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Álvaro Millán Espinoza

Por dentro
Recopilación de cuentos breves y muy breves

1999 — 2012

Santiago de Chile — 2014


Millán Espinoza, Álvaro.
Por Dentro - 1ª ed. - Santiago de Chile

Por Dentro por Álvaro Millán Espinoza se distribuye bajo una Licencia Creative Commons
Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Advertencia: lenguaje grosero o explícito.


Para mis ex. Porque todas fueron la chica perfecta para mí. Excepto una.

Para el amor de mi vida, CSE85E4A.


Agradecimientos

Quiero agradecer a todos: a los Buenos y a los Malos con los que me he tropezado estos
últimos años de mi vida.

A los Malos, porque me han desafiado a avanzar y a tener cojones cuando es necesario.

A los Buenos, porque siempre han estado ahí para mí, para apoyarme y contenerme
cuando los Malos me revientan el hocico a patadas.
«No creas»
«La imitación es la madre de todas las artes»
Índice

Por dentro (2004) 9

Chantaje de Pendejo (2008) 15

Condensación (2002) 17

Cualquiera (2011) 19

Clarita (2007) 20

Terapeuta (2001) 22

Ya es tarde (1999) 23

Incendio en la calle (2005) 27

No te apegues (2000) 28

Conciencia en La Torre (2012) 33

Se acabaron los cigarros (2007) 42

Que se calle (2001) 44

El Cuerpo (1999) 45

Sordera (1999) 50

El pololo de la Juli (2009) 51


Por dentro (2004)

«Lo que estoy diciendo es que ustedes no pueden


de ningún modo experimentar algo que no conocen,
entonces todo lo que ustedes experimentan con ayuda
del conocimiento es estéril, es una batalla perdida»
(U.G. Krishnamurti, “El Pensamiento Es Tu Enemigo”)

cambioS
Ya llevaban varias horas peleando.
Habían llegado a esa casa hacía poco más de una semana y congeniar con la nueva
vida, el nuevo ambiente, los nuevos compañeros de trabajo y los nuevos vecinos no
estaba siendo todo lo fluido que pensaron que sería. Pablo jamás imaginó -por ejemplo-
que echaría de menos a Margarita, la secretaria de su piso. En todos los años de trabajo
nunca habló mucho más que lo necesario con ella. Un «Hola, Tita. Buenos días» por las
mañanas y otro por la tarde. Con cariño, pero breve. A media tarde, uno que otro cambio
de luces cuando iba a hacerse un café o se cruzaban en el pasillo. Nunca pensó que eso le
importaría; no por la Tita, la Tita es una persona increíble. Pensaba que no le importaría
porque, por regla general, a él no le importan esas cosas.
Su esposa se estaba adaptando mal al cambio. No sé si peor que Pablo, pero de
seguro bastante mal. Ella es una olla a presión: junta todo y si la operas mal te estalla en la
cara. Tiene dos personalidades, dos formas de ser muy marcadas, como todas las chicas
emparejadas que conozco. Desde el momento en que una chica se enamora se reparte
entre dos personalidades tremendamente opuestas: aquella con la que te relacionas
cuando están en pareja, y aquella que aparece cuando la dejas. Ambas personalidades, la
buena y la mala, conviven en toda chica pero no se superponen. Cuando aparece una, la
otra se esconde. Es por eso que toda chica desea —a veces inconscientemente— cortarle
las bolas con una sierra oxidada al chico que amaba cuando éste la deja.
Eso es normal.
Lo demente es que cuando lo imagine, se visualice haciéndolo con sus propias manos
en vez de pagar un poco de plata para que alguien más lo haga.
planeS
Parte del plan era irse a vivir a un pueblo tranquilo, donde pudieran estar a solas y
recuperarse de todo lo que estaban viviendo. Donde pudieran hacer lo que quisieran. Pero
el entusiasmo había obnubilado toda una gama de situaciones extrañas en las que no
pensaron antes de tomar la decisión. No habían pensado en qué harían con su tiempo
libre, por ejemplo. No habían previsto que, frente a la soledad, se encontrarían con
aspectos de ellos mismos que habían permanecido «apagados» bajo el ruido de la ciudad
durante más de veinte años. No se habían imaginado lo angustioso que puede llegar a ser
pasar una tarde completa sin nada más que hacer que cruzar las manos detrás de la
cabeza.
Ninguno de esos escenarios había sido considerado.

