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XI Congreso Argentino de Antropología Social

Rosario, 23 al 26 de Julio de 2014

Grupo de Trabajo: Antropología(s) y Economía(s): explorando preguntas, problemas y recortes desde

una perspectiva etnográfica.

Título del Trabajo: La violencia en el consumo. Intercambio y ritual en las sociedades arcaicas.

Matías Javier Romani. Ciclo Básico Común / Instituto Gino Germani. Universidad de Buenos Aires.

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¿Destruir o preservar?

La pregunta por el consumo no deja de provocar un cierto aire de incomodidad y


sospecha dentro de las ciencias sociales. Probablemente, debido a que describe un tipo
de práctica que mantiene una excesiva familiaridad con la vida cotidiana ó peor aún, por
las dificultades evidentes que acarrea su conexión con el umbral biológico de la
reproducción de la especie. Sea cual fuere la razón, el proceso de consumo permanece
señalado como un profundo enigma, un objeto díscolo situado en el limes de una zona
incierta atravesada por una disputa permanente por la extensión de los márgenes
disciplinarios. La economía, la antropología y la sociología han fracasado, en reiteradas
ocasiones, en reducir la actividad de consumir a su propio dominio explicativo: ni el
sistema de necesidades, ni la pregunta por el hombre, ni el análisis de las relaciones
2 sociales alcanzan por separado para agotar la complejidad del proceso. La suma de los
sucesivos intentos ha dejado en evidencia que toda búsqueda de exclusividad, termina
por parecer tan desvirtuada como imposible.
Tal como sucede con otros procesos sociales, es la naturaleza misma del consumo
la que termina por condensar un tipo de opacidad particular que se entreteje en las
permanentes oscilaciones entre lo individual y lo colectivo como en la distancia que
separa al deseo de las necesidades. Lo que se manifiesta como un momento central de
la reproducción de la vida social, no puede más que realizarse de manera privada e
independiente en el aislamiento del hogar, por eso las formas sociales del intercambio,
ya sea mediante la circulación de dones ó por la compra-venta de mercancías, deben
velar para que esa tarea se realice con absoluta naturalidad y de la manera más
adecuada posible. Cualquier contingencia sería una amenaza que pondría en riesgo la
reproducción social o desataría una multiplicidad de conflictos latentes entre los
particulares. Con esto no se busca ni exagerar la importancia de las prácticas de
consumo, ni tampoco eludir la diferencia de la circulación de bienes en las diferentes

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formas de intercambio sino, por el contrario, rastrear en la mecánica del ritual de
sacrificio, la línea que une al consumo con la violencia. En otras palabras, se trata de
pensar la destrucción festiva y el consumo ritual en las sociedades arcaicas, como una
práctica material constitutiva de la reproducción de la vida social.
El proceso de consumo asume un carácter singular en una economía basada en el
intercambio de dones. Mientras se asiste a la separación de los diferentes segmentos
sociales, la circulación de regalos opera como un recurso para organizar un sistema de
alianzas que, sin ser demasiado estable, permite engendrar breves períodos de paz, en
un contexto de guerra permanente. La máxima de las sociedades arcaicas se encuentra
condensada en la obligación de dar, recibir y devolver, como una forma cultural que
vuelve explícita la atadura irreductible del don-contradon en el marco de un intercambio
generalizado. La operación de consagrar a determinados objetos por fuera del uso
cotidiano y dotarlos de una determinada investidura mágico-simbólica sirve para
entrelazar a los diferentes grupos locales y generar una asignación asimétrica de
3 prestigio que sólo se cierra en el momento agónico, de la celebración festiva. En un
orden social ritual la fragilidad de los vínculos es una amenaza contante que sólo puede
evitarse, por medio de la repetición de las prácticas sacrificiales. La separación de los
objetos que se introduce dentro del proceso de consumo remite a un acto fundador que
permite marcar la diferencia entre lo sagrado y lo profano. De acuerdo a la distinción
realizada por Chris Gregory en Gifts and Commodities (Abduca: 2007: 119) los objetos
pueden aparecer bajo la forma de dones cuando el intercambio se da entre distintas
casas; mercancías cuando el intercambio se da de la casa al mercado o bienes cuando
los productos circulan al interior de una misma casa. Cuando esa diferencia se vuelve
difusa e inestable, la amenaza de la crisis sacrificial acecha como un castigo sobre las
sociedades arcaicas.
Generalmente esta circunstancia pasa inadvertida por la tendencia a reducir todo
tipo de consumo a la satisfacción inmediata de necesidades. Lejos de aparecer como
deudores de un determinado sistema de utilidad, los objetos que se intercambian se
encuentran colmados con una exuberante y excesiva carga simbólica, un maná que

