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Reseñas

67 de lecturas sobre
geopolítica y
economía global
Saving Capitalism:
For the Many, not the Few
Reich, R., (2015), Icon Books Ltd., Londres.

“Los salarios estancados o que van en declive para la mayoría,


junto con una disminución de la seguridad laboral y a una
creciente desigualdad. Las empresas, los bancos gigantes, y los
multimillonarios que controlan una creciente cuota de la economía
y del gobierno. El aumento de la agitación populista que se
manifiesta en una xenofobia feroz y actitudes anti-inmigrante.
¿Suena familiar? Se está convirtiendo en la nueva realidad político-
económica de Estados Unidos, Gran Bretaña, y otros lugares en
todo el mundo.”

Sinopsis
Para explicar la tensión económica que los trabajadores en Estados Unidos han sufrido
durante las últimas décadas, se culpa a menudo a la globalización y el progreso
tecnológico. Si bien es cierto que hoy en día, las máquinas o los trabajadores peor
remunerados en otros países son capaces de realizar muchos trabajos con un menor
coste, estos dos factores no explican de ninguna manera lo sucedido. Para Robert
Reich, este razonamiento ignora, en particular, la concentración de poder político cada
vez mayor que la élite empresarial y financiera ha obtenido, a través de la influencia
que han tenido sobre las reglas que rigen la economía. El debate actual entre la
Derecha y la Izquierda sobre los méritos del llamado “libre mercado” ha desviado la
atención sobre la organización actual de los mercados, muy diferente a la de hace
medio siglo. Según el autor, la organización actual no es capaz de proporcionar la
seguridad y prosperidad compartida que solía proporcionar. La concentración de poder
es la razón principal por la que los paquetes de compensaciones de los altos directivos
de las grandes compañías se han disparado, los salarios y perspectivas laborales se han
reducido y la clase media en Estados Unidos tiene menor seguridad laboral que hace
una década.

En Saving Capitalism (Salvar el capitalismo), Reich explicará de forma clara y


argumentada que los mercados no existen sin reglas. Cuando las grandes
corporaciones, los principales bancos y los individuos más ricos tienen la mayor parte
de la influencia sobre dichas reglas, el resultado de los mercados les favorece, y su
riqueza e influencia política aumenta en un círculo vicioso sin fin. Ahora bien, esta
tendencia no es sostenible –ni económica ni políticamente–. Hoy ya somos testigos de
la frustración y el enfado creciente de un gran porcentaje del electorado

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estadounidense, que durante muchos años ha trabajado duro sin obtener incremento
salarial alguno. A lo largo de la obra, Robert Reich mostrará las razones que han
llevado al mercado a generar tales resultados y ofrecerá unas primeras
recomendaciones que se tendrán que llevar a cabo si queremos revertir la situación y
establecer un mercado que funcione y vuelva a garantizar prosperidad para la mayoría
de lo población. Aunque el autor se centra en Estados Unidos, su análisis encuentra
grandes resonancias con lo que está sucediendo en otros países del mundo,
empezando, en palabras de Reich, por Reino Unido.

El autor
Robert Reich es profesor de política pública de la Escuela Goldman de la Universidad
de California en Berkeley. Anteriormente fue profesor de la Escuela de Gobierno John
F. Kennedy de la Universidad de Harvard y profesor de política económica y política
social de la Escuela Heller de Política Social y Gestión de la Universidad Brandeis. En
2008 formó parte del consejo asesor de transición del presidente Barack Obama y fue
Secretario de Trabajo durante el gobierno de Bill Clinton, entre 1993 y 1997. Reich es
también destacado columnista en The New Republic, Harvard Business Review, The
Atlantic, The New York Times, Huffington Post, The American Prospect y The Wall
Street Journal.

Idea básica y opinión


¿Se acuerdan de la época en la que el único salario de un profesor, panadero,
vendedor o mecánico era suficiente para comprar una casa, tener dos coches y
mantener a una familia? El autor de Saving Capitalism, Robert Reich, sí se acuerda. En
los 50, su padre, Ed Reich, tenía una tienda en la calle principal de un pueblo, en la que
vendía ropa de mujer a las esposas de los trabajadores de las fábricas. Sus ingresos
permitían que toda la familia viviera cómodamente. No eran ricos. Pero tampoco eran
pobres. Y su nivel de vida fue en aumento durante los 50 y 60.

