Está en la página 1de 75

OSIP MANDELSHTAM

EL SELLO EGIPCIO
Traducción:
Jorge Segovia y Violetta Beck

MALDOROR ediciones
Maldoror ediciones agradece la inestimable colaboración
aportada por la eslavista Stanisława MACIEJEWICZ
para el buen fin de esta traducción de El sello egipcio,
de Osip Mandelshtam.

La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada


por los editores, viola derechos de copyright.
Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:


Eguipetskaia marka
Izdatelstvo Ripol Klassik, Moskva 2002

© Primera edición: 2008


© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck


Depósito legal: VG–44–2007
ISBN 10: 84–934956–4–6
ISBN 13: 978–84–934956–4–0
MALDOROR ediciones, 2008
maldoror_ediciones@hotmail.com
maldoror@maldororediciones.eu
www.maldororediciones.eu
EL SELLO EGIPCIO
No me gustan los manuscritos enrollados.
Algunos son pesados y están cubiertos
por la pátina del tiempo,
como la trompeta del arcángel.
I

a criada polaca había ido a la iglesia


Quarengui para chismorrear y rezar
a la Virgen.
Aquella noche soñé con un chino que lleva-
ba al cuello –como si de un collar de perd i-
ces se tratara–, una sarta de pequeños tale-
gos, y también con un duelo al modo ameri-
cano, donde los adversarios disparaban sus
pistolas contra montones de vajilla, tinteros
y retratos familiares.
Familia, te ofrezco un emblema: un vaso de
agua hervida. Con el sabor cauchutado del
agua hervida petersburguesa bebo la yugula-
da inmortalidad doméstica. La fuerza centrí-
fuga del tiempo ha dispersado nuestras sillas
vienesas y nuestros platos holandeses decora-
dos con pequeñas flores azules. Nada ha que-
dado. Han transcurrido treinta años como un
lento incendio. Durante treinta años, la llama
fría y pálida ha lamido el reverso de los espe-
jos con las etiquetas de ordenanza. Pero
¿cómo separarme de ti, amado Egipto de las
cosas? De la evidente inmortalidad del come-
dor, del dormitorio, del gabinete. ¿Cómo
expiar mi falta? Quieres unValhalla: ahí están
los depósitos Kokorevski. ¡A guardarlas allí!

——————————————7———————————————
Imbuidos de miedo, los mozos de cuerda
levantan el piano de cola Mignon, semejante
a un negro meteorito barnizado y caído del
cielo. Las esteras se extienden como casullas
sacerdotales. En las escaleras, el espejo boga
de través, maniobrando en los rellanos con
toda su altura de palmera.
Por la tarde, Parnok había colgado su levita
en el respaldo de la silla vienesa; por la
noche, hombros y sisas debían descansar,
dormir un dulce sueño de cheviot. Sobre la
silla vienesa, quién sabe, ¿tal vez la levita
hace cabriolas, rejuvenece, en una palabra: se
divierte?... Amiga invertebrada de los jóve-
nes, echa de menos el tríptico de espejos del
sastre del entresuelo... En la prueba es un
simple saco: ni completamente una coraza de
caballero, ni siquiera un dudoso chaleco que
el sastre-artista esbozará y marcará con tiza
antes de insuflarle vida y movimiento:
– ¡Ve, hermosa mía, y vive! ¡Lúcete en los
conciertos, pronuncia discursos, ama y extra-
víate!
– Ah Mervis, Mervis, ¡qué has hecho! ¿Por
qué privaste a Parnok de su envoltorio terre-
nal, por qué lo has separado de su bienama-
da hermana?

– ¿Duerme?
– Duerme... ¡El canalla! ¡Lástima de malgas-
tar luz en él!

——————————————8———————————————
Los últimos granos de café desaparecieron en
el cráter del molino–organillo.
El rapto se llevó a cabo.
Mervis la raptó como a una Sabina.

Nosotros contamos por años, pero en reali-


dad, en cualquier casa de Kamenoostrovski,
el tiempo se dividía en dinastías y siglos.
El ajetreo de una casa es siempre algo fastuo-
so. Los límites de la vida son ahí infinitos:
desde el aprendizaje del alfabeto gótico ale-
mán hasta el dorado tocino de las empanadi-
llas universitarias.
El vanidoso y susceptible olor de la bencina
y el viscoso olor del buen petróleo defienden
la casa, vulnerable por la cocina, donde
irrumpen los sirvientes con catapultas de
leña. Los paños del polvo y los cepillos
calientan su blanca sangre.
Al principio, había un tablero y el mapa de
los hemisferios de Ilin.
Parnok buscaba ahí un consuelo. El papel de
tela irrompible le tranquilizaba. Siguiendo el
rastro de los océanos y continentes con el
mango de la pluma, componía itinerarios de
viajes fabulosos, al mismo tiempo que com-
paraba el contorno aéreo de la Europa aria
con la estúpida bota de África y la inexpresi-
va Australia. Encontraba también un cierto
picante en América del Sur, a partir de la
Patagonia.

——————————————9———————————————
Ese respeto por el mapa de Ilin lo llevaba
Parnok en la sangre desde los tiempos inme-
moriales en que se imaginaba que los hemis-
ferios de ocre y aguamarina, semejantes a dos
encantadas burbujas aprisionadas en la red
de las latitudes, estaban encargados de una
misión concreta por la cancillería ardiente de
las mismas entrañas de la tierra, y que –como
píldoras nutritivas–, encerraban en ellos un
concentrado de espacio y distancia.

Q u i z á s e a con el mismo sentimiento como


la cantante de la e s c u e l a i t a l i a n a, que se
dispone a emprender una gira por la aún
joven América, re c o r re con su voz la carta
g e o g r áfica, mide el o c é a n o con su timbre
metálico, comprueba el incierto pulso de las
máquinas del t r a n s a t l á n t i c o con sus trinos
y t r é m o l os...
En la retina de sus pupilas zozobran esas
mismas dos Américas, semejantes a dos car-
tapacios verdes, comprendiendo Washing-
ton y el Amazonas. Con la primera nieve
marina y salada, renueva el mapa geográfico
interrogando al futuro hecho de dólares y
billetes de cien rublos con su arrugamiento
invernal.
Los años cincuenta la han defraudado.
Ningún bel canto puede embellecerlos. En
todas partes el mismo cielo bajo, pesado
como un techo, idénticas salas de lectura

——————————————10———————————————
ahumadas, como idénticos son los astiles del
“Times” y “Vedomosti”, a media asta en el
corazón del siglo. Y, finalmente, Rusia...
Sus oídos serán cosquilleados por el indolen-
te murmullo de las sibilantes rusas. Su boca
se arqueará hasta las orejas al oír el increíble,
el inexpresable sonido “bl”.
Después, los caballeros de la Guardia real se
reunirán para el oficio de los muertos en la
iglesia Quarengui. Dorados carroñeros pico-
tearán inmisericordes a la cantante católica
romana.
¡En qué ligias alturas la han colocado! ¿Acaso
esto es verdaderamente la muerte? Ni siquie-
ra la muerte se atrevería a respirar en presen-
cia del cuerpo diplomático.
– ¡La hemos colmado de penachos, de gen-
darmes, de Mozart!
Fue entonces cuando acudieron a su mente
los delirantes personajes de las novelas de
Balzac y Stendhal: partidos a la conquista de
París, los jóvenes limpiaban sus zapatos con
un pañuelo a la entrada de los hoteles parti-
culares ...y Parnok, ay, fue en busca de su
levita.
El sastre Mervis vivía en la calle Monetnaia,
muy cerca del liceo; pero ¿trabajaba para los
liceístas? –esa es la pregunta; más bien esto se
sobreentendía, igual que el pescador del Rhin
pesca truchas y no cualquier cosa. Sin embar-
go, parecía evidente que en la cabeza de

——————————————11———————————————
Mervis no sólo había preocupaciones de sas-
tre, sino también algo mucho más importan-
te. No en vano sus familiares acudían desde
lugares lejanos, y, entonces, el cliente retroce-
día, consternado y arrepentido.
– ¿Quién le dará a mis hijos un trozo de pan
con mantequilla? –dijo Mervis haciendo un
movimiento con la mano como para cortar
mantequilla, y, en la limpia atmósfera de la
casa del sastre, Parnok tuvo la sensación de
ver no sólo la mantequilla moldeada en
forma de pequeñas estrellas o húmedos péta-
los, sino también como manojos de rábano.
Después, Mervis encauzó sutilmente la con-
versación hacia el abogado Gruzenberg que
le había encargado, en enero, un uniforme de
senador, y, acto seguido y sin razón aparente,
le dijo que había regañado a su hijo Arón
–alumno del Conservatorio–, por una nimie-
dad, acabó por embrollarse, se azoró y buscó
refugio tras el tabique.
– Qué hacer –se preguntó Parnok–: tal vez
sea así, quizá esa levita ya no existe y verda-
deramente la haya vendido como dice para
pagar el cheviot.

Además, cuando uno lo piensa, a Mervis no


se le da bien el corte de levita: se inclina por
la chaqueta que le resulta evidentemente más
familiar.

——————————————12———————————————
Lucien de Rubempré vestía ropa interior de
tela vasta y un traje mal cortado, hecho por el
sastre del pueblo; comía castañas por la calle
y tenía miedo de los porteros. Un día de buen
augurio se afeitó, y de la espuma del jabón
nació su futuro.
Parnok estaba solo, olvidado por el sastre
Mervis y su familia. Su mirada cayó sobre el
tabique tras el cual se dejaba oír una voz
femenina de contralto, de resonancia judía,
lánguida y metálica. Aquel tabique cubierto
de imágenes re p resentaba un iconostasio
bastante insólito.

Se veía allí a Pushkin con una pelliza de piel


y un rostro grotesco, a quien unos individuos
que parecían enterradores sacaban de un
estrecho carruaje como una garita y, sin
hacer el menor caso del sorprendido cochero
con gorro de metropolitano, se disponían a
arrojarlo bajo un porche. A su lado, el piloto
Santos Dumont, vestido a la moda del siglo
XIX –con chaqueta de doble botonadura y
adornos–, proyectado al límite de las fuerzas
naturales de la barquilla terrestre, pendía de
una cuerda y recordaba a un cóndor en pleno
vuelo. Más lejos, había unos holandeses
sobre zancos, que recorrían su pequeño país
como grullas.

