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La relatividad del conocimiento.

Los conocidos versos lo expresan con ingenio y malicia: «nada es verdad ni mentira!
pues depende del color/del cristal con que se mira».
Toda cosa es conocida y valorada por un sujeto determinado, lleno de prejuicios y
compromisos, hasta el punto de que confunde sus deseos con la realidad:
conocimiento e interés se vuelven lo mismo. Además, siempre se conoce desde una
situación concreta y limitada. Lo que es verdad hoy puede no serlo mañana.
Algo que no es cierto para mí, lo es para ti. Tal parece que todo objeto de
conocimiento queda teñido por el tono de la subjetividad de cada cognoscente. No hay
conocimientos utópicos ni intemporales: son hijos de una cultura y de una época
histórica, en función de las cuales hay que interpretarlos.
Además, las cosas mismas no existen aisladas, sino insertas en un complejo tejido de
relaciones mutuas, que sería preciso -aunque imposible- conocer, para dar cabal
cuenta de los objetos.

El círculo vicioso.
No se debe admitir como cierto nada que no haya sido demostrado. Pero toda
demostración se ha de fundar en la verdad de los principios de que parte. Y, a su vez,
esos principios se tienen que demostrar con base en otras premisas.
Al cabo, todo se demuestra por todo; lo que equivale a decir (que nada se demuestra
por nada, ya que no hay criterio firme en el que apoyarse. Si se intenta hacer
demostraciones, se incurre en un dialelo o circullls viciosus in probandi.
Se podría también ir pasando de principio a principio, en una sucesión no circular, sino
lineal; pero entonces tampoco se demostraría nada, porque se prolongaría
indefinidamente la siempre insatisfecha búsqueda de un terreno seguro sobre el que
construir el edificio de la ciencia.
Como señala Tomás de Aquino, algunos aceptan estas razones sofisticas porque no
saben cómo contradecirlas, por falta de conocimientos; al no poder solucionar las
dificultades de los escépticos, aceptan sus conclusiones; tal ignorancia se supera con
relativa facilidad. Pero otros adoptan estas posiciones no por ignorancia, sino por
empecinamiento, al amparo de que no hay razón para admitir los principios, ya que
son indemostrables.

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