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EL SELLO EGIPCIO
Traducción:
Jorge Segovia y Violetta Beck
MALDOROR ediciones
Maldoror ediciones agradece la inestimable colaboración
aportada por la eslavista Stanisława MACIEJEWICZ
para el buen fin de esta traducción de El sello egipcio,
de Osip Mandelshtam.
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Imbuidos de miedo, los mozos de cuerda
levantan el piano de cola Mignon, semejante
a un negro meteorito barnizado y caído del
cielo. Las esteras se extienden como casullas
sacerdotales. En las escaleras, el espejo boga
de través, maniobrando en los rellanos con
toda su altura de palmera.
Por la tarde, Parnok había colgado su levita
en el respaldo de la silla vienesa; por la
noche, hombros y sisas debían descansar,
dormir un dulce sueño de cheviot. Sobre la
silla vienesa, quién sabe, ¿tal vez la levita
hace cabriolas, rejuvenece, en una palabra: se
divierte?... Amiga invertebrada de los jóve-
nes, echa de menos el tríptico de espejos del
sastre del entresuelo... En la prueba es un
simple saco: ni completamente una coraza de
caballero, ni siquiera un dudoso chaleco que
el sastre-artista esbozará y marcará con tiza
antes de insuflarle vida y movimiento:
– ¡Ve, hermosa mía, y vive! ¡Lúcete en los
conciertos, pronuncia discursos, ama y extra-
víate!
– Ah Mervis, Mervis, ¡qué has hecho! ¿Por
qué privaste a Parnok de su envoltorio terre-
nal, por qué lo has separado de su bienama-
da hermana?
– ¿Duerme?
– Duerme... ¡El canalla! ¡Lástima de malgas-
tar luz en él!
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Los últimos granos de café desaparecieron en
el cráter del molino–organillo.
El rapto se llevó a cabo.
Mervis la raptó como a una Sabina.
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Ese respeto por el mapa de Ilin lo llevaba
Parnok en la sangre desde los tiempos inme-
moriales en que se imaginaba que los hemis-
ferios de ocre y aguamarina, semejantes a dos
encantadas burbujas aprisionadas en la red
de las latitudes, estaban encargados de una
misión concreta por la cancillería ardiente de
las mismas entrañas de la tierra, y que –como
píldoras nutritivas–, encerraban en ellos un
concentrado de espacio y distancia.
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ahumadas, como idénticos son los astiles del
“Times” y “Vedomosti”, a media asta en el
corazón del siglo. Y, finalmente, Rusia...
Sus oídos serán cosquilleados por el indolen-
te murmullo de las sibilantes rusas. Su boca
se arqueará hasta las orejas al oír el increíble,
el inexpresable sonido “bl”.
Después, los caballeros de la Guardia real se
reunirán para el oficio de los muertos en la
iglesia Quarengui. Dorados carroñeros pico-
tearán inmisericordes a la cantante católica
romana.
¡En qué ligias alturas la han colocado! ¿Acaso
esto es verdaderamente la muerte? Ni siquie-
ra la muerte se atrevería a respirar en presen-
cia del cuerpo diplomático.
– ¡La hemos colmado de penachos, de gen-
darmes, de Mozart!
Fue entonces cuando acudieron a su mente
los delirantes personajes de las novelas de
Balzac y Stendhal: partidos a la conquista de
París, los jóvenes limpiaban sus zapatos con
un pañuelo a la entrada de los hoteles parti-
culares ...y Parnok, ay, fue en busca de su
levita.
El sastre Mervis vivía en la calle Monetnaia,
muy cerca del liceo; pero ¿trabajaba para los
liceístas? –esa es la pregunta; más bien esto se
sobreentendía, igual que el pescador del Rhin
pesca truchas y no cualquier cosa. Sin embar-
go, parecía evidente que en la cabeza de
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Mervis no sólo había preocupaciones de sas-
tre, sino también algo mucho más importan-
te. No en vano sus familiares acudían desde
lugares lejanos, y, entonces, el cliente retroce-
día, consternado y arrepentido.
– ¿Quién le dará a mis hijos un trozo de pan
con mantequilla? –dijo Mervis haciendo un
movimiento con la mano como para cortar
mantequilla, y, en la limpia atmósfera de la
casa del sastre, Parnok tuvo la sensación de
ver no sólo la mantequilla moldeada en
forma de pequeñas estrellas o húmedos péta-
los, sino también como manojos de rábano.
Después, Mervis encauzó sutilmente la con-
versación hacia el abogado Gruzenberg que
le había encargado, en enero, un uniforme de
senador, y, acto seguido y sin razón aparente,
le dijo que había regañado a su hijo Arón
–alumno del Conservatorio–, por una nimie-
dad, acabó por embrollarse, se azoró y buscó
refugio tras el tabique.
– Qué hacer –se preguntó Parnok–: tal vez
sea así, quizá esa levita ya no existe y verda-
deramente la haya vendido como dice para
pagar el cheviot.
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Lucien de Rubempré vestía ropa interior de
tela vasta y un traje mal cortado, hecho por el
sastre del pueblo; comía castañas por la calle
y tenía miedo de los porteros. Un día de buen
augurio se afeitó, y de la espuma del jabón
nació su futuro.
Parnok estaba solo, olvidado por el sastre
Mervis y su familia. Su mirada cayó sobre el
tabique tras el cual se dejaba oír una voz
femenina de contralto, de resonancia judía,
lánguida y metálica. Aquel tabique cubierto
de imágenes re p resentaba un iconostasio
bastante insólito.
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II
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he olvidado el emplazamiento pero que cual-
quier persona un poco al corriente podría
indicar sin dificultad. Y eso es todo. Sólo los
chiflados se citaban al pie del Jinete de
Bronce o la Columna de Alejandro.
