades, motivos
de inspiración. De los ejemplos latinoamericanos, Diego Rivera es el que más interesa a
Mariátegui, creador de una “obra revolucionaria”, que fue divulgada en la revista Amauta.
Los intentos, aquí en el Perú, corresponden a la llamada corriente indigenista y a algunos
independientes.
Hay miedo en Lima: la revolución que se escucha en la sierra vuelve sinónimas, cada vez
más, las palabras inca y comunismo.
De 1927, será el famoso libro Tempestad en los Andes de Luis Valcárcel. Hay una frase
en este texto que Mariátegui se encarga de subrayar con entusiasmo en el prólogo: “el
proletariado indígena espera un Lenin”. Otra vez vuelven a juntarse indigenismo y
comunismo, como en buena parte de los intelectuales de izquierda. La utopía andina
terminó dándole un rasgo particular a ese marxismo peruano de los años 20, que en
términos religiosos tiene que ver con el tema del mesías y de la salvación. Algo nuevo
como el socialismo podía, en el Perú, encontrarse con su pasado remoto, y hacer que el
marxismo occidental entronque con lo andino.
Fue un francés, Louis Baudin, el que contribuyó a algo más: asociar en El imperio socialista
de los incas, la organización incaica con la ideología marxista, como si en aquella hubiera
indicios de ésta. Lo paradójico era que Baudin era más bien un conservador, y en su li-
bro publicado en francés en 1928, aprovecha el ejemplo inca para asociarlo a la prédica
socialista y criticar lo opresivo que puede haber en él. (Baudin, 1945 {1928}) Una idea
que en el Perú siguió desarrollándose a lo largo del siglo, ya con otros ojos y en otras
manos, es decir, ya no desde la “derecha”, sino más bien desde la “izquierda”.
En 1936, aparece el libro Del ayllu al cooperativismo socialista de Hildebrando Castro
Pozo. Aquí explica cómo las comunidades indígenas deben convertirse en cooperativas
de producción. En su conciencia agraria, por su historia pasada y su propuesta futura,
el Perú estaba llamado a ser un país socialista. El hombre peruano está predispuesto
al colectivismo y nada mejor que actualizándolo con una ideología como la socialista
(Castro Pozo, 1973 {1936}).
El texto de Castro Pozo forma parte de lo que buena parte del pensamiento de izquierda
ha tratado de encontrar: vínculos entre unas ideas y otras, intentando unir pasado y futuro
en los deseos de construir una patria antigua, nueva y mejor.
Es poco lo que uno encuentra cuando busca propuestas del indigenismo en arquitectura.
Podía haber clientes para comprar cuadros de esa tendencia, pero encargar una casa con
estas características implicaba ya otro nivel de compromiso. Demasiadas contradicciones
y reparos de ciertos sectores sociales frente a una cultura derrotada y sometida (Rodríguez
Cobos, 1983: 46). En la inversión privada, los pedidos de arquitectura indigenista iban
a ser muy escasos, y como estilo casi no tiene presencia en la ciudad. Por ello, aunque
muy reducidos en cantidad, no podemos dejar de reconocer la singularidad de algunos
ejemplos.9 La casa de Julio C. Tello, en Miraflores, el Inca Wasi, sirvió para reuniones
culturales promovidas por el arqueólogo. Una casa que fue transformada agregándole
una serie de ornamentos de distintas culturas precolombinas, en sus dos pisos.
Pero la inversión pública tampoco dejó demasiadas muestras en la capital. En el Con-
greso de la República, un edificio ecléctico de las primeras décadas del siglo XX, en la
sala que utilizaron durante años los senadores, las cariátides del último piso muestran,
aparte de su robustez, unas trenzas que nos hacen pensar menos en el Mediterráneo y
más en el Ande. Un solo detalle de indigenismo en todo el edificio, pero, por eso mismo,
digno de mencionarse.
