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Aprilynne Pike

Alas
Traducción de Mireia Terés Loriente

Argentina – Chile – Colombia – España – Estados Unidos – México – Perú –


Uruguay – Venezuela

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Para Kenny, el método detrás de mi locura

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1

Los pies de Laurel se movían a un ritmo acelerado que desafiaba su mal humor.
Mientras avanzaba por los pasillos de Del Norte High, la gente la miraba con
curiosidad.
Después de volver a comprobar el horario, encontró el laboratorio de biología y
ocupó un pupitre junto a la ventana. Si tenía que estar dentro de un edificio, al menos
quería poder ver el exterior. Un chico le sonrió mientras se dirigía hacia la parte
delantera de la clase y ella intentó devolverle la sonrisa. Sólo esperaba que no le
hubiera parecido una mueca.
Un hombre alto y delgado se presentó como el señor James y empezó a repartir los
libros de texto. El principio del libro parecía como los demás, con clasificaciones de
plantas y animales que ella ya conocía, pero luego seguía con la anatomía humana
básica. Hacia la página ochenta, el texto ya le sonaba a chino. Laurel refunfuñó en voz
baja. Iba a ser un semestre muy largo.
Cuando el señor James pasó lista, Laurel reconoció varios nombres que ya había
oído en las dos primeras clases del día, pero iba a tardar mucho tiempo en relacionar
ni siquiera la mitad de ellos con las caras que la rodeaban. Se sentía perdida en medio
de un mar de gente desconocida.
Su madre le había asegurado que todos los estudiantes de primero se sentirían
igual, porque también sería su primer día de instituto, pero nadie más parecía perdido
o asustado. Quizá, después de años de enseñanza pública, te acababas acostumbrando
a estar perdido o asustado.
Para Laurel la enseñanza en casa había funcionado de maravilla durante los
últimos diez años, y no veía ningún motivo para cambiar. Sin embargo, sus padres
parecían decididos a hacer lo correcto con su única hija. A los cinco años, lo correcto
había sido la enseñanza en casa en una ciudad pequeña. Por lo visto, ahora que tenía
quince años, lo correcto era la enseñanza pública en una ciudad no tan pequeña.
En el aula reinaba el silencio y Laurel despertó de sus sueños cuando el profesor
repitió su nombre.
—¿Laurel Sewell?
—Sí —respondió ella enseguida.
Sintió vergüenza cuando el señor James se la quedó mirando por encima de la
montura de las gafas antes de leer el siguiente nombre.

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Laurel soltó el aire que había estado conteniendo y sacó la libreta, dispuesta a
llamar la atención lo menos posible.
Mientras el profesor les explicaba el temario del semestre, los ojos de Laurel no
dejaban de desviarse hacia el chico que le había sonreído. Tuvo que reprimir una
sonrisa cuando vio que él también la miraba de reojo.
Cuando el señor James terminó la clase porque era la hora de comer, Laurel
guardó el libro en la mochila.
—Hola.
Levantó la cabeza. Era el chico que la había estado mirando. Lo primero que le
llamó la atención fueron sus ojos. Eran de un azul muy intenso que contrastaba con el
tono tostado de su piel. Parecía un color extraño, pero no en el mal sentido. Era
exótico. Tenía el pelo ondulado, castaño claro y un poco largo, y le dibujaba un
delicado arco encima de la frente.
—Eres Laurel, ¿verdad? —Ella vio una cálida pero desenfadada sonrisa y unos
dientes muy rectos. «Seguro que ha llevado aparatos», pensó mientras,
inconscientemente, recorría sus propios dientes con la punta de la lengua. Por suerte
para ella, los suyos estaban rectos de forma natural.
—Sí —dijo, casi sin voz, y tosió sintiéndose una estúpida.
—Me llamo David. David Lawson. Yo… sólo quería saludarte. Y darte la
bienvenida a Crescent City.
Laurel se obligó a sonreír.
—Gracias.
—¿Quieres comer conmigo y con mis amigos?
—¿Dónde? —preguntó Laurel.
David la miró con una cara extraña.
—Eh… ¿En el comedor de la escuela?
—Ah —respondió ella, algo decepcionada. Parecía muy amable, pero estaba harta
de estar encerrada en ese edificio—. Bueno, es que yo voy a buscar un sitio fuera —
hizo una pausa—. Pero gracias.
—Fuera me parece genial. ¿Te apetece tener compañía?
—¿De veras?
—Claro. Llevo la comida en la mochila, así que estoy listo. Además —añadió,
mientras se colgaba la mochila en un hombro—, no deberías comer sola en tu primer
día.
—Gracias —respondió ella, tras unos segundos de duda—. Estaré encantada.
Salieron al jardín trasero juntos y encontraron una zona de hierba que no estaba
demasiado húmeda. Laurel dejó la chaqueta en el suelo y se sentó encima; David no
se quitó la suya.

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—¿No tienes frío? —le preguntó mientras miraba con escepticismo sus pantalones
vaqueros cortos y su camiseta de tirantes.
Ella se quitó las chanclas y hundió los pies en la hierba.
—No suelo tener frío; al menos, aquí. Si fuésemos a algún lugar con nieve estaría
perdida. Pero este clima es perfecto —dibujó una extraña sonrisa—. En broma, mi
madre me dice que soy de sangre fría.
—Qué suerte. Nosotros vinimos de Los Ángeles hace unos cinco años y todavía no
me he acostumbrado a esta temperatura.
—No hace tanto frío.
—No —respondió David con una sonrisa—, pero tampoco hace calor. Después del
primer año aquí, miré los registros climatológicos; ¿sabías que la diferencia entre la
temperatura media de julio y de diciembre es de apenas diez grados? No es normal.
Se quedaron callados y él se comió su bocadillo mientras Laurel sacaba un tenedor
y se comía su ensalada.
—Mi madre me ha puesto una porción extra de tarta —dijo David, para romper el
silencio—. ¿La quieres? —le ofreció una preciosa tarta con un glaseado azul por
encima—. La ha hecho ella.
—No, gracias.
Él miró con incertidumbre la ensalada y luego volvió a mirar la tarta.
Laurel se dio cuenta de lo que debía estar pensando y suspiró. ¿Por qué todo el
mundo llegaba a la misma conclusión? Estaba segura de que no era la única persona
en el mundo a la que le gustaban las frutas y las verduras. Señaló su lata de Sprite y
dijo:
—No es light.
—No quería…
—Soy vegetariana —lo interrumpió ella—. Y bastante estricta.
—¿En serio?
Ella asintió y luego se rió.
—A ti no te gustan demasiado las verduras, ¿verdad?
—No, no mucho.
David se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Y cuándo te has instalado aquí?
—En mayo. He estado trabajando mucho con mi padre. La librería del centro es
suya.
—¿Ah, sí? —preguntó David—. Fui la semana pasada. Es genial. Aunque no
recuerdo haberte visto allí.
—Es culpa de mi madre. Fuimos a comprar material para el instituto cada día de la
semana pasada. Hasta ahora, me habían educado en casa y mi madre está convencida

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de que todavía me falta de todo.
—¿En casa?
—Sí. Este año me han obligado a venir al instituto.
Él sonrió.
—Me alegro —bajó la mirada a la tarta que tenía en la mano antes de preguntar—.
¿Echas de menos tu antigua ciudad?
—A veces —sonrió tímidamente—. Pero esto también me gusta. Mi antigua
ciudad, Orick, es muy pequeña. Sólo tiene quinientos habitantes.
—Guau —él chasqueó la lengua—. Los Ángeles es algo más grande.
Ella se rió y se atragantó con el refresco.
Parecía que David iba a preguntarle otra cosa, pero oyeron el timbre y sonrió.
—¿Podemos repetir mañana? —dudó unos segundos, y luego añadió—: Con mis
amigos, ¿quizá?
El primer instinto de Laurel fue decir que no, pero se lo había pasado bien.
Además, conocer gente era uno de los motivos por los que su madre había insistido en
que fuera al instituto.
—Claro —dijo, antes de ponerse demasiado nerviosa—. Me encantaría.
—Genial —se incorporó y le ofreció la mano. La levantó y sonrió—. Bueno, pues…
ya nos veremos.
Laurel lo vio alejarse. La chaqueta y los vaqueros anchos eran parecidos a los de
todos los demás, pero caminaba con una seguridad que lo hacía destacar. Laurel sintió
envidia de aquel paso firme y decidido.
Quizás algún día.

Laurel dejó la mochila en la encimera y se sentó en un taburete. Su madre, Sarah,


levantó la mirada del pan que estaba amasando.
—¿Qué tal la escuela?
—Una mierda.
Sus manos se detuvieron.
—Laurel, esa lengua.
—Bueno, es la verdad. No hay una forma mejor de describirlo.
—Tienes que darte un poco de tiempo, cielo.
—Todos me miran como si fuera un bicho raro.
—Te miran porque eres nueva.
—No me parezco a los demás.
Su madre sonrió.
—¿Y eso te gustaría?

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Laurel puso los ojos en blanco, pero tenía que admitir que su madre había dado en
el clavo. Puede que la hubieran educado en casa y que estuviera un poco
sobreprotegida, pero sabía que se parecía mucho a los jóvenes de las revistas y la
televisión.
Y le gustaba.
La adolescencia había sido amable con ella. Su piel casi translúcida no había
sufrido los efectos del acné y su pelo rubio nunca había sido graso. Era una chica
menuda y ágil de quince años con una cara perfectamente ovalada y los ojos verdes.
Siempre había sido delgada, aunque no demasiado, y, en los últimos años, incluso
había desarrollado algunas curvas. Tenía las piernas largas y esbeltas y caminaba con
la elegancia de una bailarina, a pesar de no haber hecho nunca ballet.
—Quiero decir que visto de forma distinta.
—Si quisieras, vestirías como los demás.
—Sí, pero llevan zapatos con refuerzos metálicos, vaqueros ajustados y tres
camisetas, una encima de la otra.
—¿Y?
—No me gusta la ropa ajustada. Pica y me hace sentir extraña. Además, ¿quién
quiere llevar zapatos con refuerzos metálicos? ¡Buah!
—Pues ponte lo que quieras. Si la ropa que llevas basta para que posibles amigos
no se acerquen a ti, no son los amigos que mereces.
«El típico consejo de madre. Dulce, honesto y totalmente inútil.»
—En el instituto hay mucho ruido.
Su madre dejó de amasar y se apartó varios mechones de pelo de la cara,
manchándose la ceja de harina.
—Cariño, no puedes esperar que un instituto lleno de gente sea lo mismo que tú y
yo solas en casa. Sé razonable.
—Soy razonable. No hablo del ruido necesario; corren por todas partes como
monos. Gritan, ríen y chillan con todas sus fuerzas. Y se enrollan delante de las
taquillas.
Su madre colocó los brazos en jarras.
—¿Algo más?
—Sí. Los pasillos son oscuros.
—No son oscuros —respondió su madre, con una ligera reprimenda en el tono de
voz—. Recorrí la escuela contigo la semana pasada y todas las paredes son blancas.
—Pero no hay ventanas, sólo esos horribles fluorescentes. La luz es artificial. Los
pasillos están… oscuros. Echo de menos Orick.
Su madre empezó a dividir la masa en partes iguales.
—Cuéntame algo bueno sobre el día de hoy. Y lo digo en serio.

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Laurel se levantó y se dirigió hacia la nevera.
—No —dijo su madre, que levantó una mano para detenerla—. Primero algo
bueno.
—Eh… He conocido a un chico muy majo —respondió ella, esquivando el brazo
de su madre y cogiendo un refresco de la nevera—. David… David no sé qué.
Ahora fue su madre quien puso los ojos en blanco.
—Claro. Nos mudamos a una nueva ciudad, empiezas en un colegio nuevo y la
primera persona con quien haces buenas migas es un chico.
—No es eso.
—Era broma.
Laurel guardó silencio, escuchando cómo su madre golpeaba la masa contra la
encimera.
—¿Mamá?
—Dime.
Respiró hondo.
—¿Tengo que seguir yendo?
Su madre se frotó las sienes.
—Laurel, ya lo hemos hablado.
—Pero…
—No. No vamos a volver a discutir sobre lo mismo —se apoyó en la encimera y
acercó la cara a la de su hija—. Ya no me siento capacitada para seguir educándote.
Para ser sincera, debería haberte llevado a la escuela a los diez u once años, pero
estaba muy lejos de Orick y tu padre ya hacía un gran desplazamiento cada día y… da
igual. Ya tocaba.
—Pero podrías pedir unos de esos programas de enseñanza en casa. Los he mirado
por Internet —cuando su madre abrió la boca para responder, Laurel añadió—: Y no
tienes que darme tú las clases. El material que te entregan lo cubre todo.
—¿Y cuánto cuestan? —preguntó su madre, con la voz relajada aunque con una
ceja arqueada.
Laurel no dijo nada.
—Mira —dijo su madre después de una pausa—, dentro de unos meses, si todavía
no te adaptas al colegio, es una posibilidad que podemos estudiar. Pero hasta que
vendamos la propiedad de Orick no tenemos dinero para nada más. Y lo sabes.
Laurel bajó la mirada hasta la encimera con los hombros caídos.
El motivo principal por el que se habían trasladado a Crescent City era porque su
padre había comprado una librería en Washington Street. A principios de año, pasó
por delante y vio un cartel de «EN VENTA POR JUBILACIÓN». Laurel recordaba haber
escuchado hablar a sus padres durante semanas sobre lo que podían hacer para

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comprar la tienda, que era un sueño compartido desde que se habían casado, pero los
números nunca salían.
Y entonces, a finales de abril, un tipo llamado Jeremiah Barnes se presentó un día
en el trabajo del padre de Laurel, en Eureka, y le dijo que estaba interesado en su
propiedad de Orick. Ese día, su padre llegó a casa prácticamente saltando de alegría. Y
el resto sucedió tan deprisa que Laurel apenas recordaba qué había venido primero.
Sus padres fueron varios días seguidos al banco de Brookings y, a principios de mayo,
la librería era suya y se mudaron de la pequeña cabaña de Orick a una casa todavía
más pequeña de Crescent City.
Sin embargo, los meses habían ido pasando y el acuerdo con el señor Barnes
todavía no estaba cerrado. Y, hasta entonces, el dinero escaseaba, su padre hacía
jornadas maratonianas en la librería y ella estaba obligada a ir al instituto.
Su madre la tomó de la mano con calidez y cariño.
—Laurel, aparte de lo que cueste, también tienes que aprender a conquistar
nuevos retos. Será muy positivo para ti. El año que viene, puedes empezar con los
cursos de orientación universitaria y podrías apuntarte a un equipo o un club. Esas
cosas quedan muy bien en las solicitudes para la universidad.
—Lo sé, pero…
—Yo soy la madre —dijo con una sonrisa que suavizaba el tono firme—. Y digo
que irás al instituto.
Laurel resopló y empezó a recorrer la lechada entre las baldosas de la encimera
con la punta del dedo.
El minutero del reloj se puso en marcha cuando su madre introdujo las bandejas
en el horno y puso la alarma.
—Mamá, ¿queda algún melocotón en almíbar de los tuyos? Tengo hambre.
Su madre la miró fijamente.
—¿Tienes hambre?
Laurel dibujó círculos concéntricos en la condensación de la lata de refresco con el
dedo, evitando mirar a su madre.
—Se me ha despertado el apetito esta tarde. Durante la última clase.
Su madre intentó no darle demasiada importancia, pero las dos sabían que no era
normal. Laurel casi nunca tenía hambre. Sus padres la habían reñido durante años
debido a sus extraños hábitos alimenticios. En las comidas, comía para satisfacerlos,
pero no era algo que notara que necesitaba, y mucho menos algo que disfrutara.
Por eso, al final su madre accedió a tener la nevera llena de Sprite. Clamaba contra
los todavía desconocidos perjuicios de la carbonatación, pero no podía discutir las 140
calorías por lata. Eran 140 calorías más que el agua. Así, al menos sabía que Laurel
aportaba calorías a su sistema, aunque fueran «vacías».

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Sin ánimo de discutir, su madre fue a la despensa a coger un bote de melocotón en
almíbar, temiendo que su hija cambiara de opinión. El desconocido retortijón en el
estómago de Laurel había empezado en clase de castellano, veinte minutos antes de la
última campana. De camino a casa, había desaparecido un poco, aunque no del todo.
—Toma —le dijo, mientras dejaba un cuenco delante de su hija. Se volvió para dar
a Laurel cierta privacidad. La chica bajó la mirada hasta el plato. Su madre no se había
pasado: medio melocotón y medio vaso de almíbar.
Se comió la fruta a trozos pequeños con la mirada fija en la espalda de su madre,
esperando a que se volviera y la mirara. Sin embargo, ella se puso a fregar los platos y
no la miró ni una sola vez. Sin embargo, Laurel se sentía como si hubiera perdido una
batalla imaginaria, de modo que, cuando terminó, recogió la mochila y salió de la
cocina de puntillas antes de que su madre se diera la vuelta.

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2

Sonó el timbre y Laurel se apresuró a hundir en el fondo de la mochila el diabólico


libro de biología.
—¿Qué tal el segundo día?
Laurel levantó la cabeza y vio a David al otro lado de la mesa de laboratorio,
sentado con el cuerpo pegado al respaldo de la silla.
—Bien.
Al menos, había respondido a la primera cuando habían pasado lista en todas las
clases.
—¿Preparada?
Ella intentó sonreír, pero su boca no le obedeció. Ayer, cuando había aceptado
comer con David y sus amigos, le había parecido una buena idea. Sin embargo, verse
rodeada por un grupo de desconocidos le daba pavor.
—Sí —respondió, aunque sabía que no había sonado demasiado convincente.
—¿Seguro? No tienes que hacerlo, si no quieres.
—No, seguro —añadió ella enseguida—. Sólo tengo que guardar mis cosas. —
Recogió la libreta y los bolígrafos despacio. Cuando uno de éstos se le cayó, David lo
recogió y se lo ofreció. Ella intentó cogerlo, pero él no lo soltó hasta que ella lo miró.
—No muerden —dijo muy serio—. Te lo prometo.
En el pasillo, David monopolizó la conversación y no dejó de hablar hasta que
entraron en el comedor. Saludó con la mano a un grupo que estaba en el extremo de
una de las largas mesas.
—Venga —dijo, y empujó suavemente a Laurel por la parte baja de la espalda.
Era extraño que alguien la tocara de aquella manera, pero también era
extrañamente tranquilizador. La guió por el abarrotado pasillo y, en cuanto llegaron a
la mesa, retiró la mano.
—Hola, chicos, os presento a Laurel.
David señaló a cada persona y dijo un nombre, pero, cinco segundos después, ella
habría sido incapaz de recordar ni uno. Se sentó en una silla junto a David e intentó
captar algo de las varias conversaciones que se estaban produciendo a su alrededor.
Algo distraída, sacó una lata de refresco, una ensalada de fresas y espinacas y medio
melocotón en almíbar que su madre le había metido en la mochila esa mañana.
—¿Una ensalada? ¿Hoy que hay lasaña comes ensalada?

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Laurel miró a la chica con el pelo rizado y castaño que tenía una bandeja llena de
comida del restaurante escolar encima de la mesa.
David intervino enseguida, anticipándose a cualquier respuesta eventual de su
amiga.
—Laurel es vegetariana… y de las estrictas.
La otra chica miró el medio melocotón con las cejas arqueadas.
—Pues a mí me parece algo más que vegetariana. ¿Acaso los vegetarianos no
comen, no sé, pan?
Una sonrisa forzada surcó el rostro de Laurel.
—Algunos sí.
David intervino.
—Por cierto, la persona que te está interrogando es Chelsea. Hola, Chelsea.
—Parece que sigues algún tipo de régimen muy estricto —continuó la chica,
ignorando el saludo de David.
—No. Es la comida que me gusta.
Laurel vio que los ojos de Chelsea volvían a desplazarse hacia la ensalada y
percibió que estaba a punto de hacerle más preguntas. Seguramente, era mejor soltarlo
todo de golpe que tener que responder a veinte preguntas.
—Mi sistema digestivo no acepta demasiado bien la comida normal —dijo—. Si
como cualquier cosa que no sea fruta o verdura, me pongo mala.
—Es muy raro. ¿Quién puede vivir exclusivamente de frutas y verduras? ¿Ya has
ido al médico? Porque…
—¿Chelsea? —reconvino discretamente David a la chica. Laurel dudaba de que
ninguno de los demás lo hubiera oído.
Los enormes ojos grises de Chelsea se abrieron un poco más.
—Oh, lo siento —sonrió y, al hacerlo, toda su cara se iluminó. Laurel también
sonrió—. Encantada de conocerte —y luego se concentró en su comida y ni siquiera
volvió a mirar la ensalada de Laurel.
La pausa para comer sólo duraba veintiocho minutos, muy corta para todo el
mundo, pero hoy pareció eternizarse. El comedor era pequeño y las voces resonaban y
rebotaban contra las paredes como pelotas de pimpón, atacando los oídos de Laurel.
Tenía la impresión de que todo el mundo le estaba gritando al mismo tiempo. Varios
de los amigos de David intentaron implicarla en sus conversaciones, pero ella no podía
concentrarse y le parecía que la temperatura de la sala aumentaba cada segundo. No
entendía por qué nadie más se daba cuenta.
Esa mañana, había elegido una camiseta de manga corta en lugar de una de
tirantes porque, el día anterior, se había visto muy fuera de lugar. Sin embargo, ahora
notaba que el cuello le apretaba cada vez más hasta que tuvo la sensación de llevar un

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jersey de cuello vuelto ceñido. Cuando, por fin, oyó el timbre, sonrió y se despidió,
pero salió tan deprisa que David no tuvo tiempo de atraparla.
Corrió hacia el baño, dejó la mochila en el suelo, a los pies de la ventana y se
asomó para que le diera el aire fresco. Inspiró la fresca y salada brisa y se sacudió la
parte delantera de la camiseta, para intentar que la brisa acariciara la mayor parte
posible de su cuerpo. La débil náusea que la había invadido durante la comida
empezó a desaparecer y salió del baño con el tiempo justo para llegar a la siguiente
clase.
Después del colegio, regresó a casa despacio. El sol y la brisa fresca le daban
energía e hicieron desaparecer completamente la extraña sensación que todavía tenía
en el estómago. Sin embargo, cuando escogió qué ropa se iba a poner al día siguiente,
se decantó por una camiseta de tirantes.
Antes de empezar la clase de biología, David se sentó a su lado.
—¿Te importa? —le preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—La chica que suele sentarse aquí se pasa toda la clase dibujando corazones para
alguien llamado Steve. Me distrae un poco.
David se rió.
—Seguramente, será Steve Tanner. Es muy popular.
—Imagino que todo el mundo se enamora de la persona más obvia. —Sacó el libro
de texto y localizó la página que el señor James había escrito en la pizarra.
—¿Quieres volver a comer conmigo? Y mis amigos —le preguntó David.
Laurel dudó unos segundos. Se imaginaba que se lo preguntaría, pero todavía no
había encontrado una respuesta apropiada para no herir sus sentimientos. Le caía muy
bien. Y sus amigos también, al menos los que había podido oír a pesar del ruido del
comedor.
—Creo que no —dijo—. Es que…
—¿Es por Chelsea? No pretendía cohibirte con lo de la comida, pero siempre es
muy sincera. De hecho, cuando te acostumbras, es muy agradable.
—No, no es por ella… Tus amigos son muy agradables, pero no puedo… No
soporto el bar. Si tengo que estar todo el día encerrada aquí dentro, necesito comer
fuera. Imagino que, con toda la libertad de la educación en casa durante diez años,
me está costando renunciar a ciertas cosas tan deprisa.
—¿Y te importa que te acompañemos?
Laurel guardó silencio para escuchar el principio de la clase sobre el filo.
—Encantada —susurró, al final.
Cuando sonó el timbre, David dijo:
—Nos vemos fuera. Voy a decírselo a los demás para que, si quieren, vengan.

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Cuando terminaron de comer, Laurel recordaba el nombre de al menos la mitad
del grupo y había sido capaz de participar en varias conversaciones. Chelsea y David la
acompañaron hasta la siguiente clase y le parecía natural caminar con ellos por el
instituto. Cuando él hizo una broma sobre el señor James, la risa de Laurel resonó por
los pasillos. Después de tan sólo tres días, el instituto empezaba a ser un lugar más
familiar; no se sentía tan perdida e, incluso, la sensación de aglomeración de gente
que había tenido el lunes hoy ya casi había desaparecido. Por primera vez desde que
se había marchado de Orick, sentía que pertenecía a algún sitio.

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3

Las siguientes semanas de clase pasaron más deprisa de lo que Laurel se hubiera
imaginado después de aquellos primeros días tan extraños. Se consideraba afortunada
por haber conocido a David; pasaban mucho tiempo juntos en la escuela y, además,
también coincidía con Chelsea en una clase. Nunca comía sola y había llegado al
punto en que podía llamar amigos a David y Chelsea. Y las clases iban bien. Era
extraño que los profesores esperaran que aprendiera al mismo ritmo que los demás,
pero ya empezaba a acostumbrarse.
Y también empezaba a acostumbrarse a Crescent City. Era más grande que Orick,
sí, pero había muchos espacios abiertos y no había edificios de más de dos plantas. Por
todas partes había enormes pinos y árboles de grandes hojas, incluso delante del
supermercado. El césped de los jardines era denso y verde y las flores florecían en las
enredaderas que cubrían gran parte de los edificios.
Un viernes de septiembre, Laurel se tropezó con David al salir de clase de
castellano, la última del día.
—Lo siento —se disculpó él, que la agarró por el hombro.
—Tranquilo. No miraba por dónde iba.
Los ojos de Laurel se encontraron con los de David. Ella sonrió con timidez, hasta
que se dio cuenta de que le obstaculizaba el paso.
—Uy, lo siento —dijo al tiempo que se apartaba de la puerta.
—Eh, de hecho te estaba… Te estaba buscando.
Parecía nervioso.
—Vale. Tengo que… —sujetó el libro en la mano—. Tengo que ir a dejar esto a la
taquilla.
Fueron hasta la taquilla de Laurel, ella guardó el libro de castellano y se volvió
hacia él con una expresión expectante.
—Me preguntaba si te gustaría… eh… dar una vuelta conmigo esta tarde.
Ella no borró la sonrisa, aunque los nervios se apoderaron de su estómago. Hasta
ahora, su amistad se había reducido al instituto; de repente, Laurel se dio cuenta de
que no sabía qué le gustaba hacer a David cuando no comía o tomaba apuntes. Sin
embargo, la posibilidad de descubrirlo era tentadora.
—¿Qué pensabas hacer?
—Hay un bosque detrás de mi casa y, como te gusta estar al aire libre, había

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pensado que podríamos ir a dar un paseo. Hay un árbol muy chulo que creo que te
gustará ver. Bueno, en realidad, son dos árboles, pero… ya lo entenderás cuando lo
veas. Si quieres venir, claro.
—Vale.
—¿En serio?
Laurel sonrió.
—Claro.
—Genial. —David miró hacia el pasillo—. Será más fácil si salimos por detrás.
Laurel lo siguió por el bullicioso pasillo y salieron al aire fresco de septiembre. El
sol luchaba por atravesar la niebla y la humedad enfriaba el ambiente.
El viento soplaba del oeste, arrastrando consigo el aroma salado del océano, y
Laurel respiró hondo, disfrutando del otoño mientras llegaban a una urbanización a
un poco más de medio kilómetro al sur de su casa.
—Vives con tu madre, ¿no? —le preguntó ella.
—Sí. Mi padre nos dejó cuando yo tenía nueve años. Y mi madre esperó a que
terminara el curso y nos vinimos para aquí.
—¿Y a qué se dedica?
—Es farmacéutica en Medicine Shoppe.
—Oh —Laurel se rió—. Qué ironía.
—¿Por qué?
—Mi madre es una experta naturópata.
—¿Qué es eso?
—Es alguien que, básicamente, prepara las medicinas a base de hierbas. Incluso
cultiva algunas. Nunca he tomado ningún medicamento de la industria farmacéutica,
ni siquiera una aspirina.
David se la quedó mirando fijamente.
—¡Venga ya!
—No. Mi madre prepara remedios sustitutos.
—A mi madre le daría algo. Cree que hay una pastilla para todo.
—Pues mi madre cree que los médicos sólo quieren matarte.
—Me parece que nuestras madres aprenderían mucho la una de la otra.
Laurel se rió.
—Seguramente.
—Entonces, ¿tu madre no va nunca al médico?
—Nunca.
—¿Y tú qué naciste, en casa?
—Soy adoptada.
—¿De veras? —Guardo silencio unos segundos—. ¿Y sabes quiénes son tus padres

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biológicos?
Laurel se rió.
—No.
—¿Qué es tan gracioso?
Laurel se mordió el labio.
—¿Me prometes que no te reirás?
David levantó las manos en un gesto de burlona seriedad.
—Lo juro.
—Alguien me metió en una cesta y me dejó en la puerta de mis padres.
—¡Sí, hombre! Me estás tomando el pelo.
Laurel arqueó una ceja.
David se quedó atónito.
—¿En serio?
Ella asintió.
—Fui una niña abandonada en una cesta. Aunque no era un bebé. Tenía unos
tres años y mi madre dijo que, cuando abrieron la puerta, no dejaba de dar patadas y
de intentar levantarme.
—Entonces, ¿eras una niña pequeña? ¿Ya hablabas?
—Sí. Mi madre dice que tenía un acento muy curioso que duró, al menos, un año.
—Vaya, ¿y no sabes de dónde saliste?
—Mi madre dice que sólo sabía mi nombre. No sabía de dónde era, ni qué había
pasado, ni nada.
—Es lo más extraño que he oído en la vida.
—Se inició un complicado proceso legal. Cuando mis padres decidieron que
querían adoptarme, contrataron a un investigador privado para que buscara a mi
madre biológica e investigara sobre la custodia temporal y todas esas cosas. Tardaron
más de dos años en tenerlo todo listo.
—¿Viviste en una casa de acogida?
—No. El juez que llevaba el caso cooperó bastante y viví con mis padres durante
todo el proceso. No obstante, cada semana, venía una asistente social a vernos, y mis
padres no pudieron sacarme del estado hasta que cumplí los siete años.
—Qué raro. ¿No te preguntas de dónde vienes?
—Solía hacerlo, pero no encontraba respuestas y, al cabo de un tiempo, se
convirtió en algo frustrante.
—Si pudieras saber quién es tu verdadera madre, ¿querrías saberlo?
—No lo sé —respondió ella mientras metía las manos en los bolsillos—.
Seguramente. Pero me gusta mi vida. No me arrepiento de los padres que me
adoptaron.

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—Me parece genial. —David señaló un camino—. Por ahí. —Levantó la cabeza
hacia el cielo—. Parece que va a llover. Dejemos aquí las mochilas y, con suerte,
llegaremos a tiempo de ver el árbol.
—¿Es tu casa? Es bonita —pasaron por delante de una pequeña casa blanca con la
puerta roja; el suelo que rodeaba la parte delantera de la casa estaba lleno de cinias de
colores mezclados.
—Eso espero —dijo David mientras se encaminaba hacia su casa—. Este verano,
me pasé dos semanas pintándola.
Dejaron las mochilas en el suelo de la entrada y accedieron a una cocina con una
decoración sencilla.
—¿Te apetece algo? —preguntó él al tiempo que abría la nevera. Sacó una lata de
refresco y cogió un paquete de pastelitos del armario.
Laurel se obligó a no arrugar la nariz ante los pastelitos y echó un vistazo a la
cocina. Sus ojos localizaron un frutero.
—¿Puedo coger una? —preguntó señalando una enorme pera verde.
—Claro. Llévatela para el camino —sujetó una botella de agua—. ¿Agua?
Ella sonrió.
—Gracias.
Se guardaron la comida en los bolsillos y David señaló la puerta trasera.
—Por aquí —se dirigieron hacia la parte trasera y él abrió la puerta corredera.
Laurel salió a un jardín muy bien cuidado y con un muro rodeándolo.
—A mí me parece que el camino se acaba aquí.
David se rió.
—Para el ojo poco experto, así es.
Se acercó al muro de bloques de cemento y, con un salto rápido y ágil, se subió a él
.
—Venga —dijo mientras le ofrecía la mano—. Te ayudaré.
Laurel lo miró con escepticismo, pero alargó el brazo. Con muy poco esfuerzo,
saltaron el muro.
El bosque empezaba junto a la casa de modo que se encontraban en medio de una
arboleda con el suelo lleno de hojas húmedas que formaban una gruesa moqueta bajo
sus pies. La densa vegetación silenciaba el ruido de los coches en la distancia, y Laurel
miró a su alrededor maravillada.
—Esto es precioso.
David levantó la cabeza con las manos en jarras.
—Supongo que sí. Nunca he sido una persona muy amiga de la naturaleza, pero
aquí encuentro muchas plantas distintas que puedo observar con mi microscopio.
Laurel lo miró entrecerrando los ojos.

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—¿Tienes un microscopio? —se burló—. Eres uno de esos locos por la ciencia, ¿eh?
David se rió.
—Sí, pero todos creían que Clark Kent también era un bicho raro y mira qué pasó.
—¿Me estás diciendo que eres Superman? —preguntó Laurel.
—Nunca se sabe —respondió él en broma.
Ella se rió y bajó la mirada, de repente muy tímida. Cuando levantó la cabeza,
David la estaba mirando. El bosque parecía todavía más silencioso cuando sus ojos se
encontraron. Le gustaba cómo la miraba, con los ojos dulces y exploradores. Como si
pudiera descubrir más cosas sobre ella observándole la cara.
Al cabo de unos largos segundos, David sonrió, algo avergonzado, y ladeó la
cabeza hacia un camino.
—El árbol está por aquí.
La llevó por un sinuoso camino, que dibujaba curvas sin ningún propósito
aparente. Pero, al cabo de unos minutos, David señaló un árbol que quedaba justo al
margen del camino.
—¡Guau! —exclamó Laurel—. Es realmente genial —en realidad, eran dos árboles,
un aliso y un abeto, que habían crecido juntos. Los troncos se habían mezclado y
enroscado, resultando en lo que parecía un árbol con hojas de aguja por un lado y
gruesas por el otro.
—Lo descubrí cuando nos mudamos aquí.
—Y… ¿dónde está tu padre? —preguntó Laurel mientras deslizaba la espalda por
el tronco de un árbol, se sentaba encima de un montón de hojas y sacaba la pera del
bolsillo.
David emitió una sonrisa ahogada.
—En San Francisco. Es abogado y tiene un gran bufete.
—¿Lo ves mucho? —preguntó ella.
Él se sentó a su lado y apoyó la rodilla suavemente en el muslo de ella. Laurel no
se apartó.
—Cada dos meses. Tiene un avión privado, aterriza en McNamara Field y paso el
fin de semana con él.
—Qué guay.
—Sí, bueno.
—¿No te cae bien?
David se encogió de hombros.
—Sí. Pero es que fue él quien nos dejó y nunca ha intentado pasar más tiempo
conmigo ni nada, de modo que no siento que sea una prioridad para él, ¿sabes?
Laurel asintió.
—Lo siento.

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—No pasa nada. Siempre nos divertimos. Es que… a veces es un poco extraño.
Se quedaron sentados en aquel tranquilo silencio unos minutos, mientras el
bosque los envolvía en un estado de relajación. Sin embargo, cuando oyeron un
trueno, los dos levantaron la cabeza hacia el cielo.
—Será mejor que volvamos a casa. Va a empezar a llover en cualquier momento.
Laurel se levantó y se sacudió los pantalones.
—Gracias por traerme —dijo señalando el árbol—. Me ha gustado mucho.
—Me alegro —dijo David, evitando mirarla a los ojos—. Pero… ése no era
realmente el objetivo de la salida.
—Ah —Laurel se sintió halagada y extraña al mismo tiempo.
—Por aquí —dijo David, sonrojándose un poco mientras se alejaba.
Saltaron el muro justo cuando empezaban a caer las primeras gotas.
—¿Quieres llamar a tu madre para que venga a buscarte? —preguntó David
cuando entraron en la cocina.
—No, estaré bien.
—Pero está lloviendo. Debería acompañarte.
—No, tranquilo. De verdad, me encanta caminar bajo la lluvia.
David hizo una pausa y luego dijo:
—Entonces, ¿puedo llamarte? ¿Mañana, quizá?
Laurel sonrió.
—Claro.
—Perfecto —pero no se apartó de la puerta de la cocina.
—La puerta está por ahí, ¿verdad? —preguntó ella con la máxima educación.
—Sí. Es que no puedo llamarte si no me das el número.
—Ah, lo siento —sacó un bolígrafo de la mochila y anotó el número en un bloc
que había junto al teléfono.
—¿Quieres el mío?
—Claro.
Laurel hizo el gesto de abrir la mochila, pero David la detuvo.
—No te preocupes —dijo—. Aquí.
Le sujetó la mano y le escribió su teléfono en la palma.
—Así no lo perderás —dijo algo vergonzoso.
—Genial. Ya hablaremos. —Le sonrió con calidez antes de salir a la intensa lluvia.
Cuando estuvo lo suficientemente lejos como para que no la vieran desde la casa,
se retiró la capucha de la chaqueta y levantó la cara hacia el cielo. Respiró hondo
cuando la lluvia le mojó las mejillas y el agua le resbalaba por el cuello. Empezó a
estirar los brazos, pero entonces recordó el número de teléfono. Se las metió en los
bolsillos y siguió caminando, sonriendo mientras la lluvia la seguía mojando.

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Cuando entró en casa, oyó el teléfono. Parecía que su madre no estaba, así que
echó a correr para contestar antes de que saltara el contestador.
—¿Sí? —dijo casi sin aliento.
—Ah, hola, estás en casa. Iba a dejarte un mensaje.
—¿David?
—Sí. Hola. Siento llamarte tan pronto —dijo él—, pero es que tenemos el examen
de biología la semana que viene y he pensado que quizá te gustaría venir a estudiar
mañana.
—¿En serio? —dijo ella—. ¡Sería genial! Ese examen me tiene de los nervios.
Tengo la sensación de que sólo me sé la mitad del temario.
—Genial —hizo una pausa—. Vaya, no es genial que estés de los nervios, sino
que… da igual.
Laurel sonrió ante su torpeza.
—¿A qué hora me paso?
—Cuando quieras. Mañana no tengo nada que hacer, sólo unas cosas para mi
madre.
—Vale. Ya te llamaré.
—Genial. Nos vemos mañana.
Laurel se despidió y colgó. Subió las escaleras de dos en dos, con una sonrisa en la
cara.

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4

El sábado por la mañana, Laurel abrió los ojos al amanecer. No le importaba, era una
persona diurna. Siempre lo había sido. Normalmente, se levantaba una hora antes que
sus padres y así tenía tiempo de ir a dar un paseo sola y disfrutar del sol en la piel y la
brisa en la cara antes de encerrarse en clase.
Se puso un vestido de tirantes, sacó la vieja guitarra de su madre de la funda, que
estaba junto a la puerta trasera, y salió en silencio para disfrutar de las primeras y
frescas horas del día. El final de septiembre se había llevado las mañanas claras y
resplandecientes y había traído la niebla que venía del océano y se posaba sobre la
ciudad hasta primera hora de la tarde.
Recorrió un pequeño camino que cruzaba el jardín trasero. A pesar de que la casa
era pequeña, la parcela era bastante grande y sus padres habían comentado la
posibilidad de, algún día, ampliar la vivienda. Había varios árboles que daban sombra
a la casa y Laurel se había pasado casi todo un mes ayudando a su madre a plantar
flores y enredaderas por todos los muros.
Era una casa pareada, de modo que tenían vecinos a ambos lados, pero, como la
mayoría de casas de Crescent City, el jardín trasero daba a un bosque silvestre.
Normalmente, Laurel solía recorrer los caminos del bosque hasta llegar a un riachuelo
que lo atravesaba, paralelo a la hilera de casas.
Hoy llegó hasta el riachuelo y se sentó en la orilla. Sumergió los pies en el agua
helada, que por la mañana estaba clara y tranquila, antes de la llegada de los insectos
que se arremolinaban sobre la superficie en busca de comida.
Laurel se apoyó la guitarra en la rodilla y empezó a tocar varios acordes, que luego
se convirtieron en una melodía. Le gustaba llenar el espacio a su alrededor de música.
Había empezado a tocar hacía tres años, cuando había encontrado la vieja guitarra de
su madre en el desván. Necesitaba cuerdas nuevas y afinarla, pero Laurel la convenció
para que la arreglara. Su madre le había dicho que ahora la guitarra era suya, pero a
ella le gustaba seguir pensando que era de su madre; parecía más romántico. Como
una vieja reliquia.
Un insecto se posó en su hombro y empezó a descenderle por la espalda. Cuando
Laurel intentó apartarlo, sus dedos tocaron algo. Estiró el brazo un poco más y volvió a
buscarlo. Seguía ahí; un bulto redondo, apenas perceptible bajo la piel. Intentó volver
la cabeza, pero no veía nada más allá del hombro. Volvió a tocarlo para intentar

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averiguar qué era. Al final, se levantó, frustrada, y volvió a casa para mirarse en un
espejo.
Entró en el baño, cerró la puerta y se sentó frente al espejo hasta que pudo verse la
espalda. Se bajó el vestido y buscó el bulto. Al final, lo localizó entre los omoplatos: un
pequeño círculo que quedaba difuminado debajo de la piel. Casi no se veía, pero
estaba ahí. Lo apretó; no le dolió pero le provocó un hormigueo. Parecía un grano.
«Menos mal —pensó—. Aunque tampoco me tranquiliza.»
Oyó los delicados pasos de su madre por el pasillo y se asomó.
—¿Mamá?
—En la cocina —respondió su madre, bostezando.
Laurel siguió su voz.
—Me ha salido un bulto en la espalda. ¿Puedes mirármelo? —dijo volviéndose de
espaldas.
Su madre lo apretó delicadamente varias veces.
—Sólo es un grano —concluyó.
—Lo que me imaginaba —dijo Laurel colocándose bien la parte superior del
vestido.
—A ti no te salen granos —su madre dudó unos segundos—. ¿Te ha venido… ya
sabes?
Laurel meneó la cabeza.
—Debe de ser normal —dijo con la voz inexpresiva y la sonrisa forzada—. Todo
forma parte de la pubertad, como tú siempre dices —se volvió y se marchó antes de
que su madre pudiera hacerle más preguntas.
En su habitación, se sentó en la cama y siguió acariciando el pequeño bulto. Tener
el primer grano la hacía sentirse extrañamente normal; era como un rito de paso. No
había experimentado la pubertad como describían los libros. Nunca le habían salido
granos y, a pesar de que sus pechos y caderas se habían desarrollado como se suponía
que tenían que hacerlo, de hecho incluso un poco temprano, a los quince años y
medio todavía no tenía la regla.
Su madre siempre le quitaba importancia y le decía que, como no tenían ni idea
del historial médico de su madre biológica, no podían saber si era un rasgo
hereditario. Sin embargo, Laurel sabía que empezaba a estar preocupada.
Se puso unos vaqueros y una camiseta de tirantes, y empezó a recogerse el pelo
para hacerse una cola. Entonces recordó las rojeces inflamadas que veía a veces en las
espaldas de otras chicas en el vestuario y decidió dejarse el pelo suelto. Por si el bulto
acababa convirtiéndose en algo asqueroso durante el día.
Sobre todo en casa de David. Se moriría de vergüenza.
Laurel cogió una manzana de camino a la puerta y se despidió de su madre. Ya

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casi había llegado a casa de David cuando vio a Chelsea corriendo en dirección
contraria. Laurel agitó la mano y la saludó.
—¡Hola! —dijo la chica sonriendo. Los rizos le enmarcaban la cara.
—Hola —respondió Laurel con una sonrisa—. No sabía que corrías.
—Hago cross. Normalmente, entreno con el equipo, pero los sábados cada uno va
por libre. ¿Dónde vas?
—A casa de David. Vamos a estudiar.
Chelsea se rió.
—Bueno, bienvenida al club de fans de David Lawson. Yo ya soy la presidenta,
pero puedes ser la tesorera.
—De eso nada —dijo Laurel, que no estaba completamente segura de estar
diciendo la verdad—. Sólo vamos a estudiar. Tenemos un examen de biología el lunes
y, si nadie me ayuda, va a ser un desastre.
—Vive en esa esquina. Te acompaño.
Al llegar a la esquina oyeron la máquina de cortar el césped. David no las vio
acercarse y las dos se quedaron allí de pie, mirándolo.
Estaba cortando el césped descamisado. Vestía vaqueros y zapatillas deportivas.
Tanto el pecho como los brazos largos y delgados eran musculosos; tenía la piel
tostada y brillante por el sudor. Se desplazaba con elegancia bajo el sol de la mañana.
Laurel no pudo evitar mirarlo fijamente.
Había visto a muchos chicos correr sin camiseta, pero aquello era distinto. Vio
cómo sus brazos se flexionaban cuando llegó a un punto donde la hierba era
especialmente compacta y tuvo que empujar el cortador con fuerza para que avanzara.
Laurel notó una opresión en el pecho.
—Creo que he muerto y estoy en el cielo —dijo Chelsea, sin molestarse en ocultar
sus sentimientos.
Como si hubiera percibido que lo miraban, David alzó la vista y sus ojos se
encontraron con los de Laurel. Ella bajó la cabeza y fijó la mirada en sus pies.
Chelsea ni siquiera parpadeó.
Cuando Laurel volvió a levantar la mirada, David se estaba poniendo la camiseta.
—Hola, chicas. Os habéis levantado temprano.
—¿Es demasiado temprano? —preguntó Laurel. Bueno, eran más de las nueve—.
Oh —dijo, avergonzada—. Me he olvidado de llamarte.
David se encogió de hombros con una sonrisa.
—No pasa nada —señaló el cortador de césped—. Ya hace rato que estoy
despierto.
—Bueno, tengo que irme pitando—dijo Chelsea, jadeando de nuevo—.
Literalmente —Se volvió, de modo que sólo Laurel le veía la cara y dijo—: ¡Guau! —y

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luego se despidió de los dos y se alejó corriendo.
David chasqueó la lengua y meneó la cabeza mientras la veía alejarse. Luego se
volvió hacia Laurel y señaló su casa.
—¿Vamos? La biología no espera a nadie.

Cuando el examen concluyó el lunes, David se volvió hacia Laurel.


—¿Qué? ¿Cómo ha ido?
Ella sonrió.
—No ha ido tan mal. Pero sólo gracias a tu ayuda —habían estudiado unas tres
horas el sábado y habían hablado por teléfono una hora el domingo por la noche.
Bueno, la conversación por teléfono no había tenido nada que ver con la biología,
pero quizá había aprendido algo por ósmosis. Sí, claro. Ósmosis por teléfono.
David dudó unos segundos antes de decir:
—Podríamos convertirlo en una costumbre. Me refiero a lo de estudiar juntos.
—Sí —dijo Laurel, encantada con la idea de más sesiones de «estudio» con él—. Y,
la próxima vez, podrías venir tú a mi casa —añadió.
—Genial.
Cuando las clases de la mañana terminaron, estaba lloviendo, así que el grupo se
reunió debajo de un cobertizo. Casi nadie comía allí, porque no había mesas y el suelo
era de tierra, pero a Laurel le gustaba el irregular trozo de hierba que, a pesar del
tejado, parecía que nunca se secaba del todo.
Cuando llovía, casi todo el grupo se quedaba dentro, pero hoy Chelsea y David le
hicieron compañía, así como un chico llamado Ryan. David y Ryan se lanzaron trozos
de pan. Y Chelsea criticó su puntería, su forma de lanzar y cada vez que uno de los
espectadores era blanco de sus proyectiles.
—Vale, ésa ha sido a propósito —dijo Chelsea mientras recogía un trozo de corteza
que le había alcanzado en mitad del pecho y lo lanzaba hacia los chicos.
—Qué va, ha sido un accidente —protestó Ryan—. Tú misma has dicho que era
incapaz de dar en el blanco.
—Entonces quizá deberías apuntarme y así sabría que no me vas a dar —respondió
ella. Suspiró y se volvió hacia Laurel—. No estoy hecha para vivir en el norte de
California —dijo apartándose el pelo de la cara—. Durante el verano, tengo el pelo
bien, pero, a la que empieza a llover, ¡bam!, se convierte en esto.
El pelo castaño con destellos cobrizos y rizado de Chelsea le caía por la espalda.
Rizos suaves y sedosos los días de sol, y rizos bastos y encrespados los días fríos y
húmedos, que eran casi la mitad. Los ojos grises claros de la chica a Laurel le
recordaban el océano cuando el sol salía y las olas parecían infinitas en la tenebrosa

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penumbra.
—A mí me gusta —dijo.
—Eso lo dices porque tú no tienes mi problema. Tengo que utilizar un champú y
un acondicionador especial para poder cepillármelo cada día. —Miró a Laurel y le
acarició el pelo liso y suave—. El tuyo es precioso; ¿qué utilizas?
—Cualquier cosa.
—Mmmm —Chelsea volvió a tocarle el pelo—. ¿Te pones un acondicionador de
esos que no se aclaran? Para mi pelo, son los mejores.
Laurel respiró hondo y soltó el aire de golpe.
—En realidad…, no me pongo nada. Cualquier tipo de acondicionador me lo
ensucia mucho. Y el champú me lo reseca. Incluso el más hidratante.
—Entonces, ¿no te lo lavas? —por lo visto, esa idea no entraba en la cabeza de
Chelsea.
—Me lo enjuago. Bueno, quiero decir que está limpio.
—Pero ¿no utilizas ningún champú?
Laurel meneó la cabeza y esperó un comentario escéptico, pero Chelsea sólo dijo:
—Qué suerte —y se concentró en la comida.
Por la noche, Laurel observó su cabello detenidamente. ¿Tendría que lavárselo?
Pero estaba como siempre, y tenía el mismo tacto. Se colocó de espaldas frente al
espejo y acarició y apretó el bulto. El sábado por la mañana, era una cosa pequeña,
pero, durante el fin de semana, había crecido bastante.
—Vaya mierda de primer grano —farfulló.

Al día siguiente, se despertó con un extraño hormigueo entre los omoplatos. Intentó
no asustarse, corrió al baño y dobló el cuello para mirarse la espalda.
¡El diámetro del bulto era como una moneda de veinte céntimos!
Eso no era ningún grano. Lo tocó con cuidado y, por donde pasaba los dedos,
permanecía un extraño cosquilleo. En un momento de pánico, se recogió el camisón a
la altura del pecho y corrió por el pasillo hasta la habitación de sus padres. Tenía el
puño levantado para llamar a la puerta, pero se obligó a desistir y a respirar hondo
varias veces.
Laurel se miró y, de repente, se sintió como una tonta. ¿En qué estaba pensando?
Estaba en medio del pasillo prácticamente en ropa interior. Horrorizada, se alejó de la
puerta de la habitación de sus padres y volvió al baño. Cerró la puerta lo más deprisa y
lo más silenciosamente posible. Volvió a colocarse de espaldas al espejo y observó el
bulto. Se movió para verlo desde distintos ángulos hasta que se convenció de que casi
no era tan grande como había creído.

