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La muerte de una calle anunciada.

La calle 42 entre la avenida Ferrocarril y quinta fue escenario de las mejores


rumbas que tuvo Ibagué alguna vez, hoy solo queda el recuerdo de los
millennials y nostalgia de los más viejos.

Mientras escribo, recuerdo que caminar por esa calle un sábado por la noche,
era como entrar a una parranda que organizan popularmente los vecinos más
alegres al finalizar el año. Algarabía por allí, comida por allá, decenas de
personas con ansias de gastar su dinero en rumba y alcohol.

Ahora es desolada, no recuerdo cuando fue que empezó a sentirse ese vacío en
esa calle. Lo que sí recuerdo bien fue que, en el 2015 en esa transitada calle,
estaba en pie el Complejo Deportivo de la 42. Es una tarde húmeda, las
chimeneas andantes recogen y dejan personas por doquier, señores de
avanzada edad miran con tristeza lo que algún día fue el máximo escenario de
los tolimenses.

Así mismo, hay niños que ingenuos y sin conocimiento alguno, les dicen a sus
madres que por qué no terminaron de alzar las columnas que hoy esconden un
pasado de corrupción, mientras se pudren en el agua que a su vez las corroe el
óxido que desprende el grueso hierro.

La calle ha cambiado, ya ahora no es la misma, me dice Gloria Rengifo, que mira


con agobio el gran elefante blanco de la 42. Doña Gloria, habla rápido y con un
estilo muy tolimense, de esos tolimenses del sur, que suelen tener ese acento
arrastrado y que caracteriza a esta región del departamento.

-Antes el comercio era bueno por aquí, uno se hacía sus venticas gracias a que
ese parque estaba abierto. -Me dice Rengifo, que al mismo tiempo me sirve un
tinto de 600 pesos, negro, como para trasnochar haciendo trabajos.

-Ahora es difícil la situación, ya nadie viene a jugar aquí y en las noches no hay
tanta rumba. -Aclara Doña Gloria, con un aspecto pálido mientras ve pasar a un
joven con aspecto de niño, fumando un cigarrillo.

Para comienzos del 2014, empezó el auge de las rumbas en el sector de


Mirolindo, que es más conocido por ser el punto de referencia para decir “Llegué
a Ibagué” o para ver todas las fábricas que llegan desde todos lados.
Precisamente, en este lugar se empezaron a formar discotecas donde la gente
disfrutaba más y no tenía que lidiar con los llamados ‘ñeros’.

Laura Roxana Arias


CS-P.
Va cayendo la noche, parece que el cielo tuvo un estallido de colores y el
amarillo, naranja, rojo, violeta y azul, hacen la combinación perfecta para una
tarde en un balcón, un café y una buena compañía. La hora pico empezará
pronto. Los carros provocarán trancones de larga duración. Los albañiles saldrán
de las obras a esperar el transporte que los lleve a casa y cientos de estudiantes
salen de la Universidad del Tolima con rumbos desconocidos.

Es interesante ver que la fortaleza que ha soportado el asedio del olvido de los
ibaguereños es la farmacia Colony. Todos los días paso cerca de ella, pero
nunca he entrado allá. Al acercarse o cruzar cerca de esta farmacia es inevitable
sentir un cierto aroma a remedios raros, plantas medicinales y ungüentos para
esos dolores articulares o como decía un viejo comercial, ‘los dolores le tienen
miedo a Doloran’.

Contiguo a esa farmacia está un local con un prestigio como el de Luis H,


antiguamente se llamaba ‘Bananarana’ y era un supuesto bar y discoteca donde
era muy frecuente encontrarlo en las páginas de los periódicos sensacionalistas.
Mientras veo la imprudencia de un motociclista que por poco es arrollado por
una buseta y el rifi rafe de hijueputazos entre ambos, recuerdo que este anden
fue testigo de cientos de peleas, de goces y de hasta muertos, como en aquella
ocasión donde Cristian Toro, joven que departía con sus amigos en Bananarana
fue asesinado por dos sujetos que sin mediar palabras lo acuchillaron frente a
su novia.

