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Alas
Traducción de Mireia Terés Loriente
Los pies de Laurel se movían a un ritmo acelerado que desafiaba su mal humor.
Mientras avanzaba por los pasillos de Del Norte High, la gente la miraba con
curiosidad.
Después de volver a comprobar el horario, encontró el laboratorio de biología y
ocupó un pupitre junto a la ventana. Si tenía que estar dentro de un edificio, al menos
quería poder ver el exterior. Un chico le sonrió mientras se dirigía hacia la parte
delantera de la clase y ella intentó devolverle la sonrisa. Sólo esperaba que no le
hubiera parecido una mueca.
Un hombre alto y delgado se presentó como el señor James y empezó a repartir los
libros de texto. El principio del libro parecía como los demás, con clasificaciones de
plantas y animales que ella ya conocía, pero luego seguía con la anatomía humana
básica. Hacia la página ochenta, el texto ya le sonaba a chino. Laurel refunfuñó en voz
baja. Iba a ser un semestre muy largo.
Cuando el señor James pasó lista, Laurel reconoció varios nombres que ya había
oído en las dos primeras clases del día, pero iba a tardar mucho tiempo en relacionar
ni siquiera la mitad de ellos con las caras que la rodeaban. Se sentía perdida en medio
de un mar de gente desconocida.
Su madre le había asegurado que todos los estudiantes de primero se sentirían
igual, porque también sería su primer día de instituto, pero nadie más parecía perdido
o asustado. Quizá, después de años de enseñanza pública, te acababas acostumbrando
a estar perdido o asustado.
Para Laurel la enseñanza en casa había funcionado de maravilla durante los
últimos diez años, y no veía ningún motivo para cambiar. Sin embargo, sus padres
parecían decididos a hacer lo correcto con su única hija. A los cinco años, lo correcto
había sido la enseñanza en casa en una ciudad pequeña. Por lo visto, ahora que tenía
quince años, lo correcto era la enseñanza pública en una ciudad no tan pequeña.
En el aula reinaba el silencio y Laurel despertó de sus sueños cuando el profesor
repitió su nombre.
—¿Laurel Sewell?
—Sí —respondió ella enseguida.
Sintió vergüenza cuando el señor James se la quedó mirando por encima de la
montura de las gafas antes de leer el siguiente nombre.
Las siguientes semanas de clase pasaron más deprisa de lo que Laurel se hubiera
imaginado después de aquellos primeros días tan extraños. Se consideraba afortunada
por haber conocido a David; pasaban mucho tiempo juntos en la escuela y, además,
también coincidía con Chelsea en una clase. Nunca comía sola y había llegado al
punto en que podía llamar amigos a David y Chelsea. Y las clases iban bien. Era
extraño que los profesores esperaran que aprendiera al mismo ritmo que los demás,
pero ya empezaba a acostumbrarse.
Y también empezaba a acostumbrarse a Crescent City. Era más grande que Orick,
sí, pero había muchos espacios abiertos y no había edificios de más de dos plantas. Por
todas partes había enormes pinos y árboles de grandes hojas, incluso delante del
supermercado. El césped de los jardines era denso y verde y las flores florecían en las
enredaderas que cubrían gran parte de los edificios.
Un viernes de septiembre, Laurel se tropezó con David al salir de clase de
castellano, la última del día.
—Lo siento —se disculpó él, que la agarró por el hombro.
—Tranquilo. No miraba por dónde iba.
Los ojos de Laurel se encontraron con los de David. Ella sonrió con timidez, hasta
que se dio cuenta de que le obstaculizaba el paso.
—Uy, lo siento —dijo al tiempo que se apartaba de la puerta.
—Eh, de hecho te estaba… Te estaba buscando.
Parecía nervioso.
—Vale. Tengo que… —sujetó el libro en la mano—. Tengo que ir a dejar esto a la
taquilla.
Fueron hasta la taquilla de Laurel, ella guardó el libro de castellano y se volvió
hacia él con una expresión expectante.
—Me preguntaba si te gustaría… eh… dar una vuelta conmigo esta tarde.
Ella no borró la sonrisa, aunque los nervios se apoderaron de su estómago. Hasta
ahora, su amistad se había reducido al instituto; de repente, Laurel se dio cuenta de
que no sabía qué le gustaba hacer a David cuando no comía o tomaba apuntes. Sin
embargo, la posibilidad de descubrirlo era tentadora.
—¿Qué pensabas hacer?
—Hay un bosque detrás de mi casa y, como te gusta estar al aire libre, había
El sábado por la mañana, Laurel abrió los ojos al amanecer. No le importaba, era una
persona diurna. Siempre lo había sido. Normalmente, se levantaba una hora antes que
sus padres y así tenía tiempo de ir a dar un paseo sola y disfrutar del sol en la piel y la
brisa en la cara antes de encerrarse en clase.
Se puso un vestido de tirantes, sacó la vieja guitarra de su madre de la funda, que
estaba junto a la puerta trasera, y salió en silencio para disfrutar de las primeras y
frescas horas del día. El final de septiembre se había llevado las mañanas claras y
resplandecientes y había traído la niebla que venía del océano y se posaba sobre la
ciudad hasta primera hora de la tarde.
Recorrió un pequeño camino que cruzaba el jardín trasero. A pesar de que la casa
era pequeña, la parcela era bastante grande y sus padres habían comentado la
posibilidad de, algún día, ampliar la vivienda. Había varios árboles que daban sombra
a la casa y Laurel se había pasado casi todo un mes ayudando a su madre a plantar
flores y enredaderas por todos los muros.
Era una casa pareada, de modo que tenían vecinos a ambos lados, pero, como la
mayoría de casas de Crescent City, el jardín trasero daba a un bosque silvestre.
Normalmente, Laurel solía recorrer los caminos del bosque hasta llegar a un riachuelo
que lo atravesaba, paralelo a la hilera de casas.
Hoy llegó hasta el riachuelo y se sentó en la orilla. Sumergió los pies en el agua
helada, que por la mañana estaba clara y tranquila, antes de la llegada de los insectos
que se arremolinaban sobre la superficie en busca de comida.
Laurel se apoyó la guitarra en la rodilla y empezó a tocar varios acordes, que luego
se convirtieron en una melodía. Le gustaba llenar el espacio a su alrededor de música.
Había empezado a tocar hacía tres años, cuando había encontrado la vieja guitarra de
su madre en el desván. Necesitaba cuerdas nuevas y afinarla, pero Laurel la convenció
para que la arreglara. Su madre le había dicho que ahora la guitarra era suya, pero a
ella le gustaba seguir pensando que era de su madre; parecía más romántico. Como
una vieja reliquia.
Un insecto se posó en su hombro y empezó a descenderle por la espalda. Cuando
Laurel intentó apartarlo, sus dedos tocaron algo. Estiró el brazo un poco más y volvió a
buscarlo. Seguía ahí; un bulto redondo, apenas perceptible bajo la piel. Intentó volver
la cabeza, pero no veía nada más allá del hombro. Volvió a tocarlo para intentar
Al día siguiente, se despertó con un extraño hormigueo entre los omoplatos. Intentó
no asustarse, corrió al baño y dobló el cuello para mirarse la espalda.