desconocidoS
Cuando Javierita murió, una tercera personalidad había surgido de cada uno. Pablo se
había convertido en una persona gris. Neutra. Estaba desprovisto de colores, de carácter.
Todo en él estaba estable, plano, sin matices. Como aturdido, ensimismado. Ella se había
revolucionado. Su personalidad había degradado desde su natural y amable dulzura hacia
una especie de ser desdichado y miserable, que descargaba toda la ira que había ido
guardando detrás de cada uno de los sobre-adaptados gestos con los que se relacionaba.
Habían empezado a desconfiar el uno del otro. De una extraña forma, durante todos
esos años de intentar hacer una vida juntos, de tratar de construir algo como pareja, y
debido al entusiasmo, habían vuelto a olvidar considerar algunas cosas. Por ejemplo, que
sin peleas es imposible conocerse. Imposible. O que permanecer juntos no depende de las
pilas que le pongas a la relación.
Esas cosas se las habían saltado. Estaban fuera de perspectiva.
Con lo de la Javierita habían dejado de conocerse entre sí. Se habían unido, mucho,
pero no para conocerse, sino para hacer lo que tenían que hacer.
Cuando llegaron a la nueva casa parecía como si todo hubiese cambiado. Ellos, el
mundo, incluso el tiempo. Todo iba mucho más lento. Sentían que ya no se conocían,
como si fuese extraños que, por una situación imprevista, se ven obligados a compartir
una casa en medio del campo, con todo lo seductor y escalofriante que puede llegar a ser
encontrarse en medio de una situación como esa.
Pero ninguno de los dos dijo nada, esperando que las cosas pasaran y se arreglaran.
«Son todos los cambios que hemos tenido que vivir», pensó Pablo y esa misma explicación
surgió también en la cabeza de ella en algún momento, para justificar todo lo que estaba
pasando. Y no lo hablaron, al menos no directamente, como cualquier pareja normal. En
vez de eso, ella se volvió huraña, agresiva; y él empezó a soñar casi todas las noches -
como cuando era pequeño- con esa misma escena inundada de curiosidad que le había
llevado a preguntarse, por primera vez, cómo somos las personas por dentro.
sarcasmO
Ir a la terapia obligado por su esposa era lo que le molestaba. Él sabía mejor que ella
lo que andaba mal en sí mismo. Era su personalidad.
—Mmmm… no sé… —dice Pablo—. Como que no me veo yendo al psicólogo. No es
mi estilo.
Ella se queda mirándolo, con los ojos bien abiertos, como si no pudiera creer lo que
oye.
—¿Tu estilo? ¿No es tu estilo? —ironiza—. ¿Eso dijiste?
Pablo se mueve en la silla, aparentemente incómodo, sin decir nada. Después de todo
sabía que lo del estilo era una excusa estúpida. Él no tiene estilo. Y tampoco quiere tener
uno.
—Sí, mi amor —se defiende—. No es mi estilo. Tú me conoces…
La muy puta se pone a reír. Pablo como que no entiende muy bien lo que pasa. No se
supone que ella se ponga a reír precisamente ahora que él quiere decir lo que le pasa y ser
sincero con ella.
—Pues yo creo que lo que no tienes es carácter. —Se arregla el pelo con la mano
mientras se hace una cola de caballo con un tiburón de plástico horrible.
Pablo se queda mirando lo tirante que le queda el pelo y no puede dejar de mirar,
asombrado, los nervios y tendones que se le tensan en el cuello, y de comparar ambas
cosas, lo tirante de su pelo con lo tenso de su cuello. Imagina que por dentro, en el útero,
unas largas y tensas franjas de nervios adornan sus paredes, un poco agrietadas y
flageladas por el constante nerviosismo.
Luego de eso, silencio.