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A Laurel la habían educado en la creencia de que el cuerpo humano sabía cómo
cuidarse. Casi todo, si no se hacía nada, acababa curándose solo. Sus padres vivían así.
Nunca iban al médico, ni siquiera para que les prescribiera antibióticos.
—Sólo es un grano enorme. Desaparecerá solo —dijo a su reflejo con el mismo
tono de su madre.
Buscó en el cajón de su madre y encontró un tubo con el ungüento que hacía cada
año. Llevaba romero, lavanda, aceite de té y quién sabe qué más, pero ella se lo
aplicaba para todo.
No podía hacerle daño.
Cogió una nuez de aquel ungüento de olor dulce y empezó a restregárselo por la
espalda. Entre el hormigueo de sus manos irritando el bulto y el calor del aceite de té,
cuando Laurel volvió a ponerse el camisón por la cabeza y regresó a su habitación,
tenía la espalda ardiendo.
Ese día, eligió una camiseta de manga corta con la espalda cubierta. Seguramente,
casi todas sus camisetas de tirantes taparían el bulto, pero no quería correr ningún
riesgo. Si esa cosa crecía un poco más, sería asquerosa, y Laurel prefería que, cuando
lo hiciera, estuviera tapada con una camiseta. Le escocía cada vez que algo le rozaba la
piel, como el pelo largo o la camiseta, y también cada vez que se lo tocaba, intentando
recordar que era real. Cuando bajó las escaleras, estaba convencida de que todos los
nervios de su cuerpo estaban conectados a ese bulto.
El jueves, Laurel ya no podía negar que eso que tenía en la espalda no era un
grano. No sólo había seguido creciendo los dos últimos días, sino que, además, parecía
que crecía más deprisa. Esa mañana, era del tamaño de una pelota de golf.
Había bajado a desayunar decidida a explicárselo a sus padres. Incluso había
respirado hondo y estuvo a punto de hacerlo. Pero, en el último momento, se había
arrepentido y le había dicho a su padre que le pasara una rodaja de melón.
Entre las camisetas de manga corta que había llevado los últimos días y el pelo
suelto, todavía nadie se había fijado en el bulto, pero era cuestión de tiempo, sobre
todo si seguía creciendo. Laurel se dijo: «Si sigue creciendo, sólo si sigue haciéndolo.
Quizás el ungüento de mamá funcione».
Hacía tres días que se lo ponía, pero no parecía hacer demasiado. Aunque, claro,
algo que crecía tanto y tan deprisa no podría curarse con un poco de aceite de té, ¿no?
Igual era un tumor. Laurel estaba segura de que había leído artículos sobre gente con
tumores en la columna. Respiró hondo. Perfectamente podía ser un tumor.
—¿Hola? ¿Me estás escuchando? —la voz de Chelsea se adentró en sus
pensamientos y se volvió hacia su amiga.
—¿Qué?
La chica se rió.

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—Ya me lo imaginaba —y añadió, más calmada—: ¿Te encuentras bien? Estabas
en la luna, por lo menos.
Laurel levantó la mirada y, por un segundo, no recordaba qué clase le tocaba
ahora.
—Estoy bien —murmuró, algo irritada—. Sólo estaba pensando.
Chelsea la miró fijamente durante unos segundos antes de arquear una ceja,
escéptica, y decir:
—De acuerdo.
David las seguía y, cuando Chelsea los dejó para irse a clase, Laurel intentó dejarlo
atrás. Él alargó la mano y la agarró por el brazo.
—¿Qué prisa tienes, Laury? Todavía faltan tres minutos para que suene el timbre.
—No me llames así —le espetó ella antes de detenerse.
David no dijo nada más mientras la multitud de estudiantes pasaban por su lado
en todas direcciones.
Laurel intentó encontrar las palabras para disculparse, pero ¿qué se suponía que
tenía que decir? ¿«Perdona, David, pero es que estoy histérica porque igual tengo un
tumor»? En lugar de eso, dijo:
—No me gustan los diminutivos.
Él ya tenía la sonrisa en la cara.
—No lo sabía. Lo siento —se echó el pelo hacia atrás—. ¿Has…? —la frase quedó
en el aire, porque pareció cambiar de opinión—. Venga. Te acompaño a clase.
Se le hacía extraño caminar a su lado. Cuando llegaron a la clase, se volvió hacia él
y agitó la mano.
—Hasta luego.
—¿Laurel?
Ella se volvió.
—¿Qué haces el sábado?
Ella dudó unos segundos. Esperaba poder volver a hacer algo con él. Y, hasta esa
mañana, había estado pensando en una forma desenfadada de preguntárselo. Pero
quizá no fuera tan buena idea.
—Estaba pensando que podríamos reunirnos todo el grupo, hacer un picnic y
quizá una hoguera. Conozco un sitio muy chulo en la playa. Chelsea ha dicho que sí.
Y Ryan, Molly y Joe también. Y un par de personas más han dicho que quizá.
Comida, arena y humo. Ninguna de las tres cosas le hacía demasiada gracia.
—Hace un poco de frío, así que no podremos bañarnos, pero… bueno. Siempre
hay alguien que acaba en el agua. Es divertido.
La sonrisa forzada de Laurel desapareció. Odiaba la sensación del agua salada en
la piel. La notaba incluso después de una ducha, como si la piel hubiera absorbido la

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sal por los poros. La última vez que había ido a nadar al océano, hacía años, había
estado sin fuerzas y cansada durante días. Además, en bañador no habría forma de
esconder el bulto, o lo que fuera.
Se estremeció al pensar en lo grande que sería dentro de un par de días. Aunque
quisiera, no podía ir.
—David, yo… —odiaba tener que rechazar su oferta—. No puedo.
—¿Por qué no? —preguntó él.
Podría decirle que tenía que trabajar en la librería porque, de hecho, hasta hacía
dos semanas, se había pasado todos los sábados ayudando a su padre, pero no podía
mentirle. A David, no.
—No puedo —farfulló, y entró en la clase sin despedirse.
El viernes por la mañana, el bulto era del tamaño de una pelota de béisbol. Estaba
convencida de que era un tumor. Ni siquiera se molestó en ir al baño a mirárselo. Lo
notaba perfectamente.
Ninguna camiseta podría esconderlo.
Tuvo que rebuscar en el fondo de su armario hasta que encontró una blusa
holgada que, al menos, lo disimularía. Esperó en su habitación a que llegara la hora de
ir al instituto, y entonces bajó las escaleras corriendo y salió al grito de:
—¡Buenos días! ¡Adiós!
Aquel día se hizo eterno. El bulto le picaba constantemente, y no sólo cuando lo
tocaba. No podía pensar en otra cosa, era como un zumbido constante en su cabeza. A
la hora de comer, no habló con nadie y se sintió mal, pero es que no podía
concentrarse en nada con aquel cosquilleo en la espalda.
En la última clase, contestó mal las cuatro veces que la profesora le preguntó algo.
Las preguntas eran cada vez más fáciles, como si la señora Martínez intentara darle
una segunda, tercera y cuarta oportunidad para redimirse, pero esa tarde el castellano
le sonaba a swahili. En cuanto sonó el timbre, Laurel se levantó y salió de clase antes
que nadie. Y, sobre todo, antes de que la señora Martínez pudiera interrogarla acerca
de su errores incomprensibles.
Vio a David y a Chelsea hablando frente a la taquilla de la chica, así que dio media
vuelta y salió corriendo hacia la puerta de atrás, rezando para que ninguno de los dos
se volviera y la reconociera. En cuanto salió del edificio, se dirigió al campo de fútbol,
porque no sabía dónde ir en aquella ciudad que todavía no conocía demasiado bien.
Mientras caminaba, no podía apartar de su mente el creciente miedo. «¿Y si es cáncer?
Un cáncer no desaparece por arte de magia. Quizá debería decírselo a mamá.»
—El lunes —susurró mientras el aire frío le agitaba el pelo—. Si el lunes no ha
desaparecido, se lo diré a mis padres.
Subió las gradas, pisando fuerte en cada escalón metálico, hasta que llegó arriba.

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Se quedó apoyada en la baranda, observando las copas de los árboles que se veían
hacia el oeste. Estar tan elevada de su entorno la hacía sentirse separada y aparte. Y lo
necesitaba.
Volvió la cabeza cuando oyó pasos a sus espaldas. Se volvió y vio a David, que no
podía disimular la turbación que le embargaba.
—Hola —dijo él.
Laurel no dijo nada mientras el alivio y la irritación se mezclaban en su mente. Al
final, ganó el alivio.
Él señaló la grada junto a la que ella estaba.
—¿Puedo sentarme?
Laurel permaneció inmóvil durante unos segundos, luego se sentó y señaló a su
lado esbozando una sonrisa.
David tomó asiento con cautela, como si no acabara de fiarse de su invitación.
—No pretendía seguirte —dijo mientras se inclinaba hacia delante y apoyaba los
codos en las rodillas—. Quería esperarte abajo, pero… —se encogió de hombros—.
¿Qué puedo decir? Soy impaciente.
Laurel no dijo nada.
Se quedaron sentados y en silencio un buen rato.
—¿Estás bien? —preguntó David con un tono muy alto, como si la voz resonara
por las gradas metálicas.
Ella notó cómo se le humedecían los ojos, pero hizo un esfuerzo y contuvo las
lágrimas.
—Lo estaré.
—Es que has estado muy callada toda la semana.
—Lo siento.
—¿He… he hecho algo que te haya molestado?
Laurel levantó la cabeza de golpe.
—¿Tú? No, David. Tú eres… maravilloso —sintió el peso de la culpabilidad.
Dibujó una sonrisa forzada—. Es que he tenido un mal día, nada más. Dame el fin de
semana y me recuperaré. El lunes me encontraré mejor, lo prometo.
David asintió y volvió a instalarse el silencio entre ellos; un silencio pesado y
extraño. Entonces el chico se aclaró la garganta.
—¿Quieres que te acompañe a casa?
Ella meneó la cabeza.
—Voy a quedarme aquí un rato. Estaré bien, tranquilo —añadió.
—Pero… —dejó la frase en el aire. Asintió, se levantó y empezó a alejarse. Aunque
luego se volvió—. Si necesitas cualquier cosa, sabes mi número, ¿verdad?
Laurel asintió. Lo había memorizado.

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—Vale —cambió el peso de pierna—. Me marcho.
Justo antes de perderlo de vista, Laurel lo llamó.
—¿David?
Sin embargo, cuando él se volvió, con la cara tan abierta y honesta, Laurel se
arrepintió.
—Pasároslo bien mañana —dijo sin demasiada convicción.
Él se mostró algo decepcionado, pero asintió y siguió caminando.
Por la noche, Laurel estaba sentada frente al espejo del baño mirándose la espalda.
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas mientras volvía a ponerse el ungüento de su
madre. No había surtido efecto hasta ahora, y la lógica le decía que tampoco tendría
efecto alguno en el futuro, pero tenía que intentar algo.

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5

El sábado amaneció frío, con una ligera niebla que el sol probablemente despejaría a
mediodía. Laurel estaba segura de que todos los que fueran a la playa acabarían en las
frías aguas del Pacífico, así que estaba doblemente agradecida de no haberse
apuntado. Se quedó en la cama varios minutos contemplando el amanecer, con la
mezcla de rosas, naranjas y azules claros. Casi todo el mundo prefería la belleza de
una puesta de sol, pero, para Laurel, lo realmente impresionante era el amanecer. Se
estiró y se sentó en el lecho, siempre de cara a la ventana. Pensó en el porcentaje de
personas de aquella pequeña ciudad que estarían durmiendo mientras se producía
aquel magnífico espectáculo. Su padre, por ejemplo. Era un gran dormilón y los
sábados, o día de dormir, como él los llamaba, no solía despertarse antes de mediodía.
Sonrió ante aquella idea, pero la realidad no tardó en imponerse. Se llevó una
mano a la espalda y la sorpresa fue mayúscula. Contuvo un grito cuando con la otra
mano confirmó lo que estaba tocando.
El bulto había desaparecido.
Sin embargo, algo lo había sustituido. Algo alargado y frío.
Y mucho más grande que el bulto.
Maldiciéndose por no ser una de esas chicas que tiene espejo en su habitación,
alargó el cuello por encima del hombro para intentar verse la espalda, pero sólo
distinguía formas redondas de algo blanco. Apartó la sábana y corrió hacia la puerta.
El pomo no hizo ruido al girar y la entreabrió. Oyó los ronquidos de su padre, pero, a
veces, su madre se levantaba temprano y no hacía ruido. Laurel abrió la puerta de su
habitación del todo, gratamente consciente, por primera vez en su vida, de lo bien
engrasadas que estaban las bisagras, y corrió hacia el baño con la espalda pegada a la
pared. Como si eso fuera a servir de algo.
Cerró la puerta y echó el cerrojo con las manos temblorosas. Se permitió soltar el
aire que estaba conteniendo y volver a respirar cuando oyó el ruido del cerrojo. Apoyó
la cabeza en la madera rugosa de la puerta y se concentró para respirar a un ritmo más
tranquilo. Los dedos localizaron el interruptor de la luz y lo apretó. Respiró hondo,
parpadeó varias veces para acostumbrarse a la claridad y se vio en el espejo.
No tuvo que volverse para ver lo que había sustituido al bulto. Unas formas
alargadas y de un color blanco azulado asomaban por encima de los hombros. Por un
segundo, Laurel se quedó fascinada, y observaba la especie de apéndices blancos con

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los ojos incrédulos. Eran increíblemente bonitos, casi demasiado para describirlas con
palabras.
Se volvió muy despacio para verlos mejor. Unas cintas con forma de pétalo nacían
del punto donde antes tenía el bulto, formando una estrella de cuatro puntas
ligeramente curvada en su espalda. Los pétalos más largos, que asomaban por encima
de los hombros y le rodeaban la cintura, medían más de treinta centímetros y eran
anchos como una mano. Otros pétalos más pequeños, de unos veinte centímetros de
largo, crecían en espiral alrededor del centro, llenando el espacio central. Incluso
había hojas verdes más pequeñas justo donde aquella enorme flor se unía a su piel.
En el centro, todos los pétalos eran azul oscuro, pero el color se iba diluyendo
hasta convertirse en blanco en los extremos, que eran arrugados y se parecían mucho
a las violetas africanas que, con gran esfuerzo, su madre criaba en la cocina. Debía de
haber unos veinte pétalos. O quizá más.
Laurel se volvió hacia el espejo otra vez, con la mirada fija en los pétalos lacios que
sobresalían por encima de los hombros. Casi parecían alas.
Un golpe en la puerta la sacó de su trance particular.
—¿Has terminado? —preguntó su madre con voz soñolienta.
Laurel apretó los puños y se clavó las uñas en la palma de las manos mientras
miraba, horrorizada, aquellas cosas blancas enormes. Sí, eran muy bonitas, pero ¿a
quién demonios le sale una enorme flor en la espalda? Esto era diez veces…; no, cien
veces peor que el bulto. ¿Cómo iba a esconderlo?
Quizá pudiera arrancarse los pétalos. Agarró una de las cintas y tiró de ella. Sintió
una intensa punzada de dolor en la columna y tuvo que morderse la mejilla para no
gritar. Sin embargo, no pudo reprimir el gemido que se le escapó entre los dientes.
Su madre volvió a llamar.
—Laurel, ¿te encuentras bien?
Ella respiró hondo varias veces mientras el intenso dolor se convertía en un
cosquilleo y recuperó la capacidad de hablar.
—Sí —dijo con la voz algo temblorosa—. Un momento —recorrió el baño con la
vista buscando algo para taparse. El fino camisón de tirantes no servía de mucho.
Cogió la enorme toalla, se la colocó encima de los hombros y se envolvió. Se miró en
el espejo para comprobar que no se veía ningún gigantesco pétalo, y entonces abrió la
puerta y sonrió a su madre.
—Siento haber tardado tanto.
Su madre parpadeó.
—¿Te has duchado? No he oído el agua.
—He ido muy deprisa —dijo Laurel, dubitativa—. Y ni siquiera me he mojado el
pelo —añadió.

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Sin embargo, su madre no le estaba prestando demasiada atención.
—Cuando estés vestida, baja y te haré el desayuno —dijo bostezando—. Parece
que va a hacer un día precioso.
Laurel volvió a la seguridad de su habitación. No tenía cerrojo, pero encajó una
silla debajo del pomo de la puerta, como en las películas. Miró el montaje con cierta
incredulidad. No parecía poder resistir demasiado, pero era lo que había.
Dejó caer la toalla al suelo y examinó los pétalos chafados. Estaban un poco
arrugados, pero no le dolían. Agarró uno por encima del hombro y lo observó. El
bulto era una cosa, pero ¿qué iba a hacer con eso?
Olió aquella cosa blanca, hizo una pausa y volvió a olerla. Olía a flor afrutada,
aunque más intensa. Mucho más intensa. Aquella poderosa esencia estaba empezando
a llenar la habitación. Al menos, no apestaba. Tendría que decirle a su madre que se
había comprado un perfume nuevo o algo así. Laurel la volvió a inhalar y se dijo que
ojalá en la perfumería encontrara algo que oliera tan bien.
Cuando se dio cuenta de la enormidad de la situación, tuvo la sensación de que la
habitación daba vueltas a su alrededor. Notaba una fuerte presión en el pecho
mientras pensaba qué podía hacer.
Primero, lo más importante; tenía que mantener ocultos a la vista de los demás los
pétalos.
Abrió el armario y buscó algo que la ayudara a esconder la enorme flor que le
había salido en la espalda, aunque aquélla no había sido su prioridad cuando había
ido a comprar ropa en agosto. Laurel gruñó ante el armario lleno de blusas y vestidos
ligeros y finos. No estaban hechos para esconder nada.
Rebuscó entre la ropa y sacó varias camisetas. Cuando comprobó que no había
moros en la costa, corrió hasta el baño mientras juraba que ese mismo día iría a
comprarse un espejo para la habitación. Cerró con un poco más de fuerza de la que
pretendía, pero tras varios segundos con la oreja pegada a la fría madera, no oyó
ninguna reacción de su madre.
La primera camiseta ni siquiera le entraba por la cabeza con aquella flor enorme.
Se la quedó mirando en el espejo. Tenía que haber otra solución.
Agarró todos los pétalos largos y blancos que pudo e intentó colocárselos alrededor
de los hombros. No funcionó demasiado bien. Además, no quería tener que llevar
manga larga el resto de su vida, independientemente del tiempo que le quedara.
Se los colocó por debajo de los brazos y los dobló a la altura de la cintura. Aquello
funcionó mejor. Mucho mejor. Cogió un pañuelo de seda que había en un colgador y
se lo puso alrededor de la cintura, sujetando los pétalos debajo. Luego se abrochó los
pantalones por encima de parte del pañuelo. No le dolía, pero se sentía encerrada y
asfixiada.

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Sin embargo, aquello era mejor que nada. Eligió una camisa de cuadros ligera y se
la colocó por encima. Nerviosa, se volvió hacia el espejo.
Impresionante, pensó. La camisa ya era holgada de por sí, de modo que nadie
podía sospechar que debajo había algo. Incluso de lado, la protuberancia era apenas
perceptible y, si se dejaba el pelo suelto, nadie se daría cuenta. Un pequeño problema
solucionado.
Pero le quedaban por resolver un centenar, y además enormes.
Aquélla era una extraña manifestación de la pubertad. Al menos, los cambios de
humor, el acné o las reglas que se alargaban durante meses eran casi normales. Pero
que te saliera una flor en la espalda a partir de un grano del tamaño de una pelota de
béisbol… Aquello era algo totalmente distinto.
¿Y qué? Era lo típico que veían en las películas de terror. Aunque decidiera
explicárselo a alguien, ¿quién iba a creerla? Nunca, ni siquiera en sus peores
pesadillas, había imaginado que pudiera pasarle algo así.
Aquello iba a arruinarlo todo. Su vida, su futuro. Era como si todo hubiera
desaparecido en un instante.
De repente, hacía mucho calor en el baño. Era demasiado pequeño, demasiado
oscuro…, demasiado todo. Desesperada por salir de casa, fue a la cocina, cogió una
lata de refresco y abrió la puerta trasera.
—¿Vas a dar un paseo?
—Sí, mamá —respondió sin darse la vuelta.
—Pásatelo bien.
Laurel farfulló algo.
Se dirigió hacia el camino que se adentraba en el bosque sin prestar atención a la
vegetación cubierta de rocío que la rodeaba. Todavía quedaba un pequeño rastro de
niebla en el horizonte en dirección oeste, pero el cielo estaba despejado y el sol seguía
su inevitable camino hacia lo más alto. Era cierto, iba a ser un día precioso. «¡Qué
bien!» Tuvo la sensación de que la Madre Naturaleza se estaba burlando de ella. Su
vida se estaba desmoronando y, sin embargo, todo a su alrededor era precioso, como
para fastidiarla.
Se agachó y pasó por debajo de varios troncos caídos, ni desde la casa ni desde la
carretera podían verla; sin embargo, no era suficiente. Siguió caminando.
Al cabo de unos minutos, se detuvo a escuchar, por si oía a alguien o algo. Cuando
se sintió segura, se levantó la parte trasera de la camisa y desató el pañuelo. En cuanto
los pétalos recuperaron la posición inicial, Laurel emitió un suspiro. Era como si los
hubiera dejado salir de una caja pequeña y estrecha.
Un rayo de luz atravesó la copa de un árbol y Laurel vio su silueta recortada contra
el suelo. Parecía el perfil de una mariposa con alas de gasa. E igual que la extraña

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sombra transparente de los globos, su sombra tenía un color azul. Intentó mover las
alas, pero a pesar de que las notaba, y mucho más ahora a pleno sol, no tenía ningún
tipo de control sobre ellas. Algo que le había cambiado la vida de esa forma no
debería ser tan bonito.
Se quedó mirando la imagen del suelo un buen rato, preguntándose qué podía
hacer. ¿Debería decírselo a sus padres? Se había prometido que, si el bulto no había
desaparecido el lunes, se lo diría.
Pero había desaparecido.
Sujetó una de las tiras por encima del hombro y la acarició. Era muy suave. Y no le
dolía. «Quizá desaparecerá solo», pensó con una nota de optimismo. Era lo que su
madre siempre decía. Casi todas las cosas acaban desapareciendo solas. Quizá… Quizá
todo acabaría bien.
«¿Bien? —aquella palabra pareció llenarle la cabeza y resonar en su cráneo—. Me
ha salido una enorme flor en la espalda. ¿Cómo se supone que va a acabar bien?»
A medida que sus emociones empezaron a desbocarse como un huracán, de
repente sus pensamientos se centraron en David. Quizás él pudiera ayudarla a
encontrarle algún sentido a todo aquello. Tenía que haber una explicación científica.
Él tenía un microscopio, y decía que era de los buenos. Quizá podría analizar un trozo
de aquella extraña flor. Quizá pudiera decirle qué era. Y, aunque le dijera que no
tenía ni idea, no estaría peor que ahora.
Volvió a sujetar los pétalos de la flor con el pañuelo y corrió hacia casa, aunque
casi se llevó a su padre por delante cuando éste entró en la cocina.
—¡Papá! —exclamó ella, sorprendida. Por si no estaba suficientemente nerviosa,
aquello la alteró un poco más.
Él se inclinó y le dio un beso en la cabeza.
—Buenos días, preciosa —le rodeó los hombros con un brazo y Laurel contuvo la
respiración, con la esperanza de que no notara los pétalos debajo de la camisa.
Pero luego recordó que su padre no se enteraba de nada hasta que se había
tomado dos tazas de café.
—¿Qué haces despierto? —le preguntó ella con la voz ligeramente temblorosa.
Él gruñó.
—Tengo que ir a abrir la tienda. Maddie se ha tomado el día libre.
—Ya —respondió Laurel, ausente, intentando no ver en aquel cambio de rutina
un mal augurio.
Su padre empezó a retirar el brazo, pero se detuvo y la olió encima del hombro.
Laurel se quedó inmóvil.
—Hueles bien. Deberías ponerte este perfume más a menudo.
Ella asintió mientras rezaba para que él no apartara la vista de su cabeza. Se

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deshizo de su abrazo, cogió el teléfono inalámbrico y subió las escaleras.
En su habitación, se quedó mirando el teléfono un buen rato antes de decidirse a
marcar el número de David. Él contestó después del primer tono.
—¿Sí?
—Hola —dijo ella, enseguida, obligándose así a no colgar.
—Laurel, ¡hola! ¿Qué tal?
Los segundos pasaron en silencio.
—¿Laurel?
—¿Sí?
—Me has llamado tú.
Más silencio.
—¿Puedo ir a tu casa?
—Eh… sí, claro. ¿Cuándo?
—¿Ahora?

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6

Unos minutos después, Laurel volvía a poner la silla debajo del pomo de la puerta. Se
levantó la parte delantera de la camisa y sacó un pétalo de debajo del pañuelo rosa.
Parecía tan inofensivo, allí en su mano. Casi podía olvidar que nacía de su espalda.
Cogió las tijeras cortaúñas de su madre y observó el extremo del pétalo. Seguramente,
no necesitaría un trozo demasiado grande. Volvió a mirarlo bien y se decidió por una
pequeña curva arrugada del extremo.
Se estremeció cuando acercó las tijeras al pétalo. Quería cerrar los ojos, pero tenía
miedo de hacerse todavía más daño. Contó en silencio. «Uno, dos, tres… No, quería
contar hasta cinco.» Después de llamarse cobarde mentalmente, volvió a colocar las
tijeras en posición. «Uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco!» Cortó el pétalo y el pequeño trozo
blanco cayó en la colcha. Laurel contuvo la respiración y saltó durante varios segundos
hasta que el picor se redujo y miró el pétalo que había cortado. No sangraba, pero
desprendía un líquido transparente. Lo limpió con una toalla antes de volver a
esconderlo debajo del pañuelo. Después envolvió el trozo de pétalo que había cortado
en un pañuelo y se lo guardó en el bolsillo.
Bajó las escaleras con la mayor normalidad posible. Cuando pasó junto a sus
padres, que estaban sentados a la mesa desayunando, dijo:
—Voy a casa de David.
—Un momento —dijo su padre.
Laurel se detuvo, pero no se volvió.
—Qué tal si pruebas a decir: «¿Puedo ir a casa de David?»
Ella se volvió con una sonrisa forzada.
—¿Puedo ir a casa de David?
Los ojos de su padre no se apartaron ni un segundo del periódico, ni siquiera para
acercarse la taza de café a la boca.
—Claro. Pásatelo bien.
Laurel se obligó a caminar a un ritmo normal hasta la puerta, pero en cuanto la
cerró, corrió hasta la bicicleta y salió disparada. David vivía a pocas calles y, al cabo de
nada, estaba dejando la bicicleta apoyada en la pared del garaje de su casa.
Concentrada en la puerta roja, llamó al timbre antes de que le diera tiempo de
cambiar de idea y dar media vuelta para volver a casa. Contuvo la respiración cuando
oyó pasos que se acercaban y alguien abrió la puerta.

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Era la madre de David. Laurel intentó disimular la sorpresa que sentía. Era
sábado, debería haber esperado que estuviera en casa. Pero sólo era la segunda vez
que la veía. Llevaba una camiseta roja muy bonita, vaqueros y el pelo largo y casi
negro suelto y en ondas que le caían por la espalda. Era la madre con un aspecto
menos maternal que había conocido. En el buen sentido.
—Laurel, me alegro de verte.
—Hola —respondió ella algo nerviosa y no dijo nada más.
Por suerte David apareció.
—Hola —la saludó, con una amplia sonrisa—. Pasa. Laurel necesita ayuda con los
deberes de biología —le explicó a su madre—. Estaremos en mi habitación.
La mujer les sonrió.
—¿Necesitáis algo? ¿Unas galletas?
Él meneó la cabeza.
—Sólo un poco de tranquilidad. Es un trabajo muy importante.
—En tal caso, os dejaré solos.
La puerta verde de la habitación de David estaba abierta; alargó el brazo e invitó a
entrar a Laurel. Se agachó para coger la carpeta de biología y, después de echar un
vistazo al pasillo para comprobar que su madre no estaba por allí cerca, cerró la puerta.
Laurel miró la puerta. Había estado antes en su habitación, pero David nunca
había cerrado la puerta. Se fijó, por primera vez, en que no tenía cerrojo.
—Tu madre no…, ya sabes, no pegará la oreja a la puerta, ¿no? —preguntó,
sintiéndose como una tonta a medida que las palabras iban saliendo de su boca.
—No —respondió David—. Me he ganado una gran dosis de privacidad al no
preguntarle por qué muchos de sus amigos pasan la noche en casa. Yo no me meto en
sus cosas, y ella no se mete en las mías.
Laurel rió y, ahora que estaba aquí, parte del nerviosismo desapareció.
El muchacho le ofreció la cama para que se sentara mientras él cogía una silla.
—¿Bueno? —dijo al cabo de unos segundos.
Era ahora o nunca.
—En realidad, me gustaría que miraras en el microscopio algo que he traído.
David parecía confundido.
—¿El microscopio?
—Dijiste que era muy bueno.
El chico se recuperó enseguida.
—Vale. Sí, sí, claro.
Laurel metió la mano en el bolsillo y sacó el pañuelo.
—¿Podrías decirme qué es esto?
Él tomó el pañuelo, lo abrió con cuidado y miró al diminuto fragmento blanco.

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—Parece un trozo de pétalo.
Laurel tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar traslucir su impaciencia.
—¿Podrías mirarlo con el microscopio?
—Claro —se volvió hacia una mesa alargada que estaba llena de instrumentos,
algunos de las cuales Laurel había visto en el laboratorio de biología. Apartó la funda
gris, descubrió un resplandeciente microscopio negro y cogió un portaobjetos de una
caja que contenía varios, separadas por delgados papeles vegetales—. ¿Lo puedo
cortar? —preguntó, mirando a Laurel.
Ella se estremeció al recordar cómo ella misma lo había cortado hacía menos de
media hora, pero asintió.
—Todo tuyo.
David cortó un trozo pequeño, lo puso en el portaobjetos, le añadió una solución
amarilla y colocó el cubreobjetos. Dispuso la preparación debajo de la lente y empezó
a ajustar los cuadrantes mientras se acercaba a la mirilla. Los minutos pasaban muy
despacio mientras él seguía ajustando los cuadrantes y moviendo el portaobjetos para
analizarlo desde ángulos distintos. Al final, se incorporó.
—Lo único que puedo asegurar es que es un trozo de planta y que las células están
muy activas, lo que significa que está creciendo. A juzgar por el color, debe de estar
floreciendo.
—¿Un trozo de planta? ¿Estás seguro?
—Sí —respondió él, mirando de nuevo por la lente del microscopio.
—¿No es tejido animal?
—No. Imposible.
—¿Cómo lo sabes?
Rebuscó en otra caja donde tenía portaobjetos con muestras ya analizadas e
identificadas. Seleccionó uno con una mancha rosada entre los dos cristales y repitió el
proceso de enfocar el microscopio.
—Acércate.
Ella se sentó en su silla y se inclinó sobre la mirilla del microscopio, con un poco de
miedo.
—No te morderá —dijo él riéndose—. Mira por la mirilla.
Laurel lo hizo, abrió los ojos y ante ella se desplegó un mundo rosa con líneas y
puntos marrones.
—¿Qué se supone que estoy mirando?
—Quiero que te fijes en las células. Se parecen bastante a las de las fotografías del
libro de biología. ¿Ves que son redondas o con formas irregulares? Parecen manchas
interconectadas.
—Sí.

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David se acercó el microscopio, sustituyó el portaobjeto por el que contenía la
mezcla amarillenta que había preparado antes.
—Ahora fíjate en esto —le dijo tras realizar algunos ajustes.
Laurel acercó los ojos a la mirilla del microscopio con mucho más miedo esta vez.
Ojalá David no se diera cuenta de que le temblaban las manos.
—Fíjate en las células. Todas son cuadradas y bastante uniformes. Las células de
plantas están ordenadas, no como las de los animales. Y tienen paredes gruesas y
cuadradas como las que estás viendo. Eso no quiere decir que no haya células
animales cuadradas, pero nunca serían tan uniformes, y las paredes serían mucho más
delgadas.
Laurel se reclinó en la silla muy despacio. Aquello no tenía sentido.
¡Tenía una planta de verdad creciendo en la espalda! ¡Una flor mutante y parásita!
Era un bicho raro y, si alguna vez alguien lo descubría, se burlarían de ella toda la
vida. La cabeza le empezó a dar vueltas y tuvo la sensación de que, de repente, en la
habitación no había aire suficiente. Tenía el pecho encogido y no podía respirar.
—Tengo que irme —farfulló.
—Espera —David la sujetó por el brazo—. No te vayas. No cuando estás tan
histérica —intentó mirarla a los ojos, pero ella desvió la mirada—. Estoy muy
preocupado por ti. ¿No me puedes explicar qué te pasa?
Ella lo miró a los ojos azules. Eran unos ojos dulces y honestos. No es que creyera
que no pudiera guardar un secreto; estaba segura de que sí. Se dio cuenta de que
confiaba en él. Tenía que explicárselo a alguien. Intentar solucionarlo sola no había
funcionado. Nada había funcionado.
Quizá él la entendiera. ¿Qué podía perder?
Dudó unos segundos.
—¿No se lo dirás a nadie? ¿Nunca?
—Nunca.
—¿Lo juras?
Él asintió, muy serio.
—Necesito que lo digas en voz alta, David.
—Lo juro.
—Esta promesa no tiene fecha de caducidad. Si te lo explico —recalcó mucho el
«si»—, no puedes decírselo a nadie. Nunca. Ni dentro de diez años, ni de veinte, ni de
cincuenta…
—¡Laurel, basta! Prometo que no se lo diré a nadie. A menos que tú me lo pidas.
Ella lo miró fijamente.
—No es un trozo de una flor, David. Es un trozo mío.
David se la quedó mirando varios segundos sin decir nada.

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—¿Qué quieres decir con que es un trozo tuyo?
Laurel había cruzado el punto de no retorno.
—Me salió un bulto en la espalda. Por eso he estado tan rara. Pensaba que sería
cáncer, o un tumor, o algo así. Pero esta mañana me ha… me ha brotado una especie
de flor en la espalda. Tengo una flor que crece en mi columna vertebral —se reclinó
en la silla, cruzada de brazos, desafiándolo a aceptarla ahora.
David la estaba mirando boquiabierto. Se levantó, con las manos en la cintura y los
labios apretados. Se volvió, fue hasta la cama y se sentó, con los codos apoyados en las
rodillas.
—Te lo voy a preguntar una vez, porque tengo que hacerlo, pero no volveré a
hacerlo porque me creeré tu respuesta, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
—¿Es una broma o realmente crees lo que acabas de explicarme?
Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta. Acudir a él había sido un error. Un
terrible error. Sin embargo, antes de poder girar el pomo, David se colocó delante de
ella y le bloqueó el paso.
—Espera. He dicho que tenía que preguntártelo. Y lo decía en serio. Si me juras
que no es ninguna broma, te creeré.
Ella lo miró a los ojos y lo observó atentamente. Lo que vio en ellos la sorprendió.
No era incredulidad; era incertidumbre. No quería ser víctima de una broma estúpida.
Ella quería demostrarle que nunca le haría algo así; a él no.
—Te lo enseñaré —dijo, aunque la frase sonó más a pregunta.
—Vale —respondió él, también dubitativo.
Ella se volvió de espaldas y deshizo el nudo del pañuelo. Cuando liberó los
enormes pétalos, se subió la parte posterior de la camisa para que pudieran colocarse
en la posición normal.
David contuvo la respiración y abrió los ojos y la boca.
—Pero ¿cómo…? No es posible… Son… ¡Caramba!
Ella esbozó una sonrisa.
—Sí.
—¿Puedo… puedo verlo de cerca? —Laurel asintió y él se acercó con cautela.
—No te morderé —dijo ella, aunque no había ni una gota de humor en su voz.
—Ya lo sé, es que… —se sonrojó—. Da igual —se acercó más a su espalda y
acarició la alargada y delicada superficie—. ¿Te duele? —preguntó.
Ella meneó la cabeza.
David tocó la base de la flor, donde las pequeñas hojas verdes se mezclaban con su
piel.
—Ni siquiera hay una sutura. Brotan directamente de tu piel. Es lo más increíble

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que he visto en la vida.
Laurel bajó la mirada al suelo porque no sabía qué decir.
—Ya veo por qué estabas tan rara esta semana.
—No tienes ni idea —dijo ella mientras se sentaba en la cama y daba la espalda a
la ventana, para que el sol acariciara los pétalos. La luz del sol la tranquilizaba.
David la miró; en sus ojos se reflejaban un sinnúmero de interrogantes, pero no
dijo nada. Se sentó frente a ella y su mirada se deslizaba de su cara a los extremos de
los pétalos que asomaban por encima de los hombros, y volvía a la cara.
—¿Te…? —Al cabo de un minuto, se levantó y empezó a ir de un lado a otro de la
habitación—. ¿Podría ser…? —pero volvió a dejar la frase en el aire y siguió paseando.
Laurel se frotó las sienes.
—Deja de dar vueltas, por favor. Me pone muy nerviosa.
David se sentó en la silla.
—Lo siento —volvió a mirarla—. Sabes que es imposible, ¿verdad?
—Créeme, lo sé.
—Es que… Sí, ya sé que ver para creer, pero tengo la sensación de que, si parpadeo
un par de veces, despertaré… o mi visión se aclarará.
—Tranquilo —dijo Laurel, clavando la mirada en sus manos, que tenía encima de
las rodillas—. Yo también espero despertarme de un momento a otro —alargó la
mano por encima del hombro, agarró un pétalo y lo observó unos segundos antes de
soltarlo. La flor retrocedió y se colocó junto a su cara.
—¿No vas a atarlos otra vez? —preguntó David.
—Están mejor sueltos.
—¿Están mejor? ¿Los notas?
Laurel asintió.
Él miró el trozo de pétalo que había cortado.
—¿Te ha dolido?
—Ha picado mucho.
—¿Puedes… moverlos?
—No creo. ¿Por?
—Bueno, si puedes sentirlos, quizá sean una parte más de ti y no sólo un…
añadido. Quizá no son pétalos de flor; quizá son… No sé, alas —se rió—. Suena raro,
¿no?
A Laurel le dió la risa tonta.
—¿Más raro que el hecho de que me crezcan en la espalda?
—Tienes razón —suspiró mientras observaba los pétalos bañados por el sol—. ¿Y
tienes que… regarlos?
—No lo sé. ¿No estaría bien? Sería la forma de dejar que murieran.

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David dijo algo en voz baja.
—¿Qué?
El chico se encogió de hombros.
—Que me parecen muy bonitos, nada más.
Laurel miró por encima de los hombros los extremos arrugados de los pétalos
azules que le crecían a ambos lados.
—¿En serio?
—Sí. Si fueras así a clase, apuesto que la mitad de las chicas se pondrían celosas.
—Y la otra mitad me miraría como si fuera un bicho raro. No, gracias.
—¿Y qué piensas hacer?
Ella meneó la cabeza.
—No sé qué puedo hacer. Supongo que nada —se rió de forma forzada—.
¿Esperar que se apodere de mí y me mate?
—Quizá desaparezca.
—Sí, ya. Es lo que yo me decía sobre el bulto.
David dudó unos segundos.
—¿Se lo has… se lo has contado a tus padres?
Ella meneó la cabeza.
—¿Vas a hacerlo?
Volvió a menear la cabeza.
—Creo que deberías decírselo.
Laurel tragó saliva.
—Lo he estado pensando desde que me levanté —se volvió para mirarlo—. Si
fueras padre y tu hija te dijera que le ha salido una enorme flor en la espalda, ¿qué
harías?
David estaba a punto de responder, pero no dijo nada y bajó la mirada al suelo.
—Harías lo más responsable. La llevarías al hospital; le harían pruebas y más
pruebas y se convertiría en un conejillo de Indias. Es lo que me pasaría. Y no quiero,
David.
—Quizá tu madre podría prepararte alguna poción —sugirió David sin demasiada
convicción.
—Los dos sabemos que esto es demasiado para que mi madre pueda curarlo con
hierbas —juntó las manos delante de la cara—. Sinceramente, si esta cosa va a
matarme, prefiero que sea en privado. Y si acaba desapareciendo —añadió
encogiéndose de hombros mientras abría los brazos—, entonces es mejor que nadie
más lo sepa.
—De acuerdo —aceptó David—. Pero creo que deberías reconsiderar tu decisión si
sucede algo más.

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—¿Qué más podría suceder? —preguntó Laurel.
—Podría crecer. O extenderse.
—¿Extenderse? —no lo había pensado.
—Sí, si te empezaran a crecer más hojas por la espalda, o florecieran… en algún
otro sitio.
Ella no dijo nada durante varios segundos.
—Me lo pensaré.
Él chasqueó la lengua con ironía.
—Ahora entiendo por qué no puedes venir a la playa.
—Oh, lo siento. Me había olvidado.
—Tranquila. Todavía faltan dos horas —se quedó callado un rato—. Volvería a
invitarte, pero… —señaló los pétalos y Laurel asintió con severidad.
—No saldría bien.
—¿Puedo ir a verte después? ¿Para comprobar que estás bien?
A Laurel se le llenaron de lágrimas los ojos.
—¿Crees que estaré bien?
David se sentó a su lado en la cama y le rodeó los hombros con un brazo.
—Espero que sí.
—Pero no lo sabes seguro, ¿verdad?
—No —respondió él con sinceridad—. Pero lo espero.
Ella se secó las lágrimas con el brazo.
—Gracias.
—¿Puedo ir después?
Ella le sonrió y asintió.

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7

Laurel estaba acostada en el sofá cuando sonó el timbre de casa.


—Ya voy yo —gritó. Abrió la puerta y se encontró con David, con una camiseta
negra y un bañador amarillo fluorescente—. Hola —dijo mientras salía al porche y
cerraba la puerta—. ¿Cómo ha ido la fiesta?
Él se encogió de hombros.
—Habría estado mejor si hubieras venido. —Dudó unos segundos—. ¿Cómo
estás?
Laurel bajó la mirada.
—Bien. Igual que esta mañana.
—¿Te duele o algo?
Ella meneó la cabeza.
Él le acarició el brazo.
—Todo irá bien —dijo él con dulzura.
—¿Cómo va a ir bien, David? Tengo una flor en la espalda. No está bien.
—Quería decir que ya se nos ocurrirá algo.
Ella esbozó una sonrisa apagada.
—Lo siento. Has venido para ser amable y yo… —se interrumpió cuando unos
intensos faros la deslumbraron. Levantó una mano para protegerse los ojos y vio cómo
un coche aparcaba frente a su casa. Un hombre alto y de espaldas anchas bajó del
vehículo y se dirigió hacia ellos.
—¿Es la residencia de los Sewell? —preguntó con una voz grave y severa.
—Sí —respondió Laurel cuando el hombre accedió al porche iluminado. La chica
arrugó la nariz de forma involuntaria. La cara del hombre era muy extraña. De rasgos
muy angulosos y facciones duras, y el ojo izquierdo se le cerraba más que el otro.
Parecía que le habían roto varias veces la larga nariz y, aunque no se comportaba de
forma desdeñosa, su boca tenía un gesto permanente de decepción. Tenía las espaldas
muy anchas y el traje que llevaba parecía no encajar con su fornido cuerpo.
—¿Tus padres están en casa? —preguntó.
—Sí, un momento —Laurel se volvió muy despacio—. Eh… Pasad.
Sujetó la puerta abierta y el hombre y David entraron. Cuando los tres estuvieron
en el vestíbulo, el desconocido olisqueó y se aclaró la garganta.
—¿Has hecho una hoguera? —preguntó mirando a David fijamente.

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—Sí —respondió el chico—. En la playa. Yo era el encargado de encenderla y debo
decir que se produjo una gran humareda hasta que conseguí que la leña ardiera —se
rió, pero como aquel tipo ni siquiera sonrió, se calló.
—Iré a buscar a mis padres —dijo la chica.
—Te acompaño —sugirió David, y la siguió.
Entraron en la cocina, donde los padres de Laurel estaban tomando un té.
—Ha venido a veros un señor —anunció.
—Oh —su padre dejó la taza y puso el punto de libro entre dos páginas—. Voy a
ver qué quiere.
Laurel se quedó en el umbral de la puerta, observando a su padre. La mano de
David estaba en la parte baja de su espalda, y deseó que no la moviera. No es que
tuviera miedo, pero no podía ignorar una extraña sensación de que había algo que no
estaba bien.
—Sarah —dijo su padre—. Es Jeremiah Barnes.
La madre de Laurel dejó la taza en el plato con un gran estruendo y corrió hacia la
puerta, pasando por delante de Laurel y David.
—¿Quién es Jeremiah Barnes? —preguntó el muchacho en voz baja.
—Un agente inmobiliario —respondió ella. Miró a su alrededor—. Ven aquí —dijo
mientras lo agarraba de la mano. Lo condujo hasta las escaleras, detrás del sofá donde
el señor Barnes acababa de sentarse, y subieron unos escalones en silencio. Soltó la
mano de David, pero cuando se sentaron, él apoyó el brazo en el escalón, por detrás
de ella. Laurel se reclinó un poco sobre él, disfrutando de la sensación de tenerlo al
lado, que disipó ligeramente la incomodidad que había sentido en cuanto había
llegado el señor Barnes.
—Espero que no les importe que haya venido —dijo Jeremiah Barnes.
—En absoluto —respondió la madre de Laurel—. ¿Le apetece una taza de café o
de té? ¿Un vaso de agua?
—No, gracias.
Aquella voz tan grave ponía los pelos de punta a Laurel.
—Tengo algunas preguntas acerca de los orígenes de la propiedad que me gustaría
saber antes de hacerles una oferta oficial —dijo—. Tengo entendido que son unas
tierras de la familia. ¿Cuántas generaciones han vivido allí?
—Desde los tiempos de la fiebre del oro —dijo la madre de Laurel—. Uno de mis
antepasados se quedó con las tierras y construyó la primera cabaña. Aunque nunca
encontró oro. Y, desde entonces, toda mi familia ha vivido allí en algún momento.
—¿Nadie intentó nunca venderla?
Ella meneó la cabeza.
—No, sólo yo. Imagino que mi madre se estará revolviendo en la tumba, pero… —

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se encogió de hombros—. Por mucha pena que nos dé venderla, hay cosas más
importantes.
—Claro. ¿Hay algo… extraño en la propiedad?
Los padres de Laurel se miraron y menearon la cabeza.
—Creo que no —dijo el padre.
Barnes asintió.
—¿Han tenido algún problema con intrusos? ¿Alguien que haya intentado
instalarse allí?
—No —respondió el padre—. A veces, hay gente que pasea por allí, y vemos a
algunas personas de vez en cuando. Pero es que está junto al Parque Nacional de
Redwood; no tenemos valla ni hemos puesto ningún cartel que indique los límites de
la propiedad privada. Pero seguro que, si lo hace, no tendrá ningún problema.
—No sé cuánto piden —Barnes dejó la pregunta implícita en el aire.
El padre de Laurel carraspeó.
—Nos ha costado mucho realizar una buena tasación de la propiedad. Han venido
dos tasadores y los dos han extraviado los papeles. Ha sido muy frustrante.
Preferiríamos que nos hiciera una oferta y negociar a partir de ahí.
—Es comprensible. —Barnes se levantó—. Espero poder enviarles mi oferta por
escrito la semana que viene.
Dio la mano a los padres de Laurel y se marchó.
La chica contuvo la respiración hasta que oyó cómo el motor del coche se ponía en
marcha y el vehículo se alejaba. David apartó el brazo y bajaron las escaleras.
—Por fin, Sarah —dijo el padre de Laurel, emocionado—. Han pasado casi seis
meses desde la primera vez que se puso en contacto conmigo. Empezaba a creer que
habían sido imaginaciones mías.
—Nos facilitaría mucho las cosas —comentó la madre de la chica—. Pero todavía
no hemos cerrado el trato.
—Lo sé, pero estamos más cerca.
—Ya hemos estado cerca antes. El verano pasado vino aquella mujer que estaba
entusiasmada con la casa.
—Uy, sí, muy entusiasmada —recordó el padre—. Cuando la llamamos para hacer
una serie de comprobaciones, nos dijo, y cito literalmente, «¿Qué casa?» Se había
olvidado completamente.
—Tienes razón —puntualizó la madre—. Supongo que no estaba tan
impresionada.
—No estaréis pensando en serio venderle la casa a este tipo, ¿verdad? —preguntó
Laurel con cierta vehemencia.
Sus padres se volvieron hacia ella, extrañados.

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—¿Laurel? —dijo su madre—. ¿Qué te pasa?
—Venga ya. Era asqueroso.
Sarah suspiró.
—No rechazas una venta que puede cambiarte la vida porque la pinta del
comprador no te agrada especialmente.
—No me ha gustado. Me ha asustado.
—¿Te ha asustado? —le preguntó su padre—. ¿Qué te ha dado miedo de él?
—No lo sé —respondió Laurel, sintiéndose un poco intimidada ahora que el señor
Barnes se había ido—. Tenía… un aspecto raro.
Su padre se rió.
—Sí. Es probable que sea un antiguo jugador de fútbol que recibió demasiados
placajes. Pero no puedes basar tus opiniones en el aspecto de una persona. ¿Recuerdas
todo aquello del libro y la tapa?
—Sí —admitió Laurel, aunque no estaba del todo convencida. Había algo raro en
ese hombre, algo extraño en sus ojos. Y no le gustaba nada.
David carraspeó.
—Tengo que regresar a casa. Sólo quería pasarme un momento.
—Te acompaño a la puerta —dijo Laurel.
La chica comprobó que no había nadie fuera y salió al porche.
—¿A ti no te ha parecido raro? —le preguntó a David en cuanto él cerró la puerta
de casa.
—¿Ese tal Barnes? —Hizo una pausa larga y luego se encogió de hombros—. No.
En realidad, no —admitió—. Tiene un aspecto extraño, pero es por la nariz. Es como
la de Owen Wilson. Seguramente se la rompieron jugando al fútbol, como dice tu
padre.
Laurel suspiró.
—Quizá sea cosa mía. Seguramente, estoy más sensible por… —se señaló la
espalda—. Ya sabes.
—Sí, y de eso quería hablarte —se metió las manos en los bolsillos, pero enseguida
las sacó y cruzó los brazos encima del pecho. Al cabo de unos segundos, cambió de
idea y volvió a meterlas en los bolsillos—. Laurel tengo que decirte que es lo más raro
que he visto en mi vida. No puedo fingir que no lo es.
Ella asintió.
—Lo sé. Soy un bicho raro.
—No es verdad. Bueno…, ya sabes, un poco. Pero no eres tú —añadió enseguida
—. Te ha salido esta cosa tan rara. Y yo… haré lo que sea para ayudarte, ¿vale?
—¿De verdad? —susurró Laurel.
David asintió.

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—Te lo prometo.
Lágrimas de agradecimiento amenazaron con resbalarle por las mejillas, pero las
contuvo.
—Gracias.
—Mañana voy a la iglesia con mi madre y luego comeremos en Eureka con mis
abuelos, pero cuando vuelva por la noche te llamaré.
—Genial. Pásatelo bien.
—Lo intentaré —dudó unos segundos, y parecía que estaba a punto de volverse y
marcharse, pero en el último momento se le acercó y la abrazó.
Sorprendida, Laurel lo abrazó también.
Observó cómo la bicicleta de David desaparecía en la oscuridad y se quedó allí
mirando un buen rato, a pesar de que ya no podía verlo. Esa mañana, cuando había
ido a su casa, estaba muy asustada. Pero ahora sabía que había confiado en la persona
adecuada. Sonrió y entró en casa.