Otro proyecto no construido: la Escuela Taller de Arte Textil Peruano, diseño de Eduardo
Velaochaga, de 1933, que pensaba ubicarse en el exparque zoológico, con frente a la
avenida Wilson, e inaugurarse dos años después. Un proyecto extraño, sobre una gran
base, un cuerpo horizontal de tres pisos, con un ritmo constante de vanos, pequeñas
torres a los extremos y una central, muy elevada y escalonada, mirador y observatorio,
coronada por la estela de Raimondi.10 Un edificio que pretendía albergar una gran
exposición de textiles contemporáneos y otros antiguos, además de contener todos los
ambientes necesarios de una escuela, una institución pública destinada a mantener viva
la larga tradición de tejidos en el Perú.
El edificio, inevitablemente asociado al Art Deco, termina siendo insólito, porque los
cincuenta metros de altura de la torre están muy lejos de las volumetrías prehispánicas,
por lo general, compactas, bajas y alargadas.
Tal vez, haciendo un esfuerzo, haya que buscar y encontrar manifestaciones de diseño
precolombino en las molduras de muchas casas o cinemas que por las décadas de 1930
y 1940 optaron por el Art Deco. En los motivos geométricos de ese estilo, es siempre
posible encontrar remembranzas a las líneas abstractas de tejidos y cerámicas del Perú
antiguo. Las grecas de estilo Art Deco son fáciles de asociar a diseños chancay o chimú,
por mencionar apenas dos culturas preincas.
La Escuela Militar de Chorrillos, construida en la década de 1940, es uno de los ejemplos
más grandes de esta posible unión entre el Art Deco y la arquitectura prehispánica. Se
trata de un enorme complejo de varios pabellones, en el que se ha jugado con la idea de
arquitectura antigua. Volúmenes severos, alargados, de grandes masas; pero, a su vez,
perforados con un ritmo de vanos verticales y repetidos, todos ligeramente trapezoidales,
en los que se sugiere unas jambas escalonadas con aires de Tiahuanaco. En la repetición
de los volúmenes y en su horizontalidad, se nota algo de arquitectura ligada a lo militar,
tanto del pasado como del presente.11
Se hizo poco en Lima, entonces, pero muy poco también en el resto del Perú y en las ciu-
dades andinas, donde se suponía pudo haber brotado una arquitectura indigenista vigorosa
en toda la primera mitad del siglo XX.
Hay literatura indigenista en Puno y Cusco, pero no hay correlato con un diseño arquitec-
tónico del mismo tipo. La ciudad capital del Tahuantinsuyo muestra poco en materia de
arquitectura neoinca. La nueva municipalidad del Cusco, de 1939, podría ser un ejemplo de
esto, casi solitario, pero un ejemplo muy tímido, donde los trapecios y los escalonamientos
apenas se insinúan. Los edificios importantes que debieron construirse, como el hotel El
Cuadro en 1938, de Harth-Terré y Alvarez Calderón, opta en la plaza del Regocijo por una
composición neocolonial, con galerías, patios, arcos, portadas y balcones.
Tal vez, encontremos allí una precisa conducta frente al pasado: el que se siente parte de algo
no necesita disfrazarse. Proteger y valorar la arquitectura incaica no implicaba ni necesitaba
construir recreaciones arcaicas de ese mismo pasado que podía ser auténtico.
En las artes plásticas, los años oficiales del indigenismo en lo académico son los de Sabogal
como director de la ENBA, entre Hernández y Grau (de 1932 a 1943). Sin contar a los
llamados “independientes”, es todo un grupo de profesores y alumnos el que acompaña a
Sabogal en la búsqueda terca de un arte nacional, que luego continúa fuera de la escuela
en el Instituto de Arte Peruano. Sabogal es más que un pintor, es un promotor con una
posición definida frente al arte que corresponde hacer en su país, como “creador de perua-
nidad”. Mariátegui le había otorgado, años atrás, el título y el rol que desempeñaría a lo
largo su vida: convertirse en un “valor-signo” del arte peruano.
