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Georges Duby

Diálogo sobre la Historia. Conversaciones con Guy Lardreau


Madrid: Alianza, 1988 (pp. 37-53)

Capítulo 1

UN NOMINALISMO MODERADO

El sueño obligado del historiador

Guy Lardreau (G. D.)– En el fondo hay dos grandes concepciones de la


historia, según la forma de resolver la anfibología en que se confunden, en francés, los
dos sentidos del término “historia”: es decir, la forma en que se plantea la relación
entre el historiador, y su discurso, con su objeto. Para simplificar, calificaremos estas
concepciones con el nombre de la escuela que representan: nominalista y realista.
De una parte, los nominalistas, para los cuales la historia se reduce en
definitiva al conjunto de discursos acerca del pasado; en primer lugar, el de un
presente sobre sí mismo; después, desaparecido este presente, todos los discursos que a
él se refieren, que en lo sucesivo van a soñarlo como pasado y que, a fin de cuentas, no
hacen sino manifestar su propio presente a través de ese pasado que se dan a sí
mismos. Entonces, no hay ninguna manera de exhumar una realidad, nada más que
discursos, en cascada, hasta el infinito. El discurso que tenemos hoy sobre la historia
es uno más, sin privilegios, y no la verdad de los precedentes, no la verdad de todos los
demás; sino simplemente un discurso que es el de nuestro presente, sobre un pasado
que, en ultima instancia, se inventa en función de los propios intereses. Llevado al
extremo, el pasado no existe, no hay más que sus nombres. Por una vez toda la historia,
como decía Croce, es contemporánea. Me parece, por tomar una referencia que nos
será más próxima a ambos, que Lucien Febvre, al menos al final, no estaba muy lejos
de esta postura.
Por otra parte, los realistas, para los cuales el pasado es claramente una
realidad, que se trata de restaurar. No se trata, por supuesto, de que nieguen
necesariamente que un “hecho” histórico, como cualquier hecho científico, se
construye. Tampoco es que se nieguen a reconocer que, efectivamente, hay gran
cantidad de discursos, los cuales al hablar del pasado no están sino hablando de los
intereses de su presente. Lo que ellos afirman es que es posible determinar un punto –
exorbitante en la serie de discursos en que se sueña el pasado– a partir del cual crear
una realidad del pasado, construir un hecho histórico. En una palabra: que es posible
construir un saber positivo de la historia.
Así pues, mi primera pregunta –un tanto abrupta, aunque no creo que sea malo
abordar las cuestiones de frente, desde el principio, sin perjuicio de volver a ellas
posteriormente desde otro punto de vista, para precisar, corregir, equilibrar– es: ¿en
qué lado se colocaría usted?

Georges Duby (G. D.)– Respecto a mí, quiero decir que lo que yo escribo es mi
historia, es decir, que yo me hablo a mí mismo, y que no tengo ninguna intención de
ocultar la subjetividad de mi discurso. Cuando yo era joven, y estaba construyendo esa
“obra maestra” (en el sentido artesanal y corporativo del término) que es la tesis, por
supuesto que respetaba las normas, me olvidaba de mí mismo, y reprimía todo lo