El lunes fue el primer día que iba al instituto con la enorme flor en la espalda.
Consideró la opción de fingir estar enferma, pero ¿quién sabía cuánto tiempo iba a
durar esa flor? «Puede que para siempre», se dijo estremeciéndose. No podía fingir
estar enferma cada día. Se encontró con David en la entrada y él le dijo, varias veces,
que nadie sospecharía que había algo debajo de la camisa. Ella respiró hondo y entró
en la primera clase del día.
A la hora de la comida se dedicó a observar a David. Durante unos breves
momentos se abrió un claro entre las nubes permitiendo que pasara un rayo de sol, y
ella se fijó en cómo el sol lo iluminaba: destacaba los destellos claros de su pelo
castaño y le iluminaba las puntas de las pestañas. Nunca había pensado en lo guapo
que era, pero, durante los últimos días, se había estado fijando cada vez más en él y,
durante la comida, él ya la había sorprendido dos veces mirándolo. Le estaba
empezando a provocar la sensación de mariposas en el estómago que siempre había
leído en los libros.
Cuando nadie la miraba, Laurel levantó la mano para protegerse del sol, pero no
lo consiguió. El cuerpo de David lo había bloqueado antes por completo, pero su
mano sólo parecía atenuar la luz del sol, pues ésta seguía brillando como si hubiera
encontrado la forma de atravesarle su piel. Se metió la mano en el bolsillo. Empezaba
a estar paranoica.
Los pétalos que llevaba atados alrededor de la cintura la hacían sentirse incómoda
y tenía muchas ganas de liberarlos, sobre todo con aquel sol, que Laurel sabía que
escasearía en los meses venideros. Pero era una incomodidad que podía, y debía,

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soportar. Esperaba que el sol volviera a asomar por la tarde, cuando podría salir a dar
un paseo.
Chelsea estaba en casa, enferma, así que David acompañó a Laurel a clase de
inglés.
—¿David?
—¿Qué?
—¿Te apetece venir de excursión esta tarde conmigo y con mis padres?
Él la miró con tristeza.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Me saco el carné de conducir dentro de unas semanas y mi madre ha decidido
que tengo que trabajar para pagarme la gasolina y el seguro. Me ha conseguido un
trabajo en una droguería y empiezo hoy.
—Vaya, no me habías dicho nada.
—Me enteré ayer. Además —se le acercó—, en estos momentos, tus problemas son
un poco más graves que los míos.
—Bueno, pues buena suerte —dijo Laurel.
David suspiró.
—Sí, no hay nada como un poco de nepotismo para caer bien a tus compañeros de
trabajo —se rió—. Por cierto, ¿dónde vais?
—A mi antigua casa. Mi madre lleva dos días obsesionada con la venta. Está muy
emocionada, pero creo que no está demasiado convencida.
—¿Y eso? Creía que querían venderla.
—Yo también. Pero a mi madre le da un poco de pena. Creció allí. Al igual que su
madre. Y toda su familia, ¿sabes?
—Me parece increíble. Ojalá no tuvierais que venderla.
—Ya —dijo Laurel—. Y no es que esto no me guste —añadió enseguida—. Me
alegro de que nos hayamos mudado aquí. Pero me gustaba la idea de poder volver a
esa casa de visita.
—¿Habéis vuelto desde la mudanza?
—No. Hemos estado muy ocupados poniendo en marcha la tienda y con la
mudanza… y, bueno, no hemos tenido tiempo. Y ahora mi madre quiere ir y
asegurarse de que realmente quiere venderla y, de paso, recoger las hojas del suelo y
limpiar las ventanas. Y papá seguro que querrá cortar los arbustos —sonrió con una
alegría falsa—. Va a ser muy, pero que muy divertido —añadió con sarcasmo.
David asintió, y luego la miró más serio.
—Ojalá pudiera ir —dijo—. En serio.
Laurel bajó la mirada; los ojos de David eran muy intensos.

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—Otro día —dijo intentando no sonar demasiado decepcionada.
—Eso espero.

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8

Cuando llegaron, Laurel tenía el pelo revuelto y enredado. Tardaría una eternidad en
peinárselo luego, pero no le importaba, el trayecto de cuarenta y cinco minutos en el
viejo descapotable de la familia, con el viento soplándole en la cara, valía la pena.
Llegaron a la propiedad y contuvo el aliento mientras rodeaban unos árboles, tras los
cuales vio la cabaña.
La aparición de su vieja casa llegó acompañada de una oleada de nostalgia que no
esperaba. La cabaña de madera era pequeña pero pintoresca, y estaba situada en el
centro de un círculo de césped verde rodeado por una desvencijada valla. Laurel
había echado mucho de menos su casa desde que se habían instalado en Crescent
City, pero nunca con tanta intensidad como el momento en que la vio por primera vez
después de cuatro meses. Había vivido en esa casa durante doce años. Conocía todos
los caminos del enorme bosque que había detrás y se había pasado muchas horas
recorriéndolos. No es que quisiera volver a vivir allí, pero tampoco quería perderlo
para siempre.
Sus padres empezaron a descargar rastrillos, cubos y productos de limpieza. Laurel
sacó la guitarra del asiento trasero y su madre rió.
—Me encanta que toques esa vieja cosa.
—¿Por qué?
—Porque me recuerda a cuando la tocaba en Berkeley —se volvió hacia su marido
y sonrió—. Cuando nos conocimos. Éramos jipis.
Laurel se fijó en la trenza de su madre, en las sandalias Birkenstock de corcho de
su padre y se rió.
—Todavía sois jipis.
—Bah, esto no es nada. En aquella época, éramos jipis auténticos. —Su madre
tomó la mano de su padre y entrelazó sus dedos—. Solía tocar la guitarra en las
sentadas. Tocaba «No nos moverán» muy desafinada y todo el mundo cantaba. ¿Te
acuerdas?
Él sonrió y meneó la cabeza.
—Qué buenos tiempos —dijo con sarcasmo.
—Fue divertido.
—Si tú lo dices —cedió su padre, que se inclinó para darle un beso.
—¿Os importa si voy a dar un paseo? —preguntó Laurel mientras se colgaba la

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guitarra del hombro—. Volveré dentro de un rato para ayudaros.
—Claro —dijo su madre mientras metía la cabeza en el maletero.
—Hasta luego —se despidió Laurel, y se dirigió hacia la parte de atrás de la casa.
El bosque estaba lleno de pinos y árboles de hoja ancha que ensombrecían la
delicada moqueta verde que cubría el suelo. Casi todos los árboles estaban cubiertos
de musgo verde oscuro que ocultaba la corteza. Todo era de color verde. Había llovido
un poco por la mañana, pero había salido el sol, con lo que cada gota era un círculo
brillante que hacía que todas las superficies resplandecieran como campos de
diamantes. Los caminos se perdían en la oscuridad, entre los árboles, y Laurel avanzó
lentamente por uno.
Era fácil imaginarse que estaba pisando terreno sagrado, como las ruinas de alguna
gran catedral muy, muy antigua. Sonrió cuando vio una rama cubierta de musgo e
iluminada por un rayo de luz; la acarició con la mano para que las gotas de agua le
resbalaran por los dedos y atravesaran la luz antes de caer al suelo.
Cuando ya llevaba varios minutos lejos de sus padres, Laurel deslizó la guitarra
hacia delante y se desató el pañuelo. Con un suspiro de alivio, se levantó la camisa
para liberar los pétalos. Después de llevarlos atados casi todo el día, estaban ansiosos
por verse libres. Se alzaron lentamente, como músculos cansados y doloridos, mientras
Laurel seguía avanzando por el estrecho camino cubierto de hojas. Oyó el lejano
borboteo de un riachuelo y decidió atravesar la vegetación hacia el agua; al cabo de
unos minutos, encontró el río y se sentó en una roca en la orilla. Se quitó las sandalias
y metió los pies en el agua helada.
Siempre le había gustado ese río. La corriente era tan tranquila, y el agua estaba
tan clara que veías el lecho y cómo los peces iban de un lado a otro. Cuando había un
desnivel y caía en pequeñas cascadas por encima de las rocas, creaba una espuma
blanca tan perfecta que parecían burbujas de jabón. Toda la escena parecía extraída de
una postal.
Laurel empezó a tocar acordes de su canción preferida de Sarah McLachlan.
Tarareó tranquilamente mientras la esencia de la flor la envolvía.
Tras el primer verso, un ruido a su izquierda la hizo volver la cabeza. Escuchó
atentamente y le pareció oír unos susurros.
—¿Mamá? —dijo dubitativa—. ¿Papá?
Dejó la guitarra apoyada en un árbol y empezó a deshacerse el nudo del pañuelo,
que llevaba atado a la muñeca. Sería mejor esconder los pétalos antes de que sus
padres los vieran.
El pañuelo se negaba a soltarse de su muñeca y oyó otro ruido, más fuerte que el
primero. Sus ojos se posaron en el punto de donde procedía el ruido, justo encima de
su hombro izquierdo.

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—¿Hola?
Con cuidado, Laurel recogió los pétalos y se los dobló alrededor de la cintura.
Estaba a punto de atarlos con el pañuelo cuando alguien salió de detrás de un árbol
como si lo hubieran empujado. Lanzó una mirada de desdén hacia el árbol justo antes
de volverse hacia Laurel. El nerviosismo desapareció y una inesperada calidez llenó su
mirada.
—Hola —dijo sonriente.
Laurel contuvo la respiración e intentó retroceder, pero se enganchó el pie con una
raíz y cayó, soltando los pétalos para protegerse de la caída.
Ya era tarde para esconderlos; se levantaron y quedaron totalmente expuestos.
—¡No…! Ay, lo siento. ¿Puedo ayudarte? —preguntó el extraño.
Laurel levantó la vista y se encontró con un par de ojos verdes tan intensos que no
parecían reales. La cara de un joven se acercó a ella mientras estaba tendida en el
suelo.
Le ofreció la mano.
—Lo siento mucho. Hemos… He hecho un poco de ruido. Pensaba que me habías
oído. —Sonrió avergonzado—. Supongo que no. —Su cara era como las de los cuadros
clásicos, con los pómulos muy definidos y una tez suave y tostada que encajaba más
en una playa de Los Ángeles que en un frío bosque cubierto de musgo. Tenía el pelo
grueso y negro, a juego con las cejas y las pestañas que enmarcaban sus ojos llenos de
preocupación. Lo llevaba largo y mojado, como si no se hubiera puesto a cubierto
cuando había empezado a llover, pero había conseguido teñirse las raíces del mismo
verde intenso que sus ojos. Dibujó una sonrisa tan dulce y amable que Laurel tuvo
que contener la respiración. Tardó varios segundos en encontrar la voz.
—¿Quién eres?
Él se detuvo y la observó con una extraña y resuelta mirada.
—Responde —insistió Laurel.
—No me conoces, ¿verdad? —le preguntó él.
Ella no respondió enseguida. Sentía que le conocía. Había un recuerdo lejano, al
fondo de su mente, pero cuanto más intentaba recuperarlo, más deprisa huía.
—¿Debería? —preguntó con cautela.
La intensa mirada desapareció tan deprisa como había aparecido. El extraño rió,
casi con tristeza, y su voz resonó en los árboles, con un sonido más propio de un
pájaro que de un humano.
—Me llamo Tamani —dijo, sin retirar la mano que le había ofrecido para
levantarla—. Puedes llamarme Tam, si quieres.
Al ser consciente de que todavía estaba en el suelo mojado donde había caído,
Laurel se sintió avergonzada. Ignoró su mano y se levantó, aunque olvidó sujetarse los

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pétalos. Con una asustada exclamación, se bajó la camisa y pegó la flor a su espalda.
—No te preocupes —dijo él—. Mantendré las distancias con tu flor. —Sonrió, y
Laurel tuvo la sensación de que se estaba perdiendo alguna broma privada—. Sé a qué
pétalos puedo acercarme y a cuáles no. —Inhaló—. Mmm. Y, por muy bien que
huelas, tus pétalos están fuera de mi alcance. —Arqueó una ceja—. De momento.
Le acercó una mano a la cara y ella no pudo moverse. Le quitó varias hojas del
pelo y la miró de arriba abajo.
—Parece que estás intacta. Ningún pétalo ni ningún tallo roto.
—Pero ¿qué dices? —preguntó ella mientras intentaba esconder los pétalos que
asomaban por debajo de la camisa.
—Ya es un poco tarde para eso, ¿no crees?
Ella lo miró.
—¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí.
—No vives aquí —respondió ella, confusa—. Estas tierras son mías.
—¿En serio?
Volvió a aturullarse.
—Bueno, de mis padres. —No soltó los bajos de la camisa ni un segundo—. Y tú…
no eres bienvenido. —¿Cómo era posible que tuviera unos ojos tan verdes y tan
intensos? «Lentillas», se dijo con firmeza.
—¿No?
Ella abrió los ojos cuando él se acercó un poco más. Su cara desprendía tanta
seguridad y tenía una sonrisa tan contagiosa que Laurel no podía alejarse. Estaba
segura de que nunca había conocido a nadie como él, pero se sentía invadida por un
sentimiento de familiaridad.
—¿Quién eres? —repitió.
—Ya te lo he dicho; me llamo Tamani.
Ella meneó la cabeza.
—¿Quién eres de verdad?
Tamani le colocó un dedo encima de los labios.
—Chisss, todo a su debido tiempo. Acompáñame. —La tomó de la mano y ella no
la retiró mientras él la guiaba hasta las profundidades del bosque. Lentamente, la otra
mano olvidó lo que estaba haciendo y soltó la camisa. Los pétalos se alzaron poco a
poco hasta que se irguieron tras ella en todo su esplendor. Tamani la miró—. Así estás
mucho mejor, ¿no?
Laurel sólo pudo asentir. Se notaba algo confusa y, aunque en algún remoto lugar
de su mente sospechaba que todo aquello debería de molestarla, esa idea no parecía
importante. Lo único que importaba era seguir a ese chico de sonrisa atractiva.

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La llevó hasta un pequeño claro donde las hojas de los árboles estaban separadas y
permitían que la luz del sol se filtrara a través de las ramas hasta un trozo de césped
lleno de musgo. Tamani se dejó caer en el suelo e hizo un gesto a Laurel para que se
sentara frente a él.
Cautivada, ella se lo quedó mirando. El pelo negro y verde le caía sobre la frente a
mechones y le escondía los ojos. Llevaba una camisa blanca holgada que parecía hecha
a mano y pantalones bombachos marrones de estilo similar, atados debajo de las
rodillas. Estaban pasados de moda, pero en él parecían muy actuales, como toda su
persona. Iba descalzo, pero no parecía que le molestaran las hojas de pino o las ramas
rotas del suelo. Era unos quince centímetros más alto que ella y se movía con una
elegancia felina que Laurel nunca había visto en ningún otro chico.
Se sentó con las piernas cruzadas y lo miró con expectación. El extraño deseo de
seguirlo estaba empezando a evaporarse y la confusión se estaba apoderando de ella.
—Nos diste un buen susto desapareciendo de esa forma —hablaba con un ligero
acento, aunque Laurel no podía identificarlo.
—¿Y eso? —preguntó ella mientras intentaba aclararse.
—Un día estás aquí y, al siguiente, ya no. ¿Dónde has estado? Me había empezado
a asustar.
—¿Asustar? —estaba demasiado desconcertada para discutir o pedir más
información.
—¿Se lo has dicho a alguien? —le preguntó señalando encima de su hombro.
Ella meneó la cabeza.
—No… Ah, sí. A mi amigo David.
De repente la cara de Tamani era inescrutable.
—¿Sólo es un amigo?
Lentamente, los ojos de Laurel recuperaron su estado normal.
—Sí… No… No es asunto tuyo —pero lo dijo con mucha calma.
Alrededor de los ojos de Tamani aparecieron unas pequeñas arrugas y, por un
instante, Laurel creyó ver un destello de miedo en ellos. Después él se echó hacia atrás
y recuperó la dulce sonrisa; debía de habérselo imaginado.
—Quizá no. —Tamani jugueteó con una hebra de césped—. ¿Tus padres lo saben?
Laurel empezó a menear la cabeza, pero, al final, lo absurdo de la situación acabó
imponiéndose.
—No… Sí… Quizá… No debería estar aquí —dijo, muy seca, mientras se
levantaba—. No me sigas.
—Espera —dijo Tamani asustado.
Ella apartó una rama que colgaba de un árbol.
—¡Vete!

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—¡Tengo respuestas! —exclamó él.
Laurel se detuvo y se volvió. Tamani se había levantado y estaba apoyado en una
rodilla, con una expresión que le imploraba que se quedara.
—Tengo respuestas a todas tus preguntas. Sobre la flor… y todo lo demás.
Ella acabó de volverse muy despacio, porque no sabía si podía confiar en él.
—Te explicaré lo que quieras saber —le dijo él un poco más calmado.
Laurel dio dos pasos adelante e, inmediatamente, Tamani se relajó.
—Quédate ahí —le pidió ella señalando el punto más alejado del claro—. Yo me
sentaré aquí. No quiero que vuelvas a tocarme.
Tamani suspiró.
—Me parece justo.
Se sentó en la hierba, pero se mantuvo tensa y alerta, preparada para salir
corriendo.
—De acuerdo. ¿Qué es?
—Una flor.
—¿Desaparecerá?
—Ahora me toca a mí. ¿Dónde te has ido?
—A Crescent City. ¿Desaparecerá? —repitió con tono cortante.
—Por desgracia, sí —él suspiró con tristeza—. Y es una lástima.
—¿Seguro que desaparece? —las dudas de Laurel se esfumaron mientras se
aferraba a aquella buena noticia.
—Claro. Aunque el año que viene volverás a florecer, pero las flores no son
eternas.
—¿Cómo lo sabes?
—Me toca. ¿Cuánta distancia hay hasta Crescent City?
Ella se encogió de hombros.
—Unos sesenta u ochenta kilómetros, más o menos.
—¿En qué dirección?
—No, me toca a mí. ¿Cómo sabes tanto de la flor?
—Porque soy como tú. Somos de la misma especie.
—¿ Y dónde está la tuya?
Tamani se rió.
—Yo no florezco.
—Has dicho que eras de mi especie. Si eso es cierto, deberías tener una.
Él se echó hacia atrás y se apoyó en un codo.
—Y también soy un chico, por si no te has dado cuenta.
Laurel notó cómo se le aceleraba la respiración. Sabía perfectamente que era un
chico.

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—¿En qué dirección? —repitió él.
—Al norte. ¿No tienes un mapa?
Él sonrió.
—¿Ésa es tu pregunta?
—¡No! —exclamó ella, y luego se lo quedó mirando cuando él se echó a reír. Sabía
que tenía la pregunta clave en la punta de la lengua, pero tenía miedo de la respuesta.
Al final, tragó saliva y, muy despacio, preguntó—: ¿Me voy a convertir en flor?
La boca de Tamani dibujó una amable sonrisa, pero no se rió abiertamente.
—No —dijo con suavidad.
Laurel notó cómo todo su cuerpo se relajaba de alivio.
—Siempre has sido una flor.
—¿Cómo dices? —preguntó ella—. ¿Qué quieres decir?
—Eres una planta. No eres humana; nunca lo has sido. El hecho de que florezcas
sólo es la manifestación más obvia —le explicó Tamani, más tranquilo de lo que a
Laurel le parecía aceptable.
—¿Una planta? —repitió ella sin molestarse en camuflar la incredulidad en su voz.
—Sí. Aunque no una planta cualquiera, claro. La forma de la naturaleza más
evolucionada del mundo —se inclinó hacia delante, con los ojos verdes
resplandecientes—. Laurel, eres un hada.
Ella se quedó boquiabierta cuando se dio cuenta de lo estúpida que había sido. Se
había dejado engañar por una cara bonita, había permitido que la llevara hasta las
profundidades del bosque y casi se había creído sus mentiras. Se levantó con los ojos
llenos de rabia.
—Espera —la instó Tamani, que se levantó a toda prisa para agarrarla por la mano
—. No te vayas todavía. Necesito saber qué van a hacer tus padres con la propiedad.
Laurel apartó la mano.
—Quiero que te vayas —le dijo entre dientes—. Si te vuelvo a ver por aquí, llamaré
a la policía —dio media vuelta y echó a correr al tiempo que se tapaba los pétalos con
la camisa.
Él gritó:
—Laurel, tengo que saberlo. ¡Laurel!
Ella se obligó a ir más deprisa. Nada parecía más importante que poner distancia
entre ella y Tamani, aquel extraño personaje que despertaba tantas emociones
confusas en ella.
Cuando llegó al claro donde estaba antes de seguir a Tamani, se detuvo para
envolverse los pétalos alrededor de la cintura y atarlos con el pañuelo. Recogió la
guitarra y se la colgó a la espalda. Al hacerlo, atravesó un rayo de luz con la mano. Se
detuvo y extendió el brazo. Tenía la muñeca llena de un polvo brillante. «Genial. Me

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ha dejado algún tipo de marca. Un truco muy viejo.»
Cuando volvió a ver la cabaña, se detuvo con el pecho acelerado. Volvió a mirarse
la muñeca y la rabia se apoderó de ella mientras frotaba el polvo hasta que no quedó
ni rastro.

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9

Al día siguiente, Laurel se sintió como una zombi. No quería creerse nada de lo que
Tamani le había dicho, pero no podía evitar darle vueltas y preguntarse: «¿Es posible?»
Y entonces se enfadaba con ella misma por ser tan ridícula, y el ciclo volvía a empezar.
David intentó alcanzarla varias veces por los pasillos, pero ella consiguió entrar en
el aula antes.
Sin embargo, en clase de biología no pudo evitarlo.
El chico corrió para sentarse a su lado.
—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Se ha extendido? —le susurró antes de que ella
pudiera volverse.
Ella meneó la cabeza y dejó que el pelo le resbalara por el hombro, como si
quisiera crear una pared entre ellos.
David acercó más la silla mientras los demás ocupaban sus asientos de forma
bastante escandalosa.
—Laurel, tienes que hablar conmigo. Si te lo guardas todo, vas a volverte loca.
—No puedo… —se interrumpió cuando los ojos se le llenaron de lágrimas—.
Ahora no puedo hablar.
Él asintió.
—¿Podemos hablar después de clase? —le susurró mientras el señor James
empezaba a hablar.
Ella asintió e intentó secarse las lágrimas con discreción para no llamar la atención.
David le palmeó la pierna por debajo de la mesa y comenzó a escribir en la libreta.
Laurel se dijo que ojalá tomara buenos apuntes para que ella pudiera copiarlos luego.
El día pasó mientras ella no dejaba de darle vueltas a la cabeza, enfadada consigo
misma por haber prometido a David que le explicaría lo que le ocurría, aunque luego
sentía un gran alivio por tener a alguien con quien poder hablar. No sabía por dónde
empezar. No se imaginaba soltándole sin más: «Ah, ¿sabes que podría ser una criatura
mitológica?»
—No lo soy —susurró para ella misma—. Es una estupidez.
Aunque no acababa de convencerse de ello.
Después de clase, David y ella fueron a casa de éste. Él pareció percibir que ella no
estaba preparada para hablar, así que caminaron en silencio.
Fue especialmente delicado cuando la ayudó a saltar el muro de su casa, porque

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evitó en todo momento tocarle la espalda. La sujetó de los brazos cuando ella saltó y,
una vez en el suelo y erguida otra vez, no apartó las manos.
Laurel sintió la necesidad de acurrucarse contra él y olvidarse de toda aquella
tontería. Pero sabía que era imposible. Él la miró sin parpadear hasta que ella metió las
manos en los bolsillos y se volvió.
—Por aquí —dijo David, mientras se dirigían hacia los dos árboles enredados.
Laurel levantó la mirada hacia la espesa capa de hojas que tenía encima. Ya era
octubre y las hojas estaban en el momento cumbre de su transformación. Los
extremos eran anaranjados y rojizos y, aunque algunas ramas ya mostraban amarillos
y marrones pálidos, el centro de las hojas seguía siendo verde. Aquella mezcla de
colores hacía que el bosque estuviera muy bonito, pero Laurel estaba un poco triste al
ver cómo el verde perdía la batalla ante los colores más intensos.
No podía evitar pensar en su propia flor. ¿Moriría lentamente como las hojas?
«¿Dolería?», se preguntó, de repente, algo asustada. Aunque doliera, merecería la
pena, con tal de que desapareciera. Pero Tamani le había dicho que el año que viene
le saldría otra. Esperaba que casi todo lo que le había dicho fuera verdad. En cuanto al
resto…, prefería no pensarlo.
No obstante, sus pensamientos seguían regresando a esas palabras. Y, aunque
odiaba admitirlo, no era sólo porque la información fuera tan extraña; también era por
Tamani. La había sacudido, le había provocado sensaciones que nunca había tenido.
Ella nunca había experimentado aquella intensa sensación de querer a alguien sin
conocerlo. Con nadie. Era emocionante y apasionante, pero también le daba un poco
de miedo. Había una parte de ella que parecía absolutamente fuera de control. Y no
estaba segura de si le gustaba.
Tamani era tan… ¿«Precioso» era la palabra que buscaba? Parecía que sí. Fuera lo
que fuera, Laurel no había podido apartar la mirada de él. Aquélla era la parte que la
hacía preguntarse si todo había sido sólo un espejismo. Un sueño muy realista.
Se miró la muñeca de donde se había quitado el polvo brillante. Aquello había
sido real. Había encontrado un resto de polvo en los vaqueros al llegar a casa. Tenía
que ser real.
Y luego también estaba la incómoda sospecha de que ya lo había visto antes. No
podía borrarla de su mente. Y él se había comportado como si la conociera. ¿Por qué
iba a conocerla? ¿Cómo la había conocido? Toda aquella situación la estaba volviendo
loca.
—Bueno, ¿qué pasó ayer? —preguntó David cuando llegaron frente al árbol.
Laurel gruñó mientras pensaba lo estúpido que había empezado a parecer todo
desde que había aceptado hablar con él.
—David, es tan ridículo que no sé por qué estoy tan preocupada. Seguramente,

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porque me hace sentir estúpida.
—¿Tiene que ver con la… eh… flor?
—En parte, quizá. No lo sé —dijo Laurel. Lo dijo mientras empezaba a ir de un
lado a otro—. Sólo si es verdad, y no me lo creo. Empiezo a pensar que me lo he
inventado todo, como si fuera un sueño, aunque no recuerde haberme quedado
dormida.
—Lo que dices no tiene sentido.
—Sentido —repitió ella riéndose—. Cuando te diga lo que me dijo, verás que
todavía tiene menos sentido.
—¿Quién?
Laurel se detuvo y se apoyó en un árbol.
—Me encontré con alguien. En el bosque de mis padres. Una especie de chico.
—«Casi un hombre», pensó, pero no lo dijo en voz alta—. Dice que vive allí.
—¿En tus tierras?
—Eso mismo le dije yo.
—¿Y tus padres qué dijeron?
Laurel meneó la cabeza.
—No lo vieron.
—¿Estabas sola con él?
Ella asintió.
—¿A solas con un extraño? ¡Pues tienes suerte de que no te hiciera daño! —hizo
una pausa, y luego, despacio, le preguntó—: ¿Te hizo daño?
Sin embargo, Laurel ya estaba meneando la cabeza.
—No, no. —Por un momento, recordó la sensación que había tenido mientras
estaba sentada en la hierba—. Me sentía a salvo; estaba a salvo. Me… me conocía. No
sé cómo. Vio los pétalos y no se sorprendió. Me dijo que era una flor.
—¿Una flor?
—También me dijo que desaparecerá. Es la única parte de la conversación que
espero que sea verdad.
—¿Quién era? ¿Te lo dijo?
—Dijo que se llama Tamani. —En cuanto pronunció su nombre, deseó no haberlo
hecho. Parecía mágico, y pronunciarlo en voz alta le recordó la sensación de
descontrol que la hacía sentirse extrañamente impulsiva. Su cara le invadió la mente y
bloqueó cualquier otra visión. Sus intensos ojos, la media sonrisa, cómo la había
invadido una sensación de comodidad y familiaridad cuando le había tocado la mano.
—¿Tamani? —repitió David, devolviéndola así a la realidad—. Un nombre muy
raro.
Laurel asintió mientras obligaba a sus pensamientos a concentrarse en el presente.

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—¿Qué más te dijo?
—Me dijo que era de mi especie, que por eso sabía lo de la flor.
—¿Tu especie? ¿Qué significa eso?
Laurel rió para romper la tensión, pero no funcionó.
—Es una tontería. Dijo… que soy una flor, una planta.
—¿Una planta?
—Exacto. Es ridículo.
David adoptó un aire meditabundo.
—¿Algo más? —le preguntó.
—¿Más? ¿Te parece poco? Dijo que soy una planta. No soy ninguna planta. No lo
soy —añadió, para dejar clara su postura.
Él deslizó la espalda por el tronco y se sentó en el suelo, tamborileando los dedos
en las rodillas.
—Explicaría muchas cosas, ¿sabes? —dijo con cautela.
—Oh, por favor, David, tú también no.
—¿Dijo algo más? —le preguntó él, ignorando su comentario.
Laurel se volvió y empezó a arrancar pequeños trozos de corteza del árbol donde
estaba apoyada.
—Sólo dijo cuatro tonterías más, y ya está.
David se levantó, se acercó al árbol cuya corteza Laurel estaba arrancando y esperó
a que ella lo mirara.
—Si sólo fueron tonterías, ¿por qué estás tan alterada?
—Porque… todo esto es una estupidez.
—Laurel.
Ella lo miró.
—¿Qué te dijo?
—Es una bobada. Dijo que soy una… Te vas a reír.
—No me reiré. ¿Qué dijo que eres?
Ella soltó el aire despacio y echó los hombros hacia delante.
—Dijo que soy un hada —susurró.
David no dijo nada durante unos segundos, pero, al final, levantó la mano, con el
pulgar y el índice separados tres centímetros y dijo:
—¿Un hada? —preguntó con recelo.
—Bueno, obviamente, soy un poco más grande que un hada —protestó Laurel.
David se rió.
—¿Qué? —preguntó ella, más enfadada de lo que pretendía, aunque no se
disculpó.
—Es que…, bueno, tiene sentido.

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Laurel apoyó la mano en la cadera.
—¿Un chalado dice que soy una criatura mítica, y tú dices que tiene sentido?
David se sonrojó y se encogió de hombros.
—Si tuviera que escoger a alguien que me recordara a un hada, serías tú.
Laurel esperaba que se riera y dijera que era una locura. Contaba con ello. Pero él
parecía que se lo creía. Y, a pesar de que ella misma sabía que parecía irracional, se
enfureció.
—¿Podemos irnos? —Dio media vuelta y empezó a caminar.
—Espera —David la alcanzó—. ¿No sientes curiosidad?
—No —le espetó—. No siento curiosidad. Sólo quiero irme a casa, meterme en la
cama, despertarme y descubrir que sólo ha sido un sueño. Que la flor, el bulto e
incluso la escuela nunca han existido. ¡Eso es lo que siento! —Se volvió sin darle
oportunidad de responder y echó a correr por un camino. No sabía dónde llevaba,
pero tenía que alejarse de allí.
—¿Qué te asusta más, Laurel —gritó David—, que tenga razón o que se
equivoque?

Laurel corrió hasta llegar a su casa y permaneció jadeando en la calle unos minutos
delante del camino de acceso. Los días eran cada vez más cortos y el sol ya había
empezado a esconderse. Se sentó en el porche con los brazos alrededor de las rodillas.
Era aquel momento mágico del día en que las nubes estaban rojas, con un toque
anaranjado. Le encantaba ese momento. La casa nueva tenía una enorme ventana
mirando al oeste, desde donde su madre y ella solían contemplar cómo las nubes se
teñían de un color rojizo intenso y cómo, poco a poco, el rojo se iba convirtiendo en
lila a medida que el naranja del sol iba desapareciendo.
Esa tarde, la puesta de sol no le parecía bonita.
Laurel desvió la vista hasta los cornejos blancos que bordeaban el camino de
entrada a casa. Si creía las palabras de Tamani, tenía más en común con aquellos
árboles que con sus padres, que estaban al otro lado de la puerta.
Deslizó la mirada hasta sus pies. Sin pensarlo, se había quitado las chanclas y había
hundido los dedos en la tierra donde crecían varias flores. Empezó a respirar de forma
acelerada y profunda para mantener controlado el pánico mientras se sacudía la tierra
de los pies y volvía a ponerse las chanclas. ¿Y si iba al jardín trasero, hundía los pies en
el suelo fértil y levantaba los brazos? ¿Acabaría con corteza de árbol en lugar de piel?
¿Le saldrían más pétalos, quizá del estómago o de la cabeza?
Era una idea escalofriante.
Sin embargo, Tamani parecía normal. Si era realmente como ella, ¿significaba que

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ella no cambiaría? Todavía no estaba segura de si podía creer lo que le había dicho.
La puerta de casa se abrió y Laurel se levantó de golpe y se volvió para encontrarse
con su padre.
—Me había parecido oír a alguien —dijo él sonriendo—. ¿Qué haces aquí fuera?
Ella hizo una pausa e intentó recordar qué la había hecho detenerse y sentarse.
—Sólo estaba contemplando la puesta de sol —respondió con una sonrisa forzada.
Él suspiró y se apoyó en el marco de la puerta.
—Es preciosa, ¿verdad?
Ella asintió e intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta.
—Has estado muy callada estas últimas semanas, Laurel. ¿Va todo bien? —le
preguntó él con calma.
—Sólo estoy estresada por la escuela —mintió—. Me está costando más de lo que
creía.
Él se sentó a su lado en el escalón del porche.
—¿Cómo lo llevas?
—Bien, pero me absorbe mucha energía.
Él sonrió y le rodeó los hombros con un brazo. Laurel se tensó, pero su padre no
pareció darse cuenta, ni de eso ni de los pétalos que una fina tela separaba de su
brazo.
—Bueno, tenemos muchos melocotones para darte energía —dijo él con una
sonrisa.
—Gracias, papá.
—Entra cuando quieras —le dijo él—. Casi es la hora de cenar.
—¿Papá?
—Dime.
—¿Era… distinta a los demás niños cuando era pequeña?
Él se detuvo, vio la cara de su hija y volvió a sentarse a su lado.
—¿Qué quieres decir?
Laurel se planteó contárselo todo, pero enseguida cambió de idea. Antes quería
descubrir qué era.
—No sé, lo que como. Los demás no comen como yo. Todo el mundo cree que soy
muy rara.
—Tu alimentación es algo diferente; no conozco a nadie que coma más fruta y
verdura que tú. Pero me parece que es muy sano. Y no has tenido ningún problema,
¿verdad?
Laurel meneó la cabeza.
—¿Alguna vez me ha visitado un médico?
—Claro. Cuando estábamos terminando el proceso de adopción, vino un pediatra

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a la cabaña para comprobar que gozabas de buena salud —hizo una pausa—. En
realidad, es una historia muy curiosa. Te revisó y todo parecía estar en orden —su
padre se rió—, excepto que la rodilla no reaccionaba con el reflejo automático cuando
te golpeaba con ese martillo pequeño que tienen. Él se quedó preocupado, pero a mí
no me pareció tan importante. Entonces sacó el estetoscopio y allí es donde
empezaron las cosas raras. Movió el aparato por todo tu pecho y tu espalda. Le
pregunté qué problema había, y me dijo que fuera a buscar a tu madre. Quería hablar
con los dos. Así que fui a buscarla y, cuando volvimos, el médico estaba recogiendo
sus cosas. Sonrió y dijo que estabas perfecta.
—Pero ¿qué me pasaba?
—Eso mismo le pregunté yo, pero me dijo que no sabía a qué me refería. Digamos
que eso no ayudó a mejorar la opinión de tu madre acerca de los médicos. Se pasó
semanas diciendo que ese hombre estaba chalado.
—¿Y nunca lo supisteis?
Su padre se encogió de hombros.
—No creo que te pasara nada. Me parece que tenía el estetoscopio roto o que lo
usó mal, o algo así. Luego, al quedarse solo, se debió de dar cuenta de su error, y para
no parecer un incompetente, intentó quitarle hierro al asunto. A los médicos no les
gusta admitir que se han equivocado. —Miró a su hija—. ¿Qué te pasa? ¿Quieres que
te llevemos al médico? Escribimos a la escuela para que estuvieras exenta del análisis
médico, pero si te vas a quedar más tranquila, podemos llevarte.
Laurel meneó la cabeza. Era lo último que quería.
—No. No quiero ir al médico.
—¿Te encuentras bien?
Ella sonrió.
—Sí. Creo que sí.
—¿Seguro? —insistió su padre, preocupado.
Ella asintió.
—Estoy bien.
—Perfecto. —Él se levantó y giró el pomo de la puerta—. Ah, por cierto, esta
mañana hemos recibido la oferta de Barnes.
—Genial —dijo Laurel mirando el oscuro horizonte—. Espero que la compre
rápido. —«No quiero volver allí nunca más», pensó.

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10

Laurel estaba sentada en el porche de David cuando éste salió de casa para ir al
instituto a la mañana siguiente. El chico la miró fijamente unos segundos, respiró
hondo y cerró con llave.
—Lo siento —se excusó ella antes de que él pudiera dar media vuelta—. No tenía
ningún motivo para gritarte. Te portaste genial y sólo querías ayudarme, y yo voy y te
lo agradezco así.
—No pasa nada —respondió él mientras se guardaba la llave en el bolsillo.
—Sí que pasa —insistió Laurel caminando a su lado—. Me porté muy mal… Te
grité. Nunca grito. Pero es que he estado muy nerviosa.
David se encogió de hombros.
—En cierto modo, me lo merecía. Insistí demasiado. Debería haberte dejado
tranquila.
—Pero es que a veces necesito que me presionen un poco. No me gusta
enfrentarme a las cosas difíciles. En eso, tú eres mucho mejor que yo.
—Pero sólo porque no soy yo el que lo está pasando mal. Yo no tengo una flor en
la espalda.
Laurel se detuvo y agarró a David de la mano para que se volviera. Cuando lo
hizo, no lo soltó. Le gustaba darle la mano.
—No puedo hacer esto sin un amigo. Lo siento mucho.
Él meneó la cabeza, acercó una mano a la cara de Laurel y le colocó un mechón de
pelo detrás de la oreja, rozándole delicadamente la mejilla con el pulgar. Ella se quedó
inmóvil y disfrutó de la sensación de su mano en la cara.
—Es imposible estar enfadado contigo.
—Me alegro —al tenerlo tan cerca, con el calor de su pecho casi rozándola, tuvo la
necesidad urgente de besarlo. Sin pararse a pensarlo, cambió el peso a las puntas de
los pies y se inclinó hacia delante. Pero, justo en ese momento, pasó un coche por
delante y cambió de idea. Se volvió con un gesto seco y echó a caminar.
—No quiero llegar tarde —dijo con una risa tensa.
David se colocó a su lado.
—Entonces, ¿quieres hablar de ello? —le preguntó.
—No sé de qué hay que hablar —respondió Laurel.
—¿Y si tiene razón? —David no tuvo que especificar a quién se refería.

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Ella meneó la cabeza.
—No tiene ningún sentido. Admito que soy algo distinta y que la flor en la espalda
es algo muy, muy raro, pero ¿una planta? ¿Cómo podría estar viva?
—Bueno, «planta» podría significar muchas cosas. Hay plantas con unas
habilidades que ni te imaginas, y sólo hablo de las que los científicos han descubierto.
Se sospecha que hay millones de especies en los bosques tropicales que nadie ha
podido estudiar jamás.
—Sí, claro, pero ¿has visto alguna vez a una planta desenraizarse y salir a pasear
por la calle?
—No. —Él se encogió de hombros—. Pero hay muchas cosas que no he visto
nunca, y eso no significa que no existan. Cada día aprendo algo.
—No tiene sentido —repitió ella.
—Le estuve dando muchas vueltas ayer por la noche. Ya sabes, por si sucedía el
milagro de que volvieras a hablarme algún día. Hay una forma bastante fácil de
demostrar que es verdad o es mentira.
—¿Cuál?
—Muestras de tejido.
—¿Qué?
—Me das varias muestras de células de tu cuerpo, las analizamos con el
microscopio y vemos si son de planta o de animal. No hay margen de error.
Laurel arrugó la nariz.
—¿Cómo voy a darte muestras de tejido?
—Podríamos tomar células epiteliales de la parte interior de la mejilla, como hacen
en CSI.
Laurel se rió.
—¿CSI? ¿Ahora vas a investigarme?
—Si tú no quieres, no. Pero creo que, al menos, deberías comprobar lo que ese
tipo… ¿Cómo se llamaba?
—Tamani. —Notó un escalofrío en la espalda.
—Sí. Pues deberías comprobar si lo que Tamani dijo es verdad.
—¿Y si es verdad? —Laurel se detuvo.
Él se volvió, la miró y vio que tenía la cara aterrorizada.
—Entonces, lo sabrás.
—Pero eso significaría que toda mi vida habría sido una gigantesca mentira.
¿Adónde iría? ¿Qué haría?
—No tendrías que marcharte. Todo podría seguir igual.
—No, imposible. Lo acabarían descubriendo y querrían…, no sé, hacerme cosas.
—Nadie tiene por qué descubrirlo. Tú no lo dirás; yo no lo diré. Tendrías un

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secreto que te haría distinta a todos los demás. Sabrías que eres… algo increíble y
nadie más lo sospecharía.
Laurel dio una patada contra el asfalto.
—Lo dices como si fuera algo emocionante y glamuroso.
—Quizá lo es.
Laurel dudó unos segundos, y David se acercó un poco más.
—Tú decides —dijo con suavidad—, pero hagas lo que hagas, te ayudaré. —Le
colocó la mano en la nuca y ella contuvo la respiración—. Seré lo que necesites que
sea. Si quieres al loco de la ciencia para que te dé respuestas, soy tu hombre; si sólo
quieres un amigo que se siente a tu lado en clase de biología y te anime cuando estés
triste, también soy tu hombre. —El pulgar se deslizó desde el lóbulo de la oreja a la
mejilla—. Y si quieres a alguien que te abrace y te proteja de cualquiera que quiera
hacerte daño, te prometo que soy tu hombre. —Sus ojos azul pálido la miraron
fijamente y, durante un segundo, Laurel no pudo respirar—. Pero tú decides —le
susurró.
Era tan tentador. Todo en él era tan reconfortante. Pero Laurel sabía que no sería
justo. Le gustaba, y mucho, pero no estaba segura de si sus sentimientos eran
románticos o se movía por pura necesidad. Y, hasta que estuviera segura, no podía
comprometerse a nada.
—David, creo que tienes razón; debería obtener algunas respuestas. Pero en este
momento lo único que sé seguro que necesito es un amigo.
La sonrisa de David fue algo forzada, pero le apretó el hombro con delicadeza y
dijo:
—Entonces eso es lo que tendrás. —Se volvió y echó a caminar, pero se mantuvo lo
suficientemente cerca de ella como para que sus hombros se rozaran.
A ella le gustó ese gesto.

—Sin lugar a duda, son células vegetales, Laurel —dijo David mientras miraba por el
microscopio.
—¿Estás seguro? —preguntó la chica mientras observaba las células que habían
obtenido del interior de su mejilla. Pero incluso ella reconoció las células cuadradas y
de paredes gruesas que llenaban el cristal.
—En un noventa y nueve por ciento, sí —dijo David estirando los brazos por
encima de la cabeza—. Me parece que ese tal Tamani tenía razón.
Laurel suspiró.
—Tú no estuviste allí; era muy raro. —«Sí, claro, sigue repitiéndote eso; quizás al
final te lo creas.» Se obligó a silenciar aquella voz.

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—Un motivo más para que estéis relacionados.
Ella arqueó las cejas y pateó la silla de David, que se reía.
—Me has ofendido gravemente —protestó abriendo los ojos de forma exagerada.
—Y, sin embargo —reconoció él—, parece que tiene razón. Al menos, sobre esto.
Laurel meneó la cabeza.
—Tiene que haber algo más.
David hizo una pausa.
—Hay algo más, pero… no, sería una locura.
—¿El qué?
La miró fijamente durante un minuto.
—Podría… tomarte una muestra de sangre.
A Laurel se le detuvo el corazón.
—¿Qué pasa?
—¿Cómo obtendrías la sangre?
David se encogió de hombros.
—Un pinchazo en el dedo bastaría.
—No soporto las agujas. Me aterrorizan.
—¿En serio?
Ella asintió con una mueca.
—Nunca me han pinchado.
—¿Nunca?
—No voy al médico, ¿recuerdas?
—¿Y las vacunas?
—No me han puesto ninguna. Mi madre tuvo que rellenar un formulario especial
para el instituto.
—¿Ni puntos?
—No, qué pesadilla —dijo cubriéndose la boca con la mano—. No quiero ni
pensarlo.
—Vale, olvídalo.
Se quedaron en silencio un buen rato.
—No tendría que mirar, ¿verdad? —preguntó.
—Te lo prometo. Y no duele.
A Laurel se le cortó la respiración, pero aquello parecía importante.
—Vale. Lo intentaré.
—Mi madre es diabética, y tiene un aparato en su cuarto para tomarse muestras de
sangre. Seguramente, será lo más fácil. Vuelvo enseguida.
Laurel se obligó a normalizar la respiración mientras David estaba en la habitación
de su madre. El chico volvió con las manos vacías.

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—¿Dónde está? —preguntó ella.
—No pienso decírtelo. No voy a dejar ni que lo veas. Aparta, tengo una idea. —Se
sentó en la cama, delante de ella—. Vale, siéntate detrás de mí y coloca los brazos
alrededor de mi cintura. Si te asustas, puedes apoyar la cabeza en mi espalda y
apretarme.
Laurel se colocó detrás de él. Pegó la cara a su espalda y le apretó la cintura con
todas sus fuerzas.
—Necesito una mano —dijo David con la voz algo ahogada.
Ella se obligó a aflojar los brazos y le ofreció una mano. David le frotó la palma con
delicadeza mientras ella volvía a apretarlo.
—¿Preparada? —le preguntó.
—Hazlo por sorpresa —le instó ella nerviosa.
Él le frotó la mano unos segundos más y luego ella gimió cuando notó una especie
de corriente estática en el dedo.
—Vale, ya está —anunció él muy tranquilo.
—¿Has escondido la aguja? —preguntó ella sin levantar la cabeza.
—Sí —respondió él—. Laurel, tienes que ver esto.
La curiosidad le ayudó a alejar el miedo mientras asomaba la cabeza por encima
del hombro del chico.
—¿Qué pasa?
David estaba apretándole con suavidad la punta del dedo. Sólo salía una especie
de líquido transparente.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Me preocupa más lo que no es —respondió David—. No es rojo.
Laurel se quedó mirando su dedo.
—Eh, ¿puedo…? —David señaló la caja de portaobjetos para tomar muestras.
—Claro —respondió ella algo entumecida.
David cogió un portaobjetos y acercó el dedo de Laurel a la superficie del cristal.
—¿Puedo coger las muestras que haga falta?
Ella asintió.
Después de tomar tres muestras, él le envolvió el dedo con un pañuelo de papel y
Laurel se quedó con las manos encima del regazo.
David se sentó a su lado, con el muslo pegado a ella.
—Laurel, ¿siempre sale esto cuando te cortas?
—Hace años que no me corto.
—Pero te habrás hecho un arañazo en la rodilla alguna vez, ¿no?
—Seguro, pero… —la frase quedó en el aire cuando descubrió que era incapaz de
encontrar un ejemplo—. No lo sé —susurró—. No me acuerdo.

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David se echó el pelo hacia atrás.
—¿Has sangrado alguna vez… en tu vida?
Ella sabía todo lo que implicaba esa pregunta, y lo odiaba, pero no podía negar la
verdad.
—No lo sé. Sinceramente, no recuerdo haber sangrado nunca.
David deslizó la silla hasta el microscopio y colocó uno de los portaobjetos encima
de la superficie iluminada, y lo estudió con varias lentes durante un buen rato.
Cambió el portaobjetos y volvió a mirar. Luego sacó algunos cristales manchados de
rojo de otra caja y los añadió a la rotación.
Laurel no se movió en todo aquel rato.
Él se volvió hacia ella.
—¿Qué pasaría si no tuvieras sangre? —dijo—. ¿Y si este líquido transparente es lo
único que te corre por las venas?
Ella meneó la cabeza.
—Es imposible. Todo el mundo tiene sangre, David.
—Sí, y las epiteliales de todos los humanos son animales, pero las tuyas no. Dijiste
que tus padres no creen en los médicos. ¿Alguna vez te ha visto alguno?
—Cuando era pequeña. Mi padre me lo explicó la otra noche. —Abrió los ojos
asustada—. Dios mío —le explicó la historia a David—. El médico lo sabía. Tuvo que
saberlo.
—¿Y por qué no se lo dijo a tus padres?
—No lo sé —respondió meneando la cabeza.
Él guardó silencio, con el entrecejo fruncido. Cuando volvió a hablar, lo hizo
dubitativo.
—¿Te importa que pruebe otra cosa?
—Mientras no implique abrirme en canal para mirarme los intestinos.
Él se rió.
Laurel no.
—¿Puedo tomarte el pulso?
La oleada de alivio que la invadió la pilló por sorpresa. Se echó a reír y no podía
parar. David la miró en silencio mientras ella reía histéricamente, hasta que al final
pudo controlarse.
—Perdona —dijo mientras contenía otro ataque de risa—. Es que… eso es mucho
mejor que abrirme en canal.
David esbozó una media sonrisa.
—Dame la mano. Ella alargó el brazo y él colocó dos dedos encima de la muñeca.
—Tienes la piel muy fría —comentó—. Me sorprende que no me haya dado
cuenta antes. —Y entonces se quedó en silencio, concentrado. Al cabo de un rato, se

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levantó de la silla y se sentó en la cama, a su lado—. Déjame probarlo en el cuello.
Le agarró la nuca con una mano y apretó los dedos de la otra mano contra el lado
derecho de su cuello. Laurel notaba su respiración en la mejilla y, a pesar de que él no
la estaba mirando a la cara, ella no podía apartar la mirada de él. Vio cosas que nunca
había visto hasta entonces. Una pequeña franja de delicadas pecas donde le nacía el
pelo, una cicatriz casi escondida por la ceja y la delicada curva de sus pestañas. Notó
cómo sus dedos apretaban un poco más. Cuando ella contuvo la respiración, él retiró
la mano.
—¿Te he hecho daño?
Ella meneó la cabeza e intentó no pensar en lo cerca que lo tenía.
Al cabo de unos segundos, David apartó las manos. A Laurel no le gustaba su
expresión, el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Él meneó la cabeza.
—Tengo que estar seguro. No quiero asustarte en vano. ¿Puedo… auscultarte el
pecho?
—¿Cómo, con un estetoscopio?
—No tengo estetoscopio, pero si… —dudó unos segundos—. Si pego la oreja a tu
pecho, podría oír el corazón alto y claro.
Laurel irguió la espalda un poco.
—Vale —dijo muy tranquila.
David colocó una mano a cada lado de las costillas de Laurel y, lentamente, bajó la
cabeza. Ella intentó respirar con normalidad, pero estaba segura de que su corazón
debía de ir muy acelerado. Notó su cálida mejilla en la piel, apretada al escote de la
camisa.
Al cabo de unos largos segundos, él levantó la cabeza.
—¿Y bien?
—Chisss —dijo él mientras volvía la cabeza y pegaba la otra mejilla al otro lado del
pecho. No se quedó así mucho tiempo y enseguida levantó de nuevo la cabeza—. No
hay nada —dijo con voz suave—. Y tampoco en la mano ni en el cuello. No oigo nada
en tu pecho. Suena… vacío.
—¿Qué significa eso, David?
—No tienes pulso, Laurel. Seguramente, no tienes corazón.

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11

Laurel estaba temblando. Notó los brazos de David, cálidos y fuertes, alrededor de
ella, y era como si no pudiera sentir nada más. Era su salvavidas; si la soltaba, no
sabría si sobreviviría.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—No tienes que hacer nada.
—Tienes razón —respondió ella abatida—. Sólo tengo que esperar a que el resto
de mi cuerpo se dé cuenta de que está muerto.
David la apretó un poco más y le acarició el pelo. Ella se aferró a su camisa; no
podía contener las lágrimas y respiraba entrecortadamente.
—No —le susurró él, pegado a su oreja—. No vas a morir —le acarició la mejilla
con la suya, que raspaba por la incipiente barba. La punta de la nariz le recorrió la cara
y las lágrimas se detuvieron cuando Laurel se concentró en la sensación de su cara
rozándola. Lo notaba cálido contra su piel, que siempre estaba tan fría. Los labios de
David le acariciaron la frente y ella se estremeció. Apoyó la frente en la de ella y
Laurel abrió los ojos al mismo tiempo que él y se perdió en el océano azul de su
mirada. Él le dio un delicado beso en los labios y ella notó cómo una desconocida
oleada de calor se extendía por todo su rostro desde la boca.
Cuando ella no se movió, él volvió a besarla, esta vez con un poco más de
seguridad. En un instante, David se convirtió en parte de la tormenta que la sacudía
por dentro y se aferró a su cuerpo, atrayéndolo más todavía, abrazándolo, intentando
aspirar esa increíble calidez hacia su interior. Podrían haber pasado segundos, minutos
u horas, el tiempo era lo de menos mientras el cálido cuerpo de David estaba pegado
al suyo y aquella calidez la envolvía.
Cuando él se separó, casi de forma violenta, para respirar, la realidad se apoderó
de Laurel. «¿Qué he hecho?»
—Lo siento —susurró él—. No pretendía…
—Chisss. —Ella le colocó un dedo encima de los labios—. No pasa nada —no lo
soltó y, al ver que no se oponía, David volvió a inclinarse hacia delante.
En el último momento, Laurel lo detuvo colocando una mano en el pecho
mientras meneaba la cabeza. Respiró y dijo:
—No sé si lo que siento es real, fruto del pánico o… —hizo una pausa—. No
puedo hacerlo, David. No con todo lo que me está pasando.