amenazaS
Pablo no lo puede creer. Aún está sentado en la silla de la cocina, a sólo unos pasos de
ella, pero no se le ocurre nada qué decir. Pese a todo, siempre le ha gustado escucharla.
Pese a todo. Incluso pese a que ella no es todo lo femenina que él hubiese querido cuando
recién la conoció. Con el tiempo se ha vuelto un poco huraña. Malhumorada. Habían
pasado cosas terribles juntos, como cuando Javierita se deprimió. Cuando decidieron
tenerla no tenían idea qué cosas tendrían que pasar, pero se imaginaban lo típico:
accidentes menores jugando en la plaza, rodillas con costras eternas, uno que otro resfrío.
Pero jamás en ese momento se imaginaron que iban a tener que lidiar con la depresión de
una niña de 4 años. Eso no estaba en sus expectativas. Incluso el retraso mental que le
habían detectado al entrar a pre-escolar había sido más esperable. Doloroso, pero
esperable.
Ella se queda de pie un momento más sin decir nada con la boca, pero expeliendo
fuego por las orejas y los ojos. Él se limita a quedarse sentado a la mesa, con la cabeza
caída, sin mirarla a la cara.
—¡¿Y ahora qué pasa?! ¡¿Me vas a echar la culpa de todo?! ¡¿Ese es tu estilo?! —le
grita con los ojos abiertos y lanzando chispas—. ¡Respóndeme! ¡¿Es ese tu estilo?!
Pablo está sorprendido, perplejo. Ella nunca había reaccionado así. Estaba como loca.
Pablo la quiere harto, especialmente desde que toma Neuril.
Se queda callado, sentado a la mesa, jugando con un cigarro apagado en la mano. Por
los altavoces de la radio suena la primera del Road To Ruin de los Ramones.
Pablo sabe cómo son las mujeres. Lo tiene muy claro. No se saben controlar. Antes
eso lo sacaba de quicio, pero ya no. Ahora tiene sus defensas.
Si no hubiesen estado en ese momento en la cocina, seguramente las cosas hubiesen
sido muy distintas. Hace un par de años, en esa misma cocina, ella se había puesto
juguetona y él se había preguntado, como con cada chica, qué es lo que buscaba. Le
gustaba pensarlo. Siempre le ha gustado pensar en eso, hacerse una idea de lo que las
chicas quieren en una relación.
—¿Sabes? —Dijo ella, sacándolo de su ensimismamiento—. Me importa una raja lo
que hagas o no con tu vida. Tu problema es que eres como una niña y no puedes evitarlo.
Ese es tu puto problema.

gónadaS
Una cosa es que te digan que eres un weón penca. Es fuerte, pero soportable. O que
te digan que eres un pendejo, un mamón, o hasta un hijo de puta.
Pero otra cosa muy distinta es que te digan que eres como una niña.
Eso no.
Pablo se levanta de la silla dejando su cigarro sobre la mesa. Tiene la cara distinta,
como hipnotizado. Muchas cosas habían pasado en esos largos años de matrimonio. Su
semblante no refleja nada. No se ve enojado, ni triste, ni nada. Es como si no tuviera cara.
Como si estuviese dominado por algo.
Ella se aleja unos pasos, caminando de espaldas, sin despegar la vista de Pablo. Piensa
en lo poco que lo conoce pese a todo lo que han pasado juntos. Piensa en la inmensa
cantidad de parejas que deben estar en una situación parecida a la de ellos, pero ninguna
se le viene a la mente, lo que hace que se sienta sola.
Pablo se acerca un poco más hacia ella, esta vez más lentamente, como si estuviera
calculando algo.
Como acechando una presa.
Ella da un paso más hacia atrás y choca la espalda contra el borde del lavaplatos. El
recipiente de los cubiertos se resbala de…

