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Música y pensamiento por Carlos Hinojosa

(Recopilación a partir de diversos textos) Puebla, Pue., Marzo de 2014

Período barroco
4. Música y texto

La necesidad de encontrar un sistema musical simple racional que permitiera adaptar las palabras a la
música se había hecho manifiesta ya desde la época de Giosefo Zarlino, pero las reglas polifónicas le
impidieron encontrar una solución satisfactoria.

Esto se hizo más urgente en los últimos años del siglo XVI tanto para los teóricos, pero aún más
para los músicos prácticos. Para los unos, debido a la Contrarreforma, que los obligaba a crear obras
en donde el texto permaneciera inteligible y no fuera ahogado por el tejido polifónico; y por el otro
lado la búsqueda que propició la corriente humanista y racionalista, que buscaba recrear un teatro
musical parecido al de los griegos.

La necesidad de encontrar una correspondencia más precisa entre la música y el texto se relacionaba
por otro lado con el concepto general, de acuerdo con el cual el arte de los sonidos debía influir en
los estados de ánimo; por lo tanto resultaba indispensable que a la carga semántica de cada palabra le
correspondiera una armonía musical análoga.

Zarlino dice: "entonces queda por averiguar la manera en la que hay que acompañar musicalmente
dichas palabras. El compositor no deberá por ningún motivo mezclar las melodías y las palabras de
cualquier manera. Es imposible recurrir a una armonía triste y a un ritmo lento para un tema alegre;
en el lugar en el que el texto incitar a la tristeza y a las lágrimas, tampoco convendrá utilizar una
música llena de alegría con ritmos ligeros y rápidos. Necesito también precisar que cada frase debe
estar acompañada de tal manera de que en donde aparezca la resequedad, la dureza, la crueldad, la
amargura o cualquier otro sentimiento parecido, la música debe ser equivalente, es decir áspera y
dura pero sin ofender nunca. De la misma manera, cuando algunas palabras evoquen llanto, dolor,
luto, suspiros, lágrimas u otros estados de ánimo parecidos, la armonía debe estar llena de tristeza".

El ideal de desarrollar el modelo del idioma verbal al cual el músico debe adaptarse y someterse, se
propició en la Camerata Bardi Este perfeccionamiento se llevó a cabo solamente al final de siglo
XVII, siguiendo la teoría de las pasiones que representa su fundamento y presupuesto lógico.

Todo este movimiento llevó a la confrontación con el estilo polifónico y a su rechazo. Se buscó
regresar a la simpleza de los antiguos para remediar la degeneración de los modernos.

5. Vincenzo Galilei y la teoría de las pasiones

Nicola Vicentino propone un regreso a la música y a la teoría de los griegos como único remedio a
las complicaciones del contrapunto y, haciendo referencia tanto a Platón, como a otros filósofos
griegos, afirma la superioridad de la palabra sobre la música.

Así estaba naciendo la nueva estética de la monodia acompañada.

Alrededor de 1575 surgió, bajo los auspicios del Conde de Bardi, un grupo que se autodenominó
Camerata fiorentina, cuyo verdadero animador fue Vincenzo Galilei.

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Los principios fundamentales del nuevo estilo musical que allí se propuso, pretendió tener valor de
nueva filosofía y al mismo tiempo de nueva concepción histórica de la música.

Según Galilei, los griegos le reservaban un lugar muy importante a la música "integrada entre las artes
llamadas liberales"; pero esta edad de oro se acabó rápidamente "con el imperio, al transcurrir el
tiempo, los griegos perdieron la música y las otras ciencias; y, como si los hombres hubieran sido
poseídos por una grave ignorancia letárgica, vivieron sin ningún deseo de instruirse; del de esta
manera el arte de los sonidos no fue mejor conocido que las Indias Occidentales"

Este esquema histórico lo concluyó identificando la barbarie gótica con la polifonía y el contrapunto;
idea que se repitió en innombrables ocasiones hasta Juan Jacobo Rousseau.

La nueva música, la monodia acompañada, representaba para los músicos de la Camerata, el regreso a
la tradición musical griega auténtica según la cual solamente sería usada una voz o el unísono.

La idea platónica y aristotélica de un ethos musical propio a cada situación, se asimiló a la teoría de
las pasiones y constituyó entonces una prueba suplementaria de la superioridad de la monodia sobre
la polifonía: "esta manera de cantar muchas melodías simultáneamente era absurda a causa de la
confusión verbal y musical que provocaba, y un aún más, en razón de la mezcla de diversos ethos; de
la superposición de escalas diferentes que volvían nulo, confuso o contradictorio el efecto producido
en el ánimo del oyente”.

La teoría musical de la Edad Media fue considerada con frecuencia como el resultado de un
racionalismo abstracto; pero la nueva estética musical, nacida con la monodia acompañada opuesta al
contrapunto, también puede definirse como una concesión al espíritu racionalista incluso si se trata
de un racionalismo muy diferente.

El pensamiento del Renacimiento, en paralelo con el desarrollo de la ciencia moderna, condujo a una
racionalización progresiva del lenguaje.

El racionalismo de la Edad Media había favorecido la aparición de una teoría de la música compleja,
pero completamente alejada de la realidad musical y de las necesidades concretas del oyente, del
intérprete y del compositor.

El nuevo racionalismo tomó caminos completamente opuestos. La simplicidad y la claridad de la


nueva armonía tonal encuentran su razón de ser en la necesidad de determinar de manera eficaz las
relaciones existentes entre música y texto, que estuvieron gravemente afectados por la estructura de
la música polifónica.

El objetivo de la nueva música, que era provocar efectos sobre las pasiones, exigía una puesta en
práctica simple, clara y racional. Los nuevos compositores acusaban a la polifonía de su hedonismo y
de su carácter irracional.

La polifonía, hacía prevalecer la música y la construcción musical sobre la palabra; es por esta razón
es que halagaba los sentidos, pero dejaba al intelecto y al sentimiento insatisfechos debido a que no

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se podía entender el discurso, dado que los músicos "han provocado que la razón sea esclava de sus
apetitos".

Este objetivo intelectualista, tenía como objeto someterse a un ideal musical que ya no tenía nada de
abstracto o de irreal; de un programa preciso y concreto: la realización del nuevo espectáculo
melodramático. La oposición a la polifonía no se llevó a cabo simplemente basándose en la
racionalización progresiva interna del lenguaje musical, sino se nutrió de una concepción más general
de la música, antihedonista y racionalista: la música "expresión de las pasiones" no fue sino una
reacción a la concepción de la música como placer del oído, que había estado encarnada por los
compositores polifónicos para quienes las palabras, es decir el sostén más racional de este ideal
expresivo, estaban ahogadas en un océano de sonidos y armonías diversas y opuestas: "por el simple
placer que tiene el oído con los acordes, todo el mundo los juzga a través de su variedad como bueno
y necesario; pero en lo que concierne a la puesta en evidencia de las ideas, son muy malo. En efecto,
ellos tienen como único objetivo producir armonías amplias y variadas; pero eso no conviene en
todos los casos; e incluso se podría decir que nunca, para dar relieve a las ideas del poeta o del
orador".

La polémica de Galilei y de la Camerata se llevó a cabo tanto en el plano estético como filosófico
contra el hedonismo y en favor de una música que no sirviera solamente a halagar a los sentidos, sino
sobre todo para expresar las pasiones, sin embargo el fondo racionalista de este pensamiento la
condujo a negar la autonomía de la música y a subordinarla al sentido y a la lógica del lenguaje verbal.
Las diferentes voces del tejido polifónico, son "un obstáculo mayor para expresar las ideas que
influyen sobre las pasiones del oyente"; ellas sirven solamente para "perjudicar al oído, y no logran
nunca a conmover el espíritu: éste permanece ocupado, obnubilado por los entrelazamientos de un
placer hecho para eso y no le da tiempo para comprender, o incluso para prestar atención a las
palabras mal expresadas".

Un hecho de especial relevancia es que estos pensamientos son expresados por un laico, y fueron
formulados en defensa de una eficaz "expresión de las pasiones"; sin embargo, las protestas
emanadas a partir de la Contrarreforma o de las mentes religiosas adversarias a la polifonía son muy
parecidas; abogan un por la necesidad de comprender el texto litúrgico. En ambos casos se niega la
autonomía del lenguaje musical así como de su valor expresivo propio independientemente de la base
poética o litúrgica.

Las consecuencias inesperadas tanto de la Camerata como de la Contrarreforma en la historia de la


música fueron: regreso a la pureza de la austeridad simple del teatro trágico griego que propiciará la
creación del melodrama barroco ligero y fastuoso, así como los esfuerzos manifestados en el concilio
de Trento para eliminar de la polifonía "la barbarie, las obscenidades, los contrastes y lo superfluo"
que dieron como resultado la Cantata Sagrada y el Oratorio.

La independencia de la música y su autonomía con respecto a los otros lenguajes, había sido
abordada ya por los primeros teóricos de la armonía.

El mundo musical había cambiado profundamente durante un siglo tanto en el aprendizaje como en
sus funciones, sus relaciones con el público y su producción.

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Las fuerzas que provocaban su emancipación con respecto a su sumisión tradicional a la poesía y a
erigirla como un lenguaje independiente capaz de ser apreciado por sí mismo crecían. Sin embargo el
fondo moralista y racionalista que conducía a una concepción dictatorial de la música, estaba todavía
muy presente, incluso si sus objetivos habían cambiado. Moralismo y racionalismo permanecen
como los dos elementos primordiales del melodrama barroco, de igual manera que las exigencias de
la reforma de la Iglesia Católica.

Esta situación provocó una nueva ruptura entre la teoría y la práctica: los teóricos, los críticos, los
intelectuales continuaron a creer en la subordinación de la música al texto literario y a oponerse a
cualquier tendencia hedonista, así como a las que reconocen la superioridad de la sensibilidad sobre
la razón; mientras que los músicos pretendieron inconscientemente transformar el teatro musical en
un espectáculo provisto de su propio lenguaje y de una dirección escénica diferente de las obras
puramente literarias. No es una casualidad sí la música instrumental tomó brutalmente una gran
importancia en los primeros años del siglo XVII.