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Él se separó y se quedó callado un momento.
—Entonces, esperaré —dijo en un tono apenas audible.
Laurel recogió su mochila.
—Tengo que irme.
Los ojos de David la siguieron mientras ella cruzaba la habitación.
La chica se detuvo para mirarlo una última vez antes de salir por la puerta y
cerrarla tras ella.

En biología, Laurel se sentó en su sitio junto a la ventana, pero no sacó los libros. Se
mantuvo con la espalda totalmente erguida y agudizó el oído para reconocer el ya
familiar sonido de los pasos de David. Aun así, se sorprendió cuando él dejó la
mochila encima de la mesa, a su lado. Ella se obligó a mirarlo, pero en lugar de la cara
tensa y recelosa que se esperaba, se encontró con una amplia sonrisa y unas mejillas
sonrojadas por la emoción.
—Estuve leyendo unas cosas anoche —dijo sin saludar—, y tengo varias teorías.
«¿Teorías?» Laurel no estaba segura de si quería oírlas. En realidad, veía algo en la
expresión de David que le decía que no sabía si quería oírlas.
El chico abrió un libro y se lo colocó delante.
—¿Una dionea atrapamoscas? Vaya, veo que sabes camelar a una chica —intentó
devolverle el libro, pero él lo sujetó con ambas manos y no permitió que lo cerrara.
—Escúchame un momento. No digo que seas una dionea atrapamoscas, pero
quiero que leas un poco sobre sus hábitos alimenticios.
—Es carnívora, David.
—Técnicamente, sí, pero lee por qué —deslizó los dedos hasta los párrafos que
había destacado con fluorescente verde—. Las atrapamoscas crecen mejor en suelos
pobres; generalmente, suelos con muy poco nitrógeno. Comen moscas porque los
cuerpos de las moscas contienen mucho nitrógeno y nada de grasa o colesterol. No se
trata de la carne, sino del tipo de nutrientes que necesitan. —Pasó la página—. Mira,
aquí habla de cómo alimentar a una atrapamoscas en casa. Dice que hay mucha gente
que le da pequeños trozos de hamburguesa y bistec, porque, como tú has dicho,
piensan: «Es carnívora». Pero, en realidad, si le das hamburguesa puedes matarla,
porque esa comida tiene mucho colesterol y grasas, y la planta no puede digerirlos.
Laurel sólo podía mirar horrorizada aquella planta monstruosa mientras se
preguntaba cómo narices David podía pensar que ella era así.
—No te sigo —dijo.
—Los nutrientes, Laurel. No bebes leche, ¿verdad?
—No.

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—¿Por qué no?
—Porque no me sienta bien.
—Apuesto a que no te sienta bien porque contiene grasas y colesterol. ¿Qué bebes?
—Agua, refrescos —se detuvo a pensar—. Y el zumo de los melocotones en
almíbar de mi madre. Y ya está.
—Agua y azúcar. ¿Alguna vez has puesto azúcar en un tiesto de flores para
mantenerlas vivas? Les encanta; lo absorben enseguida.
La explicación de David tenía sentido. A Laurel empezó a dolerle la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no como moscas? —preguntó, sarcástica, mientras se frotaba
las sienes.
—Supongo que son demasiado pequeñas para ti. Pero piensa en lo que comes.
Fruta y verdura. Plantas que han crecido en la tierra y han absorbido todos esos
nutrientes por las raíces. Te las comes y obtienes los mismos nutrientes que si tuvieras
raíces y pudieras conseguirlos sola.
Laurel no dijo nada durante varios segundos, mientras el señor James mandó
callar a todo el mundo.
—¿Todavía piensas que soy una planta? —preguntó Laurel en un susurro.
—Una planta increíblemente evolucionada y muy avanzada —respondió David—.
Pero una planta, sí.
—Qué asco.
—No sé —dijo él con una sonrisa—. A mí me parece guay.
—Ya, claro; tú eres el científico. Yo sólo soy la chica que quiere hacer la clase de
gimnasia sin que nadie la mire.
—Vale —insistió David—. Yo pensaré que es guay por los dos.
Laurel soltó una risotada y llamó la atención del señor James.
—¿Laurel? ¿David? ¿Os gustaría compartir la broma con el resto de la clase? —
preguntó el profesor con una mano apoyada en su delgada cintura.
—No, señor —respondió David—, pero gracias por preguntar —los demás
estudiantes se echaron a reír, pero al señor James no pareció hacerle gracia. Laurel se
reclinó en la silla y sonrió. «David, uno. Profesor que quisiera ser tan listo como
David, cero.»

El sábado, quedaron en casa de David para «estudiar». Él le enseñó un artículo que


había encontrado en Internet sobre cómo las plantas absorben el dióxido de carbono a
través de las hojas.
—¿Y tú? —le preguntó.
Laurel estaba sentada en la cama con los pétalos libres y mirando hacia la ventana

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que daba al oeste para que les diera el sol. Era una más de las muchas ventajas de
«estudiar» solos en casa de David después de clase casi cada día. El chico incluso hacía
un admirable esfuerzo por no mirarla fijamente, aunque ella no estaba segura de si las
miradas de reojo iban dirigidas a los pétalos o a la piel que quedaba al descubierto.
En cualquier caso, no le importaba.
—Bueno, yo no tengo hojas…, excepto estas pequeñas debajo de los pétalos.
Todavía… —añadió enigmática.
—Técnicamente, no tienes hojas, pero creo que la piel seguramente cuenta como
hoja.
—¿Por qué? ¿Se está poniendo verde? —preguntó, y luego apretó los labios. La
idea de volverse verde le recordó a Tamani y su pelo verde. No quería pensar en él.
Era demasiado confuso. Además, le parecía injusto pensar en él mientras estaba con
David. En cierto modo, sentía que le era infiel. Siempre guardaba esos pensamientos
para la noche, cuando estaba acostada y a punto de dormirse.
—No todas las hojas son verdes —continuó David, sin darse cuenta de nada—. En
la mayoría de las plantas, las hojas son la parte exterior más extensa y, en tu caso, eso
sería la piel. De modo que quizás absorbes el dióxido por la piel. —Se sonrojó—.
Llevas camisetas de tirantes incluso cuando hace frío.
Laurel bebió un sorbo de Sprite con la pajita.
—Entonces, ¿por qué respiro? Porque respiro, ¿sabes? —añadió ella algo enfadada.
—Sí, pero ¿tienes que respirar?
—¿Qué quieres decir con que si tengo que respirar? Claro que sí.
—Yo creo que no. Al menos, no como yo. Ni con la misma frecuencia. ¿Cuánto
tiempo aguantas la respiración?
Ella se encogió de hombros.
—Lo suficiente.
—Venga ya, habrás nadado alguna vez, debes saberlo. Una idea aproximada —
insistió él cuando ella meneó la cabeza.
—Subo cuando ya no quiero estar más debajo del agua. Además, no me sumerjo
muy a menudo. Sólo para mojarme el pelo, de modo que no lo sé.
David sonrió y señaló el reloj que llevaba en la muñeca.
—¿Quieres que lo descubramos?
Laurel lo miró unos segundos, dejó el refresco y se inclinó hacia delante,
clavándole un dedo en el pecho mientras sonreía.
—Ya estoy harta de que experimentes conmigo. Veamos cuánto tiempo aguantas
tú la respiración.
—Me parece justo, pero después lo harás tú.
—Hecho.

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David respiró hondo varias veces y, cuando Laurel dijo «Ya», llenó los pulmones
de aire y se reclinó en la silla. Aguantó, con la cara colorada, cincuenta y dos segundos
antes de que la necesidad de respirar fuera vital. Le llegó el turno a Laurel.
—No te rías —le advirtió—. Seguramente, no aguantaré tanto como tú.
—Lo dudo. —David sonrió como hacía siempre que estaba seguro de llevar la
razón.
Laurel respiró hondo y se tendió en la cama. Él puso en marcha el cronómetro con
un ligero pitido.
La ponía nerviosa ver su sonrisa de seguridad a medida que iban pasando los
segundos, así que se volvió hacia la ventana. Siguió con la mirada a un pájaro que
volaba libremente por el cielo hasta que se perdió detrás de una colina. Sin nada más
interesante que mirar, se fijó en su pecho. Empezaba a notar una sensación incómoda.
Aguantó un poco más, decidió que aquella sensación no le gustaba y soltó el aire.
—Ya está. ¿Cuál es el veredicto?
David miró el reloj.
—¿Has aguantado hasta que ya no podías más?
—He aguantado lo que he querido.
—No es lo mismo. ¿Podrías haber aguantado más?
—Seguramente, pero empezaba a ser incómodo.
—¿Cuánto más?
—No sé —reconoció ella, sonrojada—. ¿Cuánto he aguantado?
—Tres minutos y veintiocho segundos.
Tardó un instante en tomar conciencia de la duración. Se incorporó.
—¿Me has dejado ganar?
—No. Y acabas de demostrar mi teoría.
Laurel se miró el brazo.
—¿Una hoja? ¿En serio?
David le tomó el brazo, lo levantó y lo colocó junto al suyo.
—Fíjate; si los miras de cerca, nuestros brazos no son iguales. ¿Lo ves? —le dijo
señalando las venas que le recorrían el brazo—. Sí, las venas son siempre más visibles
en los chicos, pero, con la piel tan pálida que tienes, al menos se tendrían que ver
algunas líneas azules. No tienes ninguna.
Laurel observó su brazo y luego preguntó:
—¿Cuándo te has dado cuenta?
Él se encogió de hombros con expresión de culpabilidad.
—El día que te busqué el pulso, pero estabas tan nerviosa que pensé que podía
esperarme un poco a decírtelo. Además, antes quería investigar un poco más.
—Gracias… supongo —Laurel se quedó en silencio mientras miles de ideas se le

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pasaban por la cabeza. Sin embargo, siempre llegaba a la misma conclusión—.
Realmente, soy una planta, ¿no?
David la miró y asintió con solemnidad.
—Creo que sí.
No estaba segura de por qué se echó a llorar. No era una sorpresa, pero nunca
hasta ese momento había aceptado del todo que fuera una planta. Y ahora sentía una
aterradora combinación de pánico, alivio, asombro y una extraña tristeza.
David se sentó a su lado. Sin decir nada, se reclinó en el cabezal de la cama y la
atrajo hacia su pecho. Ella se dejó llevar y disfrutó de la seguridad que le daba
abrazarlo. De vez en cuando, él le acariciaba los brazos con cuidado de no tocar los
pétalos.
Laurel oía el rítmico latido de su corazón y eso le recordó que todavía había cosas
normales. Cosas a las que podía agarrarse.
La calidez de su cuerpo la invadió y la calentó de forma similar a como lo hacía el
sol. Sonrió y se acurrucó contra él un poco más.
—¿Qué haces el próximo sábado? —preguntó David, y la voz le resonó en el
pecho, donde Laurel tenía pegada la oreja.
—No lo sé. ¿Y tú?
—Eso depende de ti. Estaba pensando en lo que te dijo Tamani.
Ella levantó la cabeza.
—No quiero hablar de eso.
—¿Por qué no? Tenía razón en que eres una planta. Quizá también tenga razón en
lo de que… eres un hada.
—¿Cómo puedes decir eso aquí, donde tu microscopio puede oírte, David? —le
preguntó Laurel con una sonrisa, intentando quitarle hierro al asunto—. Si descubre
que su dueño es tan poco científico, quizá deje de funcionar.
—Es muy poco científico tener una amiga que es una planta —respondió él, que se
negó a seguirle la broma.
Laurel suspiró, pero volvió a dejar caer la cabeza en su pecho.
—Todas las niñas, de pequeñas, sueñan con ser princesas, hadas, sirenas o algo así.
Sobre todo, las niñas que no saben quién es su verdadera madre. Pero te olvidas de
ese sueño hacia los seis años, más o menos. Y nadie sigue pensando en ello a los
quince. Las hadas no existen.
—Quizá no, y no tienes por qué serlo de verdad.
—¿Qué quieres decir?
David le estaba mirando la flor.
—Hay un baile de disfraces el sábado que viene en el instituto. Y he pensado que
quizá podrías ir de hada y probar cómo te sientes… Ya sabes, podrías acostumbrarte a

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la idea de que eres un hada con la ayuda del disfraz… A lo mejor así te sentirías más
cómoda.
—¿Qué? ¿Ponerme alas y un vestido largo?
—A mí me parece que las alas ya las tienes —dijo David muy serio.
Aquellas palabras fueron tomando sentido lentamente. Lo miró con incredulidad.
—¿Quieres que vaya así? ¿Enseñando la flor para que todo el mundo la vea? ¡Estás
loco! ¡Ni hablar!
—Escucha —dijo David mientras se incorporaba—. Lo he estado pensando. ¿Sabes
esas guirnaldas de espumillón que venden? Si envolvemos la base de la flor con eso y
hacemos dos tirantes, nadie se daría cuenta de que son de verdad. Sólo pensarán que
es un disfraz genial.
—Nadie se tragaría que es un disfraz, David. Son demasiado bonitas.
Él se encogió de hombros.
—La gente suele creer lo que se le dice. —Sonrió—. ¿De verdad crees que alguien
te mirará y pensará: «Vaya, creo que esa chica es una planta»?
En realidad, parecía muy absurdo. Inconscientemente, Laurel pensó en el vestido
largo azul claro y brillante que había llevado ese verano para la boda de la prima de su
madre.
—Me lo pensaré —le prometió.

El miércoles, después de clase, David tenía que trabajar, así que Laurel decidió ir a la
biblioteca pública. Se acercó al mostrador de información, donde la bibliotecaria
estaba intentando explicar el sistema decimal Dewey a un niño que no entendía ni
quería entender. Al cabo de un par de minutos, el chaval se encogió de hombros y se
marchó.
Con un suspiro de frustración, la bibliotecaria se volvió hacia Laurel.
—Dime.
—¿Puedo utilizar Internet? —preguntó.
La mujer sonrió, seguramente contenta de recibir una pregunta racional.
—En aquel ordenador —dijo, señalando—. Entra con tu número de tarjeta de la
biblioteca. Tienes una hora.
—¿Sólo una hora?
La bibliotecaria se inclinó hacia delante con gesto cómplice.
—Es una norma que tuvimos que poner hace dos meses. Había una señora mayor
que venía y se pasaba todo el día con Internet Hearts. —Se encogió de hombros y
volvió a erguirse—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas; por culpa de un par de
irresponsables, pagan los demás. Pero, bueno, es de alta velocidad —añadió antes de

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volverse para apilar unos libros que estaba escaneando.
Laurel se acercó a la mesa donde estaba el único ordenador con conexión a
Internet. A diferencia de la enorme biblioteca que solía visitar con su padre en
Eureka, la de Crescent City era poco más grande que una casa. Tenía una estantería
con libros de ilustraciones y otra de ficción para adultos, y lo demás eran libros
antiguos. Y tampoco había demasiados.
Se sentó frente al ordenador y tecleó la clave. Miró el reloj y empezó a navegar.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, había encontrado imágenes de hadas
viviendo en flores, con ropajes hechos de flores y bebiendo té de pequeñas tazas
hechas con flores. Pero no había encontrado nada acerca de que las hadas fueran
realmente flores. O plantas. O lo que fuera. «Una lástima», pensó malhumorada.
Empezó a leer un extenso artículo de Wikipedia, pero cada dos o tres frases tenía
que parar y buscar otra referencia que no entendía. De momento, sólo había leído
unos párrafos.
Respiró hondo, entrecerró los ojos y volvió a empezar.
—¡Me encantan las hadas!
Laurel estuvo a punto de caerse de la silla cuando oyó la voz de Chelsea junto a su
oreja.
La chica se sentó a su lado.
—Yo pasé por esta fase hará un año. Todo lo que hacía tenía que ver con las
hadas. Tengo unos diez libros y un montón de fotografías colgadas en el techo.
Incluso encontré un panfleto acerca de la teoría conspiratoria de un tipo que creía que
Irlanda estaba dominada por el Seelie Court y, aunque sus ideas eran un tanto
rocambolescas, exponía algunos puntos muy válidos.
Laurel cerró el enlace lo más deprisa posible, aunque las palabras «demasiado
tarde» le vinieron enseguida a la mente.
—En la Edad Media, la gente solía creer que cualquier cosa mala que sucedía era
culpa de las hadas —continuó Chelsea, que, por lo visto, no se había dado cuenta de
que Laurel todavía no había abierto la boca—. Por supuesto, también las
responsabilizaban de las cosas buenas, supongo que así lo compensaban. —Sonrió—.
¿Por qué leías sobre las hadas?
A Laurel se le secó la boca. Intentó encontrar una excusa, pero después de haber
leído decenas de historias sobre las hadas, no se le ocurría nada.
—Eh… Sólo quería investigar un poco para… —Estaba a punto de decir que tenía
que hacer una redacción para clase de inglés, pero justo entonces recordó que Chelsea
iba con ella a esa clase.
Y entonces recordó la propuesta de David.
—Porque voy de hada al baile del sábado —soltó—. Y había pensado que podía

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informarme un poco antes.
A Chelsea se le iluminó la cara.
—Es genial. Yo también quiero ir de hada. Podríamos ir a juego.
«Genial.»
—De hecho, David me está haciendo una especie de alas. Dice que es una
sorpresa.
—Ah —Chelsea dudó unos segundos—. No pasa nada. Debería organizar algo con
Ryan. —Se sonrojó ligeramente—. El viernes me pidió que fuera su pareja.
—Qué bien.
—Sí. Es mono, ¿verdad?
—Sí.
—Genial. —Por un momento, pareció perdida en sus pensamientos—. Bueno,
serás un hada preciosa. Prácticamente pareces una, así que será perfecto.
—¿De veras?
Chelsea se encogió de hombros.
—Sí. Sobre todo, con la piel pálida y el pelo claro. La gente solía pensar que los
ángeles eran hadas, de modo que las hadas deben ser rubias y de aspecto frágil.
«¿Frágil?», pensó Laurel algo sorprendida.
—Estarás perfecta —añadió Chelsea—. Te esperaré en la puerta. Quiero ser la
primera en ver tu disfraz.
—Hecho —dijo Laurel con una sonrisa forzada. No le gustaba cómo, de repente,
se había visto involucrada en la idea de David, pero era mejor ir disfrazada de hada al
baile que explicarle la verdad a Chelsea.
—Oye, ¿por qué navegas por Internet aquí? —preguntó ésta—. ¿No tienes
conexión en casa?
—Porque todavía la tenemos a través de la línea telefónica convencional —dijo al
tiempo que ponía cara de exasperación.
—¿En serio? ¿Todavía existen esas cosas? Mi padre es técnico informático y ha
instalado una red sin cables en casa. Tenemos Internet de alta velocidad en los seis
ordenadores. Si le digo que todavía os conerctáis mediante la línea telefónica, le da un
patatús. El próximo día, deberías venir a casa. Tenemos banda ancha y te dejaré
algunos libros, ¿te parece?
Laurel aceptó instintivamente, pero era imposible que fuera a casa de Chelsea a
realizar sus investigaciones. Era demasiado lista y enseguida ataría los cabos.
Siempre que hubiera cabos que atar, claro. Laurel no había encontrado ninguna
fuente que sugiriera que las hadas eran como ella. Lo más cercano que había
encontrado eran los espíritus de los bosques, aunque sólo eran eso, espíritus.
Laurel estaba bastante segura de que ella no era un espíritu.

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—Bueno, he de irme —dijo Chelsea—. Tengo que hacer una investigación de
verdad. —Le enseñó el libro de historia—. Se supone que tengo que encontrar al
menos tres fuentes sin incluir Internet. Te lo juro, la señora Mitchell está muy
desfasada. Bueno, ¿nos vemos mañana?
—Claro —respondió Laurel agitando la mano—. Hasta mañana. —Se disponía a
iniciar una nueva búsqueda cuando, al abrir la ventana, descubrió que se le había
acabado el tiempo.
Suspiró y recuperó sus notas. Si quería más, tendría que volver otro día. Se volvió
hacia las estanterías, donde vio cómo los rizos de Chelsea se agitaban.
La casa de su amiga sería más práctica.
Una lástima que, en su lista de prioridades, lo práctico no fuera prioritario.

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12

—¿Has encontrado algo? —preguntó David cuando Laurel lo llamó el sábado por la
tarde, unas horas antes del baile.
—Nada. He ido a la biblioteca tres días seguidos y no hay nada.
—¿Ni siquiera una pista?
—Bueno, puedes encontrar explicación a lo que sea si realmente quieres, pero no
hay descripciones de… —bajó la voz— hadas que se me parezcan.
—¿Y Shakespeare? El sueño de una noche de verano.
—De hecho, esas hadas son las que más se aproximan a mí, pero tienen alas y
parecen mágicas. Y son traviesas. Yo no lo soy, ¿verdad?
David se rió.
—No —no dijo nada durante unos segundos—. Quizá todo lo que se cuenta es
falso.
—¿Todo?
—¿Qué hay de verdad en la mayoría de las leyendas?
—No lo sé. Pero, de ser verdad, tendría que haber algún tipo de documentación.
—Bueno, pues seguiremos buscando. ¿Estás lista para el baile?
—Claro.
—Nos vemos a las ocho, ¿vale?
—Estaré lista.
David se presentó en su casa unas horas después con una enorme caja donde se
suponía que iban las «alas». Laurel abrió la puerta con el vestido azul y un chal
alrededor de los hombros.
—Guau —dijo él—. Estás genial.
Ella bajó la mirada y deseó haber elegido un vestido más discreto. Era de seda y de
color azul claro con incrustaciones plateadas y cortado al bies, de forma que se
ajustaba a la perfección a sus curvas. El escote era en forma de corazón y tenía la
espalda descubierta. Por detrás, iba casi desnuda hasta la cintura, donde había más
incrustaciones. Una pequeña cola le daba el toque final.
David llevaba pantalones negros y chaqueta blanca de frac. Se había puesto una
faja de seda roja y había conseguido encontrar una corbata. Del bolsillo de la chaqueta
asomaban un par de guantes y se había engominado el pelo.
—¿De qué se supone que vas disfrazado? —le preguntó Laurel con admiración.

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Él se sonrojó.
—¿De príncipe azul? —Cuando ella se rió, él se encogió de hombros—. He
pensado que los dos podríamos ser criaturas fantásticas de un cuento.
—Mi madre sabe que vienes —susurró Laurel llevándoselo hacia arriba—, pero
creo que será mejor que acabemos con todos los preparativos antes de que sepa que
estás aquí. Puede que insista en que no cerremos la puerta o algo así.
—Vale.
Se lo llevó a su habitación y, después de una cautelosa mirada hacia el otro lado
del pasillo, cerró la puerta. Laurel se desató el chal blanco y dejó libres los pétalos. Los
ayudó a que se irguieran; los últimos dos días parecía que estaban un poco mustios y
no se levantaban con la misma energía. Se volvió cuando oyó que David contenía la
respiración.
—¿Qué?
—Es que son tan bonitos, sobre todo con ese vestido. Cada vez que los veo, alucino
más.
—Ya —dijo Laurel con sarcasmo—. Son fabulosos cuando no son tuyos.
El chico apenas tardó dos minutos en atar la guirnalda alrededor de la base de la
flor y pasársela por encima de los hombros. Ella se volvió hacia el espejo nuevo que
tenía colgado en la parte interior de la puerta y se rió.
—David, eres un genio. Parece un disfraz.
Él se colocó a su lado, sonriendo ante su reflejo.
—Todavía no he terminado —se volvió hacia la caja—. Siéntate —dijo señalando
la silla—. Y cierra los ojos.
Ella le obedeció, con la sensación de empezar a disfrutar de la noche. David le tocó
la cara y ella notó algo frío en los párpados y las mejillas.
—¿Qué haces?
—No preguntes. Y no abras los ojos.
Oyó cómo agitaba algo y luego notó que una niebla fría le cubría la cabeza.
—Sólo un segundo más —dijo él. Y ella notó su cálida respiración, que le enfrió
todavía más los párpados mojados, pero le calentó el resto de la cara—. Perfecto. Ya
estás.
Laurel abrió los ojos y se miró en el espejo. Contuvo la respiración y sonrió cuando
volvió la cara hacia un lado y hacia el otro, y dejó que los últimos rayos de sol le
iluminaran la purpurina que tenía en los párpados y en los pómulos. Y también
llevaba purpurina en el pelo, y cuando movía la cabeza, caía y le decoraba el vestido.
Casi no se reconocía con los brillos del maquillaje de purpurina y la guirnalda de los
hombros.
—Ahora sí que pareces un hada —dijo él satisfecho.

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Laurel suspiró.
—Me siento como un hada. Nunca pensé que diría algo así. —Se volvió hacia
David—. Eres increíble.
—No —respondió él con una sonrisa—. Lo hemos demostrado científicamente, la
increíble eres tú. —Se acarició el engominado pelo mientras sonreía—. Yo sólo soy
humano.
Laurel sonrió y le apretó la mano.
—Quizá, pero eres el mejor humano del mundo.
—Y hablando de humanos —dijo David, dirigiéndose hacia la puerta—.
Deberíamos ir a enseñarles el disfraz a tus padres. Mi madre vendrá a recogernos
dentro de diez minutos.
La tensión volvió a apoderarse de ella.
—¿Crees que mi madre lo descubrirá? —preguntó.
—No, no te preocupes —dijo David, y la tomó de las manos—. ¿Lista?
No lo estaba, pero asintió.
Él abrió la puerta y le ofreció el brazo con un elegante:
—¿Me concedes el honor?
La madre de Laurel los vio cuando estaban a punto de bajar las escaleras.
—Aquí estáis —dijo, cámara en mano—. Tenía miedo de que os fuerais sin que os
viera. —Miró a Laurel sonriente—. Estás preciosa. David, tú también estás muy guapo
—añadió.
—¿Dónde está papá? —preguntó la chica mirando hacia el salón.
—Ha tenido que quedarse trabajando hasta tarde, pero le he prometido que os
haría muchas fotos. Así que, ¡sonreíd!
Les hizo unas cincuenta fotografías antes de que se oyera sonar el claxon del coche
de la madre de David. Laurel se lo llevó casi a rastras mientras su madre les deseaba
que se lo pasaran muy bien. La de David también dijo que iban muy guapos, pero
como ya le había hecho fotos a su hijo en casa, sólo hizo cinco o seis más de la pareja.
En cuanto terminaron de posar, Laurel casi había cambiado de opinión.
—Llamo demasiado la atención —le susurró a David en el asiento de atrás del
coche de su madre—. Alguien lo descubrirá.
Él se rió.
—Nadie lo descubrirá —la tranquilizó—. Te lo aseguro.
—Será mejor que tengas razón —gruñó Laurel cuando entraron en el
aparcamiento del instituto.

—¡Míralos! —exclamó Chelsea cuando los dos entraron en el gimnasio, que estaba

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todo decorado—. David dijo que las alas iban a ser geniales, pero no tenía ni idea de
que iban a ser tan chulas. —Obligó a Laurel a dar una vuelta—. No sé, parecen más
una flor que unas alas, ¿no crees?
—Bueno, supongo que son alas-flor —respondió Laurel nerviosa.
Pero Chelsea sólo se encogió de hombros.
—Son preciosas. David, eres un genio —dijo acariciándole el hombro.
Laurel esbozó una sonrisa. Él se llevaría casi todo el mérito por las alas, pero a ella
no le importaba. Y menos cuando la otra opción era que todos descubrieran que
aquella flor le había salido de la espalda.
Chelsea la olió por encima del hombro y Laurel se tensó.
—Guau —exclamó la chica, repitiendo el gesto de forma más abierta—. ¿Qué les
has echado? Pagaría cualquier cosa por tener ese perfume.
Laurel no supo qué decir durante unos segundos, pero al final reaccionó:
—En realidad, es un viejo perfume que siempre ha estado por casa. Ni siquiera
recuerdo cómo se llama.
—Pues si alguna vez no lo quieres, regálamelo. Mmm.
Laurel sonrió y miró fijamente a David, ladeando la cabeza hacia el otro extremo
del gimnasio. Lejos de la nariz de Chelsea.
—Vamos a buscar algo para beber —dijo el chico mientras tomaba a Laurel de la
mano. Por suerte, Ryan se acercó y Chelsea se desentendió de ellos.
Laurel no apartó la mano. David no había dicho que aquello fuera exactamente
una cita, pero tampoco había dicho que no lo fuera. Prefería pensar que lo era. A
pesar de su reticencia a llamarlo novio, no estaba absolutamente segura de qué era lo
que quería. ¿Qué más podría querer en un chico? Era dulce, paciente, listo, divertido,
y no escondía que la adoraba. Sonrió mientras lo seguía. El hecho de que caminaran
de la mano podía dar pie a ciertos rumores, pero no le importaba.
Mientras avanzaba, todo el mundo dejaba espacio para sus «alas». Personas con las
que nunca había hablado se le acercaban para decirle lo bonito que era su disfraz.
Mirara donde mirara, veía a gente observándola, pero esa noche no se puso nerviosa.
Sabía lo que veían; ella había visto lo mismo en el espejo antes de salir de casa. Tenía
un aspecto mágico; no había otra palabra para definirlo.
A las once y media, sonó la primera canción lenta y, por fin, David le pidió el
primer baile de la noche. Se había mantenido al margen, hablando con sus amigos y
observándola casi toda la noche mientras otros chicos la sacaban a bailar.
—Y dime —le dijo acercándola a él—, ¿tan malo ha sido?
Ella le sonrió cuando le rodeó el cuello con los brazos.
—No. Tenías razón.
David se rió.

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—¿En qué?
Ella no borró la sonrisa, pero sus palabras eran serias.
—Todos me ven tal y como soy, pero nadie se ha asustado ni se ha puesto
histérico. Nadie ha llamado a los científicos ni nada. Les parece genial —dudó unos
segundos, y luego añadió—: Incluso yo creo que es genial.
—Es que lo es. Es increíble —sonrió—. Tú eres increíble.
Laurel bajó la mirada hasta el hombro de David, pero una delicada calidez la
invadió.
—¿Qué se siente al ser un hada?
Ella se encogió de hombros.
—No está tan mal. Aunque, claro, no sería así cada día.
—No, pero si te puedes acostumbrar a la idea, entonces quizá puedas empezar a
pensar en si es verdad.
Laurel lo miró con picardía.
—¡Tú quieres que sea verdad!
—Y si quiero, ¿qué?
—¿Por qué?
—Porque contigo es lo más cerca que voy a estar jamás de la mitología.
—¿Qué quieres decir? Eres el príncipe azul.
—Sí, pero, ya sabes: en realidad, no lo soy. Pero ¿tú? Laurel, creo que es verdad. Y
es increíble. ¿Quién más puede decir que es el mejor amigo de un hada? ¡Nadie!
Laurel sonrió.
—¿De verdad soy tu mejor amiga?
Él la miró muy serio.
—De momento.
Ella se acercó un poco más y apoyó la cabeza en su hombro durante la segunda
mitad de la canción. Cuando terminó, lo abrazó.
—Gracias —le susurró al oído.
Él sonrió y le ofreció el brazo.
—¿Vamos?
La acompañó hasta la mesa donde estaban casi todos sus amigos y Laurel se sentó.
—Debo decir que estoy agotada.
David se le acercó al oído y le dijo:
—¿Qué esperabas? Ya hace horas que el sol se ha puesto. Todas las hadas buenas
ya deberían estar en casa, acostadas en sus camas de flor.
Laurel se rió y se llevó un buen susto cuando alguien le dio unos golpecitos en el
hombro. Se volvió y vio a un chico de último curso justo detrás de ella.
—Perdona, se te ha caído cuando ha acabado la canción. Imagino que querrás

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conservarlo.
Le dio uno de los enormes pétalos blancos azulados.
Laurel miró horrorizada a David. Al cabo de unos segundos, él cogió el pétalo.
—Gracias, tío.
—De nada. ¿Con qué los has hecho? Al tacto parece un pétalo de verdad.
—Es el secreto del maestro —dijo David con una sonrisa.
—Bueno, pues es increíble.
—Gracias.
El chico se perdió entre la multitud mientras David dejaba el pétalo encima de la
mesa. A Laurel le daba un poco de vergüenza tenerlo allí, donde todo el mundo podía
verlo. Le parecía algo íntimo, como si David hubiera dejado allí encima una pieza de
ropa interior suya.
—¿Se ha caído? —le preguntó él al oído—. ¿Lo has notado?
Laurel meneó la cabeza.
—No te lo pueden haber arrancado sin que te dieras cuenta, ¿verdad?
Ella recordó el intenso dolor que sintió cuando intentó arrancarse uno hacía varias
semanas.
—Imposible.
—Laurel —dijo David, tan bajito que ella apenas podía oírlo—, ¿no es esto lo que
Tamani dijo que pasaría?
Ella asintió inmediatamente.
—No me lo creía; no podía. Era demasiado bueno para ser verdad —su boca
pronunció aquellas palabras de forma automática, pero su mente estaba fija en la
pregunta obvia: «Si tenía razón en esto, ¿también tenía razón en que soy un hada?»
David bajó la mirada al suelo, se agachó y volvió a incorporarse con dos enormes
pétalos en la mano. Sonrió al grupo y se encogió de hombros.
—Parece que mi creación se está desmontando.
—No pasa nada —dijo Chelsea—. El baile termina dentro de poco —sonrió a
Laurel—. Fue precioso mientras duró.
—David, ¿podemos esperar a tu madre en la puerta? —preguntó ella desesperada.
—Claro. Vamos.
Laurel recogió los pétalos y se dirigió hacia la puerta mientras David iba abriéndole
paso. Sin embargo, cada vez que alguien chocaba con ella, varios pétalos caían al suelo.
En cuanto cruzó las puertas del gimnasio, apenas le quedaban unos cuantos de ellos
en la espalda y el resto los llevaba en las manos.
—¿Los he recogido todos? —preguntó mientras miraba a su alrededor.
—Creo que sí.
Laurel suspiró y se frotó la cara. Provocó una lluvia de purpurina.

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—Ay, me había olvidado.
David se rió y miró la hora.
—Es medianoche. ¿Vas a perder un zapato también?
Ella puso los ojos en blanco.
—No tiene gracia.
Él se metió las manos en los bolsillos y sonrió.
—¿Se ve algo? —preguntó Laurel mientras se volvía de espaldas a él.
—Con la guirnalda, no se ve nada.
—Vale.
Se quedó callada un buen rato y bajó la mirada hacia los pétalos que tenía en las
manos. Cuando miró a David, tenía la garganta seca.
—Es verdad, ¿no?
—¿El qué?
Ella se encogió de hombros, pero se obligó a decirlo.
—Soy un hada de verdad, ¿no?
David sonrió y asintió.
Y, por algún motivo, Laurel se sintió mejor. Chasqueó la lengua.
—Guau —dijo.
La madre de David llegó unos minutos después y los dos se sentaron en el asiento
trasero.
—Oh, las alas se han caído —comentó—. Menos mal que ya os había hecho fotos.
La chica no dijo nada mientras se volvía para recoger dos pétalos más y los unía al
resto.
Llegaron a casa de Laurel y David bajó para acompañarla hasta la puerta con todos
los pétalos.
—Sólo quedan cinco —le dijo mirándole la espalda—. Y seguramente se te caerán
mientras duermes.
—¡Ja! No sé si durarán tanto.
David hizo una pausa.
—¿Sientes que te has quitado un peso de encima?
Laurel se lo pensó durante medio minuto.
—Bueno, sí. Me alegro de no tener que volver a esconder nada, excepto quizás
una marca donde estaba el bulto. Me alegro de poder volverme a poner camisetas de
tirantes, pero… —Dudó unos segundos, analizando sus pensamientos—. Esta noche
ha cambiado algo, David. Por unas horas, la flor me gustaba. Me gustaba de verdad.
Era especial y mágica —sonrió—. Y lo has hecho posible tú. Y… me alegro.
—Recuerda que el año que viene te crecerá otra flor. Es lo que dijo Tamani, ¿no?
Laurel frunció el entrecejo al oír el nombre.

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—Podríamos convertirlo en una tradición. Una noche al año, puedes dejar de
ocultarlo y mostrarte como lo que eres, un hada.
Ella asintió. La idea le gustaba mucho más de lo que hubiera imaginado antes de
esa noche.
—Las demás chicas estarán celosas —le advirtió ella—. Todas querrán que les
hagas alas.
—Tendré que decirles que la única que tiene alas es Laurel. Y nadie sabrá lo
ciertas que son esas palabras.
—¿No piensas que alguien lo acabará descubriendo?
—Quizá. Siempre hay alguien que cree en los mitos y las leyendas o, al menos, en
parte de ellos. Esas personas verán más allá de lo obvio y contemplarán cosas de este
mundo que son verdaderamente maravillosas. —Se encogió de hombros—. Pero
aunque lo descubran, no dirán nada porque los que vemos el mundo como algo lógico
y científico no veríamos la verdad, aunque nos la colocaran en un cartel frente a las
narices. Yo tengo la suerte de que me golpearas con el cartel en la cabeza, porque, si
no, nunca te habría visto como realmente eres.
—Sigo siendo yo, David.
—Y eso es lo mejor.
Antes de que ella dijera algo él le dio un delicado beso en la frente, luego tras
despedirse con un «Buenas noches» se dirigió al coche.

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13

Laurel se miró la espalda en el espejo. Tenía una pequeña marca blanca en medio,
como una vieja cicatriz, pero casi no se veía.
Suspiró y se puso la camiseta de tirantes. Así estaba mucho mejor.
La idea de ser un hada le había parecido muy real anoche. Hoy, en cambio, le
parecía algo muy lejano. Estudió su cara, casi como si esperara que hubiera cambiado.
—Soy un hada —susurró. Sin embargo, su reflejo no le contestó.
Le parecía una estupidez. No se sentía como un hada; de hecho, no se sentía
diferente que antes. Se sentía normal. Pero, a pesar de todo, ahora sabía la verdad y
«normal» era una palabra que nunca más podría aplicarse a su vida.
Tenía que hablar con Tamani.
Bajó las escaleras de puntillas, descolgó el teléfono y marcó el número de David.
Sólo pensó en la hora que era cuando oyó su voz grave al otro lado de la línea.
—¿Qué?
Ahora ya no tenía sentido colgar; ya lo había despertado.
—Hola. Lo siento. No pensé…
—¿Qué haces despierta a las seis de la mañana? —preguntó él soñoliento.
—Eh… Ya ha salido el sol.
David se rió.
—Claro.
Laurel miró la habitación de sus padres, cuya puerta estaba ligeramente abierta, y
se metió en la despensa.
—Necesito tu complicidad —le susurró.
—¿Mi complicidad?
—¿Puedo decirles a mis padres que estoy en tu casa?
Ahora él ya parecía más despierto.
—¿Y adónde piensas ir?
—Tengo que ver a Tamani. O, al menos, tengo que intentarlo.
—¿Vas al bosque? ¿Cómo piensas ir?
—En autobús. Habrá alguno que vaya por la comarcal ciento uno los domingos,
¿no?
—Vale, así llegarás a Orick, pero ¿cuánto hay desde allí hasta tu antigua casa?
—Puedo subir la bicicleta a la parte delantera del autobús. La casa está a un

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kilómetro y medio de la estación de autobuses; no tardaré ni diez minutos.
David suspiró.
—Ojalá tuviera el carnet.
Laurel rió. Últimamente, se quejaba mucho por no tenerlo.
—Dentro de dos semanas lo tendrás.
—No es eso. Es que me gustaría acompañarte.
—No puedes. Si sabe que estás allí, quizá no salga. No le hizo demasiada gracia
que te hubiera dicho lo de la flor.
—¿Se lo dijiste?
Laurel se envolvió el cable del teléfono en la muñeca.
—Me preguntó si se lo había dicho a alguien y se lo conté todo. Es diferente…,
persuasivo. Es como si no pudieras mentirle.
—Esto no me gusta, Laurel. Podría ser peligroso.
—Llevas toda la semana diciéndome que Tamani tenía razón. Y él dijo que es
como yo. Si ha dicho la verdad en todo lo demás, ¿por qué iba a mentir sobre eso?
—¿Y Barnes? ¿Y si está allí?
—Los papeles todavía no están firmados. La casa y la tierra todavía son nuestras.
—¿Seguro?
—Sí. Mi madre me lo dijo ayer.
David suspiró y guardó silencio un rato.
—Por favor. Tengo que ir. Tengo que descubrir muchas más cosas.
—Vale, pero con una condición: cuando vuelvas, me explicarás lo que te ha dicho.
—Todo lo que pueda.
—¿Qué significa eso?
—No sé qué va a decirme. ¿Y si hay algún gran secreto de las hadas que no puedo
explicar a nadie?
—Vale, todo, excepto el mayor secreto del mundo, si es que existe. ¿Entendido?
—Sí.
—Laurel.
—¿Qué?
—Ten cuidado. Mucho cuidado.

Después de atar la bici a un árbol, se colgó la mochila al hombro. Pasó junto a la casa
vacía y se quedó inmóvil frente al bosque, donde nacían varios caminos. Decidió
tomar el que la llevó al lugar donde Tamani la había encontrado. Parecía un plan tan
bueno como cualquiera.
Cuando llegó a la roca junto al riachuelo, miró a su alrededor. Sentarse junto al río

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la hacía sentirse tranquila y feliz; por un segundo, se planteó quedarse allí sentada una
hora y luego volver a casa sin hablar con Tamani. La perspectiva de hablar con él la
ponía nerviosa.
Sin embargo, se obligó a no echarse atrás, respiró hondo y gritó:
—¿Tamani? —En lugar de resonar en las rocas, parecía que las cortezas de los
árboles absorbían su voz, haciéndola sentirse muy pequeña—. ¿Tamani? —repitió con
más dulzura esta vez—. ¿Sigues aquí? Quiero hablar. —Giró sobre sí misma—. Tam…
—Hola —la voz era agradable, pero algo dubitativa.
Laurel se volvió y casi se dio de bruces con Tamani. Se llevó las manos a la boca
para contener un grito. Era él, pero parecía diferente. Llevaba los brazos descubiertos,
pero los hombros y el pecho estaban cubiertos con lo que parecía una armadura hecha
con corteza de árbol y hojas. Por detrás del hombro asomaba una lanza, con la punta
de piedra muy afilada. Era igual de impresionante que la primera vez, pero ahora lo
envolvía un aire de intimidación, como una niebla gruesa.
Tamani la miró un buen rato y, por mucho que lo intentara, Laurel no podía
apartar la vista de él. El joven levantó la comisura de los labios en una media sonrisa y
se sacó la extraña armadura por la cabeza, desprendiéndose de ella y del aire
intimidatorio.
—Perdón por la indumentaria —dijo escondiendo la armadura detrás de un árbol
—. Hoy estamos en alerta máxima. —Irguió la espalda y sonrió—. Me alegro de que
hayas vuelto. No estaba seguro de si lo harías. —Debajo de la armadura, llevaba ropa
de color verde oscuro: una camiseta ajustada con mangas tres cuartos y el mismo estilo
de bombachos que llevaba el otro día—. Y has venido sola.
—¿Cómo lo sabes?
Tamani se rió. Los ojos le brillaban.
—¿Qué clase de centinela sería si no supiera cuántas personas invaden mi terreno?
—¿Centinela?
—Exacto. —La estaba guiando por el bosque, hacia el claro donde habían hablado
la otra vez.
—¿Qué proteges? —preguntó ella.
Él se volvió con una sonrisa y le acarició la punta de la nariz.
—Algo muy, muy especial.
Laurel intentó respirar a un ritmo normal y le costó mucho conseguirlo.
—He venido a… eh… disculparme —tartamudeó.
—¿Por qué? —preguntó Tamani sin aminorar el ritmo.
«¿Está bromeando o de verdad no le molestó?»
—Mi reacción del otro día fue excesiva —dijo ella colocándose a su lado—. Ya
estaba muy nerviosa con todo lo que estaba pasando y lo que me dijiste fue la gota

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que colmó el vaso. Pero no debería haberte respondido de aquella forma. Lo siento.
Avanzaron varios pasos más.
—¿Y…? —dijo Tamani.
—¿Y qué? —preguntó Laurel sintiendo una opresión en el pecho mientras
aquellos ojos verdes la observaban fijamente.
—Y como todo lo que dije es verdad, ahora quieres saber más cosas. —Se detuvo
de golpe—. Porque has venido por eso, ¿no? —Se apoyó en un árbol y la miró con
picardía.
Ella asintió, incapaz de articular palabra. Nunca se había sentido tan extraña. ¿Por
qué la cohibía tanto? A su lado, no podía pensar o hablar. Él, en cambio, parecía
completamente cómodo con ella.
Tamani se sentó en el suelo con gran elegancia y Laurel vio que habían llegado al
claro. Él señaló hacia una zona de hierba a pocos metros de él.
—Siéntate —dijo con una amplia sonrisa y palmeó la hierba junto a él—. Si lo
prefieres, puedes sentarte a mi lado.
Laurel se aclaró la garganta y se sentó frente a él.
—¿Todavía no tengo esa suerte? —Entrelazó los dedos detrás de la cabeza—.
Todavía hay tiempo. Bueno —dijo mientras se acomodaba—, se te han caído los
pétalos.
Laurel asintió.
—Anoche.
—¿Aliviada?
—Mucho.
—Y has venido para saber más cosas sobre lo que implica ser un hada, ¿verdad?
Le daba vergüenza ser tan transparente, pero Tamani tenía razón y ella sólo podía
admitirlo.
—No sé si tengo tanto que contarte, porque has sobrevivido sola durante doce
años; no necesitas que te diga que no comas sal.
—He estado investigando un poco —dijo Laurel.
Tamani se rió disimuladamente.
—Creo que me va a gustar.
—¿Qué?
—Es que los humanos nunca entienden nada.
—Ya me he dado cuenta. —Al cabo de unos segundos de duda, Laurel preguntó
—: ¿Tienes alas escondidas debajo de la camisa?
—¿Quieres comprobarlo? —Agarró la camisa por la parte de abajo.
—No, da igual —respondió ella.
Tamani adoptó una expresión seria.

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—No hay alas, Laurel. Nadie tiene alas. Algunas flores lo parecen, igual que otras
parecen mariposas; tu flor se parecía a un par de alas, de hecho. Pero sólo son flores,
como ya has descubierto.
—¿Y por qué todo lo que se cuenta sobre las hadas es falso?
—Imagino que a los humanos se les da bien malinterpretar lo que ven.
—Nunca he leído nada acerca de que las hadas fueran plantas y, créeme, lo he
buscado.
—A los humanos les gusta contar historias sobre otros humanos, pero con alas,
pezuñas o varitas mágicas. Pero no sobre plantas. No sobre algo que ellos no son ni
nunca podrán ser. —Se encogió de hombros—. Y los humanos se nos parecen mucho,
y eso imagino que es una asunción razonable.
—Pero es que no tienen ni idea. No tengo alas. Y te aseguro que no puedo hacer
magia.
—¿Ah, no? —preguntó Tamani con una sonrisa.
Laurel abrió los ojos como platos.
—¿Puedo hacer magia?
—Claro.
—¿En serio?
A él le divirtió su excitación.
—¿Existe la magia? ¿La magia de verdad? ¿No es algo científico como dice David?
Tamani se mostró exasperado.
—¿Otra vez ese tal David?
Laurel se irritó.
—Es mi amigo. Mi mejor amigo.
—¿No es tu novio?
—No. Bueno…, no.
Él se la quedó mirando varios segundos.
—Entonces, ¿el puesto todavía está libre?
Ahora fue Laurel la que manifestó su malhumor.
—No vamos a hablar de eso.
Él la miró fijamente, pero ella desvió la mirada. La miraba como si fuera un
amante que ya hubiera ganado y que estuviera esperando a que ella se diera cuenta.
—Háblame de la magia —dijo ella cambiando de tema—. ¿Puedes volar?
—No. Eso, como lo de las alas, sólo son creencias populares.
—¿Y qué haces?
—¿No sientes curiosidad por lo que puedes hacer tú?
—¿Puedo hacer magia?
—Claro. Una magia muy poderosa. Eres un hada de otoño.

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—¿Y eso qué significa?
—Hay cuatro tipos de hadas: primavera, verano…
—¿Otoño e invierno?
—Sí.
—¿Y por qué soy un hada de otoño?
—Porque naciste en otoño. Por eso floreces en otoño también.
—Pues no parece demasiado mágico —dijo Laurel un poco decepcionada—.
Parece muy científico.
—Y lo es. No todo en nuestras vidas es mágico. En realidad, las hadas son bastante
normales, en general.
—¿Y lo de la magia?
—Bueno, cada hada tiene su magia. —Adoptó una expresión de reverencia—. Las
hadas de invierno son las más poderosas, y las más escasas. Sólo aparecen dos o tres en
cada generación, y a menudo menos. Nuestros gobernantes siempre son hadas de
invierno. Tienen poder sobre las plantas. Sobre todas. Una secuoya madura se
doblegaría por la mitad si se lo pidiera un hada de invierno.
—Parece que pueden hacerlo casi todo.
—A veces creo que sí. Sin embargo, las hadas de invierno se guardan sus
habilidades, y sus limitaciones, para ellas mismas, transmitiéndolas de generación en
generación. Hay quien dice que la mayor virtud de un hada de invierno es su
capacidad para guardar un secreto.
—Y las hadas de otoño, ¿qué hacen? —preguntó Laurel con impaciencia.
—Las hadas de otoño son las segundas más poderosas e, igual que las de invierno,
las más escasas. Las hadas de otoño hacen cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Cosas a partir de otras plantas. Elixires, pociones, cataplasmas. Esas cosas.
A Laurel no le parecía demasiado mágico.
—O sea que soy como una cocinera, ¿no? Mezclo cosas.
Tamani meneó la cabeza.
—No lo entiendes. No se trata sólo de mezclar cosas, porque, si no, cualquiera
podría hacerlo. Las hadas de otoño pueden hacer magia con las plantas y las utilizan
para el bien del reino. Aunque me traigas todos los libros que se han escrito sobre
tónicos, yo no sabría cómo hacer una mezcla para detener el moho. Es magia, aunque
parezca algo lógico.
—Es que no parece magia.
—Pero lo es. Cada hada de otoño tiene una especialidad. Fabrican pociones y
elixires para cualquier cosa; crean una niebla que confunde a los intrusos o inventan
una toxina que los hace dormir. Las hadas de otoño son cruciales para la

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supervivencia de la especie. Son muy, muy importantes.
—Imagino que está bien. —Pero no sonaba demasiado convencida. A ella le
parecía química y, a juzgar por sus resultados en clase de biología, no se le daría
demasiado bien—. ¿Qué hacen las hadas de verano?
Tamani sonrió.
—Las hadas de verano son llamativas. Igual que las flores de verano. Crean
ilusiones y los fuegos artificiales más increíbles. Esas cosas que los humanos suelen
creer que es magia.
Laurel no podía evitar pensar que ser un hada de verano parecía mucho más
divertido que ser un hada de otoño.
—¿Tú eres un duende de verano?
—No —Tamani dudó unos segundos—. Yo sólo soy un duende de primavera.
—¿Por qué dices «sólo»?
Él se encogió de hombros.
—Los duendes de primavera son los menos poderosos de todos. Por eso soy
centinela. Trabajo manual. No necesito mucha magia para hacer esto.
—¿Qué puedes hacer?
Tamani apartó la mirada.
—Si te lo digo, tienes que prometer que no te enfadarás.
—¿Por qué iba a enfadarme?
—Porque lo hice contigo la vez que estuviste aquí

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14

—¿Qué me hiciste? —Laurel alzó la voz.