instintO
Pablo está sólo a unos pasos de ella y puede sentir sus gemidos de miedo y su corazón
palpitar a todo lo que da dentro de su pecho. Una imagen, un recuerdo de su infancia, se
infiltra en su cabeza como una descarga de electricidad. En la imagen está con un gato
callejero en el patio del colegio, imaginando cómo será por dentro.
Pura curiosidad infantil. Inocencia.
El segundo, el tercero y el cuarto gato sólo los había abierto para verificar.
Recordó que cuando los abría, había sentido un intenso calor que comenzaba en la
parte trasera de su cabeza y que luego se extendía por todo el resto de su cuerpo.
Era su primera probadita de éxtasis. De placer.
Tenía ocho años y a esa edad no es maldad, es travesura.
La sangre había corrido a todo lo largo de la sala y las niñas del curso se habían puesto
como locas. Algunas se desmayaron. Algunas se escondieron. Todas gritaban.
—Tienes razón. Tienes toda la razón. —Ella se agacha lentamente a recoger un
cuchillo de los que cayeron al piso, sin despegar la vista de él. Traga saliva ruidosamente
mostrando su nerviosismo, a lo que él responde esbozando una pequeña y malvada
sonrisa.
Pablo lleva su mano derecha hacia atrás, como en cámara lenta, haciéndola
desaparecer de su vista. Ella se sobresalta. La izquierda la tiene extendida hacia el suelo,
con el puño fuertemente apretado.
Ella sabe lo que va a pasar. Las mujeres siempre saben lo que va a pasar.
—Está bien, Pablo… —Él comienza a acercarse otra vez, poco a poco, con la mano
escondida en su espalda—. Dejémoslo así. —Se levanta, desistiendo de tomar el cuchillo
porque Pablo ya está a menos de un metro.
Está temblando. La cara de Pablo está distinta. No es el de siempre. No es el de hace
unas horas. Es como si se hubiese convertido en una persona completamente distinta y
extraña.
Pablo se acerca un poco más. Están a centímetros de distancia. Ella respira
agitadamente tratando de no parecer asustada, pero se delata.
Está cagada de miedo.
Trata, como por instinto, de echarse hacia atrás.
Siente como un par de pequeñas gotitas de meado se deslizan hacia sus calzones.
Él se acerca un poco más y la distancia entre ambos se acaba.

escozoR
La cuchillada no había sido realmente una cuchillada. Era solo un tajo. Ella ni siquiera
se dio cuenta. Sólo había reaccionado abriendo los ojos de par en par sin poder creer lo
que estaba pasando.
Pablo respiraba rápida y entrecortadamente, jadeando, con los ojos desorbitados y
rojos. Después del primer corte, se echó hacia atrás con un pequeño sobresalto, con el
cuchillo aún en la mano.
Ella ahogó un grito, todavía con los ojos y la boca muy abiertos, y giró la cabeza para
ver el lugar de su cuerpo en que el cuchillo había abierto la carne. No había sangre. Sentía
un pequeño calor en el brazo y su sweater estaba rajado, pero no podía ver si el cuchillo
había atravesado la inmensa capa de ropa que traía. Había escuchado que cuando recibes
un corte lo primero que sientes es calor y que sólo después de unos segundos, incluso
minutos, se comenzaba a sentir el verdadero dolor. Un escozor inimaginable. Ahora sentía
el ardor y no sabía si después de eso vendría o no el malestar inaguantable.
Todo eso pasaba por su cabeza como un rayo, mientras miraba su parca rajada y
esperaba, vigilaba, sin tocar ni mover el brazo atacado, a ver lo que sucedía.
No había sangre.
Pablo estaba como hipnotizado.

ascO
Después de la pelea, ella había decidido quedarse a dormir en casa porque si llegaba a
pedirle a su madre que la alojara con el brazo tajeado, aunque sólo fuera
superficialmente, su matrimonio se desmoronaba.
Tomó unas frazadas y sacó de la parte de arriba del clóset su calientacamas de una
plaza, el que tenía cuando estaba soltera. Después habían comprado uno de dos plazas y
el de una había sido remplazado.
No lloraba. Sólo sentía asco. Tenía ganas de vomitar. No tenía otro lugar dónde ir.
Había dejado de ver a todos sus amigos cuando se había casado y aún más cuando
tuvieron a la Javi.
Dejó las mantas y el calientacamas sobre una silla apilado en la pieza de su hija. La
habían decorado juntos durante las vacaciones de verano, bajo un calor de mierda,
escuchando el disco de Lekman. Ella con unos shorts de mezclilla apretados, una polera
celeste y hawaianas. Pablo sólo con un jeans y un cinturón. Dibujaron cientos de
elefantitos y cuncunas. Los elefantes representaban la entereza, la grupalidad y la
longevidad que querían para la Javi. Las cuncunas eran el símbolo de la fuerza y el
carácter, la parte fálica de la personalidad. El rosado que inundaba la pieza en las paredes
y accesorios que colgaban por todas partes representaba la feminidad, la ternura que
querían para su hija.
Cuando la Javi murió, la pieza había quedado intacta. No la había alcanzado a ocupar.