6. Artusi y la defensa de la polifonía

Giovanni Maria Artusi fue uno de los últimos opositores a los ideales de la Camerata. En su tratado
publicado en 1600 trata de lo que él llama las "imperfecciones de la música moderna".

Sus argumentos contra la nueva música manifiestan un interés estético verdadero; se fundan sobre
todo en el hecho de que, según él, los compositores modernos violaban las leyes musicales que él
consideraba como naturales, para introducir innovaciones arbitrarias; es decir "ofendían al oído".

Su oposición se basaba en el rechazo a esta nueva tendencia que quería obligar a la música a
convertirse en la "expresión de las pasiones", por lo tanto a asumir valores subjetivos y a ligarse con
la sensibilidad de los individuos.

Es por lo que él prefiere la polifonía, el contrapunto, las fugas por movimientos contrarios, las
composiciones bien construidas que están codificadas con reglas muy precisas y por lo tanto
objetivas. Sus observaciones están dirigidas en primera instancia a la "expresión".

Para la música moderna, ésta era más importante que la belleza, y es en nombre de la expresión que
el compositor no dudaba en herir el oído y a ignorar las reglas tanto de la tradición como de la razón
misma.

Las novedades técnicas (refiriéndose en particular al uso de la disonancia de séptima), se convirtieron


en el instrumento principal de esta búsqueda de expresión. Su ataque estaba dirigido evidentemente
contra los primeros autores de melodramas y sobre todo contra Claudio Monteverdi; contra ciertas
disonancias y otras violencias de este lenguaje dentro del recitar cantando; a ciertas ofensas a las
"reglas correctas" de la polifonía más austera.

Basándose en razonamientos complicados, quería probar que la música no podía ni debía producir
"nuevos acordes y nuevas pasiones", sino, alejándose de esta manera de la tradición, ofender al oído
"arruinando todo el buen efecto de la belleza de la música".

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Los "nuevos acordes" y las "nuevas pasiones" representaban de hecho el mundo de la música abierto
a los innovadores, la nueva dimensión musical del teatro melodramático; la nueva armonía era
precisamente el instrumento técnico susceptible de dar forma a estas exigencias expresivas y
musicales.

La polémica degeneró en un ataque personal contra Monteverdi, quien respondió en el prefacio de su


quinto libro de madrigales de 1605.

Aquí Monteverdi no mencionó el concepto de armonía, sino el de melodía que comprendía


"discurso, armonía y ritmo". Deseaba que el discurso dirijiera la armonía y que no fuera su esclavo.
Lamentó que Artusi juzgara su madrigal Cruda Amarilli sin haber tomado en cuenta su texto.

El uso inconsiderado de las séptimas disonantes fue criticado por Artusi porque ofendían al oído,
pero Monteverdi justificaba su uso debido a la exigencia musical expresiva y efectiva del texto
poético.

Por lo tanto son estos dos mundos que suponen en esta querella, por un lado un concepto de la
música cuyo criterio de verdad reside en el respeto de las reglas o de las leyes reputadas como eternas
y consagradas por la tradición, y del otro una visión más sintética de la obra musical concebida como
un todo, pero en donde el tejido musical se inscribe dentro de una mucho más amplia intención
expresiva, en donde las reglas y las leyes musicales sólo son el instrumento de un objetivo universal
mucho más vasto; del teatro musical, o como lo decía Monteverdi, de la "melodía".

La posición de Artusi estaba perdida de antemano porque era antigua y había sido rebasada, y partía
del marco teórico de los modos gregorianos y del contrapunto polifónico. Este recuerdo de la
naturaleza de la música, de sus leyes (que pueden formularse en términos matemáticos y que
responden a exigencias sin equivalente en el mundo de los sentimientos) estuvo presente de manera
continua en el pensamiento musical desde Pitágoras. Sin embargo Artusi no entendió que era
necesario defender la autonomía de la música sobre un aspecto nuevo: el de la naciente armonía.

De manera paralela a la filosofía musical de origen humanista literario consagrada en la Camerata, la


otra tradición más antigua (que se puede llamar pitagórica o matemática) va continuar a desarrollarse
a partir de René Descartes pasando por Gottfried Leibniz, hasta Leonhard Euler, Jean-Philippe
Rameau e incluso el romanticismo, que defenderá la autonomía del lenguaje musical, la dignidad de la
música instrumental pura naciente, desprovista de sostén del lenguaje verbal y perfectamente
autónoma.

Pero contrariamente a Artusi, estos otros teóricos no buscarán la naturaleza de la música dentro de
las reglas de la modalidad medieval ni en los enlaces polifónicos, sino en los fundamentos eternos,
universales y naturales del nuevo lenguaje armónico tonal.

7. La reforma protestante

El moralismo y el racionalismo (que fueron los componentes esenciales del pensamiento musical de
la Edad Media bajo la iglesia de tradición cristiana) estaban todavía muy presentes en la estética de la
Camerata y de la Contrarreforma.

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No sucedió lo mismo en el mundo de la Reforma Protestante germánica.

Por primera vez apareció con ella un ensayo de elaboración de un lenguaje musical autónomo, tanto
en el plano teórico como a nivel práctico. Sería una mentira decir que para Martín Lutero o Juan
Calvino, el arte de los sonidos hubiera perdido su sentido solamente en los entrelazamientos sonoros;
sino el valor ético, religioso o metafísico de la música aparece aquí a partir del mismo sonido y
permanece estrechamente ligado al placer de la melodía que eleva el alma humana a través de su valor
musical.

La música ya no se concebía como "instrumento real", como un pequeño placer de los sentidos,
tolerado porque acompaña la lección moral o religiosa de la oración. Para Lutero el placer
relacionado con el goce musical no es sólo un mal necesario un detalle sin importancia; sino un Don
Divino.

"La música es un tipo de disciplina que vuelve a los hombres más pacientes y más dulces; más
modestos y más razonables. Ella es un don de Dios y no de los hombres. Es por lo que, desde el
punto de vista teológico, ninguna otra de las artes le puede ser comparada. Yo quisiera encontrar las
palabras apropiadas para hacer la alabanza de este maravilloso don divino: el bello arte de la música.
Siempre he amado la música. Resulta absolutamente necesario conservar la música en las escuelas. Es
necesario que el maestro de escuela sepa cantar, si no pierde todo su valor desde mi punto de vista.
Por ningún motivo yo me desharía de lo poco de música que sé. Es indispensable acostumbrar a los
jóvenes a cultivar este arte, porque vuelve a los hombres buenos, delicados y listos para cualquier
cosa. Aquel que sabe cantar no cae nunca en la desesperación o la tristeza; siempre está alegre y aleja
las preocupaciones cantando"

El pensamiento luterano no asoma ninguna sombra de moralismo; muy al contrario: el confiere a la


música un poder redentor y reconfortante frente al mal.

En cuanto la educación musical, Lutero la generalizó en todas las escuelas: el arte de los sonidos es
un instrumento de elevación para todos, dado que, todavía más que las otras artes, eleva y forma el
espíritu.

Si en la Europa católica la música tendía a ampliar el alejamiento entre el ejecutante y el oyente (tanto
la liturgia como en los aspectos profanos) el ideal buscado por Lutero va en la dirección opuesta y
tiene fines didácticos.

De hecho, los fieles deben tomar, en la función litúrgica, una parte activa cantando su fe todos juntos
y no limitarse a la escucha pasiva de las misas polifónicas pomposas y complejas. Era necesario
entonces, que la nueva religión dispusiera de himnos en lengua alemana con melodías simples y
fáciles de aprender por todos; que eran extraídas del repertorio de canciones populares. Lutero se
ocupó activamente de esta cuestión, y así escribió, además de textos literarios, las líneas melódicas de
algunos corales.

"Estoy convencido que todo cristiano sabe que cantar cánticos espirituales es bueno y place a Dios;
de hecho, siguiendo el ejemplo de los profetas y de los Reyes del antiguo testamento, que se dirigían
a Dios cantando y tocando sus instrumentos, desde los principios de la cristiandad, conocieron la
práctica del canto de los salmos. No creo que todas las artes deban desaparecer de la tierra en

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nombre del Evangelio, como lo pretenden algunos santurrones, sino que yo quisiera más bien que se
pusieran (particularmente la música) al servicio de Dios, quien los creó y nos los dio".

La ideología luterana tuvo una influencia capital en el desarrollo de la música y de la filosofía musical
en los países anglosajones, dado que la posición de Lutero fue retomada posteriormente por los
otros reformadores y pensadores. Así se dio la abundante música instrumental pura en Alemania
partir del siglo XVII así como la extensión de la educación musical, concebida no como una
disciplina especializada destinada a formar ejecutantes, sino como un patrimonio cultural que
pertenecía a la colectividad completa.

Todo esto se basa evidentemente sobre bases teóricas e ideológicas en el pensamiento de Lutero que,
por primera vez, otorga un valor positivo al placer engendrado por los sonidos; así como un derecho
pleno de permanencia y dignidad educativa a la música por sí misma, independientemente del papel
que la música puede jugar en sus otras funciones, diferentes o accesorias.

Del barroco a la filosofía de las luces

1. El racionalismo cartesiano

En el barroco la filosofía musical tiene dos aspectos no sólo diferentes sino opuestos. El primero se
encuentra en los países católicos y abandona el camino iniciado por la Camerata o la Contrarreforma.
Desarrolla el melodrama así como las relaciones entre la música y el texto literario, conservando y
acentuando los presupuestos morales e intelectuales. El segundo tomó el sentido de la nueva
concepción luterana de la música: el principio de autonomía de la música hará nacer un nuevo interés
por el lenguaje musical, por la armonía y su valor.

El primero agrupará a intelectuales y a la crítica de inspiración literaria, mientras que el otro


interesará sobre todo a los filósofos y a los matemáticos.

Las investigaciones sobre fundamentos físicos y acústicos de la armonía que nació en el siglo XVI
con G. Zarlino, retoman la antigua tradición pitagórica presente durante toda la Edad Media, pero
con innovaciones.

La idea de acuerdo con la cual la música es una ciencia, e incluso la primera ciencia, vuelve a tomar
importancia en el barroco gracias a los filósofos y los nuevos teóricos de la armonía.

El interés ya no es sólo acerca del movimiento de los astros o de la música de las esferas, sino se
buscan leyes que regulan el mundo de los sonidos.