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Una parábola salvaje unía a Parnok con los
fastuosos espacios de la historia y la música.
– Te echarán algún día, Parnok: será un terri-
ble escándalo, te pondrán vergonzosamente
en la puerta, te cogerán por el brazo y ¡largo!,
del concierto sinfónico, de la sociedad de afi-
cionados y defensores de la última palabra,
del escogido círculo musical de las chicha-
rras, del salón de madame Perepletnik, impo-
sible saber de dónde más, pero te echarán, te
difamarán, te cubrirán de vergüenza...
Parnok tenía recuerdos engañosos: creía, por
ejemplo, que antaño, cuando aún no era más
que un chiquillo, había entrado en una sun-
tuosa sala de conferencias y había encendido
la luz. Los racimos de las lámparas y las
innumerables bujías con colgantes de cristal
se despertaron tan súbitamente como una
colmena dormida. La electricidad desplegó
un torrente tan pavoroso que sus ojos se
resintieron, y, entonces, comenzó a llorar.
Ciega y egoísta luz querida.
Le gustaban los depósitos de madera y los
haces de leña. En invierno, el leño seco debía
ser ligero, hueco y sonoro. Y el abedul tener
una corteza de un amarillo limón y no pesar
más que un pez helado. Sentía el leño en sus
manos como algo vivo.
Desde su infancia, se aferraba con toda su
alma a todo aquello que era inútil, metamor-
foseando en acontecimientos el balbuceo del
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tranvía de la vida, y, cuando comenzó a ena-
morarse trató de contarle todo eso a las muje-
res; pero no le comprendieron, y, así, para
vengarse, empleaba con ellas un lenguaje de
pájaro, salvaje y ampuloso, con el fin de no
hablar más que de cosas elevadas.
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secreto que nadie se atreviese a serlo excepto
él. En la escala social, por debajo de Shapiro
sólo estaban los recaderos, esos mozos que
eran enviados al banco y a la casa de Kaplan.
Shapiro se comunicaba –a través de ellos–
con el banco y con Kaplan.
Sentía cariño por Shapiro porque él necesita-
ba de mi padre. El barrio de Pieski donde
vivía era un Sáhara que rodeaba el taller de
costura de su mujer. Sentía vértigo cuando
pensaba que había gente que dependía de él.
Temía que se levantase de pronto un huracán
sobre Pieski y arrastrara como una pluma,
como tres rublos, a su mujer –la costurera–, a
su única empleada y a los hijos con abcesos
en la garganta...
Por la noche, al quedarme dormido en mi
cama de suaves resortes, a la luz azulosa de
una lámpara, no sabía qué hacer con Shapiro:
si regalarle un camello y una caja de dátiles a
fin de que no pereciese en Pieski, o conducir-
le con la mártir –madame Shapiro– a la cate-
dral de Kazán donde el aire en jirones es
negro y dulce.
Hay una oscura heráldica de conceptos
morales que provienen de la infancia: el des-
garro de una tela puede significar la honra-
dez, y la frialdad del madapolán, la santidad.
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ne” vertía directamente sobre la cabeza –ya
calva desde los conciertos de Scriabin– el
líquido frío de color oscuro y rociaba su occi-
pucio con mirra helada; entonces, Parnok, al
sentir sobre su cabeza el helado chorro, reso-
plaba.
Un breve temblor concertante corría sobre su
piel seca y –¡Virgen santa, ten piedad de tu
hijo!– desaparecía bajo su cuello.
– ¿Quema? –interrogaba el peluquero ver-
tiéndole a continuación sobre la cabeza un
cántaro de agua hervida, pero él se limitaba a
guiñar los ojos y hundir más la cabeza en el
cepo de mármol del lavabo.
Y, al punto, su sangre de conejo se calentaba
bajo la afelpada toalla.
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Así, hay personas en el mundo que nunca
han sufrido una enfermedad más grave que
el catarro y que permanecen aferradas a su
época con más o menos felicidad, como ador-
nos de cotillón. Tales seres jamás se sienten
adultos, y, a los treinta años, siguen resenti-
dos con los demás y no dejan de pedir cuen-
tas. Nadie les ha mimado especialmente,
pero son desvergonzados como si a lo largo
de su vida hubiesen sido alimentados con
raciones extraordinarias de sardinas y choco-
late. Son unos entrometidos que sólo conocen
unas cuantas jugadas de ajedrez, pero se
empeñan, pese a ello, en jugar para ver lo que
ocurre. Les gustaría pasar toda su existencia
en la villa de algún amigo, escuchando el tin-
tineo de las tazas en el balcón en torno al
samovar, charlando con los vendedores de
cangrejos y el cartero. Me gustaría juntarlos a
todos y enviarlos a Sestroresk, pues ahora, ni
siquiera hay otro lugar para ellos.
Parnok era un individuo de la perspectiva
Kamenoostrovski, una de las calles más frí-
volas y de mala nota de Petersburgo. En
1917, tras las jornadas de febrero, esa calle se
hizo aún más fútil con sus lavanderías a
vapor, sus tiendas georgianas donde todavía
se encontraba cacao cuando por entonces ya
había desaparecido, y los velocísimos coches
del Gobierno provisional.
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Cuidado con torcer a la derecha o a la iz-
quierda: ahí no hay nada, lugares desiertos,
ni siquiera un tranvía. Por la perspectiva
Kamenoostrovski, los tranvías van a una ve-
locidad endiablada. La Kamenoostrovski es
un joven bello y frívolo que ha almidonado
sus dos únicas camisas de piedra, y el viento
del mar silba en su cabeza de tranvía. Es un
petimetre joven y desocupado que lleva sus
casas bajo el brazo, igual que un pedante
porta su liviano paquete de la lavandería.