——————————————13———————————————
II

os lugares donde los petersburgueses


se dan cita no son muchos. Están san-
tificados por el tiempo, el verdor
marino del cielo y el Neva. Podrían señalarse
con pequeñas cruces sobre el plano de la ciu-
dad, entre frondosos jardines y calles acarto-
nadas. Quizá cambien en el transcurso de la
historia, pero antes del fin, cuando la tempe-
ratura de la época alcanzaba los treinta y
siete con tres, y la vida se dejaba llevar por
un engañoso espejismo –como un coche de
bomberos atronando en medio de la noche a
lo largo de la blanca perspectiva Nevski–,
podían contarse con los dedos de la mano:
En primer lugar, el pabellón estilo Imperio
del Jardín de los ingenieros, donde a un
extraño incluso le daba vergüenza asomar la
cabeza, para no tener que verse mezclado en
asuntos ajenos y no sentirse obligado a cantar
de punta en blanco una aria italiana. En
segundo, las esfinges tebanas frente al edifi-
cio de la Universidad. Tercero, la deplorable
arcada de un extremo de la calle Galernaia,
que ni siquiera era capaz de ofrecer un refu-
gio contra la lluvia. En cuarto lugar, un breve
sendero lateral del Jardín de verano, del que

——————————————15———————————————
he olvidado el emplazamiento pero que cual-
quier persona un poco al corriente podría
indicar sin dificultad. Y eso es todo. Sólo los
chiflados se citaban al pie del Jinete de
Bronce o la Columna de Alejandro.

En Petersburgo vivía un hombrecillo que lle-


vaba zapatos de charol y que era desprecia-
do, a la vez, por los porteros y las mujeres. Se
llamaba Parnok. Al comienzo de la primave-
ra, salía corriendo a las calles y pataleaba
sobre las aceras, aún húmedas, con sus pezu-
ñas de cordero.
Quería ser dragomán en el Ministerio de
asuntos exteriores, persuadir a Grecia de lle-
var a cabo una acción arriesgada y escribir un
memorándum.
Recordaba el siguiente acontecimiento ocu-
rrido en febrero:
Llevaban a la almazara inmensos bloques de
hielo arrancado de las profundidades. El
hielo estaba geométricamente entero y en
buen estado, y no le había afectado ni la
muerte ni la primavera. Pero en el último tri-
neo bogaba una esbelta rama de pino, de un
intenso verdegay, engastada en su lecho azu-
loso, como una joven griega en un ataúd
abierto. El negro azúcar de la nieve cedía bajo
los pasos, pero los árboles se alzaban aún en
las tibias lúnulas de tierra deshelada.

——————————————16———————————————
Una parábola salvaje unía a Parnok con los
fastuosos espacios de la historia y la música.
– Te echarán algún día, Parnok: será un terri-
ble escándalo, te pondrán vergonzosamente
en la puerta, te cogerán por el brazo y ¡largo!,
del concierto sinfónico, de la sociedad de afi-
cionados y defensores de la última palabra,
del escogido círculo musical de las chicha-
rras, del salón de madame Perepletnik, impo-
sible saber de dónde más, pero te echarán, te
difamarán, te cubrirán de vergüenza...
Parnok tenía recuerdos engañosos: creía, por
ejemplo, que antaño, cuando aún no era más
que un chiquillo, había entrado en una sun-
tuosa sala de conferencias y había encendido
la luz. Los racimos de las lámparas y las
innumerables bujías con colgantes de cristal
se despertaron tan súbitamente como una
colmena dormida. La electricidad desplegó
un torrente tan pavoroso que sus ojos se
resintieron, y, entonces, comenzó a llorar.
Ciega y egoísta luz querida.
Le gustaban los depósitos de madera y los
haces de leña. En invierno, el leño seco debía
ser ligero, hueco y sonoro. Y el abedul tener
una corteza de un amarillo limón y no pesar
más que un pez helado. Sentía el leño en sus
manos como algo vivo.
Desde su infancia, se aferraba con toda su
alma a todo aquello que era inútil, metamor-
foseando en acontecimientos el balbuceo del

——————————————17———————————————
tranvía de la vida, y, cuando comenzó a ena-
morarse trató de contarle todo eso a las muje-
res; pero no le comprendieron, y, así, para
vengarse, empleaba con ellas un lenguaje de
pájaro, salvaje y ampuloso, con el fin de no
hablar más que de cosas elevadas.

A S h a p i ro le llamaban “Nikolai Davidich” .


No se sabe de dónde le venía ese Nikolai,
pero aquella alianza con David nos maravi-
llaba. Yo imaginaba que Davidovich, es decir,
el mismo Shapiro, con la c a b e z a hundida
entre los hombros, se i n c l i n a b a una y otra
v e z ante un tal Nikolai y le pedía dinero
prestado.
Shapiro dependía de mi padre. Permanecía
largas horas en el absurdo despacho con la
copiadora y el sillón “style russe”. Se decía
de Shapiro que era honrado y “un pobre dia-
blo”. No sé por qué, yo estaba persuadido de
que las “pobres gentes” nunca gastaban más
de tres rublos y no tenían más remedio que
vivir en el barrio de Pieski. Nikolai Davidich
tenía una cabeza grande y era, a la vez, un
huésped amable y hosco; se frotaba las
manos sin cesar y sonreía culpablemente
como un lacayo a quien se le ha permitido
entrar en el salón. Olía a taller de costura y a
plancha.
Yo sabía –sin duda alguna– que Shapiro era
honrado, y, contento de ello, deseaba en

——————————————18———————————————
secreto que nadie se atreviese a serlo excepto
él. En la escala social, por debajo de Shapiro
sólo estaban los recaderos, esos mozos que
eran enviados al banco y a la casa de Kaplan.
Shapiro se comunicaba –a través de ellos–
con el banco y con Kaplan.
Sentía cariño por Shapiro porque él necesita-
ba de mi padre. El barrio de Pieski donde
vivía era un Sáhara que rodeaba el taller de
costura de su mujer. Sentía vértigo cuando
pensaba que había gente que dependía de él.
Temía que se levantase de pronto un huracán
sobre Pieski y arrastrara como una pluma,
como tres rublos, a su mujer –la costurera–, a
su única empleada y a los hijos con abcesos
en la garganta...
Por la noche, al quedarme dormido en mi
cama de suaves resortes, a la luz azulosa de
una lámpara, no sabía qué hacer con Shapiro:
si regalarle un camello y una caja de dátiles a
fin de que no pereciese en Pieski, o conducir-
le con la mártir –madame Shapiro– a la cate-
dral de Kazán donde el aire en jirones es
negro y dulce.
Hay una oscura heráldica de conceptos
morales que provienen de la infancia: el des-
garro de una tela puede significar la honra-
dez, y la frialdad del madapolán, la santidad.

El peluquero, manteniendo sobre la cabeza


de Parnok un frasco piramidal de “piksapho-

——————————————19———————————————
ne” vertía directamente sobre la cabeza –ya
calva desde los conciertos de Scriabin– el
líquido frío de color oscuro y rociaba su occi-
pucio con mirra helada; entonces, Parnok, al
sentir sobre su cabeza el helado chorro, reso-
plaba.
Un breve temblor concertante corría sobre su
piel seca y –¡Virgen santa, ten piedad de tu
hijo!– desaparecía bajo su cuello.
– ¿Quema? –interrogaba el peluquero ver-
tiéndole a continuación sobre la cabeza un
cántaro de agua hervida, pero él se limitaba a
guiñar los ojos y hundir más la cabeza en el
cepo de mármol del lavabo.
Y, al punto, su sangre de conejo se calentaba
bajo la afelpada toalla.

Parnok era víctima de opiniones preconcebi-


das respecto al desarrollo de una novela.
En papel verjurado, señores míos, en papel
verjurado inglés con marca de agua y bordes
desgarrados, le comunicaba a una dama, que
nada sospechaba, que el espacio comprendido
entre la calle Millionaia, el Almirantazgo y el
Jardín de Verano, lo habían pulido de nuevo,
que resplandecía como un brillante y estaba
plenamente dispuesto para el combate.
En semejante papel, lector, podían haberse
escrito las cariátides del Ermitage y presen-
tarse mutuamente sus condolencias o sus
respetos.

——————————————20———————————————
Así, hay personas en el mundo que nunca
han sufrido una enfermedad más grave que
el catarro y que permanecen aferradas a su
época con más o menos felicidad, como ador-
nos de cotillón. Tales seres jamás se sienten
adultos, y, a los treinta años, siguen resenti-
dos con los demás y no dejan de pedir cuen-
tas. Nadie les ha mimado especialmente,
pero son desvergonzados como si a lo largo
de su vida hubiesen sido alimentados con
raciones extraordinarias de sardinas y choco-
late. Son unos entrometidos que sólo conocen
unas cuantas jugadas de ajedrez, pero se
empeñan, pese a ello, en jugar para ver lo que
ocurre. Les gustaría pasar toda su existencia
en la villa de algún amigo, escuchando el tin-
tineo de las tazas en el balcón en torno al
samovar, charlando con los vendedores de
cangrejos y el cartero. Me gustaría juntarlos a
todos y enviarlos a Sestroresk, pues ahora, ni
siquiera hay otro lugar para ellos.
Parnok era un individuo de la perspectiva
Kamenoostrovski, una de las calles más frí-
volas y de mala nota de Petersburgo. En
1917, tras las jornadas de febrero, esa calle se
hizo aún más fútil con sus lavanderías a
vapor, sus tiendas georgianas donde todavía
se encontraba cacao cuando por entonces ya
había desaparecido, y los velocísimos coches
del Gobierno provisional.