El acento se encuentra más en el carácter físico-matemático de la armonía que sus en los efectos que
produce en el público. Es por esta razón que el interés de los teóricos se centra más en el bajo
continuo, capaz de crear melodías, que en estas últimas, en las que se el aspecto más arbitrario y
menos científico de la música.

Esta búsqueda es la del filósofo, teórico y matemático Marin Mersenne, quien en su libro intitulado
Armonía Universal, revive en cierto sentido la tradición medieval.

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La antigua oposición entre la sensibilidad y la razón se integra en una nueva reflexión filosófica
racionalista y da lugar a pensamientos complejos sobre la música que evocan los razonamientos
abstractos de la Edad Media cerca de la Música Mundana.

Para Marin Mersenne toda la ciencia de la música se localiza en la Trinidad; es decir los tres géneros
tradicionales (diatónico, cromático y enarmónico), que son su mismo símbolo.

Para Mersenne, simbólicamente las cuerdas bajas y largas un instrumento "debido a que se acercan al
silencio; por lo que ellas representan de la mejor manera a las potencias supremas de la divinidad
misma". Además “las cuerdas más largas engloban a las más pequeñas de la misma manera que Dios
puede contener a todo en él”.

La armonía del universo se refleja en la armonía musical; no en razón de los fenómenos acústicos y
físicos, sino sobre una base de analogías complejas: él afirma que las letras usadas para expresar la
escala musical representan los diferentes grados del universo y que los intervalos se comparan con las
distancias entre los planetas.

Mersenne considera que el objetivo principal de la música no es el de expresar emociones: "No es mi


intención negar que algunos aires compuestos correctamente de acuerdo con la letra no incitan a la
piedad, a la compasión, a los reproches o a otras pasiones, pero solamente que esto no es su objetivo
principal, sino es el de alegrar o incluso llenar a los oyentes sabios de admiración, que les provocan
buscar las causas de un efecto tan importante".

Esta indiferencia hacia el contenido expresivo con motivo de la música se puede encontrar en todos
los filósofos que privilegian el aspecto físico acústico o matemático de los sonidos y de los intervalos.

Descartes presenta a la música y a la armonía desde un punto de vista parecido en 1650; pero su
discurso es muy diferente de la cosmología abtrusa de Mersenne.

Descartes se refiere a las obras de Zarlino, y de esta manera le otorga a la armonía más importancia
que la melodía. Esta última no está regulada por la razón y concierne a la sensibilidad; mientras que la
armonía es susceptible de ser completamente racionalizada, y por lo tanto puede ser para el filósofo
un verdadero objeto de estudio.

Este interés especulativo y matemático no le impide compartir la opinión de la Camerata acerca de la


nueva música opuesta a la polifonía cuyas múltiples voces tienen algo de irracional.

El considera que la música griega tiene la función de ser una evocación mítica de una simplicidad
original, conforme a la razón; es una música mucho más eficaz por qué se acomoda mejor al discurso
verbal que, queda sin embargo finalmente como el modelo del de cualquier otro lenguaje.

También considera que la melodía es demasiado indeterminada y que por eso deben agrandar su
efecto sobre la mente del hombre apoyándose en el texto.

A propósito de la melodía, considera que no puede aplicársele ninguna ley ni ninguna regla; por
consiguiente no intenta para nada clasificar las consonancias y los intervalos ("como una misma

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causa puede excitar diversas pasiones en diversos hombres") para atribuirle, como Zarlino había
tratado de hacer, un significado emotivo único.

Descartes es completamente escéptico acerca de la relación que une a la música con las emociones,
incluso no niega la existencia de este las ligas que permiten a la música procurar producir placer; pero
según él, el filósofo no tiene como objetivo comprenderlas y explicar los mecanismos indescriptibles
de ese agradable sentimiento.

El pensador sólo puede estudiar la música bajo un aspecto armónico y este estudio constituye
entonces una parte de la "matemática universal".

2. Leibniz: La reconciliación entre la sensibilidad y la razón

En tanto que principio de la separación y de la incomunicabilidad de la sensibilidad y de la razón


quedó bien establecido, sin ninguna comunicación entre la una y la otra como en el pensamiento
dualista de Descartes, la filosofía musical no podía ir más allá.

El estudio matemático de la armonía y de sus fundamentos, resultaba completamente independiente


de las relaciones que ligaban la música con la palabra, de los efectos del arte de los sonidos y de sus
poderes psicológicos.

En el siglo XVII se volvió a retomar así en parte, la antigua oposición entre la ciencia y la práctica
musical. Sin embargo ahora se trata de establecer un puente en tres nuevos mundos y de descubrir a
través de la estructura matemática y de la armonía, sus caracteres sensibles.

La postura racional de Leibniz resulta muy significativa dado que, en las breves referencias de su obra
relativas a la música, él abre horizontes estéticos y filosóficos nuevos a los futuros teóricos de este
arte.

Para Leibniz, la música se define ante todo como una percepción agradable de los sonidos.

Con él se destruyen los principios moralistas o racionalistas, igual que el dualismo entre la sensación
y la reflexión de la armonía. En su célebre definición de música como "la música es un ejercicio
aritmético de la mente, que consiste en contar sin saber contar" el filósofo quiso expresar en resumen
una idea muy compleja.

Para Leibniz, la música tiene una sólida estructura matemática, pero ésta no contrasta en nada con el
hecho de que se dirige en primera instancia a los sentidos; al contrario, esta estructura se revela
precisamente en el momento en donde se percibe a través de los sentidos.

Leibniz también afirma, de acuerdo con la célebre fórmula sintética antes mencionada, convertida
casi en un proverbio, lo siguiente: "la música se manifiesta con muchísima frecuencia, a través de
percepciones confusas y casi inatrapables que escapan a las percepciones más claras. Se equivocan de
hecho, en los que piensan que en la mente no hay nada de que éste no esté consciente. Si no efectúa
conscientemente un cálculo, él percibe sin embargo el efecto de este cálculo inconsciente a través del
placer que le procura la consonancia o el desagrado creado por la disonancia. El placer surge a partir
de numerosas consonancias insensibles".

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Sin embargo en la música se manifiesta la naturaleza de manera directa y privilegiada, y por


consiguiente la armonía, que rige todo el universo, se revela a la sensibilidad, y solamente a través de
la sensibilidad, que constituye en el pensamiento de Leibniz una forma de anticipación de la razón; es
decir la única manera de llegar a ésta.

Cualquier oposición entre la sensibilidad y el intelecto, entre la belleza sensible del mundo y el orden
matemático del universo, entre la fantasía (es decir el cálculo inconsciente) y la razón; se borra de esta
forma.

"La música nos fascina, aunque su belleza no consista en la proporción de los números y en el
cálculo del que no estamos conscientes, pero que la mente efectúa sin embargo – las vibraciones de
los cuerpos sonoros que se producen con ciertos intervalos". Por lo tanto una música es también un
modo de expresión sensible y tangible, a través del cual la naturaleza se revela a nosotros en la
armonía suprema.

La anterior definición se puede relacionar con la siguiente: "nada es verdaderamente más agradable a
los sentidos del hombre que la armonía musical; igual que nada es más agradable que la maravillosa
armonía de la naturaleza a la que la música no aporta sino un pequeño preludio y una simple
evidencia".

Ningún teórico de la música expresó de manera tan resumida y ejemplar la necesidad de reconciliar el
oído con la razón, la sensibilidad con el intelecto y el arte con la ciencia; y más aún es esa voluntad de
ir más allá del antiguo dualismo se une al pensamiento pitagórico de acuerdo con el cual el concepto
de música se identifica con el de armonía y para Leibniz, la armonía corresponde al orden
matemático del universo.

La música no sería otra cosa sino la revelación sensible e inmediata de esta armonía matemática a
todo ser humano, incluso al que ignorara totalmente la matemática.

Éste pensamiento y esta definición de música que buscan profundizar en los fundamentos naturales
de la nueva ciencia de la armonía, culminaron en las obras de Rameau, así como en las obras de
música instrumental pura, verdadero acto de fe dentro de la autonomía, la independencia y la validez
del idioma de los sonidos, que encontraron uso o clímax en la obra instrumental de J. S. Bach.

La reflexión de Leibniz, a pesar de su carácter fragmentario y no sistematizado, se comprende al


insertarse en el clima musical y cultural de la Alemania luterana, en la que se funden en una
perspectiva única las ideas que hacen de la música un acto de fe, un testimonio divino y, al mismo
tiempo un medio de de influir en los sentimientos y de conmover a los oyentes. Entre las dos
concepciones, no existe separación alguna, sino continuidad y fluidez.

3. La ópera en la Europa barroca

A partir de las primeras tentativas de Jacopo Peri y de Giulio Caccini, así como las obras maestras de
Monteverdi, a partir de los primeros años del siglo XVII la ópera se impuso como un nuevo genero
musical, capaz de atraer la atención del público y de los filósofos.

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Sin embargo resulta extraño que durante los siglos XVII y XVIII, la gran mayoría de los filósofos,
críticos, literatos y teóricos, así como de todos los que escribieron sobre música, hayan condenado de
tal manera a la ópera; sus argumentos con frecuencia disímbolos, están de acuerdo en un principio
común: consideran este espectáculo como artificial, absurdo y privado de lógica, y resulta totalmente
incoherente cantar para representar cualquier acontecimiento de la vida.

Muy rápidamente, después de haberse agotado el impulso inicial ideal, nacido del humanismo y de la
voluntad de recrear la solemnidad trágica del teatro griego, la ópera se transformó rápidamente en un
espectáculo en el cual la música tomó una importancia creciente en detrimento del texto,
traicionando de esta manera lo austero del "recitar cantando".

Se ha tratado de encontrar un paralelismo entre la realidad y su puesta en teoría filosófica, pero no


fue el caso de la ópera, para la que todas las condenas y reproches de los filósofos no parecieron
haber influenciado en lo absoluto su desarrollo. Incluso es posible afirmar que desde los primeros
años del siglo XVII, con la inauguración en Venecia del primer teatro público de paga, la ópera se
convirtió en un hecho artístico y social de la más grande importancia.

Entonces surgió, entre la teoría y la práctica, un conflicto evidente que merecería ser estudiado.