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III
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dor!–, el zumbido de la fresa, esa desvalida y
pequeña hermana terrenal del avión que
horada el inmenso azur.
Las muchachas se sonrojaron ante el padre
Bruni; el joven padre Bruni, a su vez, se azoró
al ver los adornos de batista, y Parnok
–amparado por la autoridad de la Iglesia
separada del Estado–, discutía con la patrona.
Era un tiempo terrible: las lavanderas se bur-
laban de los jóvenes que habían perdido el
resguardo y, de esa forma, los sastres recupe-
raban sus levitas.
El olor del café tostado que desprendía el
paquete que llevaba el padre Bruni, cosqui-
lleaba las narices de la irascible matrona.
Penetraron en el vaho caliente de la lavande-
ría donde seis animadas jovencitas encaño-
naban, calandraban y planchaban la ropa.
Esos espigados serafines se llenaban la boca
de agua y, después, rociaban con ella las frus-
lerías de gasa y batista. Manejaban aquellas
planchas terriblemente pesadas sin dejar de
charlar un solo instante. Los vodevilescos
perifollos derramados como espuma sobre
largas mesas, esperaban su turno. Las plan-
chas –en su recorrido– bordoneaban entre las
hermosas manos de las muchachas. Los aco-
razados se paseaban sobre la cremosa espu-
ma, y las jovencitas continuaban asperjando.
Parnok reconoció su camisa: estaba sobre un
estante, planchada y reluciente con su peche-
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ra de piqué –traspasada de alfileres–, de finas
listas del color de la cereza madura.
– Señoritas, ¿de quién es esa?
– Del capitán de caballería Krzyrzanowski
–respondieron a coro las muchachas, menti-
rosas y desvergonzadas.
– Padre –la patrona se dirigió al cura, que se
mantenía de pie como una fuerza indestruc-
tible en medio del denso vaho de la lavande-
ría, que se adhería a su sotana como si fuese
una percha doméstica–: padre, si usted cono-
ce a ese joven, ¡hágale entrar en razón! Ni
siquiera en Varsovia he visto nada semejante.
Siempre me trae trabajo urgente, maldito sea
con sus prisas... Entra de noche por la puerta
de atrás, como si yo fuese cura o comadro-
na... No estoy loca para darle la ropa del capi-
tán Krzyrzanowski. Él no es un gendarme,
sino un verdadero capitán. ¡Ese señor tan
sólo se escondió tres días, y, después, los mis-
mos soldados lo eligieron para el comité del
regimiento y ahora lo pasean en triunfo!
Era imposible replicar a aquello, y el padre
Bruni deslizó una mirada implorante sobre
Parnok.
Y yo, en vez de planchas, hubiera puesto en
las manos de las jovencitas Stradivarius tan
ligeros como estorninos, y les daría a cada
una un largo rollo de notas manuscritas.
Todo eso exigiría un mural. Entre las densas
nubes de vaho, la sotana del cura parecía la
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sotana de un abate director de orquesta. Seis
bocas redondas –boquiabiertas– no como los
agujeros de las rosquillas petersburguesas,
sino como las asombradas redolas del “Con-
cierto del Palazzo Pitti”.
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IV
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Rellenos de guata, pasaban los hombros-per-
chas, las chaquetas del rastro, invadidas de
caspa, las nucas irritantes y las orejas de
perro.
“Todos estos hombres son vendedores de
cepillos” –tuvo tiempo de pensar Parnok.
Ese extraño pandemónium que provocaba
náusea y contagio, se había originado en
algún lugar entre la calle Siennaia y el pasaje
Muchnoi, en la penumbra de droguerías y
curtidurías, en el vivero salvaje de la caspa,
las chinches y las orejas de soplillo.
“Huelen a entrañas podridas” –pensó
Parnok, y recordó de pronto una infausta
palabra: “tripas”. Sintió una ligera náusea al
pensar en la anciana que, días atrás, había
pedido “pulmones” en la carnicería, delante
de él; pero en realidad ese sentimiento de
zozobra era causado por el orden aterrador
que se imponía a aquella multitud.
Allí, la solidaridad mutua era ley: todos se
sentían responsables de la integridad y entre-
ga –en buen estado– de la percha cubierta de
caspa al vivero, a orillas del Fontanka. Si con
la exclamación más tímida alguien intentase
acudir en ayuda del poseedor del desdichado
cuello, aún más estimado que la cibelina o la
marta, lo hubieran inmediatamente conside-
rado sospechoso, lo hubieran declarado fuera
de la ley y lo hubiesen arrastrado al centro
del inhóspito cuadrado. El Miedo –tonelero
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pavoroso– era el artífice de aquella proce-
sión.
Salvaguardando el orden ceremonial, como
los chiitas durante la conmemoración del
Sahih Vahsé, las nucas–ciudadanas avanza-
ban ineluctablemente hacia el Fontanka.
Y Parnok, dando tumbos como una peonza,
bajó la mellada y herrumbrosa escalera sin
zaguán, dejando al dentista plantado y estu-
pefacto ante la fresa colgada como una cobra
dormida, repitiendo más allá de cualquier
reflexión:
– ¡Los botones están hechos con la sangre de
los animales!
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Seriozha, y también a los baños y al circo
Ciniselli; tú has vivido, buen hombre: ¡y eso
basta!
Parnok corrió en principio al taller del reloje-
ro. Éste, sentado como un corcovado Spi-
noza, examinaba con su pequeña lupa judía
unos resortes liliputienses.
– ¿Tiene teléfono? ¡Hay que avisar a la
policía!