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actúa como una forma de objetivación de la autoridad que condensa el prestigio de la
riqueza. La institución del potlatch en las sociedades arcaicas, con su sentido originario
de “consumir, destruir y rivalizar” (Mauss, 1979: 161), o incluso el kula que describe la
lógica circular del intercambio de dones, demuestran que la aparente inclinación a
regalar no se encuentra exenta de diferentes formas de interés que asegura la
circulación al interior del espacio social, de los signos de prestigio, honor y nobleza. La
diferencia que presenta el potlatch con respecto a otras formas más evolucionadas del
don radica en que se trata de una prestación total de tipo agonístico. Además del grado
de violencia y rivalidad que supone, es una práctica de carácter colectivo que envuelve
en un conjunto de obligaciones a toda una familia, un clan o una tribu y que tiene por
objeto la destrucción pública de la riqueza suntuaria como forma de eclipsar a la casa
rival. Cuanto más grande sea la pérdida material de la riqueza regalada, destruida o
consumida, mayor será el rédito simbólico acumulado. Así funciona el carácter
económico-político de la deuda (Clastres, 1996: 149), cualquier acto de generosidad
4 atrae un prestigio social, pero sólo a expensas de una pesada carga material para aquel
que lo realiza. La autoridad que se funda sobre el acto de dar, se realiza siempre al
precio de contraer una deuda con el resto de la comunidad.
La circulación de los objetos de manera ininterrumpida a través del cambio de
posesión, no suprime la apropiación de las marcas suntuarias entre los distintos grupos,
sino que incluso, identifica al donador con el donatario y obliga a una alianza, como la
consagración de una comunión, atravesada por el cruce de deberes y obligaciones
recíprocos. Sin embargo, el carácter accidental e inestable del intercambio, lo convierte
en un tipo de práctica que, si bien no se presenta de ningún modo como gratuita,
parece escapar por su violencia y exageración, a toda posibilidad de límite y regulación.
La desmesura de los regalos y las exigencias que conllevan, incita a un tipo de rivalidad
que expone a la comunidad al riesgo del enfrentamiento y de una guerra intestina. Por
ese motivo, son tan importantes las fiestas, los funerales y los casamientos, que al
repetir con cierta regularidad, el proceso formal de fundación de lo sagrado, permiten
renovar y actualizar, la soberanía del orden ritual. Antes del intercambio no existiría