Esa, según Reich, era la norma. Durante las tres décadas después de la Segunda
Guerra Mundial, Estados Unidos creó una clase media de un tamaño nunca antes
visto a escala mundial. Durante esos años, las ganancias del trabajador medio se
duplicaron, igual que lo hizo el tamaño de la economía estadounidense. Durante los
últimos 30 años, sin embargo, el tamaño de la economía ha vuelto a duplicarse, pero
los ingresos del trabajador medio no. Antes, los directores generales de las grandes
compañías ganaban de media 20 veces más que el trabajador medio. Hoy, obtienen
200 veces más. En esos años, el 1% más rico de la sociedad se llevaba entre el 9 y el
10% del total de los ingresos. Hoy, es más del 20%. Por aquellas fechas, la economía
generaba esperanza: trabajar duro recompensaba, la educación ofrecía movilidad, y el
crecimiento económico generaba más y mejores trabajos. El nivel de vida de la
mayoría de la población mejoraba, gracias a su trabajo. Los hijos vivían mejor que sus

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padres. Y las reglas del juego eran básicamente justas. Pero hoy esta realidad ya no
existe.

La confianza en el sistema se ha resquebrajado profundamente. La aparente


arbitrariedad e injusticia de la economía han mermado la confianza de la población en
las premisas fundamentales de la economía. El cinismo va en aumento. Para la
mayoría, el sistema político y económico parece fraudulento, amañado a favor de los
que se sitúan en la cúpula. La amenaza al capitalismo ya no es el comunismo o el
fascismo, sino la creciente pérdida de confianza en el sistema por parte de la
sociedad, necesitada de crecimiento y estabilidad. Cuando la mayoría de la población
deja de creer en el sistema, el contrato social se rompe. En su lugar aparece la
subversión, a pequeña y gran escala: hurtos menores, fraude, soborno, corrupción.
Además, los recursos económicos cambian gradualmente de la producción a la
protección.

Sin embargo, opina Reich, aún podemos cambiar esto, recreando una economía que
funcione para la mayoría, y no solo para unos pocos. A diferencia de lo que sostenía
Karl Marx, no hay nada en el capitalismo que lleve inexorablemente a una inseguridad
económica en ascenso y a un aumento de la desigualdad. Las reglas básicas del
capitalismo no están grabadas en piedra. Están escritas y puestas en práctica por
humanos. No obstante, para determinar qué debemos cambiar y cómo conseguirlo, el
autor considera fundamental analizar qué ha sucedido.

Centrarnos en el debate sobre los méritos del “mercado libre” desvía la atención sobre
cuestiones fundamentales: cómo el mercado ha logrado organizarse de una manera
completamente diferente a como lo hacía medio siglo atrás, por qué su organización
actual no consigue garantizar la prosperidad compartida que garantizaba antes, y
cuáles deberían ser las reglas básicas del mercado –porque, como insiste Reich, el
mercado libre no existe–. Para su propia existencia, los mercados dependen de reglas
que regulan sus cinco pilares básicos: la propiedad (lo que puede poseerse), el
monopolio (el grado de poder de mercado que está permitido), los contratos (qué
puede intercambiarse y bajo qué condiciones), la bancarrota (qué sucede cuando los
compradores no pueden pagar), y cómo se aplican estas reglas. Todo este conjunto de
reglas no existen por naturaleza. Las crean y las deciden las personas.

Durante las últimas décadas, estas reglas han sido modificadas, a medida que las
grandes compañías, Wall Street y los individuos ricos conseguían aumentar su
influencia sobre las instituciones políticas responsables de establecer dichas reglas.
De forma simultánea, se han desvanecido los actores que ejercían de contrapeso al
poder entre los años 30 y 70, y que permitieron a las clases bajas y medias
estadounidenses ejercer influencia en el sistema –tales como los sindicatos, los
pequeños negocios e inversores, y los partidos políticos anclados a escala local y
estatal–. La consecuencia ha sido un mercado organizado por aquellos que poseen
mayor riqueza y que pueden movilizarla para obtener aún mayores ingresos. Si la
democracia funcionase como debe, apunta Reich, los cargos electos, responsables

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políticos y jueces estarían diseñando unas reglas conforme a los valores de la
mayoría. Por lo tanto, el “mercado libre” generaría unos resultados que mejorarían el
nivel de vida de la mayoría. Sin embargo, si la democracia falla, las reglas pueden
aumentar significativamente la riqueza de una minoría opulenta, al tiempo que
mantiene al resto en una situación económica relativamente precaria e insegura.
Bajo este escenario, aquellos con suficiente poder y recursos ejercen la suficiente
influencia sobre políticos, responsables encargados de la regulación y jueces para
asegurar que el “mercado libre” funciona, sobre todo, en su beneficio.