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posible mis reacciones ante las fuentes de información; pero tiendo a hacerlo cada vez
menos.
Intentemos ver cómo trabajamos: usted es filósofo y yo historiador; no tengo
mucha afición por las teorías; hago mi oficio y la verdad es que no reflexiono mucho
sobre él. Creo que debemos partir de lo concreto, de la manera de hacer, de trabajar en
el estudio. He aquí que los hombres de los que me ocupo, que han vivido en el siglo
XII, han dejado ciertas huellas. Algunas de ellas son totalmente “concretas”, están
inscritas en el paisaje, con objetos materiales que revela la arqueología, y yo he sido, en
algunos momentos (todavía lo soy), un promotor de la arqueología muy activo, pero de
una arqueología que no sólo se ocupe del objeto bello, de la obra de arte, de lo
monumental, sino que también se dedique a descubrir lo que hay de menos “noble” en
los productos de la actividad humana. Después hay otras huellas, éstas son huellas de
discursos. Discursos de los contemporáneos sobre ellos mismos, palabras, signos
puestos uno al lado del otro, frases. Muchos tenían un objeto puramente práctico: pienso
en aquellas actas que se redactaban, que informaban de palabrerías con las que se había
arreglado un asunto, y que se encuentran en los cartularios, en los archivos. Y después,
también, textos más elaborados, más sofisticados, cargados de ideología; relatos de
acontecimientos, de crónicas, de reportajes; es decir, de teorías sobre el orden del
mundo. Un cierto número de huellas. Estas huellas son poco comunes para los períodos
antiguos, como aquel del que yo me ocupo; todo esto está muy gastado por el tiempo,
muy degradado, es un tejido ajado, raído, rasgado. Grandes agujeros que la
investigación histórica es incapaz de llenar. Incluso la mayoría de las veces no podemos
medir la extensión de lo que falta, no sabemos lo que se ha estropeado, lo que se ha
borrado.
De esta forma, yo que hablo, estoy ante esas ruinas, esos restos; algunos
podemos situarlos en el espacio y en el tiempo, en un lugar preciso, en una fecha
precisa; hay otros que flotan, cuya localización sigue siendo muy vaga. Esto
evidemente, es “real”, un testimonio irrefutable: procede de la gente que ha vivido y
actuado en otro tiempo. Lo que intento hacer, basándome en estos testimonios, es, en
primer lugar, establecer cualquier tipo de relación entre estas huellas. A partir de ese
momento interviene la imaginación: cuando trato de llenar estas lagunas, estos
intersticios, de tender puentes y rellenar las fallas, este no dicho, este silencio, de alguna
manera, ayudándome de lo que ya sé.

G. L.– Pero a mí me parece que, en el fondo, la huella no es una huella con


valor histórico, no lo es para el historiador sino a partir del momento en que es tomada
en un discurso; antes no es huella de la historia.
En este sentido el discurso siempre está ahí: incluso una fecha no se convierte
en hecho histórico más que en el seno del discurso que ha decidido exhumarla de la
triste repetición del calendario.

G. D.– Naturalmente, y uno se da cuenta en seguida (lo que decía a propósito de


la arqueología ya lo expresaba), uno se da cuenta de que cada generación de
historiadores realiza una elección, descuida ciertas huellas y, por el contrario,
desentierra otras a las que nadie prestaba atención desde hacía cierto tiempo, o desde
siempre. En consecuencia, la mirada que dirigimos sobre estos detritus es subjetiva:
depende de una cierta interrogación, de una cierta problemática; es decir, a fin de
cuentas, de lo profundo de uno mismo. No de “el individuo”, ya que es evidente que mi
trabajo no puede aislarse del trabajo de.cierto número de personas que son mis
contemporáneos, que son mis antepasados, con los cuales me siento perfectamente so-
lidario, no sólo con gente que trabaja conmigo, a la que veo todas las semanas, sino
también con otros que trabajan muy lejos. También me siento solidario con mis
maestros; y no sólo con mis maestros inmediatos: Lucien Febvre, al que he tenido la

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suerte de conocer, o Marc Bloch, a quien nunca he visto, pero que considero mi
maestro.
En este sentido, la elección que hago no es libre, estoy atrapado en una red.
Como decía usted muy acertadamente, mi atención está obligada a dirigirse hacia
algunos de estos vestigios, de estas huellas, de estos documentos, de estas “fuentes”, por
decirlo en la jerga de los historiadores.