¡El diámetro del bulto era como una moneda de veinte céntimos!
Eso no era ningún grano. Lo tocó con cuidado y, por donde pasaba los dedos,
permanecía un extraño cosquilleo. En un momento de pánico, se recogió el camisón a
la altura del pecho y corrió por el pasillo hasta la habitación de sus padres. Tenía el
puño levantado para llamar a la puerta, pero se obligó a desistir y a respirar hondo
varias veces.
Laurel se miró y, de repente, se sintió como una tonta. ¿En qué estaba pensando?
Estaba en medio del pasillo prácticamente en ropa interior. Horrorizada, se alejó de la
puerta de la habitación de sus padres y volvió al baño. Cerró la puerta lo más deprisa y
lo más silenciosamente posible. Volvió a colocarse de espaldas al espejo y observó el
bulto. Se movió para verlo desde distintos ángulos hasta que se convenció de que casi
no era tan grande como había creído.
El sábado amaneció frío, con una ligera niebla que el sol probablemente despejaría a
mediodía. Laurel estaba segura de que todos los que fueran a la playa acabarían en las
frías aguas del Pacífico, así que estaba doblemente agradecida de no haberse
apuntado. Se quedó en la cama varios minutos contemplando el amanecer, con la
mezcla de rosas, naranjas y azules claros. Casi todo el mundo prefería la belleza de
una puesta de sol, pero, para Laurel, lo realmente impresionante era el amanecer. Se
estiró y se sentó en el lecho, siempre de cara a la ventana. Pensó en el porcentaje de
personas de aquella pequeña ciudad que estarían durmiendo mientras se producía
aquel magnífico espectáculo. Su padre, por ejemplo. Era un gran dormilón y los
sábados, o día de dormir, como él los llamaba, no solía despertarse antes de mediodía.
Sonrió ante aquella idea, pero la realidad no tardó en imponerse. Se llevó una
mano a la espalda y la sorpresa fue mayúscula. Contuvo un grito cuando con la otra
mano confirmó lo que estaba tocando.
El bulto había desaparecido.
Sin embargo, algo lo había sustituido. Algo alargado y frío.
Y mucho más grande que el bulto.
Maldiciéndose por no ser una de esas chicas que tiene espejo en su habitación,
alargó el cuello por encima del hombro para intentar verse la espalda, pero sólo
distinguía formas redondas de algo blanco. Apartó la sábana y corrió hacia la puerta.
El pomo no hizo ruido al girar y la entreabrió. Oyó los ronquidos de su padre, pero, a
veces, su madre se levantaba temprano y no hacía ruido. Laurel abrió la puerta de su
habitación del todo, gratamente consciente, por primera vez en su vida, de lo bien
engrasadas que estaban las bisagras, y corrió hacia el baño con la espalda pegada a la
pared. Como si eso fuera a servir de algo.
Cerró la puerta y echó el cerrojo con las manos temblorosas. Se permitió soltar el
aire que estaba conteniendo y volver a respirar cuando oyó el ruido del cerrojo. Apoyó
la cabeza en la madera rugosa de la puerta y se concentró para respirar a un ritmo más
tranquilo. Los dedos localizaron el interruptor de la luz y lo apretó. Respiró hondo,
parpadeó varias veces para acostumbrarse a la claridad y se vio en el espejo.
No tuvo que volverse para ver lo que había sustituido al bulto. Unas formas
alargadas y de un color blanco azulado asomaban por encima de los hombros. Por un
segundo, Laurel se quedó fascinada, y observaba la especie de apéndices blancos con
Unos minutos después, Laurel volvía a poner la silla debajo del pomo de la puerta. Se
levantó la parte delantera de la camisa y sacó un pétalo de debajo del pañuelo rosa.
Parecía tan inofensivo, allí en su mano. Casi podía olvidar que nacía de su espalda.
Cogió las tijeras cortaúñas de su madre y observó el extremo del pétalo. Seguramente,
no necesitaría un trozo demasiado grande. Volvió a mirarlo bien y se decidió por una
pequeña curva arrugada del extremo.
Se estremeció cuando acercó las tijeras al pétalo. Quería cerrar los ojos, pero tenía
miedo de hacerse todavía más daño. Contó en silencio. «Uno, dos, tres… No, quería
contar hasta cinco.» Después de llamarse cobarde mentalmente, volvió a colocar las
tijeras en posición. «Uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco!» Cortó el pétalo y el pequeño trozo
blanco cayó en la colcha. Laurel contuvo la respiración y saltó durante varios segundos
hasta que el picor se redujo y miró el pétalo que había cortado. No sangraba, pero
desprendía un líquido transparente. Lo limpió con una toalla antes de volver a
esconderlo debajo del pañuelo. Después envolvió el trozo de pétalo que había cortado
en un pañuelo y se lo guardó en el bolsillo.
Bajó las escaleras con la mayor normalidad posible. Cuando pasó junto a sus
padres, que estaban sentados a la mesa desayunando, dijo:
—Voy a casa de David.
—Un momento —dijo su padre.
Laurel se detuvo, pero no se volvió.
—Qué tal si pruebas a decir: «¿Puedo ir a casa de David?»
Ella se volvió con una sonrisa forzada.
—¿Puedo ir a casa de David?
Los ojos de su padre no se apartaron ni un segundo del periódico, ni siquiera para
acercarse la taza de café a la boca.
—Claro. Pásatelo bien.
Laurel se obligó a caminar a un ritmo normal hasta la puerta, pero en cuanto la
cerró, corrió hasta la bicicleta y salió disparada. David vivía a pocas calles y, al cabo de
nada, estaba dejando la bicicleta apoyada en la pared del garaje de su casa.
Concentrada en la puerta roja, llamó al timbre antes de que le diera tiempo de
cambiar de idea y dar media vuelta para volver a casa. Contuvo la respiración cuando
oyó pasos que se acercaban y alguien abrió la puerta.
El lunes fue el primer día que iba al instituto con la enorme flor en la espalda.
Consideró la opción de fingir estar enferma, pero ¿quién sabía cuánto tiempo iba a
durar esa flor? «Puede que para siempre», se dijo estremeciéndose. No podía fingir
estar enferma cada día. Se encontró con David en la entrada y él le dijo, varias veces,
que nadie sospecharía que había algo debajo de la camisa. Ella respiró hondo y entró
en la primera clase del día.
A la hora de la comida se dedicó a observar a David. Durante unos breves
momentos se abrió un claro entre las nubes permitiendo que pasara un rayo de sol, y
ella se fijó en cómo el sol lo iluminaba: destacaba los destellos claros de su pelo
castaño y le iluminaba las puntas de las pestañas. Nunca había pensado en lo guapo
que era, pero, durante los últimos días, se había estado fijando cada vez más en él y,
durante la comida, él ya la había sorprendido dos veces mirándolo. Le estaba
empezando a provocar la sensación de mariposas en el estómago que siempre había
leído en los libros.
