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Cuando pensamos en el juego, en lo que implica estar en el juego (in-ludere), quizás una
de las primeras imágenes que pueden venirnos a la cabeza, desde cierta óptica de lo
familiar, sea la del sujeto que arroja los dados al tablero o bien la de aquél que toma una
carta, a la espera de que su estrategia, esa que quizás lleva ya orquestando desde
algunos turnos atrás, dé resultado. A primera vista, pues, podríamos decir que en el juego,
sin importar de cuál se trate, no hay más que el sujeto, con toda la omnipresencia y
todo. Sin embargo, si lo pensamos con mayor detenimiento (bajo una óptica, si se quiere,
más “desfamiliarizante”), no hay más verdad que ésta: en el juego, bajo sus reglas y
dentro del espacio-tiempo que inaugura —ese que no responde al tiempo cronológico ni a
Ciertamente lo anterior puede resultar paradójico. Sin duda alguna quien entra en
el juego es un sujeto, una primera persona del singular: yo entro en el juego. Pero quien
está in ludere no soy más yo, sino una ausencia de mi mismo, una huella, un fragmento
de mi persona que ya no planifica nada, ya no orquesta nada, porque nada puede ser
orquestado por nadie en el juego; al contrario, lo único que se puede hacer —y esto
ocurre desde que se arrojan por primera vez los dados— es entregarse al puro
más que sus componentes. He aquí la paradoja: entramos en el juego, en tanto sujetos,
juego si no se trata de un ego (como quizás lo querría Descartes) que traza su plan para
obtener la victoria? Extrapolando lo que Georges Bataille, escritor y filósofo francés, dice
acerca del erotismo y lo sagrado, podríamos decir que dentro del juego aquello que se
perdida en al multiplicidad de las olas”1 . En el ludus no somos más que una ola en la
inmensidad del mar o que una hoja que se pierde entre la espesura del bosque. Pero hay
algo más, ya que cuando jugamos no lo hacemos solos; siempre contamos, ya sea para
competir o para formar equipo, con la presencia, o mejor dicho, con las huellas del otro.
Jugamos con el otro, con los otros. Incluso en el Solitario, juego pensado para hacerle
honor a su nombre, podemos ver los restos de ese otro que, parafraseando a Rimbaud,
soy yo2. Así, puede que haya algo más que se configura dentro del juego y que solo cierto
nivel perceptivo y sensible nos permitiría vislumbrar. A la vez que se pierde el sujeto en la
¿Qué hay de oculto en el juego que nos permite desafiar la “lógica” y el sentido
común de esa manera? ¿Qué tiene de potente que puede deshacer sin más a lo que se
tiempo empírico, racional y, por lo tanto, del trabajo. Por el contrario, la temporalidad del
devenir, de cierta manera). Esto bien podría llevarnos a relacionar el juego con lo
dionisíaco: el ludus como espacio caótico, similar al carnaval. No obstante, hay algo que
nos impide formular dicha afirmación, la existencia de reglas que aceptamos antes de
1 Bataille, Georges. Introducción. El erotismo. Tusquets Editores, Ciudad de México: 2013. Pág. 20
2 “Je est un autre”, dice Rimbaud en una carta enviada a Paul Demeny.
vernos inmersos en él, las cuales no neutralizan al azar antes mencionado, sino que lo
hacen posible. Hay, pues, algo de apolíneo en el juego, una especie de formalidad que
compartirá espacio con lo dionisiaco del acontecimiento sin anularse mutuamente —de
nuevo la paradoja, nunca la síntesis hegeliana—. Si el juego desafía toda ley y todo orden
previo, si reta al sentido común es precisamente por sus cualidades aiónicas. El espacio-
trabajo (juego, fiesta y trabajo son, según Bolivar Echeverría, los tres espacio-tiempos que
caosmosis: tal vez sólo de esta manera podemos entender esa misteriosa fuerza que nos
atrae al juego y nos sumerge completamente en el, la misma fuerza que destituye a
en un chispazo podemos ver lo imposible, eso que aún no toma forma: la comunidad, por
ejemplo.
a la vez el tiempo de los individuos: es un sujeto el que utiliza su fuerza de trabajo, el que
percibe un salario, el que es, incluso, explotado por los patrones y el sistema capitalista.
Cronos subyuga toda corporalidad y todo espacio a la utilidad y a la razón. De ese modo,
son los tiempos del caos los que restituyen al cuerpo un cierto peso ontológico. Y esto ha
sido así desde la Antigüedad: he ahí la importancia de las bacanales, por ejemplo. Pero al
mismo tiempo, en tanto corporales, dichos tiempos, en relación con los espacios en que
tiempo del trabajo, ni del capitalismo, en donde no hay comunidad sino masas de
individuos, sino que va produciendo su propia “lógica”. Ese es el sentido del devenir-otro
que quizás subyace en el juego: la creación de un nuevo pueblo, con nuevos valores que
cualquier espacio, un salón de clases, una oficina, la casa, etc., en el espacio donde algo
no visto puede germinar, donde toda suerte de alianzas son posibles y deseables. No es
algo inocente, como un mero ocio y veamos en él una línea de fuga o una heterotopía
latente: ese espacio que puede ser múltiples lugares que nunca están ahí y sin embargo,
tienen una gran fuerza performativa, creadora. El juego como un agenciamiento alegre