G. L.– De golpe se me ocurre una reflexión: usted utilizó en una ocasión una
expresión que me gustó mucho, que he rumiado, a la que he dado vueltas; usted decía:
hay huellas “más o menos reales”. ¿Acaso este “más o menos de realidad”, más que
hacer referencia a la cuestión de la propia materialidad de estas huellas, siendo unas
más o menos materiales, no haría referencia al hecho de que las hay más o menos
apremiantes? Quiero decir que las hay sobre las que nuestros discursos se quedan con
dos palmos de narices; de donde, me parece a mí, el historiador aborda, a pesar de
todo, algo que es de una dimensión limitada; es decir, que si es verdad que puede
sostener n discursos sobre las huellas, sin embargo, no todos son posibles. En otras
palabras, creo que la “realidad” de estas huellas de historia habría que encontrarla,
de hecho, en el nivel del discurso, del lado del discurso, como lo que hace imposibles
ciertos discursos.
En el fondo, creo que lo que digo no es otra cosa que lo que decía Bloch
cuando hablaba de los “hechos malvados” que hacen saltar por los aires las buenas
teorías, o de lo que decía Bachelard a propósito de las ciencias de la naturaleza,
cuando señala que los verdaderos hechos son los polémicos.

G. D.– Es, por decirlo así, lo que separa al discurso del historiador, o histórico,
del discurso novelesco; efectivamente, creo que un libro de historia, que la historia, es
un género literario, un género que se integra en la “literatura de evasión”, al menos en
gran medida; que sacia un deseo de evadirse de uno mismo, de lo cotidiano, de lo que te
encierra; de esto estoy seguro.
Pero la diferencia entre el novelista y el historiador es que éste está obligado a
tener en cuenta cierto número de cosas que se le imponen; que está determinado por una
necesidad de “veracidad”, por así decirlo, más que, quizá, de “realidad”. En todo caso
esto no tiene nada que ver con la materialidad de estas huellas: la huella de un sueño no
es menos “real” que la de una pisada, o el surco de una carreta en la tierra. Creo que lo
imaginario tiene tanto de realidad como lo material; es necesario que estemos de
acuerdo sobre esto. El historiador no puede borrar todas estas huellas conscientemente,
no puede borrar ninguna. Y está obligado a insinuar su invención, su parte de
imaginación y de creación, en el interior de un archipiélago.
Evidentemente, en este archipiélago hay grandes bloques, asentados, que se
imponen; los hay más tenues, entre los cuales se divaga fácilmente, y después, grandes
espacios donde se puede disfrutar mucho.

G. L.– Volviendo sobre lo que estaba diciendo: lo que en última instancia me


choca en el trabajo de historia, que funciona, pese a todo, como un tope, es que parece
que, para un período dado, se pueden sostener n discursos, y que no se puede saber su
número de antemano; es decir, que hay un número indefinido de discursos posibles;
pero también es verdad que hay un número indefinido de discursos que las huellas
hacen que sean imposibles. Me gustaría que me explicara con mayor precisión cómo se
las arregla en su trabajo con ese posible y este imposible.

G. D.– No se puede sostener cualquier discurso sobre el pasado, ni sobre


cualquier cosa. Habría que volver a mi comparación, ya que, en última instancia, el
novelista tampoco puede contar cualquier cosa: hay límites que se le imponen, que son

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menos visibles, pero quizá igualmente fuertes, igual de apremiantes. Pero es cierto que a
medida que nos alejamos del presente, es decir, a medida que el tejido de informaciones
se desmorona, la parte de libertad y la cantidad de discursos posible se vuelven
mayores, siempre más grandes. Es quizá, en cierta medida, por lo que (aunque, en
realidad, no sé por qué) me he hecho medievalista.
Es decir, me siento bastante a gusto en la Edad Media porque encuentro en ella,
en forma de documentos, suficientes puntos de apoyo como para no tener demasiado
vértigo, pero también porque estos documentos no son tantos que me impidan
abarcarlos todos de una sola mirada; y esto es muy satisfactorio. Creo que tendría miedo
de ser historiador del siglo XVIII: se tienen ante sí tantas estelas que uno se pierde; es
un poco por esto, para tranquilizarse, por lo que mis colegas que se ocupan de este
período se refugian en el tratamiento por ordenador, en la cuantificación. Mientras que,
si yo he elegido hablar de los siglos XI y XII, casi puedo hacer el inventario de la
información, siempre y cuando determine un territorio que no sea demasiado amplio;
puedo tener la impresión de haber visto casi todo, es decir, de no arriesgarme a tropezar
bruscamente con uno de esos islotes que no había descubierto y de ver todo tirado por el
suelo, según la expresión de March Bloch que usted mencionaba; “todo”, es decir, el
edificio teórico –no sé si llamarlo “teórico”–: digamos, más bien, esta especie de
andamiaje de imaginación que estaba construyendo.
Pero volvamos al centro del problema. Desde hace unas décadas, los
historiadores se han dado cuenta, a pesar de todo, de que la restitución integral del
pasado era imposible; independientemente de la densidad de huellas, es inútil esperar,
como decía Michelet poder “resucitarlo” todo. No es posible. Y es simplemente en esto
en lo que al realismo de la historia encuentra su límite.
El historiador no puede hacer surgir del olvido más que una parte del pasado, no
solamente por los agujeros de los que hablaba, sino porque, evidentemente, no se puede
reintroducir en el presente la totalidad de una duración. Esto lo sabemos hoy en día,
mientras que en el siglo XIX se soñaba con la restitución integral. Somos perfectamente
conscientes de que estamos obligados a elegir, y elegimos de hecho, en función de un
cierto comportamiento colectivo de la familia de historiadores, pero también en función
de nuestro propio temperamento, de nuestro carácter.