Cuando nadie la miraba, Laurel levantó la mano para protegerse del sol, pero no
lo consiguió. El cuerpo de David lo había bloqueado antes por completo, pero su
mano sólo parecía atenuar la luz del sol, pues ésta seguía brillando como si hubiera
encontrado la forma de atravesarle su piel. Se metió la mano en el bolsillo. Empezaba
a estar paranoica.
Los pétalos que llevaba atados alrededor de la cintura la hacían sentirse incómoda
y tenía muchas ganas de liberarlos, sobre todo con aquel sol, que Laurel sabía que
escasearía en los meses venideros. Pero era una incomodidad que podía, y debía,
Cuando llegaron, Laurel tenía el pelo revuelto y enredado. Tardaría una eternidad en
peinárselo luego, pero no le importaba, el trayecto de cuarenta y cinco minutos en el
viejo descapotable de la familia, con el viento soplándole en la cara, valía la pena.
Llegaron a la propiedad y contuvo el aliento mientras rodeaban unos árboles, tras los
cuales vio la cabaña.
La aparición de su vieja casa llegó acompañada de una oleada de nostalgia que no
esperaba. La cabaña de madera era pequeña pero pintoresca, y estaba situada en el
centro de un círculo de césped verde rodeado por una desvencijada valla. Laurel
había echado mucho de menos su casa desde que se habían instalado en Crescent
City, pero nunca con tanta intensidad como el momento en que la vio por primera vez
después de cuatro meses. Había vivido en esa casa durante doce años. Conocía todos
los caminos del enorme bosque que había detrás y se había pasado muchas horas
recorriéndolos. No es que quisiera volver a vivir allí, pero tampoco quería perderlo
para siempre.
Sus padres empezaron a descargar rastrillos, cubos y productos de limpieza. Laurel
sacó la guitarra del asiento trasero y su madre rió.
—Me encanta que toques esa vieja cosa.
—¿Por qué?
—Porque me recuerda a cuando la tocaba en Berkeley —se volvió hacia su marido
y sonrió—. Cuando nos conocimos. Éramos jipis.
Laurel se fijó en la trenza de su madre, en las sandalias Birkenstock de corcho de
su padre y se rió.
—Todavía sois jipis.
—Bah, esto no es nada. En aquella época, éramos jipis auténticos. —Su madre
tomó la mano de su padre y entrelazó sus dedos—. Solía tocar la guitarra en las
sentadas. Tocaba «No nos moverán» muy desafinada y todo el mundo cantaba. ¿Te
acuerdas?
Él sonrió y meneó la cabeza.
—Qué buenos tiempos —dijo con sarcasmo.
—Fue divertido.
—Si tú lo dices —cedió su padre, que se inclinó para darle un beso.
—¿Os importa si voy a dar un paseo? —preguntó Laurel mientras se colgaba la
Al día siguiente, Laurel se sintió como una zombi. No quería creerse nada de lo que
Tamani le había dicho, pero no podía evitar darle vueltas y preguntarse: «¿Es posible?»
Y entonces se enfadaba con ella misma por ser tan ridícula, y el ciclo volvía a empezar.
David intentó alcanzarla varias veces por los pasillos, pero ella consiguió entrar en
el aula antes.
Sin embargo, en clase de biología no pudo evitarlo.
El chico corrió para sentarse a su lado.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Se ha extendido? —le susurró antes de que ella
pudiera volverse.
Ella meneó la cabeza y dejó que el pelo le resbalara por el hombro, como si
quisiera crear una pared entre ellos.
David acercó más la silla mientras los demás ocupaban sus asientos de forma
bastante escandalosa.
—Laurel, tienes que hablar conmigo. Si te lo guardas todo, vas a volverte loca.
—No puedo… —se interrumpió cuando los ojos se le llenaron de lágrimas—.
Ahora no puedo hablar.
Él asintió.
—¿Podemos hablar después de clase? —le susurró mientras el señor James
empezaba a hablar.
Ella asintió e intentó secarse las lágrimas con discreción para no llamar la atención.
David le palmeó la pierna por debajo de la mesa y comenzó a escribir en la libreta.
Laurel se dijo que ojalá tomara buenos apuntes para que ella pudiera copiarlos luego.
El día pasó mientras ella no dejaba de darle vueltas a la cabeza, enfadada consigo
misma por haber prometido a David que le explicaría lo que le ocurría, aunque luego
sentía un gran alivio por tener a alguien con quien poder hablar. No sabía por dónde
empezar. No se imaginaba soltándole sin más: «Ah, ¿sabes que podría ser una criatura
mitológica?»
—No lo soy —susurró para ella misma—. Es una estupidez.
Aunque no acababa de convencerse de ello.
Después de clase, David y ella fueron a casa de éste. Él pareció percibir que ella no
estaba preparada para hablar, así que caminaron en silencio.
Fue especialmente delicado cuando la ayudó a saltar el muro de su casa, porque
Laurel corrió hasta llegar a su casa y permaneció jadeando en la calle unos minutos
delante del camino de acceso. Los días eran cada vez más cortos y el sol ya había
empezado a esconderse. Se sentó en el porche con los brazos alrededor de las rodillas.
Era aquel momento mágico del día en que las nubes estaban rojas, con un toque
anaranjado. Le encantaba ese momento. La casa nueva tenía una enorme ventana
mirando al oeste, desde donde su madre y ella solían contemplar cómo las nubes se
teñían de un color rojizo intenso y cómo, poco a poco, el rojo se iba convirtiendo en
lila a medida que el naranja del sol iba desapareciendo.
Esa tarde, la puesta de sol no le parecía bonita.
Laurel desvió la vista hasta los cornejos blancos que bordeaban el camino de
entrada a casa. Si creía las palabras de Tamani, tenía más en común con aquellos
árboles que con sus padres, que estaban al otro lado de la puerta.
Deslizó la mirada hasta sus pies. Sin pensarlo, se había quitado las chanclas y había
hundido los dedos en la tierra donde crecían varias flores. Empezó a respirar de forma
acelerada y profunda para mantener controlado el pánico mientras se sacudía la tierra
de los pies y volvía a ponerse las chanclas. ¿Y si iba al jardín trasero, hundía los pies en
el suelo fértil y levantaba los brazos? ¿Acabaría con corteza de árbol en lugar de piel?
¿Le saldrían más pétalos, quizá del estómago o de la cabeza?
Era una idea escalofriante.
Sin embargo, Tamani parecía normal. Si era realmente como ella, ¿significaba que
Laurel estaba sentada en el porche de David cuando éste salió de casa para ir al
instituto a la mañana siguiente. El chico la miró fijamente unos segundos, respiró
hondo y cerró con llave.
—Lo siento —se excusó ella antes de que él pudiera dar media vuelta—. No tenía
ningún motivo para gritarte. Te portaste genial y sólo querías ayudarme, y yo voy y te
lo agradezco así.
—No pasa nada —respondió él mientras se guardaba la llave en el bolsillo.
—Sí que pasa —insistió Laurel caminando a su lado—. Me porté muy mal… Te
grité. Nunca grito. Pero es que he estado muy nerviosa.
David se encogió de hombros.
—En cierto modo, me lo merecía. Insistí demasiado. Debería haberte dejado
tranquila.