——————————————21———————————————
Cuidado con torcer a la derecha o a la iz-
quierda: ahí no hay nada, lugares desiertos,
ni siquiera un tranvía. Por la perspectiva
Kamenoostrovski, los tranvías van a una ve-
locidad endiablada. La Kamenoostrovski es
un joven bello y frívolo que ha almidonado
sus dos únicas camisas de piedra, y el viento
del mar silba en su cabeza de tranvía. Es un
petimetre joven y desocupado que lleva sus
casas bajo el brazo, igual que un pedante
porta su liviano paquete de la lavandería.

——————————————22———————————————
III

ikolai Aleksandrovich, reverendo


Padre Bruni –se dejó oír la voz de
Parnok que llamaba al imberbe
cura de Kostroma, aún visiblemente poco
acostumbrado a la sotana y que llevaba en la
mano un pequeño paquete que olía a café
molido–: ¡padre Nikolai Aleksandrovich,
acompáñeme!
Tironeó del cura por la ancha manga de lus-
trina y lo arrastró como una barquilla de
papel. Resultaba difícil hablar con el padre
Bruni, pues, en cierto modo, Parnok lo consi-
deraba un poco como una dama.
Era el verano Kerenski y el gobierno provi-
sional celebraba una sesión plenaria.
Todo estaba dispuesto para el gran cotillón.
Durante un cierto tiempo, pareció que los
ciudadanos se quedarían así para siempre:
como gatos adornados con lazos de seda.
Pero ya los limpiabotas se agitaban como
cuervos antes de un eclipse, y, entre los den-
tistas, comenzaron a faltar los dientes de oro.

Me gustan los dentistas por su amor al arte,


por su amplio horizonte, por su tolerancia
ideológica. Me gusta –¡ay de mí, pobre peca-

——————————————23———————————————
dor!–, el zumbido de la fresa, esa desvalida y
pequeña hermana terrenal del avión que
horada el inmenso azur.
Las muchachas se sonrojaron ante el padre
Bruni; el joven padre Bruni, a su vez, se azoró
al ver los adornos de batista, y Parnok
–amparado por la autoridad de la Iglesia
separada del Estado–, discutía con la patrona.
Era un tiempo terrible: las lavanderas se bur-
laban de los jóvenes que habían perdido el
resguardo y, de esa forma, los sastres recupe-
raban sus levitas.
El olor del café tostado que desprendía el
paquete que llevaba el padre Bruni, cosqui-
lleaba las narices de la irascible matrona.
Penetraron en el vaho caliente de la lavande-
ría donde seis animadas jovencitas encaño-
naban, calandraban y planchaban la ropa.
Esos espigados serafines se llenaban la boca
de agua y, después, rociaban con ella las frus-
lerías de gasa y batista. Manejaban aquellas
planchas terriblemente pesadas sin dejar de
charlar un solo instante. Los vodevilescos
perifollos derramados como espuma sobre
largas mesas, esperaban su turno. Las plan-
chas –en su recorrido– bordoneaban entre las
hermosas manos de las muchachas. Los aco-
razados se paseaban sobre la cremosa espu-
ma, y las jovencitas continuaban asperjando.
Parnok reconoció su camisa: estaba sobre un
estante, planchada y reluciente con su peche-

——————————————24———————————————
ra de piqué –traspasada de alfileres–, de finas
listas del color de la cereza madura.
– Señoritas, ¿de quién es esa?
– Del capitán de caballería Krzyrzanowski
–respondieron a coro las muchachas, menti-
rosas y desvergonzadas.
– Padre –la patrona se dirigió al cura, que se
mantenía de pie como una fuerza indestruc-
tible en medio del denso vaho de la lavande-
ría, que se adhería a su sotana como si fuese
una percha doméstica–: padre, si usted cono-
ce a ese joven, ¡hágale entrar en razón! Ni
siquiera en Varsovia he visto nada semejante.
Siempre me trae trabajo urgente, maldito sea
con sus prisas... Entra de noche por la puerta
de atrás, como si yo fuese cura o comadro-
na... No estoy loca para darle la ropa del capi-
tán Krzyrzanowski. Él no es un gendarme,
sino un verdadero capitán. ¡Ese señor tan
sólo se escondió tres días, y, después, los mis-
mos soldados lo eligieron para el comité del
regimiento y ahora lo pasean en triunfo!
Era imposible replicar a aquello, y el padre
Bruni deslizó una mirada implorante sobre
Parnok.
Y yo, en vez de planchas, hubiera puesto en
las manos de las jovencitas Stradivarius tan
ligeros como estorninos, y les daría a cada
una un largo rollo de notas manuscritas.
Todo eso exigiría un mural. Entre las densas
nubes de vaho, la sotana del cura parecía la

——————————————25———————————————
sotana de un abate director de orquesta. Seis
bocas redondas –boquiabiertas– no como los
agujeros de las rosquillas petersburguesas,
sino como las asombradas redolas del “Con-
cierto del Palazzo Pitti”.

——————————————26———————————————
IV

l dentista colgó la punta de la fresa y


se acercó a la ventana: – ¡Oh, oh!...
¡Venga a ver!
Una ingente muchedumbre se desplazaba a
lo largo de la calle Gorojovaia entre un rumor
procesional. En medio, se mantenía un espa-
cio libre en forma de cuadrado. Pero en aquel
tragaluz a través del cual podía verse el
tablero del empedrado existía un orden, un
sistema: se podían ver allí –en el centro del
mismo–, cinco o seis personas, que venían a
ser los o rg a n i z a d o res de todo el cortejo.
Marchaban con un paso de ayudas de campo.
Entre ellos, se veían hombros guateados y un
cuello invadido de caspa. La reina de aquella
extraña cohorte era una persona a quien los
ayudas de campo hacían avanzar con cuida-
do, a quien dirigían con cautela y protegían
como a una joya.
¿Cabe decir que no tenía rostro? No, tenía un
rostro, aunque en medio de la muchedumbre
los rostros carezcan de importancia, pues
sólo tienen vida independiente las nucas y
las orejas.

——————————————27———————————————
Rellenos de guata, pasaban los hombros-per-
chas, las chaquetas del rastro, invadidas de
caspa, las nucas irritantes y las orejas de
perro.
“Todos estos hombres son vendedores de
cepillos” –tuvo tiempo de pensar Parnok.
Ese extraño pandemónium que provocaba
náusea y contagio, se había originado en
algún lugar entre la calle Siennaia y el pasaje
Muchnoi, en la penumbra de droguerías y
curtidurías, en el vivero salvaje de la caspa,
las chinches y las orejas de soplillo.
“Huelen a entrañas podridas” –pensó
Parnok, y recordó de pronto una infausta
palabra: “tripas”. Sintió una ligera náusea al
pensar en la anciana que, días atrás, había
pedido “pulmones” en la carnicería, delante
de él; pero en realidad ese sentimiento de
zozobra era causado por el orden aterrador
que se imponía a aquella multitud.
Allí, la solidaridad mutua era ley: todos se
sentían responsables de la integridad y entre-
ga –en buen estado– de la percha cubierta de
caspa al vivero, a orillas del Fontanka. Si con
la exclamación más tímida alguien intentase
acudir en ayuda del poseedor del desdichado
cuello, aún más estimado que la cibelina o la
marta, lo hubieran inmediatamente conside-
rado sospechoso, lo hubieran declarado fuera
de la ley y lo hubiesen arrastrado al centro
del inhóspito cuadrado. El Miedo –tonelero

——————————————28———————————————
pavoroso– era el artífice de aquella proce-
sión.
Salvaguardando el orden ceremonial, como
los chiitas durante la conmemoración del
Sahih Vahsé, las nucas–ciudadanas avanza-
ban ineluctablemente hacia el Fontanka.
Y Parnok, dando tumbos como una peonza,
bajó la mellada y herrumbrosa escalera sin
zaguán, dejando al dentista plantado y estu-
pefacto ante la fresa colgada como una cobra
dormida, repitiendo más allá de cualquier
reflexión:
– ¡Los botones están hechos con la sangre de
los animales!

Tiempo, tímida crisálida, mariposa revestida


de harina, joven judía asomada a la ventana
del relojero: ¡más te valiera no mirar!
No es a Anatole France a quien vamos a ente-
rrar en un catafalco de oropeles –alto como
un álamo, como la pirámide portátil que por
la noche repara los postes de los tranvías–,
sino que vamos al Fontanka, al vivero, para
ahogar a un pobre hombre por culpa de un
reloj americano, un reloj de falsa plata, un
reloj de tómbola.
Te has paseado, buen hombre, por el pasaje
Scherbakov, lanzaste toda clase de imprope-
rios contra las malas carnicerías tártaras, te
columpiaste en los barandales de los tranví-
as, fuiste a Gatchina a ver a tu amigo

——————————————29———————————————
Seriozha, y también a los baños y al circo
Ciniselli; tú has vivido, buen hombre: ¡y eso
basta!
Parnok corrió en principio al taller del reloje-
ro. Éste, sentado como un corcovado Spi-
noza, examinaba con su pequeña lupa judía
unos resortes liliputienses.
– ¿Tiene teléfono? ¡Hay que avisar a la
policía!
¿Pero cómo un pobre relojero judío de la
calle Gorojovaia iba a tener teléfono? En cam-
bio, tenía hijas: tristes como muñecas de
mazapán, y también tenía hemorroides, y té
con limón, y asimismo deudas, pero no telé-
fono.
Parnok, tras haberse preparado a toda prisa
un cocktail de Rembrandt, de montaraz pin-
tura española y balbuceo de chicharras, y sin
tocar siquiera ese brebaje, reemprendió su
marcha.
Desplazándose por un lado de la acera, ade-
lantó a la imponente procesión de la justicia
sumaria y entró en una de las tiendas de
espejos que, como se sabe, están todas con-
centradas en la calle Gorojovaia. Los espejos
intercambiaban entre sí los reflejos de las
casas, que parecían ambigús; y allí, sobre
aquellas lisas superficies, en las embocaduras
de las calles ahora congeladas hormigueaba
una siniestra multitud, que parecía aún más
horrible y acusadora.

——————————————30———————————————
El dueño de la tienda, protegiendo su inma-
culada firma desde 1881, receloso, le dio con
la puerta en las narices.