Al cruzar la calle y ver semejante desfalco de los mejores Juegos Nacionales


que ha tenido Colombia en su historia, también recuerdo lo que algún día fue la
estación de Policía de la 42. Me siento en una de las escaleras que quedaron en
pie, luego de que esta estación fuera incinerada en las manifestaciones del 2013
donde cientos de personas demostraron su apoyo a los campesinos que exigían
garantías en el campo colombiano.

Cuando me paro y me dispongo ir hacía la Universidad del Tolima, pasa una


joven con una camiseta de los Arctic Monkeys, con una melena que pareciera
un león, de piel morena y una tula artesanal fabricada en china. Al mismo tiempo,
pasa en mi mente un déjá vu de nostalgia al saber que, en el patio de banderas
del hoy mamut blanco, fue escenario para varias versiones del festival: Ibagué
Ciudad Rock.

Mientras la noche empieza a surgir y la luna se empieza a colar por las crestas
azules y verdes de la cordillera, me entra una nostalgia en el ojo al recordar que
fue mi hermano, quien me coló en el festival numero once para que lo pudiera

Laura Roxana Arias


CS-P.
ver tocar con su banda de punk, pero la nostalgia se hace aún mayor porqué
hace mucho no lo veo, desde que se fue para Estados Unidos, solo hablamos
por medio de una pantalla.

Sigo mi camino directo al paradero de buses, voy sin prisa, con un poco de
hambre y un dolor bajito que indica que me va a llegar. Siento un poco de temor
al caminar cuando veo que se acerca un joven de mal aspecto físicamente, pero
que va con una sonrisa como si hubiera visto al mismísimo Dios; y es que en
ese preciso instante se baja de una camioneta parecida a los de los actores de
Hollywood, blanca y con full equipo, un moreno bajito, con un corte raso y de
aspecto de futbolista y ¡oh sorpresa!, el joven que había visto segundos atrás se
le abalanza sobre el para pedirle un autógrafo.

-Hey Yohandry que buena socio, ¿me regalas un autógrafo? -Dice el muchacho
con un acento ligeramente cariñoso pero embargado por un tono de voz que se
asimila al de los indigentes.

-Claro con gusto, -le responde el jugador que por lógica debería ser del Deportes
Tolima, pues es el único equipo de fútbol que cuenta la ciudad musical. Me llamó
tanto la atención este episodio que indagué sobre él y descubrí que se llama
Yohandry Orozco y es de Venezuela, y coincidencialmente donde se bajo
aquella noche, es donde tiene su propio establecimiento llamado ‘El Sabor
Venezolano’.

Al llegar a la esquina y con un ambiente tenso por la hora pico que todavía
transcurre, me dispongo a esperar a la ruta que me llevará casa, cuando me
subo al bus veo que tiene una registradora vieja, algo común en el sistema de
transporte público. Tiene una tapicería obsoleta que nadie le da importancia.
Tiene los vidrios sucios y calcomanías que piden a gritos los escenarios de los
juegos nacionales. Pienso que el servicio es malo, lento y obsoleto. La ciudad
necesita un nuevo modelo de transporte masivo, pero no como Bogotá, no
queremos estancarnos.

Mientras voy de pie y el calor se empieza apoderar de mi cuerpo, veo con


desazón los escenarios deportivos y esa calle que muere lentamente día a día.
Recuerdos de mi hermano, el jugador de Venezuela, la señora de los tintos y la
estación de policía pasan por mi cabeza, pero hay algo más inquietante que no
me deja concentrarme en ellos y es ver en los escenarios deportivos a esa
Colombia estancada, corrupta, jodida e ignorante que le da igual tener o no
escenarios mientras no seamos como Venezuela.

Laura Roxana Arias


CS-P.

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