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Antonio J.

Fernández Del Campo

Atravesando el espejo

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Antonio J. Fernández Del Campo

Capítulo 1

- Dicen que si invocas su nombre tres veces, delante de un espejo, su


fantasma se te aparece. Los que lo han intentado han muerto en extrañas
circunstancias porque la Novia del Diablo viene a buscar a los que la invocan para
llevárselos al infierno.
Quien hablaba era Susana, una pelirroja que parecía una de esas personas a
las que les encantaba el oscurantismo y viste de negro, usando pintalabios
morados y sombra de ojos carbón. Parecía una zombi con sus escleróticas rojas de
tanto fumar marihuana y su extremo maquillaje de chica gótica con docenas de
piercing en las orejas y una bolita negra saliendo de su labio inferior.
Hablaba con sus compañeros de instituto del último curso y estaban en
medio de un descanso entre clases. Normalmente esa chica no se juntaba mucho
con los demás pero Carolina se acercaba a ella de vez en cuando y trataba de
hablarle para unirla al grupo. Le daba lástima por ser tan aislada y quería
ayudarla, pero normalmente conseguía que sus amigos tuvieran aún más razones
para burlarse de ella.
Era divertido escuchar sus historias de miedo y siempre le gustaba presumir
de practicar magia negra con algunas amigas, que no debían ser menos pintorescas
que ella.
Juan estaba escuchando su relato de "La Verónica" con escepticismo. Era un
chico estudioso que no creía nada que no se pudiera demostrar. Para él los
fantasmas no existían y por tanto la historia que había contado Susana le pareció
una estupidez para paletos.
- ¿Cómo sabes que es cierto? - dijo, despectivo.
- Los que lo han hecho han muerto en extrañas circunstancias…
- Pero si eso es cierto- atajó Juan-, ¿cómo sabrías que han invocado a
Verónica? ¿Tú te crees que todos los que mueren en su cuarto de baño la
invocaron?
Susana chasqueó la lengua, molesta.
- La gente que la invoca suele intentar demostrar que es mentira y por tanto,
no lo hacen solos. Hay testigos, conozco a alguien que vio morir a una niña
después de invocarla. De hecho otra amiga que estaba allí está recibiendo
tratamiento psiquiátrico porque no puede soportar estar sola.
- Venga ya… - la atajó Juan -. Seguro que estaba loca de antes.
- Eran vecinas mías, la policía decía que fue un accidente, pero esa noche
habían jugado a la Ouija y una de las niñas apareció muerta en el baño, horas

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después. Su madre le contó a la mía que habían estado invocando a Verónica. Una
de las que estaba allí está visitando al psiquiatra porque tiene pánico a los espejos.
- Seguro que fue casualidad - replicó el muchacho.
- ¿Cuánto te juegas a que si la invocas aparece? - le retó Susana, ofendida.
- Cincuenta euros. Me vas a pagar la juerga de este fin de semana.
- Hecho - dijo Susana, extendiendo su mano y clavándole una mirada
ansiosa-. Estoy harta de escuchar versiones de terceros. Quiero ver a Verónica por
mí misma.
Sus ojos parecían tan ávidos que ninguno de los presentes entendió ese
entusiasmo por un tema tan escalofriante. Parecía estar buscándose la muerte.
- Estás chalada - replicó Juan -, no vamos a ver a esa ni a ninguna otra; los
fantasmas no existen. Lo que no entiendo es por qué no la has invocado tú.
- Porque no quiero ir al infierno - replicó ella -. Vamos a los baños, lo
haremos ahora mismo. Tenemos tiempo hasta que empiecen las clases.
Todo el grupo de amigos les siguió por el pasillo del instituto. Entraron en
el baño de los chicos y se aseguraron que no hubiera nadie.
- A ver ese dinero - dijo Juan.
- Aquí está, será tuyo cuando invoques su nombre tres veces y no se
aparezca.
- ¿Cómo decías que se llamaba? - preguntó Juan al ver el billete blanco y
morado sobre el lavabo.
- Ya lo sabes - replicó Susana, no pienso pronunciarlo aquí.
- Estaba seguro, eres una cagada. A ver, ¿qué digo?
- Dilo tú - se exasperó Susana.
Juan soltó una carcajada.
- Está bien…
Miró al espejo, sonriente y, seguro de que se sacaría cincuenta euros con esa
tontería, pronunció con voz teatral y grave el nombre de Verónica tres veces.
Los ojos de Susana se posaron en el otro Juan reflejado y buscó alguna
evidencia de que la llamada había tenido éxito. Paseo la mirada entre los que
estaban con ellos, pero la única que parecía muerta era ella misma. Juan la miraba
con una sonrisa prepotente poniendo su mano a modo de cazo para que le
entregara el billete.
- Te lo dije, estúpida. Los fantasmas no existen.
Poco a poco la mirada enloquecida por la ilusión de la chica gótica se fue
convirtiendo en decepción y finalmente tuvo que entregarle el billete a Juan,
pasados un par de minutos sin que pasara nada.
- ¿Estás seguro de que no ves algo raro? - le preguntó.
- Claro que veo. A ti.
- Ja, ja, gracioso - dijo ella, ofendida.
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Las demás rieron la gracia y fueron saliendo del baño comentando que
habían pasado mucho miedo pero que no creían en los fantasmas. Susana no dejó
de mirar el espejo ni un segundo hasta que se quedó sola en el baño con Juan.
- Vamos, zumbada - le dijo él desde la puerta -. Este es el de los chicos.
- Estaba segura de que vendría - susurró la pintoresca pelirroja -. Nunca
viene nada más llamarla, ya te dije que mató a esa chica varias horas después.
Seguramente esperará a que te quedes solo ante un espejo. Ten cuidado.
Se lo dijo muy seria lo que sólo consiguió exasperar al muchacho.
- Anda, lárgate de aquí chiflada - respondió Juan, riéndose y empujándola
con fingida violencia del aseo -. Tengo cosas que hacer aquí y sin tu ayuda.
Cuando Susana salió del baño Juan miró hacia el espejo. Entonces se percató
de algo extraño.
Vio en la esquina inferior derecha un poco de vaho. Entraba dentro de lo
normal, dado que habían entrado cinco personas en un cubículo de seis metros
cuadrados. Lo que le llamó más la atención fue que alguien había escrito algo en
esa esquina, con un dedo. Era una fecha.
- Qué extraño - se dijo -. A quién se le ocurre escribir el día de hoy en el
espejo. Juraría que nadie se acercó.
Salió del baño y pensó que había sido alguien que entró antes de llegar ellos.
No le dio más importancia y miró la hora. Llegaba tarde a clase.
En el camino sacó su cartera del bolsillo y la abrió para guardar el billete
que acababa de ganar. Antes de soltarlo notó que le faltaba el aire y trató de pedir
ayuda. En su asfixia cayó de rodillas y sintió que éstas sufrían un doloroso golpe
contra el suelo. Su cara se estrelló sobre el adoquinado de piedra del instituto y se
le rompió la nariz en el impacto. Todo ocurrió a cámara lenta. Su pecho seguía sin
aire, su corazón dejó de latir y supo al instante que estaba a punto de morir.
El terror se apoderó de él, quería suplicar ayuda, gritar, pero no quedaba
casi nadie por los pasillos. De repente una chica de pelo oscuro se agachaba a su
lado.
- Por favor… ayuda - consiguió exhalar el chico.
Ella le miró fijamente, con una diabólica sonrisa dibujada en su rostro. En
lugar ayudarle le agarró la mano con fuerza.
- Verónica… - exhaló Juan, antes de morir.

- No debiste hacerlo - dijo una voz femenina, joven.