—Tienes que prometerme que no vas a enfadarte.
—¿Me lanzaste algún tipo de hechizo y ahora esperas que sonría y te diga que no
pasa nada? ¡Pues no!
—Escucha, ni siquiera ha funcionado del todo… Con otras hadas, nunca funciona.
Laurel se cruzó de brazos.
—Dímelo.
Tamani se reclinó en el árbol.
—Te atraje.
—¿Me atrajiste?
—Te obligué a seguirme hasta aquí.
—¿Y por qué?
—Tenías que escucharme lo suficiente para oír la verdad.
—¿Y qué hiciste? ¿Me echaste polvos mágicos en los ojos?
—No, eso es ridículo —respondió Tamani—. Ya te lo he dicho, la magia de las
hadas no es como te la imaginas. No hay ningún polvo de hadas que te haga volar, ni
varitas mágicas, ni nubes de humo. Sólo son cosas que hacemos para desarrollar mejor
nuestro papel en la vida.
—¿Y cómo te ayuda a ser un centinela el poder de atraer a la gente? —preguntó
Laurel con sarcasmo, pero Tamani siguió explicándoselo como si no lo hubiera
notado.
—Piénsalo. Puedo alejar a un intruso con la lanza, pero ¿de qué me sirve eso? Irá y
les dirá a sus amigos lo que ha pasado, y luego vendrán todos a buscarnos —extendió
los brazos frente a sí—. En lugar de eso, lo atraigo, le doy un elixir de la memoria y lo
devuelvo a casa. ¿Has oído hablar del fuego fatuo?
—Claro.
—Pues somos nosotros. Cuando un humano bebe el elixir, lo único que recuerda
de lo que le pasó es que siguió un halo de luz. Así todo es más pacífico. Nadie resulta
herido.
—Pero yo te recordaba.
—No te di ningún elixir, ¿no es cierto?
—Pero igualmente utilizaste tu magia conmigo.

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Se negaba a rendirse tan fácilmente.
—Tuve que hacerlo. ¿Me habrías seguido si no lo hubiera hecho?
Laurel meneó la cabeza, pero sabía que no era verdad. Quizá hubiera seguido a
Tamani a cualquier sitio.
—Además, como te he dicho, con las otras hadas no funciona demasiado bien y, si
saben lo que les están haciendo, no sirve de nada. Rompiste el hechizo bastante rápido
cuando te oliste algo. —Volvió a esbozar una media sonrisa.
—¿Y hoy? —preguntó Laurel antes de que la sonrisa la hipnotizara.
—¿Tienes miedo de que haya vuelto a usar mi magia contigo? —preguntó él
sonriendo.
—Un poco.
—No. Todo este encanto y este carisma son naturales. —La sonrisa denotaba una
gran seguridad en sí mismo. Arrogante.
—Prométeme que nunca más volverás a utilizar la magia conmigo.
—Vaya, eso no es fácil. Pero de todas formas, ahora que lo sabes, no funcionaría,
aunque lo intentara. Pero no lo haré —añadió—. Prefiero hechizarte sin la magia.
Laurel reprimió una sonrisa y esperó a que la sensación de comodidad
desapareciera. Pero no desapareció.
Frunció el entrecejo.
—Basta. Lo has prometido.
Tamani estaba confuso.
—¿Basta qué?
—Lo de la atracción. Todavía lo estás haciendo.
La expresión confusa se transformó en una cálida sonrisa. La satisfacción se
reflejaba en su mirada.
—No soy yo.
Laurel lo miró fijamente.
—Es la magia del reino. Se filtra desde el mundo de las hadas. A los centinelas nos
ayuda a sentirnos en casa cuando estamos lejos. —Ahora la sonrisa era calmada y
serena, y en su mirada había un rastro de satisfacción—. Ya la habías notado antes, lo
sé. Por eso te gusta tanto esta tierra. Pero ahora que sabes lo que eres y has florecido
por primera vez, será más fuerte. —Se inclinó hacia delante y su nariz quedó a escasos
centímetros de la de Laurel. Ella contuvo la respiración porque tenerlo tan cerca la
debilitaba—. Es el reino que te reclama, Laurel.
La chica apartó la mirada de las infinitas profundidades de los ojos de Tamani y se
concentró en lo que sentía. Miró el follaje que la rodeaba y la sensación se intensificó.
La agradable sensación parecía emanar de los árboles e impregnaba el aire.
—¿De verdad es magia? —preguntó, atónita, con la certeza de que no podía ser

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otra cosa.
—Claro.
—¿No lo haces tú?
Tamani se rió, aunque no con sorna.
—Es una magia demasiado importante para un simple duende de primavera.
Ella lo miró y, por un segundo, no pudo apartar la mirada. Sus intensos ojos verdes
la atraparon. Tenía aspecto de humano, pero había algo, algo que ella no sabía
identificar, que parecía indicar que era mucho más de lo que aparentaba ser.
—¿Las hadas y los duendes son como tú? —le preguntó ella.
Él parpadeó y ella consiguió desviar la mirada.
—Depende de a qué te refieras —respondió él—. Si te refieres a mi encanto e
ingenio, no… Soy el más encantador del reino. Si te refieres a mi aspecto… —Se
detuvo para mirarse y analizarse—. Supongo que soy bastante normal. Nada especial.
Laurel no estaba de acuerdo. Tenía el aspecto que las estrellas de cine sólo
conseguían después de pasar por maquillaje y peluquería. Pero si tenía razón, quizá
todas las hadas y los duendes fueran como él.
Con un vuelco del corazón, se preguntó si sus compañeros la verían así. Su cara le
parecía normal, pero, claro, se había visto en el espejo cada día de su vida.
Por un momento se preguntó si lo que veía cuando miraba a Tamani era lo que
David veía cuando la miraba.
Aquella idea la incomodó un poco. Se aclaró la garganta y empezó a rebuscar en su
mochila para disimular. Sacó una lata de refresco.
—¿Quieres una? —le preguntó mientras la abría.
—¿Qué es?
—Sprite.
Tamani se rió.
—¿Sprite? ¿Me tomas el pelo?
Laurel manifestó su sorpresa.
—¿Quieres una o no?
—Claro.
Le enseñó a abrirla y Tamani probó el refresco, muy despacio.
—Vaya, qué sensación. —La miró unos segundos—. ¿Es lo que sueles beber?
—Es una de las pocas cosas que me gustan.
—No me extraña que tengas el pelo y la piel tan pálidos.
—¿Por?
—¿No te has preguntado por qué a mí no me pasa?
—Yo… Bueno, me extrañó el color de tu pelo.
—Como muchas cosas de color verde oscuro. Básicamente, el musgo del río.

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—Qué asco.
—Qué va, está bueno. A ti te han educado en las costumbres humanas, pero si lo
probaras, te gustaría.
—No, gracias.
—Como quieras. Ya eres suficientemente guapa así.
Laurel sonrió con timidez mientras él levantaba la lata hacia ella y luego bebía otro
sorbo.
—Como melocotones —dijo ella de repente.
Tamani asintió.
—Supongo que deben de estar buenos. Personalmente, no me van los sabores
dulces.
—No me refiero a eso. ¿Por qué no me he vuelto naranja?
—¿Qué más comes?
—Fresas, lechuga y espinacas. A veces, manzanas. Básicamente, fruta y verdura.
—Comes variado, de modo que tu piel y tu pelo no adquieren ningún color en
concreto y permanecen claros —sonrió—. Intenta comer sólo fresas durante una
semana; a tu madre le dará algo.
—¿Me pondría rosa? —preguntó Laurel horrorizada.
—Entera, no —dijo él—. Sólo los ojos y las raíces del pelo. Igual que yo. Entre
nosotros está de moda. Azul, rosa, lila. Es divertido.
—Es muy extraño.
—¿Por qué? ¿Acaso las historias de los humanos no cuentan que tenemos la piel
verde? Eso es mucho más extraño.
—Quizá sí —Laurel recordó algo de la otra vez que lo vio—. Has dicho que no
existe ningún polvo mágico, ¿no?
Tamani bajó la barbilla ligeramente, como asintiendo, aunque su expresión era
inescrutable.
—La otra vez que estuve aquí, me agarraste la mano y luego vi un polvo brillante.
Si no era polvo mágico, ¿qué era?
Ahora Tamani sonrió.
—Lo siento; debería haber sido más cuidadoso.
—¿Por qué? ¿Era peligroso?
Él se rió.
—Lo dudo. Sólo era polen.
—¿Polen?
—Sí, ya sabes. —Se miró las manos como si, de repente, fueran muy interesantes
—. Para… polinizar.
—¿Polinizar? —Laurel se echó a reír, pero Tamani parecía que no había explicado

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ningún chiste.
—¿Por qué crees que te salió una flor en la espalda? No es sólo una cuestión de
estética. Aunque debo decir que la tuya era muy bonita.
—Ah —Laurel se quedó callada unos instantes—. Las flores se reproducen
mediante la polinización.
—Y nosotros también.
—Entonces, ¿podrías haberme… polinizado?
—Nunca lo haría, Laurel —tenía una expresión muy seria.
—Pero ¿podrías? —insistió ella.
Tamani habló despacio, eligiendo las palabras con cautela.
—Técnicamente, sí.
—Y entonces, ¿qué? ¿Habría tenido un hijo?
—Un semillero.
—¿Y me crecería en la espalda?
—No. Las hadas crecen en las flores. Eso es algo en lo que suelen acertar las
historias de los humanos. La… hembra… es polinizada por un macho y cuando le
caen los pétalos le queda una semilla. La planta y cuando florece tienes un semillero.
—¿Cómo polinizas… polinizamos…, ya sabes, las hadas?
—El macho produce el polen en las manos y, cuando dos hadas deciden
polinizarse, el hombre se agarra a la flor de la hembra y deja que el polen se mezcle
con ella. Es un proceso bastante delicado.
—Pues no parece demasiado romántico.
—Es que no lo es —respondió Tamani con una sonrisa de seguridad en la cara—.
Para eso está el sexo.
—¿Igualmente hacéis…? —dejó la pregunta en el aire.
—Claro.
—Pero ¿las hadas se quedan embarazadas?
—No, nunca —Tamani le guiñó el ojo—. La polinización es para reproducirnos. El
sexo sólo es para divertirnos.
—¿Puedo ver el polen? —preguntó Laurel, que alargó las manos para que él le
dejara ver las suyas.
Tamani las escondió de forma instintiva.
—Ahora no tengo, ya no estás en flor. Sólo producimos polen cuando estamos
cerca de una hembra en flor. Por eso me olvidé y te impregné la muñeca. Hace mucho
que no estaba cerca de una hembra en flor.
—¿Por qué no?
—Soy centinela. Siempre hay más, pero los que están por aquí son todos machos.
Y no voy a casa con demasiada frecuencia.

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—Parece una vida solitaria.
—A veces. —Volvió a mirarla y algo había cambiado en sus ojos. Tenía la guardia
baja y ella identificó una profunda y dolorosa tristeza. Casi le dolía seguir mirándolo,
pero no podía apartar los ojos de él.
Y entonces, igual que había venido, se fue y apareció una desangelada sonrisa.
—Era más divertido cuando vivías aquí. Por cierto, me metiste en un buen lío.
—¿Qué te hice?
—Desapareciste —Tamani se rió y meneó la cabeza—. Nos alegramos de que
hayas vuelto. Cuando te…
—¿Quiénes?
—No creerás que soy el único duende del bosque, ¿verdad?
Laurel jugueteó con un mechón de pelo que se le había soltado de la cola.
—En cierto modo, sí.
—No nos verás a menos que nosotros queramos.
A pesar de lo que le acababa de decir, Laurel miró a su alrededor.
—¿Cuántos sois? —quiso saber, preguntándose si estaba rodeada de legiones de
hadas y duendes invisibles.
—Depende. Shar y yo estamos por aquí casi siempre. Y, además, hay otros diez o
quince que se turnan en periodos de seis meses o un año.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
Él la miró en silencio durante varios segundos con una expresión inescrutable.
—Mucho —dijo al final.
—¿Y por qué estáis aquí?
Él sonrió.
—Para vigilarte. Bueno, hasta que desapareciste.
—¿Estabais aquí para vigilarme? ¿Por qué?
—Para ayudar a protegerte. Para asegurarnos de que nadie descubría qué eras.
Laurel recordó algo que había leído durante su investigación sobre las hadas.
—¿Me… me intercambiasteis?
Tamani dudó unos segundos.
—En el sentido amplio de la palabra, sí. Pero no nos llevamos a nadie y te pusimos
a ti en su lugar. Prefiero verte como un injerto.
—¿Qué es un injerto?
—Es un trozo de planta que se corta y se suelda a otra. A ti te sacamos de nuestro
mundo y te pusimos con los humanos. Un injerto.
—Pero ¿por qué? ¿Hay muchos… injertos?
—No. En estos momentos, sólo tú.
—¿Y por qué yo?

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Él se inclinó ligeramente hacia delante.
—No puedo explicártelo todo y tienes que aceptarlo, pero te diré lo que pueda,
¿de acuerdo?
Laurel asintió.
—Te dejamos aquí hace doce años para que te integraras en el mundo de los
humanos.
Ella se quedó atónita.
—Debería habérmelo imaginado. ¿Quién más iba a dejarme en una cesta en el
porche de unos desconocidos? —Abrió los ojos como platos cuando Tamani se rió—.
¿Fuiste tú?
Él echó la cabeza hacia atrás, riéndose todavía con más fuerza.
—No. Yo era demasiado joven. Pero cuando me uní al equipo de centinelas de
aquí, me explicaron toda tu vida.
Laurel no sabía si la idea le hacía demasiada gracia.
—¿Toda mi vida?
—Sí.
Entrecerró los ojos.
—¿Me espiabas?
—No lo llamaría espiar. Te estábamos ayudando.
—Sí, ya. Ayudando —se cruzó de brazos.
—De verdad. Teníamos que evitar que tus padres descubrieran lo que eres.
—Vaya, parece el plan perfecto —dijo con sarcasmo—. ¿Cómo podríamos evitar
que esta pareja descubriera lo de las hadas? Ah, ya lo tengo, dejémosles una en la
puerta.
—No fue así. Necesitábamos que tuvieran una hija hada.
—¿Por qué?
Tamani dudó y luego apretó los labios.
—De acuerdo, señor. «Te lo diría, pero después tendría que matarte». ¿Por qué no
me dejasteis con ellos cuando nací? —chasqueó la lengua—. Te aseguro que habría
cabido mejor en la cesta si no hubiera tenido tres años.
Esta vez, Tamani no sonrió.
—En realidad, eras algo más mayor que eso.
—¿Qué quieres decir?
—Las hadas no envejecen a la misma velocidad que los humanos. Nunca son
bebés. Es decir, parecen bebés humanos cuando florecen por primera vez, pero las
hadas bebés nunca son tan indefensas como los humanos. Cuando nacen, ya saben
andar y hablar y, mentalmente, serían el equivalente a… —se detuvo para hacer un
cálculo aproximado— quizás un humano de cinco años.

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—¿En serio?
—Sí. Y luego envejecen un poco más despacio físicamente, de modo que, cuando
un hada parece un niño de tres o cuatro años, en realidad tiene siete u ocho y,
mentalmente, se comporta como un humano de once o doce.
—Qué extraño.
—Recuerda que somos plantas. Cuidar a los jóvenes indefensos es propio de los
animales, no de las plantas. Las plantas fabrican semillas que crecen solas. No
necesitan ayuda.
—Entonces, ¿las hadas no tienen padres? ¿Yo no tengo padres en el mundo de las
hadas?
Tamani se mordió el labio y bajó la mirada al suelo.
—En el mundo de las hadas, las cosas son muy distintas. No hay demasiado
tiempo para ser bebé ni suficientes hadas adultas para pasarse el día viendo cómo sus
hijos juegan. Todos tenemos un papel y un propósito, y los asumimos muy temprano.
Crecemos deprisa. Soy centinela desde los catorce años. Era un poco joven, pero sólo
por uno o dos años. La gran mayoría de las hadas y los duendes practican su profesión
y son independientes a los quince o dieciséis años.
—Vaya, no suena demasiado divertido.
—Es que la diversión no es nuestro objetivo.
—Si tú lo dices. Entonces, no me dejasteis en casa de mis padres siendo un bebé,
porque caminaba y hablaba, ¿no?
—Exacto.
—¿Y cuántos años tenía cuando me dejasteis?
Tamani suspiró y, por un momento, Laurel creyó que no iba a decírselo. Pero
luego pareció cambiar de opinión.
—Siete.
—¿Siete? —aquello no se lo esperaba—. ¿Y cómo es que no recuerdo nada?
Tamani se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en los muslos.
—Antes de responderte, tienes que entender que, aunque no te acuerdes,
estuviste de acuerdo en hacer todo esto.
—¿El qué?
—Todo. Venir aquí, cumplir con tu misión, vivir con los humanos, todo. Fuiste
seleccionada para esto hace mucho tiempo, y tú aceptaste venir.
—¿Y por qué no me acuerdo?
—Ya te he dicho que puedo hacer que un humano olvide haberme visto, ¿no?
Ella asintió.
—Pues a ti te hicieron lo mismo. Cuando alcanzaste la edad en que podías pasar
por un bebé humano, te hicieron olvidar tu vida de hada.

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—Pero ¿con una poción o algo así?
—Sí.
Laurel se quedó atónita.
—¿Me hicieron olvidar siete años de mi vida?
Tamani asintió muy serio.
—No… no sé qué decir.
Se quedaron en silencio unos minutos mientras Laurel intentaba entender qué
significaba eso para ella. Empezó a sumar los años que Tamani le había dicho que
había olvidado.
—¿Tengo diecinueve años? —preguntó asombrada.
—Técnicamente, sí. Pero sigues siendo como una humana de quince años.
—¿Y tú cuántos años tienes? —preguntó con la ira reflejada en la voz—.
¿Cincuenta?
—Veintiuno —respondió él con calma—. Tenemos casi la misma edad.
—¿Me hicieron olvidarlo todo?
Tamani se encogió de hombros, sin poder ocultar la tensión.
Laurel ya no pudo controlarse más.
—¿Alguien se paró a pensarlo bien en algún momento? Hay un millón de cosas
que podían haber salido mal. ¿Y si mis padres no me hubieran querido? ¿Y si
hubieran descubierto que no tengo corazón, ni sangre y que no necesito respirar?
¿Sabéis lo que les suelen dar de comer a los niños de tres años? Leche, galletas,
¡salchichas! ¡Podría haber muerto!
Tamani meneó la cabeza.
—¿Por quién nos tomas? ¿Por meros aficionados? No ha habido ni un momento
de tu vida en que no hubiera, como mínimo, cinco hadas observándote y
asegurándose de que todo iba bien. Y lo de la comida no supuso ningún problema.
¿Por qué crees que fuiste la elegida?
—¿No olvidé qué debía comer?
—Es lo mejor de las hadas de otoño. Parte de su magia es saber, instintivamente,
qué es bueno y malo para ellas y para otras hadas. Para poder fabricar los elixires,
deben saberlo. Sabíamos que no comerías nada malo para ti por voluntad propia. Sólo
teníamos que vigilar que tus padres no te obligaran a comer otras cosas. Y nunca lo
hicieron —dijo antes de que ella se lo preguntara—. Lo teníamos todo bajo control.
Bueno —añadió a regañadientes—, hasta que te fuiste.
—¿Hasta que me fui? Si me estabais vigilando tan de cerca, deberíais haber visto
que preparábamos la mudanza.
—Hace unos años que dejamos de vigilarte con tanto detenimiento. Insistí en ello.
Bueno…, ahora estás a mi cargo, digamos. Ya no eras una niña pequeña. En el

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mundo de las hadas, ya eras adulta. Sin embargo, las señales de que fueras un hada
no eran tan obvias. Y tus padres se acostumbraron a tu forma de comer. Me pareció
que te merecías un poco más de intimidad. Creí que lo agradecerías —añadió
taciturno.
—Si lo hubiera sabido, lo habría agradecido, sí —admitió ella.
Tamani suspiró.
—Pero me escondí demasiado lejos y no supimos nada de la mudanza hasta que
apareció el camión. Quería hacer una locura y detenerlo todo. Dormir a los de las
mudanzas, traerte de vuelta al reino y abortar todo el proyecto, pero…, bueno,
digamos que perdí la votación. De modo que tus padres y tú os subisteis al coche y…
desapareciste —rió sin ganas—. Me metí en un buen lío.
—Lo siento.
—No pasa nada. Has vuelto. Ahora todo está bien.
Ella lo miró con recelo.
—¿Vas a seguirme a casa y a instalarte en nuestro jardín trasero, puesto que te
gusta tanto vigilarme?
Él se rió.
—No. Estamos muy bien aquí, gracias. Básicamente, estábamos preocupados por si
florecías y eso te traía algún problema importante. Por suerte, has sabido resolverlo de
maravilla.
—Entonces, ¿yo viviré allí y vosotros aquí?
—De momento, sí.
—¿Y qué sentido tiene que sea… un injerto? ¿Fue sólo un experimento?
—No. Para nada —Tamani soltó un suspiro profundo y exasperado, y echó un
vistazo rápido alrededor del claro—. El objetivo de introducirte en el mundo de los
humanos fue para que nos ayudaras a proteger esta tierra. Es… un lugar importante
para las hadas. Es imperativo que alguien que entienda esto sea dueño de estas tierras.
Y ése es el principal motivo por el que te dejamos con ellos. Cuando tu abuela murió,
tu madre se sintió muy triste y enseguida puso en venta la propiedad. Tenía
diecinueve años y supongo que aquí había demasiados recuerdos.
—Ya me lo ha explicado.
Tamani asintió.
—Todo mejoró cuando se casó con tu padre, pero siguió pensando en vender la
casa y las tierras. Fue entonces cuando el Seelie Court propuso la idea de que formaras
parte de su familia. Y salió mucho mejor de lo que habían imaginado. Cuando tu
madre estableció un vínculo contigo, se olvidó de vender la casa. Aparte de algún que
otro comprador ocasional que viene de vez en cuando, esa parte del trabajo ha sido
fácil. Ahora parece que va a salir todo bien —Tamani irguió la espalda con las manos

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detrás de la cabeza—. Sólo tenemos que esperar a que la heredes.
Laurel bajó la mirada hasta sus manos.
—¿Y si no heredo? ¿Y si… mis padres venden la casa?
—No pueden venderla —respondió él como si nada.
Ella levantó la cabeza.
—¿Por qué no?
Tamani sonrió con gesto travieso.
—No puedes vender una casa que nadie recuerda que existe.
—¿Cómo?
—No sólo podemos hacer que los humanos olviden habernos visto.
Laurel abrió los ojos como platos cuando comprendió lo que le estaba diciendo.
—¡Los habéis estado saboteando! Habéis hecho que los posibles compradores
olvidaran la casa.
—Teníamos que hacerlo.
—¿Y los tasadores?
—Confía en mí, si tu madre supiera lo que vale esta tierra, la tentación sería
demasiado grande.
—¿También les hicisteis olvidar?
—Era necesario, Laurel. Créeme.
—Eh…, pues no ha funcionado —dijo ella despacio.
Tamani adoptó una expresión de recelo.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó en voz baja y con un tono de voz muy serio.
—Mi madre va a vender la casa.
—¿A quién? Nadie ha venido a verla. Nos habríamos encargado de ellos.
—No lo sé; a un tipo que mi padre conoció en Brookings.
Tamani se inclinó hacia delante.
—Laurel, esto es muy importante. No puedes dejar que la venda.
—¿Por qué?
—Para empezar, porque yo vivo aquí, y no me gustaría quedarme sin casa. Pero…
—Miró a su alrededor y gruñó de frustración—. Ahora no puedo explicártelo, pero no
puedes permitir que tu madre venda la casa. Cueste lo que cueste, tienes que hablar
con ella y hacer lo que sea para convencerla de que rechace esa oferta.
—Creo que será un problema.
—¿Por qué?
—Ya le han hecho una oferta. Van a firmar los papeles muy pronto.
—Oh, no —Tamani se echó el pelo hacia atrás—. Esto va mal, va muy mal. Shar
me matará. —Suspiró—. ¿Y no puedes hacer nada?
—La decisión no me corresponde tomarla a mí —dijo Laurel—. No puedo decirles

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qué deben hacer.
—Sólo te pido que lo intentes. Dile… lo que sea. Nosotros también intentaremos
solucionarlo. Si supieras lo importante que es esta tierra para nuestro reino, no
dormirías hasta que estuviera a salvo. No sé si yo podré dormir hasta que vuelvas y me
digas que todo está bien.
—¿Por qué?
Soltó el aire en un frustrado suspiro.
—No puedo decírtelo. Está prohibido.
—¿Prohibido? Pero soy un hada, ¿no?
—No lo entiendes, Laurel. No vas a saberlo todo por el mero hecho de que seas
una de los nuestros…, todavía no. Incluso en el reino, las hadas jóvenes no pueden
introducirse en el mundo humano hasta que han demostrado lealtad, y ni siquiera
todas entran en contacto con humanos. Me estás pidiendo que te revele uno de los
grandes secretos de nuestra especie. No puedes pretender que lo haga.
Dejaron pasar varios segundos en silencio.
—Haré lo que pueda —dijo Laurel al final.
—Es lo único que te pido.
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Mis padres pensarán que estoy loca.
—A mí no me importa.
Laurel lo miró durante un instante antes de inclinarse hacia delante, alargar el
brazo y darle un golpe en el hombro.
Tamani se rió.
Luego recuperó el gesto serio y la miró. Dubitativo, se acercó a ella y le acarició el
brazo.
—Me alegro de que hayas venido —le dijo—. Te he echado de menos.
—Yo… yo creo que también te he echado de menos.
—¿En serio? —Un destello de esperanza le iluminó los ojos de tal forma que
Laurel tuvo que apartar la mirada y reír con nerviosismo.
—Bueno, sí, cuando dejé de pensar que eras un vagabundo chiflado.
Los dos se rieron y a Laurel le maravilló la delicada y cristalina naturaleza de la voz
de Tamani. Le provocó un escalofrío cálido que le recorrió de arriba abajo. Miró el
reloj.
—Tengo que irme —dijo a modo de disculpa.
—Vuelve pronto —le pidió Tamani—. Seguiremos hablando.
Laurel sonrió.
—Me encantará.
—¿Y prometes hablar con tus padres?

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Ella asintió.
—Sí.
—¿Me traerás noticias?
—En cuanto pueda, aunque no sé cuándo será.
—¿Les explicarás todo esto? —preguntó Tamani.
—No lo sé —respondió Laurel—. Me parece que no me creerían. Ya no tengo la
flor para demostrar que soy un hada. Así es como convencí a David.
—David —repitió Tamani en un tono desdeñoso.
—¿Qué pasa con él?
—Nada, supongo, pero ¿estás segura de que puedes confiar en él?
—Sí.
Tamani suspiró.
—Supongo que tenías que hablar con alguien, pero, aun así, no me hace ninguna
gracia.
—¿Por qué no?
—Porque es humano. Y todo el mundo sabe que no se puede confiar en los
humanos. Ten cuidado.
—No he de tener cuidado con él. No se lo dirá a nadie.
—Espero que tengas razón.
Caminaron despacio, con ella por delante en el ya familiar camino. Se detuvieron
al final del bosque.
—¿Seguro que tienes que irte? —preguntó Tamani.
A Laurel la sorprendió la emoción que oyó en su voz. Durante su conversación,
había percibido que le gustaba… y mucho, pero aquello parecía algo más. Algo más
personal. La sorprendió mostrar ella también cierta reticencia a marcharse.
—Mis padres no saben que he venido. Digamos que me he escapado.
Tamani asintió.
—Te echaré de menos —susurró.
Laurel rió nerviosa.
—Si apenas me conoces.
—Te echaré de menos de todas formas. —La miró fijamente—. Si te doy algo, ¿lo
guardarás para acordarte de mí y quizá para pensar en mí un poco más?
—Quizá. —Pareció que los ojos verdes de Tamani veían a través de su piel; la
veían por dentro.
Agarró una cadena que llevaba alrededor del cuello de la que colgaba un pequeño
círculo brillante.
—Es para ti.
Se lo dejó en la mano. Era un anillo de oro, un poco más grande que un guisante,

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y con una minúscula flor de cristal en la parte superior.
—¿Qué es? —preguntó Laurel maravillada.
—Es un anillo para una semilla —respondió Tamani—. Para un hada bebé. Cada
semilla recibe un anillo de pequeña. Si lo llevas, crece contigo. Los hacen las hadas de
invierno. Bueno, los hacen las hadas de primavera, pero las de invierno les echan un
encantamiento. —Levantó la mano para enseñarle un sencillo anillo de plata—. ¿Ves?
Éste es el mío. Era tan pequeño como ése. Ya no eres una semilla, de modo que no te
cabrá en el dedo, pero he pensado que quizá te gustaría tenerlo.
El pequeño anillo era precioso y maravilloso en cada detalle.
—¿Por qué me lo das?
—Para ayudarte a sentirte una de nosotros. Puedes colgártelo en una cadena. —
Dudó un segundo más—. Pensé que deberías tenerlo.
Laurel lo miró con cara de interrogación, pero él no la miró a los ojos. Ojalá
tuviera más tiempo para que le explicara más secretos, pensó.
—Lo llevaré siempre —dijo.
—¿Y pensarás en mí? —sus ojos la atraparon, y ella sabía que sólo había una
respuesta.
—Sí.
—Perfecto.
Laurel empezó a volverse, pero antes de que se alejara Tamani la agarró de la
mano. Sin dejar de mirarla a los ojos, se acercó la mano a la cara y le besó los nudillos.
Por un segundo, bajó la guardia de su mirada. El corazón de Laurel dio un vuelco
ante lo que reconoció en esos ojos: puro y desbocado deseo. Antes de poder analizarlo
mejor, él sonrió y el destello desapareció.
Laurel se dirigió hacia su bicicleta con la respiración entrecortada mientras
intentaba extinguir la llama ardiente que le invadía el cuerpo a partir de los nudillos,
donde Tamani la había besado. Se volvió varias veces hacia él mientras pedaleaba
hacia la carretera y, cada vez, él la estaba mirando fijamente. Incluso mientras iba por
el camino para bicicletas, y a pesar de que ya no podía verlo, sentía su mirada fija en
ella.

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15

Cuando Laurel aparcó la bicicleta en el garaje eran las cuatro, mucho más tarde de lo
que cualquier sesión de estudio pudiera justificar. Abrió la puerta de casa.
Su padre estaba echando la siesta en el sofá y sus ronquidos ya eran un ritmo
relajado y familiar. Ninguna amenaza de problemas por ese frente. Buscó a su madre
y oyó el tintineo de botes de cristal en la cocina.
—¿Mamá?
—Por fin. David y tú habéis debido terminar esa última página deprisa. Sólo hace
media hora que os he llamado.
—Eh, sí. Era más fácil de lo que yo pensaba —dijo.
—¿Te lo has pasado bien? Es un buen chico.
Laurel asintió, aunque no tenía la cabeza en David, sino muy lejos; en realidad, a
casi setenta kilómetros.
—¿Estáis…?
—¿Qué? —Laurel intentó concentrarse en lo que decía su madre.
—No sé, pasas mucho tiempo en su casa y he pensado que quizás… erais pareja.
—No lo sé —respondió ella, con sinceridad—. Quizá.
—Es que… sé que, a veces, la madre de David trabaja hasta tarde, de modo que él
y tú pasáis mucho tiempo a solas. Cuando dos jóvenes están en una casa vacía, es fácil
que las cosas se descontrolen un poco.
—Tendré cuidado, mamá —dijo ella muy seca.
—Ya lo sé, pero yo soy la madre y tengo que decírtelo —dijo con una sonrisa—. Y
recuerda —añadió— que todavía no te haya venido la regla no quiere decir que no te
puedas quedar embarazada.
—¡Mamá!
—Sólo lo digo.
Laurel recordó las palabras de Tamani: «La polinización es para reproducirnos; el
sexo es sólo por diversión». Se preguntó qué diría su madre si le explicara que no se
podía quedar embarazada y que nunca tendría la regla. Que, para ella, el sexo sólo era
sexo, sin ataduras. Si había algo que pudiera decir para poner realmente nerviosa a su
madre, era eso. Ella misma todavía tenía que hacerse a la idea.
—Mamá —dijo de repente—. Quería hablarte de nuestra casa. Hace mucho
tiempo que es de nuestra familia. Y yo he vivido allí toda mi vida. —Ladeó la cabeza

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cuando pensó en sus orígenes reales, en su casa secreta—. Al menos, desde que yo
recuerdo. —Cuando miró a su madre, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Es el lugar
más mágico del mundo. Me gustaría que no la vendierais.
Su madre se la quedó mirando en silencio.
—El señor Barnes nos ofrece mucho dinero, Laurel. Todo lo que has querido
últimamente y que no hemos podido permitirnos volvería a estar a nuestro alcance.
—Pero ¿y si no vendiésemos? ¿Estaríamos bien?
Su madre suspiró y se quedó pensativa.
—La tienda de papá va bien, pero nadie nos garantiza que siga así. —Se apoyó con
los codos en la encimera—. Tendríamos un presupuesto muy justo durante mucho
tiempo. No me gusta vivir así. No eres la única que ha tenido que renunciar a cosas.
Laurel se quedó callada unos segundos. Parecía una misión monumental para una
chica de quince años. «Pero —se dijo mentalmente— no soy una chica normal.»
Animada por esa idea, dijo:
—¿Podrías, al menos, pensártelo? No sé, una semana —añadió cuando su madre
apretó los labios.
—Se supone que tenemos que firmar los papeles el miércoles.
—Sólo una semana. Por favor. Dile al señor Barnes que necesitas una semana.
Piénsalo bien durante ese tiempo, y prometo no volver a darte la lata nunca más.
Su madre la miró con escepticismo.
—Por favor.
Su expresión se suavizó.
—Supongo que el señor Barnes no retirará la oferta si le digo que necesito una
semana más.
Laurel rodeó la encimera y abrazó a su madre.
—Gracias —susurró—. Significa mucho para mí.

—Entonces no te dijo demasiado. —David estaba sentado en un taburete frente a la


barra americana de la cocina de su casa. Su madre había salido, tenía una cita, de
modo que Laurel y él tenían la casa para ellos solos. El chico se había calentado varios
restos en el microondas y Laurel estaba garabateando en una libreta para distraerse de
aquel olor tan fuerte.
—Me dijo lo suficiente —explicó a la defensiva—. Era como si quisiera decirme
algo más, pero no podía. Vi que no poder hacerlo le molestaba.
—Parece un tipo muy extraño.
—Es diferente, sí, y no sólo por su aspecto. —Se interrumpió y levantó la cabeza
mientras recordaba—. Es tan intenso. Todo lo que siente, bueno o malo, parece

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aumentado. Y contagioso. —Siguió garabateando—. Quieres sentir lo mismo que él,
pero no puedes, porque lo que siente cambia muy rápidamente. Debe de ser agotador
ser tan apasionado. —Su cuerpo se estremeció cuando descubrió la palabra perfecta
para él. «Apasionado», siempre.
—Entonces, ¿qué? Ahora sois amigos.
—No lo sé —la verdad era que Laurel sabía que Tamani la deseaba. Y que ella, a
pesar de intentar no sentir lo mismo, no podía evitar desearlo también. Le parecía
estar cometiendo una infidelidad al pasar unas horas con David después de haber
estado con Tamani esa misma mañana. O quizás era infiel a David por haber pasado
la mañana con Tamani. Era complicado de saber.
Alargó la mano para acariciar el anillo que le había dado, que llevaba colgado de
una fina cadena de plata. Era un gesto que había repetido, al menos, cien veces ese
día. Le recordaba la sensación de estar con él. En su corta visita, se habían convertido
en algo más que amigos; no, en algo más no, en algo más profundo. La palabra
«amigo» quedaba corta para describir la conexión que había entre ellos. No podía
decírselo a David. Ya sería complicado explicárselo a un observador ajeno a la
situación, pero David estaba implicado. Si tuviera una idea de la tormenta de
emociones que sentía por Tamani, se pondría muy celoso.
Pero eso no significaba que David no le gustara. Lo consideraba su mejor amigo y,
a veces, más que eso. David era todo lo que Tamani no era: tranquilo, centrado, lógico
y dulce. Sus sentimientos por él no eran una tormenta de caos, sino una intensa y
relajada atracción. Era un puerto seguro en su vida, algo que Tamani nunca sería. Dos
mitades que nunca podrían ser un todo. David terminó de cenar y Laurel dejó la
libreta para concentrarse en él.
—Por cierto, gracias por facilitarme una coartada. Nunca me imaginé que mi
madre te llamaría.
Él se encogió de hombros.
—Has estado fuera muchas horas y sabe que la biología no te apasiona.
—He leído algunas cosas esta tarde —dijo Laurel—. Sabes que las plantas absorben
el dióxido de carbono del aire y luego lo convierten en oxígeno, ¿no?
—Sí, por eso se supone que tenemos que proteger los bosques.
—He pensado que no tendría sentido que respirara oxígeno.
—¿Crees que respiras dióxido de carbono?
—Y produzco oxígeno, sí.
—Supongo que tiene sentido.
—También he pensado —dijo muy despacio— que podríamos probar otro
experimento.
David la miró atónito.

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—Vale. ¿Cuál?
—Eh…, bueno, el aire no se puede observar con el microscopio, de modo que la
única forma de saber si produzco oxígeno sería ver si tú puedes respirarlo sin
problemas.
David empezó a ver a dónde quería ir a parar.
—¿Y cómo propones que lo hagamos? —preguntó con una pequeña sonrisa.
—Bueno, había pensado que podríamos hacer una especie de… reanimación boca
a boca. Pero, primero, tú respirarías en mi boca y después, sin inspirar, yo podría
respirar en la tuya. —Se lo quedó mirando unos segundos—. Aunque no tienes que
hacerlo. Sólo era una idea.
—Estoy impresionado —dijo David—. Has estudiado biología sola.
Laurel sonrió.
—Google es mi amigo.
David se rió, pero intentó disimularlo con un fingido ataque de tos.
Ella lo miró.
—Tiene sentido —dijo él—. Hagámoslo.
Se volvió hacia ella hasta que sus rodillas se tocaron.
—Primero, inspiras aire y lo retienes unos diez segundos, para que tus pulmones
puedan convertirlo en dióxido de carbono. Luego me lo echas en la boca y yo
inspiraré. Y después esperaré diez segundos y te lo devolveré, ¿de acuerdo?
David asintió.
Parecía bastante sencillo. Bueno, excepto por la parte del boca a boca. Pero podría
soportarlo, ¿no?
Él hinchó el pecho cuando respiró hondo y se sonrojó mientras aguantaba el aire.
Ahora ya no había marcha atrás.
Al cabo de diez segundos, la hizo acercarse y se inclinó hacia delante con los ojos
fijos en su boca. Laurel se obligó a concentrarse mientras se acercaba a él. Sus labios se
acariciaron suavemente y ella casi se olvidó de todo y empezó a inspirar. David se
pegó a ella y exhaló en su boca. Ella dejó que el aire llenara sus pulmones.
Él se separó y Laurel cometió el error de mirarlo. Sonrió y tuvo que apartar la
mirada mientras contaba hasta diez. Pasados esos segundos, David volvió a inclinarse
hacia delante y la agarró con delicadeza por el hombro.
Laurel se encontró con él a medio camino, esta vez sin dudar. David pegó los
labios a los suyos y los separó ligeramente. Ella le echó todo el aire de sus pulmones en
la boca y dejó que él lo inspirara. El chico permaneció así unos segundos antes de
separarse.
—Guau. —David soltó el aire y se echó el pelo hacia atrás—. Guau. Ha sido
increíble. La cabeza me da vueltas. Laurel, creo que produces oxígeno casi puro.

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—No vas a caerte del taburete, ¿no? —le sujetó los muslos con las manos.
—Estoy bien —respondió él respirando más despacio—. Dame un par de
segundos. —Deslizó la mano hasta cubrir la de Laurel, que todavía seguía en su
pierna. Ella levantó la mirada y vio que él se relamía el labio inferior y sonreía.
—¿Qué es tan gracioso?
—Lo siento —dijo, y volvió a sonrojarse—. Es que sabes muy dulce.
—¿Qué quieres decir?
Él volvió a relamerse el labio inferior.
—Sabes a miel.
—¿A miel?
—Sí. El día que…, bueno, ya sabes, ese día…, pensé que me estaba volviendo loco.
Pero hoy me ha pasado lo mismo. Tu boca es muy dulce —hizo una pausa y luego
sonrió—. Pero no es miel…, es néctar. Exacto.
—Genial. Ahora voy a tener que explicárselo a todos los chicos que bese a lo largo
de mi vida, a menos que sólo te bese a ti o… a un duende. —Había estado a punto de
decir «Tamani». Levantó la mano y acarició el anillo que llevaba colgado del cuello.
Él se encogió de hombros.
—Entonces bésame sólo a mí.
—David…
—Sólo te ofrezco la solución más obvia —dijo levantando las manos a modo de
protesta.
Ella se rió y puso los ojos en blanco.
—Imagino que esto evitará que sea una de esas chicas que va besando a todo el
mundo.
David meneó la cabeza.
—Nunca podrías ser así. Tus sentimientos son demasiado frágiles. Sufrirías por si
rompías el corazón de cada chico al que besaras.
Laurel no estaba segura de si lo decía como un halago o no, pero tuvo la sensación
de que sí.
—Vaya, gracias…, supongo.
—¿Qué es eso? —preguntó él señalando el collar—. No dejas de jugar con él.
Laurel soltó el anillo. Era como un talismán que transportaba su mente
directamente a Tamani. Se preguntó si el duende sabía de antemano que le produciría
ese efecto. Y se sorprendió bastante cuando descubrió que aquella idea no la irritaba.
—Es un anillo —le explicó al final—. Me lo dio Tamani.
David la miró con recelo.
—¿Tamani te dio un anillo?
—No es lo que crees. —«Hombres»—. Es un anillo de bebé. Por lo visto, todas las

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hadas reciben uno cuando nacen. —A pesar del impulso de mantener el anillo en
secreto, se estiró la cadena por encima de la camisa y le enseñó el pequeño aro
dorado.
—Es muy bonito —reconoció él a regañadientes—. ¿Por qué te lo dio?
Laurel intentó esquivar la pregunta.
—No lo sé. Quería que lo tuviera.
David lo miró un buen rato antes de volver a dejarlo encima del pecho de Laurel.

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16

—Justo a tiempo —dijo la madre de Laurel cuando ésta entró por la puerta después
de clase al día siguiente—. Es para ti.
La chica cogió el teléfono. Acababa de dejar a David en la esquina. ¿Por qué la
llamaría?
—¿Sí? —dijo, dubitativa.
—Hola, Laurel. Soy Chelsea.
—Hola.
—¿Haces algo esta tarde? Hace un día precioso y había pensado que quizá te
gustaría ir a ver el faro de Battery Point.
Laurel había oído hablar de aquel edificio histórico, pero todavía no lo había visto.
—Claro —dijo—. Me encantaría.
—¿Te recojo dentro de cinco minutos?
—Vale.
—¿Vas a algún sitio con David? —le preguntó su madre cuando colgó.
—No, con Chelsea. Quiere enseñarme el faro. ¿Te parece bien?
—Claro, me parece genial. Me alegro de ver que empiezas a tener amigos. Sé que
te llevas muy bien con David, pero deberías salir con más gente. Es más sano.
Laurel se acercó a la nevera y, mientras esperaba a Chelsea, se abrió una lata de
refresco.
—Hoy he recibido tus notas por correo —dijo su madre.
Por un momento, Laurel notó que se atragantaba. Hasta el florecimiento, las clases
le habían ido bastante bien, pero no sabía qué tal habrían ido los exámenes cuando su
vida se había convertido en una locura.
—Tres excelentes y dos notables. Estoy bastante satisfecha —dijo su madre
sonriendo. Luego se rió y añadió—: Sinceramente, también me siento muy orgullosa
de mí misma. Debo de haberlo hecho muy bien hasta ahora para que hayas obtenido
estos resultados.
Laurel manifestó su alegría mientras su madre le entregaba las notas. El notable de
biología no era ninguna sorpresa, ni el excelente en inglés. Ahora sólo tenía que
mantener el nivel hasta final del semestre. No debería ser difícil. Estaba segura de que
lo peor ya había pasado.
—¿Por qué el coche de papá está en la entrada? —preguntó.

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Su madre suspiró.
—Tu padre está enfermo. Lleva así todo el día. No ha ido a trabajar.
—Guau —dijo Laurel—. Pero si nunca se ha saltado un día de trabajo.
—Sí. Lo he obligado a quedarse en la cama. En principio, mañana estará mejor.
Oyó un claxon fuera.
—Es Chelsea —dijo Laurel mientras cogía la chaqueta.
—Pásatelo bien —dijo su madre con una sonrisa.
Laurel se sentó en el asiento trasero del coche de la madre de Chelsea, y ésta se
volvió y le sonrió.
—El faro es precioso; es un clásico. Te encantará.
La madre de Chelsea las dejó en el aparcamiento.
—Volveré dentro de dos horas —dijo.
—¡Adiós! —exclamó la chica mientras agitaba la mano.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Laurel mirando al océano.
—A caminar —respondió Chelsea, y señaló una isla que estaba a unos ciento
cincuenta metros de la orilla.
—¿Caminamos hasta una isla?
—Técnicamente, cuando la marea está baja, es un istmo.
Laurel extendió la mano para protegerse los ojos del sol y miró hacia la isla.
—Yo no veo ningún faro.
—No es como los de los cuadros. Sólo es una casa con un faro en el tejado.
Chelsea la llevó hasta una pequeña franja de arena que conectaba la isla con tierra
firme. Era divertido estar tan cerca del océano sin estar dentro de él. A Laurel le
gustaba el intenso aroma a sal del agua y la brisa fresca que le acariciaba la cara y que
agitaba los rizos de Chelsea. Era realmente curioso que le gustara el olor del océano,
pero que odiara el agua salada.
Cuando llegaron a la isla, vieron un camino de gravilla que subía una colina.
Apenas tardaron unos minutos en llegar a una curva y, desde allí, vieron el faro.
—Pues sí que es una casa normal —comentó Laurel sorprendida.
—Excepto por el faro —dijo Chelsea señalando la luz.
Hizo de guía bajo la atenta mirada del vigilante de seguridad y le enseñó a Laurel
la pequeña casa mientras le explicaba la historia del faro, incluida su importancia en
los tsunamis, que Crescent City sufría cada cierto tiempo.
—Son impresionantes —manifestó Chelsea—. Bueno, al menos cuando no son
demasiado grandes.
Laurel no estaba segura de si compartía el entusiasmo de Chelsea.
Ésta la llevó hasta el jardín trasero y señaló las flores violetas que crecían entre las
piedras por toda la isla.

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—Son preciosas —dijo Laurel, que se agachó para acariciar unas cuantas.
Chelsea sacó una manta de la mochila y la extendió encima de la hierba. Se
sentaron y observaron el océano en silencio unos minutos. Laurel sentía una gran paz
en aquel lugar escarpado y precioso. La chica volvió a meter la mano en la mochila y
sacó una barrita de cereales para ella y una pequeña caja de plástico para Laurel.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Fresas. Y de cultivo orgánico, para más señas —añadió Chelsea.
Laurel sonrió y levantó la tapa.
—Gracias. Tienen muy buena pinta.
Un millón de veces mejor que la barrita de Chelsea, pensó.
—Bueno, ¿qué hay entre David y tú?
Laurel se atragantó con la fresa que estaba masticando y tosió con fuerza.
—¿Qué quieres decir?
—Me preguntaba si sois pareja.
—Vaya, no te andas con rodeos —contestó, con la mirada clavada en las fresas.
—Le gustas mucho, Laurel —Chelsea suspiró—. Ojalá yo le gustara la mitad.
Ella clavó el tenedor en una fresa.
—Creo que me gusta desde el día que llegó. Solíamos jugar a fútbol juntos —
añadió Chelsea sonriendo.
Laurel se imaginaba a una Chelsea de diez años, testaruda y directa como ahora, el
día que conoció a David por primera vez. Al abierto y positivo David. No era de
extrañar que le hubiera gustado, pero…
—Chelsea, no te ofendas, pero ¿por qué me explicas todo esto?
—No lo sé —guardaron silencio unos segundos—. No quiero que te sientas mal—
le dijo—. David no me gusta para novio, ya lo sé. Sinceramente, si va a tener novia,
prefiero que sea alguien como tú. Alguien que sea amiga mía.
—Qué bien—dijo Laurel.
—Entonces, ¿eres su novia? —insistió Chelsea.
—No lo sé. ¿Quizá?
—¿Es una pregunta? —dijo la chica sonriendo.
—No lo sé —Laurel hizo una pausa y luego miró a su amiga de reojo—. ¿De
verdad que no te importa que hablemos de esto?
—Qué va. Es como vivirlo indirectamente.
—A veces dices cosas muy extrañas —dijo Laurel algo seca.
—Sí, David también me lo dice. Personalmente, creo que todavía hay poca gente
que diga lo que piensa.
—En eso llevas razón.
—Bueno, ¿sois novios o no? —insistió Chelsea, que no quería desviarse del tema.

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Laurel se encogió de hombros.
—En realidad, no lo sé. A veces pienso que es lo que quiero, pero es que nunca he
tenido novio. Ni siquiera un amigo. Y eso me gusta…, no quiero perder esa parte de
la relación.
—Quizá no la pierdas.
—Quizá, pero no estoy segura.
—Y también tendrías algunas ventajas adicionales —dijo Chelsea.
—¿Como cuáles?
—Si ya estuvierais en la fase de los besos, podría hacerte los deberes de biología.
—Es tentador —admitió Laurel—. Se me da fatal.
Chelsea se rió.
—Ya, me lo dijo él.
Laurel abrió los ojos como platos.
—¡No! ¿En serio?
—No es ningún secreto; te quejas de las clases de biología cada día durante la
comida. Creo que sería un novio genial.
—¿Por qué intentas animarme? La mayoría, en tu situación, intentaría que
rompiéramos.
—Pero yo no soy como la mayoría —dijo Chelsea a la defensiva—. Además —
añadió, más alegre—, eso lo haría muy feliz. Y me encanta que David sea feliz.

—Ya he vuelto —gritó Laurel cuando entró en casa, dejó la mochila en el suelo y se
dirigió hacia la despensa a por un bote de peras en almíbar. Su madre apareció al cabo
de unos minutos, mientras ella se estaba comiendo media pera directamente del bote.
Sin embargo, en lugar de la mirada de reprimenda por no haber cogido un cuenco, su
madre suspiró y sonrió cansada.
—¿Te apañas para hacerte la cena sola?
—Claro, ¿qué pasa?
—Tu padre está peor. Le duele el estómago y lo tiene un poco hinchado, y ahora
tiene fiebre. Sólo unas décimas, pero no consigo que le baje. Ni con compresas frías, ni
con un baño de agua fría, ni con mis cápsulas de hisopo y raíz de regaliz.
—¿En serio? —preguntó Laurel. Su madre tenía una hierba para todo y la verdad
era que funcionaban de maravilla. Sus amigas solían llamarla cuando ya no sabían qué
hacer y los medicamentos de la farmacia no ayudaban—. ¿Le has dado té de
equinácea? —sugirió, puesto que era lo que siempre le daba a ella.
—Le he hecho una jarra, con hielo. Pero es que también le cuesta tragar, así que
no sé qué más puedo hacer.

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—Seguro que es algo que ha comido —dijo Laurel.
—Quizá sí —respondió su madre, distraída, pero no parecía demasiado
convencida—. Después de irte se ha puesto incluso peor. Bueno —dijo volviéndose
hacia su hija— voy a pasarme la noche en vela junto a la cama y a ver qué puedo
hacer para que esté más cómodo.
—Tranquila. Yo tengo peras en almíbar y un montón de deberes.
—Una noche emocionante para las dos.
—Sí, seguro —dijo Laurel con un suspiro mientras miraba la pila de libros que
tenía encima de la mesa.

