prolongación de la jornada de trabajo, desde mediados del siglo XIV hasta fines del siglo XVII. ¿Qué es una jornada de trabajo? ¿Cuál es la duración del tiempo en que el capital tiene derecho a consumir la fuerza del trabajo cuyo valor compra por un día? ¿Hasta qué punto se puede prolongar la jornada, más allá del trabajo necesario para reproducir esa fuerza? Según la jornada de trabajo abarca las 24 horas del día, descontando únicamente las pocas horas de descanso, sin las cuales la fuerza de trabajo se negaría en absoluto a funcionar, nos encontramos de que el obrero es desde que nace hasta que muere más que fuerza de trabajo; por tanto, todo su tiempo disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación. Tiempo para formarse una cultura humana, para perfeccionarse espiritualmente, para cumplir las funciones sociales del hombre, para el trato social, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida humana, incluso para santificar el domingo. En su impulso ciego y desmedido por el trabajo arduo, el capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo. Usurpa al obrero el tiempo de que necesita su cuerpo para crecer, desarrollarse y conservarse sano le roba el tiempo indispensable para asimilarse al aire libre. Les quita el tiempo destinado a las comidas y lo incorpora siempre que puede al proceso de producción, haciendo que al obrero le suministren los alimentos como a un medio de producción más, como a la caldera carbón y a la máquina grasa o aceite. Reduce el sueño sano y normal que concentra, renueva y refresca las energías, al número de horas estrictamente indispensables para reanimar un poco un organismo totalmente agotado. El capital no pregunta por el límite de vida de la fuerza de trabajo. Lo que a él le interesa es, única y exclusivamente el máximo de fuerza de trabajo que puede movilizarse y ponerse en acción durante una jornada. Y, para conseguir este rendimiento máximo, no tiene inconveniente en abreviar la vida de la fuerza de trabajo, además todo eso no depende en general, de la buena o mala voluntad de cada capitalista. La libre concurrencia impone al capitalista individual, como leyes exteriores irremediables las leyes de la producción capitalista.
La implementación de una jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha entre
capitalistas y obreros. En la historia de esta lucha se destacan dos fases contrapuestas. Compárese, por ejemplo, la legislación fabril inglesa de nuestros días con los estatutos del trabajo que rigieron Inglaterra desde el siglo XIV hasta la mitad del siglo XVIII. Mientras que las modernas leyes fabriles acortan obligatoriamente la jornada, estos estatutos tienden, por el contrario, a alargarla.