El chico se sentía raro. No sintió que su cuerpo pudiera moverse. Quiso
levantarse, abrir los ojos y mirar a la chica que le hablaba, pero su cuerpo no se

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movía. Sin embargo, estaba despierto y había escuchado esa voz con mucha
claridad.
- Levántate, Juan, y ven conmigo - añadió ella con tono serio.
Sintió una mano fría tomando la suya. Tiró de él y al instante se vio en pie.
Le llamó la atención que podía ver mucho más claramente que si estuviera
despierto. Su mente estaba despejada y no ya no le dolía el pecho, las rodillas o la
nariz. Sin embargo se asustó porque sabía que algo iba muy mal.
Ante él estaba esa hermosa chica, una que pasaría por amiga de Susana, a
juzgar por la oscura sombra de sus ojos. Vestía como si viniera del siglo pasado, un
vestido violeta ceniza que se abría en campana a la altura de las rodillas y en el
pecho se ceñía como un guante, ajustado a su bonita figura.
Miró hacia abajo y se estremeció al ver su cuerpo tendido en el suelo, con un
charco de sangre justo debajo de la cabeza.
- ¡Dios Santo! ¿Qué me ha pasado?
Verónica le había cogido la mano y si ella era un fantasma, el también debía
serlo. Quiso soltarla pero le resultó imposible. Estaban unidos por una fuerza
inexplicable. Era como si fuera de su propiedad.
- Estoy muerto - dedujo.
- Ajá - dijo ella.
- ¿A dónde vamos? - Juan estaba aterrado.
- Al infierno.
- ¿Por qué? ¿Qué mal he hecho?
- Invocarme - respondió ella, escuetamente.
- ¿Y qué tiene eso de malo?
- Cuando llamas a alguien, lo normal es que aparezca.
- ¿Y si invoco a Dios?
- Lo siento, es tarde para eso, ya eres mío - respondió ella.
- ¿Por qué me has matado? - exclamó él, angustiado.
- ¿Matarte?
- Te llamé y ahora estoy muerto.
- Tú sabías lo que podía pasar. Si usas una pistola que no sabes si tiene balas
y te disparas al cráneo, mueres. Da igual lo que tú pienses.
Pedro se rindió ante los hechos, estaba muerto y cuanto más tardara en
aceptarlo, más sufriría inútilmente. Su vida se había terminado tan de repente que
no tuvo tiempo de arrepentirse de nada. Quizás si hubiera tenido un par de
minutos antes de morir habría podido salvarse, pedir ayuda a Dios. Fue todo tan
rápido…
- ¿Pero por qué al infierno?
- El diablo juega muy bien sus cartas - explicó ella -. Sabe a quién se puede
llevar. Tú fuiste codicioso y le desafiaste invocándome por ganar ese billete de
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cincuenta euros. Vendiste tu alma, así que a partir de ahora nunca te separarás de
ese dinero.
Juan vio el billete y lo detestó. ¿No podía soltarlo? Si lo soltaba, pensó, igual
no tenía que irse con ella. Abrió la mano pero el billete seguía pegado. Estaba tan
firme como los dedos.
- ¿Qué te dio a cambio de tu alma? - se atrevió a preguntar Juan.
- Me dio una verdad que necesitaba saber - Verónica le miró por última vez
antes de comenzar a caminar -. A diferencia de ti, yo no he muerto todavía. Lo que
ves es un cuerpo físico, no como el tuyo que es espíritu.
Juan se observó atentamente, su corazón no latía y se estaba poniendo
pálido. Su cuerpo actual era traslúcido y el de ella opaco.
Verónica le condujo hasta el baño donde la invocó y señaló la fecha escrita
en la esquina inferior derecha del mismo. El vaho se había extendido ahora hasta
los bordes del espejo.
- Tuviste tu advertencia - explicó -. Es la fecha de tu muerte. Todo el mundo
tiene un momento para arrepentirse de lo que ha hecho antes de morir pero tú no
lo aprovechaste.
Entonces Verónica tocó el espejo y, de repente, las luces palidecieron y hubo
un pequeño temblor de tierra. Las paredes sufrieron unas sacudidas que
provocaron que soltaran polvo gris. Parecía que el instituto se venía abajo.
- Estamos al otro lado del espejo - explicó.
Juan lo comprobó al ver que en realidad ya no le cogía la mano izquierda
sino la derecha y el billete lo agarraba en la otra. Además en ese lado no se sentía
tan seguro de sí mismo.
- No sabía que se pudiera atravesar.
- Hoy descubrirás muchas cosas que nunca creíste que existirían - respondió
ella.

Capítulo 2

Se alejaron del baño y cuanto más lejos estaban el mundo temblaba y se


volvía más oscuro. Al tercer paso las paredes del instituto se derrumbaron pero sus
restos no cayeron sobre ellos, en su lugar quedaron flotando y vieron que les
rodeaba un mundo en llamas. Las nubes eran negras y en el cielo rojo no había Sol
ni estrellas. Se dio la vuelta y vio que el aseo del otro lado del espejo estaba como
lo dejó, intacto.
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- Espera, te lo suplico - apremió Juan -. Esto tiene que ser una pesadilla.
- No lo es - sentenció ella, tirando de él, sin detenerse.
Por más fuerza que hacía Juan no pudo resistirse. Verónica llegó al borde de
las baldosas, lo poco que quedaba de mundo real, y miró hacia abajo.
Como si los elementos estuvieran a su merced, varios fragmentos de pared
se fueron acumulando en la apertura de abajo y se formaron escaleras que flotaban
en el vacío. Unas que descendían hasta el corazón de las llamas del infierno.
- Tienes que escucharme, no te invoqué en serio. Pensé que no aparecerías.
¿Cómo iba yo a imaginar que estaba vendiendo mi alma al diablo? No creía lo que
decía Susana, no tengo culpa de nada, déjame en paz, suéltame, no quiero seguir.
Mientras protestaba se veía arrastrado escaleras abajo directo al infierno. A
pesar de que había infinidad de escalones, se acercaban al mundo de tinieblas y
llamas mucho más deprisa de lo que parecía.
- ¿Nunca has pensado rebelarte? - trató de razonar-. No es justo ni que tú
estés aquí si no estás muerta, ni que yo haya muerto tampoco. ¿No hay un Dios
que evite estas cosas?
- Él no tiene nada que hacer en el infierno.
- Eso es mentira, está en todas partes - proclamó él, esperanzado con sus
palabras.
- No lo has entendido, ¿verdad?
- ¿Qué tengo que entender?
- Dios está en el cielo, el Diablo gobierna el infierno. Ninguno se mete en el
lugar del otro.
- ¿En serio?
- Para que lo entiendas, el todo y la nada deben ser equivalentes.
- ¿Qué quieres decir?
- Hay dos mundos, el divino y el demoníaco, que está al otro lado de los
espejos.
- Estos sólo reflejan la luz, no hay nada detrás.
- Exacto, toda la luz que entra, sale invertida - explicó ella-. Es por eso que si
le muestras uno a un endemoniado, el mal tiende a volver al infierno a través de él.
Por eso están los mitos de los vampiros que no se ven reflejados en los espejos. Es
porque ellos vienen del infierno y no son reales a pesar de que consiguen causar
esa ilusión a los mortales.
- ¿Los vampiros existen? - preguntó Juan, incrédulo.
- Te explicaba por qué los espejos están rodeados de misterios.
- Para, detente - le suplicó Juan -. Por favor, no quiero seguir.
- Acaso crees que alguien quiere - dijo ella, impasible, bajando los escalones
lentamente.
- Juntos podemos revelarnos, salir del infierno.
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Ella señaló hacia arriba y Juan se fijó que entre las nubes grises volaban
criaturas semejantes a dragones. Eran formas físicas con cuerpos musculosos y
rojos, sus cuernos negros y su rostro demoníaco. Subían y bajaban en desorden.
Los que iban hacia arriba llevaban las garras vacías y los que descendían cargaban
cuerpos ensangrentados.
- Pronto descubrirás que tu condena no es estar encerrado en el infierno.
Todos pueden entrar y salir.
- Tú no eres como ellos.
- Claro, son demonios yo humana.
Esa revelación no le consoló en absoluto. Sentía que su mano tenía una
fuerza imparable y le resultaba imposible resistirse a su avance.
- ¿No hay ni siquiera un poco de amor en el infierno? ¿No tienes compasión
por tus víctimas?
- Es la causa de tanto dolor - replicó .
Juan no entendió muy bien aquella categórica afirmación. Sabía que en la
vida real el amor tenía dos caras, la de la felicidad y la del sufrimiento. ¿Quería
decir que el cielo se quedaba lo primero y el infierno lo segundo?
Las escaleras se terminaron en una planicie oscura en la que las piedras
sangraban. Estaba esculpida con formas extrañas. Entre ellas se veían grietas de
sangre y huecos que les permitían ver que mucho más abajo estaba el fuego. Juan
se fijó bien en una de las piedras que pisaba y distinguió una cara distorsionada.
Su terror fue mayúsculo al ver que abría los ojos y le miraba con un sufrimiento
extremo mientras exclamaba suplicando piedad. El suelo entero estaba formado
por caras en aquella planicie que flotaba a cierta distancia sobre el océano de fuego.
Fueron despertando todos los lapidados a medida que pasaban sobre ellos. Sus
pies les aplastaban y respondían maldiciendo e insultando. Algunos trataban de
morderle y lo hubieran conseguido si él tuviera un cuerpo físico que morder.
- Aquí están los justos ateos y los que pensaban que que creían en Dios, los
que siguieron a otros pero nunca entendieron - explicó Verónica mientras
avanzaban pisando sus cabezas -. Ahora están tocando continuamente la realidad
que les acoge. La única en la que pueden creer, peleando entre ellos por subir al
cielo, sin comprender que su odio es el motivo de su condena.
Juan se quedó sin habla. Aquella planicie era inmensa, no se veía el final y
caminaban por encima de almas condenadas, suplicando piedad. Éstos intentaban
agarrarles o morderles pero el aura de Verónica les protegía de su contacto.
Lloraban y suplicaban una nueva oportunidad.
- Pobres desgraciados - siseó Juan, sobrecogido.
- ¿Por qué? Comparado con los de abajo, estos no sufren. Ten en cuenta que
el único bien del infierno es saber que hay muchos que están peor que tú.
- Menudo consuelo.
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- Es fruto del odio y el desprecio por los demás. El cielo es casi idéntico que
el infierno pero reflejado. Si te das cuenta lo único que los distingue es el amor que
guarde cada uno por los demás. Estos sufren porque están unidos para siempre a
gente que detestan, personas de otros credos, los considerados enemigos. En el
cielo es un abrazo perpetuo a gente que amas.
El pánico estuvo a punto de dominarlo cuando escuchó eso. Sería una
tortura estar abrazando a mucha gente para siempre. Llegaron a una grieta que
descendía hacia la oscuridad y el fuego. Verónica no se detuvo y comenzó a
descender por una rampa de arena que atravesaba el suelo de ánimas lapidadas
unas contra otras. Saber que esa era la parte menos terrible del infierno era poco
alentador.
- ¡Por favor! Déjame marchar. No volveré a dudar de Dios. Tienes que
soltarme, no quiero pasar la vida siendo torturado.
Verónica ni siquiera se volvió hacia él. Continuó su descenso agarrando su
mano y arrastrándolo contra su voluntad. Juan quiso tener un hacha capaz de
cortarle su propia muñeca. Quería correr y huir de allí…
Miró hacia atrás y vio que las escaleras por las que descendieron ya no
estaban. Y si había algo más terrible que saber que ese era su destino, era el ignorar
cuán dolorosa sería su condena eterna.
El descenso por aquella cuesta de arena parecía interminable ya que ahora
apenas escuchaba el ensordecedor clamor de aquellas pobres almas condenadas a
ser un "ladrillo". Sus gritos eran insoportables incluso para los propios reos ya que
los que no lloraban y gemían suplicando piedad, lo hacían pidiendo silencio.
- Yo creía que si existía el infierno sería un lugar solitario, vacío y sin luz. No
pensé que tendría que compartirlo con tanta gente - dijo, algo más calmado,
aliviado de ir dejando atrás a aquella muchedumbre.
- El cielo es muy parecido al infierno, pero éste se nutre del sufrimiento de
los condenados - aclaró ella -. Por ello Dios nunca interviene aquí. Ese nivel, en el
cielo es muy similar. Gentes que han creído y le han confiado su alma. Personas
que han probado la sangre de Dios y que se han rendido a su perdón. La diferencia
entre los condenados y los salvados de primer nivel es que estos están atrapados y
quieren salir y algunos lo consiguen y descubren, en el primer círculo, que la
soledad y la demencia les permiten descansar en paz, infelices para siempre. En el
cielo la gente es feliz por estar juntos y los que quieren pueden ir al primer círculo
y ayudar o interceder por los vivos.
- Eso es imposible, Dios tendría piedad de toda esta gente. En algún
momento tienen que haber pagado sus culpas.
- ¿La tuviste con las tres cuartas partes del mundo que pasaba hambre?
¿Acaso te hubieras cambiado por un etíope o por un desgraciado al que se le cae la