En una esquina de la calle Voznesenski vio al


capitán de caballería Krzyrzanowski –bigote
teñido– en persona. Vestía un capote militar y
llevaba sable, y, con desenvoltura, le susurra-
ba a su dama atrevidas palabras.
Parnok se dirigió hacia él como hacia su
mejor amigo, suplicándole que desenvainase
su arma.
– Considero el momento –articuló fríamente
el cojo capitán–: pero discúlpeme, estoy con
una dama –y asiendo hábilmente a su com-
pañera, hizo sonar las espuelas y desapareció
en el interior de un café.
Parnok corrió, dejando oír sobre el pavimen-
to el tintineo de las pezuñas de oveja de sus
charolados zapatos. Lo que más temía en el
mundo era atraer sobre sí las iras de la
muchedumbre.
Hay personas que no le gustan a la multitud;
ésta las reconoce en el acto, se vuelve mordaz
con ellas y les da papirotazos en la nariz. A
los niños tampoco les gustan, ni a las muje-
res.
Parnok era de ésos.
En el colegio, sus compañeros le ponían
motes como “chivato”, “pezuña barnizada”,
“sello egipcio” y muchos otros, también

——————————————31———————————————
ultrajantes. Sin venir a cuento, los niños
hicieron correr el rumor de que él era un
“quitamanchas”, es decir que conocía una
mezcla especial contra las manchas de grasa,
de tinta y otras; y, así, a escondidas de sus
madres, se hacían con toda suerte de trapos
viejos que llevaban al colegio, proponiéndole
después a Parnok con un aire inocente que
quitase, por favor, “esa mancha”.

He aquí finalmente el Fontanka –la Ondina


de los estudiantes alborotadores y hambrien-
tos de largas y grasientas guedejas, la Lorelei
de los cangrejos cocidos tocando con un
peine desdentado, el río protector del
herrumbroso Maly Teatr y de su escuálida
Melpómene, calva, parecida a una bruja y
apestando a pachulí.
¿Y qué? El puente egipcio en nada recordaba
a Egipto y ninguna persona decente vio
jamás con sus propios ojos al señor Kalinkin.
Venida de no se sabe dónde, la innumerable
langosta humana oscureció las orillas del
Fontanka, cubrió el vivero, las barcazas de
madera, los espigones, las escaleras de grani-
to y hasta las chalanas de los alfareros del
Ladoga. Millares de ojos contemplaban el
agua irisada, que brillaba con todos los mati-
ces del petróleo, de los fangos nacarados y la
cola de pavo real.

——————————————32———————————————
Petersburgo se declaró Nerón y se convirtió
en algo tan abyecto como si engullese un bre-
baje de moscas aplastadas.
Sin embargo, Parnok telefoneó desde la far-
macia, llamó a la policía, llamó al gobierno: al
Estado desaparecido, dormido como un
gobio.
Con el mismo resultado podía haber llamado
a Proserpina o a Perséfone, donde el teléfono
aún no ha sido instalado.

Los teléfonos de las farmacias están hechos


del mejor árbol de la escarlatina. El árbol de
la escarlatina crece en los bosques de clister y
huele a tinta.
No telefoneeis desde las farmacias petersbur-
guesas: el auricular se descama y la voz se
agota. Recordad que tanto Proserpina como
Perséfone aún no tienen instalado el teléfono.

La pluma dibuja una belleza griega con bi-


gotes y un mentón de zorro.
Así, en los márgenes de los borradores, sur-
gen arabescos que viven su vida indepen-
diente, pérfida y maravillosa.
Los pobres hombres de los violines beben la
leche del papel.
He aquí Bábel: un mentón de zorro y la mon-
tura de sus gafas.
Parnok es un sello egipcio.
Artur Yakovlevich Hofman es un funcionario

——————————————33———————————————
del Ministerio de asuntos exteriores, Sección
griega.
Coros armónicos del teatro Mariinski.
Una vez más la griega con bigotes.
Y un desierto para los otros.

Los gorriones del Ermitage hablan en sus


gorjeos del sol barbizoniano, de la pintura al
aire libre, del colorido semejante a las espina-
cas con picatostes, en una palabra: de todo lo
que le falta al sombrío Ermitage flamenco.
En cuanto a mí, yo tampoco seré invitado a
desayunar en Barbizon, aunque en mi infan-
cia haya roto lamparillas –hexaedrales y den-
tadas– de coronación, y, asimismo, haya apli-
cado a superficies de pino y enebro impreg-
nadas de arena, ya el tracoma de un rojo subi-
do, ya el degustado azul del mediodía de
algún ignoto planeta, o bien el malva carde-
nalicio de la noche.
La madre sazonaba la ensalada con yemas de
huevo y azúcar.
Arrancadas y estrujadas, las hojas de la ensa-
lada –impregnadas de una gravilla menuda–
morían en el vinagre y el azúcar.
El aire, el vinagre y el sol se mezclaban con
los verdes acentos en el día ardiente de sal –el
uniforme día barbizoniano –, entre un rumor
de platos, golondrinas, libélulas, emparra-
dos, abalorios y hojas mojadas.

——————————————34———————————————
El domingo barbizoniano discurría hacia el
cénit de la comida, abanicándose con perió-
dicos y servilletas, extendiendo sobre la hier-
ba crónicas y artículos que hablaban de actri-
ces minúsculas como alfileres.
Los invitados –luciendo amplios pantalones
y leonados chalecos de terciopelo– convergí-
an hacia las sombrillas barbizonianas. Y las
mujeres se sacudían las hormigas de sus rolli-
zos hombros.
Los abiertos vagones del tren se sometían de
mala manera al vapor y –separadas las corti-
nas–, jugaban a la lotería con el campo de
margaritas.
La locomotora, con cilindro y sus bielas de
polluelo, se sublevaba contra el peso de los
clacs y la muselina.
El camión de riego asperjaba la calle con una
red de cuerdas delgadas y frágiles.
Ya todo el aire parecía una inmensa estación
para rosas voluptuosas e impacientes.
Las negras hormigas, irisadas –como carní-
voros actores del teatro chino interpretando
una antigua pieza con verdugo–, se pavonea-
ban con sus patas de trementina y arrastra-
ban su botín de guerra –un cuerpo aún intac-
to–, balanceándose con su poderoso trasero
de ágata, como corceles saltando en la colina
entre nubes de polvo.
Parnok volvió en sí.

——————————————35———————————————
Una rodaja de limón es como un billete para
Sicilia, hacia las rosas voluptuosas, donde
aquellos que enceran los suelos se mueven
como en una danza egipcia.
El ascensor no funciona.
Los mencheviques encargados de la defensa
entran en todas las casas para organizar la
guardia nocturna en los soportales.
¡Vivir es terrible y venturoso!
También él era como una pepita de limón
arrojada al azar en el granito petersburgués,
donde el vertiginoso vuelo crepuscular de la
noche se lo tragaría con un negro café turco.

——————————————36———————————————
V

urante el mes de mayo, Peters-


b u rgo evoca de alguna manera
una oficina de información que no
da informaciones; sobre todo en el barrio de
la Dvortzovaia Ploschad. Aquí todo está pre-
parado hasta lo increíble para el comienzo de
la reunión histórica: blancos pliegos de
papel, lápices afilados y una jarra de agua
hervida.
Lo repito una vez más: la grandeza de este
lugar se debe a que jamás se da ahí ninguna
información a nadie.
En aquel momento, unos sordomudos atra-
vesaban la plaza: con sus manos tejían una
vertiginosa urdimbre. Hablaban. El de más
edad llevaba la lanzadera. Los demás le
secundaban. En ocasiones, un chiquillo se
desplazaba raudo por un lado, separando
mucho los dedos, como si pidiese que le qui-
tasen las diagonales de los hilos enredados a
fin de no dañar la trama. Como mucho, eran
cuatro los personajes, y –con toda evidencia–
tenían cinco madejas. Una sobraba. Hablaban
el lenguaje de las golondrinas y los mendigos
e hilvanando continuamente el aire con lar-
gas puntadas hacían de él una camisa.

——————————————37———————————————
El cabecilla, irritado, enmarañó toda la
urdimbre.
Los sordomudos desaparecieron bajo el arco
del Estado mayor general, sin dejar de tejer,
p e ro ya más sosegadamente, como si hubie-
ran enviado palomas mensajeras a todas
partes.

Las notas del pentagrama acarician el ojo


como la música seduce el oído. Las negras de
la escala suben y bajan como pequeños faro-
leros. Cada compás es como un esquife car-
gado de pasas y uvas de negro moscatel.
Una página musical es, en principio, el orden
de combate de una flotilla de veleros, y, des-
pués, se convierte en un plan de ahogamien-
to de la noche, organizada en huesos de
ciruela.

Los grandiosos decrescendos de concierto de


las mazurcas de Chopin, las amplias escale-
ras con campanillas de los estudios de Liszt,
los jardines colgantes de Mozart temblando
sobre cinco cuerdas nada tienen en común
con los arbustos enanos de las sonatas de
Beethoven.
En el espejismo de las ciudades, las notas
musicales brotan como alcándaras de estor-
ninos en medio del ardiente alquitrán.

——————————————38———————————————
La vid musical de Schubert está siempre
picoteada hasta las pepitas y azotada por el
vendaval.
Cuando cientos de faroleros con sus varas se
afanan por las calles, suspendiendo bemoles
en las herrumbrosas corcheas, consolidando
la veleta de los sostenidos y suprimiendo
paréntesis enteros de descarnados compases,
se trata, evidentemente, de Beethoven; pero
cuando –con sus estandartes a la cabeza–, la
caballería de las octavas y dieciseisavas en
sotanas de papel con emblemas ecuestres se
lanza al ataque, también es Beethoven.
Una página musical es una revolución en una
antigua ciudad alemana.
Niños de grandes cabezas. Estorninos.
Desenganchan la carroza del príncipe. Los
jugadores de ajedrez salen corriendo de los
cafés, blandiendo reinas y peones.
Alargando sus cabezas delicadas, he aquí tor-
tugas a la carrera: es Haendel.
Pero qué marciales son las páginas de Bach:
son brillantes guirnaldas de secos champi-
ñones.
Ahora bien, en la calle Sadovaia, cerca de la
catedral –Pokrov–, hay una torre. Durante las
heladas de enero, enarbolan en ese lugar las
señales para la formación de la tropa. No
lejos de ahí yo estudié música. Mi mano
debía plegarse al método Leszetycki.