¿Pero cómo un pobre relojero judío de la
calle Gorojovaia iba a tener teléfono? En cam-
bio, tenía hijas: tristes como muñecas de
mazapán, y también tenía hemorroides, y té
con limón, y asimismo deudas, pero no telé-
fono.
Parnok, tras haberse preparado a toda prisa
un cocktail de Rembrandt, de montaraz pin-
tura española y balbuceo de chicharras, y sin
tocar siquiera ese brebaje, reemprendió su
marcha.
Desplazándose por un lado de la acera, ade-
lantó a la imponente procesión de la justicia
sumaria y entró en una de las tiendas de
espejos que, como se sabe, están todas con-
centradas en la calle Gorojovaia. Los espejos
intercambiaban entre sí los reflejos de las
casas, que parecían ambigús; y allí, sobre
aquellas lisas superficies, en las embocaduras
de las calles ahora congeladas hormigueaba
una siniestra multitud, que parecía aún más
horrible y acusadora.
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El dueño de la tienda, protegiendo su inma-
culada firma desde 1881, receloso, le dio con
la puerta en las narices.
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ultrajantes. Sin venir a cuento, los niños
hicieron correr el rumor de que él era un
“quitamanchas”, es decir que conocía una
mezcla especial contra las manchas de grasa,
de tinta y otras; y, así, a escondidas de sus
madres, se hacían con toda suerte de trapos
viejos que llevaban al colegio, proponiéndole
después a Parnok con un aire inocente que
quitase, por favor, “esa mancha”.
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Petersburgo se declaró Nerón y se convirtió
en algo tan abyecto como si engullese un bre-
baje de moscas aplastadas.
Sin embargo, Parnok telefoneó desde la far-
macia, llamó a la policía, llamó al gobierno: al
Estado desaparecido, dormido como un
gobio.
Con el mismo resultado podía haber llamado
a Proserpina o a Perséfone, donde el teléfono
aún no ha sido instalado.
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del Ministerio de asuntos exteriores, Sección
griega.
Coros armónicos del teatro Mariinski.
Una vez más la griega con bigotes.
Y un desierto para los otros.
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El domingo barbizoniano discurría hacia el
cénit de la comida, abanicándose con perió-
dicos y servilletas, extendiendo sobre la hier-
ba crónicas y artículos que hablaban de actri-
ces minúsculas como alfileres.
Los invitados –luciendo amplios pantalones
y leonados chalecos de terciopelo– convergí-
an hacia las sombrillas barbizonianas. Y las
mujeres se sacudían las hormigas de sus rolli-
zos hombros.
Los abiertos vagones del tren se sometían de
mala manera al vapor y –separadas las corti-
nas–, jugaban a la lotería con el campo de
margaritas.
La locomotora, con cilindro y sus bielas de
polluelo, se sublevaba contra el peso de los
clacs y la muselina.
El camión de riego asperjaba la calle con una
red de cuerdas delgadas y frágiles.
Ya todo el aire parecía una inmensa estación
para rosas voluptuosas e impacientes.
Las negras hormigas, irisadas –como carní-
voros actores del teatro chino interpretando
una antigua pieza con verdugo–, se pavonea-
ban con sus patas de trementina y arrastra-
ban su botín de guerra –un cuerpo aún intac-
to–, balanceándose con su poderoso trasero
de ágata, como corceles saltando en la colina
entre nubes de polvo.
Parnok volvió en sí.
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Una rodaja de limón es como un billete para
Sicilia, hacia las rosas voluptuosas, donde
aquellos que enceran los suelos se mueven
como en una danza egipcia.
El ascensor no funciona.
Los mencheviques encargados de la defensa
entran en todas las casas para organizar la
guardia nocturna en los soportales.
¡Vivir es terrible y venturoso!
También él era como una pepita de limón
arrojada al azar en el granito petersburgués,
donde el vertiginoso vuelo crepuscular de la
noche se lo tragaría con un negro café turco.
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V
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El cabecilla, irritado, enmarañó toda la
urdimbre.
Los sordomudos desaparecieron bajo el arco
del Estado mayor general, sin dejar de tejer,
p e ro ya más sosegadamente, como si hubie-
ran enviado palomas mensajeras a todas
partes.
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La vid musical de Schubert está siempre
picoteada hasta las pepitas y azotada por el
vendaval.
Cuando cientos de faroleros con sus varas se
afanan por las calles, suspendiendo bemoles
en las herrumbrosas corcheas, consolidando
la veleta de los sostenidos y suprimiendo
paréntesis enteros de descarnados compases,
se trata, evidentemente, de Beethoven; pero
cuando –con sus estandartes a la cabeza–, la
caballería de las octavas y dieciseisavas en
sotanas de papel con emblemas ecuestres se
lanza al ataque, también es Beethoven.
Una página musical es una revolución en una
antigua ciudad alemana.
Niños de grandes cabezas. Estorninos.
Desenganchan la carroza del príncipe. Los
jugadores de ajedrez salen corriendo de los
cafés, blandiendo reinas y peones.
Alargando sus cabezas delicadas, he aquí tor-
tugas a la carrera: es Haendel.
Pero qué marciales son las páginas de Bach:
son brillantes guirnaldas de secos champi-
ñones.
Ahora bien, en la calle Sadovaia, cerca de la
catedral –Pokrov–, hay una torre. Durante las
heladas de enero, enarbolan en ese lugar las
señales para la formación de la tropa. No
lejos de ahí yo estudié música. Mi mano
debía plegarse al método Leszetycki.
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¡Cómo el perezoso Schumann cuelga sus
notas como ropa a secar mientras que abajo
pasan los italianos, presuntuosos; cómo los
pasajes más difíciles de Liszt, gesticulando
con sus muletas, arrastran y hacen tambalear
la escalera de incendios!