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casa encima? ¿Cuántos de estos pobres que han sufrido calamidades han tenido un
tiempo límite para sufrir?
- ¿Por qué tiene que haber alguien que sufra?
- El mundo está lleno de luchas y eso significa que son muchos los
derrotados y pocos los ganadores. Solo hay que ver cuántos compiten por una
medalla de oro en las olimpiadas y al final el que sale en la prensa es el ganador.
Nadie habla de los perdedores. El sufrimiento es una ficción creada por el hombre
que, comparándose con el resto, lo único que consigue es sufrir. Si la humanidad
viviera en un paraíso, los que no viven tan bien asegurarían estar sufriendo. Si
todo el mundo estuviera sano y fuera inmortal, los que disfrutaran menos dirían
que sufren. Así es la naturaleza del hombre, se construye sus propias fantasías de
felicidad y si no llega a lo más alto, no está contento.
- ¿Y el dolor? -replicó Juan-. ¿Acaso es inventado?
- Los ricos y los pobres, los pecadores y los que son buenas personas, lo
sufren por igual. Puedes quejarte por la palabra "sufrimiento", pero no es más que
un sin sentido inventado por el hombre para dar lástima a los demás -la mirada de
Verónica era despectiva y aburrida.
A medida que descendían por ese sendero de tierra roja las paredes se
volvieron sólidas y dejaron de ver hombres incrustados en su interior. Por suerte,
en aquella zona no había nadie más, sólo Verónica y él, descendiendo por una
enorme columna que sostenía a las almas lapidadas lejos del fuego.
- No entiendo porqué necesita el cielo que el infierno esté lleno de almas,
sufriendo.
- Para que uno tenga más de lo que necesita, hay que quitarle lo necesario a
varios.
Juan se quedó pálido con esas palabras. ¿Cuántas cosas había disfrutado en
vida? Entendió que nunca se le ocurrió que por el mero hecho de tener dinero para
vivir, comprarse ropa e incluso caprichos innecesarios, estaba siendo
tremendamente injusto. Muchos se dejaban la piel para ganar lo suficiente y
alimentar a su familia, pero él nunca había trabajado ya que vivía a costa de sus
padres, como los jóvenes de su edad.
- ¿Y por qué Dios no ha hecho que haya mucho más de lo necesario para
que todos tengan de sobra?
- Claro que hay más. Es el hombre el que no se molesta en equilibrar la
balanza. Los que pueden hacerlo, se corrompen y se quedan todo cuanto reciben.
- ¿Dices que los ricos tienen la culpa de la pobreza?
- No, pero no culpes a Dios.
- Podrían evitarla - dedujo.

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- No eligieron esa vida y son tan humanos como tú. Lo que no significa que
ellos mismos se libren de las tentaciones mundanas. A más fortuna, mayores
equivocaciones. Pocos consiguen salvarse.
- ¿Qué hay que hacer para ir al cielo? - preguntó Juan, más por curiosidad
que por tener oportunidad de salvarse.
- No te puedo hablar de los que se salvan, sólo de los que se condenan.
Dicho eso llegaron a una inmensa puerta que parecía de plomo. Un ser con
cuernos tan largos como espadas, estaba esculpido en ella… ¿O era real? Se trataba
de un demonio que hacía de puerta atrapado en la pared.
- Déjanos entrar - ordenó Verónica.
La colosal criatura abrió los ojos y se puso en pie, dejando una diminuta
apertura -teniendo en cuenta su tamaño- más que suficiente para que pudieran
pasar.
Cuando atravesaron el umbral bajo la enorme bestia, el espectáculo de
fuego se hizo más intenso. Un mar de llamas se extendía frente ellos abarcando
todo cuanto captaba su vista. A pesar de la cantidad de fuego, Juan no sintió ni
calor, ni deslumbramiento.
- ¿No es injusto que unos pocos vivan felices a costa de los demás?
- Estás aquí y no has entendido nada - renegó Verónica, enojada -. Cada
persona ocupa el lugar que ella misma cree que merece. Ningún condenado al
infierno está obligado a permanecer en él pero es imposible salir una vez has caido
dentro. El odio es como la polilla que corroe y no puedes sacártela porque cuanto
más lo intentas más dolor te causas a ti mismo y más fuerte se vuelve.
- Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que no huyan de aquí entonces?
- Porque ellos se odian y se castigan por sus abominaciones en vida. Su
rencor les obliga a castigarse eternamente.
- Eso es casi una forma de amor, ¿no? Se arrepienten y castigan, ¿no
merecen ser perdonados algún día?
- Te equivocas, es el lado doloroso del amor. Cuando mueren abren los ojos
a Dios, a quiénes son realmente y ven con claridad el daño que han hecho. Sienten
amor por todo cuanto ha sido creado y se vuelven conscientes de los males
causados que ya no pueden reparar. Es por ello que sabiendo lo que han hecho se
auto castigan y así tratan de mitigar el dolor que sienten en sus atormentadas
almas. Odian su vida pasada y a si mismos.
- Como cuando discutes con un ser querido y justo después muere… Que te
sientes culpable toda la vida.
Verónica asintió.
- También consuela que muchos compartan tu agonía. Especialmente si son
gente que piensas que merecen el mismo castigo. Alegrarse por el mal ajeno es lo
más parecido a felicidad que hay por aquí.
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Continuaron caminando sobre el camino que se aproximaba al océano de


fuego. Del magma se elevaban lenguas de llamas y en ellas se veían espíritus
consumidos por el dolor. Pronto se acercaron al amarillento líquido lo suficiente
para distinguir, sumergidas, a infinidad de personas retorciéndose de dolor,
torturados por un océano de llamas de gran altura.
- La Gehenna - explicó Verónica -. El fuego de los malditos. Aquí se
consume eternamente el odio de los que no perdonaron, la ira del violento, la
agonía del vengativo.
Juan no tenía palabras para explicar el horror de lo que le mostraban sus
ojos. Deseó pasar de largo al siguiente nivel, no tener que contemplar los cuerpos
abrasados, cubiertos de llagas que gritaban, consumidos por el dolor eterno.
- No te preocupes, tus pecados son muchos, pero el odio, la ira y la
venganza no están entre ellos.