——————————————39———————————————
¡Cómo el perezoso Schumann cuelga sus
notas como ropa a secar mientras que abajo
pasan los italianos, presuntuosos; cómo los
pasajes más difíciles de Liszt, gesticulando
con sus muletas, arrastran y hacen tambalear
la escalera de incendios!
El piano es un animal doméstico apto para
los salones, dócil e inteligente, con una nudo-
sa carne enmaderada, de venas doradas y
huesos siempre inflamados. Lo cuidábamos
de los enfriamientos y lo alimentábamos con
sonatinas ligeras como espárragos...

¡Dios mío! ¡No me hagas semejante a Parnok!


¡Dame fuerzas para sentirme distinto de él!
Pues también yo formaba parte de aquella
cola penosa que se arrastraba hacia la ocre
ventanilla de la caja del teatro: primero al
frío, en la calle, después bajo los techos –símil
de balneario– del vestíbulo del teatro
Aleksandr. El teatro también me asustaba:
como una isba ahumada, como aquella casa
de baños campesina donde tuvo lugar un sal-
vaje asesinato por una pelliza y unas botas de
fieltro. Pues sólo Petersburgo me sostiene: el
de los conciertos, el crudo, el lúgubre, el
hosco, el invernal.
Mi pluma ya no me obedece; se ha roto y su
sangre negra se ha extendido, como atraída
por la ventanilla de telégrafos: pluma públi-
ca, mancillada por granujas con abrigo de

——————————————40———————————————
piel, que ha cambiado su escritura de golon-
drina –su naturaleza primera–, por los “vuel-
ve por Dios”, o “te echo de menos” y “te
beso” de canallas mal afeitados, que deletre-
an los textos de los telegramas en el cuello de
piel de su abrigo impregnado con su aliento.

El hornillo de petróleo existió antes que el


primus. Una mirilla de mica y un fanal osci-
lante. La Torre de Pisa del hornillo de petró-
leo saludaba a Parnok, dejando al descubier-
to sus patriarcales mechas al mismo tiempo
que –amistosamente– le narraba “los adoles-
centes en la caverna de fuego”.

Yo no temo ni la falta de unidad, ni los espa-


cios en blanco.
Corto el papel con largas tijeras.
Pego cintas con flecos.
Un manuscrito es siempre una tormenta aso-
ladora y desgarrada.
Es el borrador de una sonata.
Emborronar es mejor que escribir.
No tengo miedo de las costuras, ni del ama-
rillo de la cola.
Hago costurones, y me lo paso bien.
Dibujo a Marat en calzas.
Y vencejos.

En nuestra casa, se temía sobre todo al hollín


que producían las lámparas de petróleo. El

——————————————41———————————————
grito de “hollín”, “hollín”, sonaba como
“fuego”, “ardemos”; entonces, todos acudía-
mos presurosos a la estancia donde la lámpa-
ra estaba olvidada.
Después, nos quedábamos inmóviles, hacía-
mos aspavientos con las manos y husmeába-
mos el aire que bullía de filamentos oscuros
y vivos.
Castigábamos a la lámpara culpable bajándo-
le la mecha.
Luego abríamos raudos los postigos que el
frío fusilaba –como el champán– y, acto
seguido, la habitación era invadida por bigo-
tudas mariposas de hollín, que caían sobre
las mantas y almohadas, presagiando el cata-
rro y la fluxión de pecho.
– Ahí no se puede entrar porque está abierto
el postigo– decían mi madre y la abuela.
Pero él –el frío prohibido– huesped maravi-
lloso de los espacios diftéricos, conseguía
penetrar por el agujero de la cerradura.

La Judith de Giorgione escapó a los eunucos


del Ermitage.
El trotón tira las tabas.
La Millionaia está repleta de pequeños vasos
de plata.
¡Maldito sueño! ¡Malditos lugares de esta ciu-
dad desvergonzada!

——————————————42———————————————
Hizo un débil y suplicante movimiento con
la mano, dejó caer un trozo de papel secante
espolvoreado y se sentó en un guardacantón.
Recordó sus poco gloriosos triunfos, sus ver-
gonzosas citas, sus largas esperas en las
calles, los auriculares de teléfono de las cer-
vecerías, tan aterradores como pinzas de can-
grejo... Los números de teléfono fuera de uso,
inservibles...
El fastuoso tintineo de la calesa se disolvió en
la calma, sospechoso como una plegaria de
coracero.
¿Qué hacer? ¿A quién lamentarse? ¿A qué
serafines confiar su tímida y pequeña alma
de concierto, que pertenecía al paraíso color
frambuesa de los contrabajos y bordones?

Denominan escándalo al demonio descubier-


to por la prosa rusa, o quizá por la misma
vida rusa, en los años cuarenta. Eso no es una
catástrofe, sino más bien su caricatura; pero
le debemos la infausta metamorfosis de ver
surgir una cabeza de perro sobre los hombros
del hombre. El escándalo vive gracias al
caducado y manoseado pasaporte expedido
por la literatura. Es su criatura, su obra pre-
ferida. Un pequeño gránulo ha desaparecido:
una gragea homeopática, una minúscula
dosis de una sustancia blanca y fría... En
aquellos lejanos tiempos en que los adversa-
rios de un duelo disparaban sus pistolas con-

——————————————43———————————————
tra montones de vajilla, tinteros y retratos
f a m i l i a res en una habitación oscura, ese
pequeño gránulo se llamaba honor.
Un día, barbudos literatos vistiendo anchos
pantalones subieron al palomar de un fotó-
grafo y se hicieron fotografiar con un exce-
lente daguerrotipo. Cinco de ellos estaban
sentados, y cuatro de pie, tras los respaldos
de las sillas de nogal. Delante de ellos, había
un muchacho que vestía dolmán y una niña
con bucles; un gatito iba de acá para allá a los
pies del grupo. Lo arrojaron fuera. Todos los
rostros reflejaban una profunda inquietud:
¿cuánto vale actualmente una libra de carne
de elefante?
Por la noche, en la dacha de Pavlovsk, aque-
llos señores literatos maltrataron a un desdi-
chado mozalbete llamado Hyppolito. Y ni
siquiera pudo leerles su pequeño cuaderno
cuadriculado. ¡Otro que se creía Rousseau!
No veían ni comprendían la ciudad maravi-
llosa de puras líneas de velero.
Ahora bien, el demonio del escándalo se ins-
taló en una casa de la calle Raziezhaia, colo-
cando en la puerta una placa de cobre con el
nombre de un abogado –la casa aún hoy per-
manece inviolable, como un museo, como la
casa de Pushkin–; dormitaba en los sillones,
deambulaba por los vestíbulos –la gente que
vive bajo el signo del escándalo nunca sabe
retirarse a tiempo–: importunaba a los demás

——————————————44———————————————
con súplicas, prolongaba las despedidas y
metía el pie en chanclos ajenos.
¡Señores literatos! Las zapatillas les pertene-
cen a las bailarinas y los chanclos os pertene-
cen a vosotros. Aceptadlos, cambiadlos: es
vuestro baile. El que se baila en oscuras ante-
salas, con una expresa condición: la falta de
respeto por el dueño de la casa. Veinte años
de semejante baile representan una época;
cuarenta, la historia... Es vuestro derecho.

Ácidas sonrisas de grosella de las bailarinas,

leve zureo de las zapatillas espolvoreadas de


talco,

complejidad marcial y arrogante presencia


de la orquesta de violines, oculta en el ilumi-
nado foso donde los músicos, como las dría-
des, se traban en las ramas, las raíces y los
arcos,

obediencia vegetal del corps de ballet,

inconmensurable desprecio por la materni-


dad femenina:

– Con ese rey y esa reina que no bailan ya


hemos jugado al sesenta y seis.

Esa abuela de Gisele que no aparenta su

——————————————45———————————————
edad, derrama la leche –debe ser leche de
almendras.

– En cierto sentido, cualquier ballet es ser-


vidumbre. ¡Sí, sí: no podeis contradecirme!

Calendario de enero con sus cabritillas dan-


zantes, reino lácteo de las miríadas de mun-
dos y crujido de la nueva y recién estrenada
baraja...

Y cuando se llega por la parte de atrás al


estanco e indecente edificio de la ópera
Mariinski:
– Chalanes, descuideros.
¿Qué esperáis, queridos, con el frío que hace?
Uno: una entrada de palco,
Otro: un puñetazo en la jeta.

– No, a pesar de lo que digais, en la base de


la danza clásica hay miedo: un miedo salido
directamente de la nevera gubernamental.

– ¿Dónde cree usted que se sentaba Anna


Karenina?

– Dése cuenta: en la antigüedad existían los


anfiteatros, y nosotros –la Europa moderna–
tenemos balcones. Tanto en los frescos del
Juicio final como en la Ópera. Idéntica visión
del mundo.

——————————————46———————————————
Las calles brumosas con sus luces daban
vueltas como un carrusel.

– ¡Cochero, a “Gisele” –es decir al Teatro


Mariinski!

El cochero petersburgués es un mito, un


capricornio. Hay que dejarlo ir por el zodía-
co. Ahí no se perderá con su anticuado mone-
d e ro , sus patines de trineo tan estrechos
como la verdad y su voz aguardentosa.

——————————————47———————————————
VI

a calesa era clásica, de un chic más


moscovita que petersburgés: la alta
carcasa, los brillantes alerones laque-
ados y los neumáticos inflados al máximo
nada tenían que envidiar a un carro griego.
El capitán de caballería Krzyrzanowski susu-
rraba en la oreja criminalmente rosa:
– No se preocupe por él: palabra de honor, se
está empastando un diente. Le diré más: hoy,
en el Fontanka, no sé si fue él quien robó un
reloj o se lo robaron a él. ¡Qué muchacho!
¡Una fea historia!