—Pero es que a veces necesito que me presionen un poco. No me gusta
enfrentarme a las cosas difíciles. En eso, tú eres mucho mejor que yo.
—Pero sólo porque no soy yo el que lo está pasando mal. Yo no tengo una flor en
la espalda.
Laurel se detuvo y agarró a David de la mano para que se volviera. Cuando lo
hizo, no lo soltó. Le gustaba darle la mano.
—No puedo hacer esto sin un amigo. Lo siento mucho.
Él meneó la cabeza, acercó una mano a la cara de Laurel y le colocó un mechón de
pelo detrás de la oreja, rozándole delicadamente la mejilla con el pulgar. Ella se quedó
inmóvil y disfrutó de la sensación de su mano en la cara.
—Es imposible estar enfadado contigo.
—Me alegro —al tenerlo tan cerca, con el calor de su pecho casi rozándola, tuvo la
necesidad urgente de besarlo. Sin pararse a pensarlo, cambió el peso a las puntas de
los pies y se inclinó hacia delante. Pero, justo en ese momento, pasó un coche por
delante y cambió de idea. Se volvió con un gesto seco y echó a caminar.
—No quiero llegar tarde —dijo con una risa tensa.
David se colocó a su lado.
—Entonces, ¿quieres hablar de ello? —le preguntó.
—No sé de qué hay que hablar —respondió Laurel.
—¿Y si tiene razón? —David no tuvo que especificar a quién se refería.
—Sin lugar a duda, son células vegetales, Laurel —dijo David mientras miraba por el
microscopio.
—¿Estás seguro? —preguntó la chica mientras observaba las células que habían
obtenido del interior de su mejilla. Pero incluso ella reconoció las células cuadradas y
de paredes gruesas que llenaban el cristal.
—En un noventa y nueve por ciento, sí —dijo David estirando los brazos por
encima de la cabeza—. Me parece que ese tal Tamani tenía razón.
Laurel suspiró.
—Tú no estuviste allí; era muy raro. —«Sí, claro, sigue repitiéndote eso; quizás al
final te lo creas.» Se obligó a silenciar aquella voz.
Laurel estaba temblando. Notó los brazos de David, cálidos y fuertes, alrededor de
ella, y era como si no pudiera sentir nada más. Era su salvavidas; si la soltaba, no
sabría si sobreviviría.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—No tienes que hacer nada.
—Tienes razón —respondió ella abatida—. Sólo tengo que esperar a que el resto
de mi cuerpo se dé cuenta de que está muerto.
David la apretó un poco más y le acarició el pelo. Ella se aferró a su camisa; no
podía contener las lágrimas y respiraba entrecortadamente.
—No —le susurró él, pegado a su oreja—. No vas a morir —le acarició la mejilla
con la suya, que raspaba por la incipiente barba. La punta de la nariz le recorrió la cara
y las lágrimas se detuvieron cuando Laurel se concentró en la sensación de su cara
rozándola. Lo notaba cálido contra su piel, que siempre estaba tan fría. Los labios de
David le acariciaron la frente y ella se estremeció. Apoyó la frente en la de ella y
Laurel abrió los ojos al mismo tiempo que él y se perdió en el océano azul de su
mirada. Él le dio un delicado beso en los labios y ella notó cómo una desconocida
oleada de calor se extendía por todo su rostro desde la boca.
Cuando ella no se movió, él volvió a besarla, esta vez con un poco más de
seguridad. En un instante, David se convirtió en parte de la tormenta que la sacudía
por dentro y se aferró a su cuerpo, atrayéndolo más todavía, abrazándolo, intentando
aspirar esa increíble calidez hacia su interior. Podrían haber pasado segundos, minutos
u horas, el tiempo era lo de menos mientras el cálido cuerpo de David estaba pegado
al suyo y aquella calidez la envolvía.
Cuando él se separó, casi de forma violenta, para respirar, la realidad se apoderó
de Laurel. «¿Qué he hecho?»
—Lo siento —susurró él—. No pretendía…
—Chisss. —Ella le colocó un dedo encima de los labios—. No pasa nada —no lo
soltó y, al ver que no se oponía, David volvió a inclinarse hacia delante.
En el último momento, Laurel lo detuvo colocando una mano en el pecho
mientras meneaba la cabeza. Respiró y dijo:
—No sé si lo que siento es real, fruto del pánico o… —hizo una pausa—. No
puedo hacerlo, David. No con todo lo que me está pasando.
En biología, Laurel se sentó en su sitio junto a la ventana, pero no sacó los libros. Se
mantuvo con la espalda totalmente erguida y agudizó el oído para reconocer el ya
familiar sonido de los pasos de David. Aun así, se sorprendió cuando él dejó la
mochila encima de la mesa, a su lado. Ella se obligó a mirarlo, pero en lugar de la cara
tensa y recelosa que se esperaba, se encontró con una amplia sonrisa y unas mejillas
sonrojadas por la emoción.
—Estuve leyendo unas cosas anoche —dijo sin saludar—, y tengo varias teorías.
«¿Teorías?» Laurel no estaba segura de si quería oírlas. En realidad, veía algo en la
expresión de David que le decía que no sabía si quería oírlas.
El chico abrió un libro y se lo colocó delante.
—¿Una dionea atrapamoscas? Vaya, veo que sabes camelar a una chica —intentó
devolverle el libro, pero él lo sujetó con ambas manos y no permitió que lo cerrara.
—Escúchame un momento. No digo que seas una dionea atrapamoscas, pero
quiero que leas un poco sobre sus hábitos alimenticios.
—Es carnívora, David.
—Técnicamente, sí, pero lee por qué —deslizó los dedos hasta los párrafos que
había destacado con fluorescente verde—. Las atrapamoscas crecen mejor en suelos
pobres; generalmente, suelos con muy poco nitrógeno. Comen moscas porque los
cuerpos de las moscas contienen mucho nitrógeno y nada de grasa o colesterol. No se
trata de la carne, sino del tipo de nutrientes que necesitan. —Pasó la página—. Mira,
aquí habla de cómo alimentar a una atrapamoscas en casa. Dice que hay mucha gente
que le da pequeños trozos de hamburguesa y bistec, porque, como tú has dicho,
piensan: «Es carnívora». Pero, en realidad, si le das hamburguesa puedes matarla,
porque esa comida tiene mucho colesterol y grasas, y la planta no puede digerirlos.
Laurel sólo podía mirar horrorizada aquella planta monstruosa mientras se
preguntaba cómo narices David podía pensar que ella era así.
—No te sigo —dijo.
—Los nutrientes, Laurel. No bebes leche, ¿verdad?
—No.
El miércoles, después de clase, David tenía que trabajar, así que Laurel decidió ir a la
biblioteca pública. Se acercó al mostrador de información, donde la bibliotecaria
estaba intentando explicar el sistema decimal Dewey a un niño que no entendía ni
quería entender. Al cabo de un par de minutos, el chaval se encogió de hombros y se
marchó.
Con un suspiro de frustración, la bibliotecaria se volvió hacia Laurel.
—Dime.
—¿Puedo utilizar Internet? —preguntó.
La mujer sonrió, seguramente contenta de recibir una pregunta racional.