En el origen de la condena de la ópera, coexistieron malos entendidos antiguos y nuevos.

La ópera, nació como reacción a la polifonía, a través de la creación de un nuevo lenguaje musical (la
armonía tonal), que debía permitir instaurar una nueva relación con la palabra; una franca relación de
subordinación hacia ésta.

En parte, fue por esta razón que se volvió a considerar a la música como un arte de segunda
categoría; por lo menos en relación con la poesía.

No hay que olvidar que los literatos contribuyeron de manera determinante al desarrollo de este
nuevo genero, y que la ópera nació como la expresión del humanismo del Renacimiento y de la
Contrarreforma católica, es decir en un medio cultural en donde la expresión literaria y racional era
jerárquicamente más importante que todos los otros tipos de expresión no sometidos al modelo
lingüístico.

Así se podrá comprender mejor el esfuerzo realizado para racionalizar este lenguaje musical,
confiriéndole, a través de la sintaxis de la armonía, una lógica capaz de elevarlo y de adaptarlo al
lenguaje literario, de igual manera que la insatisfacción que no pudo disipar este esfuerzo y que surgió
de la constatación siguiente: a pesar del hecho de que la música continuó a conservar un gran
número de elementos que no se podían racionalizar, que tenían relación de un gusto no traducible a
conceptos, llenos sin embargo de un poder obscuro, capaz de ejercer una influencia inigualable sobre
el alma humana; a la que el músico se rehusaba a renunciar y que además es, que el nuevo lenguaje
puede volver todavía más poderosa.

En efecto, la melodía encarna este poder irracional, que el racionalismo barroco hubiera preferido
eliminar de sus horizontes.

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Música y pensamiento por Carlos Hinojosa
(Recopilación a partir de diversos textos) Puebla, Pue., Marzo de 2014

Es debido a esto que la ópera se manifestó rápidamente como un género híbrido por excelencia: se
consideraba esencialmente teatral y se convirtió muy rápidamente en un género en el que la música
prevalecía netamente en esta dimensión.

La música y la poesía eran artes que, en la jerarquía formulada por la mentalidad racionalista, debían
encontrarse en las antípodas la una de la otra; dado que la primera se dirige a los sentidos y la
segunda a la razón, se encuentran unidas a pesar de ellas en un espectáculo que, para la mentalidad
del filósofo o del literato del siglo XVII, era totalmente absurda, confusa, inimaginable; un
espectáculo en donde los personajes evolucionan en escena de manera ridícula y antinatural para, al
final, morir cantando.

Charles de Saint-Évremond, literato francés adversario encarnizado de la ópera, la condenaba de esta


manera: "si vosotros deseáis saber lo que es una ópera, os diré que es un trabajo extraño de poesía y
de música, en el que el poeta y el músico, interfiriéndose mutuamente, se esfuerzan a realizar una
obra ingrata (...) es una tontería cargada de música, de danzas, de máquinas, de escenografías; es una
tontería magnífica, pero sigue sin embargo siendo una tontería: resulta un fondo desafortunado
escondido por bellos exteriores (...) y lo que más molesta de la obstinación en donde uno es colocado
por la ópera, y es que va a arruinar la tragedia, que es lo mejor que tenemos, lo más propicio para
elevar el alma y lo más adecuado para formar el espíritu... también hay otra cosa en las óperas, tan
contra natura que mi imaginación resulta herida; y es el hecho de que se cante de principio a fin, como
si las personas que se representan se hubieran propuesto ridículamente a tratar musicalmente tanto
las situaciones más comunes como las más importantes de su vida".

Todos los pensadores consideraban a la ópera como una tragedia degenerada o corrompida, y la
música como un añadido incomprensible cuya única función era de alejar a los espectadores del
placer auténtico basado en el contenido intelectual y moral del drama.

También Ludovico Muratori afirma lo siguiente: "Los espectadores no salen [de la representación
operística] llenos de gravedad o de sentimientos nobles; sino impregnados solamente por una ternura
muy femenina, indigna de espíritus bien o de personas fuertes y sabias (...) es cierto que la música
moderna de los teatros es perjudicial desde todo punto de vista para la educación y las costumbres
del pueblo, que al estar en contacto con ella, se vuelve más y más bien inclinado a la lascivia".

Vittorio Alfieri opina: "entonces tú ves que los italianos acostumbrados a atiborrar los teatros sin
siquiera tener uno; con la ópera descubrieron una diversión asquerosa que los volvió poco a poco
incapaces de ejercitar en los pretendidos teatros, una sola de las facultades intelectuales necesarias
para escuchar, apreciar, juzgar o comprender una verdadera tragedia".

Se puede concluir que para los pensadores, no había ni buenas ni malas obras, sino que todas se
debían rechazar, lo que empezó a cambiar en el siglo XVIII.

Hay que eliminar la música de la ópera; condenada a en la medida en la que se le reconoce el poder
nefasto, la fascinación secreta e irresistible. El peor juicio que se le puede formular a un poeta, es
decirle que sus versos se adaptan bien a la música.

Nicolas Boileau opinaba de Philippe Quinault: "debo confesar que era muy inteligente y que tenía un
talento muy particular para escribir versos muy adecuados para acomodarlos a las melodías. Pero sus

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versos no tenían ninguna fuerza ni una gran elevación; y era a causa de su debilidad que se volvían
tan propicios para el compositor, al que deben su principal éxito; dado que, en efecto, entre todas sus
obras, solamente sus óperas que son apreciadas”.

La desconfianza que se tenía hacia el elemento emotivo y pasional, así como el reconocimiento
implícito de una afinidad secreta de la música con éste, tiene su origen en el rechazo, casi lleno de
temor hacia el arte de los sonidos. Jacques B. Bossuet expresa: "no sé qué disposición inquieta y vaga
al placer que no se dirige a ningún lado y a la vez se dirige todas partes (...) A esta disposición se le
otorga un secreto atractivo, que vuelve muelle al alma y abre el corazón a todo lo sensible; a fin de
cuentas no se sabe a ciencia cierta lo que se desea".

4. Los paralelismos entre la música italiana y la música francesa

Dentro de esta polémica en contra de la ópera en donde se encuentran antiguos prejuicios en contra
de la música que se remontan a la Edad Media, se mezclan con la herencia del humanismo y de una
civilización que le había asignado un lugar privilegiado a las letras, de igual manera que a las
novedosas proposiciones del racionalismo cartesiano, aparece con frecuencia la afirmación de
acuerdo con la que el arte debe ser una imitación de la naturaleza y conformarse con su parecido.

Éste concepto, que ya había sido elaborado desde el Renacimiento, reviste un significado más bien
ambiguo, en particular cuando se refiere a la música que es un arte asemántico, al que las nociones de
imitación, de naturaleza, de “realidad” se aplican difícilmente.

Se puede temer que, de acuerdo con esta fórmula, repetida siempre de manera idéntica y a la que
todos se refieren para basar sus propios argumentos, no se escuchan de hecho cosas muy diferentes.

En el siglo XVII y en la segunda mitad del siglo XVIII todavía, en la cultura clásica y la filosofía
racionalista, el término "naturaleza" se usa raramente como sinónimo de razón y verdad, y el de
"imitación" sólo sirve para indicar la manera de embellecer y de volver más agradable la verdad de la
razón.

La realidad representa el límite y la condición a partir de la cual se puede aceptar la relación entre la
autenticidad de la imitación y el embellecimiento que el arte puede darle a la realidad.

Pero, ya desde el principio y aún más a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, se encuentra
utilizado, de manera casi paradójica, el término "naturaleza" como equivalente de sentimiento, de
espontaneidad, de expresividad, para oponerse a la "razón", termino que se convirtió en sinónimo de
artificio; de esta manera, la imitación indicará la coherencia y la verdad dramática, la liga entre el arte
y la realidad más profunda del sentimiento.

Sin embargo, el principio de la imitación de la naturaleza servirá para justificar el gusto noble y
clásico de una cierta literatura francesa en particular, pero al mismo tiempo se utilizará para condenar
a la música y expulsarla del reino de las artes, porque según este pensamiento, ella está desprovista de
cualquier poder imitativo y se presenta como un objeto puro del placer y de diversión.

Será necesario llegar a una interpretación menos rígida del principio de imitación de la naturaleza
para que la música pudiera ser aceptada por los filósofos, al menos de manera paralela a la poesía.

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El concepto de imitación de la naturaleza evolucionaría de esta manera, para llegar a aceptar que
justificar –siempre dentro de ciertos límites–, la existencia de la música como arte, sobre todo como
consecuencia de una gran polémica, que apareció desde la segunda mitad del siglo XVII y que
reapareció con frecuencia durante más de 100 años: se trató de la polémica entre los adeptos a la
ópera italiana y los de la ópera francesa; que además formó parte y fue contemporánea a la Querella de
los Antiguos y de los Modernos.

Esta oposición esconde bajo una aparente divergencia de los estilos (gustos) musicales y literarios, de
las opciones filosóficas y estéticas diversas.

Sabemos que la ópera francesa se desarrolló en la dirección indicada por Jean-Baptiste Lully durante
la segunda mitad del siglo XVII, bajo una tradición de seriedad, de simplicidad austera, inspirada en
las reglas tradicionales de la tragedia: la unidad de tiempo, de lugar y de acción; se adecuó al gusto
noble y clásico de los medios de la aristocracia y de la Corte; y pretendía rivalizar con los modelos de
Jean Racine y de Pierre Corneille.

La ópera italiana, fue un espectáculo más bien popular que permitió al contrario, a la música
desarrollarse con más libertad, permitiendo a la inspiración melódica expresarse más libremente, al
introducir con frecuencia en los textos el virtuosismo de los cantantes, en detrimento de la tensión
trágica, creando al final, este género muy particular que fue la ópera cómica con temas burgueses.

La polémica nació al descubrir este estado de hechos y comenzó oficialmente en los primeros años
del siglo XVIII, con la célebre querella entre el abad François Raguenet y el magistrado Jean-Laurent
Lecerf de la Vieville; aunque las alusiones a los paralelismos entre la música italiana y la música
francesa fueron muy frecuentes desde la mitad del siglo XVII en las crónicas de la Gaceta de Francia.

