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Objetivo específico
Desarrollar un conocimiento crítico de la problemática ambiental en la actualidad.
Contenidos
Actividad humana y contaminación. Interrelación del hombre con la naturaleza.
Formas de Intercambio entre el Hombre y el Ambiente. Ejemplos de formas positivas
de aprovechamiento. Ejemplos de formas negativas de aprovechamiento. Cuestiones
históricas para su análisis
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Introducción
Los seres humanos, como parte de la naturaleza, interactúan con el entorno de diversas
maneras.
¿Se puede pensar en una humanidad que no altere el entorno físico que habita? ¿Es razonable
considerar como posible esa circunstancia? No parece muy atinado. Leemos a Homero M.
Bibiloni quién nos dice que “…toda actividad antrópica impacta sobre el entorno ambiental,
por lo cual cuando pregonamos a favor del ambiente, debemos asumir una restricción en
nuestras conductas (desde la más simple de llevar un papel al cesto, hasta no ir en auto al
trabajo y hacerlo en medios públicos o con esfuerzo físico si lo hacemos en bicicleta; cambiar
el emplazamiento de una vivienda para salvar un árbol añoso, etcétera, etcétera)…”1
El niño que juega en un parque y pisa la hierba la altera, sin saberlo, sin intención, sin
maldad, pero también sin excepción. Todos los seres humanos viven de su entorno. A su vez,
son muchas las acciones que, llevadas a cabo por el hombre como especie sostiene y mejora
el ambiente.
Es decir, toda actividad humana modifica el entorno, a veces para peor y muchas veces para
mejor. En el estado actual de cosas con costumbres marcadas desde hace muchísimos años
que nos muestran, al menos, desaprensivos con nuestro ambiente, una actitud de protección
del mismo implica el cambio de hábitos que, tal como dice Bibiloni, se transforman en una
restricción de nuestra conducta. ¿Estamos dispuestos a realizar el cambio en nosotros para
exigirlo a los otros?
Relación de jerarquías:
Parados frente a las grandes montañas, la inmensidad del mar o la belleza casi irreal de
algunos paisajes parece fácil convenir en que el hombre es parte de la naturaleza, en general
una parte bastante pequeña e insignificante.
Ahora bien, en los grandes centros urbanos ese mismo hombre, se habla de la especie y no
del género masculino solamente, parece olvidar su rol de miembro menor. Diariamente se
puede observar el modo en el que se transforma en un insaciable destructor del entorno
natural realizando obras y acciones a sabiendas de que son nocivas para el entorno.
Asimismo se ve ahí, en esos grandes centros urbanos en los que se pregona casi
machaconamente sobre la importancia de la protección de unos activos ambientales que, por
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supuesto, no se tienen. Vemos que las campañas más fuertes de las mega ongs
ambientalistas nos hablan de cosas importantes pero muchas veces lejanas. Muchas veces
frente a un aula comencé mi clase preguntando “¿Quién de ustedes mató hoy una ballena?
¿Un oso panda? ¿Alguno taló un bosque nativo?” ante la perplejidad del auditorio que, por
supuesto, me responde negativamente les digo “Entonces no hay problemas ambientales en
su entorno” Claro que aquello que implica un actuar concreto y sistemático de cada uno de
nosotros, aunque sea un actuar menor, nos resulta mucho más complicado de lo que nos
Este actuar cuasi suicida del hombre con la naturaleza parece recordar lo que Fidel Castro
dijo respecto de las guerras mundiales: Consultado sobre qué armas se usarían en la tercera
guerra mundial contesto “en la tercera no se pero en la cuarta serán palos y piedras”. El
avance desmedido del armamentismo y de la ciencia relacionada provocaría, según Castro, la
destrucción de todo lo que hoy conocemos como civilización.
1. Bibiloni, Homero Máximo: Ambiente y Política en Argentina. 2008. Buenos Aires. Ediciones Rap
2. ídem
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Comencemos por definir al ambiente recurriendo a lo que nos dice el diccionario de la Real
Académia Española en su tercera definición: “Condiciones o circunstancias físicas,
sociales, económicas, etc., de un lugar, de una reunión, de una colectividad o de
una época.” 3
de su organización y de su progreso”4
En segundo lugar manifiesta una idea por demás interesante que podríamos
definir como “manejo racional y eficiente”. Nótese que no se ve a la naturaleza
como un sistema intangible, inmaculado e intocable sino que se propone “que la
administre sabiamente teniendo empeño por el cuidado de sus recursos, que
están al servicio de toda la familia humana”. Esto habla a las claras del rol que le
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“En la fila del supermercado, el cajero le dice a una señora mayor que debería
traer su propia bolsa, ya que las bolsas de plástico no son buenas para el medio
ambiente.
