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LECTURA: "El Búho que quería salvar a la humanidad", de Augusto

Monterroso.
En lo más intrincado de la Selva existió en tiempos lejanos un Búho que empezó a
preocuparse por los demás.
En consecuencia se dio a meditar sobre las evidentes maldades que hacía el León
con su poder; sobre la debilidad de la Hormiga, que era aplastada todos los días,
tal vez cuanto más ocupada se hallaba; sobre la risa de la Hiena, que nunca venía
al caso; sobre la Paloma, que se queja del aire que la sostiene en su vuelo; sobre
la Araña, que atrapa a la Mosca y sobre la Mosca que con toda su inteligencia se
deja atrapar por la Araña, y en fin, sobre todos los defectos que hacían desgraciada
a la Humanidad, y se puso a pensar en la manera de remediarlos.
Pronto adquirió la costumbre de desvelarse y de salir a la calle a observar cómo se
conducía la gente, y se fue llenando de conocimientos científicos y psicológicos que
poco a poco iba ordenando en su pensamiento y en una pequeña libreta.
De modo que algunos años después se le desarrolló una gran facilidad para
clasificar, y sabía a ciencia cierta cuándo el León iba a rugir y cuándo la Hiena se
iba a reír, y lo que iba a hacer el Ratón del campo cuando visitara al de la ciudad, y
lo que haría el Perro que traía una torta en la boca cuando viera reflejado en el agua
el rostro de un Perro que traía una torta en la boca, y el Cuervo cuando le decían
qué bonito cantaba.
Y así, concluía: “Si el León no hiciera lo que hace sino lo que hace el Caballo, y el
Caballo no hiciera lo que hace sino lo que hace el León; y si la Boa no hiciera lo que
hace sino lo que hace el Ternero y el Ternero no hiciera lo que hace sino lo que
hace la Boa, y así hasta el infinito, la Humanidad se salvaría, dado que todos vivirían
en paz y la guerra volvería a ser como en los tiempos en que no había guerra.”
Pero los otros animales no apreciaban los esfuerzos del Búho, por sabio que éste
supusiera que lo suponían; antes bien pensaban que era tonto, no se daban cuenta
de la profundidad de su pensamiento y seguían comiéndose unos a otros, menos el
Búho, que no era comido por nadie ni se comía nunca a nadie.
JUGLARÍA VALLENATA
Tres afinidades entre nosotros dos, académicos en agraz, explican la singular
ceremonia a que ahora asistimos. En primer término, el hecho de haber sido
elegidos de manera simultánea para esta distinción que nos enorgullece y que sólo
se puede entender gracias a la generosidad de aquellos que a partir de hoy
empezaremos a llamar "colegas", con cierta timidez virginal. En segundo lugar,
nuestra común condición de contemporáneos, congéneres y periodistas, vale decir,
pares en los años, el sexo y el oficio. Pero, además, y por encima de todas esas
consideraciones preliminares, la amorosa coincidencia de nuestra pasión por la
música costeña de acordeón, parte de la cual se conoce hoy llanamente como
vallenato.

Los trovadores y juglares que compusieron o interpretaron los merengues, paseos,


puyas y sones a lo largo del Caribe colombiano, de pueblo en pueblo, y a lomo de
mula, constituyen nuestro propio mester de juglaría, del mismo modo como sus
primeros antepasados castellanos nos legaron el venerable acopio del que nacen
la poesía y el romance en nuestra lengua. De ellos dijo bellamente Meira del Mar
que eran "rapsodas, aedas, trovadores, andariegos de la tierra, portadores en sus
alforjas del mensaje del espíritu".