G. L.– Hoy en día, usted dice con gusto que, a fin de cuentas, la historiografía
tiene para usted, en su propio trabajo, sin duda más interés que la propia “historia”,
entendida en un sentido ingenuamente positivo. Así, nuestro tema (la oposición
nominalismo-realismo) impone esta pregunta: ¿tiene usted la impresión de que su
propio discurso de historia, su propio discurso de historiador, es la verdad de todos los
discursos que le han precedido? ¿O en el fondo se considera uno entre los demás?
¿Acaso no se ve con el privilegio de la verdad, respecto a Raoul Glaber, Orderic Vital
o Lambert d’Ardres, a todos estos hombres que se esforzaban por comprender aquello
que estaban viviendo, y después a todos aquellos que, hasta usted, han dado su propia
interpretación de la Edad Media?

G. D.– No tengo esta pretensión en absoluto. No me siento más capaz que ellos
para volver a dar vida al recuerdo, para atrapar en las redes del discurso alguna cosa que
se me escapa, que huye por todas partes como se escapaba entre sus dedos.
Evidentemente, mis medios de investigación están más perfeccionados que los de mis
predecesoeres, pero tengo una sensación muy clara de que estos medios no me permiten
comprender mis objetos, ni utilizarlos de otra forma que la que utilizaron ellos mismos;
es decir, para construir algo que es expresión de mí mismo, de la visión que yo tengo
del mundo, y que, sin duda, no tiene más relación con lo que “realmente” pasó antaño
que la que tienen sus discursos con la “verdad” de lo que cuentan. Esto es, en mi
opinión, totalmente claro.

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G. L.– Entonces, usted suscribe plenamente el famoso pasaje de Lucien Febvre,
uno de los más claros y agudos que conozco sobre el problema que nos ocupa, en la
introducción a su Rabelais, cuando dice que cada época construye mentalmente su
propia representación del pasado, su Roma y su Atenas, su Edad Media y su
Renacimiento; incluso dice que, desde luego, el artesano [= quien construye esa
representación, o sea, el historiador] es mejor o peor, que los materiales también son
mejores o peores, pero que de todas maneras se trata de una construcción imaginaria,
y que la suya no es, como tal, más verdadera que todas las que la han precedido, y que,
como ella, han escenificado la misma época según sus propios intereses –quizá más
rica, y en el mejor de los casos más fecunda pero no más verdadera.