Esto no es corrupción como se suele entender. En Estados Unidos, aquellos con


suficiente poder y riqueza apenas sobornan directamente a cargos públicos para
recibir favores específicos y visibles, como ventajosos contratos con el gobierno. En su
lugar, suelen realizar generosas contribuciones durante las campañas electorales y,
de vez en cuando, prometen lucrativos puestos de trabajo al final de mandatos. Lo
más valioso que obtienen por ello son unas reglas de mercado que parecen ser neutras
y estar destinadas a todo el mundo, pero que les benefician desproporcionadamente.
Un ejemplo de uno de los bloques básicos del mercado, la propiedad, son las reglas
por las que se rigen las farmacéuticas. La ley les permite pagar a médicos para que
prescriban sus medicamentos. En 2013, en un periodo de tan solo cinco meses, los
médicos recibieron de las farmacéuticas y empresas de dispositivos la suma de $380
millones por conferencias y consultorías. Asimismo, las farmacéuticas pagan a las
compañías que elaboran medicamentos genéricos para que retrasen su venta. Estos
pagos generan amplios beneficios para ambos lados. Se trata de beneficios que pagan
los consumidores, aseguradoras y agencias gubernamentales, al comprar los
medicamentos a un precio mayor del que debería ser. Estas tácticas, subraya Reich,
tienen un coste de unos 3 mil 500 millones de dólares al año para los estadounidenses.
Las principales farmacéuticas y compañías de genéricos han luchado contra cualquier
intento de poner fin a esta práctica estadounidense, que está prohibida en Europa.

En cuanto al segundo pilar, el monopolio, el autor de Saving Capitalism destaca la


posición de poder actual de compañías como Amazon. Su modelo de negocio permite
a los consumidores ahorrar dinero y disfrutar de la comodidad de comprar online, y sus
plataformas permiten a los autores vender sus libros directamente a los lectores. Sin
embargo, de forma simultánea, Amazon está contribuyendo a la desaparición de
librerías y editoriales y reforzando su posición de poder con respecto a otros actores
–incluidos los autores–. Si los autores no están de acuerdo con los precios que fija
Amazon tienen ahora pocas alternativas (si no ninguna) a las que recurrir para
conseguir que su trabajo llegue a los lectores. De esta forma puede que Amazon acabe
limitando el mercado de ideas. A medida que aumenta el poder de Amazon, también
lo hace su influencia política. Reich destaca que en 2012, Amazon fue rápido al
presionar al Departamento de Justicia estadounidense para que denunciase a cinco
grandes editoriales y a Apple por confabularse de forma ilegal para aumentar el precio
de los e-books. Sin embargo, en 2014, el Departamento de Justicia no cuestionó las
tácticas empleadas por Amazon para estrujar a las editoriales. Otros países, subraya
Reich, tienen leyes para proteger a sus librerías y editoriales. Por ejemplo, en Francia

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ningún vendedor puede ofrecer un descuento de más del 5% del precio estipulado
para las nuevas publicaciones. El resultado es que el precio de los libros es
prácticamente el mismo, con independencia de dónde lo compres. Sin embargo, en
Estados Unidos, este mercado parece estar regulado de forma muy diferente, cada vez
más determinado por Amazon, cuyo gasto en lobby creció de $1,3 millones en 2008 a
$4 millones en 2014.