La búsqueda no se quedó en la pintura y la escultura, llegó al diseño gráfico, al mobiliario,
al diseño textil, las artes decorativas. Es decir, la voluntad de integrar las artes a la vida
cotidiana. Uno de esos personajes es Elena Izcue (Majluff, Wuffarden, 1999). Ella publicó
textos escolares muy sugerentes, uno muy temprano en 1926, en los que se enseñaba a
los niños a dibujar a través de diseños precolombinos, como alternativa estética de corte
nacionalista. No sólo eso, desplegó una labor que le dio éxito internacional, al vincularse
con la industria de la moda. Izcue, a lo largo de su vida, reprodujo motivos precolombinos,
y una vez asimilados, dio vuelta a los diseños.
Camino Brent, a su manera, “buscó una huaca”: en sus viajes por el Perú y en su imagi-
nación. Empezó estudiando arquitectura, y luego pintó casas, iglesias, pueblos, paisajes:
todo lo transformó y fue delineando formas muy poéticas. Los intentos llegaron también
a la realidad al construir su casa-taller, hacia 1941, un ejemplo muy logrado de sintetizar
la arquitectura del Perú, en sus manifestaciones vernaculares: el pasado en estado vivo.
En esa misma dirección, intentos pintoresquistas, a los que se denominó “estilo andino”,
serían realizados por Augusto Benavides en las afueras de Lima. Ambos capturan de la
arquitectura popular la íntima calidez de los espacios.12
12. Sabogal y el Instituto de Arte Peruano. La última trinchera tiene forma de huaca
Desde 1931, comienza a funcionar el Instituto de Arte Peruano, dentro del Departamento
de Antropología del Museo Nacional, usando como local el Palacio de la Exposición. Con
Sabogal de director, el grupo de los llamados indigenistas, emprendieron una labor de registro
de todas las manifestaciones, en primer lugar, del arte precolombino, y en los años siguien-
tes, del arte popular. Así, se hizo varios Cuadernos de Arte, con registro de piezas antiguas y
contemporáneas. En 1946, fue creado el Museo Nacional de la Cultura Peruana, pasando el
Instituto de Arte Peruano a ocupar el insólito edificio “neoinca” de la avenida Alfonso Ugar-
te. El edificio parecía haber estado esperando a dicho instituto. Allí se juntó a Sabogal y a
Camilo Blas (en calidad de miembros), Alicia Bustamante, Camino Brent, Teresa Carvallo y
Julia Codesido, realizando colectivamente publicaciones y exposiciones, y organizando una
colección permanente de arte popular desde 1948 (Villegas, 2006).
Podemos decir que, “a la búsqueda del Perú”, viaja Camino Brent a Piura y la zona norte, y
Codesido a Arequipa y la zona sur, ambos en 1949. En el año 1951, ella va a Santiago de Chuco
y Sabogal realiza un gira por varias ciudades piuranas. Durante años, el grupo pondría especial
interés en la producción artesanal de los departamentos de Junín, Cusco, Puno y Ayacucho.
Julia Codesido desplegó un gran trabajo de registro, alejándose de las reproducciones fieles,
impregnándolas de su propio estilo. Alicia Bustamante, que formaría una importante colección,
tiene durante años una directa labor de difusión y promoción del trabajo de algunos artesanos.
Desde 1936, con su hermana Celia, dio vida a la peña Pancho Fierro, uno de los centros cultu-
rales más activos de Lima durante varias décadas.
El “arte mestizo” era considerado como el verdadero “arte peruano”, continuidad del arte prehispáni-
co con elementos virreinales. En este sentido, la arquitectura colonial era reconocida por el instituto
como una de las expresiones del arte mestizo, ejemplo de arte nacional, que mezcla elementos
indígenas y españoles, como la intensa y típica arquitectura realizada en Arequipa y Cusco.
Durante años, los artistas del indigenismo, paralelamente a su producción pictórica, rea-
lizaron dibujos de temas variados como queros, cerámica, mates burilados, trajes típicos,
que constituyen registros de la situación del arte popular por aquellos años.