La señora pide disculpas y explica: "es que no había esta moda verde en mis
tiempos."
El empleado le contestó: "ese es ahora nuestro problema. Su generación no puso
suficiente cuidado en conservar el medio ambiente."
Tiene razón: nuestra generación no tenía esa moda verde en esos tiempos.
En aquel entonces, las botellas de leche, las botellas de gaseosa y las de cerveza
se devolvían a la tienda. La tienda las enviaba de nuevo a la fábrica para ser
lavadas y esterilizadas antes de llenarlas de nuevo, de manera que se podían usar
las mismas botellas una y otra vez. Así, realmente las reciclaban.
Pero no teníamos esta moda verde en nuestros tiempos.
Subíamos las escaleras, porque no había escaleras mecánicas en cada comercio ni
oficina. Íbamos andando a las tiendas en lugar de ir en coches de 300 caballos de
potencia cada vez que necesitábamos recorrer 200 metros.
Pero tenía razón. No teníamos la moda verde en nuestros días.
Por entonces, lavábamos los pañales de los bebés porque no los había
desechables.
Secábamos la ropa en tendederos, no en secadoras que funcionan con 220 voltios.
La energía solar y la eólica secaban verdaderamente nuestra ropa. Los chicos
usaban la ropa de sus hermanos mayores, no siempre modelitos nuevos. Pero esa
señora está en lo cierto: no teníamos una moda verde en nuestros días.
Entonces teníamos una televisión, o radio, en casa -no un televisor en cada
habitación. Y la TV tenía una pantallita del tamaño de un pañuelo (¿se acuerdan?),
no una pantallota del tamaño de un estadio.
En la cocina, molíamos y batíamos a mano, porque no había máquinas eléctricas
que lo hiciesen por nosotros.
Cuando empaquetábamos algo frágil para enviarlo por correo, usábamos
periódicos arrugados para protegerlo, no cartones preformados o bolitas de
plástico.
En esos tiempos no arrancábamos un motor y quemábamos gasolina sólo para
cortar el césped. Usábamos una podadora que funcionaba a músculo. Hacíamos
ejercicio trabajando, así que no necesitábamos ir a un gimnasio para correr sobre
cintas mecánicas que funcionan con electricidad.
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Pero ella está en lo cierto: no había en esos tiempos una moda verde.
Bebíamos del grifo cuando teníamos sed, en lugar de usar vasitos o botellas de
plástico cada vez que teníamos que tomar agua.
Recargábamos las estilográficas con tinta, en lugar de comprar una nueva y
cambiábamos las cuchillas de afeitar en vez de tirar a la basura toda la afeitadora
sólo porque la hoja perdió su filo.
Pero no teníamos una moda verde por entonces.”7
Otro relato que también figura en innumerables páginas de Internet sin que se haya
demostrado su autenticidad y su veracidad histórica y que forma parte de una obra ficcional
pero se decidió agregarlo aquí por la fuerza de su relato y la crudeza de la descripción de la
irracional extracción de recursos naturales americanos durante la conquista y el período
colonial:
“Aquí pues yo, Guaicaipuro Cuatémoc he venido a encontrar a los que celebran el
encuentro. Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América hace
cuarenta mil años, he venido a encontrar a los que la encontraron hace sólo
quinientos años. Aquí pues, nos encontramos todos. Sabemos lo que somos, y es
bastante. Nunca tendremos otra cosa.
El hermano aduanero europeo me pide papel escrito con visa para poder descubrir
a los que me descubrieron. El hermano usurero europeo me pide pago de una
deuda contraída por Judas, a quien nunca autoricé a venderme.
El hermano leguleyo europeo me explica que toda deuda se paga con intereses,
aunque sea vendiendo seres humanos y países enteros sin pedirles
consentimiento.
Yo los voy descubriendo. También yo puedo reclamar pagos y también puedo
reclamar intereses. Consta en el Archivo de Indias, papel sobre papel, recibo sobre
recibo y firma sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660 llegaron a
San Lucas de Barrameda 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata
provenientes de América.
¿Saqueo? ¡No lo creyera yo! Porque sería pensar que los hermanos cristianos
faltaron a su Séptimo Mandamiento. ¿Expoliación? ¡Guárdeme Tanatzin de
figurarme que los europeos, como Caín, matan y niegan la sangre de su hermano!