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ningún extranjero al cuál ofrecer regalos, tampoco ninguna comunidad para mantener
protegida.
La condensación de la violencia en los gestos de la prodigalidad abre un espacio
para pensar el proceso de consumo en sintonía con el ritual de sacrificio. La institución
del potlatch, permitiría trazar una línea donde la destrucción pública de la riqueza
reproduce la fórmula de la matriz sacrificial. Lo que a simple vista aparece como una
simple dilapidación irracional y desmedida, mediante el consumo violento del excedente
económico, puede resultar también, un mecanismo que permite garantizar la
reproducción de la vida social al canalizar sobre sí, las energías destructivas de la
comunidad. Si el intercambio de dones implica la separación de un conjunto de
productos que son sustraídos de su uso cotidiano, es posible detectar en el proceso de
selección-exclusión del universo profano de la utilidad, un movimiento análogo al que
da origen a la lógica sagrada del ritual. La relación entre el potlatch y el sacrificio
mantienen una suerte de complementariedad que se observa en cuanto los dones
5 adquieren el carácter ambivalente de la victima sacrificial en el uso litúrgico del ritual.
Cuando la destrucción pública de la riqueza dejaba de ser la regla general del
intercambio en las sociedades arcaicas para evolucionar hacia formas más acotadas de
reciprocidad, aunque conservando su sentido originario de rivalidad simbólica. El
consumo agonístico del excedente fue reemplazado por la dilapidación de objetos
suntuarios que sólo causaban una pérdida material para el donante sin poner en riesgo
el mantenimiento de la riqueza social. Basta con mencionar algunas de las costumbres
de la cultura griega antigua para encontrar esas mismas huellas grabadas en las
prácticas religiosas. El ritual de sacrificio comenzaba con una cuidadosa selección del
animal dentro del peculio doméstico (cabras, corderos, cerdos y bueyes) y su exclusión
del resto de la hacienda. Para la consagración y preparación de la víctima se le ofrecían
una serie de cuidados, plegarias, libaciones, etc. que culminaban en una exposición
pública a la comunidad en un desfile procesional. Por último, la dispersión de granos en
un círculo sobre el atar, hacía participar a la víctima y a sus verdugos, en la experiencia
básica de lo sagrado como una forma ritual de purificar el derramamiento de sangre.

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El sacrificio animal aparece como una práctica extendida en el mundo antiguo dentro
de la tradición cultural del mediterráneo y sus alrededores, aunque no siempre con las
mismas pautas rituales en lo que concierne al altar del fuego y a la ingesta de la víctima
sacrificada (Burkert, 1983: 9-10). Las variantes de la práctica sacrificial se miden en
función del criterio de destrucción ó de preservación de la víctima, es decir, la diferencia
entre la consumation y la consommation (Bataille, 2007: 67-83). Si la primera forma de
consumo reproduce su rasgo destructivo, como pura pérdida o puro gasto improductivo,
la segunda todavía conserva su carácter económico. En ambos casos, la ambigüedad
resulta del tipo de ritual y de los objetos que pueden ser utilizados en uno y otro caso.
Para esto los griegos distinguieron entre dos formas diferentes de sacrificio conforme el
tratamiento de la víctima: el holocausto y la thisia. En el primer caso, la víctima animal
es un excedente tomado de la masa de riqueza útil, y no puede extraerse más que para
ser consumida sin provecho, en consecuencia destruida para siempre. El carácter
violento e improductivo del consumo ritual encuentra en el fuego sagrado la destrucción
6 de todo el carácter utilitario de la víctima. En cambio, en los sacrificios de consumición,
la modificación de los objetos ordinarios en la celebración ritual, culmina en un
banquete de comensalidad entre quienes hayan participado del festejo. La diferencia es
notoria. Mientras que un tipo de sacrificio deriva en la destrucción de una parte de la
riqueza social; en el otro, el consumo ritual opera como una forma de redistribución
económica que moviliza la circulación del excedente por toda la comunidad.
Una vez descartada la posibilidad de separar la dimensión económica y simbólica de
los objetos regalados entre las diferentes casas y de la extensa red de relaciones que
se dan por medio de las prácticas de consumo en el marco del orden ritual, queda en
evidencia la dificultad de analizar el consumo sin tener en cuenta la importancia de las
prácticas sacrificiales en las sociedades arcaicas. Con esto no se pretende reducir
todas las prácticas de consumo a las funciones litúrgicas ni restarle importancia a las
funciones reproductivas y utilitarias para la satisfacción de necesidades sino, pensar la
matriz sacrificial como una forma de condensar y exorcizar los enfrentamientos
internos, que por medio de un consumo regulado, prohibido o ritualizado funciona como

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un vector que canaliza la violencia hacia el exterior. Lo que subyace a este planteo es
que la pérdida de la efectividad de algunos consumos rituales acarrea un déficit de
regulación social que se manifiesta de manera abrupta en las crisis sacrificiales. Se
trata entonces, de buscar en el ritual de sacrificio no tanto la institución religiosa de lo
sagrado, como las formas de regulación de la violencia en las prácticas de consumo.