G. D.– Estoy totalmente de acuerdo con esto. Añadiría que no creo que queden,
entre los historiadores actuales, muchos que sigan adoptando el punto de vista del
positivismo de hace cincuenta o sesenta años, cuando, con el auge de las ciencias
exactas, se consolidaba el sentimiento de que era posible llegar a un conocimiento
escrupulosamente verdadero de lo que había ocurrido en el pasado, que era posible crear
una historia “científica”. Verdaderamente estoy convencido de la inevitable subjetividad
del discurso histórico; en cualquier caso, lo estoy totalmente del mío. Esto no quiere
decir que no haga todo lo que puedo por aproximarme a lo que podríamos llamar “la
realidad”, en relación a esa construcción mental imaginaria que es nuestro discurso.
Y yo no invento, es decir..., invento, pero me preocupo por fundamentar mi
invención sobre los cimientos más firmes posibles, construirlo a partir de huellas
criticadas rigurosamente, de testimonios tan precisos y exactos como sea posible. Pero
eso es todo.

G. L.– Este presente, a partir del cual –ya nos hemos puesto de acuerdo– el
historiador “inventa”, de forma rigurosa, un pasado (pasado a través del cual,
precisamente, en el fondo, se presenta el presente), no se define solamente a base de
términos colectivos, sino también a partir de un sujeto, de un sujeto concreto: así pues,
este historiador se define en los términos del deseo, que Freud nos ha señalado.
¿Piensa usted que, en efecto, esto está bien planteado en términos de deseo?
Evidentemente, no le estoy pidiendo un autoanálisis; pero ¿qué diría, a pesar de todo,
de su deseo de historiador? Además, me acuerdo de uno de sus seminarios donde dijo
que, en el fondo, lo que usted hacía era una especie de autoanálisis; la expresión me
pareció lo suficientemente acertada como para destacarla.

G. D.– Ya le he dicho que estoy convencido de la subjetividad del discurso


histórico, de que este discurso es el producto de un sueño, de un sueño que, sin
embargo, no es totalmente libre, ya que las grandes cortinas de imágenes de las que está
hecho se deben colgar obligatoriamente con clavos que son las huellas de las que hemos
hablado. Pero entre estos clavos, el deseo se insinúa. A fin de cuentas, esto es
igualmente verdad si se aplica a la historia reciente –aunque aquí haya profusión,
sobreabundancia de fuentes– que a la historia de un pasado muy antiguo donde la
documentación es extremadamente lagunosa, donde la parte correspondiente a la
libertad de soñar es inmensa, tan extendida que corre el riesgo de irse a la deriva.
Porque, a fin de cuentas, nuestras “fuentes” no son más que una especie de soporte,
mejor dicho, de trampolín. Para lanzarse, para rebotar, para, con la mayor soltura,
construir una hipótesis, válida, apoyada, sobre lo que han podido ser acontecimientos o
estructuras.
Entonces, ya que se trata de un sueño, intervienen, evidentemente lo consciente
y lo inconsciente. Pero quiero decir una vez más que el trabajo de lo consciente, lo que
domina, controlado por lo racional, juega un papel fundamental: no podemos