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Capítulo 3

Al acercarse a la orilla del magma Verónica continuó y las llamas se


abrieron a su paso, pudiendo continuar su descenso atravesándolas. Allí, de cerca,
se podía ver que el mar de fuego era como agua ardiente. Trató de imaginar el
cielo y pensó que serían playas paradisíacas.
Verse rodeado de aquellas personas sufriendo y gritando indefinidamente
rompió la fortaleza moral que tenía Juan y comenzó a desesperarse a medida que
descendían por aquel círculo del infierno.
- Verónica, tú no eres malvada, sálvame. Llévame de vuelta, puedes evitar
esto. Sabes que no hice nada malo, invocarte no es causa suficiente para merecer
tanto castigo. ¿Por qué los demás se juzgan a sí mismos y a mí me traes por la
fuerza?
- Porque aún no ha llegado tu juicio - sentenció seria e impasible.
Juan sólo la tenía a ella para ayudarle. Pero debía estar habituada a que
otros le sugirieran lo mismo, seguro que no era el primero que le suplicaba la
salvación. Tenía que encontrar alguna forma de convencerla para que tratara de
huir con él. Él no sabía hacia dónde podría ir, pero ella tenía un poder al que
parecían doblegarse todas las puertas del infierno. Si alguien podía sacarle de allí,
era ella.
- Puede que tengas razón - aceptó Juan, sumiso, tratando de ganarse algo de
su respeto.
Su fantasmal guía no replicó y continuó su descenso. Quizás estaba siendo
un estúpido esperando encontrar una chispa de bondad en ella. Al fin y al cabo,
parecía dueña todo aquello.
- ¿A quién amaste tanto para merecer estar aquí? - preguntó él.
Ella no respondió de inmediato. Juan creyó que esquivaría la pregunta, pero
finalmente habló.
- A un hombre comprometido. Mi condena es justa, por mi culpa murió él y
su novia.
- ¿Y no se supone que cuando uno se arrepiente de sus pecados, Dios le
perdona?
- Yo no me arrepiento de nada - dijo ella.
Por primera vez se detuvo y le miró a los ojos. El dolor se reflejaba en ellos
de una forma hermosa. Quiso hablar más de su historia, quería comprender qué
había pasado para que ella aceptara tan sumisamente permanecer en el infierno, en
vida.
- ¿Por qué lo aceptas sin rebelarte? Puedes arrepentirte mientras vivas.
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- Si me arrepiento… me separaré de él - dijo con mirada triste.


- Pero, ¿dónde está? No esta contigo, ¿Por eso causas sufrimiento a tanta
gente?
- El Diablo es celoso. Insultarme, burlándose de mi nombre, se paga con la
muerte y la condenación eterna.
- No puede si la persona no lo merece - dijo Juan, enojado.
- Pero sí precipitar su muerte.
- Insinúas que si alguien te invoca con buen corazón y no merece la
condenación eterna, ¿no acudes a su llamada?
- Soy la novia del diablo, no se le puede desafiar.
- ¿Y si te invocan con amor puro? - Juan necesitaba encontrar una fisura en
su dolor -. Quiero decir, si se preocupa por ti y quiere que te devuelva al mundo
sin más intención detrás.
- ¿Acaso me has tomado por un genio de la lámpara que concede deseos?
- ¿Estás aquí por amor a… cómo dijiste que se llamaba?
- Pedro.
- Pide perdón por todo. Y luego pídele que salve también a él.
- Él no se arrepiente de nada. Al contrario cree que merece todo el castigo
que le pueda caer. Que mientras más sufra, más alivio siente al estar conmigo en el
infierno. Si yo me fuera, su condena sería completa y…
- Pero no estáis juntos, ¿cómo le puede consolar saber que tú estas aquí? -
añadió.
- Cierra los ojos. Piensa en cualquiera de estos condenados.
Juan obedeció.
- Pero no sé nada de ellos - protestó.
- Silencio - ordenó, enojada.
El chico no habló más y trató de pensar en cualquiera. Le sorprendió que
aun con los ojos cerrados podía ver su sufrimiento, pero de otra manera. Sabía qué
pensaban y por qué sufrían. Luego pensó en Pedro y su corazón se abrió a un
torrente de sentimientos profundos dirigidos hacia Verónica. El dolor de no poder
acercarse era inmenso, pero también el amor y la pequeña alegría de saber que,
aun así, podían sentirse mutuamente.
- Continuemos, el camino es largo - aquel cambio en ella hundió el poco
ánimo que le quedaba a Juan. Empezó a pensar que Verónica estaba cumpliendo
una condena que aceptaba voluntariamente y, de alguna forma, disfrutaba.
El mar de fuego se fue convirtiendo en una densa niebla a medida que
profundizaban en él donde la gente, que se veía atrapada por ella, ni siquiera tenía
aliento para gritar. La agonía les retorcía de dolor sin descanso.
- Estamos llegando al final del círculo de fuego - dijo Verónica -. Los que
están aquí sufren por sus propias iniquidades en las guerras o en sus acciones
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malvadas, pero ellos no tienen toda la culpa de sus barbaries. Se lamentan por el
dolor causado y aceptan el sufrimiento con resignación.
Ninguno tenía cadenas que les sujetara, nada les impedía salir de ese
abrasador fuego y escapar. Sólo su propio sentido de culpa.
- ¿Es posible sufrir más? - se preguntó Juan.
- Estos todavía son afortunados - explicó ella.
La cuesta que descendían alcanzó una nueva puerta gigantesca custodiada
por un archidemonio. Este, al ver a Verónica, se incorporó un poco para dejarles
pasar por entre las piernas. El muchacho se percató que éste era más grande que el
anterior.
Al cruzar el umbral sintió un frío indescriptible. La mujer irradiaba una
extraña luz azulada que le mostraba el camino. Hacía tanto frío y estaba tan oscuro
que se sintió seguro y confortado por la poderosa presencia de la chica. Si hubiera
estado solo el terror le dominaría por los gemidos y crujir de dientes que
escuchaba. Con la luz de Verónica, de un color violeta oscuro, veía formas
grotescas huyendo de ellos como si la temieran.
- Estamos en el tercer círculo, el del terror - dijo ella.
- No me dejarás aquí, ¿verdad?
- No hemos alcanzando nuestro destino. Aún tenemos que recorrer todos
los círculos - respondió.
Descendiendo por la oscuridad comenzó a escuchar desgarros en el suelo.
Luego se oían gritos agónicos y ensordecedores en todas partes. Algo estaba
despedazando a las almas y chillaban retorcidas por el dolor y el terror.
- Aquí se encuentran los espíritus que atormentaron a sus seres queridos.
Aquellos que pagaron con violencia el amor que recibían. Los que causaron terror
a personas que confiaban en ellos. Estos no podrían salir de aquí aunque quisieran,
eligieron este destino y esta forma de pagar sus culpas. Ya no pueden escapar de
su propia condena.
- Por el amor de Dios - se estremeció Juan -. Es que todavía puede haber
algo peor que esto.
- Siempre lo hay- opinó ella, sonriendo.
- ¿Por qué no nos atacan?
- La luz les quema, están ciegos y aunque pudieran ver, no se atreverían a
acercarse. Tienen miedo a todo.
Juan se aproximó al cuerpo de Verónica, buscando su protección.
- Nunca he maltratado a nadie, ni siquiera a los animales, soy incapaz de
matar a una mosca.
- Tú mismo sabrás cual es tu lugar. No necesitarás que nadie te juzgue, y
menos yo.

