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que las ymagenes son los ydolos de


los christianos”
Imágenes y reliquias en la
cristianización del Perú (1569–1649)*

por Jaime Valenzuela Márquez

Abstract. – The Counter-Reformation and the conclusions of the Council of Trent pro-
moted the doctrinal use of religious images – painting, sculpture, and engravings. In
early colonial Peru, after the arrival of the Jesuits and through the Third Council of
Lima, pastoral rules were elaborated for the conversion of the indigenous population and
for the extirpation of their “idolatries”. An important means in these processes of con-
version and extirpation was the use of Christian images, notwithstanding the intrinsic
ambiguity between representation and the represented, and despite the potential for con-
fusion with the traditional concept of huaca by the Indians. This article intends to ex-
plore these ambiguities in the reception of images and the criteria applied in qualifying
“idolatric” behavior. It tries to show how the use and function of holy images and relics
could cause confusion in the complex encounter of Christian and indigenous worlds in
the colonial Andes.

CONTEXTO Y DELIMITACIONES

El inicio cronológico de nuestra reflexión está definido por la llegada


y el despliegue andino de aquellos soldados contrarreformistas que se
agrupaban en la Compañía de Jesús, con los cuales la cristianización
del Perú se diseñó desde una perspectiva acorde a los nuevos tiempos

*
Este artículo forma parte del proyecto “Circulación y usos de la imagen religiosa
en el sur del Virreinato del Perú, siglos XVI–XVII” (FONDECYT Nº 1051031). Parte
de él fue presentado como conferencia en la Universidad Nacional Mayor de San Mar-
cos (Lima), invitado por la cátedra “Ella Dunbar Temple”. Agradecemos la colaboración
de Juan Luis Ossa en la revisión documental.

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y sus objetivos: más ortodoxa, menos dialogante, expurgadora siste-


mática de todo lo que progresivamente se iría incluyendo bajo el con-
cepto de “herejía”.
Esto significaba acomodarse a las líneas pastorales y estéticas con
las que el catolicismo contrarreformista se venía revistiendo desde el
concilio de Trento (1545–1563), cuyas conclusiones – que ya tenían
eco en el Perú durante el segundo concilio limense (1567) – se aplica-
rían sistemáticamente a partir del tercer concilio (1582–1583).
Este último, como sabemos, fue un evento trascendente a nivel con-
tinental, pues cristalizó las reglas pastorales y canónicas, así como los
principios y las estrategias de cristianización en América del Sur hasta
fines de la época colonial. Sus conclusiones permitieron iniciar el ca-
mino de lo que Juan Carlos Estenssoro llama la “ortodoxia colonial”,
consolidando la organización eclesiástica y permitiendo una mayor
presencia y sistematización de la acción misional.1 Por lo demás, en él
tuvieron una participación decisiva, justamente, los jesuitas.
La Compañía de Jesús constituye, entonces, el canal para organi-
zar nuestra reflexión, no sólo porque el despliegue geográfico de la
Orden infundió su militancia contrarreformista a toda la experiencia
pastoral andina, sino también porque el objeto de nuestra investiga-
ción – la imagen – formó parte esencial de su actividad cristianiza-
dora entre los indígenas, corroborando con ello su íntima relación con
el legado tridentino y, luego, con el del concilio limense.2 Paladines
de ambas instancias, los jesuitas también tuvieron un lugar desta-
cado en la represión de la idolatría que se desarrolló durante el pe-
riodo estudiado, donde el punto de tensión estuvo puesto, también, en
el problema de las representaciones divinas, sus significados y sus
usos.
En efecto, el catolicismo triunfante que marcó el concilio de 1583
fue sacudido en sus bases por el “descubrimiento” inesperado de las
prácticas idolátricas en Huarochirí en 1609. Este hecho no sólo abrió
un cuestionamiento global a la conversión de los naturales, sino que

1
Juan Carlos Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la santidad. La incorporación de
los indios del Perú al catolicismo, 1532–1750 (Lima 2003).
2
Rubén Vargas Ugarte, Historia de la Compañía de Jesús en el Perú, 4 vols.
(Burgos 1965); Xavier Albó, “Jesuitas y culturas indígenas. Perú, 1568–1606. Su actitud,
métodos y criterios de aculturación”: América indígena XXVI, 3–4 (México, D.F. 1966),
pp. 249–308 y 395–445.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 43

también permitió instaurar un sistema de visitas, un tribunal especial –


con tinte inquisitorial – para juzgar las desviaciones indígenas de la fe,
el establecimiento de reglamentos sinodales específicos (1613) y otras
instancias represivas que Pierre Duviols engloba bajo el concepto de
“extirpación”;3 disposiciones que también fueron acompañadas por
una intensificación de los discursos y métodos persuasivos, como el
uso de imágenes, reliquias, símbolos y objetos sagrados.
La presencia activa de la Compañía en todos estos procesos explica,
también, la predilección que hemos tenido por las fuentes jesuitas,
en especial por las “cartas annuas”, donde la cantidad y riqueza des-
criptiva de la información hace que el historiador muchas veces corra
el riesgo de sobredimensionar la labor de la Orden en detrimento de
otras entidades misioneras. Hemos incorporado, además, el análisis de
catecismos y “doctrinas”, así como manuales para misioneros y con-
fesionarios para indios donde aparecen referencias a usos y experien-
cias con la imagen y las reliquias, en la medida en que este tipo de
textos remite a los objetivos y significaciones con los que el medio
eclesiástico quería revestir dichas representaciones ante el mundo
andino. Por otro lado, los juicios y las declaraciones de testigos en
procesos por “idolatría” nos permiten explorar las ambigüedades en la
recepción y las prácticas híbridas de los mismos indígenas.
La relación dialéctica que observaremos entre imagen e “ídolo” nos
lleva también a definir el límite temporal del cierre de nuestra refle-
xión, pues en 1649 se cerró una etapa de represión con fuerte partici-
pación de la Compañía; año, también, en que se promulgó el último
decreto destinado a definir y a combatir la “idolatría”, constituyendo

3
Pierre Duviols, La lutte contre les religions autochtones du Pérou colonial: ‘L’ex-
tirpation de l’idolâtrie’ entre 1532 et 1660 (París/Lima 1971); idem, Procesos y visitas
de idolatrías. Cajatambo, siglo XVII, con documentos anexos (Lima 2003), pp. 48–52;
Estenssoro, Del paganismo (nota 1), p. 243; Nicholas Griffiths, La cruz y la serpiente.
La represión y el resurgimiento religioso en el Perú colonial (Lima 1998); Antonio
Acosta, “Los doctrineros y la extirpación de la religión indígena en el arzobispado de
Lima, 1600–1620”: Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 19 (Colonia 1982), pp. 69–
109. Recientemente, Celia L. Cussen ha valorizado la relación simbiótica que habría
existido entre las campañas de extirpación de idolatrías y las iniciativas para promover
la beatificación de venerables limeños, inscribiendo ambos procesos en la noción
barroca del mundo como un lugar de combate permanente entre Dios y Satán. Celia L.
Cussen, “The Search for Idols and Saints in Colonial Peru: Linking Extirpation and
Beatification”: Hispanic American Historical Review 85, 3 (2005), pp. 417–448.