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17

El jueves, después de clase, Laurel cogió su delantal azul y se dirigió a la librería. Jen,
Brent y Maddie, los empleados de su padre, habían estado haciendo turnos extras,
pero si las cosas continuaban así, para el viernes los tres superarían las cuarenta horas
semanales. Laurel quería que al menos Brent y Jen se tomaran el día libre. Maddie y
ella podían arreglárselas solas. Maddie era la única empleada que su padre había
mantenido del personal que trabajaba con el anterior propietario. Ya llevaba casi diez
años en la librería y, por suerte, no tenía muchos problemas para apañárselas sola.
Sin embargo, mientras Laurel caminaba por la calle Mayor no estaba preocupada
por la tienda. Había ido a ver a su padre para que le diera las últimas instrucciones y
su aspecto la había sorprendido. Siempre había sido un hombre delgado, pero ahora
sus facciones eran macilentas y se veía ojeroso. Tenía los labios pálidos y la frente
cubierta por una fina capa de sudor. La madre de Laurel lo había intentado todo.
Cataplasmas de lavanda y romero en el pecho, té de hinojo para el estómago, mucha
vitamina C para reforzar el sistema inmunológico… Pero parecía que nada
funcionaba. Por la noche, le daba coñac para que le ayudara a dormir y echaba unas
gotas de aceite de menta en el humidificador. Pero nada. Haciendo de tripas corazón,
también había recurrido a medicamentos convencionales, pero su marido no
mejoraba. Lo que todos esperaban que fuera una gripe fuerte se había convertido en
algo más serio mucho más deprisa de lo que su mujer había imaginado.
Cuando por la tarde Laurel se había ofrecido para ir a la tienda y que su madre
pudiera quedarse en casa con su padre, ésta la abrazó con fuerza y le susurró
«Gracias» al oído. Su padre parecía una caricatura enferma del hombre que era hacía
apenas unos días. Había intentado sonreír y bromear como siempre, pero incluso
aquello fue demasiado para él.
Cuando Laurel abrió la puerta de la tienda, sonó una alegre campana.
Maddie levantó la cabeza y sonrió.
—Laurel. Cada vez que te veo estás más guapa. —La abrazó y ella disfrutó del
abrazo, que la hizo sentirse un poco mejor. Maddie siempre olía a galletas, especias y a
algo más que Laurel no podía identificar—. ¿Cómo está tu padre? —le preguntó, con
un brazo todavía rodeándola por los hombros.
La respuesta que habría dado a todo el mundo era un simple: «Bien». Pero cuando
Maddie se lo preguntó, Laurel no pudo seguir fingiendo.

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—Fatal. Está en los huesos. Y mi madre no puede hacer nada para ayudarlo. Nada
de lo que le da surte efecto.
—¿Ni siquiera el hisopo y la raíz de regaliz?
Laurel sonrió.
—Es lo que yo le he preguntado.
—En mi opinión, es un remedio milagroso.
—Para papá, no. Esta vez, no.
—Enciendo una vela por él cada noche. —Para Maddie, las velas eran lo mismo
que el hisopo y la raíz de regaliz para su madre. Era una católica devota y, en la
ventana de su casa, tenía una hilera de velas que encendía por cualquier cosa, desde
por un feligrés que se estaba muriendo de cáncer hasta por el gato de algún vecino
que se había extraviado. Pero Laurel estaba igualmente agradecida.
—Papá me ha enviado un horario para el resto de la semana.
Maddie se rió.
—¿En la cama enfermo y sigue con sus horarios? No debe de estar tan mal —abrió
la mano—. Déjame verlo —estudió el papel escrito a mano—. Veo que ha recortado el
horario comercial.
Laurel asintió.
—Es que no hay empleados suficientes para mantener el horario habitual.
—Llevo meses diciéndole que es una tontería abrir a las ocho. ¿Quién quiere
comprar un libro a las ocho de la mañana? —Se inclinó hacia delante, como si fuera a
contarle un secreto—. Para ser sincera, ni siquiera me gusta estar fuera de la cama a
las ocho.
Las dos trabajaron con alegría durante toda la tarde, evitando el tema de la salud
de su padre. Sin embargo, Laurel lo tenía siempre en la cabeza. Dejó que Maddie
terminara el papeleo del día y colgó un cartel en la puerta disculpándose por tener que
cerrar la tienda el fin de semana sin aviso previo.
Volvió a casa despacio, agotada después de haberse pasado dos horas apilando
cajas de libros. Cuando giró la última esquina, vio un vehículo muy grande frente a su
casa. Tardó varios segundos en interpretar lo que estaba viendo, pero echó a correr en
cuanto reconoció la ambulancia blanca y roja. Abrió la puerta de casa y se encontró
con los asistentes sanitarios bajando las escaleras, con su padre en una camilla y su
madre justo detrás de él.
—¿Qué sucede? —preguntó Laurel con la mirada clavada en su padre.
Su madre tenía lágrimas en la cara.
—Ha empezado a vomitar sangre. He tenido que llamarlos.
En el vestíbulo Laurel pudo abrazar a su madre. Le rodeó la cintura con los brazos.
—No te preocupes, mamá. Estará contento de que lo hayas hecho.

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—No confía en los médicos —dijo ella con la mirada perdida.
—Eso da igual. Lo necesitaba.
Su madre asintió, pero Laurel no estaba segura de que la hubiera oído.
—Tengo que acompañarle. Sólo dejan subir a una persona en la ambulancia. Creo
que será mejor que te llame cuando lo ingresen y esté en su habitación.
—Sí, tranquila. Yo me quedo en casa.
Consiguió colgarle el bolso en el hombro mientras seguía caminando hacia la
ambulancia, ajena a la presencia de su hija. No volvió la vista atrás cuando las puertas
de la ambulancia se cerraron.
Laurel vio alejarse el vehículo y una sensación extraña y tensa se apoderó de su
estómago. Que ella recordara, sus padres nunca habían ido a un hospital, excepto para
visitar a alguien. No había querido creer que aquello era algo más que un fuerte virus
que acabaría desapareciendo solo. Pero parecía que sí lo era.
Entró en casa y cerró la puerta con ambas manos. El sonido del cerrojo pareció
resonar por el pasillo. La casa parecía enorme y vacía sin sus padres. En los cinco
meses que hacía que vivía allí, ya había estado sola en casa antes, pero esa noche todo
parecía distinto. Tenía miedo. Se sentó en el suelo un buen rato mientras los últimos
rayos de sol desaparecían y la sumían en la penumbra.
La llegada de la oscuridad abrió la veda de los pensamientos oscuros. Se levantó y
corrió hacia la cocina, donde encendió todas las luces antes de sentarse a la mesa. Sacó
los deberes de inglés e intentó hacerlos, pero después de leer la primera frase, las
letras empezaron a desvanecerse ante sus ojos… Era incapaz de entender nada.
Apoyó la cabeza en el libro. Sus pensamientos viajaron desde la librería hasta
Tamani y, de él, hasta David, y luego regresaron con sus padres en el hospital, y vuelta
otra vez, y otra, hasta que cerró los ojos muy despacio.
Un fuerte timbrazo la sacó de unos sueños confusos y sin sentido. Se concentró y
medio dormida contestó el teléfono:
—¿Sí?
—Hola, cariño. Soy mamá.
Laurel se despertó del todo y miró las páginas arrugadas del libro.
—¿Qué han dicho?
—Van a ingresarlo y le van a dar antibióticos. Tendremos que esperar y ver cómo
evoluciona mañana. —Dudó un instante—. Todavía no está en la habitación y,
cuando lo instalen, ya será muy tarde. ¿Te importa quedarte sola en casa y venir a
verlo mañana?
Laurel vaciló unos segundos. Tenía la irracional sensación de que si iba al hospital
podría hacer algo. Pero era una estupidez. Ya iría mañana. Se obligó a hablar con un
tono más animado.

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—No te preocupes por mí, mamá. Estaré bien.
—Te quiero.
—Yo también.
Laurel volvía a estar sola en la casa vacía. Sus dedos marcaron el número de David
casi sin darse cuenta. Él respondió antes de que ella fuera consciente de haberlo
llamado.
—¿David? —dijo parpadeando—. Hola —miró por la ventana de la cocina y vio
que la luna ya brillaba en el cielo. No tenía ni idea de qué hora era—. ¿Puedes venir a
casa?

Cuando sonó el timbre, Laurel corrió para abrir la puerta a David.


—Siento mucho haberte llamado. No sabía que era tan tarde —dijo.
—No pasa nada —respondió él sujetándola con firmeza por los hombros—. Sólo
son las diez y mi madre ha dicho que vuelva a la hora que quiera. Las emergencias
existen. ¿Qué puedo hacer?
Laurel se encogió de hombros.
—Mi madre no está y… no quiero estar sola.
David le rodeó los hombros con los brazos y ella se inclinó sobre él, que la abrazó
en el recibidor unos minutos mientras ella se aferraba a su pecho, buscando apoyo.
David desprendía solidez y calidez, y ella lo apretó hasta que le dolieron los brazos.
Durante un rato, pareció que quizá todo fuera a acabar bien.
Se soltó de él. Se notaba extraña, después de haber dejado que David la abrazara
durante tanto rato, pero él sonrió, se acercó al sofá y cogió la guitarra.
—¿Quién toca? —le preguntó mientras rascaba una cuerda al azar—. ¿Tu padre?
—No. Eh…, yo. Nunca he recibido clases. He aprendido sola.
—¿Cómo es que no me lo habías dicho?
Laurel meneó la cabeza.
—Es que no sé tocar muy bien.
—¿Hace cuánto que tocas?
—Unos tres años. —Le quitó la guitarra y se la apoyó en una rodilla—. La
encontré en el desván. Era de mi madre. Me enseñó los acordes básicos y ahora toco
de oído.
—Toca algo para mí.
—Uy, no —dijo ella apartando los dedos de las cuerdas.
—Por favor. Seguro que te hará sentir mejor.
—¿Por qué lo dices?
Él se encogió de hombros.

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—Es que la coges de una forma natural. Como si te gustara mucho.
Laurel acarició el mástil.
—Sí que me gusta. Es muy vieja. Me gustan las cosas viejas. Tienen… historia, e
historias.
—Pues toca. —Él se reclinó en el sofá con las manos detrás de la cabeza.
Laurel dudó, y luego empezó a rasguear la guitarra, haciendo pequeños ajustes.
Lentamente, sus manos pasaron de tocar acordes a entonar la delicada melodía del
«Imagine» de John Lennon. Después del primer verso, Laurel comenzó a cantar la
letra con dulzura. Aquella noche, le parecía una canción muy adecuada. Cuando
rasgó la última nota, suspiró.
—Guau —dijo David—. Ha sido precioso.
Laurel se encogió de hombros y volvió a guardar la guitarra en la funda.
—Tampoco me habías dicho que cantabas. —Hizo una pausa—. Nunca había oído
nada igual. No ha sonado como la canta cualquier estrella del pop; ha sido precioso y
relajante. —Le tomó la mano—. ¿Te encuentras mejor?
Ella sonrió.
—Sí. Gracias.
David carraspeó y le apretó la mano.
—Y ahora, ¿qué?
Ella miró a su alrededor. No había demasiado con qué entretenerse.
—¿Quieres ver una peli?
David asintió.
—Vale.
Laurel escogió un viejo musical donde nadie estaba enfermo ni nadie moría.
—¿Cantando bajo la lluvia? —preguntó David con la nariz ligeramente arrugada.
Laurel se encogió de hombros.
—Es divertida.
—Lo que tú digas.
A los quince minutos de película, David se estaba partiendo de risa mientras
Laurel lo miraba; su silueta estaba iluminada por la luz del televisor. Tenía una media
sonrisa permanente y, cada dos por tres, echaba la cabeza hacia atrás y soltaba una
carcajada. Cuando estaba con él, era muy fácil olvidarse de todo lo demás. Sin pararse
a pensar en sus acciones, Laurel se acercó a él. Automáticamente, David levantó el
brazo y la rodeó por los hombros y ella se acurrucó contra sus costillas y apoyó la
cabeza en su pecho. Él la apretó y bajó la cabeza hasta que su mejilla quedó sobre el
pelo de Laurel.
—Gracias por venir —susurró ella con una sonrisa.
—De nada —respondió él pegando los labios a su pelo.

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Laurel levantó la cabeza cuando oyó la campana de la puerta de la tienda. No sabía si
podría sonreír a otro cliente. Sin embargo, cuando sus ojos reconocieron a David,
dibujó una sonrisa de alivio.
—Hola —dijo, y dejó la pila de libros que estaba ordenando en la mesa que había
junto a la estantería.
—Hola —dijo él—. ¿Qué tal?
Ella se obligó a sonreír.
—Todavía estoy viva.
—A duras penas —él vaciló—. ¿Cómo está tu padre?
Laurel se volvió hacia la estantería e intentó reprimir las lágrimas por enésima vez
aquel día. Notó las manos de David en sus hombros y se reclinó en él, relajándose y
sintiéndose mejor…, más segura.
—Lo van a trasladar al Brookings Medical Center —susurró al cabo de unos
segundos.
—¿Ha empeorado?
—Nadie lo sabe.
David apoyó la mejilla en su cabeza.
Volvió a oír la campana y, a pesar de que Jen se ocupó de atender al cliente,
Laurel se recompuso y respiró hondo, temblorosa, mientras erguía la espalda.
—Tengo que terminar esto —dijo mientras recogía los libros de la mesa—.
Cerramos dentro de una hora y todavía me quedan cuatro cajas.
—Deja que te ayude —sugirió David—. Dime dónde van. —Sonrió—. Puedes ser
la supervisora. —Le quitó los libros y acarició la resplandeciente cubierta del primero
—. Quizá también podría venir mañana.
—Tienes tu trabajo. Tienes que pagarte el seguro del coche, me lo dijiste.
—Me da igual el seguro, Laurel —dijo en un tono seco. Hizo una pausa y continuó
más suave y calmado—. Es el primer día de la semana que te veo fuera del instituto.
Te echo de menos —dijo encogiéndose de hombros.
Laurel vaciló.
—Por favor.
Ella cedió.
—De acuerdo, pero sólo hasta que mi padre mejore.
—Que será muy pronto. En el Brookings tienen muy buenos especialistas;
descubrirán qué le pasa. —Sonrió—. Tendrás suerte si trabajo para ti una semana.

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18

A pesar de las palabras optimistas de David, una semana se convirtió en dos, y el


padre de Laurel seguía sin presentar mejoras. Ella pasaba los días como un fantasma y
casi no hablaba con nadie, excepto con Maddie, David y Chelsea, que se pasaban por
la tienda para charlar. No habían conseguido que Chelsea colaborara demasiado en la
tienda, porque la chica decía que ella era supervisora por naturaleza, pero la compañía
de sus dos amigos era reconfortante para Laurel.
Cumpliendo su palabra, David estaba decidido a trabajar en la librería hasta que
su padre volviera a casa. Laurel se sentía culpable de que los días fueran pasando y él
trabajara gratis, pero era una discusión que siempre perdía.
Algunos días, se pasaban la tarde charlando mientras ordenaban libros y sacaban
el polvo de las estanterías y, por unos minutos, Laurel no pensaba en su padre. Sin
embargo, la alegría no duraba demasiado. Ahora que lo habían trasladado de hospital,
no lo veía cada día. Sin embargo, en cuanto David se sacó el carné de conducir, se
ofreció a llevarla al hospital cada dos o tres días.
Al día siguiente de sacárselo, llevó a Laurel y a Chelsea a Brookings y, a pesar de
que Laurel se sujetaba con tanta fuerza al cinturón de seguridad que tenía los nudillos
blancos y Chelsea le daba un sermón cada vez que superaba el límite de velocidad,
llegaron sanos y salvos.
Laurel llevó un ramo de flores…, las cogió del jardín. Esperaba que el recuerdo de
casa despertara las ganas de volver de su padre. Lo encontró muy débil y apenas
estuvo despierto unos minutos, lo justo para saludarla y aceptar un delicado abrazo.
Luego volvió a caer en los brazos de la morfina.
Aquél fue el último día que lo vio despierto. Poco después, el personal sanitario
empezó a sedarlo a todas horas para evitarle el continuo dolor que ni siquiera la
morfina conseguía aplacar. En el fondo, Laurel se alegró. Era más agradable verlo
dormido. Parecía satisfecho y tranquilo. Cuando estaba despierto, veía el dolor que él
intentaba ocultar y era tremendamente obvio lo débil que estaba. Era mejor que
estuviera dormido.
En el laboratorio, consiguieron aislar una toxina que encontraron en su sangre,
pero era desconocida para los doctores y no existía ningún tratamiento. Lo intentaron
todo y llenaron su cuerpo de medicamentos que creían que podrían ayudarlo, de
forma que lo convirtieron en un conejillo de Indias humano mientras intentaban

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invertir el efecto de la toxina, pero nada funcionó. Su cuerpo se debilitaba cada vez
más y, hacía dos días, un médico se había llevado a su madre al pasillo y le había
dicho que, aunque ellos seguirían intentándolo, si no conseguían eliminar la toxina de
la sangre, sólo era cuestión de tiempo que sus órganos empezaran a fallar, uno tras
otro.
Además, tampoco ayudó que el señor Barnes empezara a llamar cada noche.
Durante más de una semana, Laurel había conseguido convencerlo de que su madre
no estaba en casa en esos momentos, pero, al cabo de unos días, el señor Barnes ya no
la creyó. Después de sufrir dos interrogatorios, Laurel optó por dejar saltar siempre el
contestador, y sólo descolgaba el teléfono si eran David o Chelsea.
No le dijo nada a su madre de las llamadas del señor Barnes.
Cada noche, cuando borraba el mensaje diario, a veces incluso dos, se sentía
culpable, pero le había prometido a Tamani que haría lo que pudiera.
Le resultaba extraño pensar en él en esos momentos. Casi parecía un sueño. Un
personaje impresionante asociado a la aceptación de que era un hada. Sin embargo,
ahora eso no parecía demasiado importante. Consideró la opción de ir a verlo, pero
aunque tuviera transporte, ¿qué podría hacer él? El don de Tamani de atraer personas
seguro que no ayudaría a su padre.
Le había prometido que, si la propiedad corría peligro, le avisaría, pero como
estaba borrando todos los mensajes del señor Barnes, todo parecía en orden.
Últimamente, intentaba no pensar demasiado en Tamani.
Laurel oyó el timbre del teléfono desde el porche al volver a casa de la tienda, y se
apresuró a abrir. Descolgó después del sexto tono y oyó la voz de su madre.
—Hola, mamá. ¿Cómo está papá?
La línea se quedó en silencio.
—¿Mamá?
Oyó una agitada respiración de su madre que, al final, habló.
—Acabo de hablar con el doctor Hansen —dijo con la voz temblorosa—. El
corazón de tu padre ha empezado a fallar. Le dan menos de una semana.

David no dijo nada mientras conducía por la oscura autopista. Laurel había
conseguido localizarlo en el móvil justo cuando llegaba a casa, y él había insistido en
acompañarla a Brookings esa misma noche, en lugar de esperar a la mañana siguiente.
Laurel había bajado la ventanilla y, a pesar de que David debía de estar congelándose
con el frío aire de otoño que llenaba el coche, no dijo nada. Ella notaba que la miraba
cada dos por tres y, de vez en cuando, alargaba la mano y le acariciaba el brazo, pero
no dijo nada.

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Dejaron el coche en el aparcamiento del Brookings Medical Center y David la
tomó de la mano mientras recorrían el ya familiar camino hasta la habitación del
padre de Laurel. La chica llamó a la puerta y se asomó por detrás de la cortina que
había tras la puerta. Su madre estaba sentada en la mesa con un hombre que se
hallaba de espaldas a la puerta, pero les hizo un gesto para que entraran.
Laurel reconoció al hombre de inmediato. Tenía los hombros anchos y gruesos
debajo de una camisa que no le quedaba del todo bien. Y había algo en su presencia
que la ponía nerviosa. Era el señor Barnes.
La chica se apoyó en la pared con los brazos cruzados mientras su madre seguía
hablando con Barnes. Sonrió y asintió varias veces y, aunque Laurel no oía lo que el
hombre decía, su madre no dejaba de repetir: «Sí, claro» y de asentir con entusiasmo.
Entrecerró los ojos mientras observaba cómo su madre asentía de nuevo y sonreía…, y
firmaba papeles sin leer lo que ponían. Todo era muy raro.
A su madre no le gustaban los contratos, no confiaba en la «jerga legal», como ella
decía. Siempre leía todos los formularios y todos los documentos, y a menudo hacía
preguntas antes de firmar algo. En cambio, ahora la vio firmar unas ocho hojas de
papel sin leer ni una sola palabra.
Barnes no se había vuelto hacia ellos ni una sola vez.
Laurel sintió un hormigueo extraño en la piel y apretó la mano de David mientras
el hombre obtenía varias firmas más, entregaba un fajo de papeles a su madre y se
guardaba el resto en el maletín. Luego le dio la mano a Sarah, se volvió y sus ojos se
encontraron con los de Laurel casi de inmediato. Miró a David y luego otra vez a la
chica, y esbozó una artera sonrisa que hizo que ésta retrocediera.
—Laurel —dijo en un falso tono amable—, justamente estaba preguntando por ti.
Parece ser que no has recibido ninguno de mis mensajes —terminó la frase con una
pequeña mueca y ella apretó los dientes a medida que el terror se iba apoderando de
su pecho.
A continuación, Barnes se encogió de hombros y adoptó una expresión de
petulancia.
—Por suerte, he conseguido localizar a tu madre y todo ha salido bien.
Laurel no dijo nada mientras lo observaba, deseando que David y ella hubieran
llegado una hora antes. Habrían podido… ¿qué? No lo sabía, pero quizá…
—Ha sido un placer volver a verte, Laurel. —Se volvió hacia Sarah, que estaba
sonriendo—. Su hija es… —hizo una pausa y alargó una mano hacia la chica. Ella
intentó retroceder, pero ya estaba pegada a la pared. Volvió la cara, pero él le acarició
la mejilla— encantadora.
Cuando apartó la cortina y se marchó, Laurel soltó el aire que estaba conteniendo
y se dio cuenta de que estaba apretando tanto la mano de David que el chico tenía los

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dedos blancos.
Rechinó los dientes.
—¿Qué hacía aquí? —preguntó con la voz algo agitada.
Su madre estaba mirando la cortina, que todavía se movía después de la salida del
señor Barnes.
—¿Qué? —preguntó volviéndose hacia Laurel y David—. Ah… —se acercó a la
mesa y empezó a apilar los papeles—. Ha venido a firmar los papeles para la venta de
la casa de Orick.
—Mamá, me dijiste que te lo pensarías.
—Y lo hice, pero, por lo visto, tú has preferido pensar por mí —dijo mirando a su
hija fijamente—. A partir de ahora, me darás todos los mensajes, ¿entendido?
Laurel bajó la mirada al suelo.
—Sí, mamá —dijo muy despacio.
Su madre miró los papeles que había encima de la mesa y, a pesar de que ya
estaban ordenados, formó un bloque compacto con ellos.
—De hecho, había pensado que, si tanto querías mantener la casa en la familia, no
la venderíamos. —Laurel se llenó de esperanza. ¡Quizá todavía no era demasiado
tarde!—. Pero esa posibilidad ya no es viable —su madre se quedó callada unos
segundos y, cuando volvió a hablar, lo hizo con una voz ahogada—. Barnes se ha
presentado aquí y ha subido la oferta. —Levantó la vista y miró a su hija—. He tenido
que aceptarla.
Laurel notó cómo se le revolvía el estómago y, de repente, le costaba respirar ante
la idea de perder las tierras…, de perder a Tamani.
—¡Mamá, no puedes venderla! —gritó.
Su madre le clavó la mirada y luego se volvió hacia su padre antes de dar dos pasos
adelante y tomarla por el brazo. Salió de la habitación y la arrastró con ella. Laurel se
notaba el brazo muy débil bajo la fuerte garra de su madre; no recordaba que jamás la
hubiera tratado de aquella forma. La condujo hasta un pequeño trastero que daba al
pasillo y la soltó. La chica se obligó a no frotarse el brazo.
—Esto no se trata de ti, Laurel. No puedo dejar de vender una casa por la que me
pagan tanto sólo porque a ti te guste. La vida no funciona así.
Su madre tenía el rostro tenso y severo.
Laurel se apoyó en la pared y dejó que su madre se desahogara. Durante semanas,
había sido fuerte como una roca, pero nadie podía soportar tanto estrés sin venirse
abajo de vez en cuando.
—Lo siento —susurró—. No debería haber gritado.
Su madre respiró hondo, se serenó y la miró. Poco a poco, fue relajando la cara
hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas. Se apoyó en la pared y se deslizó hasta el

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suelo mientras las lágrimas le iban resbalando por las mejillas. Laurel respiró hondo y
se sentó junto a ella. Le rodeó la cintura con un brazo y apoyó la cabeza en su
hombro. Era extraño tener que consolar a su madre.
—¿Te he hecho daño en el brazo? —le preguntó cuando el torrente de lágrimas
cesó.
—No —mintió.
La mujer respiró hondo.
—De verdad que me planteé no vender la casa, Laurel. Pero ya no tengo elección.
Con todas las facturas del hospital, nos estamos llenando de deudas.
—¿No tenemos un seguro?
Su madre negó con la cabeza.
—No cubre demasiado. Nunca pensamos que lo necesitaríamos. Pero le han hecho
muchas pruebas…, tenemos que pagar mucho dinero.
—¿Y no hay otra forma?
—Ojalá la hubiera. Me he estado estrujando el cerebro, pero no tenemos más
sitios de dónde sacar el dinero. Es la casa o la tienda y, sinceramente, la tierra vale
mucho más. Hemos agotado el crédito al máximo para mantener a tu padre aquí hasta
ahora. Nadie más nos dejará dinero.
Se volvió hacia Laurel.
—Tengo que ser realista. La verdad es… —Se detuvo cuando los ojos volvieron a
humedecérsele—. Puede que tu padre no despierte. Nunca. Tengo que mirar hacia el
futuro. La librería es nuestra única fuente de ingresos. Y, aunque despierte, no hay
forma de recuperarse de este golpe sin vender algo. Y sabiendo lo mucho que tu padre
adora la librería, ¿qué querías que hiciera?
Laurel quería apartar la vista de los tristes ojos marrones de su madre, pero no
pudo. Expulsó a Tamani de su mente e intentó pensar de forma racional. Asintió de
forma decidida.
—Tienes que vender la tierra.
Su madre tenía la cara demacrada y los ojos hundidos. Levantó una mano y
acarició la mejilla de su hija.
—Gracias por entenderlo. Ojalá tuviera otra opción, pero no la tengo. El señor
Barnes volverá por la mañana con más papeles para finalizar la compra. Hará las
gestiones necesarias lo antes posible y, con un poco de suerte, tendremos el dinero en
nuestra cuenta dentro de una semana.
—¿Una semana? —Todo iba muy deprisa.
Su madre asintió.
Laurel vaciló.
—Tu actitud mientras él estaba aquí me pareció extraña. Parecías contenta y

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asentías a todo lo que decía.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que era mi sonrisa de negocios. No quiero que nada estropee la
operación. El señor Barnes me ha ofrecido suficiente como para cubrir todas las
facturas, y todavía nos quedará algo de dinero. —Suspiró—. No sé qué sabe, pero
quiero vender mientras el precio sea alto.
—Pero has firmado todo lo que te ha puesto delante —continuó Laurel— sin
leerlo siquiera.
—Lo sé, pero es que no hay tiempo. Quiero aprovechar esta oferta mientras esté
encima de la mesa. Si vuelvo a dudar, puede que piense que somos unos indecisos y se
retire para siempre.
—Supongo que tienes razón, pero…
—Ya basta, Laurel, por favor. Ahora no puedo discutir contigo. —Le tomó la
mano—. Tienes que confiar en que hago las cosas lo mejor que puedo, ¿de acuerdo?
Ella asintió a regañadientes.
Su madre se levantó del suelo y se secó las lágrimas. Ayudó a Laurel a levantarse y
la abrazó.
—Saldremos de ésta. —Le prometió—. Pase lo que pase, lo conseguiremos.
Cuando entraron en la habitación de nuevo, Laurel posó la mirada en la silla
donde se había sentado el señor Barnes. No era propio de ella que alguien a quien no
conocía le cayera tan mal. Sin embargo, la idea de sentarse en la misma silla que él le
ponía los pelos de punta. Se acercó a la mesa y vio su tarjeta de visita.
«JEREMIAH BARNES, AGENTE INMOBILIARIO.»
Debajo, había una dirección. Parecía auténtica, pero Laurel no se quedó satisfecha.
Se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero de los vaqueros y se acercó a David.
—¿Tienes hambre? —le preguntó mirándolo fijamente.
Él no captó su intención.
—No mucha.
Ella se le acercó más y lo agarró por la camisa.
—Mamá, me llevo a David y le invitaré a cenar. Volveremos dentro de un par de
horas.
Su madre levantó la cabeza, un poco sorprendida.
—Son más de las nueve.
—David tiene hambre.
—Mucha —terció él sonriendo.
—Y me ha traído en coche un día entre semana —añadió Laurel.
Su madre los miró con recelo y luego se volvió hacia su marido, que estaba
dormido.

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—No os recomiendo la comida del restaurante del hospital —les advirtió.

—Repíteme por qué estamos haciendo esto —dijo David después de llevar casi una
hora intentando encontrar la parte de la ciudad que buscaban.
—David, hay algo raro en ese tío. Lo noto.
—Vale, pero ¿ir a su despacho y espiar por la ventana…? Me parece demasiado.
—Bueno, ¿y qué esperas que haga? ¿Llamarle y preguntarle por qué me pone los
pelos de punta? Sí, seguro que funciona —farfulló.
—¿Y qué dirás a la policía cuando nos detengan? —le preguntó él con sarcasmo.
—Venga ya… Es de noche. Sólo vamos a rodear la oficina, a mirar por la ventana y
a asegurarnos de que todo parece legal —hizo una pausa—. Y si resulta que se han
dejado la ventana abierta, bueno…, no será culpa mía.
—Estás chalada.
—Quizá, pero has venido conmigo.
Él puso los ojos en blanco.
—Esto es Sea Cliff —dijo Laurel de repente—. Apaga las luces.
David suspiró, pero aparcó el coche y apagó las luces. Con sigilo se acercaron al
final de la calle sin salida y se detuvieron frente a una vieja casa que parecía de
principios del siglo pasado.
—Es ésta —susurró Laurel mientras comprobaba que los números de la tarjeta de
visita y los de la entrada de la casa coincidían.
David contempló la imponente construcción.
—No se parece a las agencias inmobiliarias que había visto antes. Da la sensación
de estar abandonada.
—Entonces, menos opciones de que nos vean. Vamos.
David se abrochó la chaqueta mientras avanzaban por el lateral de la casa y
empezaban a mirar por las ventanas. Era de noche y había luna nueva, pero Laurel se
sentía demasiado expuesta con la camiseta de color azul claro. Ojalá no se hubiera
dejado la chaqueta negra en el coche, pero si iba a buscarla, quizá no tuviera el valor
de volver.
La casa era enorme y amplia, con algunos añadidos recientes al edificio principal,
que parecían apéndices colocados al azar. Laurel y David se asomaron a varias
ventanas y vieron siluetas oscuras y voluminosas.
—Muebles viejos —dijo él, pero el resto de la casa estaba vacía—. Es imposible que
Barnes lleve un negocio desde aquí. ¿Por qué iba a poner esta dirección en la tarjeta?
—Porque esconde algo —susurró la chica—. Lo sabía.
—Laurel, ¿no crees que nos hemos precipitado un poco? Deberíamos volver al

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hospital y llamar a la policía.
—¿Y qué vamos a decirles? ¿Que un agente inmobiliario tiene una dirección falsa
en su tarjeta? Eso no es ningún crimen.
—Pues se lo decimos a tu madre.
Laurel meneó la cabeza.
—Está desesperada por vender. Ya la has visto con Barnes. Era como si la tuviera
hechizada. Sólo sonreía y asentía a todo lo que él decía. Nunca la había visto así. Y
todo eso que ha firmado, ¡a saber lo que es! —Se asomó por la esquina de un añadido
especialmente anguloso y agitó la mano hacia David—. Veo una luz.
Él se colocó de cuclillas a su lado. Era cierto, cerca de la parte trasera de la casa
había una pequeña ventana iluminada. Laurel se estremeció.
—¿Tienes frío?
Ella meneó la cabeza.
—Estoy nerviosa.
—¿Has cambiado de opinión?
—Ni loca.
Empezó a avanzar a cuatro patas, intentando esquivar las ramas largas y la basura
que invadían el jardín. La ventana estaba lo suficientemente baja como para poder
asomarse estando de rodillas en el suelo, y Laurel y David se colocaron cada uno a un
lado. Había cortinas, pero estaban corridas y se podía ver el interior. Oían voces y
movimientos, pero con las ventanas cerradas no entendían nada. Laurel respiró hondo
varias veces para calmarse y luego volvió la cabeza y se asomó.
Vio a Jeremiah Barnes casi de inmediato, con su imponente silueta y su extraña
cara. Estaba sentado en la mesa, redactando unos papeles que ella supuso que eran los
que le haría firmar a su madre por la mañana. Había dos hombres más, que estaban
lanzando dardos contra la pared. Si Barnes era poco agraciado, esos dos eran
directamente grotescos. La piel de la cara les colgaba, como si no estuviera bien sujeta,
y hacían unas muecas extrañas con la boca. La cara de uno de ellos era un laberinto
de cicatrices y manchas descoloridas e, incluso desde la distancia, Laurel vio que tenía
un ojo casi blanco y el otro casi negro. El otro hombre tenía el pelo rojo, y no le crecía
de forma uniforme, algo que no podía ocultar ni siquiera con el sombrero.
—Laurel —David le estaba haciendo gestos con la mano para que se acercara a su
lado de la ventana. Ella pasó por debajo del alféizar y se asomó desde ese ángulo—.
¿Qué narices es eso?
Encadenado al otro lado de la habitación, había algo que parecía mitad humano,
mitad animal. Su cara era un conjunto de bultos de carne casi unidos al azar. Unos
enormes y torcidos dientes asomaban entre los labios y nacían en una mandíbula
deforme que estaba coronada por una monstruosidad bulbosa que debía de ser la

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nariz. Apenas era humanoide y Laurel vio pedazos de ropa colgando de los hombros y
del abdomen. Sin embargo, llevaba un collar al cuello, lo que le confería un aspecto de
extraña criatura doméstica. Aquella cosa estaba tendida en una manta sucia,
aparentemente dormida.
Laurel clavó las uñas en el alféizar de la ventana mientras observaba a aquel
extraño ser. Respiraba de forma entrecortada y, por algún motivo, no podía apartar la
mirada. Justo cuando creía que podría reunir las fuerzas para volver la cabeza, un ojo
azul se abrió y la miró fijamente.

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19

Laurel se apartó de la ventana.


—Esa cosa me ha mirado.
—¿Crees que te ha visto?
—No lo sé. Pero tenemos que irnos. ¡Ahora! —Oyó unos ruidos guturales
procedentes del interior de la casa y notó como si tuviera las rodillas pegadas al suelo.
Los dos hombres gritaron a la criatura que se callara, pero Barnes los silenció con
una palabra que Laurel no reconoció. A continuación, oyeron una voz suave y, a los
pocos segundos, el aullido de la criatura se extinguió.
Laurel se acercó a la ventana, pero notó que alguien la tiraba de la camiseta. Se
volvió.
David meneó la cabeza y señaló el coche.
Ella hizo una pausa, pero todavía no estaba satisfecha. Levantó un dedo hacia él y
se asomó una última vez a la ventana.
Su mirada se encontró con los extraños ojos de Jeremiah Barnes.
—¡Corre! —le dijo a David, y se dirigió hacia la parte delantera de la casa.
Sin embargo, antes de que pudiera dar dos pasos, oyó cómo el cristal se rompía y
notó que una enorme mano la agarraba por el cuello y la metía en la asquerosa
habitación por la ventana. Unos ásperos dedos le rascaban la garganta mientras notaba
cómo el marco de madera se rompía contra su espalda.
Y luego, voló. Gritó un segundo antes de golpear contra la pared del otro lado de
la habitación. La cabeza le daba vueltas. A lo lejos, oyó un gemido de David, cuando
golpeó la pared a su lado. Laurel intentó concentrarse mientras la habitación parecía
no dejar de moverse. David alargó el brazo y la atrajo hacia él, y ella notó cómo un
hilo de sangre le caía en el brazo.
Al final, la habitación dejó de dar vueltas y miró la burlona cara de Barnes.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó con una sonrisa cruel—. La hija de Sarah. Por
hoy, ya había tenido suficiente de ti.
Laurel abrió la boca para responderle, pero David le apretó el brazo. Notó cómo le
salía un líquido espeso de la herida que tenía en la espalda y se preguntó si el golpe
con el marco de la ventana habría sido grave.
—Buena chica, Bess —dijo Barnes acariciando la cabeza medio calva de aquel
extraño animal. Luego se sentó en un sofá al lado de Laurel y David—. ¿Qué hacéis

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aquí? —preguntó en voz baja, pero firme.
Laurel notó que la boca se le abría sola.
—Queríamos… Queríamos saber por qué…, por qué… —pero entonces consiguió
hacer acopio de fuerza, cerró la boca y miró a Barnes.
—Sabíamos que había algo raro —dijo David—. Hemos venido a ver qué
encontrábamos.
Laurel se volvió hacia él con los ojos casi fuera de las órbitas. El chico estaba
mirando al frente con una mirada ligeramente aturdida, como la que Laurel había
visto en los ojos de su madre hacía una hora.
—¡David! —dijo entre dientes.
—¿Y qué pensabais hacer si encontrabais algo? —preguntó Barnes con aquella voz
casi sedante.
—Obtener pruebas y llevarlas a la policía.
—¡David! —gritó ella, pero él pareció no oírla.
—¿Por qué estáis tan preocupados? —preguntó Barnes.
David abrió la boca para responder, pero sabía demasiados secretos como para
dejarle hablar. Laurel cerró los ojos y le propinó una buena bofetada.
—¡Joder! ¡Ay! ¡Laurel! —David se cubrió la mejilla y se frotó la mandíbula.
Ella respiró aliviada y le apretó la mano. Él no entendía nada.
—Ya he oído suficiente —dijo Barnes, y se levantó.
El hombre del pelo rojo sonrió; una siniestra caricatura de una sonrisa de verdad
que estremeció a Laurel y la hizo acurrucarse contra el pecho de David.
—Rompámosles las piernas. Un poco de ejercicio no me vendría mal.
Laurel notó cómo David se tensaba y su respiración se aceleraba.
Barnes meneó la cabeza.
—Aquí no; esta dirección aparece en mi tarjeta. Además, ya he tenido que limpiar
suficiente sangre. —Se agachó frente a los chicos y los miró, primero a uno y después
al otro—. ¿Os gusta nadar?
Laurel entrecerró los ojos y lo miró fijamente, pero David la sujetó.
—Me parece que un baño en el Chetco sería de lo más… refrescante esta noche.
—Barnes agarró a David por los hombros y lo levantó—. Cacheadlo. —Los dos
hombres sonrieron y empezaron a vaciarle los bolsillos: cartera, llaves y un paquete de
chicles. Barnes cogió las llaves, se las lanzó al de la cara cicatrizada y metió la cartera y
los chicles en los bolsillos de David—. Así, la policía podrá identificaros cuando
encuentre vuestros cuerpos en primavera —dijo chasqueando la lengua.
Como David ya no la sujetaba, Laurel se abalanzó sobre Barnes e intentó arañarle
la cara, los ojos, lo que fuera. El tipo lanzó a David a sus ayudantes y la agarró por los
brazos, retorciéndoselos en la espalda hasta que ella gritó de dolor. Le acercó la boca a

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la oreja y le acarició la cara. Ella no podía apartarse.
—Estate quieta —le susurró—, porque, si no —continuó en el mismo tono suave
—, te arrancaré los brazos.
David estaba peleándose con sus captores, gritando e intentando ayudarla, pero no
podía hacer mucho más que ella.
—¡Cállate! —gritó Barnes. Su voz resonó en toda la habitación.
David cerró la boca.
—Coged el coche —ordenó Barnes a los hombres—. Pasáis Azalea y los tiráis al
río. Y no os olvidéis de ponerles un peso —añadió con cinismo—. Aseguraos de que
ésta —dijo señalando a Laurel— no aparezca antes de que su madre firme los papeles
mañana. —Se rió—. La primavera sería lo ideal, pero con tal de que no den con ellos
mañana, me da igual cuándo los encuentren. Y dejad el coche allí arriba. No en el
aparcamiento, sino junto a algún camino. No quiero el vehículo de un adolescente
desaparecido delante de mi oficina. —Los miró de reojo—. Y volved a pie. Os irá bien.
—No se saldrá con la suya —murmuró Laurel apretando los dientes.
Pero Barnes se rió. Le soltó el brazo y miró la mancha roja que tenía en la mano, la
sangre de David.
—Una pena —dijo limpiándose con un pañuelo blanco—. Lleváoslos.

Los hombres los ataron juntos y los metieron en el asiento trasero del Honda Civic de
David.
—Ahora podéis gritar tanto como queráis —les dijo el del pelo rojo con una
sonrisa—. Nadie os oirá.
De camino a la montaña, las farolas iluminaban brevemente el interior del coche
lo suficiente para que Laurel viera la cara de David. Tenía la mandíbula tensa y estaba
tan asustado como ella, pero tampoco gritaba.
—Es fantástico volver a hacer esto, ¿no? —dijo el de las cicatrices, hablando en voz
alta por primera vez. A diferencia de su compañero, éste tenía una voz grave y
agradable, la típica voz del héroe de las películas en blanco y negro, una voz que no
encajaba con aquella cara ruda y desfigurada.
—Sí —respondió el del pelo rojo riéndose; era una risa que a Laurel le provocó
arcadas—. Estaba harto de estar sentado en aquella habitación esperando a que pasara
algo.
—Somos los mejores, pero Barnes nos trata como a una mierda. Sólo nos encarga
que nos ocupemos de críos. ¡Críos!
—Sí. —Permanecieron en silencio unos segundos—. Deberíamos descuartizarlos,
en lugar de tirarlos al río. Eso te haría sentir mejor, ¿eh?

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El chasquido de la lengua de aquella voz de héroe de película llenó el coche, a
pesar de no ser más que un susurro. Laurel se estremeció.
—Me encantaría. —Se volvió para mirarla a ella y a David con una sonrisa tan
relajada que aterraba. Después suspiró y volvió a mirar la carretera—. Pero no pueden
encontrarlos hasta dentro de unos días. Es difícil esconder un cuerpo descuartizado,
incluso en el río. —Hizo una pausa—. Será mejor que sigamos las órdenes.
—¿Laurel?
El susurro de David la distrajo un segundo, y ella lo agradeció.
—¿Qué?
—Siento no haberte creído en lo de Barnes.
—Tranquilo.
—Ya, pero debería haber confiado en ti. Ojalá… —dejó la frase en el aire unos
segundos—. Ojalá hubiéramos podido…
—Ni te atrevas a despedirte de mí, David Lawson —susurró ella con toda la calma
que podía reunir—. Esto todavía no ha terminado.
—¿Ah, no? —preguntó él sorprendido—. ¿Y qué sugieres?
—Ya se nos ocurrirá algo —susurró ella mientras oían el tictac del intermitente y
notaban cómo el coche reducía velocidad. El vehículo circulaba por un camino de
tierra y dejaron atrás las luces de la ciudad. Avanzaron unos minutos por una pista
llena de baches, hasta que se detuvieron y aquellos hombres abrieron las puertas.
—Ha llegado vuestra hora —les anunció impasible el de las cicatrices.
—No tenéis que hacerlo —protestó David—. No diremos nada. Nadie…
—Chisss —dijo el del pelo rojo, tapándole la boca—. Escucha. ¿Oyes eso?
Laurel se quedó quieta. Oyó unos pájaros y unos grillos, pero, por encima de todo,
oyó el rugir distante del río Chetco.
—Es el sonido de vuestro futuro, que espera para llevaros muy lejos. Vamos —
ordenó, irguiendo a David con brusquedad—. Tenéis una cita y no queremos que
lleguéis tarde.
Empujaron a sus cautivos por el camino oscuro mientras uno de los hombres
cantaba a grito pelado y desafinando mucho:
—Oh, Shenandoah, anhelo verte. Río cuyas aguas se alejan.
Laurel hizo una mueca cuando se golpeó con una piedra el dedo gordo del pie.
Era la primera vez en su vida que deseó haberse puesto zapatos cerrados, en lugar de
chanclas.
Al cabo de un rato llegaron a un claro y vieron el río. Laurel contuvo la respiración
cuando se fijó en la espuma que formaban los rápidos del agua. El de las cicatrices la
tiró al suelo.
—Siéntate ahí —le dijo—. Volveremos enseguida.

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Al no poder usar las manos para frenar la caída, aterrizó sobre el estómago y la
mejilla le quedó pegada a un charco de barro húmedo. Al cabo de poco, David se
unió a ella y, por fin, fueron conscientes de la gravedad de su situación. Ella se sentía
responsable, pero ¿cómo te disculpas con alguien a quien van a matar por tu culpa?
—No pensaba que las cosas terminarían así —murmuró David.
—Yo tampoco —dijo Laurel—. Muertos a manos de… ¿Qué crees que son? No…
creo que sean humanos. Ninguno. Quizá ni siquiera Barnes.
Él suspiró.
—Nunca había sido tan reacio a admitir que creo que tienes razón.
Permanecieron callados un rato.
—¿Cuánto crees que tardaremos? —preguntó Laurel con la mirada fija en los
espumosos rápidos.
David meneó la cabeza.
—No lo sé. ¿Cuánto tiempo puedes aguantar la respiración? —Se rió taciturno—.
Supongo que aguantarás más que yo. —Laurel tardó dos segundos en entenderlo.
—¡David! —Una pequeña esperanza despertó en su cabeza—. ¿Recuerdas mi
experimento? ¿El que hicimos en tu casa, en la cocina? —Oyó las voces de los dos
hombres que se acercaban—. Tú respira hondo y coge mucho aire —le susurró.
Los dos individuos aparecieron con una enorme piedra cada uno y cantando una
canción que Laurel no reconoció. Notó cómo el de las cicatrices le ataba más cuerda
alrededor de las manos y comprobaba el peso de la roca, que era del tamaño de una
pelota de playa.
Unos minutos después, David se vio en la misma posición.
—¿Preparado? —preguntó el de las cicatrices a su compañero.
Laurel miró el río. Estaban a unos treinta metros de él; ¿qué esperaban que
hicieran? ¿Andar? Como si hubiera oído su pregunta, el de las cicatrices la agarró a
ella con una mano y cogió la roca con la otra, como si ninguna de las dos cosas pesara
más de medio kilo. El del pelo rojo hizo lo mismo con David. Antes de que la mente
de Laurel pudiera acostumbrarse a aquella situación, el hombre la lanzó al agua. El
aire frío le acarició la cara y ella gritó mientras volaba, más allá del centro de la
corriente del río. Apenas consiguió coger un poco de aire antes de que la piedra se
hundiera y la arrastrara con ella.
El agua le clavaba cientos de agujas heladas en la piel mientras la oscuridad se
cernía sobre ella. Abrió los ojos e intentó estar atenta al ruido de David al caer al agua.
La roca del chico le pasó cerca y casi le golpea la cabeza en su camino hacia el fondo
del río. Ella entrelazó las piernas alrededor del pecho de su amigo cuando lo tuvo
delante. La roca le tiraba de los brazos, pero apretó fuerte las piernas. Ojalá hubiera
cogido mucho aire.

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A los pocos segundos, las dos rocas tocaron el fondo del río con un golpe seco.
Laurel miró hacia la superficie, pero no veía ni un hilo de claridad. Sólo podía adivinar
la piel pálida de David delante de ella, pero no sabía si estaba consciente. Acercó la
cara al chico, buscando su boca. El alivio se apoderó de ella cuando notó que él
también la estaba buscando. Sus bocas se encontraron y Laurel se concentró en sellar
sus labios antes de soltarle aire en la boca. Él contuvo la respiración unos segundos y
luego se lo devolvió. Con la esperanza de que entendiera lo que estaba haciendo,
Laurel se separó y empezó a agitar los brazos para comprobar la fuerza de los nudos.
El agua estaba congelada, así sabía que tenía que actuar sin pérdida de tiempo.
Primero, tenía que colocarse los brazos delante del cuerpo, porque, si no lo hacía, no
conseguiría nada; si no podía utilizar las manos, quizá ni siquiera podría volver a
acercarse a David para darle más aire. Echó el cuerpo hacia delante e intentó deslizar
los brazos hacia abajo, para poder pasarlos por debajo de los pies, pero su espalda se
negaba a arquearse tanto. Notó que la piel de las muñecas se desgarraba al hacer un
poco más de fuerza, pero sabía que David no aguantaría mucho más sin aire. La
espalda le dolió horrores cuando la obligó a doblarse un poco más, y luego otro poco
más.
Su cuerpo se reveló, pero, al final, consiguió llegar a la altura de las rodillas y pasó
los pies entre los brazos. Entonces empezó a patalear para llegar hasta David cuanto
antes. Le pasó los brazos por encima de la cabeza y pegó su boca a la suya. Respiraron
varias veces mientras ella decidía qué podía hacer a continuación. Soltó todo el aire en
los pulmones de David y volvió a separarse. Se agarró a la cuerda que la ataba a la
roca, descendió y, cuando llegó abajo, buscó un canto afilado.
Sin embargo, el río era demasiado rápido. Cualquier cosa que hubiera podido ser
afilada se había redondeado con el poder de la erosión del agua. Volvió a subir para
darle más aire a David antes de descender de nuevo, esta vez siguiendo la cuerda de
su amigo. Se propuso deshacer el nudo de la cuerda que la ataba a la roca y, al final,
pudo liberar un cabo.
Tras varios intentos, volvió a subir para darle más aire. Él trataba de pasar los
brazos hacia delante, igual que había hecho ella, pero no era tan flexible y no estaba
haciendo grandes progresos. Después de una última y profunda respiración, él siguió
intentando pasar los brazos, pero no parecía que fuera a conseguirlo. Laurel apretó los
dientes; tendría que hacerlo sola. Volvió a descender por la cuerda hasta el nudo de la
roca de David.
Tuvo que proporcionarle aire a David tres veces más hasta conseguir soltar
totalmente el nudo. Sin embargo, la cuerda estaba atrapada debajo de la enorme roca.
Apoyó los pies en el lecho del río e intentó empujarla, para liberar el último trozo de
cuerda. Le resbalaron los pies y perdió la única chancla que había sobrevivido al

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hundimiento. Buscó con los pies un apoyo más seguro y lo encontró, y entonces
empujó la roca con todas sus fuerzas para intentar hacerla rodar. Notó que se
empezaba a mover y empujó con más fuerza. De repente, la roca se movió y Laurel
resbaló. La corriente la arrastró, pero la cuerda atada a su roca la frenó en seco.
La silueta pálida de David pasó por encima de ella, a merced de la corriente y lejos
de su alcance, sin que Laurel pudiera hacer nada por sujetarlo. En menos de un
segundo, ya lo había perdido de vista y la única señal de su presencia era un rastro de
burbujas en el agua.
David había desaparecido y ella se sentía como una imbécil. Debería haberlo
planeado mejor. Mientras miraba hacia la oscuridad, asustada, sólo podía pensar en
que hacía bastante rato desde que habían respirado por última vez.
Le entró el pánico, pero hizo un esfuerzo para que no se apoderara de ella.
Empezaba a notar en el pecho la ausencia de aire, pero era lo menos incómodo de
todo lo que estaba sintiendo en esos momentos. Le dolían los pies después de haber
empujado la roca de David y las cuerdas le habían desgarrado la piel de las muñecas
mientras las sujetaba para impedir que se la llevara la corriente.
Cerró los ojos y, durante un segundo, pensó en sus padres y recuperó la calma. No
iba a permitir que su madre perdiera a toda su familia. Poco a poco, fue agarrándose a
la cuerda y avanzando hacia la roca. Con David había funcionado y, seguramente, era
su mejor opción. Tenía tanto frío que los dedos estaban entumecidos y el de las
cicatrices había atado mejor la cuerda que su compañero. Los nudos tardaron más en
ceder, y cuando los hubo desatado, su pecho pedía aire con una agonía que jamás
había sentido.
Y todavía quedaba lo peor.
Encontró un buen anclaje para el pie y empujó la roca mientras rezaba para que se
moviera con relativa facilidad.
No rodó ni un centímetro.
Maldijo mentalmente e, incluso en el agua, las lágrimas consiguieron asomar entre
los párpados. Invirtió unos segundos en apartar algunas piedras pequeñas que había
frente a la roca y volvió a clavar los doloridos y cansados pies en el suelo. Empujó con
todas sus fuerzas y, a medida que la oscuridad se iba apoderando de su visión, la roca
empezó a moverse. Laurel cambió las manos de posición y volvió a empujar, soltando
todo el aire que le quedaba para moverla otro centímetro más. Y otro, y otro…, uno
más.
Y, de repente, se vio arrastrada por el agua como una muñeca de trapo,
absolutamente desorientada. Empezó a patalear histérica, intentando encontrar algún
tipo de apoyo en el fangoso lecho del río. Se golpeó contra una roca, y entonces dobló
las piernas y se impulsó con las pocas fuerzas que le quedaban. Cuando creía que no

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podría aguantar ni un segundo más, sacó la cabeza a la superficie y pudo respirar. La
corriente seguía arrastrándola y, a pesar de que intentaba ir hacia la orilla, no era
capaz de conseguirlo. Sus pies tocaron el fondo e intentó levantarse, pero las piernas
no la obedecían. La fuerza del agua la arrastró más abajo y trató de aferrarse a las
rocas con los brazos y las piernas mientras intentaba recuperar el control.
Y entonces notó que algo la agarraba por la cabeza, hundiéndola unos segundos.
Laurel gimió, porque sabía que los dos matones la habían encontrado y que ahora
estaban dispuestos a terminar lo que habían empezado. Sin embargo, notó que la
agarraban por la cintura y la sacaban del agua. Lejos de las despiadadas rocas.
—Te tengo —dijo David en su oído por encima del ruido de la corriente. La tenía
agarrada por la cintura con las manos todavía atadas y avanzó con gran dificultad
hacia la orilla. La sacó del agua y la dejó en una zona de juncos antes de dejarse caer
en el suelo. Le castañeaban los dientes junto al oído de Laurel, los dos allí tendidos,
intentando respirar—. Gracias, Señor —suspiró el chico, desmadejado sobre el suelo.