Las reglas por las que se rige el tercer pilar del mercado, los contratos, también
parecen haberse reconfigurado. Reich pone de relieve que durante mucho tiempo, la
ley estipulaba que un contrato carecía de valía si una de las partes había sido
coaccionada para aceptar el acuerdo. Esto también se trata de un acuerdo moral.
¿Pero cómo se define coerción? Los compradores y vendedores no tienen una
alternativa real cuando las grandes compañías controlan el mercado a través de su
propiedad intelectual, de las normas o de un ejército de abogados y lobistas. Bajo tales
circunstancias, un contrato es inherentemente coaccionador. Hoy en día, apunta el
autor, los contratos contienen numerosas condiciones que deniegan a los
empleados, prestamistas y clientes cualquier elección significativa. Una de las
cláusulas de los contratos cuyo uso se ha extendido recientemente es el requisito de
aceptar recurrir a un mediador (a menudo escogido por la empresa) en el caso de que
haya un desacuerdo con respecto al contrato. La misma cláusula estipula que se debe
aceptar el veredicto formulado por dicho mediador, sin recurrir a un tribunal.
Obviamente, esta cláusula está sesgada a favor de las grandes empresas. Robert Reich
subraya que, según un reciente estudio, las demandas de los trabajadores eran
aceptadas en un 21% de los casos cuando iban a mediación, frente a un 50-60% si se
recurría a un tribunal. Así, destaca Reich, los nuevos contratos resultan de un proceso
de negociación en el que las partes se encuentran en desigualdad de condiciones.
Destaca, entre otros, las cláusulas que deben firmar los empleados de grandes
compañías y que les prohíben trabajar para empresas rivales, lo cual reduce de forma
significativa sus oportunidades laborales.

El cuarto pilar del mercado, la bancarrota, es el sistema utilizado en la mayoría de las


economías capitalistas para encontrar el equilibrio adecuado: permitir a los deudores
reducir su deuda hasta niveles gestionables y distribuir las pérdidas de forma
equitativa entre todos los acreedores. La idea central es el sacrificio compartido.
Aquí de nuevo, el mecanismo requiere decisiones de todo tipo. Por ejemplo, ¿quién
tiene derecho a recurrir a la bancarrota? ¿Para qué tipo de deudas? ¿Qué constituye
una distribución justa entre acreedores? Y ¿qué sucede cuando el mecanismo de
bancarrota no está disponible? A todas estas preguntas encontramos respuestas. No
obstante, no es el “mercado libre” el que las ofrece, apunta Reich, sino poderosos
intereses. Por ejemplo, bajo el código de bancarrota, los contratos laborales que
estipulan el pago del salario de los trabajadores tienen una prioridad relativamente
baja cuando se trata de a quién se paga primero. En 2003, el CEO de American
Airlines, Don Carty, recurrió a esta amenaza ante los sindicatos y logró ahorrarse $2
mil millones en concesiones. Carty enfatizaba la necesidad de sacrificio compartido
pero obvió mencionar que se había establecido de forma secreta un plan de

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jubilaciones adicional cuyos activos no podían tocarse en caso de bancarrota. De esta
forma, cuando Carty renunció, se marchó con casi $12 millones, cortesía de su plan
secreto. Y pese a las concesiones en el salario de los trabajadores, American Airlines
acabó declarándose en bancarrota en 2013. La empresa rechazó los acuerdos vigentes
con los trabajadores y congeló su plan de pensiones. Sin embargo, tras resurgir de la
bancarrota, a todos los acreedores se les devolvió su dinero, con intereses, por lo que
éstos resultaron mejor parados incluso que antes de la crisis. Para colmo, enfatiza
Reich, Tom Horton, el CEO que había llevado a la empresa a la bancarrota, recibió una
indemnización de despido estimada en unos $19,9 millones. Esta realidad contrasta
con la de los estudiantes, a quienes no se les permite declararse en bancarrota en
caso de no poder devolver sus préstamos de estudios. Según el Banco de la Reserva
Federal de Nueva York, los préstamos estudiantiles constituían en 2014 el 10% del
total de las deudas en Estados Unidos, solo superadas por las hipotecas. Es más,
subraya Reich, si en el momento de jubilarse los prestatarios aún están pagando el
préstamo estudiantil, los prestamistas pueden incluso embargar sus cheques de la
Seguridad Social.