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una fecha que puede adoptarse como corolario en la consolidación de


la Iglesia colonial.4

EL PAPEL DE LAS IMÁGENES

El tercer concilio limense permitió uniformar la práctica pastoral, co-


ronando el proyecto “reduccionista” del virrey Toledo y reforzando el
espacio adquirido por la Compañía. Pero, sobre todo, con él se abrió
para el Perú la era pastoral tridentina y la importancia dada por el con-
cilio al uso de las imágenes sagradas entre los medios que propendían
a facilitar la adquisición de la fe por medio de los sentidos; importan-
cia que más tarde se vería reforzada con la cultura estética del Ba-
rroco.
Las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos, a dos o tres di-
mensiones, se convertirían en una herramienta fundamental para atraer
la mirada y establecer vínculos de devoción cultual.5 Vista de esta ma-
nera, la imagen cristiana constituye un soporte “idiomático” singular,
al ofrecer un canal de transmisión doctrinal de alto impacto psicoló-
gico y de mayor eficacia pedagógica que el solo adoctrinamiento tex-
tual o verbal, actuando incluso como soporte complementario del ca-
tecismo y del sermón.6
No obstante, como pretendemos demostrar en las páginas que siguen,
tanto el discurso eclesiástico como las formas rituales que rodeaban
tradicionalmente a las imágenes sagradas – así como la evolución
ideológica y de usos que esas sufrieron durante la época estudiada –
conllevaban una ambigüedad intrínseca que hacía desvanecerse su ca-
rácter eminentemente representativo. Signo y significado tendieron a
confundirse, haciendo que la imagen se fundiera con su referente ce-
lestial y terminara siendo percibida – y vivida – como una verdadera
“presencia” divina; confusión tanto más patente en el caso de las reli-

4
Estenssoro, Del paganismo (nota 1), p. 243.
5
Jean-Yves Lacoste (dir.), Dictionnaire critique de théologie (París 1998), p. 553.
6
Ramón Mujica Pinilla, “El arte y los sermones”: El barroco peruano (Lima 2002),
pp. 219–313, aquí: pp. 239–240. Véase también el trabajo de Juan Carlos Estenssoro,
“Descubriendo los poderes de la palabra: funciones de la prédica en la evangelización
del Perú, siglos XVI–XVII”: Gabriela Ramos (comp.), La venida del reino. Religión,
evangelización y cultura en América, siglos XVI–XX (Cuzco 1994), pp. 75–101.

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quias por el hecho de constituir una materialización canónicamente


aceptada de dicha presencia. De ahí que en la América indígena y mes-
tiza, con misioneros ansiosos de conversión y con una arraigada vene-
ración fetichista de tono medieval entre los hispanos, el culto a las
imágenes terminara por inscribirse en ese mar de heterodoxias y de
errores interpretativos que caracterizarían al catolicismo americano;
de ahí que los indígenas terminaran preguntándose si, finalmente, no
eran los cristianos tan “idólatras” como ellos.

USOS Y FUNCIONES DE LA IMAGEN RELIGIOSA

El contacto con la imagen fue ganando terreno progresivamente. Su


presencia, cada vez más notoria conforme nos acercamos a los terce-
ros concilios de México y de Lima, se observa en el marco de la litur-
gia o de la catequesis, aprovechando, además, la familiaridad que
desde la época medieval sentían los hispanos con los santos, la que fue
acompañada de una ferviente devoción hacia sus representaciones.7 El
poder de la imagen, entonces, se desplegó en forma explícita, y los
cristianizadores irían percibiendo y usufructuando progresivamente de
todas sus potencialidades.
Por lo pronto, los textos surgidos del tercer concilio limense se en-
cargaron de inculcar en los indígenas la energía empática que podía
brindar su contemplación, unida a la oración: “[...] yd a las yglesias
por las mañanas, y alli hazed oracion cada dia, sin faltar ninguno y
tambien a las tardes, tomando agua bendita y besando la cruz, y mi-
rando las ymagenes”.8 También subrayan la veneración y el respeto
que se debe a estos objetos, debiendo inclinar la cabeza cada vez que
se pase delante de ellos.
En la medida en que las tendencias estéticas del periodo fueron am-
pliando el uso del realismo y del naturalismo, la empatía entre el ob-
servador y lo representado sirvió para acentuar una identificación
emocional que permitió generar las respuestas que los cristianizadores
deseaban. Las cualidades ilusionistas podrían, así, “engañar” las per-

7
Véase William Christian, Religiosidad local en la España de Felipe II (Madrid
1991).
8
Tercero catecismo, y exposicion de la doctrina christiana por sermones (Lima
1585), f. 182v (sermón XXVIII: “De la oración”).

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cepciones, haciendo que la representación se rodeara de una experien-


cia “real” que le diese una veracidad “palpable”.9
La identificación del observador con los personajes y escenas, con
el dolor, la gloria o los sufrimientos allí figurados, permite, en la
lógica catequística, la admiración del poder divino y de su misericor-
dia, la atracción imitativa propugnada por el concilio de Trento o, en
el otro extremo, la generación de temor, culpa y contrición.10
En la catequesis franciscana andina, por ejemplo, fue bastante común
el uso de lienzos y sermones alegóricos alusivos a la representación de
san Francisco recibiendo los estigmas de Cristo, que servían para “re-
cordar” a los religiosos y fieles este rasgo de la espiritualidad de la
Orden y su identificación con la pasión y los sufrimientos de Jesús.11
El jesuita manierista Bernardo Bitti, por su parte, se encargó de de-
corar varias iglesias de su Orden, destacando un gran lienzo que pintó
para el templo del Cuzco, donde estaban representados “todos los vi-
cios y pecados de los indios” y las penas del infierno que les corres-
pondían. Muy impactante debió haber sido la inclusión, entre los con-
denados, de la representación de indígenas, “que como es espejo
donde cada uno se halla y mira, es cosa maravillosa los grandes effec-
tos que en ellos causa la traça de esta pintura”.12
Entre la función edificante del mártir y la terrorífica del demonio,
los habitantes del Más Allá celestial representados en la imagen reli-
giosa permitían reflejar los temores, las angustias y los placeres de los
espectadores del más acá. Se trataba de un mundo invisible o una metá-
fora espiritual que ahora se podía conocer y palpar gracias a la imagen.
Siguiendo a David Freedberg, podríamos señalar que en la experiencia
estética colonial las emociones funcionaban cognoscitivamente.13

9
Estenssoro, Del paganismo (nota 1), p. 289.
10
Para la disposición tridentina véase Ignacio López de Ayala (ed.), El sacrosanto y
ecuménico Concilio de Trento (París 1893, orig. 1564), sesión XXV, p. 364.
11
Henrique Urbano, “La invención del catolicismo andino. Introducción al estudio
de las estilísticas misioneras, siglo XVI”: Ramos, La venida del reino (nota 6), pp. 31–
56, aquí: p. 45.
12
“Annua de la Provincia del Perú, 1600”: Antonio de Egaña (ed.), Monumenta pe-
ruana, 8 vols. (Roma 1954–1986), vol. VII, p. 390; Giovanni Anello Oliva, Historia del
reino y provincias del Perú y vidas de los varones insignes de la Compañía de Jesús
(Lima 1998, orig. ca. 1630), p. 262.
13
David Freedberg, El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría
de la respuesta (Madrid 1992), p. 43. Véase también Sabine MacCormack, Religion in
the Andes. Vision and imagination in early colonial Peru (Princeton 1991).

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LA IMAGEN EN EL PERÚ

Todas estas cualidades y capacidades de la imagen adquirieron poten-


cialidades singulares si consideramos que su uso andino estuvo desde
un comienzo asociado a la refutación de las prácticas idolátricas de los
indígenas, en particular del culto a las huacas. Estas últimas, por
cierto, también implicaban una materialización de la divinidad, tan o
más intensa que la cristiana, toda vez que las creencias andinas pre-
hispánicas no contemplaban ni la idea abstracta de Dios ni palabra que
lo expresara.14
De esta manera, si observamos el desarrollo de las llamadas “cam-
pañas de extirpación de idolatrías” desplegadas durante el siglo XVII,
la llegada del respectivo visitador a un pueblo iba acompañada de la
distribución masiva de imágenes y objetos religiosos a los indígenas.
De esta manera, como apuntaba el jesuita Pablo Joseph de Arriaga,
“[...] el domingo se dice la misa más tarde porque suelen concurrir de otros pueblos,
y el catecismo se hace a la tarde, repartiéndoles por premios rosarios e imágenes, de
que conviene ir bien prevenidos”.15

El uso del plomo, por otra parte, permitía la reproducción generalizada


de pequeños bultos, sobre todo de Vírgenes, a partir de copias de
molde.16 En 1587, por ejemplo, los ingleses capturaron en el puerto de
Buenos Aires un navío que se dirigía al Perú donde encontraron “un
barril de imágenes de estaño, que traían los padres para los indios”.17
Estas imágenes, en principio, por su carácter tridimensional y su emi-
nente orientación cultual – el ejemplo estaba en los usos dados a las
esculturas de capillas y nichos de las iglesias –, permitirían reproducir

14
María Rostworowski de Diez Canseco, Estructuras andinas del poder. Ideología
religiosa y política (Lima 1988), pp. 9–10. Ejemplos de la variedad de formas, catego-
rías, materias y lugares que podían ser considerados como huaca se pueden ver en la
lista confeccionada por el visitador-extirpador Cristóbal de Albornoz [ca. 1584], “Ins-
trucción para descubrir todas las guacas del Pirú y sus camayos y haziendas”: Henrique
Urbano/Pierre Duviols (eds.), Fábulas y mitos de los incas (Madrid 1989), pp. 135–198,
aquí: pp. 179–191.
15
Pablo Joseph de Arriaga, La extirpación de la idolatría en el Pirú, 1621 (Cuzco
1999), p. 119.
16
Véase, por ejemplo, la carta que José de Acosta envió en 1577 a Everardo Mercu-
riano, donde menciona unas imágenes de plomo que repartió a unos niños, premiándo-
los por su aprendizaje del catecismo: Egaña, Monumenta (nota 12), vol. II, p. 244.
17
Ibidem, vol. IV, p. 184.