Luego, algunos de estos dibujos convertidos en grabados serían distribuidos en los centros
educativos peruanos. Esta labor de documentación y divulgación se mantuvo firme en el
instituto hasta la muerte de Sabogal en 1956.
Ejemplo notable es el proyecto de la década de 1930 para la Basílica de Santa Rosa, diseñado
por Piqueras Cotolí y continuado por Velarde. Muy significativo es el hecho de nunca haberse
construido, con el gran impacto urbano que hubiera alcanzado. Para este proyecto, Piqueras
dejó algunas ideas que, a su muerte, Velarde desarrolló. El “mestizaje” de Piqueras, había
sido una sumatoria de citas a las que le faltó algo de síntesis, aun así, no deja de ser un
trabajo intenso y estimulante.
Velarde se esforzó en reinterpretar sus ideas. Velarde, por su carácter siempre abierto,
mostró interés por la arquitectura preinca e inca en más de una oportunidad, y no dudó en
dedicarle varias páginas en su libro de 1946. Antes de eso, en el texto que reunía su curso
dictado en la Escuela Militar de Chorrillos, incluyó una lámina, la última del libro, sobre
arquitectura peruana con dibujos de la época tiahuanaco e inca. Es poco, pero dentro de las
teorías e historias de la arquitectura, exclusivamente occidentales, era un gesto importante.
(Velarde, 1933). Dos obras construidas quedan como testimonio del interés de Velarde por
el pasado prehispánico. En la segunda mitad de la década de 1930, construiría el pabellón
que sirve de fondo a la escultura de Fermín Tangüis, proyectada por Piqueras y ejecutada
por Pozo; y además, la fachada del Museo de Antropología y Arqueología de la Magdalena
Vieja (Pueblo Libre). Obras muy sobrias, agregando sobre la masa un discreto ritmo de
vanos, contenidos en jambas, sin caer en ningún exceso.
La basílica de Santa Rosa tenía las pretensiones de un gran proyecto. Las fotos de la maqueta,
publicadas en 1939, señalan este proyecto como uno de los puntos más altos y agudos de
una vertiente del indigenismo, que quiere ser, además, síntesis de una nueva peruanidad.
En este caso, el ánimo no es excluyente, más bien lo contrario. Mestizo y bilingüe. Todo
en él es interesante, pero el interior termina teniendo un valor agregado frente al exterior.
Allí, en la inmensidad de esos trapecios, ingresando la luz de manera precisa, dentro de
una monumentalidad conmovedora, podría estar, sin exageración, la resurrección mágica
de la huaca perdida (Martuccelli, 2000:104-118).
Emilio Harth-Terré fue uno de los primeros arquitectos en estudiar centros arqueológicos.
En la primera mitad de la década de 1920, ya había publicado estudios sobre arquitectura
prehispánica en el valle de Cañete. Trataba de dar una interpretación viva de los edificios en
ruinas. Eso intentó convertirlo en fuente potencial y trasladarlo a sus proyectos arquitectó-
nicos. Como diseñador, persiguió varias veces el sueño de una arquitectura peruana.13 No
podía dejar de lado, en “lo peruano”, el componente de lo prehispánico. Hay en apuntes,
proyectos y diseños, una búsqueda nacional, aunque bastante más prudente que la de otros
colegas contemporáneos. Su trabajo es más medido y más preciso.
Una serie de seis “modelos de casas peruanas”, acordes a cada región del país, fueron publi-
cadas en 1928. En las de Cusco y Puno (modelos 2 y 5) hay reminiscencias precolombinas,
incaicas, en ambos casos, en la masa y los ornamentos.14
En 1933, Harth-Terré publica dos hoteles de Turismo, en Cusco y Puno, en terrenos no
definidos. Uno “en las faldas o la cumbre del cerro de Machu Picchu”, el otro “en las ori-
llas del Lago Titicaca”.15 Aparece, otra vez, un manejo controlado de perforaciones en los
muros, volumetría maciza y dinámica al mismo tiempo, con detalles ornamentales que
enriquecen las partes importantes de la elevación. En estos dos ejemplos, se recurre una vez
más a los ya conocidos trapecios y líneas escalonadas, pero dentro de un conjunto formal
muy interesante, de terrazas superpuestas que vinculan el edificio al paisaje.