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Verónica continuó su siniestro descenso por aquel lugar vacío, oscuro y


rodeado de almas desgarradas por el terror y el dolor. Juan empezó a resignarse y
esperó que al menos su condena le pareciera justa. Cualquiera de esos
desgraciados estaba en su lugar y éstos sabían que se lo merecían. No podía
compadecerlos, seguramente eran violadores, maltratadores...
El descenso por aquella oscuridad se le antojó eterno. Sin embargo cuando
más descendían más temía encontrar la siguiente puerta al círculo más profundo
ya que, cuanto más abajo iban, parecían ser aún más terribles.
El nuevo archidemonio apareció ante ellos, aún más grande. Al principio le
chocaba por qué cada vez eran más colosales esos seres y en esa puerta entendió
que tal y como dijo Verónica, cuanto más descendieran más almas estaban
sufriendo condena en el siguiente nivel. Se necesitaba un demonio más poderoso
para contener a tantos. Y aun así, todos se sometían a ella.
La puerta quedó atrás cuando pasaron por entre sus dos tobillos.
El siguiente espectáculo dejó a Juan horrorizado. Un inmenso mundo de
instrumentos de tortura se extendía hasta donde abarcaba su vista. Miles de
millares de hombres y mujeres estaban siendo torturados por demonios semejantes
a duendecillos. Todos esos desgraciados sangraban formando ríos de sangre que se
arracimaban y confluían en un torrente oscuro que desembocaba en un océano
infinito. A diferencia de los terráqueos, estos desaparecían en la lejanía. Ese no
tenía fin.
- Estamos en uno de los últimos círculos. Aquí están los que por decisión
propia causaron dolor extremo y torturas a otros. Las razones que les llevaron a
ello no importan, aquí intentan expiar sus pecados eternamente.
Juan se fijó en uno de los torturados y tuvo que apartar la mirada. Se
trababa de un hombre al que un pequeño diablo le cortaba la piel en rodajas con un
cuchillo aserrado, mientras su víctima profería alaridos. En otro lado le cortaban
los tendones de los brazos a un condenado y éste chillaba de dolor. Apartó la vista
y vio como unos cuervos diabólicos devoraban las entrañas de otro. En la lejanía
vio la agónica muerte interminable de un ahorcado y también un condenado con el
cráneo abierto, con un cuervo posado sobre él que se alimentaba de sus sesos...
Mientras vivían.
- ¿Es que nunca se termina su tormento? - se estremeció Juan.
- Cuando mueren después de su tortura, éstos despiertan con su cuerpo
intacto y sufren un nuevo tormento. Los sátiros les arrojan al océano de sangre y
allí reviven los mejores momentos de su vida mientras sus heridas sanan. De ese
modo su tortura es más terrible cuando vuelven a la superficie.
- Cielos, ¿quién merece estos castigos tan horribles?
- Personas que saben lo que han hecho. Seguro que has oído hablar de
asesinos que han provocado torturas a inocentes o que mataron por diversión. Tú
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aprobarías algo así para hacerles pagar, ya que te encanta juzgar. Otros están aquí
por que terminaron su vida por decisión propia, se mataron a sí mismos y siguen
haciéndolo en el infierno pensando que así acabarán con su agonía.
- ¿Y los que se suicidan por tener una enfermedad terminal? ¿También están
aquí?
- Creo que no lo entiendes. El suicidio nunca es un acto de amor. Es de odio,
el suicida detesta su vida por algo. Por sufrimiento, por impotencia, por soledad,
por que no puede pagar sus deudas, porque piensan que su familia prefiere cobrar
un seguro que tenerles con ellos... Un último acto de odio nunca lleva al cielo.
Señaló a uno de los de delante que parecía no sufrir como el resto. Estaba
pálido y en una especie de camilla sangrienta tratando de pincharse con una
jeringuilla en la vena. Dentro había una sustancia que resplandecía como el fuego.
Cuando se la inyectó, el líquido le consumió vivo. Sus gritos eran ensordecedores y
se mezclaban con el resto.
- No lo entiendo - protestó Juan -. ¿En serio merecen sufrir así para siempre?
- Me enternece tu inocencia - replicó ella-. Te repito que ellos mismos eligen
su condena. Ese se suicidó inyectándose una dosis letal de morfina. Ahí le tienes,
intentando acabar con su condena en vanos intentos. Sufrirá esa muerte y, cuando
se le pase el dolor, volverá a intentarlo. Se miente a sí mismo, piensa que sigue
vivo y que en algún momento alcanzará la nada, el sueño eterno que tanto anhela.
Juan comprendió lo que Verónica quería decirle. Cuando descubren que
siguen vivos persisten por toda la eternidad, sin conseguirlo. Ellos mismos se
condenaban.
Continuaron avanzando y llegaron a uno de los ríos de sangre. Allí les
esperaba una barca hecha de huesos humanos. Subieron y Verónica habló con el
barquero, un enorme esqueleto con largos cuernos puntiagudos y cuatro brazos.
- Llévanos al siguiente círculo.
- Lo que ordene - dijo el demonio, sumiso.
Aquel respeto reverencial hizo que Juan sintiera un nuevo y renovado terror
por la figura de Verónica. Todos los demonios la obedecían como "su reina". No
sólo era novia del diablo, era su dama oscura, su consorte.
La barca comenzó a navegar por la corriente de sangre, directos al océano
rojo.
- ¿Qué es este líquido? - preguntó Juan -. ¿Es alguna clase de simbolismo?
- Supongo que todos los sufrimientos comparten fin - respondió ella.
- Entiendo… - dijo Juan, aunque en realidad no entendía mucho -. ¿Qué fin?
- La Penitencia - respondió ella, molesta por su estúpida pregunta.
- Y este es el océano del dolor… - dedujo Juan.
- Aquí puedes ver la sangre de los culpables y, aunque no lo parezca, en ella
sufren más almas que las que están ahí fuera. La gente que hay bajo las aguas sufre
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alucinaciones. Sus heridas sanan pero no descansan nunca. Son conscientes de


todo el dolor que han provocado que haya tanta sangre aquí. Algunos viven en sus
propias carnes las terribles torturas que han padecido otros aunque ellos no sean
culpables de todo. Aquí se reaviva su conciencia y cuando olvidan que han
muerto, vuelven a la orilla sin saber lo que les espera.
Juan se fijó que efectivamente, bajo la sangre se veían figuras
desmembradas. Se retorcían en una espeluznante coreografía de sufrimiento
extremo.
Navegaron lentamente hasta una enorme puerta que se dibujó en las aguas,
mostrando al nuevo archidemonio, guardián del siguiente círculo.
Al verlo desde arriba, distinguió la figura gigantesca del demonio en toda
su envergadura. Se trataba de un minotauro con cabeza de toro y cuerpo
humanoide. Al ser increpado por Verónica, éste levantó un brazo del océano de
sangre y se distinguió una nueva entrada. Descendieron de la barca y caminaron
por encima del cuerpo del demonio hasta la apertura, que se abría en su pecho.
El nuevo nivel apestaba a podrido y un calor sofocante, unido al terrible
olor a putrefacción y enfermedad, hizo que Juan tirase de Verónica para que no
continuara avanzando.
- Este es el penúltimo círculo - explicó ella, sin detener su avance -. Se trata
del lugar para los traidores, los charlatanes, los necios que creyeron sus propias
mentiras, los hipócritas que juzgaron a los demás con dureza y les hicieron pagar
por aquello que habían hecho mucho peor. Los que animaron a otros a morirse, en
sus momentos finales, por egoísmo, aquellos que participaron en la planificación
de condenar inocentes y nunca se arrepintieron. Los que con veneno llenaron los
oídos de aquellos que les acompañaban y con su podredumbre causaron un
terrible mal a terceros por su falta de corazón.