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en cada hogar una devoción que estimulara la oración y veneración


delante de ellas.
La Compañía de Jesús se destacaría una vez más en este sentido,
procurando copias y reproducciones ya desde los primeros tiempos,
gracias a la existencia, en su seno, de numerosos artistas calificados
para ello. Ya durante la preparación del viaje de los primeros “solda-
dos” al Perú se pedían a la casa central de Roma rosarios, cuentas ben-
ditas e imágenes, “desas que aí en casa hazen”.18
Por esos años se les enviaba también desde Roma una reproducción
del retrato de la Virgen que, según la tradición, habría pintado el pro-
pio san Lucas y que se veneraba en la basílica de Santa María Ma-
ggiore;19 imagen, por lo tanto, muy importante y poderosa, pues poseía
una cercanía especial con su referente. De ahí que ese retrato ocupase
un lugar privilegiado, a un costado del altar mayor, en la nueva iglesia
que la Compañía consagró en Lima en 1574. La imagen, en efecto, se
colocó en un tabernáculo ubicado en el arco colateral izquierdo, mien-
tras que en el arco derecho se ubicó el otro “tesoro” recibido de Roma:
un trozo de la cruz en la que habría muerto Jesucristo. Ambos objetos –
representación pictórica y reliquia – cultivaban esa cercanía íntima
con lo sagrado que les otorgaba un sustento de veracidad y de misterio
divino; conjugable, por cierto, con el eje litúrgico que se producía
entre ambos, es decir, con el altar mayor. El misterio de aquel retrato
se acentuaba debido a que sólo en determinadas ocasiones se lo mos-
traba a los fieles.20
A comienzos del siglo XVII un jesuita anónimo confirmaba el
virtual éxito persuasivo de la imagen afirmando que “los yndios se
mueven mucho por pinturas, y muchas vezes más que con muchos ser-
mones”.21 Por esos mismos años el jerónimo Diego de Ocaña in-
formaba sobre su difusión geográfica, subrayando la cercanía con las
imágenes que experimentaban los indígenas del Paraguay y Tucu-
mán, apuntando que “son muy ceremoniáticos y abrazan bien lo que es

18
Carta de 21 de febrero de 1567: ibidem, vol. I, p. 113. También, cartas de 25
de septiembre de 1567 y de 16 de julio de 1568: ibidem, vol. I, pp. 145–146 y 195–
196.
19
Roma, 16 de diciembre de 1569 y 3 de enero de 1570: ibidem, vol. I, pp. 323 y 360.
20
Lima, 9 de febrero de 1575: ibidem, vol. I, pp. 701–702.
21
Anónimo, Historia general de la Compañía de Jesús en la provincia del Perú,
Francisco Mateos (ed.), vol. II (Madrid 1944, orig. ca. 1600), p. 36.

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procesiones y disciplinas y estas cosas de cofradías y santos e imáge-


nes”.22
La fuerza devocional de las imágenes se acrecentó en este periodo
postconciliar, pues las fuentes comienzan a revelar una mayor fre-
cuencia de hechos milagrosos que les son atribuidos. Es notable, en
este sentido, el auge protector de las imágenes privadas, que acentua-
ban sus acciones maravillosas sobre indios y mestizos ante accidentes y
situaciones límites. El papel intercesor, entonces, es rápidamente su-
perado en aras de la acción directa, especialmente taumatúrgica, del
personaje o de la advocación allí representada.23 Estos hechos, por su
parte, serían aprovechados por los jesuitas para afianzar su labor
pastoral, refrendando su validez en cartas e informes, y alimentando
dichas creencias colectivas con sermones y procesiones alusivas.
Incluso, si observamos los ejemplos de rechazo a las imágenes,
éstos nos confirman el convencimiento indígena sobre el poder de las
representaciones cristianas – paralelamente al de sus huacas. Así,
cuando en 1594 la provincia de los Vilcas fue afectada por una “enfer-
medad de pestilencia”, se difundió la noticia de que ésta sería un
castigo que enviaba la huaca por haberse hecho cristianos sus habi-
tantes, habiendo de perecer todos aquellos que tuviesen cruces, rosa-
rios, imágenes e, incluso, prendas de vestir españolas. Los indios que
tenían estos objetos, entonces, los arrojaron “con tanto afecto y determi-
nación” a los caminos y quebradas, y no quisieron entrar más en la
iglesia.24

22
Diego de Ocaña, A través de la América del Sur (Madrid 1987), p. 125.
23
Por mencionar un ejemplo, véase el caso descrito en Egaña, Monumenta (nota 12),
vol. VIII, p. 171.
24
Annua del Perú, 6 de abril de 1594: Mario Polia Meconi, La cosmovisión religiosa
andina en los documentos inéditos del Archivo Romano de la Compañía de Jesús, 1581–
1752 (Lima 1999), p. 209. Sobre este punto, es necesario tener presente que para la cos-
mología andina prehispánica lo sagrado envolvía a lo mundano, imprimiéndole – a seres
vivientes y objetos inanimados – una energía primordial que se expresaba a través del
término camaquen y que los doctrineros cristianos tradujeron como “ánima”. Según los
indígenas, entonces, las enfermedades se debían a la ausencia o pérdida del camaquen,
la que podía ser causada por situaciones externas, como la acción de un hechicero,
o – como en el ejemplo señalado – por la intromisión de las huacas “cristianas”:
Rostworowski, Estructuras andinas (nota 14), pp. 10–11. Sobre el concepto de cama-
quen véanse los trabajos de Gérald Taylor recopilados en Camac, camay y camasca, y
otros ensayos sobre Huarochirí y Yauyos (Lima 2000).

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¿LOS NUEVOS “ÍDOLOS”... CRISTIANOS?

Como vemos, la generalización aparentemente exitosa del uso de imá-


genes cristianas en el mundo andino despertaba, paralelamente, pode-
rosas confusiones que complotaban contra su asimilación ortodoxa.
Lo sobrenatural cristiano no necesariamente estaría reemplazando a lo
sobrenatural indígena, y ello redundaría en una “guerra” de imágenes
de complejo equilibrio que fluctuaba entre la capacidad de sustitución,
los inevitables sincretismos y las inesperadas e inevitables hibridacio-
nes.25
En definitiva, las experiencias de la imagen – cristiana o idolátrica –
dependían, en buena medida, de la presencia de lo allí representado –
es decir, de su potencial icónico – y, por ende, de los poderes asocia-
dos a su representación visual. Estenssoro define, de esta manera, un
primer “pacto” establecido entre el espectador y la representación
plástica cristiana: la veracidad, con el doble sentido de semejanza
(mimesis correcta) y verdad (certeza de la existencia del referente).26
Sin embargo, estas condiciones no necesariamente ayudaron a zan-
jar dicha “guerra”, ni a dilucidar las candentes ambigüedades que ro-
dearon desde un comienzo a las representaciones difundidas por los
europeos. De hecho, una pregunta seguía campeando en los textos de
catequesis y manuales para misioneros; una pregunta que los autores
colocaban en boca de los virtuales catecúmenos y que apuntaba a la
relación de significado que éstos establecían con las imágenes. A fines
del siglo XVI los catecismos surgidos de los terceros concilios mexi-
cano y limense la recogían en forma clara y unívoca: “¿Por qué los
cristianos adoran las imágenes de palo y metal, si es malo adorar a los
ídolos?”
El concepto de “semejanza” entre la representación y lo represen-
tado era parte fundante de la cultura icónica que rodeó durante siglos

25
Sobre los conceptos de “híbrido” e “hibridación” en el plano de la imagen, véase
Carolyn Dean/Dana Leibsohn, “Hybridity and Its Discontents: Considering Visual Cul-
ture in Colonial Spanish America”: Colonial Latin American Review 12, 1 (2003), pp. 5–
35.
26
Un segundo “pacto” entre espectador y representación sería el de la “venerabili-
dad” de las imágenes, el cual deriva de la solemnidad que les otorga el contexto del tem-
plo o del ritual que las rodea; solemnidad y ritualidad que legitiman el culto que se les
rinde. Estenssoro, Del paganismo (nota 1), p. 280.