Una época en la que Harth-Terré no dejó de dibujar bocetos hechos con especial destreza,
apuntes de viajes de la arquitectura peruana y proyectos de toda índole y escala, en los que
aplicaba criterios y detalles de la arquitectura prehispánica. En toda la década de 1930 hay
en su obra un “Art Deco indigenista” con pequeños y decisivos detalles precolombinos. En
esa línea, publicó en 1940 un proyecto de “Adaptación del arte precolombino a la casa de
campo de línea contemporánea”.
Es probable que el indigenismo no haya logrado cuajar del todo, como tantas otras cosas. Lo
cierto, es que aquí el indigenismo no se asomó a tomar el poder, no en términos políticos.
Eso lo sabían bien Mariátegui y Sabogal.
Será nuevamente Valcárcel el que nos deje un texto provocador en lo que concierne al centro
histórico de Lima. En Ruta cultural del Perú, siguen resonando posturas ya manifestadas
dieciocho años antes en Tempestad en los Andes. En 1945, sigue fuerte en algunos esa idea
de Lima, y la costa, como el lado negativo del Perú: una ciudad y una región que están
definidas, con más o menos adjetivos, como un lugar frívolo, afeminado, extranjerizante o
desnacionalizado. Incluso también por características como la impureza, la contaminación,
el vicio y la decadencia.
“La caída a pedazos de la vieja Lima es el símbolo de la destrucción de un pasado
sin gloria, de un paisaje sin grandeza, de una vida pacata y oscura, injusta, opro-
biosa. Muere la tradición perricholesca para que surja la Lima del porvenir.”16
“(Piqueras Cotolí) Fue el primero que inició en Lima este experimento que los
historiadores de la arquitectura peruana han llamado neoperuano; luego se acuñó
el neoincaico, pero estas resurrecciones han quedado aisladas en el tiempo como
el capítulo cerrado de una utopía. La burguesía de los años treinta no quiso vivir
en casas neoincaicas, sino en las que tenían un aire neocolonial que indicaran
tradición y abolengo. La unión del estilo foráneo con el nuestro sólo podía for-
jerse en la mente de un artista como Piqueras, que llegó de un medio en el que las
tensiones de clase no se evidencian como en el Perú, donde la burguesía ilustrada
nunca se reconoció en lo indígena. De igual manera, la escultura neoincaica, una
variante del indigenismo, duró lo que éste, a punto de desaparecer en los años
cuarenta. Para Piqueras, como para David Lozano, Benjamín Mendizábal o Ismael Pozo,
el estilo neoperuano/neoinca fue, pues, un sueño.” (Castrillón, 2003: 86)
El indigenismo se iba apagando hacia la mitad del siglo XX. En la realidad, lo neocolonial
se mantuvo siempre fuerte y no dejó en ningún momento de ser el estilo preferido por
el poder político y económico, en especial y con mucha fuerza, durante los gobiernos de
Benavides y Prado, asociados a la restauración oligárquica. Es decir, el neocolonial primero
en su etapa formativa y luego, oficial. El indigenismo, entonces, tuvo que convivir con otras
opciones y, por lo general, estar opacado y quedar rezagado. O peor aun, terminó siendo
por instantes el lenguaje oficial de algunos actos en ciertos gobiernos. Irónico, si se piensa
en los orígenes “revolucionarios” del movimiento. En manos del poder, el movimiento
termina siendo una retórica formal acomodada. Lo “inca” como el lenguaje convenido de
ciertos sectores que necesitan tejer una conciencia “nacional”.17
En los hechos, una nueva etapa está a punto de abrirse: el arte abstracto y la arquitectura
moderna. Desde ese momento, los arquitectos y los artistas peruanos tendrán que encontrar
nuevas fórmulas para mantener vivas las referencias particulares dentro de lo universal.