¿Genocidio? Eso sería dar crédito a los calumniadores, como Bartolomé de las
Casas, que califican al encuentro como de destrucción de las Indias, o a ultrosos
como Arturo Uslar Pietri, que afirma que el arranque del capitalismo y la actual
civilización europea se deben a la inundación de metales preciosos! ¡No!
Esos 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata deben ser considerados
como el primero de muchos otros préstamos amigables de América, destinados al
desarrollo de Europa. Lo contrario sería presumir la existencia de crímenes de
guerra, lo que daría derecho no sólo a exigir devolución inmediata, sino la
indemnización por daños y perjuicios.
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Es por demás claro y sabido que el progreso no debe ser visto como negativo ni mucho
menos tomado como algo perjudicial.
En el primer relato lo que se pone de manifiesto, creo yo, es la inmensa cantidad de cosas
que se podrían seguir haciendo para una más racional relación con el ambiente y que la
natural propensión al confort, la comodidad y el despilfarro han hecho olvidar a las
generaciones presentes que el cuidado del ambiente comienza por acciones propias,
pequeñas, no muy trascendentales pero sin ninguna duda significativas tomadas en conjunto.
Obviamente nadie pide que vuelvan los pañales a los que había que lavar para reutilizar,
nadie desea la abolición de las máquinas de cortar pasto…
Por otro lado el segundo texto, aunque ficcional es esclarecedor. Los recursos que fueron
extraídos en América fueron de tal magnitud que permiten decir a Eduardo Galeano, en Las
venas Abiertas de América Latina, que: “las regiones hoy día más signadas por el
subdesarrollo y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más estrechos con
la metrópoli y han disfrutado de períodos de auge. Son las regiones que fueron las mayores
productoras de bienes exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados Unidos, y las
fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la metrópoli cuando por una u
otra razón los negocios decayeron”8
7. http://www.librodearena.com/post/waldau/es-que-no-habia-esta-moda-verde-en-mis-
tiempos/4393987/7989
8. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo Veintiuno Editores, 51a edición,
México, 1985
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Los indígenas parecen haber tenido una buena comprensión del medio ambiente
en que vivían y de la manera más adecuada de explotarlo para obtener un
rendimiento sostenido en las cosechas, sin llegar a una sobre explotación. Los
métodos aborígenes de cultivo muestran claramente una preocupación por
conservar la fertilidad del suelo y por evitar la erosión; así:
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Más adelante una revisión de las prácticas agrícolas de los indígenas y colonos que
habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, nos da una imagen que contrasta,
agudamente, con la de la agricultura aborigen prehispánica, particularmente en lo
referente a los efectos ambientales.
Durante el presente siglo, los colonos blancos han estado despojando a los
indígenas de sus antiguas tierras. Como resultado de ello, los Indígenas se han
visto forzados a cultivar tierras cada vez más alejadas de sus poblados, áreas
frecuentemente reducidas y de suelos pobres. Adicionalmente, y dado que las
tierras agrícolas a su disposición se han vuelto cada vez más escasas, han
comenzado a utilizar métodos de explotación intensiva que han contribuido a la
pérdida de fertilidad y al empobrecimiento del suelo. Aunque aún practicaban el
cultivo individual y mixto por rotación, la restricción sobre las tierras agrícolas
para el cultivo los lleva a dejar períodos de descanso muy corto, insuficiente para
que la vegetación boscosa se restablezca.
Una vez agotados los suelos de sus parcelas, los indígenas se van y proceden a
desmontar nuevas áreas de bosques. El aterrazamiento de las laderas para el
cultivo prácticamente no es utilizado, factor este que contribuye a un mayor
empobrecimiento del suelo. Dado que la ganadería se practica cada vez más,
principalmente en las áreas en descanso, se ha convertido en una causa adicional
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de erosión en la Sierra.
Los métodos de cultivo utilizados por los actuales colonos de la Sierra son muy
parecidos a los de los indígenas con quienes coexisten. Cultivan las parcelas en
forma continua durante varios años consecutivos, hasta que el suelo se agota. No
aterrazan las laderas. Desmontan las superficies requeridas para la siembra, sin
ningún tipo de control, removiendo todos los árboles y vegetación preexistente,
dejando así los suelos sin protección adecuada contra las lluvias. También
desmontan áreas mayores que las requeridas para el cultivo e impiden la
regeneración del bosque, mediante el mantenimiento de potreros.
Por otro lado, el análisis palinológico de las muestras que se tomaron en los sitios
de la vertiente norte de la Sierra Nevada de Santa Marta (ver mapa), han
suministrado evidencia de cambios en la vegetación inducidos por la población
indígena que habitaba el área. También proporcionan información para poner a
prueba la hipótesis, ya respaldada por los datos etnohistóricos de que las prácticas
agrícolas de los indígenas de la sierra no produjeron degradación ambiental.