El piano es un animal doméstico apto para
los salones, dócil e inteligente, con una nudo-
sa carne enmaderada, de venas doradas y
huesos siempre inflamados. Lo cuidábamos
de los enfriamientos y lo alimentábamos con
sonatinas ligeras como espárragos...
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piel, que ha cambiado su escritura de golon-
drina –su naturaleza primera–, por los “vuel-
ve por Dios”, o “te echo de menos” y “te
beso” de canallas mal afeitados, que deletre-
an los textos de los telegramas en el cuello de
piel de su abrigo impregnado con su aliento.
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grito de “hollín”, “hollín”, sonaba como
“fuego”, “ardemos”; entonces, todos acudía-
mos presurosos a la estancia donde la lámpa-
ra estaba olvidada.
Después, nos quedábamos inmóviles, hacía-
mos aspavientos con las manos y husmeába-
mos el aire que bullía de filamentos oscuros
y vivos.
Castigábamos a la lámpara culpable bajándo-
le la mecha.
Luego abríamos raudos los postigos que el
frío fusilaba –como el champán– y, acto
seguido, la habitación era invadida por bigo-
tudas mariposas de hollín, que caían sobre
las mantas y almohadas, presagiando el cata-
rro y la fluxión de pecho.
– Ahí no se puede entrar porque está abierto
el postigo– decían mi madre y la abuela.
Pero él –el frío prohibido– huesped maravi-
lloso de los espacios diftéricos, conseguía
penetrar por el agujero de la cerradura.
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Hizo un débil y suplicante movimiento con
la mano, dejó caer un trozo de papel secante
espolvoreado y se sentó en un guardacantón.
Recordó sus poco gloriosos triunfos, sus ver-
gonzosas citas, sus largas esperas en las
calles, los auriculares de teléfono de las cer-
vecerías, tan aterradores como pinzas de can-
grejo... Los números de teléfono fuera de uso,
inservibles...
El fastuoso tintineo de la calesa se disolvió en
la calma, sospechoso como una plegaria de
coracero.
¿Qué hacer? ¿A quién lamentarse? ¿A qué
serafines confiar su tímida y pequeña alma
de concierto, que pertenecía al paraíso color
frambuesa de los contrabajos y bordones?
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tra montones de vajilla, tinteros y retratos
f a m i l i a res en una habitación oscura, ese
pequeño gránulo se llamaba honor.
Un día, barbudos literatos vistiendo anchos
pantalones subieron al palomar de un fotó-
grafo y se hicieron fotografiar con un exce-
lente daguerrotipo. Cinco de ellos estaban
sentados, y cuatro de pie, tras los respaldos
de las sillas de nogal. Delante de ellos, había
un muchacho que vestía dolmán y una niña
con bucles; un gatito iba de acá para allá a los
pies del grupo. Lo arrojaron fuera. Todos los
rostros reflejaban una profunda inquietud:
¿cuánto vale actualmente una libra de carne
de elefante?
Por la noche, en la dacha de Pavlovsk, aque-
llos señores literatos maltrataron a un desdi-
chado mozalbete llamado Hyppolito. Y ni
siquiera pudo leerles su pequeño cuaderno
cuadriculado. ¡Otro que se creía Rousseau!
No veían ni comprendían la ciudad maravi-
llosa de puras líneas de velero.
Ahora bien, el demonio del escándalo se ins-
taló en una casa de la calle Raziezhaia, colo-
cando en la puerta una placa de cobre con el
nombre de un abogado –la casa aún hoy per-
manece inviolable, como un museo, como la
casa de Pushkin–; dormitaba en los sillones,
deambulaba por los vestíbulos –la gente que
vive bajo el signo del escándalo nunca sabe
retirarse a tiempo–: importunaba a los demás
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con súplicas, prolongaba las despedidas y
metía el pie en chanclos ajenos.
¡Señores literatos! Las zapatillas les pertene-
cen a las bailarinas y los chanclos os pertene-
cen a vosotros. Aceptadlos, cambiadlos: es
vuestro baile. El que se baila en oscuras ante-
salas, con una expresa condición: la falta de
respeto por el dueño de la casa. Veinte años
de semejante baile representan una época;
cuarenta, la historia... Es vuestro derecho.
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edad, derrama la leche –debe ser leche de
almendras.
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Las calles brumosas con sus luces daban
vueltas como un carrusel.
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VI
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– Basura en el suelo... El simún... los árabes...
“Simón, pian piano llegó lejos” ...
Petersburgo, ¡tú respondes por tu pobre hijo!
De todo este caos, de este lamentable amor
por la música, de cada migaja residual del
envoltorio de caramelo de la corista de
Palacio, tú eres responsable, tú: ¡Petersburgo!
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En las casas judías reina un melancólico y eri-
zado silencio.
Un silencio tejido por las conversaciones
entre el péndulo, las migas de pan en el man-
tel de hule y los portavasos de plata.
La tía Vera venía a comer y traía con ella a su
padre, el anciano Pergament. A espaldas de
la tía Vera se levantaba el mito de la ruina de
Pergament. Él había sido dueño de una casa
de cuarenta habitaciones en la calle Kresh-
chatik, en Kiev. “Una casa que era el cuerno
de la abundancia”. En esa calle y al pie de la
casa de las cuarenta habitaciones piafaban los
caballos de Pergament. Y el mismo Perga-
ment vivía de aquella renta.
La tía Vera era luterana y cantaba con sus
c o r re l i g i o n a r i a s en el rojo templo de la
Moika. Emanaba de ella esa frialdad distinti-
va de una dama de compañía, de una lectora
y una hermana de la caridad: esa extraña
especie de seres hostilmente ligados a las
vidas ajenas. Sus finos labios luteranos juz-
gaban nuestra manera de vivir y sus bucles
de vieja solterona se movían sobre el plato de
caldo de pollo con una ligera desaprobación.