La matriz sacrificial del consumo

El análisis del consumo resulta inseparable de la forma concreta que asume la


circulación de productos al interior del espacio social. Por lo que el punto de partida
bajo el intercambio de dones, no puede ser nunca la racionalidad de los
comportamientos privados ni la satisfacción de necesidades individuales. Detrás del
aparente carácter anárquico de la adquisición y utilización de los recursos, subyace un
7 principio de soberanía que permite regular, a menudo desde un origen violento, la
reproducción de la estructura social. La institución del consumo toca una parte muy
sensible de las sociedades arcaicas, no sólo porque se encuentra integrada dentro del
marco de las prácticas religiosas como una parte fundamental del ritual de sacrificio,
sino que además, debe funcionar como un recurso económico-moral que condensa una
preocupación colectiva por la producción, la distribución y el acceso a los alimentos. En
suma, lo que está en juego en el consumo no es tanto la destrucción de cosas inútiles,
como la protección de la comunidad de un mínimo de subsistencia que asegure la
estabilidad y la armonía del universo social.
El orden ritual se asienta sobre la institución del sacrificio como la estructura
fundacional de la soberanía. Al igual que la ley en el orden imperial y la moneda en el
orden mercantil (Aglietta y Orléan, 1990: 200) como intentos sucesivos para conjurar un
tipo de violencia particular, todo lo que sucede en el ámbito de las sociedades arcaicas
se encuentra entrelazado de alguna manera, con la observancia regular de las prácticas
sacrificiales. No hay aspecto de la vida primitiva que pueda escapar por completo a este

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tipo de regulación. De ahí, que se pueda hablar de una matriz sacrificial en la
construcción del orden social incluso hasta lograr una fuerte homología en varios
campos simultáneamente. La delimitación de un ámbito de lo sagrado, la formación de
la esfera del derecho, como la organización del consumo de bienes entre los que
pueden ser utilizados en la práctica ritual, de los que no. En cada una de esas
realidades, se suceden las operaciones de separación-contagio-exclusión de la matriz
sacrificial. Una muestra que la violencia no está ausente ni del mundo de los bienes ni
de las prácticas de consumo.
El punto de partida para definir el consumo como un problema antropológico, no
puede ser la satisfacción de necesidades sino la violencia y la inestabilidad del deseo
humano. Si la subjetividad se define por una falta constitutiva en el plano del ser que
conduce a buscar en el otro, los indicios del propio deseo, las relaciones humanas no
pueden escapar al enfrentamiento especular de los sujetos. Cuando se parte de la
inconsistencia del deseo que no alcanza a fijarse a ningún objeto, ni a detenerse frente
8 a un plan definido, la única salida posible en el terreno de la incertidumbre, es imitar el
deseo del otro. Así se desencadena en términos de Girard, una violencia original
producto de la rivalidad mimética que envuelve a los sujetos en un proceso donde el
otro es atrapado a su vez, en el doble vínculo, de modelo y obstáculo. “La fascinación
ejercida por el rival demasiado afortunado tiende a convertirse en un odio implacable”
(Girard, 2002: 66). El descubrimiento de la indiferencia del deseo del otro y la
aterradora confusión de los dobles dan paso a la expansión de una violencia irreductible
que, en tanto no encuentre freno y dirección, amenaza con disolver los fundamentos de
cualquier relación social.
Por eso la aparición de un objeto cualquiera que interfiera en la relación especular
de los dobles, ya tenga como motivos la envidia, la necesidad o el prestigio, sea para
adquirirlo, regalarlo o consumirlo introduce un corte decisivo en la estructura sujeto –
rival y permite desviar y canalizar la violencia originaria sobre el valor de uso de los
bienes. Si en una sociedad basada en la acumulación de mercancías este movimiento
se refleja en la composición de los ilegalismos, con el predominio absoluto del robo