Ahora un fragmento del paradigmático libro de Eduardo Galeano para graficar una práctica
inadecuada y nociva.
9. El manejo del medio ambiente natural por el hombre prehispánico en la sierra nevada de
Santa Marta - Luisa Fernanda Herrera - Banco de la República de Colombia
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Las colonias españolas proporcionaban, en primer lugar, metales. Muy temprano se habían
descubierto, en ellas, los tesoros y las vetas. El azúcar, relegada a un segundo plano, se
cultivó en Santo Domingo, luego en Veracruz, más tarde en la costa peruana y en Cuba. En
cambio, hasta mediados del siglo XVII, Brasil fue el mayor productor mundial de azúcar.
Simultáneamente, la colonia portuguesa de América era el principal mercado de esclavos; la
mano de obra indígena, muy escasa, se extinguía rápidamente en los trabajos forzados, y el
azúcar exigía grandes contingentes de mano de obra para limpiar y preparar los terrenos,
plantar, cosechar y transportar la caña y, por fin, molerla y purgarla. La sociedad colonial
brasileña, subproducto del azúcar, floreció en Bahía y Pernambuco, hasta que el
descubrimiento del oro trasladó su núcleo central a Minas Gerais.
Las tierras fueron cedidas por la corona portuguesa, en usufructo a los primeros grandes
terratenientes de Brasil. La hazaña de la conquista habría de correr pareja con la organización
de la producción. Solamente doce «capitanes» recibieron, por carta de donación, todo el
inmenso territorio colonial inexplorado, para explotarlo al servicio del monarca. Sin embargo,
fueron capitales holandeses los que financiaron, en mayor medida, el negocio, que resultó, en
resumidas cuentas, más flamenco que portugués. Las empresas holandesas no sólo
participaron en la instalación de los ingenios y en la importación de los esclavos; además,
recogían el azúcar en bruto en Lisboa, lo refinaban obteniendo utilidades que llegaban a la
tercera parte del valor del producto, y lo vendían en Europa. En 1630, la Dutch West India
Company invadió y conquistó la costa nordeste de Brasil, para asumir directamente el control
del producto. Era preciso multiplicar las fuentes del azúcar, para multiplicar las ganancias, y
la empresa ofreció a los ingleses de la isla Barbados todas las facilidades para iniciar el
cultivo en gran escala en las Antillas. Trajo a Brasil colonos del Caribe, para que allí, en sus
flamantes dominios, adquirieran los necesarios conocimientos técnicos y la capacidad de
organización.
Cuando los holandeses fueron por fin expulsados del nordeste brasileño, en 1654, ya habían
echado las bases para que Barbados se lanzara a una competencia furiosa y ruinosa. Habían
llevado negros y raíces de caña, habían levantado ingenios y les habían proporcionado todos
los implementos. Las exportaciones brasileñas cayeron bruscamente a la mitad, y a la mitad
bajaron los precios del azúcar a fines del siglo xvii. Mientras tanto, en un par de décadas, se
multiplicó por diez la población negra de Barbados. Las Antillas estaban más cerca del
mercado europeo, Barbados proporcionaba tierras todavía invictas y producía con mejor nivel
técnico. Las tierras brasileñas se habían cansado. La formidable magnitud de las rebeliones de
los esclavos en Brasil y la aparición del oro en el sur, que arrebataba mano de obra a las
plantaciones, precipitaron también la crisis del nordeste azucarero. Fue una crisis definitiva.
Se prolonga, arrastrándose penosamente de siglo en siglo, hasta nuestros días. El azúcar
había arrasado el nordeste. La franja húmeda del litoral, bien regada por las lluvias, tenía un
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suelo de gran fertilidad, muy rico en humus y sales minerales, cubierto por los bosques desde
Bahía, hasta Ceará. Esta región de bosques tropicales se convirtió, como dice Josué de
Castro, en una región de sabanas. Naturalmente nacida para producir alimentos, pasó a ser
uña región de hambre. Donde todo brotaba con vigor exuberante, el latifundio azucarero,
destructivo y avasallador, dejó rocas estériles, suelos lavados, tierras erosionadas. Se habían
hecho, al principio, plantaciones de naranjos y mangos, que «fueron abandonadas a su suerte
y se redujeron a pequeñas huertas que rodeaban la casa del dueño del ingenio,
exclusivamente reservadas a la familia del plantador blanco». Los incendios que abrían tierras
a los cañaverales devastaron la floresta y con ella la fauna; desaparecieron los ciervos, los
jabalíes, los tapires, los conejos, las pacas y los tatúes. La alfombra vegetal, la flora y la
fauna fueron sacrificadas, en los altares del monocultivo, a la caña de azúcar. La producción
extensiva agotó rápidamente los suelos.