Desde el principio el contraste entre Raguenet y Lecerf, hace translucir que el fondo del debate es
más y filosófico que crítico.

Las diferencias entre las óperas francesas y las italianas fueron bien señaladas y amplificadas a tal
punto, con la intención polémica que tales estilos musicales se convirtieran entonces dos
estereotipos.

Si se piensa que la ópera francesa, a pesar de la existencia anterior del ballet de corte, sólo es en
realidad la ópera italiana importada por el cardenal Mazarin, y que los primeros autores exitosos de
óperas en Francia son Luigi Rossi, Antonio Caprioli y Francesco Cavalli; es decir los compositores
italianos que triunfaron de igual manera en su propio país; y que Lully, siendo él mismo italiano que
había asimilado hábilmente e interpretado los gustos de la nobleza francesa, se comprende con
facilidad el carácter artificial de la querella desde un punto de vista crítico y, al contrario, su
profundidad en el nivel filosófico y estético, y que muy rápidamente se convirtió en una discusión
ideológica.

En 1702, el abad François Raguenet, después de un viaje a Italia, publicó su famoso libro Paralelismo
entre los Italianos y de los Franceses en lo que respecta a la música y a las óperas, que fue el primero de una larga
serie en la que el problema fue discutido con mucha lucidez y claridad.

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Raguenet sólo se asumió como un aficionado, como un hombre bien informado que formulaba los
puntos de vista que le dictaban más que la teoría, su sensibilidad y amor al arte: "Nuestras obras de
teatro a partir de las que los músicos trabajan, son muy superiores a las de los italianos; son obras
regulares y con una trama lógica; y cuando sólo se decidiera declamar las palabras sin cantarlas, ellas
satisfarían igual que las otras obras de teatro en donde no se canta (...) al contrario, las óperas de los
italianos, son unas rapsodias lamentables que no tienen continuidad ni lógica, ni argumento".

También enumera algunas otras características destacadas de la ópera francesa, entre las cuales la
principal es la calidad literaria, antes de describir las cualidades de la ópera italiana que son de una
naturaleza completamente diferente.

Incluso si los libretos no son buenos, "la lengua italiana tiene una gran ventaja sobre la lengua
francesa para cantar, que consiste en que todas sus vocales suenan muy bien, en lugar que en la mitad
de las de la lengua francesa son vocales mudas que casi no tienen sonido; de dónde sucede en primer
lugar, quien no se puede ejecutar ningún trino ni ninguna escala agradable en las sílabas en donde se
encuentran estas vocales; y en segundo lugar que las palabras sólo se oyen a la mitad; de tal suerte
que hay que adivinar la mitad de lo que cantan los franceses, y que al contrario se aprecia muy bien
todo lo que dicen los italianos".

Después de haber abordado el problema del idioma y de su musicalidad, por separado de los
contenidos, Raguenet examina el aspecto musical. "Los músicos franceses se sentirían perdidos si
hicieran el menor detalle contra las reglas." Los italianos "osan hacer lo más difícil y más
extraordinario, pero lo hacen con la conciencia de que tienen derecho a ser audaces y que tienen el
éxito asegurado, con la convicción de que, musicalmente hablando, son los primeros en el mundo; de
que, como son los soberanos y los Maestros despóticos, transgreden sus reglas con acrobacias
temerarias, pero afortunadas. Se colocan por encima del arte, pero dominándolo, al seguir sus leyes
cuando lo desean, y violentándolas cuando quieren; insultan la delicadeza del oído que los demás no
osarían tocar sino halagándola; ellos la desafían, la fuerzan, la dominan y la someten con encantos
que hacen surgir sin duda su fuerza más grande de la osadía de la que también se saben servir".

Este párrafo que subraya el valor, la libertad, el derecho a la imprevisión no sometida a la regla, a la
libre expansión de la fantasía, resulta opuesta a la teoría del justo medio, de la razón, de la
uniformidad, de la sumisión a la poesía, que existía entonces tanto en Francia como en Italia dentro
de la cultura literaria.

Raguenet no propone reglas ni da recomendaciones a los músicos franceses; se limita a invitarlos a


"tomarse la molestia de ir a Italia" para escuchar buena música, no para imitar a los compositores
italianos, sino para aprender a ser libres.

También Raguenet considera a la música como un elemento que es autosuficiente.

Alaba a las arias, incluso si no tienen una perfecta "conformidad con el sentido de las palabras";
admiran las Sinfonías que son capaces de expresar todo los sentimientos y cuyas notas descienden
tan bajo "que el espíritu es llevado con ellas hasta los más profundos abismos".

En 1704 apareció la respuesta redactada por Jean-Laurent Lecerf de la Vieville, gran admirador de
Lully. Aquí se revela cuán difícil resultaba el diálogo, debido a la oposición profunda de las posturas

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de origen. Lecerf, que surge de un contexto clásico, y como defensor de la ópera francesa, radicaliza
las posturas y, aunque sólo conoce la ópera italiana por oídas, la combate porque presiente que ella
representa el triunfo de los Modernos.

La disputa entre los aficionados de las óperas italianas y francesas se manifiesta de hecho, como la
versión musical de la más vasta y compleja Querella de los Antiguos y de los Modernos, en donde los
panfletos de estos dos personajes representan la fiel reproducción del debate entre Nicolas Boileau y
Charles Perrault, con todas sus implicaciones ideológicas, estéticas y filosóficas.

Lecerf es también consciente de esta situación, y cita con frecuencia a Boileau para fundamentar sus
ideas, como de igual manera, ataca a Bernard le Bovier de Fontenelle y a Perrault, aceptando
implícitamente la identificación de los italianos con los Modernos y de los franceses con los
Antiguos.

Para Lecerf, la garantía de un buen gusto emana del respeto estricto de las reglas, como también de
lo natural y de lo simple. Por lo tanto hay que evitar los excesos y abolir lo superfluo.

La música italiana representa precisamente el triunfo de lo superfluo y del no respeto a la ley.

He aquí una descripción de la música italiana: "Imaginaos a una vieja coqueta refinada, recargada de
blanco, de rojo y de moscas (lunares); todo esto verdaderamente aplicado con el mayor cuidado y
habilidad, sonriendo y haciendo gestos de la manera más fina y más estudiada, pero sonriendo para
todos lados, gesticulando sin cesar; siempre con brillo y con viveza, pero sin justeza ni prudencia.
Arias melodiosas, que buscan perpetuamente gustarle a todo el mundo; pero todo esto sin corazón,
sin alma y sin sinceridad, y sólo tratando siempre de cambiar tanto de lugares como de placeres. Esto
es la música italiana".

A esta música, sobrecargada según él, se opone la simplicidad de las obras francesas; y a esta
simplicidad y a este natural, los relaciona directamente con la expresividad, que para él reside en la
subordinación estrecha y literal ha significado de las palabras, sin que jamás la música pueda
separarse inútilmente del texto literario.

En otras palabras, Lecerf presiente que el enemigo a combatir es precisamente lo que el percibe
como un exceso de música en la ópera italiana, el exceso del adorno; es decir estos elementos
musicales cuya única justificación reside en el arte de los sonidos y cuya razón de ser es sólo el simple
placer del oído.

El texto de Lecerf, a pesar de sus bases clásicas y racionalistas, y a pesar de su rechazo categórico de
la música, desde el punto de vista teórico representa una de las primeras tentativas para justificar la
ópera francesa, al admitir un principio de compromiso entre la realidad que se afirmaba en toda
Europa cada vez más rápido, de acuerdo con las exigencias del público y una mentalidad estética y
filosófica que, hasta ese momento, no había llegado a incluir en sus parámetros de pensamiento.

Ahora se debía a aceptar la música en sus formas más escondidas, las que se sometían más
dócilmente a la palabra.

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Lecerf no se aleja del rechazo general hacia la música, pero dándose cuenta de la realidad, acepta el
compromiso y está dispuesto a tolerarla, a condición que ella no invada el terreno privilegiado de la
poesía: "La sinfonía es sólo la parte menos esencial de la música, porque la música sólo existe para
expresar el discurso y los sentimientos de la tragedia, que es lo que la sinfonía no puede expresar".

Esta aceptación condicional de la música, permanecerá como una constante en el pensamiento


francés: ella representa la voluntad de conciliación, de compromiso equívoco. Las ideas expresadas
en la conversación cortés de los aristócratas, fueron el patrimonio común de la cultura francesa
durante casi un siglo, y las encontramos expresadas de manera casi idéntica en los tratados filosóficos
más elaborados y más profundos o en los artículos polémicos del Mercurio de Francia.

A partir de entonces, el papel del corazón y del sentimiento fue aceptado, pero siempre en paralelo a
la razón soberana que es la que dicta las únicas reglas válidas.

La música es aceptada como un lenguaje del corazón, pero sus pretensiones están limitadas al papel
de acompañante de su hermana mayor: la poesía, de la que ella debe seguir estrictamente el
significado.

Es evidente que el arte y la música, entendidos como productos de la fantasía, de la libre invención
individual, no pueden ocupar ningún lugar en esta perspectiva. Que por otro lado es el arte que se
identifica con el artificio; se opone a la naturaleza y por lo tanto la razón: "El arte, es el enemigo de la
naturaleza. Es un no sé qué de que no podemos explicar ni el papel ni la necesidad; somos víctimas
de sus caprichos y de sus encantos con sorpresa y desconfianza; también lo sometemos a la razón y
la reducimos a su más mínima expresión".

Al buscar reducir la variedad a lo mínimo, se propicia a que en la música exista la monotonía, y al


mismo tiempo, se justifica la utilización de la ornamentación como un añadido, que a pesar de su
carácter artificial y odioso, representa en la práctica el único elemento capaz de hacer más aceptables
las verdades de la razón, cuando resultan poco agradables.

Por otro lado, la monotonía se legitimaba por el hecho de que, para cada expresión verbal, sólo
existen dos o tres acentos musicales justos o “naturales”. De esa manera, la música se encontraría en
un equilibrio inestable entre el arte y la verdad. La ley de la “mesura” le servirá de guía para
permanecer en el “justo medio” y para evitar cualquier exceso, tanto en la monotonía como en la
fantasía.

5. La música y las razones del corazón

El texto de Lecerf, representa el modelo que siguieron numerosos tratadistas, y que concierne acerca
de sus juicios sobre la música.