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sobre el asesinato; en las sociedades arcaicas que se definen por la circulación de
dones, la mímesis de prestigio conduce a desviar la violencia esencial en la destrucción
pública de las riquezas. En ambos casos, el universo de los objetos logra atraer sobre
sí un excedente de energías destructivas que en caso contrario, quedaría como un
residuo peligroso en el mundo de los hombres. Por otro lado, la operación que se
realiza sobre algunos de los objetos de recambio no deja de ser incierta e inestable.
Sólo a través de un uso adecuado de las prácticas rituales, puede la violencia aparecer,
en todo su carácter purificador y pacificador. Esa es la función general del sacrificio:
movilizar la violencia fundadora sobre unas víctimas indiferentes.
La práctica sacrificial opera dos grandes sustituciones: la primera de ellas se realiza
a expensas de la víctima propiciatoria y actúa desviando sobre ella, las tensiones
internas, los rencores, las rivalidades y todas las veleidades recíprocas de agresión en
el seno de la comunidad (Girard, 1983:15). Al concentrar sobre uno solo, la violencia de
todos, el procedimiento de selección interna de la víctima permite salvar a todos los
9 miembros de un grupo del riesgo de un enfrentamiento generalizado. Sin embargo, las
formas de reciprocidad vigentes, las alianzas contraídas y los vínculos de parentesco
exponen a la comunidad a la multiplicación de las represalias y al contagio de una
violencia recíproca. Por eso, la segunda sustitución debe prevenir los contactos
peligrosos, la multiplicación de las represalias y la sed de venganza. En suma: debe
reemplazar a la víctima emisaria, demasiado visible y cercana a todos, por una víctima
ritual extraída de los márgenes de la comunidad, sobre la que recae todo el peso de la
violencia unánime. Con la exclusión y expulsión de la víctima expiatoria, por medio de
una violencia fundadora que ejecuta su muerte o destrucción, el sacrificio como
institución social, logra producir un efecto benéfico que deshace todos los males
anteriores y contribuye a la pacificación interna de la comunidad.
El mecanismo ritual está basado en una serie de prácticas complejas que buscan
lograr una reproducción ajustada de los diferentes momentos del sacrificio, quizás con
el objetivo fundamental, que la imitación del original, produzca los mismos efectos de
desvío y protección de la violencia recíproca. Sin embargo, no hay que perder de vista

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que es la misma naturaleza de la rivalidad mimética la que hace posible la práctica
sacrificial, al permitir la sustitución por semejanzas de la víctima y crear una distancia
entre la selección y la exclusión, demuestra la facilidad que tiene la violencia para
mudar de un objeto a otro sin ningún tipo de obstáculo ni contemplación. La
transferencia simbólica que va de la víctima elegida a la víctima ritual, y que permite por
ejemplo, la purificación de un homicidio con la sangre derramada de un animal, sólo
encuentra un fin en la destrucción calculada del sacrificio que, al definir una víctima
sacrificable, logra interrumpir la diseminación de la violencia anterior.
La circulación de las energías destructivas que se observan en la práctica ritual hace
posible pensar una matriz sacrificial del consumo como forma de regulación específica
de las sociedades arcaicas. Participar del intercambio de dones, no es sólo una
modalidad de intercambio simbólico (Baudrillard: 2002), es además la forma de poner
en movimiento a la víctima expiatoria por toda la comunidad. Se trata de aquellos
valores de uso que han sido consagrados a un uso ritual: las primicias de granos, los
10 bueyes sagrados y las libaciones, constituyen una parte de la reserva alimenticia
comunidad que es separada y entregada como ofrenda a los dioses y, por lo tanto,
excluida de la circulación y del consumo productivo. La operación sacrificial en el
proceso de consumo consiste en establecer una marca sobre algunos objetos
socialmente útiles para que sirvan para condensar y desplazar la violencia adquisitiva y
el deseo de acaparamiento. La destrucción utilitaria no sólo afirma la voluntad unánime
de la comunidad en la participación ritual, sino que además, en un sentido económico,
logra frenar la acumulación desmedida de riqueza que puede activar el germen de la
rivalidad mimética por medio de la desigualad y la envidia.