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Capítulo 4

En su descenso Juan vio a multitud de personas cubiertas de lepra, pestes


horribles que provocaban en sus cuerpos asquerosas llagas que les hacían gemir de
dolor. Trataban de rascarse pero sus uñas abrían aún más sus heridas y su quejidos
eran aún peores.
- ¿Este es mi lugar? - preguntó Juan, aterrado.
- ¿Por qué piensas eso? - inquirió Verónica, que no parecía sorprendida.
- Siempre pensé que la gente que sufre por enfermedad terminal debería
tener el derecho...
- No tienes que contarme esas cosas -le cortó ella, aburrida-. No me importa
qué piensas, yo no soy tu juez y mucho menos tengo derecho a juzgar a nadie.
- Cuando ayudas a acabar con los sufrimientos de un moribundo lo haces
por amor - replicó Juan, que parecía empeñado en hablar del tema -. Porque no
quieres que siga sufriendo. Como cuando ves un caracol semi-aplastado en el
suelo, lo pisas por misericordia, para que no sufra más.
- Puede que pienses eso porque la vida del caracol te importa tanto como la
de la persona. Eso es egoísmo. Te interesa tan poco que siga con vida que
consideras preferible matarla, o bien la matas para no sufrir tú, no por que la
quieras. Aquí es donde van los que ayudaron a morir a sus seres queridos que se lo
pidieron. Saben que su error condenó a alguien que amaban por siempre, en lugar
de luchar a su lado para hacer su vida soportable hasta el fin. Nadie les condena
salvo ellos mismos.
- Pero no puede ser que esa gente se castigue de esta manera por liberar a
un moribundo de su dolor.
- Lo que ves es elección suya, cuando han conocido la verdad.
Juan palideció. Visto de ese modo las cosas no parecían tan simples. Se
entristeció al saber eso.
- En ese caso, merezco este infierno por que yo lo habría hecho - repitió
Juan.
- Puede que sea tu lugar, si así lo eliges, pero la justicia no cuenta lo que
habrías hecho sino lo que haces. Vamos, aún debes conocer el último círculo.
- No tiene sentido, este es mi lugar - Juan comenzó a llorar, por primera vez,
sintiéndose culpable.
- No lo sabrás hasta que superes tu juicio - dijo Verónica, impasible -.
Vamos, acompáñame al círculo de "La verdad". El lugar donde mora el Diablo.
- Eso no suena tan mal.
- Aún no le conoces.
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- ¿Es una mujer?


- No. Se trata de la otra cara. La verdad necesaria y oculta para que el
universo se sostenga.
Juan sintió curiosidad y prefirió pensar en esa verdad que fijarse en las
terribles enfermedades que aquejaban aquellas gentes que sufrían sin cesar.
La llegada a la última puerta les llevó horas de avance continuo entre las
almas consumidas por la enfermedad. El hedor y el espectáculo que vieron le
quitaron las ganas de hablar. Caminar entre esas gentes le llenaba los pies de
mucosidades nauseabundas de modo que trató de fijar su mirada en la única cosa
que le producía cierto sosiego, la figura vestida de violeta que era Verónica,
abriéndose paso a través de esos enfermos.
Por alguna razón, al contemplarla, sintió fuerzas para volver a resistirse.
Pensó intentarlo de nuevo, tratar de convencerla de arrepintierse. Pero conocer esa
verdad era ahora lo que más le atraía. Le parecía increíblemente injusto que el
Diablo la obligara a permanecer en el infierno hasta el fin. Y aún más increíble que
viviera en el último círculo y que este tuviera ese nombre, "La verdad". ¿No se
suponía que era el maestro de la mentira?
- Al menos tú estarás allí conmigo - dijo Juan.
Verónica se volvió y negó con la cabeza.
- Todos los de ese círculo están solos. Incluido el Diablo.
- Eso no puede ser - replicó Juan -. Querrás decir que se sentirán.
- Lo entenderás cuando lleguemos.
Ya distinguían, entre el gentío de leprosos que sembraban los márgenes del
camino, una puerta lejana con un archidemonio tan imponente que incluso en la
lejanía se veía gigantesco. Ningún enfermo se acercaba a la criatura y los que lo
hacían eran devorados por ella. En lugar de desaparecer, esas almas daban textura
a la piel del Leviatán en un infructuoso grito que nunca salía de sus bocas. El
monstruo tenía seis brazos y, aunque estaba tumbado, se distinguían doce patas
que le aprisionaban en aquel fango. También pudo contar seis cabezas, repartidas
simétricamente por su lomo. Cada una de ellas miraba a un lado con avidez. La
más grande era la primera, que estaba inmóvil por que no tenía cuello.
- Esa es la bestia de la que habla el Apocalipsis - dijo Verónica -. El Leviatán
o como prefieras llamarla.
- ¿Es que cuando llegue el fin va a campar a sus anchas por el mundo?
- Ya lo hace. Su tamaño tan desmedido se debe al gran número de almas que
devora. Vive cebándose de los que se dejan llevar por los placeres terrenales.
Juan estaba sobrecogido. Tanta gente, amigos, familiares, conocidos podrían
formar parte de la bestia... Él mismo temía acercarse porque vivía como Verónica
decía. Estaba seguro de que si se ponía a su alcance la bestia le devoraría. Sintió

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que su corazón aún podía sentir dolor y lloró con desconsuelo por ser, sin saberlo,
instrumento del mal toda su vida.
- No podremos hablar cuando cruces la última puerta - explicó Verónica,
ignorando su llanto -. Si tienes alguna pregunta que hacerme antes, te la
responderé.
Juan la miró y trató de pensar en algo que no entendiera. Al final se le
ocurrió una pregunta.
- ¿Dónde están los lujuriosos? - preguntó, creyendo que se había perdido
una parte del infierno.
- Los violadores están en el círculo de la sangre. Los lascivos, adúlteros y
pervertidos tienen su lugar en la Gehenna o en el sexto círculo, el de la oscuridad
eterna. No existe uno especial para ellos, los siete pecados capitales son idénticos
en importancia. Todos los excesos son igual de malos.
Juan se sintió en cierto modo aliviado. No es que él fuera un lascivo ni un
pervertido pero la lujuria le superaba cada vez que veía a una mujer provocativa
hasta el punto de que se masturbaba casi a diario. Se preguntó si se le condenaría
por lascivia. ¿Cuántas veces se habría masturbado? ¿Tendría que ir de un círculo a
otro para pagar por el pecado más numeroso o sólo por su más gordo?
- ¿Qué me dices de la masturbación? - preguntó Juan -. ¿No hay un castigo
para los que lo hacen continuamente?
Ella se detuvo a mirarle con una sonrisa extraña. Guardó silencio unos
segundos antes de preguntar:
- ¿Continuamente? -se burló.
- Eh... Bueno, es un suponer, no digo que yo lo haga -se avergonzó él.
- Sí claro... No te voy a juzgar. Ya lo harás tú.
Aquella respuesta era muy descorazonadora. ¿Tan malo era? ¿Por qué? Se
sentía tan sucio hablando de eso con ella que prefirió cambiar de tema.
- ¿Y qué pasa con los homosexuales?
Verónica se volvió de nuevo y negó con la cabeza.
- Tienes que entender que se juzga a cada uno por el mal que ha causado
incluso a sí mismos.
- ¿Eso qué significa?
- Me parece que no lo entiendes, estoy aquí, igual que tú, porque no soy
digna del cielo. ¿Quieres saber si todos los homosexuales van al infierno? Pues la
verdad, la mayoría de ellos sí porque viven creyendo que Dios les da la espalda.
Pero no todos ya que siguen siendo seres humanos y como tales pueden amar.
Juan asintió, avergonzado por haberle preguntado algo tan íntimo y
escuchar esa respuesta tan áspera.
- Vamos, camina - espetó Verónica.
- Pero tengo curiosidad… No me queda mucho tiempo de paz, a tu lado.
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- Podemos seguir hablando toda la eternidad y tu destino sería el mismo -


espetó ella -. No esperes lecciones por mi parte, soy una condenada más.
Juan contempló, en la distancia, la última entrada. El temor a las cabezas
cesó cuando todas se apartaban de ella y dejaban paso libre. Caminaron por la
espalda del archidemonio y tenían un gran trecho por recorrer. Atravesaba su
espina dorsal y se aproximaban a la puerta. La entrada al siguiente círculo estaba
en la boca de su primera cabeza, que tenía semiabierta. Las demás buscaban
víctimas por el fango, ignorándoles a ellos.
- ¿Has atravesado aquella? - preguntó Juan -. ¿Se puede salir de allí?
- Entrar ahí es elevar tu conciencia a un plano superior. Saldrás a donde
quieras, puedes volver al mundo y hacer tantas cosas como los ángeles del cielo. La
libertad no es sino una condena eterna para aquellos que hemos visto la verdad.
Los demonios más poderosos vienen de allí.
- ¿Podrían derrotar algún día a Dios?
- No lo creo.
- Pero entonces…Es más poderoso - dedujo Juan.
- Si lo es aun no lo ha demostrado - adujo ella-. Aunque el Diablo le teme
irracionalmente. Es como si a Dios le bastara desearlo para hacerle desaparecer.
- Creí que no podía ser destruido- se extrañó Juan.
- La verdad es esa, pero no la entenderás hasta que no entres ahí. Si todo
fuera oscuridad, cómo la distinguirías de la luz. ¿Con qué la compararías? Si sólo
vieras luz, ¿no te sentirías ciego?
- Eso es cierto.
- Lamentablemente, la verdad es simple. Nunca hubo luz ni oscuridad.
- ¿Qué?
- Continúa.
Juan se detuvo. Intuía lo que estaba a punto de presenciar y sabía que si
atravesaba la puerta nunca habría marcha atrás.
- Espera, arrepiéntete, pídele a Dios que te salve, el perdón. Si no estás
muerta puedes salvarte.
Verónica le miró con respeto pero sin el menor resquicio de duda.
- El perdón… ¿de qué? ¿Es que no te das cuenta de que todo es así por que
debe ser así?
- Es injusto que sufras eternamente por amor.
- Era mi destino acabar aquí. Lo acepto y tú también deberías aceptar el
tuyo.
- No quiero atravesar esa puerta.
- Tendrás que hacerlo, no puedes evitarlo.
- Si me niego no podrás arrastrarme. Prefiero pudrirme aquí con todos estos.