Pensadores como jean-Pierre de Crousaz en su Tratado de lo Bello, Charles Batteux en su ensayo Las
Bellas Artes reducidas a un solo principio, o también Noel-Antoine Pluche en su obra enciclopédica El
Espectáculo de la Naturaleza, siguen los mismos principios de Lecerf.

La estética del justo medio, el principio de la supremacía de la razón, la subordinación de la música a


las otras artes, que va en paralelo con la subordinación del corazón y de los sentimientos a la razón,

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son los temas que regresan siempre en los escritos de estos autores de la primera mitad del siglo
XVIII.

Pluche en el capítulo “Profesiones activas”, sin que quizá estas ideas acerca de la música,
perfectamente integradas al ambiente de este clasicismo lleno de moderación que reinaba en Francia
y en Italia. El condena, además de la música italiana, la “música barroca” en su totalidad, es decir la
música que quiere sorprender por sus audacias; su protesta se dirige hacia toda la música moderna, y
ni siquiera Jean-Philippe Rameau, quien hacía su entrada en la escena lírica hacia estos años (1732) no
se salvó de esta crítica, dado que su música, que sonaba de manera tan osada a los oídos más
conservadores, fue calificada de “diabólica”.

Este tipo de música no podía ser tolerado. Según afirma Pluche, el sonido es como el color en un
cuadro. El color, si no corresponde con un objeto determinado, o con una figura precisa, no nos
evoca nada, y sucede lo mismo con los sonidos: “si los sonidos aparecen sin corresponder a un
objeto ni un pensamiento, comienzan a aburrirnos, no contienen nada (…).

En una larga serie de sonidos existe un tipo de absurdo y de desagrado inevitable, cuando por ellos
mismos no tiene significado. (…) La más bella melodía, cuando sólo es instrumental, deviene casi
necesariamente fría y enseguida aburrida, porque no expresa nada. Es como un bello traje separado
del cuerpo y colgado en un gancho (…). Las sonatas son a la música lo que el papel marmoleado a
una pintura”.

La música no puede existir en su carácter de traje del pensamiento, sino igual que este, debe
someterse a ciertas reglas de decencia, de buen gusto, de modestia; entonces es necesario que la
música se ajuste a la palabra, es decir a la poesía, pero con simplicidad y moderación. En este caso la
música es aceptada con esta función accesoria, para volver más emotivo al lenguaje, para dulcificar
los efectos de la razón, sin alterar su naturaleza de ninguna manera.

La estética del justo medio, la aceptación de algunas exigencias del corazón y resentimiento, provoca
entonces este pensamiento lejano a sus orígenes estrechamente racionalistas cartesianos; sin
embargo, en el contexto de los presupuestos filosóficos rinden donde nace, a pesar de esta búsqueda
de compromiso, ella se revela incapaz de reconocer en la música el valor de un lenguaje autónomo.

En Francia, después de Raguenet, el único filósofo que buscó una nueva manera de resolver el
problema del arte, y en particular de la música fue Jean-Baptiste du Bos. En sus Reflexiones críticas sobre
la pintura y la poesía (1719), él aceptó el principio tradicional de la imitación de la naturaleza,
precisando que la música posee un campo de acción específico: “Así como el pintor imita los trazos y
los colores de la naturaleza, de igual manera el músico imita los tonos, los acentos, los suspiros, las
inflexiones de la voz, el fin estos sonidos con ayuda de los cuales la naturaleza misma expresa sus
sentimientos y sus pasiones”.

Entonces la música alcanza los mismos fines que las demás artes; sin embargo además de esto, existe
una estrecha afinidad entre la música y los sentimientos, en relación a los cuales, el arte de los
sonidos aparece en una posición casi privilegiada. La música posee de hecho “una fuerza maravillosa
para conmovernos”, dado que los sonidos “son los signos de las pasiones, provocados por la
naturaleza de donde reciben su energía”.

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Du Bos no niega ni el principio de la verosimilitud (apariencia) ni el de la verdad, sino que retoma


estos términos surgidos de la estética racionalista en un contexto nuevo, de origen empírico.

La verdad de la que habla no es la de la razón, propuesta por Boileau y los otros clásicos, sino la
verdad de los sentimientos de los que la música es la expresión o, para usar sus propios términos, la
imitación más directa y más natural. “Existe entonces una verdad en las narraciones de las Óperas, y
esta verdad consiste en la imitación de los tonos, de los acentos, de los suspiros, y de los sonidos que
lo son propios naturalmente los sentimientos contenidos en las palabras”.

Es así que la música entonces vuelve a las palabras mismas “más capaces de conmovernos”, porque
“el placer del oído deviene el placer del corazón.”

La música escapa así a la acusación de ser un simple estímulo sensible, dado que tiene una función
propia y el dominio del sentimiento, que está en relación con ella, no depende de la razón; por
primera vez de hecho, du Bos se refiere a un lenguaje diferente del de las palabras, de “lenguaje
inarticulado del hombre”, que no está subordinado al primero: el lenguaje del canto, “los signos
naturales de las pasiones que la Música emplea con arte para aumentar la energía de las palabras con
su melodía, deben entonces volverlas más capaces de conmovernos, porque estos signos naturales
tienen una fuerza maravillosa para conmovernos. Ellos la reciben de la naturaleza misma (…). De ahí
nacieron las canciones; y la observación que se haya hecho, que las palabras de estas canciones tenían
otro tipo de energía, cuando se les escuchaba cantar, que cuando se les oía declamar, dio lugar a
poner las narraciones en música los espectáculos, y así se llegó sucesivamente a cantar una pieza
dramática entera. He aquí mi Ópera”.

Esta teoría acerca de la génesis de la ópera abre un capítulo nuevo en la estética musical y du Bos
probablemente no estaba plenamente consciente de del alcance revolucionario de sus afirmaciones.
La ópera ya no es la tragedia en música, ya no es la poesía adornada de algunas volutas musicales,
sino se convirtió en un elemento irreductible a la poesía, así como a la música, algo que nace como
una dilatación de la expresión vocal, como poder expresivo y emocional de la melodía. Estas ideas
acerca de la música solo se volvieron a mencionar en la segunda mitad del siglo XVIII por Rousseau,
Diderot, Grimm y algunos otros más.

En realidad, el descubrimiento de la autonomía de la música y de la expresión lírica sólo pudo


manifestarse dentro de un clima filosófico nuevo, diferente del racionalismo cartesiano. El
empirismo y el conceptualismo representaron las bases conceptuales nuevas capaces de soportar una
nueva estética en donde la música encontró su lugar.

De hecho, du Bos aportó por primera vez en la Europa continental, el pensamiento del empirismo
inglés –lo que sus contactos con Locke facilitaron– así como el delineamiento de una estética del
sentimiento.

El reconocimiento de la realidad sola, de la ineluctabilidad y de la autonomía de lo irracional, es decir


del mundo de las emociones y de los sentimientos, de todo lo que escapa al espíritu de la geometría,
sólo la aceptación de estas “razones que la razón no conoces” puede conducir al descubrimiento
paralelo de la autonomía y de la realidad de la música, arte que, menos que ningún otro, no permite
que se le reduzca a los esquemas de la racionalidad pura, arte que, en la edad barroca, se deja más y

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más a los caprichos de la invención melódica, a la fantasía de la ornamentación, que fueron factores
siempre ricos y esenciales en el estilo de aquel tiempo.

6. La recuperación racionalista de la música: Rameau

Si el camino esbozado por J.B. Du Bos se hizo evidente, hasta el romanticismo como el principal
medio de acceso a reconocimiento de la realidad y de la autonomía de la música que, con la ópera así
como por las grandes formas instrumentales, también hay que tomar en consideración la otra vía, la
que fue trazada como prolongación de la antigua corriente pitagórica. La música puede de hecho ser
revalorizada al aceptar la razón cartesiana como el único valor positivo, pero descubriendo al mismo
tiempo, en el lenguaje musical, los argumentos suficientes para demostrar que este posee una
racionalidad, independientemente de su relación hipotética con las demás artes y con otros lenguajes.
A partir de Zarlino, en los tratados de Descartes, Mersenne, Euler y finalmente Rameau, nunca
desapareció el deseo de encontrar los fundamentos esenciales de la música, aislada de sus ligas
históricas con la poesía o con las demás artes. La armonía ofreció el terreno propicio para
profundizar esta óptica científica, fuera de las polémicas contingentes que oponían a los defensores
de la música francesa con los de la música italiana. Si en estos fundamentos, la música puede
reducirse a una ciencia, quiere decir que existe en ella un fondo permanente, no influenciado por los
modos de las diferentes épocas, y que ella puede revelar un orden interno, inmutable. De esta
manera, ella ya no será entonces solo el placer de los sentidos, lo superfluo que acompaña a la poesía,
sino que va a representar la ley del mundo físico, escondida en ella como en todos lados. Cuando
Rameau hizo su aparición en la escena francesa, se le consideró en los medios aristocráticos y
conservadores, como un innovador o, en otras palabras, como un “italianizante”; su música se
consideró como “barroca y bárbara” (Laborde), llena de disonancias y de artificios inútiles. Después
de la primera representación de su ópera Hipólito y Aricia en 1763, un colaborador de la revista el
Mercurio de Francia, redactó este epigrama haciendo un juego de palabras (recordemos que rameau en
francés significa ‘ramo’):

Si lo difícil es lo bello, Si le difficile et le beau,


Rameau es un gran hombre; C’est un grand homme que Rameau;
pero si lo bello por casualidad Mais si le beau par aventure
sólo es la simple naturaleza, N’était que la simple nature,
que pequeño hombre es. Quel petit homme que Rameau!