—En aquel ordenador —dijo, señalando—. Entra con tu número de tarjeta de la
biblioteca. Tienes una hora.
—¿Sólo una hora?
La bibliotecaria se inclinó hacia delante con gesto cómplice.
—Es una norma que tuvimos que poner hace dos meses. Había una señora mayor
que venía y se pasaba todo el día con Internet Hearts. —Se encogió de hombros y
volvió a erguirse—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas; por culpa de un par de
irresponsables, pagan los demás. Pero, bueno, es de alta velocidad —añadió antes de
—¿Has encontrado algo? —preguntó David cuando Laurel lo llamó el sábado por la
tarde, unas horas antes del baile.
—Nada. He ido a la biblioteca tres días seguidos y no hay nada.
—¿Ni siquiera una pista?
—Bueno, puedes encontrar explicación a lo que sea si realmente quieres, pero no
hay descripciones de… —bajó la voz— hadas que se me parezcan.
—¿Y Shakespeare? El sueño de una noche de verano.
—De hecho, esas hadas son las que más se aproximan a mí, pero tienen alas y
parecen mágicas. Y son traviesas. Yo no lo soy, ¿verdad?
David se rió.
—No —no dijo nada durante unos segundos—. Quizá todo lo que se cuenta es
falso.
—¿Todo?
—¿Qué hay de verdad en la mayoría de las leyendas?
—No lo sé. Pero, de ser verdad, tendría que haber algún tipo de documentación.
—Bueno, pues seguiremos buscando. ¿Estás lista para el baile?
—Claro.
—Nos vemos a las ocho, ¿vale?
—Estaré lista.
David se presentó en su casa unas horas después con una enorme caja donde se
suponía que iban las «alas». Laurel abrió la puerta con el vestido azul y un chal
alrededor de los hombros.
—Guau —dijo él—. Estás genial.
Ella bajó la mirada y deseó haber elegido un vestido más discreto. Era de seda y de
color azul claro con incrustaciones plateadas y cortado al bies, de forma que se
ajustaba a la perfección a sus curvas. El escote era en forma de corazón y tenía la
espalda descubierta. Por detrás, iba casi desnuda hasta la cintura, donde había más
incrustaciones. Una pequeña cola le daba el toque final.
David llevaba pantalones negros y chaqueta blanca de frac. Se había puesto una
faja de seda roja y había conseguido encontrar una corbata. Del bolsillo de la chaqueta
asomaban un par de guantes y se había engominado el pelo.
—¿De qué se supone que vas disfrazado? —le preguntó Laurel con admiración.
—¡Míralos! —exclamó Chelsea cuando los dos entraron en el gimnasio, que estaba
Laurel se miró la espalda en el espejo. Tenía una pequeña marca blanca en medio,
como una vieja cicatriz, pero casi no se veía.
Suspiró y se puso la camiseta de tirantes. Así estaba mucho mejor.
La idea de ser un hada le había parecido muy real anoche. Hoy, en cambio, le
parecía algo muy lejano. Estudió su cara, casi como si esperara que hubiera cambiado.
—Soy un hada —susurró. Sin embargo, su reflejo no le contestó.
Le parecía una estupidez. No se sentía como un hada; de hecho, no se sentía
diferente que antes. Se sentía normal. Pero, a pesar de todo, ahora sabía la verdad y
«normal» era una palabra que nunca más podría aplicarse a su vida.
Tenía que hablar con Tamani.
Bajó las escaleras de puntillas, descolgó el teléfono y marcó el número de David.
Sólo pensó en la hora que era cuando oyó su voz grave al otro lado de la línea.
—¿Qué?
Ahora ya no tenía sentido colgar; ya lo había despertado.
—Hola. Lo siento. No pensé…
—¿Qué haces despierta a las seis de la mañana? —preguntó él soñoliento.
—Eh… Ya ha salido el sol.
David se rió.
—Claro.
Laurel miró la habitación de sus padres, cuya puerta estaba ligeramente abierta, y
se metió en la despensa.
—Necesito tu complicidad —le susurró.
—¿Mi complicidad?
—¿Puedo decirles a mis padres que estoy en tu casa?
Ahora él ya parecía más despierto.
—¿Y adónde piensas ir?
—Tengo que ver a Tamani. O, al menos, tengo que intentarlo.
—¿Vas al bosque? ¿Cómo piensas ir?
—En autobús. Habrá alguno que vaya por la comarcal ciento uno los domingos,
¿no?
—Vale, así llegarás a Orick, pero ¿cuánto hay desde allí hasta tu antigua casa?
—Puedo subir la bicicleta a la parte delantera del autobús. La casa está a un
Después de atar la bici a un árbol, se colgó la mochila al hombro. Pasó junto a la casa
vacía y se quedó inmóvil frente al bosque, donde nacían varios caminos. Decidió
tomar el que la llevó al lugar donde Tamani la había encontrado. Parecía un plan tan
bueno como cualquiera.
Cuando llegó a la roca junto al riachuelo, miró a su alrededor. Sentarse junto al río
Cuando Laurel aparcó la bicicleta en el garaje eran las cuatro, mucho más tarde de lo
que cualquier sesión de estudio pudiera justificar. Abrió la puerta de casa.
Su padre estaba echando la siesta en el sofá y sus ronquidos ya eran un ritmo
relajado y familiar. Ninguna amenaza de problemas por ese frente. Buscó a su madre
y oyó el tintineo de botes de cristal en la cocina.
—¿Mamá?
—Por fin. David y tú habéis debido terminar esa última página deprisa. Sólo hace
media hora que os he llamado.
—Eh, sí. Era más fácil de lo que yo pensaba —dijo.
—¿Te lo has pasado bien? Es un buen chico.
Laurel asintió, aunque no tenía la cabeza en David, sino muy lejos; en realidad, a
casi setenta kilómetros.
—¿Estáis…?
—¿Qué? —Laurel intentó concentrarse en lo que decía su madre.
—No sé, pasas mucho tiempo en su casa y he pensado que quizás… erais pareja.
—No lo sé —respondió ella, con sinceridad—. Quizá.
—Es que… sé que, a veces, la madre de David trabaja hasta tarde, de modo que él
y tú pasáis mucho tiempo a solas. Cuando dos jóvenes están en una casa vacía, es fácil
que las cosas se descontrolen un poco.
—Tendré cuidado, mamá —dijo ella muy seca.
—Ya lo sé, pero yo soy la madre y tengo que decírtelo —dijo con una sonrisa—. Y
recuerda —añadió— que todavía no te haya venido la regla no quiere decir que no te
puedas quedar embarazada.
—¡Mamá!
—Sólo lo digo.
Laurel recordó las palabras de Tamani: «La polinización es para reproducirnos; el
sexo es sólo por diversión». Se preguntó qué diría su madre si le explicara que no se
podía quedar embarazada y que nunca tendría la regla. Que, para ella, el sexo sólo era
sexo, sin ataduras. Si había algo que pudiera decir para poner realmente nerviosa a su
madre, era eso. Ella misma todavía tenía que hacerse a la idea.
