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Haber creído por siglos que la raza humana tiene el dominio absoluto sobre lo que
nos rodea, sin duda alguna es lo que hoy representa un alto costo para nuestra
especie. De esto vale preguntarnos, si se conocieron experiencias de grupos que
alcanzaron convivir con niveles de impacto mínimo sobre su entorno ¿en qué
momento perdimos el rumbo y la relación con nuestro medio se convirtió en
depredadora?Sería acaso que las necesidades propias nos empujaron a impulsar
los cambios irracionales en búsqueda de una mayor “calidad de vida”? Es decir,
que no nos dimos cuenta que esa satisfacción de necesidades enmascarada de
progreso tenía implícito un conjunto de riesgos que hoy nos pasan factura,
ocasionando emergencias y desastres en cualquier parte del planeta.
Los impactos y los costos de los desastres en América Latina y el mundo han sido
el precio que se ha pagado por los adelantos alcanzados en materia normativa y
los aparatos institucionales, y en Venezuela, la realidad no ha sido distinta, tal es
el caso de Caracas (1967), Cariaco (1997), Vargas (1999/2001) y Santa Cruz de
Mora (2005).
Vale la pena de resaltar en este contexto, Vargas 1999; una tragedia que
desencadenó un interesante debate nacional entre otros aspectos, lo relacionado
a la causalidad del fenómeno. Es ahora, que comienza a verse el fenómeno como
el resultado de la carencia de sostenibilidad de los modelos de desarrollo
existentes. Es así como, gana espacios el enfoque de reducción del riesgo de
desastre, y se propician cambios en el tratamiento y atención de la problemática,
con el reto de que se aborden las acciones necesarias y la profundización del
desarrollo sostenible y la convivencia con el entorno.
Octubre, 2.016