En realidad, Rameau no quiso ser y no pudo un revolucionario, dado que nunca quiso oponerse al
pasado, y muy pronto se le ubicó correctamente la historia real como discípulo y continuador la
tradición clásica de Lully. Pero lo más interesante es su obra como teórico de la armonía y, desde este
punto de vista, Rameau merece un lugar aparte: en efecto, no participa en el enfrentamiento en la
querella entre los defensores del gusto italiano y del gusto francés. Él no deseaba ser revolucionario
ni como músico ni como como teórico; lo que deseaba sobre todo era abolir las barreras rígidas que
la cultura de su tiempo había erigido entre el arte y la razón, entre el sentimiento y la verdad, entre el
placer del oído y la imitación racional de la naturaleza. Su intención esencialmente como teórico, fue
volver a darle a la razón los derechos que había perdido en el aspecto musical.
Sería superfluo examinar detalladamente todas las teorías de Rameau acerca de la armonía: será
suficiente mostrar el espíritu de información de sus investigaciones, llevadas a cabo con
meticulosidad y constancia durante toda su vida, favorecidas también por la aspiración de no ser
solamente el músico que produce la música para halagar el placer poderosos, al margen de la cultura,

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sino como hombre cultivado, el sabio que busca, así como los demás sabios, conocer los misterios de
la naturaleza. Inspirado en todos sus estudios por una exigencia unitaria y un espíritu fuertemente
racionalista, con fuentes más bien leibnizianas que cartesianas, comenzó a escribir primer tratado
(Tratado de armonía, reducida a sus principios naturales, 1722), el más importante, animado por una
convicción de las más sólidas que jamás abandonara: la armonía se basa sobre un principio natural y
original, por lo tanto racional y eterno, “la música es una ciencia que debe tener reglas claras, estas
reglas deben tener su origen en un principio evidente, y es el principio sólo nos pueden dar las
matemáticas” (Ibid. Introducción). El principio al que Rameau hace alusión, es aquel que se refiere
Zarlino: al fenómeno de los armónicos producidos por todo cuerpo que vibra, la propiedad del
“cuerpo sonoro” -como lo llama Rameau- de producir el acorde perfecto mayor a través los primeros
armónicos, de este acorde se derivarían los demás acordes posibles. Toda la riqueza de esta música y
de sus infinitas posibilidades expresivas provienen de este el principio único y se basan en esta
propiedad del “cuerpo sonoro”: en su Tratado de armonía, Rameau se sorprende por lo simple de este
principio.
Este concepto decididamente racionalista, al que Rameau permaneció fiel en todos sus escritos
teóricos y sus polémicas que, en sus últimas obras, les da un tinte místico religioso, no excluye la
importancia del oído. De hecho, la música nos gusta y experimentamos placer al escucharla,
precisamente porque ella expresa a través de la armonía orden divino universal, la naturaleza misma.
Este principio, del cual Leibniz había tenido ya tenido la intuición en sus observaciones sobre la
música, la reafirma Rameaau en innumerables ocasiones, entre la razón y el sentimiento, entre el
intelecto y la sensibilidad, entre la naturaleza y la ley matemática, no existe ningún contraste, sino un
acorde perfecto, no solo de hecho, sino sobre todo por derecho; estos elementos deben por lo tanto
integrarse armoniosamente. No sólo es necesario escuhar la música, sino también hay que volverla
inteligible dentro de las leyes eternas que regulan su construcción; sin embargo, la razón no debe
seguirse sino en el caso que no se oponga ni con la experiencia ni con el oído.
De esta manera, Rameau se sitúa así fuera de las polémicas que enfrentaban a Francia con Italia: no
lo alimentaba ningún interés particular por la ópera desde un punto de vista teórico y, desde el punto
de vista de, su biógrafo contemporáneo Decroix, su falta de interés en los libretos, era tal que
presumía de poder ponerles música si llegaran a faltar, La Gaceta de Holanda. Sus preocupaciones se
centraban sobre todo en la música por ella misma y su obra teórica presenta la primera defensa del
arte instrumental; del cual dio como compositor, ejemplos dignos de alabanza. En la defensa y la
justificación de la música desde el punto de vista teórico y filosófico, Rameau le da preferencia
evidentemente a la armonía, dado que ella encarna los valores de la música más esenciales desde su
punto de vista, de los que dependen todas las demás. La armonía representa la universalidad del
lenguaje musical, la melodía sus particularidades. Las polémicas contemporáneas se relacionan más
bien con la melodía, con la que no se pueden establecer “reglas claras” y que varía por lo tanto de
una nación a la otra, de una época a otra. Es por lo cual las querellas no le interesan ni le perjudican,
a pesar de lo cual en su vejez tuvo que involucrarse en ellas.
A pesar de su relación con la mentalidad del siglo de las Luces, permanece como una figura aislada
en el siglo XVIII: su vida lo demuestra fehacientemente. Después de los éxitos de sus óperas,
después de la primera ola de interés suscitada por sus obras teóricas, se encontró en su vejez solo
contra todos. Como consecuencia a rehusarse insistentemente en escribir artículos musicales en la
Enciclopedia (cuyo trabajo estará a cargo entonces de Rousseau) se originan en 1754 las pugnas con los
Enciclopedistas, y particularmente con Rousseau y, que persistirán hasta su muerte, a través de un
frecuente intercambio de panfletos polémicos, Rameau y los Enciclopedistas no hablaron para nada
el mismo idioma y no pudieron comprenderse. Rameau no podía representar un modelo; aislado e
incomprendido en su siglo, sin embargo presentó una idea diferente del concepto clásico, dado que

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como iluminista de la música como “lujo inocente”, permanecerá como una referencia importante
para los siguientes estudiosos románticos, anunciando la futura concepción de la música pura como
lenguaje privilegiado, capaz de expresar, además de las emociones y los sentimientos individuales, la
unidad divina y racional del mundo.

7. Los enciclopedistas y el mito de la música italiana.

El importante esfuerzo realizado por Rameau para volver a la música más científica había influido
sobre todo en la necesidad –que habá experimentado profundamente– de retirar del limbo en el que
el clasicismo racionalista la había aislado, al rehusarle la única característica positiva que pudiera
volverla como expresión humana: el carácter racional. Rameau siguió sin embargo el camino más
incómodo y más anacrónico: en una época en la que los filósofos, siguiendo los pasos de Du Bos y
de los empiristas ingleses, tendían a disociar las artes de las ciencias, a darle importancia a la
autonomía de la música y las artes en general en tanto que lenguajes no racionales, sino
estrechamente ligados a las emociones, a los instintos y a las pasiones de la naturaleza humana y a la
actividad del genio como creador específico del arte, Rameau trató al contrario de reafirmar la
autoridad única y exclusiva de la razón, dándole importancia a la música por encima de todas las
otras disciplinas del arte, debido a su racionalidad superior y absoluta. En una época en la que, en la
práctica musical, la armonía parecía aligerarse, y a asimilarse a la melodía, en un momento en el que el
gusto del público se dirigía generalmente hacia una música en donde se daba preferencia a la
invención melódica, estando una vez más a contracorriente, quiso reafirmar primacía de la armonía
sobre la melodía, y su dependencia de la primera, dado que sólo la armonía se le presentaba como un
complejo de reglas articuladas, universales y unitarias, basadas sobre un fenómeno físico, el de los
armónicos de sonido. Las razones de su alejamiento de los Enciclopedistas se manifestaron también
con toda claridad: estos últimos, en su mayor parte favorables a la música italiana, a la libertad
melódica, adversarios del gusto francés porque simbolizaba también el gusto de la Corte y de la
aristocracia, identificadas por motivos culturales con Inglaterra, con el empirismo, con la estética del
gusto y del genio, surgida en ese país, nunca pudieron encontrar con un terreno de entendimiento.
Incluso d’Alembert, a pesar de su admiración por el músico, presentando en 1752 su Tratado de
armonía en una nueva versión menos hermética, lo intituló Elementos de música teórica y práctica de acuerdo
con los principios de señor Rameau, aclarados desarrollados simplificados; que pretendía esta manera acerca a la
práctica la obra del teórico, demostrando a final de cuentas que era posible darle validez a las teorías
sin “recurrir a la geometría”. En el artículo Fundamental de la Enciclopedia, escribió finamente, siempre
atacando siempre a Rameau: preferir los efectos de la armonía a los de la melodía, con el pretexto
que uno es el fundamento de la otra, es como si se propusiera que los cimientos de una casa son el
lugar más agradable para vivir, porque todo el edificio reposa sobre ellos; y añadía, agrandando el
alejamiento de los separaba de él: los geométricas han pretendido introducir el cálculo en esta arte
pero se equivocaron al buscar en una área completamente alejada de la razón del placer que la música
nos ofrece…
En otras palabras, la música es un arte y, como tal, se relaciona con el gusto y no con la razón. El
gusto, como órgano de concepción artística, no tiene reglas ni leyes que pueden formularse a partir
del mismo modelo que las ciencias, porque se trata allí de dos mundos muy diferentes. Esta dirección
ya había sido propuesta por, al principio del siglo XVIII por J.B. Du Bos, en sus Reflexiones críticas
(…), Que fueron conocidas y leídas en toda Europa durante el enciclopedismo; a final de cuentas se
reveló como el desarrollo más rico y fructífero.
Esta ruptura irreparable entre ciencia y arte, que pertenecía a dos universos totalmente diferentes
pero igualmente útiles para el desarrollo, así como para el progreso de la humanidad, es la base