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a la estética occidental;27 concepto que, por cierto, permitía hacer la


distinción teológica entre signo y significado, canalizando el culto
hacia lo que el concilio de Trento denominaba “los originales”.28 Pero
este estatuto exclusivamente simbólico de la imagen se diluía a nivel
de la práctica devocional y de la experiencia pastoral, con criterios de-
masiado abiertos y difusos a la hora de estructurar fronteras y definir
soportes conceptuales suficientemente claros para enfrentar la evan-
gelización de los “nuevos mundos” y las realidades mestizas que allí
se estaban construyendo. Además, al menos para el mundo andino, la
difusión de la doctrina cristiana siempre fue, por su propia naturaleza
y esencia, “extirpación de idolatrías”, lo que le daba un sentido parti-
cularmente activo y sustitutivo, a la vez que riesgoso, al uso cristiani-
zador de las imágenes.29
Dicha dinámica permite contextualizar, por ejemplo, lo sucedido en
el propio Huarochirí, donde los mismos indios “idólatras” habían en-
cargado la confección de una imagen de la Virgen y otra de un Ecce
Homo “para fingir que hacían fiestas a estas imágenes cada año”,
cuando en verdad la veneración que les procuraban estaba dirigida a
un par de “ídolos” – Chaupinamoca y Huayhuay, femenino y mascu-
lino, respectivamente –, encarnados virtualmente en la representación
cristiana.30 No obstante, esta aparente continuidad clandestina de an-
tiguos cultos prehispánicos no la podemos disociar ni del objeto mate-
rial, la imagen, que captaba la devoción indígena, ni de los soportes
discursivos y referentes simbólicos que lo rodeaban y construían su
poder religioso. En otras palabras, si bien el mundo andino mantenía
referentes religiosos precristianos, de una u otra manera, éstos no po-
drían desligarse del universo católico que sistemáticamente desple-

27
Lacoste, Dictionnaire (nota 5), p. 556.
28
El sacrosanto (nota 10), sesión XXV, pp. 363–365. Véase Alejandra Araya Espinoza,
“Historia del imaginario en la sociedad colonial, lo imaginario de la sociedad colonial y
la identidad sin imágenes”: Dimensión histórica de Chile 17–18 (2002–2003), pp. 13–
35.
29
Henrique Urbano, “Ídolos, figuras, imágenes. La representación como discurso
ideológico”: Gabriela Ramos/Henrique Urbano (comps.), Catolicismo y extirpación de
idolatrías, siglos XVI–XVIII (Cuzco 1993), pp. 7–30, aquí: p. 28.
30
Francisco de Ávila, “Relación de idolatrías”: Emilio Lissón Chavez (comp.), La
Iglesia de España en el Perú. Colección de documentos para la historia de la Iglesia en
el Perú, que se encuentran en varios archivos, 5 vols. (Sevilla 1943–1946), vol. IV,
no. 22, pp. 630–631.

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52 Jaime Valenzuela Márquez

gaba el sistema colonial. El fracaso de la evangelización ortodoxa


conllevaba el éxito de una cristianización híbrida.
En este contexto, la experiencia colonial de las representaciones
plásticas se fue modelando a partir de reglas implícitas que hacían que
ciertos objetos fuesen identificados como “ídolos” y otros como imá-
genes, con fronteras difusas no sólo para los indígenas, sino también
para los hispano-criollos. Por lo demás, como bien analiza Gruzinski,
la antítesis entre imagen e ídolo es ficticia, pues ambos pertenecen al
mismo molde: el de Occidente. El “ídolo”, en efecto, es una creación
conceptual que depende de una visión occidental de las cosas y que,
por lo mismo, sólo existe en la mente y en la mirada del que lo descu-
bre, se escandaliza y lo destruye. Al mismo tiempo, la pugna dualista,
propia de la imaginación europea de la época, veía en el “ídolo” la
contraparte de la imagen, que mentía y engañaba, generando la divi-
sión entre imágenes “verdaderas” e imágenes “falsas”, aunque ambas
compartían funciones comparables.31 Sin ir más lejos, de acuerdo a la
cosmovisión transmitida a los indígenas andinos – que formaba parte
de la hibridación religiosa que se estaba desarrollando en sus mentali-
dades – las huacas habrían pasado a formar parte del universo cris-
tiano, en la medida en que constituirían una “invención del diablo”.32
Para Estenssoro, por su parte, la ambigüedad en la experiencia de
recepción de la imagen cristiana tenía que ver con la propia tendencia
hispana a acercar la representación y su referente, incluso hasta con-
fundirlos. En medio de su lucha entre las antípodas de la iconoclasia
protestante y la idolatría indígena, la Iglesia hispanoamericana intentó
evitar esta confusión, aunque no pudo eliminar la contradicción que
significaban las cualidades naturalistas de la representación, que eran
las que le otorgaban su veracidad. La imagen no podía existir sin su re-
ferente, llegando a sustituirlo como si fuesen una sola cosa, al punto de
llegar a invertir la relación entre la representación y lo representado.33

31
Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a ‘Blade Run-
ner’, 1492–2019 (México, D.F. 1994), p. 55. Véase también el artículo de Sabine Mac-
Cormack, “Demons, Imagination, and the Incas”: Representations 33 (1991), pp. 121–146.
32
Véase Tercero catecismo (nota 8), sermón XIX, pp. 108v–117. Véase también el
artículo de Juan Carlos Estenssoro, “El simio de Dios. Los indígenas y la Iglesia frente
a la evangelización del Perú, siglos XVI–XVIII”: Bulletin de l’Institut Français d’Étu-
des Andines 30, 3 (Lima 2001), pp. 455–474.
33
Estenssoro, Del paganismo (nota 1), p. 282.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 53

El tercer concilio buscó la solución reforzando la idea de que las


imágenes de los santos se reverencian “no por lo que son, sino por lo
que representan”.34 El Tercero catecismo, por su parte, retomaba la
función recordatoria que cumplían dichas representaciones, estable-
ciendo un paralelo con el uso de sus nombres para bautizar a los cris-
tianos: “[...] para que nos recuerden éstos nuestros padres, y maestros;
y por eso honramos sus imágenes”. Y continúa a renglón seguido:
“[...] no por lo que ellos son en sí, que son palo, o metal, o pintura,
sino por lo que representan”.35
Más adelante, luego de estigmatizar los antiguos ritos y descalificar
a sus “hechiceros”, el Tercero catecismo retoma los argumentos de la
tradición occidental, explicando las diferencias “que hay en adorar los
christianos las imágenes de los santos, y adorar los infieles sus ído-
los”. Allí se refuerza la idea de que los cristianos no adoran “ni besan”
las imágenes por lo que son, pues bien saben que Jesucristo, María y
los santos “están en el Cielo vivos y gloriosos y no están en aquellos
bultos o imágenes sino solamente pintados, y así su corazón pónenlo
en el Cielo”.36
Como vemos, los textos fundantes del catolicismo hispanoameri-
cano mantienen definiciones generales y no aportan elementos mayor-
mente clarificadores o delimitadores. La realidad americana, por su
parte, estaba planteando un contexto sociocultural suficientemente
complejo para acentuar la confusión de los dos planos, sobre todo a
nivel de las prácticas religiosas. Ello hacía que, en definitiva, los cris-
tianizadores tendieran a atacar los objetos más evidentes de la “idola-
tría” indígena – las campañas de “extirpación” desatadas durante el
siglo XVII son un ejemplo –, claudicando en las fronteras más sutiles
de los usos de las imágenes cristianas y descansando en la explotación
de la fuerza más directa y palpable de éstas: su capacidad de evocar la
realidad que representaban y de mover con ello a la devoción. Por otra
parte, el mismo papel que debió cumplir la imagen, fundamental en la
catequesis y la liturgia, se vio reforzado con los poderes protectores y

34
“Catecismo mayor para los que son más capaces”: Doctrina christiana y cate-
cismo para instrucción de los indios, y de las demás personas, que han de ser enseña-
das en nuestra santa fe (Lima 1584), pp. 59v–60.
35
Tercero catecismo (nota 8), pp. 46v–47.
36
Ibidem, sermón XIX, pp. 115–116.