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imaginarnos un historia totalmente soñada. Me gustaría revelarle la curiosa impresión
que me dejó la lectura del libro de Jean d’Ormesson À la gloire de I’Empire. Ante esta
gran obra, este libro perfectamente construido, perfectamente escrito, sentí un extraño
malestar: veía el producto del oficio que hago y que amo, que consiste en soñar, pero
soñar sobre cosas “verdaderas”, desnaturalizado, con una habilidad extraordinaria,
porque esta “historia” perfectamente imaginaria era presentada bordada con todo el
aparato crítico que el historiador profesional se cree obligado a proveer para atestiguar
la veracidad de su información, para que se sepa claramente que se apoya sobre “hechos
verdaderos”. En esta obra estaba todo: los artificios de la retórica histórica, los guiños a
los colegas, una bibliografía, notas a pie de página, haciendo referencia a obras, algunas
de las cuales eran inventadas y otras no; verdaderamente tuve la impresión de la
profanación, de la trasgresión, de lo impuro, tuve un sentimiento de repulsión. Esto le
hace reír, pero yo hablo de una reacción muy profunda para mí: este libro ha sido para
mí un objeto desagradable. No se trata de un juicio de valor. Lo considero un objeto
hermoso; pero me mostraba mi profesión travestida. Era una novela revestida con
atributos de la historia.
Volviendo a la pregunta fundamental que usted me ha planteado. Me pregunto
si tener gusto por la historia, ponerse a “hacer historia” no será un síntoma de neurosis.
¿Por qué elegimos esta forma de evasión? Creo que los antropólogos son unos
neuróticos; esa gente que se va hasta Papuasia son neuróticos, y también lo son aquellos
que se dirigen hacia el siglo XI.
Y, sin duda, por razones homólogas. Sin embargo, ¿por qué el pasado, en vez
de lo lejano, por qué escaparse en el tiempo en lugar de hacerlo en el espacio? ¿Qué
fantasmas dirigen ambas actitudes? Para aquél que elige la historia, la salida se realiza
por introversión, por hundimiento en las raíces. Se repliega, protegido, encerrado.
Silencio: no hablar a los demás, leer, descifrar, hablar con las sombras. En el fondo,
monólogo. Una salida que no lo es: permanecer encerrado en una habitación; los
archivos, las bibliotecas, ese refugio; los cuchicheos, el olor a papel viejo... ¿Por qué me
he hecho historiador? No lo sé. ¿Quizá, en parte, debido a mi infancia parisina? Porque,
en el paisaje que recorría, muy temprano, cuando tenía siete u ocho años, se elevaban
extraños edificios que me hacían soñar el fondo de las edades: Notre Dame, la
Conciergerie. En todo caso, estoy seguro de que los impulsos del deseo se introducen en
el propio trabajo del historiador, en diversos niveles. En primer lugar, en la escritura
propiamente dicha, en la manera de escribir la historia, en la manera de transmitir la
experiencia personal, esos copos de sueños que se han formado en contacto con el
documento, en el nivel del discurso. Seguramente, por muy fuerte que sea la voluntad
de frialdad objetiva, el control no es total. Y creo que es mejor que sea así. Que en
cualquier discurso histórico exista una parte de lirismo, que debe encontrarse, y que
incluso es necesaria una cierta dosis para llegar a la buena Historia.
Pero los impulsos también entran en juego en las opciones “teóricas”, en el
establecimiento de la que llamamos una problemática, en la manera de seguir una pista,
en el impulso que lleva a aventurarse hacia tal o cual tema.
No sé por qué decidí en un determinado momento ocuparme más de las
estructuras familiares, de la relación entre “viejos” y “jóvenes”; entre aquellos que
detentaban el poder y la sabiduría en la sociedad feudal, pero que habían perdido el
ímpetu, y aquellos otros que, por el contrario, llenos de entusiasmo pero apartados de
las decisiones se sentían frustrados. ¿Por qué? Ciertamente, no es por casualidad.
Efectivamente, esta opción fue dictada en gran medida por el estado general de la
materia científica, por las disposiciones de conjunto de la obra, y las cuestiones que me
planteé en un momento dado fueron suscitadas por investigaciones paralelas a las mías.
En la comunidad de historiadores existe una verdadera “formación problemática”, una
especie de sistema en el que las preguntas formuladas aquí y allá tienen una coherencia.
Pero también es posible, incluso es seguro que intervenían otras inclinaciones.