Tan pronto como la tía Vera aparecía por
nuestra casa, empezaba maquinalmente a
compartir nuestra zozobra y a ofrecer sus ser-
vicios de cruz-roja, como si desenrrollara una
venda de gasa y deplegase la serpentina de
un invisible vendaje.
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Los carruajes avanzaban por la ruta asfaltada
y las chaquetas que los hombres sólo se poní-
an en domingo se inflaban como la chapa.
Los carruajes pasaban de lago en lago, olien-
do el alcohol y el queso blanco, y los kilóme-
tros saltaban como guisantes. Los carruajes
avanzaban raudos, veintiuno y todavía cua-
t ro: repletos de ancianas con pañoletas
negras y faldas de paño, rígidas como la hoja-
lata. Había que cantar salmos en el templo
con veletas, beber café negro mezclado con
alcohol puro y regresar a la casa por el mismo
camino.
Un joven cuervo ahuecó sus alas:
– Les rogamos que asistan a nuestro entierro.
– No es así como se invita –balbució un
gorrión del parque Mon Repos.
Intervinieron entonces unos cuervos enfla-
quecidos, de azulosas plumas ya endurecidas
por la vejez:
– Karl y Amalia Blomkvist comunican a sus
familiares y amigos la muerte de su bienama-
da hija Elsa.
– Eso es otra cosa –balbució el gorrión del
parque Mon Repos.
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Las orejeras provocaban un bordoneo en la
cabeza y un poco de sordera. Para respon-
derle a alguien, había que desatar primero las
molestas cintas anudadas bajo la barbilla.
Daba vueltas en su pesada armadura inver-
nal como un pequeño caballero, sordo a su
propia voz.
Su primera sensación de aislamiento, tanto
de los hombres como de sí mismo, y, quién
sabe, tal vez el primer y dulce murmullo pre-
esclerótico –aún débil, de la sangre de sus
siete años–, amortiguado por las prendas
esponjosas, se debía a las orejeras; y, enton-
ces, el pequeño Beethoven de seis años, con
sus polainas guateadas, asediado por la sor-
dez, era empujado a la escalera.
En aquellos momentos tenía ganas de vol-
verse y gritar: “También la cocinera es
sorda.”
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Nunca entraron en la tienda de flores de
Eilers.
No lejos de allí ejercía la doctora Strashuner.
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VII
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gran importancia a la sonrisa de la bailarina:
la consideran complementaria del movi-
miento, explicando el salto y el vuelo. Pero en
ocasiones, un párpado entornado ve más que
el ojo, y el mapa de arrugas de un rostro
humano mira como un tropel de ciegos.
Entonces, el sastre de elegante porcelana se
agita como un azogado, como un presidiario
huido y golpeado por sus compañeros, como
un balnearista escaldado, como un ladrón de
mercado dispuesto a lanzar su último grito,
irrefutable y convincente.
En mi comprensión de Mervis, se sucedían
distintos tipos: el de un sátiro griego, o tam-
bién de un desdichado citarista, y, en ocasio-
nes, bajo la máscara de un actor de Eurí-
pides; en otras: de un presidiario torturado
con el torso desnudo y cuerpo sudoroso, de
vagabundo ruso o epiléptico.
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Los libros se funden como carámbanos lleva-
dos a la habitación. Todo disminuye. Cual-
quier cosa me parece un libro. ¿Cuál es la
diferencia entre un libro y un objeto? No
conozco la vida: me la sustituyeron en esa
lejana época en que desvelé el rumor del
arsénico en los dientes de la amante francesa
de negros cabellos, aquella pequeña hermana
de nuestra orgullosa Anna.
Todo disminuye. Todo se funde. Goethe tam-
bién se funde. Se nos ha concedido un breve
lapso de tiempo. Congelada como el hielo de
los aleros, la empuñadura de la frágil y exan-
güe espada enfría la palma de la mano.
Sin embargo, como el acero asesino de los
patines “Nurmis” que antaño se deslizaban
sobre el hielo azuloso y lleno de pústulas, el
pensamiento no se ha embotado.
Atados así a las informes botas de los niños,
los patines se confunden con las abarcas ame-
ricanas de cordones –navajas de frescor y
juventud– y los viejos zapatos portadores de
un peso feliz se metamorfosean en soberbias
escamas de dragón sin nombre ni precio.
Resulta cada vez más difícil hojear las pági-
nas del gélido libro –toscamente encuaderna-
do– a la luz de las lámparas de petróleo.
A vosotros os lo digo, depósitos de madera
–negras bibliotecas de la ciudad–: todavía
leeremos, todavía seguiremos mirando.
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En alguna parte de la calle Podiacheskaia se
hallaba esa inolvidable biblioteca de la que
salían paquetes –hacia las dachas–, de peque-
ños tomos marrones de autores rusos y
extranjeros, de contagiosas páginas que se
señalaban con un marcador de seda.
Jovencitas poco agraciadas elegían los libros
de los estantes. Unas se llevaban en primer
lugar a Bourget, otras a Georges Ohnet, y las
terceras una pizca de ese cóctel literario.
Enfrente, había un puesto de bomberos con
las puertas herméticamente cerradas y una
campanilla bajo una especie de sombrero de
champiñón.
Algunas páginas se rajaban como una binza
de cebolla.
En ellas vivían la rubeola, la escarlatina y la
varicela.
En la encuadernación de esos libros de vera-
neo –en ocasiones olvidados en la misma
playa–, se impregnaban las doradas escamas
de la arena marina que, incluso aún sacu-
diéndolas, siempre aparecían.