A fines del siglo XVI había en Brasil no menos de 120 ingenios, que sumaban un capital
cercano a los dos millones de libras, pero sus dueños, que poseían las mejores tierras, no
cultivaban alimentos. Los importaban, como importaban una vasta gama de artículos de lujo
que llegaban, desde ultramar, junto con los esclavos y las bolsas de sal. La abundancia y la
prosperidad eran, como de costumbre, simétricas a la miseria de la mayoría de la población,
que vivía en estado crónico de subnutrición. La ganadería fue relegada a los desiertos del
interior, lejos de la franja húmeda de la costa: el sertão que, con un par de reses por
kilómetro cuadrado, proporcionaba (y aún proporciona) la carne dura y sin sabor, siempre
escasa.
De aquellos tiempos coloniales nace la costumbre, todavía vigente, de comer tierra. La falta
de hierro provoca anemia; el instinto empuja a los niños nordestinos a compensar con tierra
las sales minerales que no encuentran en su comida habitual, que se reduce a la harina de
mandioca, los frijoles y, con suerte, el tasajo. Antiguamente, se castigaba este «vicio
africano» de los niños poniéndoles bozales o colgándolos dentro de cestas de mimbre a larga
distancia del suelo.
Pero es en el litoral húmedo donde se padece hambre endémica. Allí donde más opulenta es
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la opulencia, más miserable resulta, tierra de contradicciones, la miseria: la región elegida por
la naturaleza para producir todos los alimentos, los niega todos: la franja costera todavía
conocida, ironía del vocabulario, como zona da mata, «zona del bosque», en homenaje al
pasado remoto y a los míseros vestigios de la forestación sobreviviente a los siglos del
azúcar. El latifundio azucarero, estructura del desperdicio, continúa obligando a traer
alimentos desde otras zonas, sobre todo de la región centro-sur del país, a precios crecientes.
El costo de la vida en Recife es el más alto de Brasil, por encima del índice de Río de Janeiro.
Los frijoles cuestan más caros en el nordeste que en Ipanema, la lujosa playa de la bahía
carioca. Medio kilo de harina de mandioca equivale al salario diario de un trabajador adulto en
una plantación de azúcar, por su jornada de sol a sol: si el obrero protesta, el capataz manda
buscar al carpintero para que le vaya tomando las medidas del cuerpo. Para los propietarios o
sus administradores sigue en vigencia, en vastas zonas, el «derecho a la primera noche» de
cada muchacha. La tercera parte de la población de Recife sobrevive marginada en las chozas
de los bajos fondos; en un barrio, Casa Amarela, más de la mitad de los niños que nacen
muere antes de llegar al año. La prostitución infantil, niñas de diez o doce años vendidas por
sus padres, es frecuente en las ciudades del nordeste. La jornada de trabajo en algunas
plantaciones se paga por debajo de los jornales bajos de la India. Un informe de la FAO,
organismo de las Naciones Unidas, aseguraba en 1957 que en la localidad de Vitoria, cerca de
Recife, la deficiencia de proteínas «provoca en los niños una pérdida de peso de un 40% más
grave de lo que se observa generalmente en África». En numerosas plantaciones subsisten
todavía las prisiones privadas, «pero los responsables de los asesinatos por subalimentación –
dice Rene Dumont– no son encerrados en ellas, porque son los que tienen las llaves».
Pernambuco produce ahora menos de la mitad del azúcar que produce el estado de San
Pablo, y con rendimientos menores por hectárea; sin embargo, Pernambuco vive del azúcar, y
de ella viven sus habitantes densamente concentrados en la zona húmeda, mientras que el
estado de San Pablo contiene el centro industrial más poderoso de América Latina. En el
nordeste ni siquiera el progreso resulta progresista, porque hasta el progreso está en manos
de pocos propietarios. El alimento de las minorías se convierte en el hambre de las mayorías.
A partir de 1870, la industria azucarera se modernizó considerablemente con la creación de
los grandes molinos centrales, y entonces «la absorción de las tierras por los latifundios
progresó de modo alarmante, acentuando la miseria alimentaria de esa zona».
10. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo Veintiuno Editores, 51a edición,
México, 1985
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