Lo que nos proponemos demostrar en este acto es que, en el fondo de las


tradiciones vallenatas, tan entrañables para el pueblo colombiano, existe una
herencia de noble estirpe que viene desde los orígenes de nuestra más auténtica
poesía. Siete siglos después de don Gonzalo de Berceo, quien se proclamó
"trovador de la Virgen", irrumpen en el norte de Colombia las mismas circunstancias,
similar inspiración, el amor invencible por la palabra y hasta idénticas expresiones
del pueblo que buscaba su manera de manifestarse. La palabra, otra vez, había roto
las barreras de la geografía, de la distancia, del tiempo y del espacio, pero no el
cordón umbilical que la une con el idioma.

En rigor histórico habría que decir, a diferencia del texto bíblico, que en el principio
de la creación juglaresca no fue el verbo, sino la música. No en vano García Lorca,
ese gran músico y poeta, recordó en su ensayo magistral sobre don Luis de
Góngora que en aquellas canciones populares los trovadores recogían "desde las
serranas de Ávila hasta la voz de los rufianes en las tabernas y las quejas de las
plebeyas burladas por sus amantes".
Poesía juglaresca y música nacieron, pues, unidas. Las dificultades existente
entonces para fijar la música por escrito o en grabación han hecho que muchos
historiadores olviden la noción de que esos poemas llevaban un acompañamiento
musical. Se trataba más que todo de una monodia interpretada con laúd, cítara, lira
o rabel.
Quienes no conocen bien el vallenato dicen, precisamente, lo mismo de su música,
y llegan al extremo de llamarla monocorde. Está claro que nunca oyeron un paseo
de Julio Erazo.

En cambio, el sencillo registro de las letras en cancioneros -como los provenzales y


catalanes del siglo 13 y el castellano de Juan Alfonso de Baena en el XV- permitió
que los textos se perpetuaran sin dificultad en nuestra tradición literaria. Lo cual,
insistimos, no debe hacernos olvidar que esa tradición, tanto en el medioevo
español como en los siglos recientes de Colombia, es eminentemente oral y se
expresa en las coplas campesinas santandereanas, los joropos casanareños, los
cantos de vaquería de Bolívar, los gritos de monte sinuanos, las décimas de tronco
y rama que hoy siguen cantando rústicos juglares como María de los Santos Solipá,
Cristóbal José Petro o Juan Doria Durango en los caminos del Sinú.
Será bueno considerar cuál es el valor de la filosofía y por qué debe ser estudiada.
Es tanto más necesario considerar esta cuestión ante el hecho de que mucho, bajo
la influencia de la ciencia o de los negocios prácticos, se inclinan dudar de la de la
filosofía sea algo más que una ocupación inocente, pero frívola e inútil, con
distinciones que se quiebran de puro sutiles y controversias sobre materias cuyo
conocimiento es imposible.
Pero ante todo, si no queremos fracasar en nuestro empeño, debemos liberar
nuestro espíritu de los prejuicios de lo que se denomina equivocadamente “el
hombre práctico”. El hombre “práctico”, en el uso corriente de la palabra, es el que
solo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el
alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu. Si
todos los hombres vivieran bien, si la pobreza y la enfermedad hubiesen sido
reducidas al mínimo posible, quedaría todavía mucho que hacer para producir una
sociedad estimable; y a un en el mundo actual los bienes del espíritu son por lo
menos tan importantes como los del cuerpo. El valor de la filosofía debe hallarse
exclusivamente entre los bienes del espíritu, y solo los que no son indiferentes a
estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el
tiempo. El hombre que no tiene ningún barniz de filosofía, va por la vida prisionero
de los prejuicios que derivan del sentido común, de las creencias habituales en su
tiempo y en su país, y de las que se han desarrollado en su espíritu sin la
cooperación ni el consentimiento deliberado de su razón. Para este hombre, el
mundo tiende a hacerse preciso, definido, obvio; los objetos habituales no le
suscitan problema alguno, y las posibilidades no familiares son desdeñosamente
rechazadas. Desde el momento en que empezamos a filosofar, hallamos por el
contrario (…), que aun los objetos más ordinarios conducen a problemas a los
cuales sólo podemos dar respuestas muy incompletas.
La filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta
a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían
nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Así, al disminuir
nuestro sentimiento de certeza sobre lo que las cosas son, aumenta en alto grado
nuestro conocimiento de lo que puede ser; rechazada el dogmatismo, algo
arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora
y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares
en un aspecto no familiar…