Los orígenes del lujo

No es ninguna casualidad que los bienes retirados del uso profano para la
circulación de dones recíprocos sean en su gran mayoría objetos de lujo. Sólo con
seguir el rastro de la investidura mágico-religiosa de los regalos para dejar en evidencia

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que el intercambio de piezas preciosas deja una estela de retribución estamentaria por
donde pasa. En primer lugar, porque la víctima sacrificial pertenece siempre al orden de
las potencias sagradas por su carácter exterior a las necesidades de la comunidad.
Pero también, porque el exceso de prodigalidad desencadena fuertes problemas de
integración social. Ambas determinaciones definen la elección de la víctima entre una
categoría de individuos (prisioneros de guerra, extranjeros, esclavos) o en una cierta
clase de bienes que por su medida simbólica constituyen una parte esencial del
material potencialmente sacrificable. Por eso, los presentes regalados o destruidos,
contienen ese doble vínculo del phamarkos de la matriz sacrificial, donde la confusión
entre la violencia y lo sagrado es absoluta.
El don-contradon reviste su existencia plagada de ambivalencia a su vez, como
regalo y atadura, como bien y obligación, o en el sentido etimológico del Gift / gift como
un obsequio envenenado que contiene, a su vez, el remedio de la cura. Cada una de
estas operaciones de reciprocidad donática no quedan libradas al mero azar, a menos
11 que se exponga a la comunidad, al riesgo de un enfrentamiento, o peor aún, de una
escalada violenta por la multiplicación de la venganza y la rivalidad mimética. Esto es lo
que convierte al consumo en una institución social total no sólo, para asegurar el
encauzamiento de las luchas de prestigio y el status político de los participantes, sino
también, para proteger a la comunidad de la envidia que se esparce como una mancha
intestina y amenaza con destruir los fundamentos de la solidaridad. La violencia del
consumo ritual conduce a una lógica inmunitaria, las diferentes sustituciones y
exclusiones sacrificiales se confunden con la práctica de la autoctonía, la ética y la
fraternidad. En suma, siguiendo las huellas de las marcas rituales: las sociedades
arcaicas regularon sus prácticas de consumo de acuerdo criterios de solidaridad muy
bien arraigados.
Lejos de depender de las decisiones y conductas individuales, en las sociedades
arcaicas la reproducción social atañe a la comunidad en su conjunto. La víctima
expiatoria logra enlazar una cadena de deberes y obligaciones para las prácticas de
consumo hasta lograr una regulación total sobre los diferentes valores de uso que

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pueden entrar en circulación. Por ejemplo, para el intercambio de dones se reservan los
productos de lujo, entre los clanes guerreros dominan los ktémata exóticos,
provenientes del botín de guerra como los agalmata, de la industria artesanal entre las
familias más poderosas. Mientras que las ofrendas en el sacrificio se limitan
exclusivamente a la categoría de los seres vivos: las mujeres, el ganado y los esclavos,
como probata eran inmolados durante la celebración ritual. Por último, los objetos
extraídos de la tierra sobre los que recaían las mayores prohibiciones culturales eran
los keimelia en materia de circulación, y los chremata en relación al consumo; los
primeros porque los metales estaban asociados con un poder maléfico de disensión;
mientras que la protección de los alimentos servía para mantener una reserva de
consumo almacenada en los graneros. Esta clasificación de Luis Gernet (Citado en
Aglietta y Orléan, 1990: 208) logra superar el análisis del potlatch y el sacrificio como
una simple dilapidación de energía excedente. La ausencia de una concepción
metafísica de lo sagrado como la que persiste en Bataille, es lo que permite distinguir el
12 momento de la destrucción de utilidad en la fiesta ritual de la norma de consumo que se
instituye mediante el acto de soberanía. La destrucción de una parte de la riqueza
social ocasiona una pérdida material para toda la comunidad. Aunque también, el
consumo en la práctica ritual permite la preservación de muchos otros.
La destrucción unánime del sacrificio deviene violencia fundadora. Las víctimas
inmoladas durante la celebración ritual reproducen el asesinato originario de la
comunidad, ya sea como una forma de canalizar y desviar el deseo mimético, como el
residuo cultural de la experiencia depredadora de la caza colectiva (Mack, 1987: 1-32),
o como una solución para el malestar de la civilización (Rosolato, 2004: 60). En cada
caso se revela como un mecanismo de contención y regulación de la violencia,
procesada y codificada, para evitar la propagación de la energía fratricida por toda la
comunidad. Pero junto al momento catártico, el sacrificio es además, el principio de
demarcación entre lo sagrado y lo profano, la regulación de los valores que se regalan,
se destruyen y se consumen, junto con la significación y el reconocimiento de las
necesidades para mantener la cohesión social. La inmolación de seres vivos no sólo