A veces caía del libro la pequeña estrella góti-
ca de un helecho, aplastada y marchita, y,
otras, una flor nórdica momificada y sin
nombre.
Los incendios y los libros tienen su por qué.
Todavía veremos, todavía leeremos.
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“Unos minutos antes de que comenzara la
agonía, la alarma de los bomberos retumbó
en la perspectiva Nevski. Todos corrieron
hacia las ventanas ya empañadas, y, durante
unos instantes Angelina Bosio –oriunda del
Piamonte, hija de un pobre cómico ambu-
lante, basso comico– fue abandonada a su
suerte.
“Las florituras marciales de las trompetas de
los bomberos –como insólito prólogo de una
desgracia ineluctablemente vencedora–,
penetraron en el dormitorio mal ventilado de
la casa Demidov. Los percherones arrastra-
ban con estruendo los toneles, carros y esca-
leras desaparecieron entre el pandemónium
y la llama de las antorchas lamió los cristales.
Pero en la oscura conciencia de la agónica
cantante, aquella barahúnda de ruidos oficia-
les y delirantes, aquel frenético galope de
cascos y pellizas de cordero, aquel zurriburri
de sonidos se transformó en un preludio a
una obertura orquestal. En sus oídos caren-
tes de belleza, sonaron nítidamente los últi-
mos compases de la obertura de “Duo
Foscari”, su debut en la ópera de Londres...
“Ella se irguió y cantó lo que debía cantar:
pero ya no tenía aquella voz suavemente
metálica, flexible, que le había dado días de
gloria y que tanto elogiaban los periódicos,
sino una voz de pecho mal afinada: el timbre
de sus quince años, cuando el pro f e s o r
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Cattaneo la amonestaba por su incorrecta
cadencia que era incapaz de dominar.
“Adiós, Traviata, Rosina, Zerlina...”
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VIII
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se: se tranquilizaría, y sería como todo el
mundo; quizá incluso llegara a casarse...
Entonces ya nadie se atrevería a llamarle
“joven”. Y dejaría de besar las manos de las
damas: ¡ya estaba bien! Aquellas malditas se
creían un Trianón... No importa qué pelan-
dusca, adefesio o gata perdida metiese su
pata bajo sus labios, pues él, por costumbre
inmemorial, la besaba. ¡Basta! Hay que aca-
bar con esa juventud de perro. Artur
Yakovlevich Hofman ha prometido nombrar-
le dragomán, aunque fuera en Grecia.
Después, ya veremos. Se mandará hacer una
nueva levita, le pedirá explicaciones al capi-
tán de caballería Krzyrzanowski y le haría
ver de qué madera él estaba hecho.
Sin embargo, algo fallaba: no tenía genealo-
gía. Ni dónde conseguirla; no tenía y eso era
todo. Por toda familia, sólo tenía a la tía
Johanna. Una enana. La emperatriz Anna
Leopoldovna. Hablaba el ruso de cualquier
manera, como si Biron fuese su compadre y
hermano. Tenía las manos tan cortas que era
incapaz de abrocharse nada sola. Comparán-
dola con ella, su sirvienta Anushka era una
Psique.
Con un parentesco así, no se puede ir muy
lejos. Además, ¿qué quiere decir eso, sin
p a rentesco? –permitidme, ¿cómo puede
ser?–: esos parientes existen. ¿Y el capitán
Goliadkin? ¿Y los asesores colegiados a quie-
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nes “Dios podía haber concedido un poco
más de inteligencia y dinero”? Todos esos
seres que eran arrojados escaleras abajo en
los años cuarenta y cincuenta, ofendidos y
humillados por todos esos farfulleros arropa-
dos en sus pellizas con sus guantes bien lim-
pios, todos aquellos que no viven, pero se
pavonean por las calles Sadovaia y
Podiacheskaia, con casas construidas como
rugosas tabletas de pétreo chocolate, y que
mascullan entre dientes: “¿Cómo es posible?
¿Sin un kopek y ha hecho estudios?”
Basta con arrancar la película que cubre el
aire de Petersburgo para que sus entrañas
queden al desnudo. Bajo el velino edredón de
cisne del malecón Gagarín, bajo las nubes del
malecón Tuchkov y los restoranes franceses
de esos agonizantes muelles, bajo los rever-
berantes espejos de las casas señoriales y ple-
beyas, descubriremos entonces algo total-
mente inesperado.
Pero la pluma que levantará ese velo –como
la cucharilla del doctor– está contaminada
por un virus de difteria. Será mejor dejarlo
así.
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no soy nadie, no queda nada de mí.
¡Disculpad!
– Soy el príncipe de la mala suerte, asesor
colegial de la ciudad de Tebas... Todo es pare-
cido, nada ha cambiado –¡ay!– pero aquí
tengo miedo. Disculpadme...
– No soy nada. Una bagatela. Le pediré a las
malditas piedras un kopek de cuscús egipcio,
un kopek de cuello de muchacha.
– No se preocupen, yo pagaré –disculpadme.
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Los cabriolés atravesaban los campos neva-
dos. Un cielo policíaco, bajo y plomizo, pen-
día sobre la tierra filtrando mezquinamente
la luz ambarina y –¿por qué? –ignominiosa.
Me metieron en el cabriolé de una familia
extraña. Un joven judío contaba novísimos
billetes de cien rublos que desprendían un
crujido invernal.
– ¿A dónde vamos? –le pregunté a una vieja
arropada en un chal de gitana.
– A Villa Frambuesa –respondió, con una
tristeza tan lacerante que mi corazón se opri-
mió con un mal presentimiento.
Hurgando en un hatillo de rayas, la anciana
sacó cubiertos de plata, telas y zapatos de
raso.
Las tétricas carrozas de la boda seguían pro-
longando su incursión, balanceándose como
contrabajos.