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54 Jaime Valenzuela Márquez

taumatúrgicos que el discurso y la devoción de los fieles fueron atri-


buyendo a las distintas representaciones de los habitantes celestiales.
Así, podemos inferir que la imagen cristiana en América cultivó
desde un comienzo la sacralización de su materialidad, reforzando así
la base icónica heredada del Occidente medieval. Por cierto, teórica-
mente – como hemos visto –, la imagen “verdadera” se distanciaba del
concepto de dios-objeto que rodeaba al “ídolo”, toda vez que no con-
tenía físicamente a su referente; pero, por otro lado, se le recubría con
ritos sacralizadores y festivos, y con la majestuosidad misteriosa que
rodeaba generalmente su trato simbólico. Sin ir más lejos, las disposi-
ciones tomadas por el tercer concilio respecto de las visitas diocesanas
ordenaban especial cuidado en que las imágenes y ornamentos que ya
no tuviesen utilidad en las iglesias o estuviesen muy deterioradas de-
bían ser quemadas, “y las cenizas héchense en el río o consúmanse en
la pila o entiérrense en la iglesia”, a fin de evitar cualquier uso pro-
fano.37 La Iglesia no era indiferente, pues, al destino de la materialidad
de la imagen, incluso luego de haber perdido ésta su funcionalidad
religiosa.
Tampoco hay que olvidar la existencia de un delito eclesiástico tan
grave como el sacrilegio, donde la burla, el daño o la destrucción de
objetos y espacios sagrados incluía los atentados contra las imáge-
nes.38 Con ello se terminaba de proyectar sobre las representaciones
plásticas la presencia simbólica trascendente que irradiaban algunos
signos esenciales, como la hostia consagrada. Las representaciones
figurativas, lo mismo que las exclusivamente simbólicas como la cruz,
no eran, pues, sólo materia que servía para recordar o evocar.
A estas alturas, no debe extrañar que, mientras que los españoles
consideraban a los dioses indígenas como manifestaciones del diablo,
los indígenas interpretaran el cristianismo como una variación de la
“idolatría”, estableciendo sus propios vasos comunicantes. Así, por
ejemplo, en el Confessionario para los curas de indios surgido del ter-
cer concilio se incluía un anexo especial con una “Instrucción” sobre
las costumbres y los ritos indígenas que debían ser extirpados. Allí se
apuntaba: “Que como los Christianos tienen ymagenes y las adoran,

37
“Instrucción para visitadores”: Lissón, La Iglesia (nota 30), vol. III, no. 13,
cap. 10, p. 261.
38
Véase, por ejemplo, Confessionario para los curas de indios (Lima 1585), p. 7v,
ed. facsímil en Doctrina christiana (nota 34), pp. 189–250.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 55

assi se pueden adorar las guacas, o ydolos o piedras que ellos tienen.
Y que las ymagenes son los ydolos de los Christianos”.39
Más adelante el mismo texto agregaba que los indígenas también
mantenían la escandalosa idea de que “bien se puede adorar a Iesu
Christo nuestro señor y al demonio juntamente, porque se han concer-
tado ya entrambos y estan hermanados”.40 Veinticinco años después,
los indios “idólatras” de Huarochirí expresarían ideas similares, pues
“les ha hecho entender el demonio que pueden muy bien acudir a las
cosas de la religión cristiana y también a sus idolatrías”.41
A las reminiscencias de la lógica dualista prehispánica que se pue-
den detectar en el ejemplo anterior debemos agregar también lo ya
apuntado respecto al concepto de huaca en la cosmología andina, que
permite iluminar la forma como los indígenas veían al Dios cristiano,
a los santos y a las imágenes marianas: como las huacas personales de
los españoles. Así lo entendía un acusado de hechicería, en 1656,
dando cuenta del cruzamiento múltiple de conceptos, significados y
referentes que estaban en juego:
“[...] los camaquenes de los españoles, que son los santos que estan en las yglesias,
eran unos palos pintados y dorados mudos, que no ablan ni daban respuesta a lo que
les preguntaban, pero que los malqui y camaquenes de los yndios ablan y daban res-
puesta de lo que preguntaban quando les hacían sacrificios”.42

EL CULTO A LAS RELIQUIAS

La fusión entre signo y referente, que aún podía mantener ambigüeda-


des y tensiones teórico-prácticas respecto de la imagen, logró una par-
ticular cristalización en torno a una serie de objetos y representaciones

39
“Instrucion contra las cerimonias, y ritos que usan los indios conforme al tiempo
de su infidelidad”: Confessionario (nota 38), anexo, pp. 253–262, aquí: cap. VI, p. 5v
(cursivo nuestro).
40
Ibidem. Véase también el texto de Diego de Torres, publicado en Sevilla en 1603,
citado por Nathan Wachtel, La vision des vaincus. Les indiens du Pérou devant la con-
quête espagnole (París 1971), p. 232; y también Fernando Cervantes, The Devil in the
New World. The impact of Diabolism in New Spain (New Haven 1994).
41
Ávila, “Relación” (nota 30), p. 631.
42
Citado en Rostworowski, Estructuras andinas (nota 14), p. 11.

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simbólicas que rodeaban el despliegue evangelizador, alimentando la


devoción junto a la imagen.
Peculiar interés revisten, en este sentido, la difusión y el uso de reli-
quias, esto es, de restos del cuerpo o de prendas de vestir pertenecien-
tes a mártires de la Iglesia, “venerables”, beatos y canonizados o, sim-
plemente, a personas que luego de su muerte fueron revestidos con el
manto “sacralizador” de la devoción colectiva. El concepto de reliquia
también abarca los objetos que tuvieron relación directa con la vida de
Cristo – como la cruz – o, incluso, todo aquello que simplemente ha
tocado el cadáver de los santos. Lejos de las definiciones teológicas y
de los diccionarios, y en el contexto de la religiosidad fetichista impe-
rante en el catolicismo del periodo, los devotos católicos de Europa y
los neófitos del Nuevo Mundo ampliaron la noción de lo sagrado a
todo ese universo de materias, vividas como objetos venerables “en sí”
que “contenían” una sacralidad intrínseca.43
En efecto, el poder especial de la reliquia radica en que ella mate-
rializa la unión entre lo sagrado y el hombre; es un objeto que contiene
la huella divina, y este poder se acrecienta y potencia en el momento
en que se le aloja en un relicario, pues éste, si es que tiene trabajo
artístico donde haya representaciones, es al mismo tiempo – una ima-
gen. El relicario no es sólo un envase (de tela, metal, vidrio o piedra)
fabricado especialmente para albergar la reliquia, sino que en él suele
grabarse o pintarse el “retrato” de la persona o una imagen del lugar de
donde proviene. En otras palabras, se trata de representaciones plásti-
cas que “contienen” una “presencia” del Más Allá cristiano – sacrali-
zada y legitimada, además, por la Iglesia – y que, gracias a esa misma
sacralización, poseen poderes “transferidos” y “transferibles”.44 De
hecho, la relación entre imagen y reliquia estaba inscrita en el vocabu-