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establece una relación analógica entre la muerte del animal y el homicidio original, sino
que intenta fundar en la destrucción de las piezas más codiciadas, una norma social de
consumo para proteger a la comunidad de la envidia y de la competencia.
En la clasificación de los diferentes valores de uso se observan las marcas de la
soberanía ritual. Todo lo que escapa por encima de la ceremonia sacrificial puede ser
considerado en las sociedades arcaicas como una exhibición del lujo y la opulencia. Los
dones tienden a circular sin ningún tipo de prohibición en la medida en que la búsqueda
del prestigio social establece por sí mismo, un límite a las posibilidades de acumulación
económica. Con esto se asegura no sólo que surja una extensa trama de prestaciones
recíprocas sino también, la circulación de la riqueza por toda la comunidad. Por debajo
de la práctica ritual se encuentran los productos alimenticios provenientes del suelo
sobre los que recaen severas prohibiciones. La exterioridad que mantienen con el
circuito de dones por miedo a la escasez y al acaparamiento egoísta, los ubica en
circunstancias excepcionales para funcionar como blindaje de protección comunitaria,
13 donde cada núcleo social tiene la obligación de brindar subsistencia a quien lo necesite.
La norma de consumo de la matriz sacrificial permite definir un umbral de lo que es
necesario y esencial para la reproducción social. Cada grupo tenía asegurado un nivel
mínimo de subsistencia gracias al sistema de solidaridades vigente. Sin embargo, una
vez alcanzado este límite iban desapareciendo los motivos para seguir consumiendo.
Ubicarse por debajo de los parámetros de consumo impuestos por la sociedad,
afectaba el núcleo de la reciprocidad como un importante problema ético, de la misma
manera que la avaricia o la gula eran consideradas como una grave falta personal. En
todo caso, el imbricado sistema de protecciones y el consumo ritual de las ofrendas
resultaba un medio bastante eficaz para asegurar una distribución adecuada de
alimentos. El carácter unánime de la comunidad consagraba con la comensalidad su
participación colectiva en las festividades religiosas, donde la ingesta en común de la
víctima ritual cumplía el doble papel de conmemorar la violencia fundadora de la caza
primitiva, como permitir ciertas prácticas redistributivas de carne que asegurara un
consumo equilibrado y democrático de proteínas. Lo que estaba en juego detrás de la