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20

Ninguno de los dos pudo moverse durante varios minutos. David estaba temblando
cuando sacó los brazos de alrededor de Laurel.
—Pensaba que nunca más volvería a verte —dijo el chico—. Has estado ahí abajo
quince minutos, contando a partir de cuando he podido pasar los brazos por debajo
de las piernas y he mirado el reloj.
«¡Quince minutos!» Laurel comprendió que había hecho bien en haber soltado a
David primero. Él habría estado muerto al cabo de cinco.
—¿Cómo has llegado a la orilla?
David sonrió.
—Es que soy muy testarudo. No estaba convencido de poder conseguirlo. Pero no
dejé de patalear y respirar cuando podía y, al final, llegué a aguas menos profundas.
—Se acercó a ella hasta que sus hombros se tocaron—. No tenía ni idea de dónde
estabas. Ni siquiera podría haber encontrado dónde estabas atada, porque el río estaba
muy oscuro. Así que he empezado a caminar por la orilla buscando alguna señal.
—¿Y si esos dos te hubieran encontrado? —le recriminó Laurel.
—Era un riesgo que estaba dispuesto a correr —dijo David en voz baja. Un
violento escalofrío lo sacudió de arriba abajo y, muy despacio, Laurel se levantó.
—Tienes que entrar en calor —dijo—. Estás expuesto a una hipotermia después de
haber estado en esa agua tan fría.
—¿Y tú? Has estado ahí debajo mucho más tiempo que yo.
Laurel meneó la cabeza.
—Yo no soy de sangre caliente, ¿recuerdas? Venga, vamos a buscar algo afilado
para cortar la cuerda —se agachó y empezó a palpar el suelo.
—No —dijo David—. Volvamos al coche. Tengo una navaja. Ganaremos tiempos.
—¿Crees que podremos encontrarlo?
—Será mejor que sí, porque, si no, nos habremos salvado para nada.
Caminaron corriente arriba varios minutos antes de empezar a reconocer el
paisaje.
—Allí —dijo Laurel señalando el suelo. Vio su chancla blanca en la orilla, junto al
agua—. He debido de perderla cuando el de la cicatriz me levantó para tirarme al
agua.
David vaciló, sin apartar la vista de la chancla.

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—¿Cómo lo han hecho, Laurel? ¡Me ha cogido con una sola mano!
Ella asintió.
—A mí también. —Y no quería decirle lo mucho que pesaban las dos rocas—. El
coche debería estar por aquí —dijo moviendo la cabeza. Quería dejar atrás el río y no
volver nunca más.
—¿La quieres? —preguntó David mientras se agachaba a recoger la chancla.
A Laurel se le revolvió el estómago sólo de verla. Le dolían los pies, pero no podría
soportar volver a ponérsela.
—No —respondió con firmeza—. Tírala al agua.
Sin luna que los guiara, avanzaron muy despacio por el camino. Tuvieron que
retroceder dos veces, pero, en menos de media hora, David se arrodilló junto a su
coche y buscó el duplicado de la llave que guardaba en el hueco de la rueda.
—Le dije a mi madre que era una estupidez —dijo, con los dientes castañeteando
otra vez—. Pero me respondió que algún día le daría las gracias por haberla guardado
aquí. —Cogió la llave y la sujetó con los temblorosos dedos—. No creo que se refiriera
exactamente a esto. —La introdujo en el cerrojo del maletero y los dos suspiraron
aliviados cuando vieron que éste se abría—. Cuando llegue a casa, le compraré un
ramo de flores —prometió—. Y una caja de bombones.
David rebuscó con torpeza en su equipo de supervivencia y sacó una navaja suiza.
Tardó varios minutos en cortar las gruesas cuerdas, pero era un millón de veces mejor
que intentar hacerlo con una piedra. Encendió el motor y puso en marcha la
calefacción mientras se sentaban en los asientos delanteros, con las manos frente a los
ventiladores, e intentaban secarse la ropa.
—Deberías quitarte la camiseta y ponerte mi chaqueta —dijo Laurel—. No es
mucho, pero al menos está seca.
David meneó la cabeza.
—No puedo; la necesitas.
—Mi cuerpo se adapta a la temperatura ambiente; siempre lo ha hecho. El que
necesita entrar en calor eres tú.
Vio reflejada en la cara de David la lucha interna entre sus ideales caballerescos y
su necesidad imperiosa de calentarse.
Laurel se volvió y cogió la chaqueta.
—Póntela —le ordenó.
Él dudó, pero, al cabo de unos segundos, se quitó la camiseta mojada y se puso la
chaqueta.
—¿Podrás conducir?
David se sonó la nariz.
—Al menos, hasta una comisaría. ¿Te vale?

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Laurel detuvo la mano de David, que estaba a punto de poner el coche en marcha.
—No podemos ir a la policía.
—¿Por qué no? ¡Dos hombres han intentado matarnos! Confía en mí, la policía
está para eso.
—Esto es algo que supera a la policía, David. ¿Acaso has olvidado cómo esos dos
tipos nos han tirado al agua como si no pesáramos nada? ¿Qué crees que le harían a
una pareja de policías?
Él no dijo nada.
—No son humanos, David. Y si un humano intenta detenerlos, acabará muy mal.
—¿Y qué hacemos? —preguntó el chico agitado—. ¿Ignorarlos y volver a casa con
el rabo entre las piernas?
—No —contestó ella sin perder la calma—. Iremos a buscar a Tamani.

Unas lágrimas de alivio le ofuscaron la vista cuando cruzó la línea de árboles y se dejó
envolver por la sensación familiar del bosque. Se apartó el pelo enmarañado de la cara
e intentó peinárselo con los dedos, sin demasiado éxito, mientras avanzaba por el
camino que llevaba hasta el riachuelo. Estaba tan agotada que casi no podía ni andar,
y encima tenía los pies magullados.
—¿Tamani? —dijo en voz baja, pero, en la silenciosa y oscura noche, pareció un
grito—. ¿Tamani? Necesito ayuda.
El duende se colocó a su lado con tanto sigilo que ella no lo vio hasta que dijo:
—¿El chico del coche es David?
Ella se detuvo y lo miró fijamente. Esa noche, no llevaba la armadura, sino una
camiseta negra de manga larga y pantalones ajustados que se confundían
perfectamente con las sombras. La noche era tan oscura que sólo podía distinguir la
silueta de la cara, con los delicados y atractivos ángulos. Quería lanzarse a sus brazos,
pero se contuvo.
—Sí, es David.
Él la estaba mirando con dulzura, pero también con firmeza.
—¿Por qué lo has traído?
—No tenía otra opción.
Él arqueó una ceja.
—Al menos le has dicho que se quedara en el coche.
—Tamani, hago lo que puedo, pero era mi única opción para venir esta noche.
Él suspiró y miró hacia donde Laurel había dejado a David en el coche.
—Tengo que admitir que me alegro de que hayas venido. Sin embargo, esta noche
el bosque está lleno de hadas y duendes; no es un buen momento.

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—¿Por qué han venido?
—Ha habido mucha… actividad del enemigo en esta zona últimamente. No
estamos seguros de por qué. Es todo lo que puedo decirte. —Lanzó una mirada de
reojo hacia el camino—. Adentrémonos un poco más. —La tomó de la mano y
avanzaron por el bosque.
El siguiente paso que dio le provocó un intenso dolor en el pie.
—Para, por favor —suplicó con voz ahogada; esa noche ya le daba igual hacer el
ridículo. Cuando Tamani se detuvo y se volvió, ella se echó a llorar.
—¿Qué te pasa?
Sin embargo, ahora que las lágrimas habían empezado, Laurel no podía detenerlas.
El pánico y el terror de la noche se apoderaron de ella, como había hecho la corriente
del río, y le costaba respirar.
Tamani la abrazó y ella notó su cálido pecho a pesar del frío que hacía. Le acarició
la espalda hasta que tocó el corte que se había hecho con el cristal de la ventana y ella
no pudo reprimir un gemido.
—¿Qué te ha pasado? —le susurró el duende al oído mientras le echaba el pelo
hacia atrás.
Laurel se aferró a su camisa intentando mantener el equilibrio. Tamani se agachó,
la levantó en brazos y la pegó a su pecho. Ella cerró los ojos, hipnotizada por la
elegante cadencia de sus pies, que parecía que nunca hacían ruido. Caminó varios
minutos por el bosque, hasta que la dejó en una zona de hierba blanda.
Laurel vio una chispa y Tamani encendió lo que parecía una esfera de cobre del
tamaño de una pelota de softball. La luz se filtró por cientos de pequeños agujeros y
llenó el claro con un delicado brillo. Tamani se quitó la bolsa que llevaba a la espalda
y se arrodilló junto a Laurel. Sin decir nada, le colocó el dedo debajo de la barbilla y le
volvió la cara hacia un lado y luego hacia el otro. Después pasó a los brazos y las
piernas, murmurando a medida que iba localizando arañazos y abrasiones. Levantó
los pies de la muchacha y los colocó en el regazo. Laurel reconoció el olor a lavanda y
a ylang-ylang cuando le embadurnaba las plantas con una pomada cálida. Durante un
minuto, le picó y casi le quemó, pero luego se enfrió y alivió el dolor.
—¿Estás herida en algún otro sitio? —preguntó Tamani después de tratarle todas
las heridas que había encontrado.
—En la espalda —respondió Laurel, volviéndose de lado y levantándose la camisa.
Tamani silbó.
—Ésta es más grave. Tendré que vendarla.
—¿Me dolerá? —preguntó ella, que notó que la calidez de la esfera la iba
envolviendo.
—No, pero tendrás que extremar las precauciones durante unos días, mientras la

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herida se cierra.
Laurel asintió y apoyó la mejilla en el brazo.
—¿Dónde te has hecho todo esto? —le preguntó al tiempo que sus delicados
dedos le curaban el corte—. Las hadas no suelen ser torpes.
Laurel notó que le costaba mover la lengua pesada mientras intentaba explicárselo.
—Han intentado matarnos. A David y a mí.
—¿Quién? —lo preguntó en voz baja, pero Laurel advirtió su preocupación.
—No lo sé. Seres feos e inhumanos. Los hombres que han convencido a mi madre
para que les vendiera la tierra.
—¿Feos?
Laurel asintió. Cerró los ojos y le explicó lo de su padre y lo de Jeremiah Barnes,
aunque empezaba a arrastrar las palabras.
—¿Una toxina? —insistió Tamani, al ver que le empezaban a pesar los párpados y
que su voz estaba cada vez más lejos.
—Se supone que tienen que firmar los papeles mañana —dijo Laurel, obligándose
a transmitir el mensaje más importante mientras la piel le escocía ligeramente, como si
estuviera tendida bajo el intenso sol de mediodía.
Al cabo de unos segundos, un brazo la rodeó por los hombros y Laurel se aferró a
él mientras Tamani apoyaba la mejilla en su pelo.
—David… Me está esperando…
—No te preocupes —la tranquilizó él al tiempo que le acariciaba el brazo—. Él
también duerme. Shar se asegurará de que está a salvo. Los dos necesitáis descansar.
Y Laurel sólo pudo asentir y dejarse caer contra el pecho del duende mientras
apartaba todo lo demás de su mente.

Cuando Laurel se estiró y desperezó, notó que unos delicados dedos le acariciaban el
pelo. Abrió los ojos y vio a Tamani.
—Buenos días —dijo él con una delicada sonrisa mientras se sentaba junto a su
cabeza.
Ella sonrió, pero luego vio el cielo lleno de estrellas y la pequeña esfera colgada de
la rama de un árbol.
—¿Ya es de día?
Tamani se rió.
—Bueno, es muy temprano, pero sí.
—¿Has dormido?
Él negó con la cabeza.
—Tenía demasiadas cosas que hacer.

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—Pero…
—Estaré bien. He hecho cosas peores. —Dejó de sonreír—. Tenemos que irnos.
—¿Adónde? —preguntó ella mientras se incorporaba.
—A neutralizar a los troles antes de que acaben de matar a tu padre.
—¿Troles? —Laurel meneó la cabeza. Seguro que lo había entendido mal. Seguro
que se había levantado demasiado deprisa, nada más—. ¿Mi padre? ¿Puedes ayudar a
mi padre?
—No lo sé —admitió Tamani—, pero si no nos deshacemos antes de los troles,
dará igual. —Ladeó ligeramente la cabeza—. Sal, Shar. Sé que nos estás escuchando.
Un chico salió de detrás de un árbol que Laurel habría jurado que era demasiado
estrecho para que nadie se escondiera tras él. Tenía la misma mirada de seguridad en
sí mismo que Tamani y sus ojos eran verdes. También tenía las raíces del pelo verdes,
pero el resto del cabello era rubio y largo, y lo llevaba recogido para que no le
molestara. Shar tenía la misma perfección que Laurel todavía no estaba acostumbrada
a ver en Tamani; sin embargo, sus rasgos eran más duros y angulosos, mientras que la
cara de aquél era más dulce. También era más alto, casi tanto como David. Sus piernas
eran muy largas y esbeltas y los brazos y el pecho, muy fuertes.
—Laurel, Shar. Shar, Laurel —los presentó Tamani sin mirar al otro duende.
Ella lo miró fijamente, asombrada, pero Shar sólo inclinó la cabeza, se cruzó de
brazos y escuchó mientras se apoyaba en el árbol tras el cual acababa de aparecer.
—Debería haberme imaginado que los troles intentarían comprar la tierra. Las
criaturas que me describiste no pueden ser nada más. Tenemos que neutralizarlos
antes de que tu madre firme los papeles.
—¿Troles? ¿Troles de verdad? ¿En serio? ¿Por qué querrían… unos troles…
comprar esta tierra? ¿Porque vivís aquí?
Tamani miró de reojo por encima del hombro y luego se volvió hacia Laurel.
—No. La quieren porque la puerta está aquí.
—¿La puerta?
—Has ido demasiado lejos —gruñó Shar.
Tamani se giró hacia su compañero.
—¿Por qué? ¿No crees que ella, más que cualquier otra hada, tiene derecho a
saberlo?
—Es una decisión que no debes tomar tú. Lo estás convirtiendo en algo personal.
—Es que es algo personal —dijo Tamani con amargura en la voz—. Siempre ha
sido algo personal.
—Nos ceñiremos al plan —insistió el otro duende.
—Llevo doce años ciñéndome al plan, Shar. Pero tener a unos troles a punto de
apropiarse de esta tierra y deshacer todo lo que hemos construido tampoco forma

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parte del plan. —Hizo una pausa, sin dejar de mirar a su compañero—. Las cosas han
cambiado y ella necesita saber todo lo que está en juego.
—A la Reina no le hará ninguna gracia.
—La Reina se ha pasado gran parte de su reinado amargándome la existencia.
Quizá sea mejor que, por una vez, la corriente cambie de sentido.
—Confío en ti, Tamani, pero sabes que no puedo ocultar esto.
Los dos chicos se observaron durante un buen rato.
—Haz lo que debas —dijo Tamani, y se volvió hacia Laurel—. Una vez te dije que
protegía algo muy especial. No es algo que pueda mover, y por eso esta tierra es tan
importante. Es la puerta del reino. La única barrera antes de una de las puertas de
Ávalon.
—¿Ávalon? —repitió Laurel conteniendo la respiración.
Tamani asintió.
—En el mundo, hay cuatro puertas que llevan a Ávalon. Hace cientos de años,
estaban abiertas. Seguían siendo secretas y los que sabían de su existencia las
vigilaban, pero el problema es que había demasiada gente que sabía de su existencia.
Desde el principio de los tiempos, los troles han intentado apoderarse de Ávalon. Es
un lugar de la tierra tan perfecto que la naturaleza no es el único recurso abundante.
El oro y los diamantes abundan como los árboles y las piedras. Para nosotros, no
significan nada, sólo son objetos decorativos. —Tamani sonrió—. Nos gustan las cosas
que brillan, ya lo sabes.
Laurel se rió cuando recordó los prismas de cristal que había colgado en la ventana
de su habitación hacía años.
—Creía que sólo era una preferencia personal.
—No he conocido a ninguna hada que no hiciera lo mismo —dijo Tamani
sonriendo—. Sin embargo, los troles siempre han intentado comprar su acceso al
mundo humano con dinero. Algunos se pasan la vida buscando tesoros, y Ávalon es
un tesoro tan grande que no pueden ignorarlo. Durante siglos, fue un lugar de muerte
y destrucción mientras los troles intentaron destruirnos y las hadas hicieron lo posible
por defender su casa desesperadamente. Sin embargo, durante el reinado del rey
Arturo, todo cambió.
—¿Arturo? ¿El rey Arturo? ¡Me tomas el pelo!
—No, aunque, como todo lo demás, las historias nunca son ciertas del todo. Te
digo una cosa: si quieres mantener un secreto, conviértelo en una historia humana. Al
cabo de un siglo, estará tan cambiada que nadie podrá diferenciar la verdad del mito.
—Si no fuera porque tienes razón, me tomaría lo que acabas de decir como una
ofensa.
Tamani se encogió de hombros.

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—¿Qué hizo el rey Arturo?
—Más bien se trata de lo que hizo su mago Merlín. Arturo, Merlín y Oberón…
—¿Oberón? ¿El Oberón de Shakespeare?
—Shakespeare no fue el primero en hablar de él, pero sí, ese rey Oberón. Junto
con Arturo y Merlín, creó una espada con grandes poderes: quien la empuñara
siempre saldría victorioso de la batalla.
—Excalibur —dijo Laurel maravillada.
—Exacto. Oberón, Arturo y Merlín lideraron el mayor ejército de Ávalon para
enfrentarse a los troles y eliminarlos para siempre. Las hadas, Arturo y sus caballeros,
Merlín y sus tres mujeres y el propio Oberón. Los troles no tuvieron ninguna opción.
Las hadas purgaron de esas criaturas malignas Ávalon y Oberón creó las puertas para
evitar que regresaran. Sin embargo, aquello requirió más magia de la que cualquier
planta podía soportar, incluso un hada de invierno. El mayor rey duende de la historia
entregó su vida para crear la puerta que yo protejo.
—Es increíble —dijo Laurel.
—Es tu historia —dijo Tamani—. Tu pasado.
Shar rezongó, pero él lo ignoró.
—Por eso es tan importante que esta tierra no caiga en manos de los troles. Las
puertas no se pueden destruir, pero las entradas que las protegen sí. Y si esas entradas
se destruyen, Ávalon será accesible para cualquiera. Nuestra casa volverá a ser un
lugar de guerra y destrucción. Tenemos constancia de la terrible venganza que los
troles se tomaron en Camelot, y si encuentran la entrada de Ávalon, nos espera el
mismo destino.
—¿Por qué ahora? Mi madre lleva años queriendo vender la casa. Podrían haberla
comprado hace años.
Tamani meneó la cabeza.
—No lo sabemos. Sinceramente, casi me da miedo descubrirlo. A los troles no les
gusta perder. Nunca hacen un movimiento a menos que estén seguros de que podrán
ganar. Quizás han conseguido reunir a un grupo suficientemente grande. Quizá… —
suspiró—. No lo sé. Pero seguro que guardan algún tipo de secreto que creen que les
dará ventaja. Y a menos que descubramos qué es, no tendremos muchas opciones. —
Tamani vaciló—. No sabíamos que habían descubierto dónde estaba esta puerta.
—¿Por qué no? ¿Acaso no han estado intentando entrar desde que se crearon las
puertas?
—Digamos que muy pocos troles consiguieron salir con vida de Ávalon. Durante
muchos años, hemos sospechado que los supervivientes sabían la ubicación
aproximada, y que quizá se hubieran ido pasando la información, pero hasta ahora
han sido incapaces de descubrir esa ubicación.

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—¿Y qué pasará si la descubren?
—Los mataremos. Por eso estamos aquí. Pero eso no es lo peor que podría pasar. Si
consiguen comprar la tierra, pueden reunir a un ejército de humanos para levantar un
proyecto de construcción que lo elimine todo en menos tiempo del que necesitamos
para matarlos sin llamar la atención de los humanos. Las puertas son muy fuertes,
pero no son inexpugnables. Puede que un par de buldóceres y unos cuantos
explosivos puedan derribarlas o, como mínimo, dejarlas expuestas a cualquiera que
desee encontrarlas.
—También has dicho que han provocado la enfermedad de mi padre —susurró
ella.
Tamani la miró fijamente con los ojos brillantes de rabia.
—Eso creo. Y también creo que a consecuencia de esa toxina…
Shar carraspeó y miró a Laurel.
—A mi compañero le encanta hablar, pero estoy seguro de que coincidirás
conmigo en que no tenéis demasiado tiempo.
Tamani apretó los labios y miró al cielo.
—Me he entretenido mucho —reconoció—. Tenemos que irnos. Queremos
sorprenderlos justo cuando el cielo empiece a clarear.
—¿Por qué?
—Los troles son criaturas nocturnas; prefieren dormir de día. Si los sorprendemos
al final de su jornada, estarán cansados y débiles.
Laurel asintió. Se estiró otra vez y, con cuidado, se levantó y apoyó el peso en los
pies. Para su mayor sorpresa, los notaba casi normales. No estaba ni cansada ni
dolorida, y sentía el cuerpo revitalizado.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.
Tamani sonrió y señaló la lámpara.
—Dijiste que querías ver magia.
Laurel miró la esfera de cobre.
—¿Y qué ha hecho?
—Actúa como un sol artificial. Permite que tu cuerpo se regenere como si
estuviera bajo la luz solar. No puedes usarla con demasiada frecuencia porque, si no,
tu cuerpo aprendería a percibir la diferencia, pero es perfecta para una emergencia.
No obstante —dijo rebuscando una vez más en su mochila—, quizá quieras ponerte
esto. —Le ofreció un par de suaves mocasines, iguales que los que él llevaba.
Mientras Laurel se ataba los cordones, Shar avanzó y apoyó las manos en los
hombros de Tamani.
—Buena suerte. Ya he solicitado refuerzos; deberían estar aquí dentro de una
hora.

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—Espero que no los necesites —respondió Tamani.
—Si realmente son troles y saben tanto como sospechas, imagino que este bosque
acabará acogiendo a muchos más centinelas.
—Y creo que te quedas corto, teniendo en cuenta las últimas semanas —respondió
Tamani con sarcasmo.
—¿Seguro que no quieres que te acompañe nadie?
—Será mejor que seamos discretos. —Sonrió—. Además, sólo son cuatro, y uno es
un trol menor. ¿Estás molesto porque no te dejo venir?
—Quizás un poco. Pero, en serio, Tam, uno de ellos es un trol mayor. No lo
infravalores. No quiero ir a recoger tu pulpa destrozada.
—No tendrás que hacerlo, te lo prometo.
Shar se quedó en silencio un momento, y luego levantó la barbilla y asintió.
—Que el ojo de Hécate te proteja.
—A ti también —respondió Tamani, y se dio media vuelta.
Mientras volvían por el camino, a Laurel le sorprendió comprobar lo bien que se
encontraba. Después de la epopeya de sacar a David del río y salir ella misma, estaba
más agotada que en toda su vida. Pero ahora se sentía fresca y la delicada presión de
la mano de Tamani en la suya hacía que quisiera saltar.
Sin embargo, vio la severa expresión del duende y decidió contener aquel impulso.
Al cabo de unos minutos, vieron el coche.
—¿Estás preparado? —preguntó Laurel.
—Para eliminar a una pandilla de troles, sí. Para conocer a David, no.

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21

David reaccionó bastante bien ante la situación; algo digno de encomio, sobre todo
teniendo en cuenta que lo había despertado un chico que, mientras Laurel los
presentaba tartamudeando, no dejaba de mirarlo fijamente. Aceptó mucho mejor que
ella la idea de que los matones eran troles, así que ella se preguntó si estaba
despierto… o si estaba en estado de choque. A pesar de todo, parecía listo para
conducir.
Tamani se sentó en el asiento trasero y dejó la puerta abierta, invitando a Laurel
con la mirada a sentarse a su lado. Ella miró a David, con la ropa rota y sucia del río y
con un moretón en la cara donde le había dado la bofetada, y sonrió a modo de
disculpa mientras cerraba la puerta trasera y se sentaba en el asiento del copiloto. Sin
embargo, el duende no aceptaba una derrota tan fácilmente y, mientras David se
dirigía hacia la autopista, se inclinó hacia delante y apoyó el brazo en el reposacabezas,
de modo que su mano descansaba sobre el hombro de Laurel.
Si David vio algo en la tenue luz del alba, no dijo nada.
Laurel miró el reloj. Eran casi las cuatro. Suspiró.
—Mi madre estará histérica. ¿Y la tuya? —le preguntó a David.
—Espero que no. Le dije que quizá me quedaría contigo toda la noche y dijo que
no pasaba nada si me perdía un día de clase. Pero la llamaré cuando sea de día y le
diré que estoy contigo.
—Si supiera que… —Laurel dejó la frase en el aire.
—¿Cuál es el plan? —preguntó David, para cambiar de tema.
Le respondió Tamani.
—Me lleváis hasta esa casa, me encargo de los troles y me traéis de vuelta. Es
sencillo.
—Explícame más cosas sobre esos troles —le pidió David—. Son los seres más
horripilantes que he visto en la vida.
—Y espero que siga siendo así.
David se estremeció.
—Yo también. Cuando nos llevaron al río, ese… ese trol me levantó como si nada.
Y no soy tan pequeño.
—Bueno, eres más alto que yo, eso sí —Tamani se volvió hacia Laurel y el tono
condescendiente desapareció tan deprisa como había aparecido—. Los troles son…,

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bueno, son casi un fallo de la evolución. Son animales; como tú, David. Primates, pero
no son humanos. Son más fuertes, como ya habéis descubierto. Es como si la
evolución hubiera intentado crear una especie de superhumano, pero la cosa no
hubiera salido bien.
—¿Sólo porque son feos? —preguntó David.
—La fealdad es un rasgo secundario. El problema es que su constitución es
irregular.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Laurel.
—No son simétricos. La simetría es lo que diferencia a las hadas. Los humanos son
prácticamente simétricos; al menos, todo lo simétricos que pueden ser con sus caóticas
células. Dos ojos, dos brazos, dos piernas. Todos de las mismas medidas y
proporciones, más o menos. Es bastante impresionante, teniendo en cuenta que…
—¿Qué? —preguntó David a la defensiva.
—Que vuestras células son tan irregulares. Si eres tan listo como dice Laurel, no
puedes negarlo —hizo el comentario en voz baja, pero David se relajó un poco—.
Laurel y yo, en cambio —dijo mientras le acariciaba el cuello—, somos completamente
simétricos. Si nos cortaras por la mitad, las dos partes serían exactas. Por eso ella se
parece tanto a una de esas modelos vuestras. Por la simetría.
—¿Y los troles no son simétricos? —preguntó Laurel, deseosa de dejar de ser el
tema de conversación.
Tamani meneó la cabeza.
—Ni por asomo. ¿Recuerdas que me dijiste que Barnes tenía un ojo caído y la
nariz desviada? Ahí tienes la asimetría física. Aunque en él es muy sutil.
Normalmente, no son así. He visto crías de trol tan feas que ni siquiera sus
deformadas madres las querían. Con piernas pegadas a la cabeza o el cuello de lado,
naciendo de un brazo. Es horrible. Hace mucho tiempo, las hadas intentaron
cuidarlos, pero cuando la evolución se ha olvidado de ti, la muerte es inevitable. Y no
es sólo algo físico. Cuanto más estúpido eres, cuanto más te ha dejado de su mano la
evolución, menos simétrico eres.
—¿Por qué no se han extinguido? —preguntó David.
—Por desgracia, tienen sus éxitos y sus fracasos, y sus éxitos son troles como
Barnes, que se pueden integrar al mundo de los humanos. Algunos incluso pueden
llegar a ejercer algún tipo de control sobre éstos. No sabemos cuántos son, pero
podrían estar por todas partes.
—¿Cómo podemos distinguirlos de los humanos?
—Ése es el problema, que no es tan fácil. A veces, es casi imposible…, aunque no
para un centinela. Los troles no responden a nuestra magia.
—¿A ninguna? —preguntó Laurel.

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—Al menos, no a la de primavera. Es una lástima, porque me facilitaría mucho el
trabajo de hoy. Hay varias señales que diferencian a los troles de los humanos, pero la
mayor parte se pueden ocultar.
—¿Qué tipo de señales? —preguntó Laurel.
—Al principio, los troles vivían bajo tierra porque la luz del sol les dañaba la piel.
Ahora, con inventos como las cremas de protección solar, pueden sobrevivir, pero,
aun así, su piel suele estar deteriorada.
Laurel hizo una mueca al recordar cómo la piel de Bess formaba dobleces por
encima del cuello.
—Y aparte de la asimetría, suelen tener los ojos de color diferente, aunque eso se
puede solucionar con lentillas. La única manera de asegurarte es comprobar su fuerza
o verlos comiéndose un pedazo de carne ensangrentada.
—A Barnes le fascinó la sangre de mi brazo —comentó Laurel.
—Tú no sangras —le recordó Tamani.
—Bueno, no era mía, era de David.
—¿En tu brazo?
Ella asintió.
—Se cortó el brazo con el cristal de la ventana. Igual que yo me corté la espalda.
—¿Y sangró mucho?
—Lo suficiente como para mancharme a mí y para que Barnes se manchara la
mano cuando me agarró.
Tamani chasqueó la lengua.
—Eso explica por qué te lanzaron al río. Ningún trol intentaría ahogar a un hada.
Si lo hubiera sabido…
—¿Y por qué iba a saberlo?
El duende suspiró.
—Por desgracia, para los troles es muy fácil diferenciar entre los humanos y las
hadas. Su olfato enseguida distingue la sangre, algo que las hadas no tienen. A menos
que estés floreciendo, un trol no podrá olerte. Encontrarse con lo que parece un
humano que no huele a sangre le hará sospechar enseguida.
—Pero como David me manchó con su sangre, la olió y no sospechó, ¿no?
—Es la única explicación lógica.
—¿Y en el hospital?
—Para un trol, un hospital sólo huele a sangre. Ni siquiera la lejía suaviza el olor.
No distinguiría a diez hadas en un hospital.
—Y en tu casa —dijo David—, yo olía al humo de la hoguera.
—¡Estuvo Barnes en tu casa! —exclamó Tamani aferrándose más a su hombro—.
No me lo habías dicho.

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—Fue hace mucho tiempo. No sabía a qué se dedicaba.
La mano del duende la apretó un poco más.
—Has tenido mucha, mucha suerte. Si Barnes hubiera descubierto antes lo que
eres, seguramente ya estarías muerta.
A Laurel le dio vueltas la cabeza y se apoyó en el reclinacabezas, contra la mejilla
de Tamani. No rectificó su error.
Se acercaron a Brookings y el duende empezó a interrogar a Laurel sobre la
distribución de la casa.
—Sería más fácil que fuera contigo —protestó ella después de haberle descrito la
casa lo mejor que pudo, pues sólo la había visto de noche.
—Ni hablar. No te pondré en peligro; eres demasiado importante.
—No soy tan importante —refunfuñó ella mientras se deslizaba por el asiento.
—Eres la persona señalada para heredar la tierra, Laurel. No te lo tomes a la ligera.
—Podría ayudarte… a modo de refuerzo.
—No necesito tu ayuda.
—¿Por qué? —le espetó ella—. ¿Por qué no soy ningún centinela entrenado?
—Porque es demasiado peligroso —respondió Tamani alzando la voz. Se reclinó
en su asiento—. No me obligues a perderte otra vez —susurró.
Ella se colocó de rodillas en el asiento y se volvió hacia él. El rostro del duende
apenas era visible en la penumbra.
—¿Y si me aseguro de que nadie me vea? Tendremos que saber si te pasa algo.
Tamani permaneció impasible.
—No intentaré pelear —prometió ella.
Él se lo pensó durante unos segundos.
—Si te digo que no, me seguirás de todos modos, ¿verdad?
—Claro.
Él suspiró.
—Escúchame. —Se inclinó hacia delante, con la nariz prácticamente pegada a la de
ella, mientras hablaba en voz baja pero con tanta intensidad que Laurel casi deseó no
haber sacado el tema—. Si hay algún problema, te das media vuelta. Volved y decidle
a Shar lo que ha pasado, ¿entendido?
Ella meneó la cabeza.
—No podría dejarte.
—Quiero que me des tu palabra, Laurel.
—Da igual, no pasará nada. No hay de qué preocuparse, tú mismo se lo has dicho
a Shar.
—No intentes desviar la conversación. Dame tu palabra.
Ella se mordió el labio inferior mientras se preguntaba si había alguna forma de

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evitar todo aquello. Sin embargo, Tamani no iba a olvidarlo.
—Muy bien —prometió.
—Entonces, puedes venir.
—¿Y yo? —preguntó David.
—Imposible.
—¿Por qué? —preguntó el chico aferrándose al volante—. Puedo serte de más
ayuda que Laurel…, sin ánimo de ofender —añadió con una sonrisa.
—Bueno, supongo que puedes venir —dijo Tamani con una pícara sonrisa—,
siempre que quieras jugar a ser el cebo.
—¡Tamani! —protestó Laurel.
—Es verdad. No sólo es humano, sino que tiene heridas abiertas. Barnes lo olería a
treinta metros de distancia. Incluso más. Es el cebo o no viene. —Se inclinó hacia
delante y le dio un golpecito en el hombro a David, un gesto que cualquiera habría
considerado amistoso, pero que Laurel sabía que no era así—. No, amigo. Tú nos
esperarás en el coche.
David no tenía nada que objetar. No tenía ninguna intención de ser el cebo.
Salieron de la ciento uno, en Alder, justo cuando el cielo empezaba a teñirse de
rosa. Cuando llegaron a Maple y empezaron a repetir la ruta que David y ella habían
hecho la noche anterior, Laurel fue presa de los nervios. Anoche había sido
demasiado confiada y arrogante. Sabía que tenía razón y sólo quería obtener
respuestas. Ahora sabía perfectamente a qué se enfrentaba y su confianza se había
visto reducida.
—Tamani, ¿cómo se supone que vencerá una planta a un trol muy fuerte? —dijo,
a pesar de que sabía que no era el mejor momento para preguntarlo.
Por una vez, el duende no sonrió.
—Con sigilo —le respondió—. Con sigilo y velocidad. Son las únicas ventajas que
tengo.
A Laurel no le hizo demasiada gracia.

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22

El Honda Civic de David se acercó a la calle sin salida.


—Es la del final —dijo Laurel señalando la casa.
—Entonces nos pararemos aquí —ordenó Tamani.
David aparcó el coche encima del bordillo y los tres se volvieron hacia la enorme
casa. Con la luz de la mañana, vieron que en su momento fue gris. Laurel observó los
alerones curvados y astillados y los marcos de las ventanas decorados e intentó
imaginar la preciosidad de casa que debió de ser hacía cien años. ¿Cuánto tiempo
haría que los troles vivían allí? Se estremeció al preguntarse si habrían comprado la
casa o habrían asesinado a la familia que la ocupaba y se habían instalado allí. En esos
momentos, la segunda opción parecía la más probable.
Tamani sacó un cinturón de la mochila y comprobó los bolsillos. Entregó a Laurel
una cinta de piel con un cuchillo escondido.
—Por si acaso —dijo.
Ella lo notó pesado en su mano y, durante unos segundos, lo miró fijamente.
—Te lo tienes que ceñir a la cintura —dijo Tamani.
Laurel lo miró, pero se lo ciñó a las caderas y cerró la hebilla.
—¿Lista? —le preguntó muy serio. Los mechones de pelo que le caían sobre la
frente dibujaban unas sombras que parecían rayas en los ojos. Tenía el entrecejo
fruncido, en un gesto de concentración, y una pequeña arruga en la frente estropeaba
lo que podría haber sido la imagen perfecta de un modelo para un anuncio.
—Lista —susurró ella.
Tamani salió del coche y cerró la puerta sin hacer ruido. Laurel se desabrochó el
cinturón de seguridad y notó la mano de David en su hombro. El chico miró al
duende un segundo cuando Laurel se volvió hacia él.
—No vayas —susurró desesperado.
Ella le apretó la mano.
—Tengo que hacerlo. No puedo permitir que vaya solo.
David rechinó los dientes.
—Vuelve —le ordenó.
Laurel no logró articular ningún sonido, pero asintió y abrió la puerta. Tamani se
agachó y miró a David.
—Dentro de diez minutos, acércate un poco más. Si nadie de la casa sabe que

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estamos allí para entonces, es que estamos muertos.
David tragó saliva.
—Estate muy atento. Si uno de ellos sale a por ti, vete; si te atrapan, será
demasiado tarde para nosotros. Vuelve al bosque y habla con Shar.
A Laurel no le gustaba lo que estaba oyendo.
Tamani vaciló unos segundos.
—Siento no poder dejarte hacer más —dijo en un tono sincero—. De verdad que
lo siento. —Cerró la puerta, tomó a Laurel de la mano y se dirigió hacia la casa sin
mirar atrás.
La chica volvió la cabeza y miró a su amigo un buen rato antes de volverse otra
vez.
Rodearon la inmensa casa igual que había hecho David y ella la noche anterior.
Laurel notó una presión extraña en el pecho mientras repetía el camino y se acercaba
a las criaturas que habían intentado matarla. «¿Quién va por voluntad propia hacia su
propia muerte?», se preguntó en silencio mientras meneaba la cabeza. Sin embargo,
mantuvo la mirada fija en la espalda de Tamani. Su caminar confiado, a pesar de
avanzar pegado contra la pared, le daba valor. «Estoy aquí por él», se repitió una y otra
vez en silencio hasta que aquella afirmación empezó a parecerle razonable.
Cuando se acercaron a la ventana rota que los troles ni siquiera se habían
molestado en tapiar, Tamani la sujetó contra la pared de madera astillada y se asomó
rota, mientras metía la mano en uno de los bolsillos del cinturón. Sacó lo que parecía
una pajita marrón e introdujo algo diminuto dentro. Dobló una rodilla, se alejó de la
ventana y por un instante se expuso ante cualquiera que estuviera en la habitación.
Sopló por un extremo de la pajita y Laurel oyó cómo algo zumbaba por el aire.
Entonces Tamani se tendió en el suelo y se arrastró por debajo de la ventana rota
hasta la parte posterior de la casa. Laurel lo siguió, también a rastras.
—¿Qué has hecho? —susurró.
Pero él se acercó un dedo a los labios y siguió avanzando. Al cabo de unos
segundos, Laurel oyó una conversación. Unos metros más adelante, Tamani se había
detenido y estaba observando lo poco que podía ver tras la esquina. Se fijó en una
vieja espaldera de madera y sonrió. Se volvió hacia ella, señaló el punto donde estaba
él en esos momentos y vocalizó:
—Quédate aquí.
Laurel quería protestar, pero cuando vio las grietas en la espaldera, decidió que un
peso adicional no lo ayudaría a él en su objetivo. Tamani escaló por la espaldera en
silencio, algo que a ella le parecía imposible, teniendo en cuenta que la madera crujía;
parecía más un ágil mono trepando por un árbol que algo remotamente humano.
Se agachó junto a la esquina y se asomó un poco. Los dos matones estaban

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sentados en un asqueroso sofá del igualmente asqueroso porche. Hablaban demasiado
bajo y no podía oír qué decían, aunque al recordar la conversación que mantuvieron
la noche anterior en el coche, pensó que seguramente era mejor no oírlos.
El de las cicatrices bostezó y el otro trol parecía a punto de caer rendido. Laurel
oyó un pequeño crujido cuando Tamani se subió al tejado, pero, por lo visto, los dos
troles estaban demasiado cansados o distraídos, porque ninguno levantó la mirada.
A pesar de que sabía lo que iba a hacer, Laurel tuvo que contener un grito de
sorpresa cuando Tamani apareció volando y aterrizó en silencio frente a los troles. Sus
manos reaccionaron enseguida y, con un golpe seco, les agarró las cabezas y se las
golpeó la una contra la otra. Quedaron inmóviles en los cojines del sofá.
Laurel dio un paso adelante y pisó una hoja seca.
—Espera —dijo Tamani en voz baja—. Antes, déjame terminar. No querrás ver
cómo lo hago.
La tentación fue demasiado grande. Él estaba de espaldas, de modo que ella no
escondió la cabeza tras la esquina; observó fascinada, preguntándose qué iba a hacer.
Tamani colocó la rodilla contra el hombro del trol de las cicatrices y le sujetó la
cabeza con las dos manos.
Cuando Laurel entendió lo que iba a hacer, fue demasiado tarde. Sus ojos se
negaron a cerrarse mientras el duende retorcía el cuello del trol con un golpe seco y
un terrible crujido le invadió los oídos. Tamani lo dejó en su sitio y, mientras se dirigía
hacia su compañero, Laurel no pudo evitar fijarse en la cara sin vida y, por primera
vez, sin una mueca.
Cuando el duende centinela colocó la rodilla contra el hombro del otro trol.
Laurel se escondió detrás de la esquina y se tapó los oídos. Aunque dio igual. El
crujido llegó hasta ella y su mente imaginó lo que sus ojos no podían ver. Tamani le
acarició el hombro, pero la asustó mucho y estuvo a punto de dar un salto.
—Venga, tenemos que continuar. —Se la llevó alejándola de los troles, pero ella se
volvió y echó un último vistazo a aquellas dos figuras, que parecía que estaban
durmiendo.
—¿Tenías que hacerlo? —le susurró mientras intentaba recordarse que esos dos
hombres habían intentado matarla a ella y a David. Pero es que parecían tan
inofensivos bajo la luz del alba, con sus deformadas caras, tan pacíficas y relajadas.
—Sí. Una de las reglas de los centinelas es no dejar a ningún trol vivo. Es algo que
he prometido cumplir. Ya te lo dije, no deberías haber venido.
Se detuvo un instante para sacar algo del cinturón y roció con un aerosol las
bisagras de la puerta trasera. Cuando la abrió, no se oyó nada. Laurel se acordó de
Bess y siguió a Tamani con cautela. Pero aquel horrible ser estaba tendido en el suelo,
desmadejado. El centinela se agachó a su lado y le quitó un pequeño dardo oscuro del

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cuello. Laurel se acordó de la pajita marrón y se dio cuenta de lo que había hecho.
—¿Está muerta? —susurró Laurel.
Él meneó la cabeza.
—Sólo está dormida. Los dardos mortales son mucho más grandes y no hacen
efecto tan deprisa. Además, habría gemido y lo habría estropeado todo. —Volvió a
alargar la mano hasta el cinturón. Suspiró mientras sacaba el tapón de corcho de una
pequeña botella de cristal—. Éstos son los que siempre me dan más pena. Los que son
demasiado estúpidos para darse cuenta de lo que hacen. No son más culpables que un
tigre o un león que acecha a su presa, al menos al principio. Sin embargo, cuando les
enseñan a odiar a las hadas con todas sus fuerzas y sólo obedecen las órdenes de sus
amos, se vuelven muy peligrosos. —Levantó uno de los párpados de Bess y le dejó
caer dos gotas de un líquido amarillo—. Estará muerta dentro de unos minutos —dijo
mientras devolvía la botella a su sitio.
Se volvió hacia Laurel y pegó su cara a la de ella, para poder susurrarle al oído.
—No sé dónde está el otro. Si lo encontramos y lo pillamos por sorpresa, será
sencillo. Sígueme, pero a partir de ahora ni una palabra más, ¿entendido?
Laurel asintió y se dijo que ojalá pudiera moverse con la mitad de sigilo que él.
Nunca hasta entonces se había sentido torpe; de hecho, siempre había sido más ágil
que sus compañeros, pero, en comparación con Tamani, era muy patosa. Observando
sus pies y pisando justo donde él pisaba, consiguió cruzar las escaleras más o menos en
silencio.
Pasaron por delante de tres puertas y sólo vieron muebles cubiertos con sábanas y
polvo. Él se asomó a la cuarta puerta e, inmediatamente, se llevó la mano al cinturón.
Laurel vio la sombra de Barnes, alargada en el suelo por el sol que entraba por la
ventana del lado este; de algún modo, incluso su perfil era reconocible. Tamani volvió
a sacar la pajita y se apoyó sobre una rodilla. Respiró hondo y apuntó con cuidado.
Sopló y el dardo salió disparado.
Laurel no apartó los ojos de la sombra. Oyó un movimiento y un gemido. Los
segundos se hicieron eternos, pero entonces la cabeza de la sombra cayó sobre la
mesa. Tamani señaló el lugar donde ella estaba acurrucada contra la pared y, con un
gesto, le dijo que no se moviera.
Esta vez, ella le hizo caso.
El centinela avanzó y se quedó agachado unos segundos detrás del trol inmóvil.
Ella vio, en la sombra, cómo levantaba las manos hasta la cabeza de Barnes. Como
sabía lo que venía a continuación, cerró los ojos y se tapó los oídos. Lo siguiente que
oyó fue un crujido, pero vino acompañado de un golpe seco contra la pared que tenía
a la espalda.
—¿Pensabas que tus trucos de duende funcionarían conmigo?

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Laurel abrió los ojos y se colocó donde Tamani había estado hacía apenas unos
segundos. No podía ver a Barnes, pero el duende yacía en el suelo, contra la pared,
agitando la cabeza mientras miraba al trol. Vio cómo la enorme sombra se abalanzaba
sobre el duende y abrió la boca para gritar, pero Tamani se movió antes de que Barnes
lo agarrara. El trol chocó entonces contra la pared y provocó algunas grietas. El
duende se movía constantemente mientras Laurel intentaba pegarse cada vez más
contra la pared. Toda la casa temblaba, porque Barnes no cesaba de perseguir a
Tamani, pero éste se escabullía y el trol golpeaba contra las paredes. Ella observó sus
sombras y contuvo la respiración por miedo a que cualquier movimiento o ruido
revelara su presencia.
Con un grito y un movimiento rápido de sus enormes brazos, Barnes agarró a
Tamani por el pecho y lo lanzó contra la pared opuesta a la puerta, donde estaba
Laurel. La pared se agrietó y el duende resbaló hasta el suelo. Ella deseó que volviera
a levantarse y a escabullirse, pero Tamani dejó caer la cabeza a un lado, respirando
con dificultad.
—Eso está mejor —dijo Barnes.
Laurel se asomó; el trol estaba de espaldas, justo delante de Tamani, y no podía
verla. Se inclinó hacia delante y observó al duende antes de echarse a reír.
—Mírate. Pero si eres un crío. ¿Ya tienes edad para ser centinela?
—Soy lo suficientemente mayor —respondió Tamani, en un tono áspero, mirando
al trol con odio.
—¿Y te han enviado a ti para eliminarme? Los duendes siempre habéis sido muy
estúpidos.
El chico intentó golpearlo con una pierna, pero esta vez fue muy lento. Barnes lo
cogió por la pantorrilla y lo retorció, levantándolo del suelo y dándole una vuelta en el
aire antes de lanzarlo contra la pared con la fuerza suficiente para provocar más
grietas.
—Si quieres que sea duro contigo, así será —dijo—. Para ser sincero, yo lo prefiero.
Laurel abrió los ojos como platos cuando el trol sacó una pistola, apuntó a Tamani
y disparó.