Tomado y adaptado de: Russell, Bertrand (1991). Los problemas de la filosofía. Rad.
de Joaquín Xirau. Barcelona, Labor.
DEL DEBER DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL (1849)
Creo de todo corazón en el lema "El mejor gobierno es el que tiene que gobernar
menos", y me gustaría verlo, hacerse efectivo más rápida y sistemáticamente. Bien
llevado, finalmente resulta en algo en lo que también creo: "El mejor gobierno es el
que no tiene que gobernar en absoluto". Y cuando los pueblos estén preparados
para ello, ése será el tipo de gobierno que tengan. En el me¬jor de los casos, el
gobierno no es más que una conveniencia, pero en su mayoría los gobiernos son
inconvenientes y todos han resultado serlo en algún momento. Las objeciones que
se han hecho a la existencia de un ejército permanente, que son varias y de peso,
y que merecen mantenerse, pue¬den también por fin esgrimirse en contra del
gobierno. El ejército permanente es sólo el brazo del gobierno establecido. El
gobierno en sí, que es únicamente el modo escogido por el pueblo para ejecutar su
voluntad, está igualmente sujeto al abuso y la corrupción antes de que el pueblo
pueda actuar a través suyo.
Somos testigos de la actual guerra con México, obra de unos pocos individuos
comparativamente, que utilizan como herramienta al gobierno actual; en "principio,
el pueblo no habría aprobado esta medida. Pero, para hablar en forma práctica y
como ciudadano, a diferencia de aquellos que se llaman "antigobiernistas", yo pido,
no como "antigobiernista" sino como ciudadano, y de inmediato, un mejor gobierno.
Permítasele a cada individuo dar a conocer el tipo de gobierno que lo impulsaría a
respetarlo y eso ya sería un paso ganado para obtener ese respeto. Después de
todo, la razón práctica por la cual, una vez que el poder está en manos del pueblo,
se le permite a una mayoría, y por un período largo de tiempo, regir, no es porque
esa mayoría esté tal vez en lo correcto, ni porque le parezca justo a la minoría, sino
porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría rige
en todos los casos no se puede basar en la justicia. No es deseable cultivar respeto
por la ley más de por lo que es correcto. La única obligación a la que debo
someterme es a la de hacer siempre lo que creo correcto. La ley nunca hizo al
hombre un ápice más justo, y a causa del respeto por ella, aún él hombre bien
dispuesto se convierte a diario en un agente de la injusticia.
Henry David Thoreau Tomado y adaptado de:
Http://thoreau.eserver.org/spanishcivil.html. Consultado el 25 de enero de 2015.
LA LARVA

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los
brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la
llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso
de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis
primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas,
de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa,
ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le
reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la
familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro
obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos
de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien
presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza
y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso
lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo
que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.
En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos
los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles
quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en
los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.
Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía
que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles
a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes.
Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera
española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas
románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de
pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y una orquesta completa y un piano, que tal o
cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus deseos.
Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más
ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero
¿cómo hacerlo?

La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de
recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien
acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una
serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos
encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a
la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se
fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos licenciados- que llegaban a
conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el
mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la
venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y
además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué
puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a
oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la
melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban,
los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó
primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora… Entro en tanto
detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa
noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de
otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces…He dicho que tenía quince años,
era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia…
Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y
con aquellas costumbres primitivas… Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería
mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una
acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.
¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada
revelación, de la aventurera anhelada.
Los de la serenata se alejaban.
La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que
con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta,
me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible
por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria,
aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella
cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a
mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego
aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría
indicar así:
-¡Kgggggg!…
Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.
Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.

http://ciudadseva.com/texto/la-larva/

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