Después de atravesar Kolpino y Sredniaia


Rogatka, la noche blanca cayó sobre Tsarkoie
Selo. Los palacios estaban blancos de miedo,
como capullos de seda. Por instantes, su
blancura recordaba un velino chal de
Orenburgo lavado con jabón y cepillo. Entre
el sombrío verdegay zumbaban las bicicletas:
metálicos avispones del parque.
Más blancura ya no era concebible: un minu-
to más, y la alucinación estallaría como suero
fresco.
Una terrible dama de piedra, calzada con las
botas de Pedro el Grande deambula por las
calles y dice:

——————————————49———————————————
– Basura en el suelo... El simún... los árabes...
“Simón, pian piano llegó lejos” ...
Petersburgo, ¡tú respondes por tu pobre hijo!
De todo este caos, de este lamentable amor
por la música, de cada migaja residual del
envoltorio de caramelo de la corista de
Palacio, tú eres responsable, tú: ¡Petersburgo!

La memoria es una joven judía enferma que,


de noche, se escapa subrepticiamente de casa
de sus padres para ir a la estación Niko-
laievsk: ¿la recogerá alguien?
Gueshka Rabinovich, el “viejo de los segu-
ros”, nada más nacer ya exigió formularios
de las pólizas de seguros y jabón de tocador.
Vivía en la perspectiva Nevski, en un piso
minúsculo, propio más bien de una jovencita.
Su ilegal relación con una tal Lizochka c o n-
movía a todo el mundo. –Guenrij Yakov-
levich duerme –decía Lizochka muy ru b o r i-
zada y llevándose un dedo a los labios. Con
toda evidencia, esperaba –loca esperanza–
que a Guenrij Yakovlevich aún le quedasen
muchos años por delante y viviera con ella
largo tiempo, que su rosa matrimonio sin
hijos, bendecido por los obispos del café
Filipov, sólo era el comienzo...
Mientras tanto, Guenrij Yakovlevich descen-
día las escaleras con la ligereza de un perrito
faldero y contrataba seguros de vejez.

——————————————50———————————————
En las casas judías reina un melancólico y eri-
zado silencio.
Un silencio tejido por las conversaciones
entre el péndulo, las migas de pan en el man-
tel de hule y los portavasos de plata.
La tía Vera venía a comer y traía con ella a su
padre, el anciano Pergament. A espaldas de
la tía Vera se levantaba el mito de la ruina de
Pergament. Él había sido dueño de una casa
de cuarenta habitaciones en la calle Kresh-
chatik, en Kiev. “Una casa que era el cuerno
de la abundancia”. En esa calle y al pie de la
casa de las cuarenta habitaciones piafaban los
caballos de Pergament. Y el mismo Perga-
ment vivía de aquella renta.
La tía Vera era luterana y cantaba con sus
c o r re l i g i o n a r i a s en el rojo templo de la
Moika. Emanaba de ella esa frialdad distinti-
va de una dama de compañía, de una lectora
y una hermana de la caridad: esa extraña
especie de seres hostilmente ligados a las
vidas ajenas. Sus finos labios luteranos juz-
gaban nuestra manera de vivir y sus bucles
de vieja solterona se movían sobre el plato de
caldo de pollo con una ligera desaprobación.
Tan pronto como la tía Vera aparecía por
nuestra casa, empezaba maquinalmente a
compartir nuestra zozobra y a ofrecer sus ser-
vicios de cruz-roja, como si desenrrollara una
venda de gasa y deplegase la serpentina de
un invisible vendaje.

——————————————51———————————————
Los carruajes avanzaban por la ruta asfaltada
y las chaquetas que los hombres sólo se poní-
an en domingo se inflaban como la chapa.
Los carruajes pasaban de lago en lago, olien-
do el alcohol y el queso blanco, y los kilóme-
tros saltaban como guisantes. Los carruajes
avanzaban raudos, veintiuno y todavía cua-
t ro: repletos de ancianas con pañoletas
negras y faldas de paño, rígidas como la hoja-
lata. Había que cantar salmos en el templo
con veletas, beber café negro mezclado con
alcohol puro y regresar a la casa por el mismo
camino.
Un joven cuervo ahuecó sus alas:
– Les rogamos que asistan a nuestro entierro.
– No es así como se invita –balbució un
gorrión del parque Mon Repos.
Intervinieron entonces unos cuervos enfla-
quecidos, de azulosas plumas ya endurecidas
por la vejez:
– Karl y Amalia Blomkvist comunican a sus
familiares y amigos la muerte de su bienama-
da hija Elsa.
– Eso es otra cosa –balbució el gorrión del
parque Mon Repos.

Para salir de casa, arropaban a los mucha-


chos como caballeros para un torneo: polai-
nas, pantalones guateados, capuchas, gorros
con orejeras.

——————————————52———————————————
Las orejeras provocaban un bordoneo en la
cabeza y un poco de sordera. Para respon-
derle a alguien, había que desatar primero las
molestas cintas anudadas bajo la barbilla.
Daba vueltas en su pesada armadura inver-
nal como un pequeño caballero, sordo a su
propia voz.
Su primera sensación de aislamiento, tanto
de los hombres como de sí mismo, y, quién
sabe, tal vez el primer y dulce murmullo pre-
esclerótico –aún débil, de la sangre de sus
siete años–, amortiguado por las prendas
esponjosas, se debía a las orejeras; y, enton-
ces, el pequeño Beethoven de seis años, con
sus polainas guateadas, asediado por la sor-
dez, era empujado a la escalera.
En aquellos momentos tenía ganas de vol-
verse y gritar: “También la cocinera es
sorda.”

Caminaban con un aire importante por la


calle Ofitserskaia y, finalmente, elegían en la
frutería una pera bergamota.
Una vez entraron en la tienda de lámparas
de Abolingue, en la calle Voznesenski, donde
los farolillos de fiesta se amontonaban como
estúpidas girafas, con sus rojos gorros de fes-
tones y franjas. Allí, por primera vez, se sin-
tieron invadidos por la sensación de lo gran-
dioso y de estar en un “bosque de objetos”.

——————————————53———————————————
Nunca entraron en la tienda de flores de
Eilers.
No lejos de allí ejercía la doctora Strashuner.

——————————————54———————————————
VII

uando un sastre va a entregar la


obra acabada, es difícil decir si lleva
un traje nuevo. Algo en él recuerda
a un miembro de la Cofradía de los enterra-
dores, dirigiéndose presuroso con los instru-
mentos de ritual a la casa señalada por
Azrael. Así ocurría con el sastre Mervis. La
levita de Parnok apenas tuvo tiempo de
calentarse en su casa sobre una percha –apro-
ximadamente dos horas– y de respirar el aire
paternal impregnado de comino. La mujer de
Mervis le felicitó por su éxito.
– No es gran cosa –replicó halagado el maes-
tro–: mi abuelo decía que un sastre verdade-
ro es aquel que despoja al acreedor de su cha-
queta en pleno día, y montando un escánda-
lo en la perspectiva Nevski.
Después retiró la levita de la percha, sopló
encima de ella como sobre un té caliente, la
envolvió en un paño limpio, y, con su calicó
negro en el blanco sudario se dirigió a casa
del capitán Krzyrzanowski.

A decir verdad, me gusta Mervis, me gusta


su ciego rostro surcado de profundas arru-
gas. Los teóricos del ballet clásico le dan una

——————————————55———————————————
gran importancia a la sonrisa de la bailarina:
la consideran complementaria del movi-
miento, explicando el salto y el vuelo. Pero en
ocasiones, un párpado entornado ve más que
el ojo, y el mapa de arrugas de un rostro
humano mira como un tropel de ciegos.
Entonces, el sastre de elegante porcelana se
agita como un azogado, como un presidiario
huido y golpeado por sus compañeros, como
un balnearista escaldado, como un ladrón de
mercado dispuesto a lanzar su último grito,
irrefutable y convincente.
En mi comprensión de Mervis, se sucedían
distintos tipos: el de un sátiro griego, o tam-
bién de un desdichado citarista, y, en ocasio-
nes, bajo la máscara de un actor de Eurí-
pides; en otras: de un presidiario torturado
con el torso desnudo y cuerpo sudoroso, de
vagabundo ruso o epiléptico.

Me apresuro a decir la única verdad. Me doy


prisa. La palabra –como la aspirina– deja un
regusto de cobre en la boca.
El aceite de hígado de bacalao es una mezcla
de incendios, de invernosas mañanas amari-
llecidas y aceite de ballena, sabor a ojos
arrancados y reventados, el sabor de lo nau-
seabundo llevado al éxtasis.

El ojo del pájaro inyectado en sangre también


ve el mundo a su manera.

——————————————56———————————————
Los libros se funden como carámbanos lleva-
dos a la habitación. Todo disminuye. Cual-
quier cosa me parece un libro. ¿Cuál es la
diferencia entre un libro y un objeto? No
conozco la vida: me la sustituyeron en esa
lejana época en que desvelé el rumor del
arsénico en los dientes de la amante francesa
de negros cabellos, aquella pequeña hermana
de nuestra orgullosa Anna.
Todo disminuye. Todo se funde. Goethe tam-
bién se funde. Se nos ha concedido un breve
lapso de tiempo. Congelada como el hielo de
los aleros, la empuñadura de la frágil y exan-
güe espada enfría la palma de la mano.
Sin embargo, como el acero asesino de los
patines “Nurmis” que antaño se deslizaban
sobre el hielo azuloso y lleno de pústulas, el
pensamiento no se ha embotado.
Atados así a las informes botas de los niños,
los patines se confunden con las abarcas ame-
ricanas de cordones –navajas de frescor y
juventud– y los viejos zapatos portadores de
un peso feliz se metamorfosean en soberbias
escamas de dragón sin nombre ni precio.
Resulta cada vez más difícil hojear las pági-
nas del gélido libro –toscamente encuaderna-
do– a la luz de las lámparas de petróleo.
A vosotros os lo digo, depósitos de madera
–negras bibliotecas de la ciudad–: todavía
leeremos, todavía seguiremos mirando.