43
Lacoste, Dictionnaire (nota 5), p. 988; Pierre Ragon, Les saints et les images du
Mexique, XVIe–XVIIIe siècle (París 2003), pp. 388–389; Teresa Gisbert, El paraíso de
los pájaros parlantes. La imagen del otro en la cultura andina (2a ed., La Paz 2001),
p. 223. Sobre los usos generalizados y supersticiosos de reliquias en la España del siglo
XVI, véase el trabajo ya citado de Christian, Religiosidad local (nota 7). Por “fetiche”
entendemos el uso dado al concepto por la antropología al referirse a objetos que se cree
poseen un poder espiritual porque encierran o están asociados a una fuerza o un ser
sobrenatural. Michel Panoff/Michel Perrin, Dictionnaire de l’ethnologie (París 1973),
p. 106; Alan Barnard/Jonathan Spencer (eds.), Encyclopedia of Social and Cultural
Anthropology (Londres/Nueva York 2002), p. 605.
44
Freedberg, El poder (nota 13), p. 29.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 57

lario de uso corriente, pues – al igual que los restos del santo o “vene-
rable” – su representación pictórica o escultórica muchas veces era
designada como tal. En este mismo registro, el fragmento arrancado a
una imagen milagrosa se transformaba él mismo en una reliquia.45
Fue en el siglo IV cuando comenzaron los traslados y la repartición
de reliquias, así como la costumbre de colocarlas bajo el altar de cada
nueva iglesia al momento de su consagración. La reforma protestante
las incluyó en el primer rango de su iconoclasia, rechazo que incluso
podemos apreciar en la actividad de los ya mencionados corsarios in-
gleses. Los atacantes se mostraron particularmente violentos con las
reliquias, pues “tomaron los huesos sagrados de los bienaventurados
mártires y hecháronlos en el suelo y pisáronlos y los escupieron y
hecharon al mar”.46
En este contexto “bélico”, que hemos subrayado repetidas veces, el
concilio de Trento confirmó la legitimidad de su culto y su coherencia
con la fe en la resurrección de los cuerpos, destacando el deber de
venerarlas al igual que las imágenes, aunque también previniendo sobre
sus abusos.47 Luego, este proceso se catalizaría en las décadas de 1580
y 1590, cuando Roma se dedicó a distribuir generosamente los tesoros
de sus catacumbas; actitud que, sintomáticamente, coincide cronoló-
gicamente con la celebración y aplicación del tercer concilio limense.
Por cierto, el tercer concilio limense también se hizo eco de la ri-
gurosidad con la que el de Trento deseaba controlar la autenticidad de
aquellos restos, debiendo existir una aprobación del ordinario como
condición previa para ser objeto de culto.48 Este resguardo era, sin
duda, necesario, considerando el riesgo de falsificaciones y desviacio-
nes supersticiosas, en un plano donde, gracias al contacto sensorial di-
recto con la materia sagrada, el “pacto de veracidad” se galvanizaba y

45
Numerosos ejemplos para México confirman el uso taumatúrgico de trozos de
crucifijos y bultos, así como sombreros de estatuas y coronas del Niño Jesús o de la Vir-
gen, de forma similar a como se usaban los restos mortales u objetos ligados a un santo.
De la misma manera, se les ponía en contacto con otros objetos y materias, que se car-
gaban así con su misterioso poder. Ragon, Les saints (nota 43), pp. 386–387. En sentido
inverso, por cierto, muchas veces los restos mortales de un santo eran vistos en el mismo
plano que las imágenes.
46
“Relación”, 1587: Egaña, Monumenta (nota 12), vol. IV, p. 184.
47
El sacrosanto (nota 10), sesión XXV.
48
Francesco Lisi, El tercer concilio limense y la aculturación de los indígenas sud-
americanos (Salamanca 1990), p. 209.

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la creencia prendía rápidamente, era difícilmente reversible y fácil-


mente podía escapar de las manos eclesiásticas.49
Serían los jesuitas quienes, una vez más, estarían a la cabeza en la
importación, la distribución y el culto de reliquias en el Perú. La dis-
posición de mayores recursos económicos – en relación con otras Ór-
denes religiosas – y sus buenas relaciones con Roma les permitirían
aprovisionarse en forma sustanciosa de los tesoros de la ciudad ponti-
fical.
De hecho, ya en la etapa preparatoria de su primera misión la Orden
tenía previsto un stock de reliquias, junto con las imágenes que hemos
citado más arriba.50 La idea era que todos los establecimientos que la
Orden estableciese en América tuviesen suficiente provisión de restos
santos, así como imágenes que alimentasen la actividad devocional.51
Incluso se llegaron a distribuir algunas de las cabezas de las “once mil
vírgenes”, una de las cuales fue recibida con solemne procesión en
Potosí, generándose un potente culto y una gran cofradía en torno a su
relicario.52 Otra de estas cabezas fue enviada a Lima, junto con una
serie de huesos de santos, todos los cuales se colocaron en un gran
relicario de plata “de muy buena labor y arte que para ello se trujo”.53
Bajo el mismo concepto de “reliquia”, aunque en un nivel jerár-
quico superior y con un carácter especialmente sacralizado, debemos
incluir los fragmentos de la cruz de Cristo, que pululaban por toda la
Cristiandad, sobre todo desde que en 1550 un terremoto obligó a
reconstruir parte del templo del Santo Sepulcro en Jerusalén, lo que

49
En esta misma línea, ya el segundo concilio limense (1567) había prohibido a los
particulares tener y llevar consigo reliquias de los santos. Rubén Vargas Ugarte, Conci-
lios limenses, 3 vols. (Lima 1951–1954), vol. I, p. 126. Sobre reliquias en América véase
D. de Avendaño, Thesaurus Indicus (Anvers 1668–1675), y Lisi, El tercer concilio
(nota 48), p. 330.
50
Carta de 25 de septiembre de 1567: Egaña, Monumenta (nota 12), vol. I, pp. 145–
146.
51
Véase, por ejemplo, la carta de Juan de la Plaza (Lima, 25 de abril de 1579): ibi-
dem, vol. II, pp. 665–689.
52
Carta de Bartolomé de Santiago a José de Acosta (Potosí, 3 de diciembre de
1580): ibidem, vol. II, p. 860.
53
Carta de Pablo Joseph de Arriaga a Claudio Aquaviva (Lima, 6 de abril de 1594):
ibidem, vol. V, pp. 344 y 473. Sobre la circulación de reliquias de santos locales en el
marco urbano de Lima, véase el trabajo de Celia L. Cussen, “El Barroco por dentro y por
fuera: redes de devoción en Lima colonial”: Anuario colombiano de historia social y de
la cultura 26 (1999), pp. 215–225.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 59

habría motivado el hallazgo de nuevos trozos.54 Los fieles y neófitos


estaban en presencia, aquí, de un objeto que estuvo en contacto con
la divinidad encarnada en uno de los momentos más trascendentes de
la historia y de las bases de la Iglesia. Por esto su “contenido” y sus
poderes eran más directos y elevados que los de las otras reliquias.
De hecho, los trozos del llamado lignum crucis se mencionan a
menudo en medio de catástrofes o situaciones de riesgo desesperado,
como verdaderos escudos protectores y epicentros de las rogativas
para calmar la ira de los cielos y diluir los peligros. En Juli, por ejem-
plo, se habían visto “algunas obras maravillosas” gracias a la presen-
cia de un fragmento del lignum en la iglesia de la Compañía, “espe-
cialmente en partes peligrosas”.55
En Arequipa una gran tempestad, “que parezía ser obra claramente
de los demonios”, alimentaba los temores de los habitantes a comien-
zos de 1600. Se conjuró entonces el peligro mediante un exorcismo
“con el sancto Lignum crucis y todas las reliquias que sacamos”.56 El
evento coincidió venturosamente con la Cuaresma, por lo que fue uti-
lizado en los sermones y procesiones expiatorias para remover las
conciencias y generar contrición en los fieles. Días después tembló la
tierra, volviendo a despertar los sentimientos apocalípticos. Para esta
ocasión se organizó una gran procesión por las calles de la ciudad, y
los jesuitas sacaron en andas todas sus reliquias. El protagonismo era,
sin duda, del lignum crucis que llevaba el padre rector, escoltado por
otro de los grandes símbolos del catolicismo postridentino: el Santí-
simo Sacramento.57
Sin ir más lejos, en el primer viaje que hicieron los jesuitas al Perú,
en 1569, hubo problemas de navegación a causa de la rotura del timón.
Decidieron, entonces, acceder a los poderes de “un buen pedazo del
sagrado legno de la cruz” que traía uno de los religiosos – el hermano
Juan de Casasola –, sacándolo en procesión por la cubierta. Luego,
“enbuelta en un paño y atada a una gindalera fuertemente, con
mucha debosión la arojaron a la mar por la parte de popa, al lugar del

54
Egaña, Monumenta (nota 12), vol. III, p. 537 (nota al pie).
55
Carta de José de Acosta a Everardo Mercuriano (Lima, 11 de abril de 1579): ibi-
dem, vol. II, p. 620.
56
Carta anónima (Arequipa, 3 de marzo de 1600): ibidem, vol. VII, pp. 9 y siguien-
tes.
57
Ibidem.