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23

Un ensordecedor grito de pánico reverberó en la cabeza de Laurel cuando la


habitación resonó con el estruendo del disparo, pero, sin poder explicárselo, de su
boca sólo salió un pequeño gemido. Mientras el olor a pólvora le quemaba la nariz, un
grito silenciado la hizo volver en sí. Abrió los ojos y miró a Tamani. Tenía la cara
deformada por el dolor y gruñía apretando los dientes. Se agarró la pierna y las manos
se le llenaron de savia mientras miraba al trol.
Barnes volvió a apuntar y, esta vez, cuando la bala le atravesó el otro muslo,
Tamani no pudo contener un grito desgarrador. El cuerpo de Laurel tembló; el grito
del duende invadió cada organizada y simétrica célula de su cuerpo, sumiéndola en el
caos. Hizo ademán de avanzar, pero él le lanzó una mirada ordenándole que no se
moviera. Luego enseguida miró a Barnes. Una gota de sudor le resbaló desde la ceja
cuando el trol dejó la pistola en la mesa con un golpe seco y se dirigió hacia él.
—Ahora ya no irás a ningún sitio, ¿verdad?
Los ojos de Tamani reflejaban odio puro mientras miraba a aquella imponente
figura.
—Llegas justo el día en que se supone que tengo que ir a firmar los papeles para
quedarme con la tierra donde está vuestra preciada puerta. No soy tan tonto como
para pensar que es una coincidencia. ¿Cómo lo sabías?
El duende apretó los labios y no dijo nada.
Barnes le dio una patada en un pie y Tamani no pudo evitar gritar.
—¿Cómo? —exclamó el trol.
El centinela no dijo nada y Laurel se preguntó cuánto tiempo más podría quedarse
allí mirando. Tamani había cerrado los ojos y, cuando los abrió, los dirigió hacia ella
un instante.
Sabía lo que quería. Quería que mantuviera su promesa. Quería que le diera la
espalda, que saliera de la casa sola y volviera al bosque a buscar a Shar.
Le había dado su palabra.
Pero no podía hacerlo. No podía dejarlo. En un esclarecedor segundo, se dio
cuenta de que prefería morir con él que dejarlo morir solo.
Y, en ese momento de rendición, sus ojos vieron la pistola.
Barnes la había dejado en la mesa y no le estaba prestando atención. Con los ojos
entrecerrados, Tamani siguió su mirada. La miró y meneó la cabeza en un

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movimiento tan sutil que Laurel casi no lo vio. Entonces hizo una mueca de dolor y se
quejó cuando Barnes le dio otra patada en la pierna.
—¿Cómo?
El trol se agachó frente al duende. Laurel sabía que era la mejor oportunidad que
tendría. Empezó a caminar, deslizando los pies lateralmente, como había visto que
hacía Tamani.
—Dentro de diez segundos, voy a cogerte por el pie y voy a romperte todos los
tallos de la pierna.
Las manos de Laurel se aferraron al frío metal e intentó recordar todo lo que su
padre le había enseñado sobre las pistolas hacía unos años. Ésta era pesada y más bien
cuadrada; de esas que casi parecían una pistola de agua negra. Buscó el seguro, pero
no lo encontró. Cerró los ojos un segundo y esperó que fuera de las que sólo tenías
que apuntar y disparar.
—Tienes otra oportunidad para responderme, duende. Uno, dos…
—Tres. —Laurel terminó la frase por él, apuntándolo a la cabeza.
Barnes se quedó inmóvil.
—Levántate —le ordenó la chica, manteniéndose fuera de su alcance.
Lentamente, el trol se levantó y se volvió hacia ella.
—Contra la pared —insistió ella—. Aléjate de él.
Barnes se rió.
—¿En serio crees que vas a dispararme? ¿Una mocosa como tú?
Laurel se estremeció cuando apretó el gatillo, y casi se echó a llorar de alivio
cuando una bala rebotó contra la pared. Volvió a apuntar a Barnes.
—De acuerdo —concedió él, y retrocedió varios pasos, volviéndose hacia ella del
todo. Cuando reconoció su cara, se quedó atónito—. Pensaba que estarías muerta.
—Pues la próxima vez, piénsatelo mejor —replicó Laurel, orgullosa de que su voz
no temblara tanto como sus piernas.
—¿Acaso mis chicos olvidaron…? No, espera… —Olfateó el aire—. Eres… No
huelo… —Dejó la frase en el aire mientras se volvía hacia Tamani y chasqueaba la
lengua—. Ya lo entiendo. Las hadas han recuperado el hábito de infiltrar sujetos entre
los humanos. —Miró al duende y habló en un tono relajado—. ¿Cuándo vais a
aprender que a los troles siempre se nos ocurren las mejores ideas?
Laurel disparó otra vez contra la pared y Barnes dio un respingo.
—Ya basta de hablar —dijo.
Los dos se quedaron frente a frente en una especie de punto muerto. Él parecía
casi seguro de que no le dispararía, y Laurel estaba casi igual de segura de que no
podría hacerlo. Pero no podía permitir que ese monstruo lo supiera.
Por desgracia, la única manera de despejar sus dudas era disparándole. Se notó los

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dedos sudorosos en el gatillo mientras movía la pistola hasta que el cañón tapaba la
cara de Barnes y no podía verlo.
Aquello era lo más lejos que podía llegar.
—Recuerda lo que te he dicho, Laurel —dijo Tamani muy despacio—. Mandó que
te mataran, envenenó a tu padre, manipuló a tu madre… y, si dejas que se escape,
volverá a hacerlo.
—No sigas, por favor. Me responsabilizas de demasiadas cosas —intervino el trol,
con una sonrisa burlona.
Laurel respiraba de forma agitada mientras intentaba que sus dedos se
contrajeran. Sin embargo, bajó los brazos un poco y vio que una sonrisa asomaba en
los labios de Barnes.
—Sabía que no podrías hacerlo —se burló. Se agachó y se lanzó hacia ella.
La chica sólo vio unos ojos asesinos llenos de venas rojas y unas manos extendidas
que parecían garras. Ni siquiera notó la pistola en la mano cuando apretó el gatillo y el
sonido del disparo le resonó en los oídos. El cuerpo de Barnes cayó redondo cuando la
bala le atravesó el hombro. Laurel gritó y soltó la pistola.
Con un gemido, Tamani se lanzó hacia delante y agarró el arma. El trol gritó de
dolor, pero sus ojos localizaron a Laurel.
—¡Déjala en paz, Barnes! —gritó Tamani apuntándolo.
Aquel ser maligno apenas tuvo tiempo de ver la pistola que lo estaba apuntando a
la cabeza. Incluso cuando el duende apretó el gatillo, el trol se lanzó hacia la ventana,
atravesó el cristal y cayó al suelo. La bala se clavó en la pared. La chica corrió hacia la
ventana y vio a Barnes dirigiéndose hacia el río antes de que su ensangrentada figura
desapareciera por detrás de una colina.
Tamani dejó caer la pesada pistola al suelo. Laurel se arrodilló a su lado y lo
abrazó. Él se quejó en su oído, y cuando ella intentó soltarlo, él la aferró a su pecho
con más fuerza.
—Nunca jamás vuelvas a asustarme de esa manera.
—¿Yo? —protestó ella—. ¡A mí no me han disparado! —le rodeó el cuello con los
brazos y se estremeció de arriba abajo.
Levantó la cabeza cuando oyó unos pasos en las escaleras. Tamani la apartó un
poco, agarró la pistola y apuntó a la puerta.
La cara pálida de David asomó por encima de las escaleras. El duende suspiró y
soltó la pistola, porque ya no le quedaban fuerzas.
—He oído disparos y he visto que Barnes salía corriendo —dijo con la voz
temblorosa—. ¿Estáis bien?
—Por Hécate, ¿es que ninguno de los dos sabe obedecer órdenes? —gruñó
Tamani.

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—Por lo visto, no —respondió Laurel.
—¿Qué ha pasado? —preguntó David, que estaba mirando el caos a su alrededor
bastante alucinado.
—Hablaremos en el coche. Deprisa, David, Tamani necesita ayuda —lo cogieron
cada uno por debajo de un brazo y consiguieron levantarlo del suelo. El duende
estaba intentando ser fuerte, pero Laurel hacía una mueca de dolor cada vez que se le
escapaba un gemido. Ya lo habían arrastrado medio camino hasta la puerta cuando se
paró—. Espera —dijo. David se quedó sujetando al herido y ella corrió hacia la mesa y
miró los papeles. La primera hoja estaba manchada de sangre. «Sangre de trol», se dijo
con una mueca. Sin embargo, respiró hondo y se obligó a hojear los documentos.
Cogió todos en los que aparecía el nombre de su madre o la dirección de la antigua
casa. Por suerte, no eran muchos—. Vamos —dijo colocándose otra vez debajo del
brazo de Tamani.
No dijeron nada cuando pasaron junto a los cadáveres de los otros dos troles. El
sol brillaba en todo su esplendor y Laurel esperaba que nadie los viera arrastrando a
una persona, que era obvio que estaba herida, hasta el coche. Se preguntó si alguien
más, aparte de David, habría oído los disparos. Miró a ambos lados de la calle, a las
otras casas casi en ruinas, y se dijo que daba igual. Parecía un barrio donde un disparo
era lo más habitual.
David tendió a Tamani en el asiento trasero del coche e intentó que estuviera
cómodo, pero el duende le apartó las manos.
—Llévame con Shar. Deprisa.
El chico abrió la puerta del copiloto para que Laurel subiera al coche, pero, sin
mirarlo, ella meneó la cabeza y se sentó atrás con Tamani.
Se colocó la cabeza y el pecho del duende encima de las piernas y lo abrazó como
si fuera un niño pequeño. Tamani gruñía cada vez que David pasaba por encima de
un bache. Estaba pálido y tenía el pelo negro sudado. Ella intentó que abriera los ojos,
pero él no quiso. Cuando su respiración se hizo cada vez más dificultosa, Laurel miró
a David, que la estaba observando por el retrovisor.
—¿No podemos ir más deprisa? —suplicó ella.
El chico apretó los labios y meneó la cabeza.
—No puedo correr, Laurel. Es demasiado peligroso ¿Qué diría un policía si nos
para y ve a Tamani? —Localizó sus ojos en el retrovisor—. Voy todo lo deprisa que
puedo… Te lo prometo.
Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas, pero asintió e intentó no darse cuenta
de que la mano con que Tamani se aferraba a su brazo cada vez tenía menos fuerza.
Apenas vieron a nadie en la carretera, pero Laurel contuvo la respiración mientras
atravesaron Crescent City y, luego, Klamath, donde se cruzaron con varios coches. Un

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hombre incluso se la quedó mirando fijamente, y ella se preguntó si las gafas de sol
ocultaban ojos asimétricos. Justo cuando estaba convencida de que era un trol que
habían enviado para acabar con ellos, el hombre apartó la mirada y giró hacia una
calle perpendicular.
Por fin vieron la casa de los padres de Laurel y David giró. El camino de tierra
estaba lleno de baches, pero Tamani no se quejó mientras avanzaban dando botes. La
chica contuvo la respiración cuando David aparcó al final del camino.
—Deprisa. Por favor —suplicó en un suspiro.
El chico la ayudó a sacar a Tamani del coche. Lo llevaron a rastras hasta el bosque.
En cuanto cruzaron la primera línea de árboles, Laurel empezó a gritar con una voz
ahogada:
—¡Shar! ¡Shar! ¡Necesitamos ayuda!
Casi de inmediato, el centinela se materializó. Había estado escondido detrás del
tronco de un árbol. Si le sorprendió lo que vio, no se le notó en la cara.
—Yo me encargaré de Tamani —anunció muy tranquilo. Lo levantó en brazos y se
lo colgó de un hombro—. No puedes pasar —le dijo a David—. Hoy, no.
El chico frunció el ceño y miró a Laurel. Ella lo abrazó.
—Lo siento —le susurró, y se dispuso a seguir a Shar.
Su amigo le sujetó la mano.
—Volverás, ¿no? —le preguntó.
Ella asintió.
—Lo prometo. —Y entonces apartó la mano y corrió tras el cuerpo desmadejado
de Tamani.
Cuando ya se habían internado en el bosque y David no podía verlos, aparecieron
más duendes y ayudaron a Shar a cargar con el peso del herido; era un desfile de
hombres increíblemente guapos, algunos vestidos con armaduras de camuflaje. Cada
duende que aparecía hacía que Laurel se sintiera mejor. Tamani ya no estaba solo; las
hadas encontrarían la manera de salvarlo. Tenía que creerlo. La guiaron por un
sinuoso camino que le pareció desconocido y se detuvieron frente a un viejo árbol
que, a pesar de estar a finales de otoño, no había cambiado de color.
Varios duendes introdujeron, por turnos, la palma de la mano en un hueco en la
corteza del árbol. Shar levantó el brazo de Tamani y le colocó la mano contra el
tronco. Durante unos segundos, nadie se movió y no pasó nada. Y entonces el árbol
empezó a balancearse y Laurel contuvo la respiración cuando apareció una hendidura
en la base del tronco. Se ensanchó y creció, formando un arco. El aire brilló hasta que
casi era demasiado resplandeciente para mirarlo. Entonces vio un destello y parpadeó.
En el instante que tardó en cerrar los ojos y volver a abrirlos, el resplandeciente aire se
había convertido en una puerta dorada, orlada de flores blancas brillantes y con

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millones de piedras preciosas incrustadas.
—¿Es la puerta de Ávalon? —preguntó Laurel a Shar casi sin aliento.
Él apenas la miró.
—Bloqueadle el paso; Jamison viene de camino.
Varias lanzas se cruzaron delante de ella y Laurel se dio cuenta de que había dado
varios pasos adelante. La necesidad de atravesar las lanzas y cruzar la puerta dorada la
sorprendió, pero se obligó a permanecer inmóvil. La puerta se estaba abriendo y hadas
y duendes retrocedieron. No podía ver demasiado a pesar de que intentaba asomarse
por encima de las lanzas, pero alcanzó a distinguir una franja de cielo de un azul
intenso y rayos de sol que brillaban como diamantes. La invadió el fuerte aroma a
tierra fresca, mezclado con otro olor embriagador que no podía identificar. En el
dintel de la resplandeciente puerta apareció un hombre con el pelo blanco y vestido
con holgados ropajes plateados. Laurel no pudo evitar mirarlo fijamente mientras se
acercaba hasta Tamani. Le acarició la cara y se volvió hacia varios duendes que lo
seguían con una camilla.
—Hacedlo pasar sin pérdida de tiempo —dijo, invitándoles a atravesar la puerta—.
Se está apagando.
Colocaron a Tamani encima de la camilla y Laurel contempló impotente cómo se
lo llevaban hacia la intensa luz que salía de la puerta. Tenía que creer que ahora
estaría bien, que volvería a verlo. Estaba segura de que nadie podía acceder a un
mundo tan precioso y no curarse.
Cuando levantó la cabeza, los ojos del viejo duende la estaban observando
fijamente.
—Supongo que es ella —comentó. Su voz era demasiado dulce y musical para ser
de este mundo. Se acercó a ella como si flotara, y la cara que Laurel vio era preciosa.
Parecía que brillaba y tenía sus dulces ojos azules rodeados de arrugas, pero no eran
como las de Maddie, sino que formaban pliegues iguales y exactos. Le sonrió con
dulzura y la pena de las últimas veinticuatro horas desapareció—. Has sido muy
valiente —dijo Jamison con aquella voz angelical—. No pensábamos que te
necesitaríamos tan pronto. Pero las cosas nunca salen según lo previsto, ¿verdad?
Ella asintió y miró hacia la puerta, donde todavía vio la cabeza de Tamani.
—¿Se… se pondrá bien?
—No te preocupes. Tamani siempre ha sido más fuerte de lo que nadie esperaba.
Especialmente, por ti. Nos encargaremos de él. —Le apoyó una mano en el hombro y
se la llevó por aquel camino desconocido—. ¿Quieres dar un paseo conmigo?
Ella no apartó los ojos de la puerta de Ávalon, pero respondió instintivamente:
—Claro.
Caminaron en silencio unos minutos, hasta que Jamison se detuvo y la invitó a

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sentarse en un tronco caído. Él se sentó a su lado, de modo que sus hombros casi se
rozaban.
—Háblame de los troles —le pidió—. Está claro que habéis tenido problemas.
Laurel le explicó lo protector y valiente que había sido Tamani. Los ojos de
Jamison brillaron con respeto cuando le explicó cómo el duende se había negado a
hablar incluso después de que Barnes le disparara. No esperaba explicarle también su
experiencia, pero empezó a hablar de cómo había cogido la pistola y no podía reunir el
coraje suficiente para disparar a ese monstruo hasta que su vida dependió de ello. E,
incluso entonces, le disparó prácticamente por accidente.
—Y se ha escapado, ¿no? —No había reproche en su voz.
Laurel asintió.
—No es culpa tuya. Tamani es un centinela entrenado y se toma su trabajo muy
en serio. Tú, en cambio, fuiste creada para curar, no para matar. Creo que me habrías
decepcionado si hubieras sido capaz de matar a alguien, aunque fuera un trol.
—Pero ahora lo sabe. Sabe quién soy.
Jamison asintió.
—Y sabe dónde vives. Debes estar alerta. Tanto por tus padres como por ti. Te
nombro su protectora. Sólo tú conoces los secretos que pueden mantenerlos con vida.
Laurel pensó en su padre, muriéndose en la cama del hospital, que quizás ahora
estaría dando sus últimos suspiros.
—Mi padre se está muriendo y, dentro de unos días, sólo estaremos mi madre y
yo. No puedo ser lo que me pide que sea —admitió con voz temblorosa. Hundió la
cara entre las manos desesperada.
El viejo duende la abrazó y la apretó contra su pecho y sus ropajes, que la
acogieron como plumas.
—Tienes que recordar que eres una de nosotros —le susurró al oído—. Estamos
aquí para ayudarte en lo que podamos. Nuestra ayuda es tu derecho…, tu herencia.
—Jamison metió la mano entre los gruesos ropajes y sacó una pequeña y brillante
botella de cristal llena de un líquido azul—. Para momentos de crisis —dijo—. Es un
elixir muy poco habitual que una de nuestras hadas de otoño hizo hace muchos años.
Ahora mismo no creamos demasiadas pociones para curar a los humanos, pero la
necesitas, y puede que también te haga falta en el futuro. Dos gotas en la punta de la
lengua bastarán.
Laurel alargó la mano temblorosa hacia la botella. Jamison se la entregó y cerró las
palmas de las manos alrededor de las suyas.
—Guárdala bien —le advirtió—. No estoy seguro de que tengamos otra hada de
otoño lo suficientemente fuerte como para crear otro elixir como éste. De momento.
Ella asintió.

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—También nos gustaría ayudarte de otra forma, pero es una oferta condicionada
—dijo levantando un dedo.
—Lo que queráis —replicó Laurel con sinceridad—. Lo haré.
—No es una condición para ti. Toma —dijo, y abrió la palma de la mano para
enseñarle lo que parecía un cristal sin pulir del tamaño de una pelota de golf—. Me
gustaría que se lo ofrecieras a tu madre —le dejó la piedra en la mano, y ella la miró
atónita.
—¿Es un diamante?
—Sí, cariño. Con él deberíais poder cubrir todas vuestras necesidades. Es nuestra
oferta. Sabes que te dejamos con tus padres con el único propósito de que heredes la
tierra cuando ellos falten. —Cuando Laurel asintió, él continuó—: Los últimos
acontecimientos han hecho que tu función sea mucho más importante y tenemos que
velar para que esta tierra cambie de nombre lo antes posible. La piedra preciosa es
para tus padres, a condición de que, en cuanto tu padre mejore, pongan la tierra a tu
nombre. Tú decides cómo quieres explicarles la situación —habló con firmeza—. Pero
esta tierra tiene que estar a tu nombre, Laurel. Y estamos dispuestos a pagar un precio
considerable a cambio de eso.
Ella se guardó la piedra preciosa en el bolsillo.
—Estoy segura de que aceptarán.
—Creo que tienes razón —dijo Jamison—. Ahora tienes que darte prisa. A tu
padre le quedan horas, no días.
—Gracias —susurró ella, y se volvió para marcharse.
—Ah, Laurel.
—¿Qué?
—Espero volver a verte pronto. Muy pronto —añadió. Le brillaron los ojos cuando
sonrió con complicidad.

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24

Parecía imposible que el trayecto entre Brookings y Orick se le hiciera más largo que
cuando lo había hecho con Tamani en los brazos. Pero ahora, a solas con David y con
dos de los mayores tesoros que podía imaginar en los bolsillos, los kilómetros se
hicieron más largos que nunca. No podía quitarse de la cabeza las palabras del viejo
duende: «A tu padre le quedan horas, no días». Había dicho horas, en plural, pero
¿cuántas? ¿Y cuándo sería demasiado tarde? De vez en cuando, Laurel sacaba la
botella, la apretaba con los dedos y luego volvía a guardársela en el bolsillo, porque no
sabía dónde estaría más segura. Al final, la dejó en el bolsillo, aunque sólo fuera para
evitar que David le hiciera preguntas que no podía responder.
Pero él no le había preguntado nada. Después de abrazarla cuando salió del
bosque, le había abierto la puerta del coche en silencio y había dicho: «¿Al hospital?»
Y ya no había vuelto a hablar. Laurel agradecía el silencio. Todavía no había decidido
qué podía contarle y qué no. Hacía unas semanas, había prometido contarle todo lo
que Tamani le dijera, a menos que fuera un secreto de las hadas. Sin embargo, no
esperaba que compartieran con ella tantos detalles.
Y ahora lo habían hecho. Conocía la ubicación de una puerta por la que cualquier
trol la mataría, a ella o a sus seres queridos. Quizás, explicárselo a David sólo
supondría un mayor peligro para él.
Así que lo mejor que podía hacer era callar.
Cuando el chico aparcó frente al hospital y contempló el edificio alto y gris, le
preguntó:
—¿Quieres que entre contigo?
Laurel meneó la cabeza.
—Los dos tenemos un aspecto horrible. Si entro sola, quizá no llame tanto la
atención.
«Aunque lo dudo», pensó para sus adentros.
—Entonces no te acompañaré. Llamaré a mi madre. —Vaciló y luego la tomó de la
mano—. Tengo que volver a Crescent City dentro de unas horas… Mi madre se
pondrá histérica cuando la llame. Me ha dejado unos veinte mensajes, pero si
necesitas algo… —Dejó la frase en el aire y se encogió de hombros—. Ya sabes dónde
estoy.
—Vuelvo enseguida para despedirme, pero antes tengo que ir a ver a mi padre.

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—Te han dado algo para que se cure, ¿verdad?
Los ojos de Laurel se llenaron de lágrimas.
—Mientras no sea demasiado tarde.
—Entonces, ve… Yo te espero.
Ella lo abrazó antes de abrir la puerta del coche y salir corriendo hacia la entrada
del hospital.
Intentó pasar desapercibida. Llevaba la camiseta sucia de barro del río y se había
olvidado la chaqueta en el coche. Encima, iba despeinada, tenía los vaqueros rotos
justo encima de la rodilla derecha y todavía llevaba los mocasines que Tamani le había
dado.
Al menos, el agua del río había limpiado la sangre de David de la camiseta. Y no
tenía la cara llena de moretones como él. «Al menos, no son visibles», pensó, mientras
se acariciaba un punto de la mejilla que le dolía.
Consiguió llegar a la habitación de su padre sin que nadie se le acercara, a pesar de
que notó varias miradas de reojo, y respiró hondo antes de llamar a la puerta y abrirla.
Se asomó por la cortina y vio a su madre dormida, con la cabeza encima del muslo de
su padre. La habitación estaba llena de sonidos familiares: el pitido en el monitor que
registraba los latidos del corazón de su padre, el soplido del oxígeno artificial que le
entraba por el tubo de la nariz, el zumbido de la bomba de presión que se le hinchaba
junto al brazo. Sin embargo, en lugar de aterrarla como durante las últimas tres
semanas, aquellos sonidos la aliviaron. Su padre estaba vivo, aunque le quedara poco.
Sarah abrió los ojos.
—¿Laurel? ¡Laurel! —Se incorporó, corrió hacia ella y la abrazó—. ¿Dónde has
estado? Anoche, cuando no volviste, me asusté mucho. Creí… Ni siquiera lo sé. Un
millón de cosas horribles, todas al mismo tiempo. —La sacudió por los hombros—. Si
no me alegrara tanto de verte, te castigaría durante un mes. —La mujer retrocedió y la
miró de arriba abajo—. ¿Qué te ha pasado? Estás horrible.
Laurel abrazó a su madre; recordó que, mientras estaba atrapada bajo las gélidas
aguas del río Chetco, creía que nunca volvería a abrazarla.
—Ha sido una noche larga —dijo con la voz temblorosa mientras las lágrimas
empezaban a asomar.
Su madre la abrazó y Laurel miró por encima de su hombro hacia su padre.
Llevaba tanto tiempo en aquella cama de hospital que casi resultaba extraño
imaginarlo levantándose de ella. Se separó de su madre.
—Tengo algo para papá. —Se rió—. Y también algo para ti. Si te vas de viaje, tienes
que traer regalos, ¿no? —su madre la miró con recelo mientras ella seguía riéndose.
Rodeó la cama, se acercó a su padre y le levantó la cabeza.
—No dejes que entre nadie —dijo mientras sacaba la botella del bolsillo.

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—Laurel, ¿qué…?
—Tranquila, mamá. Con esto se curará. —Destapó la botella y bombeó el líquido
azul en el gotero. Se inclinó sobre su padre y dejó caer dos gotas del elixir en su boca.
Después, mientras miraba su cara pálida, dejó caer otra gota más. Por si acaso. Miró a
su madre—. Ahora se pondrá bien.
Ella la miró boquiabierta.
—¿De dónde lo has sacado?
Laurel la miró con una sonrisa cómplice.
—No me has preguntado por tu regalo —dijo ignorando la pregunta.
Su madre se dejó caer en la butaca que había junto a la cama y Laurel acercó un
taburete para sentarse a su lado. Hizo una pausa, porque no sabía por dónde empezar.
¿Cómo explicar una historia tan increíble? Miró el reloj y se aclaró la garganta.
—El señor Barnes no vendrá. —Su madre se inclinó hacia delante para decir algo,
pero Laurel continuó hablando—. No vendrá nunca, mamá. Espero que no volvamos
a verlo nunca más. No es quien crees que es.
Su madre palideció.
—Pero… la tierra, el dinero, no sé cómo… —Se le apagó la voz y se echó a llorar.
La chica alargó la mano y la tomó del brazo.
—No pasa nada, mamá. Todo saldrá bien.
—Pero, cariño, ya lo hemos hablado. No hay otra solución.
Laurel sacó el diamante del bolsillo y se lo enseñó.
—Sí que hay otra solución.
Su madre miró el diamante, luego a su hija y, al final, otra vez el diamante.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó, severa, con la mirada fija en la piedra
preciosa.
—Me han pedido que os traslade una oferta.
—Laurel, me estás asustando —dijo su madre con la voz algo temblorosa.
—No, no. No te asustes. Hay… —vaciló— alguien que quiere que esa tierra
permanezca en la familia. Concretamente, quiere que esté a mi nombre. Y están
dispuestos a entregaros este diamante a condición de que hagáis el cambio de nombre.
Su madre se la quedó mirando en silencio un buen rato.
—¿A tu nombre?
Laurel asintió.
—¿A cambio de esto? —preguntó señalando la piedra preciosa.
—Exacto.
—¿Y de salvar a tu padre?
—Sí.
—No lo entiendo.

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Laurel miró el diamante. Durante el trayecto desde Brookings hasta Orick no
estaba segura de qué le diría. Y ahora, llegado el momento, todavía no lo sabía.
—Mamá, no… no soy como tú.
—¿Qué quieres decir?
Laurel se levantó y caminó hasta la puerta. La cerró y deseó que tuviera un
cerrojo. Volvió al lado de su madre.
—¿Nunca te has preguntado por qué soy tan distinta?
—No eres distinta. Eres maravillosa…, eres preciosa. No sé por qué, de repente, lo
dudas.
—Me alimento de forma peculiar.
—Pero siempre has estado sana. Y…
—No tengo pulso.
—¿Qué?
—No sangro.
—Laurel, esto es ridí…
—No, no lo es. ¿Cuándo fue la última vez que me corté? ¿Cuándo me viste sangrar
por última vez? —Ahora había subido el tono de voz.
—Yo… yo… —Su madre miró a su alrededor, muy confundida—. No me acuerdo
—dijo con un hilo de voz.
Y entonces, de repente, toda su vida tuvo sentido.
—No te acuerdas —dijo Laurel en voz baja—. Claro que no te acuerdas. —Hadas y
duendes no habrían permitido que su madre se acordara de las docenas de veces que
su madre había debido de sospechar que pasaba algo. Los cientos de veces en que algo
era muy raro. De repente, se sintió muy débil—. Mamá, lo siento.
—Cariño, no he entendido nada de lo que has dicho desde que has entrado por
esa puerta.
—¿Sarah? —una voz débil hizo que las dos se volvieran.
—¡Mark! ¡Mark, estás despierto! —exclamó la madre de Laurel, olvidándose de
toda la confusión. Se colocaron cada una a un lado de la cama y le sujetaron las
manos mientras él parpadeaba desorientado.
Cuando dejó de parpadear, paseó la mirada por la habitación, y observó todas las
máquinas que pitaban a su alrededor.
—¿Dónde narices estoy? —preguntó con una voz más grave.

Cuando Laurel regresó al aparcamiento después de haberse puesto una de las camisas
limpias de su madre, David la estaba esperando sentado encima del maletero del
coche.

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—¿Va todo bien? —le preguntó.
Ella sonrió.
—Sí. Todo se arreglará.
—¿Tu padre se ha despertado?
Volvió a sonreír y asintió.
—Todavía está un poco desubicado por la morfina y los tranquilizantes que le han
dado, pero en cuanto se le pase el efecto, estará bien otra vez. —Se sentó junto a él y
David la abrazó. Ella apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Cómo se lo ha tomado tu
madre?
David se rió.
—Bastante bien, teniendo en cuenta la sarta de mentiras que le he contado. Le he
dicho que me dejé el móvil en el coche y que hemos estado toda la noche en la
habitación de tu padre. —Miró el teléfono que tenía en las manos—. Bueno, al menos
la mitad es verdad.
Laurel puso los ojos en blanco.
—Me ha echado un sermón y me ha dicho que soy un irresponsable, pero no me
ha castigado sin coche ni nada por el estilo. Supongo que es gracias a ti. Sabe que te
estoy ayudando.
—Sí —dijo Laurel con un suspiro. La madre de David nunca sabría ni la mitad de
la verdad.
—Aunque no sé qué hará cuando vea esto —continuó el chico señalando el
enorme moretón que tenía en la mejilla—. Y esto —añadió, refiriéndose al corte del
brazo—. De hecho, teniendo en cuenta que no tengo ni idea de lo que había en ese
río, quizá debería ponerme la vacuna del tétano. O puntos. —Se rió, burlón—.
Supongo que tendré que inventarme algo para explicárselo.
Laurel miró el corte abierto unos segundos antes de tomar la decisión. Si David no
se lo merecía, ¿quién se lo iba a merecer? Sacó la botella de elixir del bolsillo y la
destapó con cuidado.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Chisss —susurró Laurel volviéndole la cabeza para poder llegar a la mejilla. Se
echó una gota de elixir en el dedo y frotó el moretón—. Igual pica —le advirtió
mientras le echaba otra gota en el corte.
Cuando guardó la botella en el bolsillo, el moretón de la mejilla prácticamente
había desaparecido y David estaba observando, atónito, cómo el corte del brazo
pasaba de un rojo intenso a un color rosado delante de sus ojos. Dentro de pocos
minutos no tendría ni una cicatriz.
—¿Es lo que le has dado a tu padre? —preguntó sin apartar la mirada del corte,
que iba desapareciendo.

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Laurel asintió.
Él sonrió.
—Estará de pie en unas horas. Y me alegro —dijo, y añadió simulando estar
ofendido—: Empiezo a estar harto de que me trates como un esclavo en la tienda.
Tengo derechos, ¿sabes? —Se rió mientras Laurel le daba un golpe en el hombro. La
sujetó por las muñecas hasta que ella se rindió y los dos se quedaron en silencio—.
¿Cuándo volverás? —le preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo que mi padre no permanecerá hospitalizado mucho tiempo más. Quizá
le den el alta el fin de semana.
—¿Estás segura de que ese líquido lo curará del todo?
—Sí.
David sonrió y volvió a mirar su brazo.
—Yo también. —Vaciló unos segundos—. ¿Qué le has dicho a tu madre?
Ella suspiró.
—Empecé a contarle la verdad, pero entonces mi padre se despertó. Aunque no sé
muy bien qué contarle.
—Creo que has de contárselo todo. Bueno, no todo. Quizá quieras saltarte la parte
de los troles y que estuvo tratando la venta de la tierra con un monstruo asesino.
Ella asintió.
—Pero deberían saber la verdad sobre ti. No tendrías que esconderte en tu casa.
Sus dedos se entrelazaron.
—Hadas, duendes, troles, ¿qué más hay por ahí fuera en lo que jamás hubiera
creído? Por lo visto, también medicina mágica. Por cierto, gracias.
—De nada —respondió Laurel—. Te he metido en un buen lío. Y no me refiero
sólo a lo de los troles.
—Sabía dónde me metía. —Se encogió de hombros—. Bueno, supongo que no lo
sabía todo, pero sí que eras diferente. El primer día que te vi, supe que tenías algo…
especial. —Sonrió—. Y tenía razón.
—¿Especial? —Laurel se burló—. ¿Así es como lo llamas?
—Sí —insistió él—. Así es como lo llamo. —Se detuvo y le agarró la mano, le dio la
vuelta y la cubrió con las suyas. La observó en silencio un rato, luego le acarició una
mejilla y la atrajo hacia él. Ella no se resistió cuando sus labios rozaron los suyos,
delicados como el beso de la brisa. David se separó y la miró.
Ella no dijo nada; no se inclinó hacia delante. Si quería implicarse del todo en su
vida, tenía que elegirlo él. Ella sabía lo que quería, pero ya no se trataba de ella.
Después de una ligera duda, David la atrajo contra su pecho y volvió a besarla,
esta vez con más intensidad. Laurel estuvo a punto de suspirar de alivio cuando lo

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abrazó por la cintura. Tenía unos labios suaves, cálidos y tentadores. Cuando dejaron
de besarse, él no le soltó las manos. Ninguno de los dos dijo nada. No necesitaban
decir nada. Laurel sonrió y le acarició la mejilla con un dedo, y luego bajó del
maletero del coche.
David se sentó al volante, con la mirada todavía fija en Laurel. Ella agitó la mano
mientras el vehículo se alejaba por el aparcamiento y desaparecía por la calle, hacia la
ciento uno, de vuelta a la vida normal.

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25

—¿Seguro que no quieres que te acompañe? —le preguntó su madre mientras


accedían al camino de tierra.
—Si vienes, quizá no salgan —respondió ella—. No me pasará nada. —Sonrió
cuando vio los árboles del bosque—. No creo que pueda estar más segura en ningún
otro lugar.
Se había pasado los últimos tres días convenciendo a sus padres de que era un
hada y casi toda la mañana garantizándoles que lo mejor que podían hacer era aceptar
la oferta de los suyos. Y aunque ellos se habían mostrado escépticos, las objeciones al
acuerdo parecían insignificantes en comparación con el hecho de que hadas y
duendes habían salvado la vida de su padre. Eso y la tasación inicial del diamante en
bruto, que tenía un valor aproximado de ochocientos mil dólares.
Laurel se inclinó y abrazó a su madre.
—Volverás, ¿verdad? —le preguntó ésta.
Al recordar que David le había hecho la misma pregunta, sonrió.
—Sí, mamá. Volveré.
Bajó del coche y se enfrentó al aire frío. El cielo estaba cubierto de unas nubes
grises que amenazaban con traer lluvia, pero Laurel se negó a verlo como un mal
augurio.
—Sólo es el viento del invierno —murmuró entre dientes. Sin embargo, se aferró a
la bolsa donde llevaba los mocasines como si aquello pudiera protegerla de las malas
noticias que pudieran darle en el bosque.
Pero no podían ser malas noticias. ¡No! Se adentró entre las sombras de los árboles
y caminó hacia el río. Sabía que debía de estar rodeada de centinelas, pero no se
atrevía a levantar la voz…, aunque tampoco estaba segura de si hubiera podido
hacerlo por mucho que quisiera.
Cuando llegó al río, dejó la bolsa en la roca donde estaba sentada la primera vez
que vio a Tamani. Tomó asiento allí mismo y esperó.
—Hola, Laurel.
Reconocería esa voz en cualquier sitio; había invadido sus sueños durante los
últimos cuatro días. No, no era verdad. Durante los últimos dos meses. Se volvió y se
lanzó a los brazos de Tamani, aliviada hasta un extremo inimaginable mientras le
empapaba la camisa de lágrimas.

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—Deberían herirme de bala más a menudo —dijo él abrazándola con fuerza.
—Espero que no te vuelvan a disparar nunca más —replicó ella con la mejilla
pegada a su pecho. Siempre llevaba unas camisas tan suaves. Ojalá no tuviera que
apartar la cara de aquel delicado tejido nunca más.
Él le acarició el pelo, el hombro, le secó una lágrima…; todo al mismo tiempo.
Mientras tanto, de sus labios fluyó un delicado chorro de palabras que ella no
entendió, pero que la tranquilizó como si fuera un hechizo. Le daba igual que Tamani
no tuviera grandes poderes mágicos; para ella, él era mágico.
Cuando por fin lo soltó, se rió y se secó las lágrimas.
—Me alegro de verte. Mucho. ¿Estás bien? Sólo han pasado cuatro días.
Tamani se encogió de hombros.
—Estoy un poco dolorido y, técnicamente, estoy aquí recuperándome, no
trabajando, pero sabía que vendrías, y quería estar presente. —Se inclinó hacia delante
y le sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—He… he… he traído esto —tartamudeó ella, enseñándole la bolsa con los
mocasines. Tenerlo tan cerca siempre la estremecía.
Tamani meneó la cabeza.
—Los hice para ti.
—¿Otra cosa para recordarte? —preguntó ella acariciando el pequeño anillo que
llevaba colgado del cuello.
—Nunca tendrás suficientes recordatorios. —Miró alrededor del claro. Carraspeó
—. Aunque lo primero es lo primero. Me han ordenado que te pregunte cómo han
recibido nuestra oferta tus padres.
—Bastante bien —respondió Laurel en el mismo fingido tono formal—. Arreglarán
los papeles lo antes posible. Creo que será mi regalo de Navidad.
Tamani se rió, y luego se le acercó un poco más.
—Vámonos de aquí —sugirió—. Los árboles tienen ojos.
—Me parece que no son los árboles —respondió ella con ironía.
Él chasqueó la lengua.
—Quizá no. Por aquí.
La tomó de la mano y la llevó por un camino que no parecía llevar a ningún sitio.
—¿Tu padre está bien? —le preguntó Tamani apretándole la mano.
Laurel sonrió.
—Le darán el alta esta tarde. Quiere ir a trabajar mañana por la mañana. —Se
puso seria—. Por eso he venido. Dentro de unas horas, todos volveremos a Crescent
City. No… —bajó la vista—. No sé cuándo volveré.
Tamani se volvió y la miró. Sus ojos eran como un pozo insondable.
—¿Has venido a despedirte?

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Dicho así, sonaba muy mal.
—Por ahora.
El duende removió unas hojas muertas del suelo con el pie descalzo.
—¿Y eso qué significa? ¿Que prefieres a David?
No había ido allí a hablar de David.
—Ojalá pudiera ser distinto, Tamani, pero ahora no puedo vivir en tu mundo.
Tengo que vivir en el mío. ¿Qué voy a hacer? ¿Pedir a mi madre o a David que me
traigan de vez en cuando para que pueda ver a mi novio?
Él se volvió y se alejó unos pasos, pero ella lo siguió.
—¿Acaso crees que puedo escribirte cartas o llamarte por teléfono?
—Podrías quedarte —dijo él tan bajo que apenas lo oyó.
—¿Quedarme?
—Podrías vivir aquí… conmigo —continuó antes de que ella pudiera decir algo—.
Dentro de poco, esta tierra será tuya. Y hay una casa. ¡Podrías quedarte!
Unos preciosos pensamientos sobre la vida con Tamani le invadieron la cabeza,
pero se obligó a ignorarlos.
—No, Tam. No puedo.
—Ya has vivido aquí. Y las cosas salieron bien.
—¿Bien? ¿Estás seguro? Me vigilabais constantemente y dabais elixires de la
memoria a mis padres como si fueran agua.
Él miró al suelo.
—¿Ya lo has adivinado?
—Era la única explicación lógica.
—Si te sirve de consuelo, no me gustaba hacerlo.
Laurel respiró hondo.
—¿Alguna vez…? ¿Alguna vez me hicieron olvidar a mí? Después de dejarme
aquí, quiero decir.
Él no la miró a los ojos.
—Sí.
—¿Alguna vez me diste tú el elixir? —preguntó con cautela.
Él la miró con los ojos muy abiertos y meneó la cabeza.
—No pude. —Se le acercó y habló tan bajo que ella casi no lo oía—. Tenía que
haberlo hecho una vez, pero no pude.
—¿Qué pasó?
Se frotó el cuello.
—Odio que no te acuerdes.
—Lo siento.
Él se encogió de hombros.

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—Eras muy pequeña. Yo era un centinela nuevo, quizá llevaría aquí una semana, y
por mi torpeza me viste.
—¿Te vi?
—Sí, tendrías unos diez años de edad humana. Me acerqué un dedo a los labios
para que no dijeras nada y me escondí detrás de un árbol. Me buscaste durante uno o
dos minutos, pero, al cabo de una hora, parecía que lo habías olvidado.
Laurel no dijo nada en un buen rato.
—Lo… lo recuerdo. Vagamente. ¿Eras tú?
Una alegría inmensa invadió a Tamani.
—¿Te acuerdas?
Ella apartó la mirada.
—Un poco —dijo en voz baja. Se aclaró la garganta—. ¿Y mis padres? ¿Los
dormiste alguna vez?
Él suspiró.
—Un par de veces. Tuve que hacerlo —añadió antes de que ella pudiera protestar
—. Era mi trabajo. Pero sólo fueron dos o tres veces. Cuando llegué, eras más
precavida. Ya no teníamos que ayudarte cada semana. Y cuando tus padres se
acercaban demasiado, intentaba enviar a otro centinela. —Se encogió de hombros—.
De todas formas, nunca me pareció un buen plan.
Por un instante Laurel permaneció en silencio.
—Ya.
—No te enfades. Si te quedaras ahora, todo sería distinto. Ya lo sabes todo.
Incluso tus padres lo saben. No tendríamos que darles el elixir nunca más.
Ella meneó la cabeza.
—Tengo que quedarme con mis padres. Corren más peligro que nunca. Soy
responsable de protegerlos. Ahora no puedo darles la espalda. Son humanos, y puede
que a ti eso te parezca algo menor, pero los quiero y no dejaré que el primer trol que
los huela los mate. ¡No lo haré!
—Entonces, ¿a qué has venido? —le preguntó él con cierta amargura.
Ella vaciló unos segundos mientras intentaba controlar sus emociones.
—¿Acaso no sabes lo mucho que me gustaría quedarme? Me encanta este bosque.
Me encanta… —dudó—. Me encanta estar contigo. Oír historias de Ávalon, sentir su
magia en los árboles. Cada vez que me voy, me preguntó por qué lo hago.
—Entonces, ¿por qué te vas? —Ahora habló en voz alta, exigente—. Quédate —
dijo tomándola de las manos—. Quédate conmigo. Te llevaré a Ávalon. A Ávalon,
Laurel. Podrás ir. Podremos ir juntos.
—¡Basta! Tamani, no puedo. Ahora mismo no puedo ser parte de tu mundo.
—También es tu mundo.

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Laurel asintió levemente.
—Mi mundo —concedió—. Mi familia depende demasiado de mí. Tengo que vivir
mi vida humana.
—Con David —añadió Tamani.
Laurel meneó la cabeza frustrada.
—Pues sí. David es muy importante para mí, pero, ya te lo he dicho, aquí no se
trata de elegir entre él y tú. No estoy intentando decidir quién es mi amor verdadero.
No se trata de eso.
—Quizá para ti no.
El duende habló en voz baja, casi inaudible, pero la intensidad de su pena le llegó
como una bofetada.
—Laurel, ¿qué quieres? He hecho todo lo que se me ha ocurrido. Me han
disparado mientras te protegía. Dime qué más tengo que hacer y lo haré. Lo que sea,
con tal que te quedes.
Ella se obligó a mirarlo a los ojos, que eran dos pozos de una emoción que nunca
había podido identificar. Se notó la boca seca mientras intentaba encontrar su voz.
—¿Por qué me quieres tanto, Tamani? —Era algo que hacía semanas que quería
preguntarle—. Apenas me conoces.
El cielo rugió sobre sus cabezas.
—¿Y si… y si eso no fuera del todo cierto?
Estaban al borde del precipicio, Laurel lo presentía. Y no estaba segura de tener las
fuerzas necesarias para saltar.
—¿Cómo no iba a ser cierto? —susurró.
Aquellos ojos salvajes seguían mirándola fijamente.
—¿Qué pasaría si te dijera que nuestras vidas están unidas desde hace tiempo? —
Entrelazó los dedos de sus manos y levantó el puño único que habían formado.
Laurel miró las manos.
—No lo entiendo.
—Te dije que tenías siete años cuando te dejamos con los humanos. Pero en el
mundo de las hadas eras mayor, ¿recuerdas? Tenías una vida, Laurel. Tenías amigos.
—Hizo una pausa y ella vio que estaba intentando controlar sus emociones—. Me
tenías a mí —dijo casi en un susurro—. Te conocía, Laurel, y tú me conocías a mí.
Sólo éramos amigos, pero éramos muy buenos amigos. Te… te pedí que no te fueras,
pero me dijiste que era tu obligación. Contigo aprendí el sentido de la obligación y la
responsabilidad. —Bajó la mirada y llevó las manos de ella a su pecho—. Dijiste que
intentarías acordarte de mí, pero te hicieron olvidar. La primera vez que me miraste y
no me reconociste, pensé que me moriría.
Los ojos de Laurel se llenaron de lágrimas.

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—Te mentí… sobre el anillo —dijo Tamani con voz suave—. No te di un anillo
cualquiera. Era tuyo. Me lo diste hasta que llegara el momento en que pudiera
devolvértelo. Pensabas, deseabas, que quizá te ayudaría a recordar tu vida previa. —Se
encogió de hombros—. Obviamente, no ha funcionado, pero te prometí que lo
intentaría.
Unas frías gotas de lluvia resbalaron por los brazos de Laurel mientras estaba allí
de pie, sin decir nada.
—Nunca me di por vencido. Juré que encontraría la manera de volver a formar
parte de tu vida. Me convertí en centinela en cuanto tuve la edad y moví los hilos que
pude para que me destinaran a esta puerta. Jamison me ayudó. Le debo más de lo que
jamás podré pagarle. —Levantó sus manos y le besó suavemente los nudillos—. Te he
observado durante años. Te he visto crecer y pasar de ser una niña pequeña a un hada
adulta. De pequeños, éramos muy amigos y, durante los últimos cinco años, he estado
contigo casi cada día. ¿Tan extraño es que me haya enamorado de ti?
Se rió nervioso.
—Solías venir aquí, te sentabas junto al río y tocabas la guitarra y cantabas. Yo me
sentaba en un árbol y te escuchaba. Era mi actividad preferida. Cantas muy bien.
El flequillo le caía encima de la frente. Laurel lo recorrió con la mirada: los
pantalones negros atados bajo las rodillas, la camiseta verde ceñida al pecho, y la cara
simétrica que era más perfecta de lo que ningún humano soñaría.
—¿Me has esperado todo este tiempo? —preguntó ella en un susurro.
Tamani asintió.
—Y esperaré lo que haga falta. Algún día vendrás a Ávalon y, cuando llegue ese
día, te enseñaré lo que tengo que ofrecerte en mi mundo, en nuestro mundo. Me
elegirás. Vendrás a casa conmigo. —Le sujetó la cara entre las manos.
Laurel empezó a llorar.
—No lo sabes, Tamani.
Él se lamió los labios en un gesto nervioso y luego intentó sonreír.
—No —dijo con voz ronca—. No lo sé. —Las manos, que hacía unos segundos
estaban heladas, ahora parecían calentarse con el ardor de su mirada mientras le
acariciaba los pómulos con los pulgares—. Pero tengo que creerlo. Tengo que esperar
que sea así.
Ella quería decirle que fuera realista, que no esperara algo que quizá nunca
sucedería, pero no pudo articular las palabras. Sonaban falsas, incluso en su cabeza.
—Y esperaré, Laurel. Esperaré el tiempo que sea necesario. Nunca me he rendido.
—Le dio un beso en la frente—. Y nunca me rendiré.
La abrazó y ninguno de los dos dijo nada. Durante un instante perfecto, no existió
nada más fuera de aquellos metros cuadrados de bosque.

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—Vamos —dijo Tamani abrazándola otra vez—. Tu madre estará preocupada.
Caminaron cogidos de la mano por el camino hasta que Laurel empezó a
reconocer dónde estaba.
—Aquí te dejo —dijo a unos treinta metros del principio del bosque.
Laurel asintió.
—No es para siempre —le prometió.
—Lo sé.
Levantó la cadena de plata de donde colgaba el anillo y lo miró, comprendiendo
mucho más su significado.
—Pensaré en ti, como te prometí.
—Y yo pensaré en ti, como cada día —dijo Tamani—. Adiós, Laurel.
Se volvió y se alejó por el sinuoso camino. Laurel lo siguió con la mirada. Cada
paso que daba parecía arrancarle un pedazo de corazón. Cuando la camiseta verde
estaba a punto de desaparecer detrás de un árbol, cerró los ojos.
Al volver a abrirlos, ya no estaba.
Y fue como si la magia del bosque hubiera desaparecido con él. La vida que
notaba a su alrededor, la magia que emitía la puerta. Los árboles parecían vacíos y sin
vida sin esa magia.
—Espera —susurró. Echó a correr hacia donde había desaparecido Tamani—. ¡No!
—El grito le salió de lo más profundo de su ser mientras apartaba ramas que le
bloqueaban el camino—. ¡Tamani, espera! —Giró una curva y lo buscó—. ¡Tamani,
por favor! —Siguió corriendo, desesperada por volver a ver esa camiseta verde.
Y entonces lo vio, de perfil y con una expresión de cautela en el rostro. Ella no se
detuvo ni aminoró el ritmo. Cuando llegó hasta él, se aferró a él, lo atrajo hacia ella y
lo besó. El calor la invadió cuando apretó más la cara contra él. Tamani la abrazó y sus
cuerpos se unieron con una sensación de perfección que Laurel no se molestó en
cuestionar. Sus labios se llenaron con la dulzura de su boca y él la abrazó con tanta
fuerza que parecía que pudiera absorberla, convertirla en parte de él.
Y, por un momento, se sintió parte de él. Como si ese beso pudiera servir de
puente entre dos mundos, aunque sólo fuera durante un breve y escaso segundo.
Un suspiro que contenía el peso de los años sacudió a Tamani cuando se
separaron.
—Gracias —susurró él.
—Te… —Laurel pensó en David, que la estaba esperando en casa. ¿Por qué
cuando estaba con uno siempre pensaba en el otro? No era justo que tuviera que vivir
con aquella sensación. Ni para ella, ni para David, ni para Tamani. Levantó la cabeza y
se obligó a mirarlo a los ojos—. No sé qué pasará, pero mis padres están en peligro.
Me necesitan, Tam. —Notó cómo una lágrima le resbalaba por la mejilla—. Tengo que

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protegerlos.
—Lo sé. No debería de habértelo pedido.
—Si no fuera por ellos…
«¿Qué?», pensó.
No sabía la respuesta.
—Tam, no me acuerdo de la pequeña hada que te dio su anillo, pero algo…, una
parte de mí sí que se acuerda. Hay algo en mi interior que te aprecia desde entonces.
—Bajó la cabeza—. Y ahora también te aprecio.
Él sonrió de forma extraña y melancólica.
—Gracias por el destello de esperanza, aunque sea breve.
—Siempre hay esperanza, Tamani.
—Ahora sí.
Ella asintió, le soltó la camiseta y regresó por donde había venido.

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Agradecimientos

Un escritor sólo es una pequeña parte del proceso de creación de un libro, y hay
muchas personas que merecen mi infinita gratitud. Mi increíble agente, Jodi Reamer;
¿qué sería de mí sin ti? Tara Weikum, mi editora; estoy convencida de que nadie
hubiera podido moldear este libro de una forma más perfecta que tú. Quiero dar las
gracias a Erica Sussman por su constante ayuda; te agradezco que hayas estado a mi
lado. Gracias a la ayudante de Tara, Jocelyn Davies, de quien destaco y agradezco su
resplandeciente sonrisa y su colaboración. Todo el equipo de Harper ha sido más que
extraordinario. Gracias especialmente a Melissa Dittmar, Liz Frew, Cristina Gilbert,
Andrea Pappenheimer y Dina Sherman, que hicieron un esfuerzo por hacerme sentir
como en casa. Y a Laura Kaplan, por todo el trabajo que ha hecho y por todo el que
hará en el futuro. Harper es el mejor lugar del mundo.
¿Y dónde estaría sin los amigos que han estado a mi lado desde el principio? Gracias a
David McAfee, Pat Wood, Michelle Zink y John Zakour por creer en mí más que yo
misma. Stephenie, me has abierto tantas puertas; siempre te estaré agradecida.
Gracias. Y, obviamente, a los amigos nuevos: Sarah Rees Brennan, Saundra Mitchell y
Carrie Ryan, aparte de los demás debutantes de www.feastofawesome.com. Sois todos
impresionantes. Un enorme agradecimiento a mi increíble profesora de ficción de
Lewis-Clark, y también escritora, Claire Davis; te debo la base de mis habilidades
literarias. Un abrazo inmenso a las chicas Carson: Hannah, Emma y Bethany, por ser
mis betas. ¡Valéis un imperio!
Y, por último, a mi increíble familia, que también son los primeros de la lista de mi
club de fans. Duane, Trina, Kara, Richard, Emily Corbett…, gracias. A mis preciosos
hijos, Audrey, Brennan y Gideon, que milagrosamente apenas se quejan, y que
cuando lo hacen siguen siendo la luz de mi vida. Y, más que a nadie, gracias, Kenny.
Sin ti, nada de esto habría sido posible.

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Título original: Wings

Editor original: Harper Teen, an imprint of HarperCollins Publishers

Traducción: Mireia Terés Loriente

ISBN EPUB: 978-84-9944-415-4

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier
medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Copyright © 2009 by Aprilynne Pike

All Rights Reserved

© de la traducción 2010 by Mireia Terés Loriente

© 2010 by Ediciones Urano, S.A.


Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona

www.mundopuck.com

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