——————————————57———————————————
En alguna parte de la calle Podiacheskaia se
hallaba esa inolvidable biblioteca de la que
salían paquetes –hacia las dachas–, de peque-
ños tomos marrones de autores rusos y
extranjeros, de contagiosas páginas que se
señalaban con un marcador de seda.
Jovencitas poco agraciadas elegían los libros
de los estantes. Unas se llevaban en primer
lugar a Bourget, otras a Georges Ohnet, y las
terceras una pizca de ese cóctel literario.
Enfrente, había un puesto de bomberos con
las puertas herméticamente cerradas y una
campanilla bajo una especie de sombrero de
champiñón.
Algunas páginas se rajaban como una binza
de cebolla.
En ellas vivían la rubeola, la escarlatina y la
varicela.
En la encuadernación de esos libros de vera-
neo –en ocasiones olvidados en la misma
playa–, se impregnaban las doradas escamas
de la arena marina que, incluso aún sacu-
diéndolas, siempre aparecían.
A veces caía del libro la pequeña estrella góti-
ca de un helecho, aplastada y marchita, y,
otras, una flor nórdica momificada y sin
nombre.
Los incendios y los libros tienen su por qué.
Todavía veremos, todavía leeremos.

——————————————58———————————————
“Unos minutos antes de que comenzara la
agonía, la alarma de los bomberos retumbó
en la perspectiva Nevski. Todos corrieron
hacia las ventanas ya empañadas, y, durante
unos instantes Angelina Bosio –oriunda del
Piamonte, hija de un pobre cómico ambu-
lante, basso comico– fue abandonada a su
suerte.
“Las florituras marciales de las trompetas de
los bomberos –como insólito prólogo de una
desgracia ineluctablemente vencedora–,
penetraron en el dormitorio mal ventilado de
la casa Demidov. Los percherones arrastra-
ban con estruendo los toneles, carros y esca-
leras desaparecieron entre el pandemónium
y la llama de las antorchas lamió los cristales.
Pero en la oscura conciencia de la agónica
cantante, aquella barahúnda de ruidos oficia-
les y delirantes, aquel frenético galope de
cascos y pellizas de cordero, aquel zurriburri
de sonidos se transformó en un preludio a
una obertura orquestal. En sus oídos caren-
tes de belleza, sonaron nítidamente los últi-
mos compases de la obertura de “Duo
Foscari”, su debut en la ópera de Londres...
“Ella se irguió y cantó lo que debía cantar:
pero ya no tenía aquella voz suavemente
metálica, flexible, que le había dado días de
gloria y que tanto elogiaban los periódicos,
sino una voz de pecho mal afinada: el timbre
de sus quince años, cuando el pro f e s o r

——————————————59———————————————
Cattaneo la amonestaba por su incorrecta
cadencia que era incapaz de dominar.
“Adiós, Traviata, Rosina, Zerlina...”

——————————————60———————————————
VIII

quella tarde, Parnok no regresó a


su casa para comer, ni para tomar-
se su té con bizcochos, algo que le
gustaba tanto como a un canario. Escuchaba
el bordoneo de las lámparas de soldar acer-
cando a los raíles del tranvía una aterciopela-
da rosa de cegadora blancura. Todas las
calles y plazas de Petersburgo le habían sido
devueltas: en forma de galeradas aún húme-
das, compaginaba las perspectivas y encua-
dernaba los jardines.
Se acercó a los puentes levadizos que recor-
daban que todo debía volar en pedazos, que
el desierto y el abismo eran maravillosas
mercancías, que habría –sí, habría– separa-
ción, y que palancas engañosas regían multi-
tudes y años.
Él esperaba, mientras a uno y otro lado se
agolpaban los cocheros de fiacre y los transe-
úntes, como dos tribus o generaciones hosti-
les que se peleasen por un libro encuaderna-
do en piedra, cuyo interior hubiera sido
arrancado.
Pensaba que Petersburgo era su enfermedad
infantil y que le bastaba con volver en sí,
recobrarse, para que la alucinación se disipa-

——————————————61———————————————
se: se tranquilizaría, y sería como todo el
mundo; quizá incluso llegara a casarse...
Entonces ya nadie se atrevería a llamarle
“joven”. Y dejaría de besar las manos de las
damas: ¡ya estaba bien! Aquellas malditas se
creían un Trianón... No importa qué pelan-
dusca, adefesio o gata perdida metiese su
pata bajo sus labios, pues él, por costumbre
inmemorial, la besaba. ¡Basta! Hay que aca-
bar con esa juventud de perro. Artur
Yakovlevich Hofman ha prometido nombrar-
le dragomán, aunque fuera en Grecia.
Después, ya veremos. Se mandará hacer una
nueva levita, le pedirá explicaciones al capi-
tán de caballería Krzyrzanowski y le haría
ver de qué madera él estaba hecho.
Sin embargo, algo fallaba: no tenía genealo-
gía. Ni dónde conseguirla; no tenía y eso era
todo. Por toda familia, sólo tenía a la tía
Johanna. Una enana. La emperatriz Anna
Leopoldovna. Hablaba el ruso de cualquier
manera, como si Biron fuese su compadre y
hermano. Tenía las manos tan cortas que era
incapaz de abrocharse nada sola. Comparán-
dola con ella, su sirvienta Anushka era una
Psique.
Con un parentesco así, no se puede ir muy
lejos. Además, ¿qué quiere decir eso, sin
p a rentesco? –permitidme, ¿cómo puede
ser?–: esos parientes existen. ¿Y el capitán
Goliadkin? ¿Y los asesores colegiados a quie-

——————————————62———————————————
nes “Dios podía haber concedido un poco
más de inteligencia y dinero”? Todos esos
seres que eran arrojados escaleras abajo en
los años cuarenta y cincuenta, ofendidos y
humillados por todos esos farfulleros arropa-
dos en sus pellizas con sus guantes bien lim-
pios, todos aquellos que no viven, pero se
pavonean por las calles Sadovaia y
Podiacheskaia, con casas construidas como
rugosas tabletas de pétreo chocolate, y que
mascullan entre dientes: “¿Cómo es posible?
¿Sin un kopek y ha hecho estudios?”
Basta con arrancar la película que cubre el
aire de Petersburgo para que sus entrañas
queden al desnudo. Bajo el velino edredón de
cisne del malecón Gagarín, bajo las nubes del
malecón Tuchkov y los restoranes franceses
de esos agonizantes muelles, bajo los rever-
berantes espejos de las casas señoriales y ple-
beyas, descubriremos entonces algo total-
mente inesperado.
Pero la pluma que levantará ese velo –como
la cucharilla del doctor– está contaminada
por un virus de difteria. Será mejor dejarlo
así.

El pequeño mosquito susurraba:


– Ved lo que me ha ocurrido: yo soy el último
egipcio, y soy llorón, y preceptor, e histrión;
soy un principito desarticulado, y Ramsés, y
vampiro y pícaro –¡ay!– pero en el norte, ya

——————————————63———————————————
no soy nadie, no queda nada de mí.
¡Disculpad!
– Soy el príncipe de la mala suerte, asesor
colegial de la ciudad de Tebas... Todo es pare-
cido, nada ha cambiado –¡ay!– pero aquí
tengo miedo. Disculpadme...
– No soy nada. Una bagatela. Le pediré a las
malditas piedras un kopek de cuscús egipcio,
un kopek de cuello de muchacha.
– No se preocupen, yo pagaré –disculpadme.

Para tranquilizarse, recurrió a un breve dic-


cionario mental, o, más bien, a un repertorio
de palabras domésticas fuera de uso. Lo tenía
memorizado desde hacía mucho tiempo para
usar en casos de desdicha o calamidades:
– “Herradura”: era un panecillo con semillas
de adormidera.
– “Fromuga”: era así como mi madre se refe-
ría al tragaluz que se cerraba como la tapa de
un piano.
– “No la malgastes”: es lo que decían de la
vida.
– “No des órdenes”: era uno de los manda-
mientos.
Para una infusión, estas palabras bastan. Olía
su temblor. El pasado se había hecho terrible-
mente real y le cosquilleaba las narices como
un paquete de té fresco de Kiahta.

——————————————64———————————————
Los cabriolés atravesaban los campos neva-
dos. Un cielo policíaco, bajo y plomizo, pen-
día sobre la tierra filtrando mezquinamente
la luz ambarina y –¿por qué? –ignominiosa.
Me metieron en el cabriolé de una familia
extraña. Un joven judío contaba novísimos
billetes de cien rublos que desprendían un
crujido invernal.
– ¿A dónde vamos? –le pregunté a una vieja
arropada en un chal de gitana.
– A Villa Frambuesa –respondió, con una
tristeza tan lacerante que mi corazón se opri-
mió con un mal presentimiento.
Hurgando en un hatillo de rayas, la anciana
sacó cubiertos de plata, telas y zapatos de
raso.
Las tétricas carrozas de la boda seguían pro-
longando su incursión, balanceándose como
contrabajos.
Allí viajaban el comerciante en maderas
Abrasha Kopelianski –que padecía una angi-
na de pecho–, su tía Johanna, rabinos y fotó-
grafos. El viejo profesor de música llevaba
sobre sus rodillas un teclado mudo. Un gallo,
destinado al sacrificio, se agitaba bajo la pelli-
za de castor de un anciano.
– ¡Mirad! –exclamó alguien asomándose a la
ventanilla–: ¡esto es Villa Frambuesa!
Sin embargo, no se veía allí el menor rastro
de villa alguna. Pero en medio de la nieve
crecía un frambueso sarmentoso y tupido.

——————————————65———————————————
– ¡Es un frambueso! –exclamé loco de alegría,
y corrí con los demás, llenando mi calzado de
nieve. En algún momento se me desató una
bota y, entonces, un sentimiento de inmensa
culpabilidad y desorden se apoderó de mí.
Después me llevaron a una odiosa habitación
varsoviana donde me obligaron a beber agua
y comer cebolla.
Me había inclinado para hacer un doble nudo
en mi bota y ponerlo todo en orden, pero fue
en vano. Me resultó imposible reparar o
modificar algo: todo ocurría al revés, como a
menudo sucede en los sueños.
Tiré por los suelos unos edredones que no
eran nuestros y salí corriendo al jard í n
Tavricheski llevándome mi juguete preferido
de niño: un candelabro vacío, profusamente
cubierto de cera y al que entonces le fui qui-
tando su blanca corteza, tan suave como un
velo de novia.