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pensamiento empírico europeo, y particularmente de los Enciclopedistas franceses. Su postura


común que los enfrentamientos de su tiempo, a favor de la música italiana, en general mal conocida y
con frecuencia echada a perder por estereotipos, se explican menos por una preferencia de gusto por
un estilo más que por otro, que por una opción ideológica. En 1752, las famosas representaciones de
óperas bufas y de intermedios, en particular de La Serva padrona de Pergolesi, con una mediocre
compañía de actores italianos, desencadenaron la célebre Querella de los Bufones que se mantuvo
durante años y que se prolongó posteriormente con el nuevo enfrentamiento entre Gluckistaas y
Piccinistas. La polémica, lejos de cualquier consideración contingente, de los odios personales, del
folclor cultural que la volvió célebre, escondió de hecho las tomas de posiciones estéticas, filosóficas
e incluso políticas y sirvió indudablemente a obligar a esos hombres cultivados a formular un nuevo
concepto de ópera y de música en general. “Todo París se dividió en dos bandos más
apasionadamente que si se hubiera tratado de un asunto de Estado o de religión (según lo expuso
Rousseau en sus Confesiones 2a parte, libro viii). Uno de ellos, más poderoso, más numeroso,
compuesto por los hombres importantes, por los ricos y mujeres, que estaban a favor de la música
francesa, y el otro más vivo, más orgulloso, más entusiasta, estaba compuesto por los verdaderos
conocedores, por personas de talento, verdaderos genios.” Por un lado, nos encontramos todavía
con los defensores del gusto clásico de la corte dentro de la tradición francesa, los aristócratas,
asiduos de lo que se llamó “el rincón del Rey”: Rameau sin buscarlo, se volvió el símbolo de esta
tradición. Por el otro lado, el “el rincón de la Reina” los Enciclopedistas que, con sus concepciones
de la música nacida del espíritu de las Luces, contribuyeron, a pesar de sus numerosas
contradicciones, incertidumbres y veleidades, a formar la base del futuro concepto de la música
como expresión privilegiada de los sentimientos.
La mayoría de los Enciclopedistas tomaron parte en las discusiones y las querellas musicales durante
la segunda mitad siglo XVIII, incluso si no estaban bien preparados: sin embargo todos ellos se
consideraban “amantes”, es decir, diletantes apasionados de la música, y es con este espíritu que se
involucraron en la batalla, ya fuera como críticos y hábiles polemistas, más que como teóricos o
filósofos, inclinándose la mayor parte de las veces a favor de la música italiana, que se oponía mejor a
la tradición francesa clásica y a todo lo que personificaba. La importancia de la polémica no se deriva
únicamente de sus resultados, de las teorías que se desarrollaron a partir de ella, sino también del tipo
de confrontación cultural. Puede ser que por primera vez en su tradicional historia, las querellas
musicales concernientes a todos los hombres cultivados y no solamente a los especialistas. La unión
entre música, filosofía, estética, sociedad, política y cultura, que siempre había estado presente pero
nunca había sido tan explícita, fue por primera vez claramente expuesta y públicamente afirmada,
como respuesta a aquellos que hubieran preferido reducir la música a un simple placer de los
sentidos o a un conjunto absurdo de reglas abstractas.
Todos los escritos de los Enciclopedistas no tienen la misma calidad y no poseen las mismas bases:
no se debe olvidar que ninguno de ellos se dedicaba profesionalmente a la música; pero lo que más
importa es notar el lugar ocupado por el arte de los sonidos en su esfera cultural. Suficiente por
prueba, que en la Enciclopedia, de 50,000 artículos, más de 800 fueron consagrados a la música y
llevan, además de la firma de Rousseau, la de Diderot, Grimm, Marmontel, d’Alembert, de Cahusac,
de Jaucourt, etcétera, es decir, aquellas de los principales redactores de esta monumental obra.
Además, d’Alembert le consagró a la música una parte importante en su famoso Discurso preliminar.
La aparición de la ópera había ya dejado una huella importante en la historia de la música, debido a
su inserción en un contexto intelectual y artístico más vasto, colocando a los músicos y a los teóricos
frente a los grandes problemas de la cultura del Renacimiento y haciéndolos participar en la tentativa
de renovación de las artes, a través de la voluntad de un ilusorio regreso al teatro antiguo. Las
querellas del siglo XVIII giraron de nuevo, de manera significativa, alrededor de la ópera que

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representa un conjunto importante de problemas tanto musicales como filosóficos y estéticos en un


sentido amplio; los Enciclopedistas las sobre todos tuvieron el mérito de haber contribuido de
manera decisiva a colocar a la música en el centro de un inmenso movimiento cultural y filosófico,
alejándola así el aislamiento en el que había sido mantenida durante tantos siglos. La idea de ver
progresar rápidamente a la música con las demás artes y ciencias dominó el pensamiento de casi
todos los Enciclopedistas, que desearon resolver también, desde esta perspectiva histórica, la
cuestión de la música instrumental, que tuvo un rápido progreso durante esos años, a pesar de la
oposición que siempre le tuvieron los hombres de letras y los filósofos. Numerosos Enciclopedistas
pensaban efectivamente que la música no tenía ningún sentido cuando estaba desprovista de
palabras, simplemente porque ella no había todavía llegado a un nivel de desarrollo suficiente, sin
embargo, según decían ellos mismos, al progresar se le podría conceder afinar sus posibilidades hasta
llegar al punto de adquirir una dignidad propia, de no necesitar más una ayuda exterior. Sin embargo,
la desconfianza tradicional hacia las “sonatas” y las “sinfonía”, consideradas en el fondo como
géneros netamente inferiores, quedó impresa en muchos de ellos.

8. Rousseau: una solución alterna al racionalismo.

En primera instancia esta visión puede parecer compartida por Rousseau, fue el Enciclopedista más
directamente y no por los asuntos musicales un análisis superficial de sus escritos aparenta estar de
acuerdo con sus contemporáneos, pues tiene una predilección por la música italiana, la melodía
aligerada que evita excesos de densidad armónica, y prefiere la música vocal al arte instrumental,
porque considera que no tiene significado, sino que es como un arabesco sin contenido. Pero estas
preferencias, que se podría suponer que surgen de su uso personal, encuentran su justificación en una
filosofía mucho más compleja y muy interesante. Rousseau no acepta la visión optimista de
d’Alembert acerca del progreso de la música, al contrario, devuelve este concepto de progreso al
proyectar en un origen mítico el ideal de perfección del arte de los sonidos, retomando desarrollando
una idea que ya aparecía subyacente en la obra del abad Du Bos y que será ampliamente desarrollada
hasta Wagner, la condición de la música es fusionarse estrecha e íntimamente con la palabra; la
música instrumental resulta entonces un contrasentido, fruto de una separación abstracta y leal, que
no emana del progreso, sino de los efectos nocivos de la civilización.

Por el momento no tendremos tiempo para tratar la cuestión compleja ocasionada por la polémica de
Rousseau contra la civilización; solamente abordaremos las relaciones más evidentes entre el
concepto de estado de naturaleza y sus teorías acerca del origen de la música, basándonos en el
Ensayo acerca del origen de las lenguas, obra que data probablemente de 1760. Para Rousseau, el
principio no existía ni la palabra ni la música, sino el canto, es decir las palabras acentuadas por esta
razón, “la poesía fue descubierta antes que la prosa” (J.J. Rousseau, Ensayo acerca del origen de las
lenguas, capítulo XII): las pasiones se expresaron antes que la razón. Este mito acerca de los
orígenes, que representa para Rousseau un ideal normativo proyectado a posteriori el tiempo, debe
constituir un punto de referencia constante para el músico. El ideal de Rousseau no es tanto la
supremacía de las emociones sobre la razón sino un armonioso e instintivo acuerdo entre estas dos
facultades, lo que se podía realizar únicamente con la lengua poética o, mejor aún, con el canto
primitivo: el elemento articulado, limitado en sus orígenes, representa las ideas, la razón; los acentos,
es decir los sonidos, eran infinitos y representaban las pasiones y las emociones. Pero “a medida que
las necesidades crecieron, que las relaciones criticaron, que las luces se apagaron, el lenguaje cambia
de carácter, se vuelve más justo y menos apasionado que, sustituye a los sentimientos con ideas, ya
no le habla al corazón sino a la razón. Por eso mismo el acento desaparece, la articulación se amplía,

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el lenguaje se vuelve más exacto y más claro, pero más lento, más sordo y más frío” (Ibid. Capítulo
V). En este pasaje, puede percibir el germen de todas las críticas de Rousseau contra la música y la
ópera de su tiempo así como su ideal teórico. Se debe aclarar antes que nada, lo que Rousseau
entiende por “naturaleza”, en las diferentes referencias que hacia ella: decir que la melodía, el acento,
es natural, instado por la naturaleza no significa oponer la música a la sociedad humana, dado que el
canto, es decir la pasión, no nace sino en el seno de la sociedad sin embargo, la batalla de Rousseau
contra los abusos y las distorsiones de las sesión, es decir contra el uso exclusivo de la razón en el
lenguaje que se volvió duro y sordo, privado de acentos melódicos, se dirigió contra el uso del sonido
desprovisto de su apoyo natural en la música pura o contra yuxtaposición abstracta o mecánica con la
palabra, como en la mayor parte de las óperas de su tiempo. Así, afirma Rousseau, fue como nació la
“bárbara” y “gótica” invención de la armonía, que fue producto de una convención y, por
consecuencia, de la razón que, por un artificio intelectual, imagina volver a la música autónoma,
mientras que al contrario debería salir del corazón. El llamado de la naturaleza, toma así un sentido
opuesto entre Rameau y Rousseau. Para el primero, la música es natural porque la armonía que
constituye su base es el reflejo de una ley física, natural e inmutable, y es por consecuencia el lenguaje
más universal; para el segundo los sentimientos y las pasiones son naturales. La naturaleza se inspira
de las melodías, no de los acordes; ella nos dicta la melodía, no la armonía. Para Rousseau se trata
entonces de una naturaleza subjetiva, impulso de la expresión individual, de una naturaleza que no
tiene nada de interno ni de inmutable, pero que cambia y varía de país en país, de época en época, de
individuo a individuo. Para Rousseau, el placer producido por la música es un hecho cultural,
lingüístico, moral; “cada individuo sólo es aceptado por los acentos que le son conocidos” (Ibid.
Capítulo XV). No es el sonido en sí, gracias a ciertas de sus utilidades puestas, que resulta placentero,
son más bien “las pasiones expresas”, sus “efectos morales”. El hecho de afirmar que la música es el
lenguaje de las pasiones reviste entonces un significado muy preciso: la expresión total y auténtica del
hombre se encuentra únicamente en el canto y, como los idiomas varían en cada país, se transforman
con el tiempo, reflejan los caracteres propios de cada pueblo, y ese es más o menos también el
destino de la música. Existen países, los del Norte por ejemplo, en los que la superioridad de la razón
sobre el sentimiento le quitó a la palabra todo su carácter musical. La música sólo pudo sobrevivir,
pero con una vida árida y abstracta. La melodía fue este sábado y la armonía prevaleció con su
universalidad vacía, este sería el caso de la música francesa; y aunque Rousseau insistió junto con
Fontenelle, aunque en un contexto diferente, la famosa frase: “¿Sonata, que quieres de mí?” La
lengua italiana, al contrario, de acuerdo con el carácter del pueblo es dulce, sonora, armoniosa, más
acentuada que cualquier otra, y sus cualidades son justamente las que convienen mejor al canto
(Carta sobre la música francesa).

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