Enrique Seoane es, como proyectista, el personaje crucial de la arquitectura peruana durante
el siglo XX. Justamente, en esta época de transición, en la mitad de la década de 1940,
Seoane realiza diseños que cierran y abren las dos partes de esta historia. El “neoincaico”
será reinterpretado y aparecerán, de la mano de Seoane, composiciones con referentes pre-
incas, básicamente de la costa. Entre sus residencias, la Casa Luza maneja en ese sentido
una volumetría impecable. Y, además, un edificio muy especial, de 1946, el de la avenida
Wilson esquina Quilca. Un edificio moderno de departamentos, a la que incorpora una
base “colonial-académica”, un cuerpo “racionalista”, y un remate “prehispánico”. Abajo y
arriba. Mejor dicho: lo de “abajo” está “arriba”. El mundo al revés. El simple, pero decisivo
detalle ornamental, que en realidad completa la obra, termina por convertir el edificio en
un manifiesto.
Tal vez, como una de las tantas contradicciones de este país, no haya que buscar nuestra
huaca en ninguna de nuestras dos capitales. La huaca del siglo XX, si es que existió, no
estaría ni en Cusco ni en Lima, estaría en Sevilla y París. Es decir, de los pabellones que el
Perú construyó para la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929, por Piqueras, o en
la Exposición Universal de París de 1937, por Alberto Jochamowitz y Roberto Haaker-
Fort, decorado por las hermanas Izcue. Aquél existe, éste no. Ambos resultaron obsesivos
inquietud, finalmente intelectual, por ratos muy breves, pudo tocar y asociarse con el poder
de gobiernos que eran, además, muy distintos entre sí, como el de Billinghurst, Leguía,
Benavides o Prado.
Si para algunos artistas el tema del indigenismo fue un asunto de exotismo, otros logra-
ron, en alguna medida, comprometerse con temas sociales. Los artistas sintieron el reto de
afrontar temas nacionales o populares, en sintonía con una inquietud social del arte, un
compromiso que era finalmente ideológico, y que estaba detrás de sus obras.
Eso es mucho más ambiguo en la arquitectura. Las contradicciones y distancias que podían
haber entre indios e indigenistas llega en arquitectura a sus niveles más críticos. Habría
que ver si el estudio del pasado era realmente profundo y si la exaltación de lo indígena
correspondían a los mismos deseos de Tello, Mariátegui, Sabogal y Valcárcel. Pareciera que
muchos de los arquitectos mencionados quedaron en lo accesorio y superficial. Tampoco hay,
necesariamente, una asociación entre posturas indigenistas en arquitectura con posiciones
políticas de izquierda. El anarquismo, el socialismo, el comunismo y el indoamericanismo no
están presentes en muchos de los proyectos indigenistas: no existe ese sustento ideológico,
y delatan un cierto vacío en la comprensión del pasado prehispánico. Las pocas veces que
fue usado, sirvió para proyectar residencias, pabellones y museos, que además de escasos
y limitados, son discutibles.
Si el indigenismo no se plasma en movimientos populares y manifestaciones sociales, mucho
menos podrá hacerlo en arquitectura. Eso sí, queda claro que la sola búsqueda de elementos
propios en la historia, remota y reciente, es de enorme interés en todos los campos del arte
y el diseño, más allá de sus logros y resultados. Vamos a decirlo: la utopía andina, a lo largo
del siglo XX, parece ser, en arquitectura, una mezcla de evasión, ficción y esperanza. Pero,
sin lugar a dudas, fértil como inquietud.
Notas
1. El concepto de “huaca” ha sido muchas veces mal interpretado y mal utilizado, generalizándose a
toda aquella arquitectura prehispánica que aún se mantiene, muchas veces en ruinas. Huaca, tal
como la usamos en nuestras conversaciones, es casi cualquier resto arqueológico ubicado en el Perú.