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- No puedes quedarte, debes atravesar la última puerta- replicó ella,


enojada.
- Acepto este destino. ¿Por qué no voy a poder elegirlo? Tú elegiste ese que
tienes y es injusto.
Verónica le miró con odio en los ojos.
- Acompáñame o tendré que pedir a los demonios que me ayuden. No será
agradable.
- Adelante, hazlo. Pero ¿sabes qué?, no creo que puedan llevarme a ninguna
parte. Aquí cada uno elige su infierno, ¿no?
En los ojos de ella se veía frustración. Juan trató de soltarse de su mano y no
fue capaz. Comprendió que Verónica pudo arrastrarlo hasta allí porque él no tenía
ninguna determinación, ni a lo que aferrarse. Ahora que quería vivir y prefería
sufrir, nada podía moverlo de allí. Ni siquiera el Diablo. Y sin embargo, algo le
ligaba a esa mujer mientras estuviera en el infierno. Si él no se movía, ella tampoco.
Podía quedarse allí y así no podría llevarse a más personas que la llamaran desde
los espejos.
- No sabes lo que haces - dijo ella, con tono paciente.
- Lo sé. Crees que tu destino es llevarme a esa puerta y seguir siendo fiel al
Demonio, sin embargo también piensas que es mi destino entrar allí y yo eso no lo
creo. No merecemos eso ninguno de los dos. Puedes escaparte fácilmente, sólo
tienes que arrepentirte y serás libre.
- No entiendo tu razonamiento - se burlóVerónica -. Ni siquiera lo entiendes
tú.
- Arrepiéntete y te seguiré a donde me lleves - insistió Juan.
- El arrepentimiento no funciona así - dijo ella -. Hay que sentirlo en el
corazón y yo no puedo arrepentirme de algo que haría una y mil veces.
- En mis diecisiete años de vida he aprendido que si no puedes arrepentirte
de algo que sabes que hiciste mal, lo que tienes que hacer es repetir "lo siento"
hasta que tú mismo te lo creas.
- ¿Cómo podría arrepentirme de vivir los momentos más felices de mi vida?
- ¿Es que piensas que ese Pedro es el único hombre que puede hacerte feliz?
- ¿Qué me importa el resto? - replicó ella, malhumorada.
- Pues date una oportunidad. Un hombre infiel nunca da felicidad, sólo
sufrimiento. Vuelve a la vida, quiérete a ti misma y sobre todo no te culpes por su
muerte. Nadie puede obligar a amar. Créeme que si él te amo y murió por ese
amor, no fue culpa tuya. He amado a varias chicas que no me correspondieron por
mucho que insistí. El amor de otros no es responsabilidad nuestra.
Por primera vez Verónica se mostró dubitativa.
- ¿Acaso no importa de quién es la culpa? - Replicó, con lágrimas en los ojos
-. Todo lo arreglas con decir quien merece esto o aquello. ¿Acaso no has visto cómo
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están? Corroídos por sus propios juicios, destrozados por la enfermedad del ego.
¿Qué te hace a ti juez y verdugo de nada?
- Ya te lo he dicho. Acepto este infierno, no pienso moverme de aquí,
merezco esto.
- ¿Quién te ha proclamado juez? - contestó ella, enojada -. No eres nada, no
tienes ese poder hasta que cruces esa maldita puerta.
La ira de Verónica se reflejó en el color de sus ojos que se tornaron rojizos.
¿Y si podía arrastrarlo hasta el último círculo contra su voluntad? Había quedado
claro que su poder allí era inmenso. Juan sintió que flaqueaba su determinación.
Pudo arrastrarlo de nuevo hacia la última puerta. Al llegar allí dio la orden y el
Leviatán abrió la boca lo justo para que pudieran entrar una persona en el hueco
oscuro.
- No dejes que te roben la vida - insistió Juan, suplicante -. No permitas que
el Demonio decida tu destino.
- Cuando entres en esa puerta, dejaré de importarte. No prolongues tu
agonía inútilmente.
Juan forzó la vista para intentar ver lo que había dentro pero era la
oscuridad absoluta. No se veía ni se escuchaba nada. Sin embargo su sentido de
supervivencia le decía que no la atravesara, que hiciera lo posible por no pasar al
otro lado.
- "La verdad os hará libres" - citó a Jesucristo, Juan, temeroso.
- Eso es lo que te espera ahí dentro - dijo ella.
- Entonces, ¿por qué tengo tanto miedo a la verdad?
- Todas las almas, antes de ir a su círculo, tiene que pasar por esta puerta. Se
trata del juicio final. Recibirás tu justicia, esa que tanto anhelas para todos los
demás, así que no hagas esperar al juez.
- ¿Quién? ¿El Diablo?
- Lo verás tú mismo.
- No quiero entrar.
- Nadie quiere, pero debes hacerlo.
- No, no lo haré.
- Lo harás. Tienes demasiada curiosidad y buscas con demasiado ahínco un
juez justo. Entrarás porque fuera vives en la ignorancia y ansías ver lo que hay
dentro.
- Ven conmigo - suplicó Juan.
- Nadie puede entrar contigo. Es tu juicio.
- Está bien. Si lo hago, y puedo, te liberaré.
- ¿Porqué harías tal cosa? Yo te he traído.
- No tienes la culpa, yo te desafié.
Verónica guardó silencio.
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- Si una chica como tú se condena por mí, no permitiría que lo hiciera.


- ¿Ahora entiendes por qué me quiero quedar? -alegó ella -. No me siento
tan mal teniendo cerca a Pedro.
- Supongo que sí - admitió él.
- Voy a entrar, pero prométeme que pensarás una cosa.
- ¿Crees que puedes negociar conmigo?
- No, no es un negocio. Te propongo que me escuches y te lo pienses.
Piénsalo.
- ¿Qué quieres?
- Si Pedro te amara tanto no dejaría que estuvieras en el infierno, pudiendo
salir liberada. Sería menos desgraciado sabiendo que tú eres feliz. ¿Sigues estando
tan segura de que te ama? ¿O te quiere cerca por egoísmo en lugar de por amor?
- ¿Es eso? Él no quería esto para mí - dijo Verónica, sin cambiar su expresión
de enfado -. Está bien, ya lo has dicho, ahora entra.
- Nadie que te ame de verdad puede permitir que sigas ahí y quedarse
impasible - añadió Juan-. Cualquier hombre enamorado daría la vida por salvar a
su amada del infierno.
- Dudo que nadie pueda amarme más que Pedro - sentenció ella.
- Está bien, lo he intentado -se desesperó Juan-. Voy a cruzar el umbral -
dijo, rendido ante la terquedad de Verónica.
Caminó hacia la puerta y por primera vez su mano se liberaba del contacto
de la de ella. Se sintió solo incluso antes de atravesar la puerta. Quiso volverse,
seguir dialogando, tratar de convencerla para que se salvara. Pero había dado su
palabra, debía atravesar ese umbral oscuro.
Su pie atravesó la cortina de oscuridad y a continuación se vio desde dentro.
Se vio a sí mismo, a Verónica, a todas las almas del infierno, las del mundo, las del
cielo, los planetas del Universo y finalmente se vio a sí mismo.
Estaba solo.