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60 Jaime Valenzuela Márquez

timón”.58 Por cierto, el objeto confirmó sus capacidades apenas se su-


mergió, “y vieron todo cómo cinco días con sus noches governava la
nao sin mentir un punto de su viaje, por virtud de aquella sancta reli-
quia”.59
Conviene detenernos por un momento en la historia del lignum que
acabamos de referir, pues aquí podemos observar con mayor claridad
las características de la distribución y circulación de este objeto sa-
grado, así como del entorno cultual que lo rodeaba. El trozo de cruz
que portaba el hermano Casasola provenía, en efecto, de un relicario
existente en Roma, propiedad de un cardenal que, a su muerte, lo
había destinado para ser enviado a las Indias. Casasola fue el encar-
gado de la importante misión de portarlo en el viaje donde probó su
eficacia maravillosa. Gracias a aquel suceso de alta mar,
“[...] corrió la voz y boló la fama del milagro por toda la flota y por los pueblos y lu-
gares adonde yvan los padres, caussando en la gente gran veneración a la santa reli-
quia que quiso Dios se diese ella mesma a conocer desde el principio”.60

Ya al desembarcar en el puerto de Santa Marta, la ciudad se volcó a


recibirlos, solicitando que se les dejase algún fragmento pequeño del
madero en su iglesia. Dada “la mucha devoción con que lo pidieron, se
les dio una partesica mui pequeña, la cual se ofrecieron de poner en
una cruz de oro y en una arquita de plata”.61
El trozo principal continuó viaje a Lima, donde se le engastó en
otra cruz de oro, cristal y piedras preciosas fabricada especialmente
para la iglesia de la Compañía que allí se había levantado. De hecho,
este relicario ocupaba uno de los lugares más destacados del templo,
en el altar colateral derecho al altar mayor, haciendo la contraparte a –
una imagen: la copia del “retrato” de la Virgen que hemos citado en
párrafos superiores.62
Pero la historia de este trozo de madera no termina aquí. Algún
tiempo después de colocado en su morada definitiva, fue “despeda-

58
“Testimonium authenticum de mirabili eventu in navigatione” (Lima, 27 de enero
de 1575): ibidem, vol. I, pp. 688–691. Véase también ibidem, vol. III, pp. 532–538.
59
Lima, 1 de enero de 1570: ibidem, vol. I, pp. 355–357.
60
Anello, Historia (nota 12), p. 248.
61
“Testimonium authenticum” (nota 58).
62
Lima, 9 de febrero de 1575: Egaña, Monumenta (nota 12), vol. I, pp. 701–702,
passim.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 61

çado”, desmembrándolo en un número de astillas suficiente para que


cada colegio del Perú tuviese una. Casasola, por su parte, tenido como
un religioso “con poca circunspeción [sic] y observancia”, se había
reservado para sí otra pequeña parte de la madera, la cual colocó en un
corazón de plata que llevaba al cuello. El jesuita vivía, así, al límite del
sacrilegio, considerando la veneración y distancia con la que hemos
visto rodeada esta materia sagrada y la disposición del segundo con-
cilio limense que había prohibido a los particulares tener y llevar
consigo reliquias de los santos. El propio virrey Toledo se encontraba
en una situación similar, pues “hizo muy grande instancia para que
se le diesse una pequeña parte, bastante para que le fuesse reliquia;
y haviéndola alcanzado, la tuvo toda su vida por único regalo y
consuelo”.63
La situación de Casasola fue tolerada por largos años, hasta que en
1585 el colegio de Arequipa, que no había alcanzado la repartición,
exigió que se le entregase la reliquia que portaba, “por los temblores
y terremotos desta tierra y por la devoción que a ella tienen desde
que la Compañía entró aquí”.64 No obstante, hubo que esperar hasta
la muerte del hermano para que los superiores de la Orden decidie-
ran – luego de constatar que el fragmento se había partido, a su vez, en
otros dos pedacitos – que uno de éstos fuese destinado finalmente
a Arequipa, mientras que el otro partiera rumbo a la residencia de
Panamá.65
La expectación y el afán que vemos entre los establecimientos je-
suitas por poseer aunque fuese una partícula de esta reliquia sin duda
apuntaban al prestigio que con ella adquiría el respectivo estableci-
miento que la poseía y, por ende, los religiosos que allí trabajaban.
Pero, también, era la propia labor pastoral la que se veía potenciada
por esta presencia divina, particularmente en relación con la difusión
del culto a la misma cruz. Así, en el Colegio del Cuzco,

63
Anello, Historia (nota 12), p. 248.
64
Cartas de Alonso Ruiz a Claudio Aquaviva (Arequipa, 28 de enero de 1585), de
Claudio Aquaviva a Juan de Atienza (Roma, 9 de septiembre de 1585) y de Claudio
Aquaviva a Alonso Ruiz (Roma, 9 de septiembre de 1585): Egaña, Monumenta (nota 12),
vol. III, pp. 532–538, 689–692 y 693–694.
65
Cartas del arzobispo Toribio Alonso de Mogrovejo (Lima, 6 de mayo de 1592) y
de Claudio Aquaviva (Roma, 3 de agosto de 1592): ibidem, vol. V, pp. 96–99 y 139–
140.

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62 Jaime Valenzuela Márquez

“[...] procurose en todos estos pueblos poner en los corazones de los indios la devo-
ción de la Santa Cruz señalando un día en que se les dava [a] adorar el santo Lignum
crucis, trayéndole en procesión, y después de la Missa se les predicaba sus altos mis-
terios y la obligación que ay para tenelle mucha reverencia”.66

Los indígenas, por su parte, aprovechaban la ocasión para llevar parte


de esta sacralidad con ellos mediante el método de “contacto” que ase-
guraba canónicamente el traspaso de los atributos del objeto sagrado
original hacia otro, especialmente tratándose de reliquias. De esta
manera, se les veía “llegando todos [a] adorar la reliquia con gran devo-
ción, poniendo sus rosarios en ella y poniendo cruzes en sus casas”.67
Ahora bien, como hemos adelantado, el uso ortodoxo de estos ob-
jetos siempre estuvo rodeado de aquella gran vulnerabilidad que ema-
naba de la cultura fetichista que se reprodujo en Hispanoamérica y que
podía en cualquier momento hacer derivar el culto hacia la supersti-
ción; riesgos que, como sucedía con los usos de las imágenes, también
provenían de la explotación, a veces indiscriminada y por parte de los
mismos religiosos, de la presencia sagrada que ella “contenía” y, por
ende, de sus potencialidades milagrosas. En tercer lugar, la devoción
heterodoxa de las reliquias cristianas también se construyó sobre los
contextos sincréticos desarrollados en América, siendo parte de su cul-
tura mestiza.
Así, por las mismas fechas en que concluía el tercer concilio li-
mense, el visitador Cristóbal de Albornoz informaba de la existencia
de huacas con “reliquias” del inca, “que son, cuando iban los yngas
conquistando, dexaban alguna uña cortada suya o alguna pieça de bes-
tido suyo o pieça de armas”.68 Se trataba, en todo caso, de una cos-
tumbre andina que, más allá de la veneración a los gobernantes, invo-
lucraba a los principales antepasados de las comunidades, de los que
se conservaban cabellos, uñas, cráneos, “y los rostros cortados de los
cuerpos humanos, ya forrados en pellejos huntados de dentro con
cebo, los cuales se ponen por máscaras cuando tienen fiestas”.69
Por lo demás, durante la época colonial fue corriente que los indí-
genas colocaran dentro de las imágenes cristianas algunas de sus hua-