—Mamá —dijo de repente—. Quería hablarte de nuestra casa. Hace mucho
tiempo que es de nuestra familia. Y yo he vivido allí toda mi vida. —Ladeó la cabeza
—Justo a tiempo —dijo la madre de Laurel cuando ésta entró por la puerta después
de clase al día siguiente—. Es para ti.
La chica cogió el teléfono. Acababa de dejar a David en la esquina. ¿Por qué la
llamaría?
—¿Sí? —dijo, dubitativa.
—Hola, Laurel. Soy Chelsea.
—Hola.
—¿Haces algo esta tarde? Hace un día precioso y había pensado que quizá te
gustaría ir a ver el faro de Battery Point.
Laurel había oído hablar de aquel edificio histórico, pero todavía no lo había visto.
—Claro —dijo—. Me encantaría.
—¿Te recojo dentro de cinco minutos?
—Vale.
—¿Vas a algún sitio con David? —le preguntó su madre cuando colgó.
—No, con Chelsea. Quiere enseñarme el faro. ¿Te parece bien?
—Claro, me parece genial. Me alegro de ver que empiezas a tener amigos. Sé que
te llevas muy bien con David, pero deberías salir con más gente. Es más sano.
Laurel se acercó a la nevera y, mientras esperaba a Chelsea, se abrió una lata de
refresco.
—Hoy he recibido tus notas por correo —dijo su madre.
Por un momento, Laurel notó que se atragantaba. Hasta el florecimiento, las clases
le habían ido bastante bien, pero no sabía qué tal habrían ido los exámenes cuando su
vida se había convertido en una locura.
—Tres excelentes y dos notables. Estoy bastante satisfecha —dijo su madre
sonriendo. Luego se rió y añadió—: Sinceramente, también me siento muy orgullosa
de mí misma. Debo de haberlo hecho muy bien hasta ahora para que hayas obtenido
estos resultados.
Laurel manifestó su alegría mientras su madre le entregaba las notas. El notable de
biología no era ninguna sorpresa, ni el excelente en inglés. Ahora sólo tenía que
mantener el nivel hasta final del semestre. No debería ser difícil. Estaba segura de que
lo peor ya había pasado.
—¿Por qué el coche de papá está en la entrada? —preguntó.
—Ya he vuelto —gritó Laurel cuando entró en casa, dejó la mochila en el suelo y se
dirigió hacia la despensa a por un bote de peras en almíbar. Su madre apareció al cabo
de unos minutos, mientras ella se estaba comiendo media pera directamente del bote.
Sin embargo, en lugar de la mirada de reprimenda por no haber cogido un cuenco, su
madre suspiró y sonrió cansada.
—¿Te apañas para hacerte la cena sola?
—Claro, ¿qué pasa?
—Tu padre está peor. Le duele el estómago y lo tiene un poco hinchado, y ahora
tiene fiebre. Sólo unas décimas, pero no consigo que le baje. Ni con compresas frías, ni
con un baño de agua fría, ni con mis cápsulas de hisopo y raíz de regaliz.
—¿En serio? —preguntó Laurel. Su madre tenía una hierba para todo y la verdad
era que funcionaban de maravilla. Sus amigas solían llamarla cuando ya no sabían qué
hacer y los medicamentos de la farmacia no ayudaban—. ¿Le has dado té de
equinácea? —sugirió, puesto que era lo que siempre le daba a ella.
—Le he hecho una jarra, con hielo. Pero es que también le cuesta tragar, así que
no sé qué más puedo hacer.
El jueves, después de clase, Laurel cogió su delantal azul y se dirigió a la librería. Jen,
Brent y Maddie, los empleados de su padre, habían estado haciendo turnos extras,
pero si las cosas continuaban así, para el viernes los tres superarían las cuarenta horas
semanales. Laurel quería que al menos Brent y Jen se tomaran el día libre. Maddie y
ella podían arreglárselas solas. Maddie era la única empleada que su padre había
mantenido del personal que trabajaba con el anterior propietario. Ya llevaba casi diez
años en la librería y, por suerte, no tenía muchos problemas para apañárselas sola.
Sin embargo, mientras Laurel caminaba por la calle Mayor no estaba preocupada
por la tienda. Había ido a ver a su padre para que le diera las últimas instrucciones y
su aspecto la había sorprendido. Siempre había sido un hombre delgado, pero ahora
sus facciones eran macilentas y se veía ojeroso. Tenía los labios pálidos y la frente
cubierta por una fina capa de sudor. La madre de Laurel lo había intentado todo.
Cataplasmas de lavanda y romero en el pecho, té de hinojo para el estómago, mucha
vitamina C para reforzar el sistema inmunológico… Pero parecía que nada
funcionaba. Por la noche, le daba coñac para que le ayudara a dormir y echaba unas
gotas de aceite de menta en el humidificador. Pero nada. Haciendo de tripas corazón,
también había recurrido a medicamentos convencionales, pero su marido no
mejoraba. Lo que todos esperaban que fuera una gripe fuerte se había convertido en
algo más serio mucho más deprisa de lo que su mujer había imaginado.
Cuando por la tarde Laurel se había ofrecido para ir a la tienda y que su madre
pudiera quedarse en casa con su padre, ésta la abrazó con fuerza y le susurró
«Gracias» al oído. Su padre parecía una caricatura enferma del hombre que era hacía
apenas unos días. Había intentado sonreír y bromear como siempre, pero incluso
aquello fue demasiado para él.
Cuando Laurel abrió la puerta de la tienda, sonó una alegre campana.
Maddie levantó la cabeza y sonrió.
—Laurel. Cada vez que te veo estás más guapa. —La abrazó y ella disfrutó del
abrazo, que la hizo sentirse un poco mejor. Maddie siempre olía a galletas, especias y a
algo más que Laurel no podía identificar—. ¿Cómo está tu padre? —le preguntó, con
un brazo todavía rodeándola por los hombros.
La respuesta que habría dado a todo el mundo era un simple: «Bien». Pero cuando
Maddie se lo preguntó, Laurel no pudo seguir fingiendo.
David no dijo nada mientras conducía por la oscura autopista. Laurel había
conseguido localizarlo en el móvil justo cuando llegaba a casa, y él había insistido en
acompañarla a Brookings esa misma noche, en lugar de esperar a la mañana siguiente.
Laurel había bajado la ventanilla y, a pesar de que David debía de estar congelándose
con el frío aire de otoño que llenaba el coche, no dijo nada. Ella notaba que la miraba
cada dos por tres y, de vez en cuando, alargaba la mano y le acariciaba el brazo, pero
no dijo nada.
—Repíteme por qué estamos haciendo esto —dijo David después de llevar casi una
hora intentando encontrar la parte de la ciudad que buscaban.
—David, hay algo raro en ese tío. Lo noto.
—Vale, pero ¿ir a su despacho y espiar por la ventana…? Me parece demasiado.
—Bueno, ¿y qué esperas que haga? ¿Llamarle y preguntarle por qué me pone los
pelos de punta? Sí, seguro que funciona —farfulló.
—¿Y qué dirás a la policía cuando nos detengan? —le preguntó él con sarcasmo.