Las grandes corporaciones también acumulan excesivo poder en el quinto bloque


fundamental del mercado, el mecanismo para el cumplimiento del contrato. Destaca
aquí la decisión en 2014 del fiscal general Eric Holder, según la cual se declaraba
culpable a Credit Suisse de ayudar a los ricos estadounidenses a evadir impuestos.
Este caso, señalaba Holder, mostraba que ninguna institución financiera,
independientemente de su tamaño o alcance global, estaba por encima de la ley. No
obstante, los mercados financieros ignoraron una fianza de $2,8 mil millones. De
hecho, las acciones del banco subieron el día de la sentencia. Credit Suisse fue la
única gran institución que registró ganancias ese día. Su CEO se mostraba incluso
desafiante al escuchar la noticia, declarando que había mantenido un diálogo con sus
clientes para tranquilizarles de que no les pasaría nada. Y así fue, porque el
Departamento de Justicia ni siquiera solicitó al banco entregarle la lista de aquellos
clientes que habían evadido pagar impuestos. En opinión del autor, en este pilar
merece especial mención la forma en la que se eligen a jueces y fiscales en Estados
Unidos. A escala nacional, el 87% de los jueces estatales son seleccionados mediante
elecciones; y 32 estados celebran elecciones para seleccionar a sus fiscales. Esto
contrasta seriamente con otros países, en los que los jueces son seleccionados tras la
asesoría y aprobación de cuerpos legislativos. Esto proporciona otro canal más para
que el dinero influencie en la interpretación y el cumplimiento de las reglas que rigen
el mercado.

Esta configuración del mercado impacta directamente sobre quién consigue qué y
genera una economía con resultados cada vez más injustos y desiguales. Si en 1965 el
ratio entre el sueldo de un director general y de un trabajador era de 20 a 1, hoy es
de 200 a 1. El principal problema es que hoy los trabajadores no cuentan con el
mismo poder de negociación que en el pasado. La explicación estándar atribuye esto
a las fuerzas de mercado, principalmente la globalización y los avances tecnológicos.
Sin embargo, esto no explica por qué la transformación ha ocurrido de forma tan

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rápida y por qué otras economías enfrentadas a las mismas fuerzas del mercado no
sucumbieron, como es el ejemplo de Alemania. En 2011, el país crecía más rápido que
Estados Unidos, pero el 1% más rico acumulaba el 11% de los ingresos totales –frente
a más del 20% en Estados Unidos–. Uno de los motivos que ha llevado a la clase
media a perder poder de negociación han sido las políticas formuladas por Reagan y
que continuaron los posteriores gobiernos. Las políticas que emergieron durante el
New Deal y la Segunda Guerra Mundial implicaban que las grandes empresas
asumían la mayor parte de los riesgos. La mayoría de los trabajadores permanecían en
una empresa de por vida, y su nómina aumentaba con la experiencia, productividad,
las ganancias de la empresa y con el coste de vida. No es una exageración decir que en
aquellos tiempos, los trabajadores poseían derechos de propiedad en la empresa para
la que trabajaban.

Hoy es al contrario: la mayor parte del riesgo la asumen los trabajadores. En 2014, el
66% de los trabajadores vivían de nómina a nómina. El riesgo de llegar a la vejez sin
pensión también va en aumento. Si en 1980 más del 80% de las grandes y medianas
empresas garantizaban a sus trabajadores prestaciones de jubilación, hoy esa cantidad
es inferior a un tercio. Otro de los motivos por el que los trabajadores tienen menor
capacidad de negociación es la desaparición de los sindicatos. Hace 50 años, la
compañía que más personal empleaba era General Motors. El típico trabajador
medio ganaba $35 la hora. En 2014, la empresa con mayor número de empleados era
Walmart. Pero el salario medio era de $11,22 la hora. ¿Significa eso que el trabajador
estadounidense valía más antes que ahora? No. Significa que hoy los trabajadores
tienen menor capacidad de negociación. Y esto no es el resultado directo de las fuerzas
del mercado. Alemania continúa teniendo fuertes sindicatos, que negocian para
proporcionar a la clase media un significativo control de la economía. A diferencia de la
mayoría de los estadounidenses, que llevan décadas con los salarios estancados, en
Alemania los salarios han aumentado un 30% desde 1985. Asimismo, incluso cuando
las compañías violan los derechos que siguen manteniendo los trabajadores, la pena
es minúscula. Por ejemplo, cuando se declara culpables a un empresario por haber
despedido a un trabajador de forma ilegal, la pena impuesta consiste exclusivamente
en devolver el salario que el trabajador ha perdido desde el despido hasta el
pronunciamiento de la sentencia. Reich subraya que una sucesión de presidentes
demócratas ha ido prometiendo facilitar el proceso para la formación de sindicatos y
el aumento de las sanciones a los empresarios que infringiesen la ley. Pero todo se
quedó en promesas.