Es aterrador pensar que nuestra vida es un


relato sin tema ni héroe, hecho de vacío y
cristal, del apasionado balbuceo de todas las
derrotas, del febril delirio de Petersburgo.
La aurora de pálidos dedos rompió sus lápi-
ces de color.
Ahora, yacen como pajarillos con los picos
abiertos y vacíos.
Y, sin embargo, me parece entrever las seña-
les de mi delirio bienamado y prosaico.

——————————————66———————————————
¿Conocéis ese estado? Es como si todas las
cosas tuviesen fiebre, cuando están a la vez
felizmente despiertas y enfermas: los obstá-
culos en las calles, los carteles desgarrados,
los pianos amontonados en el depósito como
un inteligente rebaño sin pastor, nacido para
éxtasis de sonatas y agua hervida...
Confieso que, entonces, no soporto más la
cuarentena, y avanzo orgullosamente, rom-
piendo los termómetros, por el contagioso
laberinto, tapizado de oraciones subordina-
das como si se tratase de alegres compras
debidas al azar... y vuelan al morral entrea-
bierto las codornices asadas, inocentes, como
la plástica de los primeros siglos del cristia-
nismo, y el kalach, el sencillo kalach del que
ya no se me oculta que fue imaginado por un
panadero como una lira rusa de áfona masa.

En 1917, toda la perspectiva Nevski no era


más que una sotnia de cosacos, con las gorras
azules ladeadas, de ro s t ros parecidos a
medios-rublos orientados oblícuamente
hacia el sol.
Incluso con los ojos cerrados, podemos decir
que son los jinetes quienes cantan.
La canción se mece sobre las sillas de montar,
como grandes y vanos costales de doradas
hojas de lúpulo.
Es la ración cotidiana de libertad para el débil
golpeteo de los cascos, el ruido y el sudor.

——————————————67———————————————
La canción boga a nivel de las relucientes
ventanas de los entresuelos, sobre la pelam-
bre y las cegadas testas de los caballos, como
si la misma sotnia bogase sobre un diafrag-
ma, confiando más en él que en las botas y las
espuelas.

Destruid el manuscrito, pero conservad lo


que habeis esbozado al margen por aburri-
miento o incapacidad y como en un sueño.
Esas criaturas secundarias y pasajeras de
vuestra fantasía no se perderán en el mundo;
se instalarán inmediatamente tras los sombrí-
os pupitres, como terceros violines de ópera
del Mariinski, y, en agradecimiento a su
autor, entonarán la obertura de “Leonora” o
del “Egmont” de Beethoven.

¡Qué dicha para el narrador pasar de la terce-


ra a la primera persona del relato! Es lo
mismo que después de haber bebido en incó-
modos vasos tan pequeños como dedales de
coser, de pronto, renunciásemos a ellos, y
nos pusiésemos a beber directamente del
grifo el agua fresca y natural.
El miedo me coge de la mano y me conduce.
Un blanco guante tejido. Una manopla. El
miedo me seduce, pero lo respeto. Casi iba a
decir: “Con él no temo a nada”. Los matemá-
ticos deberían levantarle una tienda de cam-
paña, ya que el miedo es la coordenada del

——————————————68———————————————
tiempo y el espacio: pues ellos participan del
mismo como un fieltro enrollado en una
jaima de kirguises nómadas. El miedo desen-
gancha los caballos cuando hay que partir y
nos envía sueños de techos irracionalmente
bajos.
En lo más lejano de mi conciencia se albergan
dos o tres solitarias palabras: “he aquí”, “ya”,
“súbitamente”; las mismas van y vienen de
un vagón a otro en el tren de Sebastopol,
débilmente iluminado, se detienen en las pla-
taformas de los topes, tropiezan unas con
otras y después se separan como dos ruido-
sas sartenes.
El ferrocarril ha modificado todas las orienta-
ciones, todas las construcciones, todo el
ritmo de nuestra prosa. Acabó sometiéndola
por completo al loco mascullar del pequeño
mujik francés de Anna Karenina. La prosa
ferroviaria, como la andorga de ese hombre-
cillo anunciador de muerte, está llena de ins-
trumentos ad hoc, de piezas delirantes, de
preposiciones de oropel que estarían mejor
sobre la mesa de las pruebas judiciales, pues
está despojada de cualquier preocupación de
belleza y rotundidad.

Sí, ahí donde las carnosas bielas de la loco-


motora se impregnan de aceite hirviendo, ahí
es donde respira mi paloma –la prosa en toda
su longitud–, confundiendo al mundo –la

——————————————69———————————————
desvergonzada– y enrollando en su devoran-
te rasero las seiscientas nueve verstas de la
línea Nikolai con las pequeñas garrafas de
vodka empañada.

A las nueve horas y treinta minutos de la


noche, el ex capitán de caballería Krzyrza-
nowski subió al rápido de Moscú. Metió en
su maleta la levita de Parnok y sus mejores
camisas. La levita, replegando sus alas, se
acomodó perfectamente en la maleta, sin ni
siquiera arrugarse: como un revoltoso delfín
de cheviot a quien se parecía por su corte y
juventud de espíritu.
El capitán de caballería Krzyrzanowski des-
cendió a beber vodka en Liuban y Bologoie,
mascullando: soirée, moiré, poiré o cualquier
otro galimatías de oficial. También intentó
afeitarse en el vagón, pero sin conseguirlo.
En Klin, probó el café que sirven en los
ferrocarriles, que se prepara según una rece-
ta inmutable desde los tiempos de Anna
Karenina: con achicoria y una pizca de tierra
tumbal o cualquier otra porquería por el
estilo.
En Moscú, descendió para ir a alojarse en el
Hotel Selekt: un buen hotel de la Malaia
Lubianka, donde ocupó una habitación que
antaño había sido local comercial, con –a
modo de ventana– un soberbio cristal que el
sol calentaba inmisericorde.

——————————————70———————————————

Nota a El sello egipcio

Esta novela fue escrita entre 1927 y principios de


1928, y publicada en una revista en mayo de 1928.
La novela carece de fábula. Los acontecimientos
ahí escritos transcurren en un solo día. En el capí-
tulo 1. el sastre le retira a Parnok su levita por
impago de la misma; 2. Parnok en la peluquería-
barbería; 3. Parnok se acerca a la lavandería para
recoger su camisa; 4. Parnok visita el gabinete del
dentista, se atormenta por el hecho del lincha-
miento; 5. se siente cansado e impotente; 6. su
querida se marcha con su rival; 7. su levita tam-
bién se la lleva su rival; 8. se siente como una
nulidad y su rival triunfante se marcha a Moscú.
Ese hilo principal está “adornado” con las refle-
xiones y recuerdos personales del autor. Es el pre-
texto para presentar la historia de un ser insigni-
ficante del siglo XIX a quien despojan de sus
cosas más valiosas (como en El Capote de Gógol)
y empujan a enfrentarse con un rival que, sin nin-
gún derecho, se apodera de todo lo más valioso
en la vida de uno (como en La Nariz de Gógol y El
Doble de Dostoievski).
El título de la novela parece simbólico; da a
sobreentender la emisión de una serie de sellos
egipcios que iría de los años 1902 hasta 1906, en
los cuales se desvanecían las imágenes cuando se
trataba de despegarlos al vapor: la misma suerte

——————————————71———————————————
va a correr el protagonista de esta novela. Ni el
protagonista de la novela ni el mismo autor con-
forman el núcleo de la obra, sino el mundo que se
hace pedazos, el mundo ilusorio visto con ojos de
pájaro, según la expresión del mismo Mandelsh-
tam.
La misma suerte que el protagonista de la novela
corre la cantantante italiana A. Bosio (1824-1859),
que muere en Petersburgo de un constipado
durante su gira artística.
La obra transcurre durante el verano de 1917, en
la ciudad de Petersburgo, pero no en los mismos
lugares que en El rumor del tiempo. Los aconteci-
mientos principales se desarrollan cerca del
Fontanka (allí donde antaño vivió Dostoievski),
que divide al resto de la ciudad de su centro. Sin
embargo, el mismo Parnok vive alejado del cen-
tro, en la Kamenoostrovskaia, de edificios nue-
vos, que aún carecen de cualquier historia; en
1917 vivió ahí el mismo Mandelshtam.
La familia de Parnok parece ser un calco de la
familia V. Ya. Parnaj (1891-1951), poeta de van-
guardia de la escuela parisina, músico, bailarín y
teórico de la danza, vecino de Mandelshtam (su
hermana, también poeta, utilizaba el seudónimo
de S. Parnok).
En la novela aparecen personajes reales, conoci-
dos y familiares de los Mandelshtam; por ejem-
plo, Gueshka Rabinovich –el agente de seguros–,
un conocido de la juventud de Mandelshtam, la
tía Vera Pergament, pianista y pariente de la
madre del poeta, el padre Bruni, hermano del
pintor A. L. Bruni, también poeta y músico.

——————————————72———————————————
En la novela se mencionan también objetos y
cosas típicas de la época: el jabón Rallié, el pachu -
lí, las rosquillas de mazapán, el piksaphone, etc...

duelo al modo americano (amerikanskaia duel-


kukushka): donde los adversarios, encerrados en
una habitación oscura, disparan al oír la voz del
contrario.
corps de ballet: cuerpo coreográfico o de baile.
66: juego de cartas, parecido al tute.
kalach: panecillos en forma de cadenas.
sotnia: grupo de un centenar de cosacos.
Biron, Ernst Johann: duque de Curlandia (1690-
1772) político ruso, n. en Kalzeen, favorito de la
emperatriz Anna Ivanovna. Sanguinario y despó-
tico, asumió la regencia en la minoría de Ivan VI,
al morir la emperatriz (1740).

——————————————73———————————————

También podría gustarte