Pero huaca, en su correcto significado, connota “lo sagrado”, aquello que es valorado en un sentido
religioso, y que contiene valores y energías especiales. En este sentido, eran huacas aquellas estructuras
arquitectónicas dedicadas al culto; pero, también, algunos elementos naturales como cerros y cumbres
(dioses tutelares, apus) y lugares especiales de la naturaleza (centros míticos de creación, pacarinas). Y
también antepasados míticos o momias (malqui), objetos de culto (ídolos), además de algunos “incas
o curacas”. El término alude, entonces, a presencias sagradas, de variadas formas.
En realidad, aquí vamos a forzar el uso de la palabra “huaca”, esperando que algo de lo construido
en Lima y el Perú, durante el siglo XX, aunque sea muy lejanamente, se acerque a su significado
original. Por lo menos, en sus intenciones de hacer una arquitectura, cualquiera fuera su uso, con un
carácter que quiera ser trascendental, y en su búsqueda, quizás imposible, de ese mundo andino al
que nos referimos.
2. Los textos a los que nos referimos son los de Flores Galindo, Burga y Quijano. Flores Galindo, Al-
berto; Buscando un inca: identidad y utopía en los Andes; Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1987. El
primer capítulo de este libro fue publicado de forma independiente un año antes. Flores Galindo,
Alberto; Europa y el país de los incas. La utopía andina; Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1986. Burga,
Manuel; El nacimiento de la utopía andina (Siglos XVI-XVII); Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1988.
Reeditado en 2005. Quijano, Aníbal; Modernidad, identidad y utopía en América Latina; Sociedad y
Política Ediciones, Lima, 1988.
3. Pero los párrafos que el mismísimo Mariátegui dedicara a los inmigrantes chinos y africanos son
simplemente penosos. Muy poco se ha hablado de ellos, seguramente para no enturbiar con esos
comentarios una obra que es notable. Pero no son esos párrafos, precisamente, los pertinentes para
un país que se asume como multicultural. (Mariátegui, 1994 {1928}: 340-346)
4. Algunos testimonios aparecen en: Aquezolo, Manuel (comp.); Polémica del indigenismo. Una visión
de la cultura de aquellos años en el país se encuentra en: Deustua, José; Renique, José Luis;
16. Valcárcel, Luis, citado por: Vargas Llosa, Mario; La utopía arcaica; FCE, México, 1996, pág. 169. Un
agudo análisis, salpicado de personajes que entran y salen del libro, entre ellos Valcárcel, es el que
Vargas Llosa le dedica a la vida y obra de Arguedas. Es, finalmente, el juicio y relato de no uno, sino
muchos indigenismos, escrito, no hay que olvidarlo nunca para apreciar mejor el libro, desde una
postura casi opuesta.
17. Para Cecilia Méndez, distintos grupos en el poder irían, con el transcurso de la República, ya no sólo
oponiéndose a las reivindicaciones indígenas, sino más bien apropiándoselas.
“Pero esta retórica de glorificación del pasado inca apropiada por los criollos convivía con una valora-
ción despreciativa del indio (o lo que por tal se tuviera) en el presente. Esta situación, aparentemente
contradictoria tenía, sin embargo, una lógica. Apropiándose y oficializando un discurso que original-
mente perteneció a la aristocracia indígena, los criollos neutralizaban el sentido político que pudieran
tener las expresiones propias de los indios. Y además, porque apelar a las reales o imaginadas glorias
incas para defender al Perú de una invasión, era una manera de establecer el carácter “ya dado” de la
nacionalidad, y de negar la posibilidad de que ésta se fuera forjando desde, y a partir de, los propios
sectores indígenas, los mestizos, la plebe y las castas. Y de ello no se librarían, en lo sucesivo, los
mejor intencionados indigenismos.” (Mendez, 2000: 32)
18. “Si Walt Disney fuera arquitecto… en el Perú”, El Arquitecto Peruano, Nº 117, Lima, abril de 1947.
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