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G. L.– Me parece que precisamente esta cuestión de los “jóvenes” permitiría
hacer valer otra de las determinaciones a la obra en la construcción imaginaria del
historiador. Decíamos que está el estado de la investigación, el estado de los
materiales sobre los que se ejerce su trabajo; está su propio deseo, que enlaza con su
propia historia, en la gran historia. Pero también están los intereses que le impone su
época; y si efectivamente la historia es, en nuestra cultura, uno de los modos
fundamentales a través de los cuales una sociedad afirma su propia imagen, y la
imagina, incluso diremos que esta determinación es indudablemente la que se impone
más, la que envuelve a todas las demás. En efecto, diremos que son estos intereses los
que guían, en primer lugar, el retrabajo de los materiales legados, pero también la
elección de las nuevas huellas, de los nuevos métodos, de un nuevo estilo, en función de
las nuevas interrogaciones que suscitan, de los nuevos objetos que recortan.
Y es dentro de este recorte, en cierto modo “social”, donde los intereses
particulares de tal historiador van a introducir otro recorte, en este caso
sobredeterminado, ya que es a la vez el electo de su adscripción singular en la época
(de su adscripción ideológica, filosófica, política, etc.) y, propiamente, de su deseo
singular. Así, la determinación por los intereses de la época aparece como el primero
de esos cí1rculos concéntricos por los cuales se determina el trabajo de un historiador.
Creo que es esto lo que explica que, por muy distintos que sean dos
historiadores entre sí en todos los terrenos (e incluso si trabajan sobre épocas
totalmente distintas), a pesar de ello tendrán, si son contemporáneos,
fundamentalmente las mismas preguntas y los mismos objetivos. A fin de cuentas la
solidaridad de época prevalece sobre cualquier otra.
Volviendo a esos “jóvenes” que usted ha inventado. Yo sé que los jóvenes,
como usted los definió, en referencia exacta a la sociedad aristocrática del siglo XII,
representan, de hecho, un concepto extremadamente preciso, y no se trata simplemente
de “la juventud” en general.
A pesar de ello, queda esta idea, en el fondo y por hablar de forma muy burda,
de un vínculo entre la juventud, la falta de fijación, la inquietud y, por lo mismo, el
carácter inquietante.
Ahora bien, lo que me choca es que su cuestión sobre los jóvenes surgió
precisamente en un momento en que en todas las metrópolis imperialistas del mundo la
“juventud”, en este caso en su sentido moderno, aparecía como un factor de desorden.
Y estaba también, precisamente, tanteando las viejas preguntas marxistas, que usted
mismo, por lo que estoy viendo, también tocaba por entonces (pero dejemos este último
punto, que espero que volvamos a tocar). Si no recuerdo mal, su artículo sobre los
juvenes en los Annales es de 1964, y los grandes tumultos estudiantiles en Berkeley se
produjeron en 1965.

G. D.– Una vez más estoy convencido de que, en el fondo, la historia es el


sueño de un historiador –y este sueño está fuertemente condicionado por el medio en el
que se sitúa el historiador; así, estoy totalmente dispuesto a admitir que las
investigaciones que he realizado sobre el parentesco, así como el estudio, muy especial,
sobre el grupo social que acaba de mencionar, que todo esto tiene relación (aunque
inconsciente) con la percepción que yo pudiera tener de la sociedad que me rodeaba.
Por aquel entonces, a principios de los años sesenta, yo era profesor en una universidad
en plena y sorprendente expansión; tenía el privilegio de estar en contacto inmediato
con una cierta juventud, que se metía en esta universidad, y que era cada vez más
abundante, cada vez más tumultuosa, inquieta y frustrada. Seguramente no habría
creado mi problemática de la misma manera en una sociedad estable, segura de ella
misma, conformista.

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Indudablemente, hubo por mi parte una percepción, impalpable y no formulada,
de lo que por entonces atormentaba al organismo social, y una refracción de este
tormento sobre la organización, sobre la orientación de mi labor. Esta es la relación del
historiador con su discurso sobre el pasado. Este discurso se escribe en el presente.
Sobre él repercuten los tumultos del mundo en el que vive el historiador, del cual no
puede escudarse, haga lo que haga, y cuyas contradicciones inevitablemente le
molestan.

(...)

La erudición, una cuestión de ética

(...)

G. D.– (...) Si hemos perdido la pretensión de elevar la historia al rango de


ciencia exacta, conservemos la voluntad de afilar constantemente nuestras herramientas.
(...) El historiador no llega a admitir, en el fondo de sí mismo que lo que hace, después
de todo, no es ciencia. De aquí viene esa nostalgia de la cientificidad, ese deseo de
establecer algunos “hechos verdaderos” (...). Pero, al mismo tiempo, es para el
historiador una cuestión de ética. (...) No hablar de aquello de lo que no se está seguro.
(...) La búsqueda de la precisión, de la exactitud, es primordial. Sin ella no habría
historia, nunca habría existido verdadera historia. Es una cuestión de moral profesional.
(...).

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