El problema es que, si bien antes la pobreza estaba principalmente limitada a


quienes no trabajaban, hoy esto ya no es así. Hoy, más de la mitad de los 46 millones
de estadounidenses que recurren a los cupones de alimentos son trabajadores. Esta
dinámica, subraya Reich, no es sostenible durante mucho más tiempo –ni
económica, ni políticamente–. En 2001, una encuesta realizada por Gallup reveló que
el 77% de los estadounidenses consideraba que podía mejorar su situación si trabajaba
duro. En 2014, este porcentaje era del 54%. Este creciente sentimiento de
arbitrariedad e injusticia entre la población está socavando las instituciones. Y los

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perdedores están empezando a negar ser parte del juego. Una manifestación clara
de esto es la oposición mayoritaria que están encontrando las negociaciones de los
tratados de comercio internacional. Aunque la historia y la política muestran los
beneficios generales que se derivan de la expansión del comercio, en los últimos años
las mayores ganancias han ido dirigidas hacia los inversos y ejecutivos, mientras que
las cargas han reposado desproporcionadamente sobre la clase media. Pero, ¿por qué
rechazaría alguien un trato que le puede mejorar su situación simplemente porque
mejora mucho más la situación de otro? En palabras de Reich, porque es injusto.

La única forma de volver a una democracia y a una economía que funcionen, indica el
autor, es restaurar el poder de contrapeso. A menos que uno de los dos grandes
partidos de Estados Unidos se desvíe de los centros de poder político y económico
actuales, un nuevo poder podría emerger en forma de un nuevo partido que reúna a
los descontentos, y que recupere la voz del 90% de los estadounidenses que han ido
perdiendo influencia y poder durante las últimas décadas. En primer lugar, este poder
reformaría el sistema de financiación de las campañas electorales para sacar las
grandes riquezas fuera de la política, y establecería un nuevo sistema de financiación
pública, que se combinaría con pequeñas donaciones. Asimismo, reduciría o eliminaría
las puertas giratorias entre los cargos del gobierno, Wall Street, las grandes
corporaciones y las empresas de lobby. Como mínimo, se les prohibiría acceder a las
empresas que regularon, controlaron o con las que tuvieron algún tipo de relación
durante los cinco años posteriores al cese de su actividad en el gobierno. Por otro lado,
los expertos, académicos y consultores en think tanks estarían obligados a indicar la
financiación que ha contribuido a la publicación de sus testimonios, libros, papers y
demás estudios. De esta forma, si un “experto” afirma, por ejemplo, que los humanos
no somos responsables del cambio climático, podemos estar en capacidad de evaluar
la neutralidad de sus afirmaciones. Este poder también buscaría poner fin a la
redistribución hacia arriba que garantiza actualmente el mercado y prohibiría a las
empresas a obligar a sus empleados aceptar la mediación forzada en casos de
conflicto. El salario mínimo se aumentaría en la mitad y se iría ajustando con la
inflación. Los trabajadores en las industrias poco remuneradas podrían formar
sindicatos por mayoría simple. Y los mecanismos de cumplimiento de los contratos
detectarían cuando las empresas están infringiendo la ley, con multas lo
suficientemente elevadas como para disuadirles de continuar con estas prácticas. Otra
propuesta del autor es lograr una pre-distribución del mercado más justa, que hiciese
menos necesario recurrir a impuestos y transferencias. Una forma de conseguirlo
sería, por ejemplo, vincular el tipo impositivo de una compañía al ratio entre el
salario de un CEO y el salario del trabajador medio de la compañía. Pero esto solo
sería el comienzo.

Afortunadamente, concluye Reich, el mercado es una creación humana. Está basado


en normas que hemos creado nosotros mismos. La pregunta clave es quién influye en
las reglas y con qué objetivo. El desafío que se nos plantea no es ni tecnológico ni
económico. Es un desafío a la democracia. El debate crítico no será sobre el tamaño
del gobierno, sino para quién es ese gobierno. Por lo tanto, la elección central no es

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entre “mercado libre” y gobierno, sino entre un mercado organizado para la mayoría y
basado en la prosperidad, y otro diseñado para proporcionar la mayoría de las
ganancias a una minoría. En opinión de Robert Reich, unidos, la amplia mayoría de los
ciudadanos tienen la capacidad de alterar las reglas del juego. Pero para ello deben
entender lo que está sucediendo. Y, si la historia sirve de guía, el autor se muestra
optimista: “Ya lo hicimos antes....Y lo haremos de nuevo”.

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