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economía del sacrificio y del comunismo de las ofrendas era la institución de un
consumo colectivo donde la comunidad entera regulaba la reproducción de la vida
social.
La institución de soberanía del ritual de sacrificio debía repetirse con absoluta
regularidad también por otras razones. Como la normalización de la violencia dependía
de la fijación de una norma de consumo para todos los productos, muchas veces la
inestabilidad del valor de las ofrendas y la tendencia a la fragmentación del equivalente
resultaban disposiciones endémicas para el estallido de la crisis sacrificial. La
superposición de diferentes funciones de los valores de uso, por ejemplo en el
desdoblamiento de los alimentos: el ganado como víctima sagrada y unidad de cuenta ó
los granos como ofrenda y reserva de valor, eran una fuente de desestabilización para
la continuidad del intercambio y la solidaridad social. Con la pérdida de la diferencia de
valor de los objetos, su costado maléfico esparce el germen del fantasma de la
disensión de la violencia recíproca. La fiesta aparece como la expresión más concreta
14 en el plano ritual de la crisis sacrificial, en tanto disuelve las diferencias por medio de
una violación solemne de una prohibición (Freud, 2002: 97) pero sólo para volver a
producirla más tarde mediante el ritual de la comensalidad. Con la ingesta y el consumo
colectivo de la víctima, la comunidad vuelve a ingresar dentro del orden ritual.
¿Qué es lo que ha cambiado hoy? Mientras las formas mágico-arcaicas del
consumo languidecen lentamente, y su antiguo esplendor tiende a apagarse, las
funciones que representaban, se han reformulado en varios sentidos. El consumo
burgués y el hombre-mercancía celebran el predominio absoluto de la utilidad y la
satisfacción de necesidades, pero en lugar de la lucha por el reconocimiento de los
signos de distinción, transforma su adquisición de bienes en una carrera de
acumulación y apropiación. Los lugares se convierten en depósitos y los objetos más
ínfimos, en reservas y stocks. El oikos moderno padece de una compulsión ansiosa de
secuestro (Baudrillard, 2002: 21), las cosas que descansan en el entorno doméstico son
objeto de una sobrecarga de marcas, de una saturación de cuidados y protecciones,
que reproducen y refuerzan para el propietario, el sentido de la posesión. Es por eso

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que el individuo moderno resguarda, con extrema meticulosidad, su mundo privado, el
interior debe permanecer tan repleto como inmune frente a los peligros del afuera. La
construcción de una nueva barrera que refuerce la seguridad frente a todo lo que
amenaza, no hace más que exacerbar la clausura de puertas y ventanas, como reflejo
utilitario del cierre natural de la familia. Lo que en otro tiempo se buscaba en el gasto
noble y en la protección religiosa, hoy se encuentra en la proliferación técnica de los
dispositivos de seguridad.
A simple vista el consumo de mercancías se encuentra encerrado en un callejón sin
salida, atado por su dimensión utilitaria al crecimiento de las fuerzas productivas y a la
acumulación del capital, constituye una pieza esencial del sistema económico para
asegurar la ampliación del excedente y, en última instancia, la reproducción de la vida
social. No sólo por la decadencia del lujo y toda su mecánica de la ostentación, ni por la
proliferación de necesidades artificiales producto del marketing y la publicidad, sino el
sostenido crecimiento de la industria de la seguridad. Multiplicación de barrios privados,
15 boom de cámaras de vigilancia, servicios de alarmas y una oferta cada vez más
significativa de seguros de todo tipo. Todo un conjunto de artefactos que prometen
crear islas de seguridad ante la amenaza de un afuera, cada vez más incierto y
peligroso. La proliferación del consumo de los modernos dispositivos tecnológicos de
seguridad, nos revela una imagen invertida de una comunidad cerrada sobre sí misma
con sus modos de administrar sus miedos frente al riesgo de lo extraño.
Paradójicamente, en una sociedad consumista, el consumo ha perdido su capacidad
de producir el complejo sistema de prestaciones y solidaridades de la matriz sacrificial
en las sociedades arcaicas. La violencia unánime y fundadora del orden ritual ha
desaparecido junto con su capacidad de regulación ética. En un mundo atravesado por
una inseguridad y una incertidumbre sintomática, el consumo de mercancías se
transforma en el registro de una obscena acumulación de propiedades, y en una
abrumadora desigualdad económica. Mientras las imágenes de los medios reproducen
los estigmas de la violencia recíproca sobre aquellos para quienes el consumo de lo
mínimo e indispensable se ha vuelto una travesía: los pobres, los marginados, los

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excluidos, reflejan la imagen de una comunidad imposible. Sólo por ellos, en esa zona
confusa e indeterminable, destella la promesa futura de hospitalidad y justicia.

BIBLIOGRAFÍA

Abduca, Ricardo. (2007). “La reciprocidad y el don no son la misma cosa”. En:
Cuadernos de Antropología Social, 26: 107-124.
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