—Venga ya… Es de noche. Sólo vamos a rodear la oficina, a mirar por la ventana y
a asegurarnos de que todo parece legal —hizo una pausa—. Y si resulta que se han
dejado la ventana abierta, bueno…, no será culpa mía.
—Estás chalada.
—Quizá, pero has venido conmigo.
Él puso los ojos en blanco.
—Esto es Sea Cliff —dijo Laurel de repente—. Apaga las luces.
David suspiró, pero aparcó el coche y apagó las luces. Con sigilo se acercaron al
final de la calle sin salida y se detuvieron frente a una vieja casa que parecía de
principios del siglo pasado.
—Es ésta —susurró Laurel mientras comprobaba que los números de la tarjeta de
visita y los de la entrada de la casa coincidían.
David contempló la imponente construcción.
—No se parece a las agencias inmobiliarias que había visto antes. Da la sensación
de estar abandonada.
—Entonces, menos opciones de que nos vean. Vamos.
David se abrochó la chaqueta mientras avanzaban por el lateral de la casa y
empezaban a mirar por las ventanas. Era de noche y había luna nueva, pero Laurel se
sentía demasiado expuesta con la camiseta de color azul claro. Ojalá no se hubiera
dejado la chaqueta negra en el coche, pero si iba a buscarla, quizá no tuviera el valor
de volver.
La casa era enorme y amplia, con algunos añadidos recientes al edificio principal,
que parecían apéndices colocados al azar. Laurel y David se asomaron a varias
ventanas y vieron siluetas oscuras y voluminosas.
—Muebles viejos —dijo él, pero el resto de la casa estaba vacía—. Es imposible que
Barnes lleve un negocio desde aquí. ¿Por qué iba a poner esta dirección en la tarjeta?
—Porque esconde algo —susurró la chica—. Lo sabía.
—Laurel, ¿no crees que nos hemos precipitado un poco? Deberíamos volver al
Los hombres los ataron juntos y los metieron en el asiento trasero del Honda Civic de
David.
—Ahora podéis gritar tanto como queráis —les dijo el del pelo rojo con una
sonrisa—. Nadie os oirá.
De camino a la montaña, las farolas iluminaban brevemente el interior del coche
lo suficiente para que Laurel viera la cara de David. Tenía la mandíbula tensa y estaba
tan asustado como ella, pero tampoco gritaba.
—Es fantástico volver a hacer esto, ¿no? —dijo el de las cicatrices, hablando en voz
alta por primera vez. A diferencia de su compañero, éste tenía una voz grave y
agradable, la típica voz del héroe de las películas en blanco y negro, una voz que no
encajaba con aquella cara ruda y desfigurada.
—Sí —respondió el del pelo rojo riéndose; era una risa que a Laurel le provocó
arcadas—. Estaba harto de estar sentado en aquella habitación esperando a que pasara
algo.
—Somos los mejores, pero Barnes nos trata como a una mierda. Sólo nos encarga
que nos ocupemos de críos. ¡Críos!
—Sí. —Permanecieron en silencio unos segundos—. Deberíamos descuartizarlos,
en lugar de tirarlos al río. Eso te haría sentir mejor, ¿eh?
Ninguno de los dos pudo moverse durante varios minutos. David estaba temblando
cuando sacó los brazos de alrededor de Laurel.
—Pensaba que nunca más volvería a verte —dijo el chico—. Has estado ahí abajo
quince minutos, contando a partir de cuando he podido pasar los brazos por debajo
de las piernas y he mirado el reloj.
«¡Quince minutos!» Laurel comprendió que había hecho bien en haber soltado a
David primero. Él habría estado muerto al cabo de cinco.
—¿Cómo has llegado a la orilla?
David sonrió.
—Es que soy muy testarudo. No estaba convencido de poder conseguirlo. Pero no
dejé de patalear y respirar cuando podía y, al final, llegué a aguas menos profundas.
—Se acercó a ella hasta que sus hombros se tocaron—. No tenía ni idea de dónde
estabas. Ni siquiera podría haber encontrado dónde estabas atada, porque el río estaba
muy oscuro. Así que he empezado a caminar por la orilla buscando alguna señal.
—¿Y si esos dos te hubieran encontrado? —le recriminó Laurel.
—Era un riesgo que estaba dispuesto a correr —dijo David en voz baja. Un
violento escalofrío lo sacudió de arriba abajo y, muy despacio, Laurel se levantó.
—Tienes que entrar en calor —dijo—. Estás expuesto a una hipotermia después de
haber estado en esa agua tan fría.
—¿Y tú? Has estado ahí debajo mucho más tiempo que yo.
Laurel meneó la cabeza.
—Yo no soy de sangre caliente, ¿recuerdas? Venga, vamos a buscar algo afilado
para cortar la cuerda —se agachó y empezó a palpar el suelo.
—No —dijo David—. Volvamos al coche. Tengo una navaja. Ganaremos tiempos.
—¿Crees que podremos encontrarlo?
—Será mejor que sí, porque, si no, nos habremos salvado para nada.
Caminaron corriente arriba varios minutos antes de empezar a reconocer el
paisaje.
—Allí —dijo Laurel señalando el suelo. Vio su chancla blanca en la orilla, junto al
agua—. He debido de perderla cuando el de la cicatriz me levantó para tirarme al
agua.
David vaciló, sin apartar la vista de la chancla.
Unas lágrimas de alivio le ofuscaron la vista cuando cruzó la línea de árboles y se dejó
envolver por la sensación familiar del bosque. Se apartó el pelo enmarañado de la cara
e intentó peinárselo con los dedos, sin demasiado éxito, mientras avanzaba por el
camino que llevaba hasta el riachuelo. Estaba tan agotada que casi no podía ni andar,
y encima tenía los pies magullados.
—¿Tamani? —dijo en voz baja, pero, en la silenciosa y oscura noche, pareció un
grito—. ¿Tamani? Necesito ayuda.
El duende se colocó a su lado con tanto sigilo que ella no lo vio hasta que dijo:
—¿El chico del coche es David?
Ella se detuvo y lo miró fijamente. Esa noche, no llevaba la armadura, sino una
camiseta negra de manga larga y pantalones ajustados que se confundían
perfectamente con las sombras. La noche era tan oscura que sólo podía distinguir la
silueta de la cara, con los delicados y atractivos ángulos. Quería lanzarse a sus brazos,
pero se contuvo.
—Sí, es David.
Él la estaba mirando con dulzura, pero también con firmeza.
—¿Por qué lo has traído?
—No tenía otra opción.
Él arqueó una ceja.
—Al menos le has dicho que se quedara en el coche.
—Tamani, hago lo que puedo, pero era mi única opción para venir esta noche.
Él suspiró y miró hacia donde Laurel había dejado a David en el coche.
—Tengo que admitir que me alegro de que hayas venido. Sin embargo, esta noche
el bosque está lleno de hadas y duendes; no es un buen momento.
Cuando Laurel se estiró y desperezó, notó que unos delicados dedos le acariciaban el
pelo. Abrió los ojos y vio a Tamani.
—Buenos días —dijo él con una delicada sonrisa mientras se sentaba junto a su
cabeza.