66
Carta de Rodrigo de Cabredo a Claudio Aquaviva (Lima, 20 de abril de 1600):
ibidem, vol. VII, p. 67.
67
Ibidem.
68
Albornoz, “Instrucción” (nota 14), p. 165.
69
Ávila, “Relación” (nota 30), p. 630.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 63

cas, es decir, objetos con presencia divina, en lo que podría conside-


rarse un híbrido del relicario.70 La generación de estas prácticas y las
ambigüedades de significado que le subyacían pueden estar ligadas a
la propia imbricación que existía en la cosmología andina prehispánica
entre lo sagrado y lo natural. En efecto, junto con la idea de huaca, los
indígenas utilizaban la voz camaquen para explicar la presencia inma-
nente con que lo sagrado imprimía su fuerza vital a los seres y las ma-
terias que poblaban la Creación. Así, no sólo las personas poseían su
camaquen, sino también las momias de los antepasados, los animales
y ciertos objetos inanimados, como los cerros y piedras.71 De hecho,
numerosos ejemplos del periodo estudiado dan cuenta de oratorios
indígenas “donde estava cercado de muchos guesos de muertos”, enca-
bezados por los mallquis, ancestros de los diferentes linajes de cada
comunidad.72 De ahí que también podamos encontrar paralelismos
entre la veneración a restos corporales que difundían los misioneros y
aquellas creencias indígenas prehispánicas relativas a los cadáveres,
ligadas al culto de las huacas, en cuyo traspaso al mundo colonial, por
lo mismo, debemos considerar aquella veneración católica por los
huesos santos.
La solución planteada por los religiosos no sólo contemplaba que-
mar los mallquis y las figuras “idolátricas” que allí se encontrasen –
un verdadero “auto de fe” andino –, sino también colocar y adorar al-
gunas cruces. Incluso, en ciertas ocasiones se ve actuar a trozos de li-
gnum crucis con el fin de resacralizar correctamente el lugar, que
ahora podría servir como referente cristiano.73
Las confusiones surgidas de estos intentos de sustitución no podían
hacerse esperar; y de ahí que no parece extraño encontrar ejemplos
como el del pueblo de San Miguel de Uscomayo, cuyos habitantes no
vieron ninguna contradicción en recibir con alegría y buena disposi-
ción a los misioneros jesuitas que los visitaron en 1613, pese a venerar
abiertamente una huaca de piedra. Además, poseían una cruz a cuyos

70
Gisbert, El paraíso (nota 43), p. 228.
71
Véase arriba, nota 24.
72
Duviols, Procesos y visitas (nota 3), passim; Albornoz, “Instrucción” (nota 14),
p. 167.
73
Los ejemplos corresponden a la zona de Cuzco. Carta de Rodrigo de Cabredo
a Claudio Aquaviva (Juli, 1 de marzo de 1602): Egaña, Monumenta (nota 12), vol. VII,
pp. 733–734; Annua de la Provincia del Perú (1602): ibidem, vol. VIII, pp. 223–224.

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64 Jaime Valenzuela Márquez

pies tenían enterradas las “reliquias” óseas de uno de sus antepasados,


“los quales adoraban con color de hazer reverencia a la Cruz”.74
Años más tarde, cuando ya la “idolatría” y su represión eran un
fenómeno generalizado en buena parte del mundo andino, los visita-
dores del pueblo de Huanchor “descubrieron el cuerpo del mismo fun-
dador, llamado Huanchor Vilca, que era el ídolo principal, y pública-
mente se quemó”. Los mismos religiosos, luego, se dirigieron a la
comunidad de Carampoma, donde se descubrió una “capilla” de pie-
dra repleta de “ídolos” de diversos tamaños
“[...] y cuerpos muertos de sus antepasados, a los cuales también adoraban. Plantóse
aquí una cruz y los ídolos públicamente se deshicieron, echándolos con los cuerpos
muertos en los más profundos de los despeñaderos”.75

En este mismo pueblo había otra capilla – en este caso cristiana – que
se había construido para que sirviese como punto de convergencia de
las procesiones de la comunidad. Allí, al pie de una cruz, se encontra-
ron otros cuatro “ídolos”.76
Los ejemplos de transposiciones y sustituciones, así como de “re-
sacralizaciones” cristianas y “contrasacralizaciones” indígenas son nu-
merosos en este periodo de “guerra de ídolos”. Así, en la comunidad
de Ocros, cerca de Cajatambo, la huaca Llulla, que había sido des-
truida por un visitador dominico, fue más tarde restaurada por el caci-
que “en la misma peaña de la cruz que el fraile mandó poner”. La con-
trasacralización, sin embargo, fue en este caso más agresiva, pues la
autoridad andina decidió luego borrar la presencia cristiana de aquel
sincretismo estético, quemando la cruz.77

74
“Mission al Pueblo de Chinchacocha y a otros donde ha avido idolatrias”. Annua
de la Provincia del Perú (1613): Polia Meconi, La cosmovisión (nota 24), p. 321.
75
“Letras annuas de la Provincia del Perú del año de 1620”: Revista de archivos y
bibliotecas nacionales III, V (Lima 1900), pp. 35–80, aquí: p. 60.
76
Ibidem.
77
“Visita de Rodrigo Hernández Príncipe a Ocros (1621)”: Duviols, Procesos y visi-
tas (nota 3), pp. 745–746. Este mismo caso es mencionado por Anello, Historia (nota 12),
p. 167, donde informa sobre la represión sistemática de huacas que llevó a cabo este
fraile – Francisco Cano –, apuntando que, pese a la destrucción, “han tenido tan gran
tesón en adorallas que han venerado, y veneran sólo su nombre dellas; y más algunos
pedaços de las mismas huacas que no se pudieron quemar”. Sobre este tema véase también
el artículo de Kenneth Mills, “The Limits of Religious Coercion in Mid-Colonial Peru”:
John F. Schwaller (ed.), The Church in Colonial Latin America (Wilmington 2000),
pp. 147–180.

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Imágenes y reliquias en la cristianización del Perú (1569–1649) 65

También hay casos de transferencia de significaciones asignadas a


gestos y actitudes hacia las representaciones. En 1644, por ejemplo, el
indio Martín Jurado, testigo en la causa por idolatría contra el cacique
Rodrigo Flores Caxamalqui, declaraba que había visto a la madre del
imputado ir a “adorar y dar culto al lugar y pueblo” donde se encon-
traban los huesos de sus antepasados, “como teniéndolos por reliquias
y de grande beneración, del modo que nosotros beneramos los templos
[ilegible: imágenes?] santos”.78
En sentido inverso, un testigo presentado por Flores apoyaba las
acusaciones contra quien lo había delatado – Cristóbal Yacopoma –,
afirmando que, cuando había tenido a su cargo las llaves de la iglesia
del pueblo de Santo Domingo de Ocros, Yacopoma se las había pedido
diciendo que quería sacar un dibujo del lienzo de un cristo que estaba
a un costado del altar mayor. Sin embargo, al ir más tarde para verifi-
car la conclusión de dicha tarea, el testigo encontró a Yacopoma pos-
trado delante del lienzo y a la india María Colque levantándolo y di-
ciendo a viva voz que mediante esa ceremonia lo adoptaba como hijo.
La imagen cristiana, pues, ha encabezado un acto ceremonial íntimo –
confirmando, de pasada, su pacto de “veracidad” ante el mundo indí-
gena –, aunque en un registro plenamente heterodoxo y claramente
transgresor.79
De esta forma, como hemos visto a lo largo de nuestra exposición,
el universo de las representaciones cristianas, figurativas o simbólicas,
pese a las dinámicas de adoctrinamiento – o incluso, paradojalmente,
gracias a ellas – va escapando al contexto de la ortodoxia católica
que intentaba controlar su lectura y sus usos para adquirir una lógica
paralela; una lógica que se nutría de su fuente canónica pero que, a su
vez, incorporaba la herencia supersticiosa de la experiencia icónica
europea y el imaginario indígena que la Iglesia había definido como
“idolátrico”. Imágenes y reliquias pasaban a inscribirse, así, en el
registro híbrido de las nuevas sociedades coloniales.

78
Juan Carlos García Cabrera (comp.), Ofensas a Dios, pleitos e injurias. Causas de
idolatrías y hechicerías, Cajatambo, siglos XVII–XIX (Cuzco 1994), p. 188 (cursivo
nuestro).
79
De hecho, los involucrados fueron castigados en su momento por el cura del
pueblo, confiscándoles algunos bienes a favor de la Iglesia. Ibidem, pp. 234–235.

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