Allí viajaban el comerciante en maderas
Abrasha Kopelianski –que padecía una angi-
na de pecho–, su tía Johanna, rabinos y fotó-
grafos. El viejo profesor de música llevaba
sobre sus rodillas un teclado mudo. Un gallo,
destinado al sacrificio, se agitaba bajo la pelli-
za de castor de un anciano.
– ¡Mirad! –exclamó alguien asomándose a la
ventanilla–: ¡esto es Villa Frambuesa!
Sin embargo, no se veía allí el menor rastro
de villa alguna. Pero en medio de la nieve
crecía un frambueso sarmentoso y tupido.
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– ¡Es un frambueso! –exclamé loco de alegría,
y corrí con los demás, llenando mi calzado de
nieve. En algún momento se me desató una
bota y, entonces, un sentimiento de inmensa
culpabilidad y desorden se apoderó de mí.
Después me llevaron a una odiosa habitación
varsoviana donde me obligaron a beber agua
y comer cebolla.
Me había inclinado para hacer un doble nudo
en mi bota y ponerlo todo en orden, pero fue
en vano. Me resultó imposible reparar o
modificar algo: todo ocurría al revés, como a
menudo sucede en los sueños.
Tiré por los suelos unos edredones que no
eran nuestros y salí corriendo al jard í n
Tavricheski llevándome mi juguete preferido
de niño: un candelabro vacío, profusamente
cubierto de cera y al que entonces le fui qui-
tando su blanca corteza, tan suave como un
velo de novia.
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¿Conocéis ese estado? Es como si todas las
cosas tuviesen fiebre, cuando están a la vez
felizmente despiertas y enfermas: los obstá-
culos en las calles, los carteles desgarrados,
los pianos amontonados en el depósito como
un inteligente rebaño sin pastor, nacido para
éxtasis de sonatas y agua hervida...
Confieso que, entonces, no soporto más la
cuarentena, y avanzo orgullosamente, rom-
piendo los termómetros, por el contagioso
laberinto, tapizado de oraciones subordina-
das como si se tratase de alegres compras
debidas al azar... y vuelan al morral entrea-
bierto las codornices asadas, inocentes, como
la plástica de los primeros siglos del cristia-
nismo, y el kalach, el sencillo kalach del que
ya no se me oculta que fue imaginado por un
panadero como una lira rusa de áfona masa.
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La canción boga a nivel de las relucientes
ventanas de los entresuelos, sobre la pelam-
bre y las cegadas testas de los caballos, como
si la misma sotnia bogase sobre un diafrag-
ma, confiando más en él que en las botas y las
espuelas.
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tiempo y el espacio: pues ellos participan del
mismo como un fieltro enrollado en una
jaima de kirguises nómadas. El miedo desen-
gancha los caballos cuando hay que partir y
nos envía sueños de techos irracionalmente
bajos.
En lo más lejano de mi conciencia se albergan
dos o tres solitarias palabras: “he aquí”, “ya”,
“súbitamente”; las mismas van y vienen de
un vagón a otro en el tren de Sebastopol,
débilmente iluminado, se detienen en las pla-
taformas de los topes, tropiezan unas con
otras y después se separan como dos ruido-
sas sartenes.
El ferrocarril ha modificado todas las orienta-
ciones, todas las construcciones, todo el
ritmo de nuestra prosa. Acabó sometiéndola
por completo al loco mascullar del pequeño
mujik francés de Anna Karenina. La prosa
ferroviaria, como la andorga de ese hombre-
cillo anunciador de muerte, está llena de ins-
trumentos ad hoc, de piezas delirantes, de
preposiciones de oropel que estarían mejor
sobre la mesa de las pruebas judiciales, pues
está despojada de cualquier preocupación de
belleza y rotundidad.
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desvergonzada– y enrollando en su devoran-
te rasero las seiscientas nueve verstas de la
línea Nikolai con las pequeñas garrafas de
vodka empañada.
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va a correr el protagonista de esta novela. Ni el
protagonista de la novela ni el mismo autor con-
forman el núcleo de la obra, sino el mundo que se
hace pedazos, el mundo ilusorio visto con ojos de
pájaro, según la expresión del mismo Mandelsh-
tam.
La misma suerte que el protagonista de la novela
corre la cantantante italiana A. Bosio (1824-1859),
que muere en Petersburgo de un constipado
durante su gira artística.
La obra transcurre durante el verano de 1917, en
la ciudad de Petersburgo, pero no en los mismos
lugares que en El rumor del tiempo. Los aconteci-
mientos principales se desarrollan cerca del
Fontanka (allí donde antaño vivió Dostoievski),
que divide al resto de la ciudad de su centro. Sin
embargo, el mismo Parnok vive alejado del cen-
tro, en la Kamenoostrovskaia, de edificios nue-
vos, que aún carecen de cualquier historia; en
1917 vivió ahí el mismo Mandelshtam.
La familia de Parnok parece ser un calco de la
familia V. Ya. Parnaj (1891-1951), poeta de van-
guardia de la escuela parisina, músico, bailarín y
teórico de la danza, vecino de Mandelshtam (su
hermana, también poeta, utilizaba el seudónimo
de S. Parnok).
En la novela aparecen personajes reales, conoci-
dos y familiares de los Mandelshtam; por ejem-
plo, Gueshka Rabinovich –el agente de seguros–,
un conocido de la juventud de Mandelshtam, la
tía Vera Pergament, pianista y pariente de la
madre del poeta, el padre Bruni, hermano del
pintor A. L. Bruni, también poeta y músico.
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En la novela se mencionan también objetos y
cosas típicas de la época: el jabón Rallié, el pachu -
lí, las rosquillas de mazapán, el piksaphone, etc...
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