Ella sonrió, pero luego vio el cielo lleno de estrellas y la pequeña esfera colgada de
la rama de un árbol.
—¿Ya es de día?
Tamani se rió.
—Bueno, es muy temprano, pero sí.
—¿Has dormido?
Él negó con la cabeza.
—Tenía demasiadas cosas que hacer.
David reaccionó bastante bien ante la situación; algo digno de encomio, sobre todo
teniendo en cuenta que lo había despertado un chico que, mientras Laurel los
presentaba tartamudeando, no dejaba de mirarlo fijamente. Aceptó mucho mejor que
ella la idea de que los matones eran troles, así que ella se preguntó si estaba
despierto… o si estaba en estado de choque. A pesar de todo, parecía listo para
conducir.
Tamani se sentó en el asiento trasero y dejó la puerta abierta, invitando a Laurel
con la mirada a sentarse a su lado. Ella miró a David, con la ropa rota y sucia del río y
con un moretón en la cara donde le había dado la bofetada, y sonrió a modo de
disculpa mientras cerraba la puerta trasera y se sentaba en el asiento del copiloto. Sin
embargo, el duende no aceptaba una derrota tan fácilmente y, mientras David se
dirigía hacia la autopista, se inclinó hacia delante y apoyó el brazo en el reposacabezas,
de modo que su mano descansaba sobre el hombro de Laurel.
Si David vio algo en la tenue luz del alba, no dijo nada.
Laurel miró el reloj. Eran casi las cuatro. Suspiró.
—Mi madre estará histérica. ¿Y la tuya? —le preguntó a David.
—Espero que no. Le dije que quizá me quedaría contigo toda la noche y dijo que
no pasaba nada si me perdía un día de clase. Pero la llamaré cuando sea de día y le
diré que estoy contigo.
—Si supiera que… —Laurel dejó la frase en el aire.
—¿Cuál es el plan? —preguntó David, para cambiar de tema.
Le respondió Tamani.
—Me lleváis hasta esa casa, me encargo de los troles y me traéis de vuelta. Es
sencillo.
—Explícame más cosas sobre esos troles —le pidió David—. Son los seres más
horripilantes que he visto en la vida.
—Y espero que siga siendo así.
David se estremeció.
—Yo también. Cuando nos llevaron al río, ese… ese trol me levantó como si nada.
Y no soy tan pequeño.
—Bueno, eres más alto que yo, eso sí —Tamani se volvió hacia Laurel y el tono
condescendiente desapareció tan deprisa como había aparecido—. Los troles son…,
Parecía imposible que el trayecto entre Brookings y Orick se le hiciera más largo que
cuando lo había hecho con Tamani en los brazos. Pero ahora, a solas con David y con
dos de los mayores tesoros que podía imaginar en los bolsillos, los kilómetros se
hicieron más largos que nunca. No podía quitarse de la cabeza las palabras del viejo
duende: «A tu padre le quedan horas, no días». Había dicho horas, en plural, pero
¿cuántas? ¿Y cuándo sería demasiado tarde? De vez en cuando, Laurel sacaba la
botella, la apretaba con los dedos y luego volvía a guardársela en el bolsillo, porque no
sabía dónde estaría más segura. Al final, la dejó en el bolsillo, aunque sólo fuera para
evitar que David le hiciera preguntas que no podía responder.
Pero él no le había preguntado nada. Después de abrazarla cuando salió del
bosque, le había abierto la puerta del coche en silencio y había dicho: «¿Al hospital?»
Y ya no había vuelto a hablar. Laurel agradecía el silencio. Todavía no había decidido
qué podía contarle y qué no. Hacía unas semanas, había prometido contarle todo lo
que Tamani le dijera, a menos que fuera un secreto de las hadas. Sin embargo, no
esperaba que compartieran con ella tantos detalles.
Y ahora lo habían hecho. Conocía la ubicación de una puerta por la que cualquier
trol la mataría, a ella o a sus seres queridos. Quizás, explicárselo a David sólo
supondría un mayor peligro para él.
Así que lo mejor que podía hacer era callar.
Cuando el chico aparcó frente al hospital y contempló el edificio alto y gris, le
preguntó:
—¿Quieres que entre contigo?
Laurel meneó la cabeza.
—Los dos tenemos un aspecto horrible. Si entro sola, quizá no llame tanto la
atención.
«Aunque lo dudo», pensó para sus adentros.
—Entonces no te acompañaré. Llamaré a mi madre. —Vaciló y luego la tomó de la
mano—. Tengo que volver a Crescent City dentro de unas horas… Mi madre se
pondrá histérica cuando la llame. Me ha dejado unos veinte mensajes, pero si
necesitas algo… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros—. Ya sabes dónde
estoy.
—Vuelvo enseguida para despedirme, pero antes tengo que ir a ver a mi padre.
Cuando Laurel regresó al aparcamiento después de haberse puesto una de las camisas
limpias de su madre, David la estaba esperando sentado encima del maletero del
coche.
Un escritor sólo es una pequeña parte del proceso de creación de un libro, y hay
muchas personas que merecen mi infinita gratitud. Mi increíble agente, Jodi Reamer;
¿qué sería de mí sin ti? Tara Weikum, mi editora; estoy convencida de que nadie
hubiera podido moldear este libro de una forma más perfecta que tú. Quiero dar las
gracias a Erica Sussman por su constante ayuda; te agradezco que hayas estado a mi
lado. Gracias a la ayudante de Tara, Jocelyn Davies, de quien destaco y agradezco su
resplandeciente sonrisa y su colaboración. Todo el equipo de Harper ha sido más que
extraordinario. Gracias especialmente a Melissa Dittmar, Liz Frew, Cristina Gilbert,
Andrea Pappenheimer y Dina Sherman, que hicieron un esfuerzo por hacerme sentir
como en casa. Y a Laura Kaplan, por todo el trabajo que ha hecho y por todo el que
hará en el futuro. Harper es el mejor lugar del mundo.
¿Y dónde estaría sin los amigos que han estado a mi lado desde el principio? Gracias a
David McAfee, Pat Wood, Michelle Zink y John Zakour por creer en mí más que yo
misma. Stephenie, me has abierto tantas puertas; siempre te estaré agradecida.
Gracias. Y, obviamente, a los amigos nuevos: Sarah Rees Brennan, Saundra Mitchell y
Carrie Ryan, aparte de los demás debutantes de www.feastofawesome.com. Sois todos
impresionantes. Un enorme agradecimiento a mi increíble profesora de ficción de
Lewis-Clark, y también escritora, Claire Davis; te debo la base de mis habilidades
literarias. Un abrazo inmenso a las chicas Carson: Hannah, Emma y Bethany, por ser
mis betas. ¡Valéis un imperio!
Y, por último, a mi increíble familia, que también son los primeros de la lista de mi
club de fans. Duane, Trina, Kara, Richard, Emily Corbett…, gracias. A mis preciosos
hijos, Audrey, Brennan y Gideon, que milagrosamente apenas se quejan, y que
cuando lo hacen siguen siendo la luz de mi vida. Y, más que a nadie, gracias, Kenny.
Sin ti, nada de esto habría sido posible.
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