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Capítulo 5

No tenía cuerpo. Odiaba cualquier forma que pudiera verse o tocarse. Su


mente se había abierto a los misterios y podía comprenderlo todo. Ahora veía
miles de millones de vidas en su mente en cada uno de los segundos de la historia
del universo.
En su interior sintió que todo fue un sueño y ninguna persona existió en
realidad; todas estaban en su mente. Desde la perspectiva dónde se encontraba
cualquier cosa de la creación era un fugaz pensamiento. Aunque transcurrieran
millones de años, todo iba a permanecer igual, siempre estaría solo, consolándose
con sus criaturas imaginarias.
Era una mente que lo abarcaba todo, desde la más pequeña mota de polvo
hasta la más grande de las estrellas del universo. Un mundo infinito en constante
expansión que sólo existía dentro de él. No había nada más… Esa era la verdad. Ni
luz, ni oscuridad.
Y con esa certeza tenía el poder de entrar en la mente de cualquiera y ver
sus pensamientos. No dejaba de ser irónico. De pronto comprendió que cuando el
hombre se niega a creer en Dios, no es más que un pensamiento reflejado en su
propia mente por intentar olvidar su soledad. Negándose a sí mismo, todo lo
demás existía. El mundo es así porque las mentes son pensamientos de un Dios
que está solo. Todas y cada una de las cosas creadas se relacionan unas con otras
provocando así la ilusión de lo que esperaba realmente lograr, que el que no existía
era él y por eso el hombre jamás daría con una prueba de su existencia, si había
alguien meticuloso en su trabajo, ese era el Padre.
Él era la única criatura capaz de convencer a Dios de que el universo que
había creado no era más que un engaño, era el único que podía demostrarle que si
lo destruía no pasaba nada porque en realidad nunca existió. Era el que se
empeñaba en romper las reglas y no sentía el menor aprecio por creación alguna. Si
conseguía demostrar que todo era fatuo y las criaturas conocían esa única verdad,
éstas enloquecerían y Dios abandonaría la estúpida ilusión que le mantenía
soñando sin descanso, disfrutando de ella como un niño con sus juguetes. Era
consciente de que si renunciaba al universo, él sería el primero en regresar a su
lugar, el que le correspondía por derecho de primogénito. Dios volverían a ser una
sola cosa. Bastaba con que uno de esos estúpidos títeres se diera cuenta de ello,
sólo tenía que conseguir que uno solo tomara consciencia de lo que realmente era,
y cuando lo lograra...
Esa era la Pregunta. ¿Cómo actuaría Dios si despertara dentro de su propio
sueño? Hacía dos mil años hubo un hombre que conocía la verdad, pero el Padre le
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blindó haciéndole creer que era una persona como el resto de sus congéneres. Y al
mismo tiempo era Dios. Si hubiera conseguido convencerle de la verdad, el mundo
se habría acabado y con él su condena eterna. Pero ese hombre no quiso escucharle
cuando le ofreció todo el poder, una vida infinita, una existencia de excesos sin
tener que dar cuenta a nadie, ya que nada tenía por qué existir. Podía destruir
todas esas cosas molestas que le rodeaban, todos los que le buscaban para matarle
porque no eran nada. Lo intentó como hombre, siendo Barrabás, y al no
conseguirlo le habló directamente. A pesar de que le mostró la realidad con todo
lujo de detalles, le respondió que él era hijo de Dios. Que nunca le serviría a él ni se
autoproclamaría dueño del mundo, sino su siervo. Estaba tan emponzoñado de ese
amor correoso, tanto cariño tenía a esa vida suya y la de sus semejantes que se dejó
matar por esas marionetas. Lo tuvo tan cerca... Pudo destruir todo con que Jesús
hubiera dado el sí en la cima de aquel monte.
Él buscaba la destrucción de lo que su mente creadora se empeña en
preservar y amar. Cuanto más empeño ponía Dios en hacer algo perfecto, más se
arriesgaba él por destruirlo. Si amaba a las personas, más difícil le resultaba
acercarse a ellas para mostrarles "la verdad". Ese maldito amor, esa palabra hueca y
estúpida, esa invención por la que la gente se preocupaba más por los demás que
por sí mismos... Si tan solo puediera mostrarles que no existían los demas... Su
espíritu se incendiaba con el fuego de la ira por la impotencia de vencer a esa
mentira tan poderosa sobre la que Dios había edificado su mundo perfecto.
Esa certeza le causó un gran dolor y se forzó a volver a dormir, retornar a su
sueño. Su mente regresó a lo que él había estado observando, un chico joven
llamado Juan que pretendía escapar del infierno. Podía usar su poder y darle
aquello de lo que tanto se vanagloriaba en su prepotencia humana, en su
ignorancia y autosuficiencia. ¿Creía que podía juzgar a todo el mundo? Pues
recibiría su juicio, le haría pagar por cada una de las estupideces que había hecho
con su propia vara de medir.
Verónica era patética, la flor que sobrevivía en el hogar de la muerte. En su
reino no podía existir amor de ninguna clase y esa estúpida amaba estando en el
infierno. Cada vez que la tenía cerca le daban ganas de descuartizarla, borrarla de
la existencia. Pero no poseía el poder de destruír almas, eso era facultad de Dios y
éste ni siquiera acababa con las más abyectas y repugnantes creaciones que
penaban por el infierno. Hasta a esas las "amaba". Mucho menos destruiría a una
que era capaz de amar donde no es posible hacerlo y que aceptaba su condena en
alas de ese amor.
Juan no lo había pasado por alto, era un chico espabilado y obstinado, se dio
cuenta en seguida de que Verónica no debería estar en el infierno y no hizo más
que envenenar sus oídos para que despertara de su pesadilla y escapase de sus
dominios. La había llegado a amar de forma muy pura, hasta el punto de que
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atravesó la novena puerta arriesgándose al suplicio sin fin para que ella abriera los
ojos, cosa que no era tan extraña en esas hormigas estúpidas que se dejaban drogar
por el influjo de ese veneno llamado amor. Juan era un ciego que merecía un
castigo eterno por haber creído que podría cambiar el destino de Verónica. No le
aguantaba. No toleraría que, mientras le condenara y sufriera torturas, él se
sintiera feliz y justificado por que su sufrimiento había servido para salvarla a ella
aunque no lo hubiera conseguido.
No, tenía que vaciarles de toda clase de amor, llenarlos de negrura, hacerles
comprender la verdad de que nada importa. Cabiló un plan maestro para
conseguirlo...
Así que Juan pensaba que ella podía ser redimida...
De modo que creía que Verónica iba a cambiar si regresaba...

Él les enseñaría...
Nada de este mundo merecía ser salvado. Lo aprendería con el tiempo y él
mismo, llegado el día, asesinaría a la chica por la que tanto amor sentía.

Juan abrió los ojos. Estaba rodeado de chicos y chicas de su instituto. La


gente de su clase, Susana y muchos más, le observaban mientras una profesora le
hacía la respiración asistida y le apretaba el pecho hasta casi aplastarlo. Le dolían
las costillas, debía tener alguna rota por la reanimación, a golpe de puñetazos.
Tosió y sintió asfixia al intentar volver a respirar.
- Le ha salvado - felicitó Susana a la profesora de gimnasia.
Al darse cuenta de que era la más maciza del instituto sonrió como un
idiota. Miró a su alrededor. No podía respirar por la nariz por la sangre seca. Sabía
lo que ocurrió, recordaba perfectamente su paseo por el infierno, aún le quemaban
en la cabeza los pensamientos ponzoñosos del Diablo, estaba ansioso por contarlo
todo pero no tenía apenas fuerzas para hablar, quería que los demás supieran que
el infierno existía y que había una realidad aún más terrorífica que lo superaba. Al
verse rodeado de gente se sintió feliz y se fijó en todas las caras. Cada persona
tenía su historia, sus inquietudes, sus virtudes y defectos, sus pecados y sus
secretos. Era tan feliz por estar vivo que su corazón rebosaba amor por todas las
personas que veía.

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Cuando le ayudaron a sentarse vio, en la parte de atrás del grupo, que le


miraba una chica de pelo oscuro. Sus ojos eran azul zafiro y le sonreía, entre toda
esa gente. La reconoció al instante.
- Verónica - susurró.
- ¿Qué ha dicho? - preguntó Susana, que estaba a su lado.
- Es ella - la señaló con el dedo, entusiasmado.
- ¿La has visto? - dijo la extraña chica, emocionada.
- Sí está ahí - la señaló con insistencia.
Verónica le sonrió y se escabulló entre la gente. No era un fantasma, estaba
viva. Llevaba un pañuelo en la cabeza y sus ojo seguían amoratados como si
sufriera de inanición.
Susana dejó de buscarla, ya que podía ser cualquier chica y se arrodilló
junto a Juan.
- Dame eso - le dijo, enojada, arrancándole el billete de las manos -. Me
debes cincuenta euros.
- Sí, claro - respondió él, dichoso por librarse del papel.
Por ese cochino billete había estado a punto de entregar su alma para toda la
eternidad. No tenía intención de desaprovechar esa segunda oportunidad.

FIN

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