curiosidaD
¿Cómo será una persona por dentro?

cobijO
Ella apagó la luz de la lámpara de elefantito y en la oscuridad de la pieza el techo se
iluminó con miles de estrellas fosforescentes. Se tapó con las mantas hasta la altura de los
ojos y se acurrucó sobre su lado izquierdo.
Sintió escalofríos.
Verificó que el calentador estuviera enchufado y al máximo. «A lo mejor se echó a
perder mientras estaba guardado», pensó.
Jamás se había parado a pensar como quería que fuera su vida, pero la vida no espera
a que te decidas como quieres vivirla.
Chantaje de Pendejo (2008)

Lo primero que hizo después de ver al director salir del motel con la secretaria del
colegio fue esperarlo en su oficina para mostrarle las fotos que les había sacado.
—¡Eso es chantaje, pendejo! —Le dijo el viejo, sorprendido y luego agregó con una ira
contenida que se podía ver a lo lejos—: Te vas a arrepentir, pendejo de mierda.
Pendejo lo miró y le dijo:
—Dígale como quiera y haga lo que se le antoje, señor —mientras guardaba un turro
de pases de salida firmados—. Pero no olvide lo que cada uno tenemos en juego en esto.
Antes de salir, Pendejo miró al viejo y lo vio ahí, sentado, boquiabierto, humillándose
y por un segundo sintió pena. Luego lo imaginó con la secretaria y su inmensa barriga
peluda y tirante entre ambos y sintió asco. A continuación pensó en la secretaria, sus
muslos, el olor a frutitas y cómo se le movía el culo de un lado a otro luchando con su
ceñida falda como si intentara liberarse. Pensó en qué vendría después. Comenzó a urdir
en borrador un plan para que sus notas fueran subiendo poco a poco hasta llegar a un
nivel alto pero que no levantara sospechas.
Imaginó un nuevo mundo sin pruebas que lo presionaran a estudiar. Levantó la
cabeza e inspiró con fuerza con una sonrisa de lado a lado de la cara. Imaginó a sus padres
felicitándolo por el cambio en sus notas y su comportamiento. Orgullosos. Puede que le
regalaran algo. Tal vez hasta lo quisieran más. Más que a su hermana.
Imaginó las posibilidades.
Pensó en cada detalle con una meticulosidad casi médica. Comenzó a armar en su
mente el plan perfecto para que la extorsión se pudiera mantener en el tiempo. De fondo
y en paralelo, su mente adolescente ejercitó las posibles maneras de usar el chantaje para
tirarse a Clarita, la secretaria culona, diosa, hembra rebosante de sexo. Se imaginó
llegando a su departamento donde lo estaría esperando ansiosa por sacarle la ropa.
Imaginó a Clarita, finura de puta, diciéndole «tienes que hacer que me corra, por favor»
así como con gemido de porno española, mientras le cerraba un ojo antes de raptárselo a
la pieza durante todo el fin de semana. Imaginó a Clarita montándolo con sus caderas
anchas, ricas, la piel suavecita y con esas dos tetas gigantes y atemorizantes golpeando
suavemente su cara con el vaivén de la encamada. En su fantasía, Pendejo la toma por las
caderas y comienza a apretarla contra sí, fuerte, y ella dice «oh, dios mío» tantas veces y
él le dice «te voy a dar más fuerte, prepárate» hasta que ella se desvanece sobre la cama,
inconsciente y casi sin respiración.
Así son los adolescentes cuando están calientes.
Pendejo volvió en sí cuando escuchó a la conductora del vagón del Metro anunciando
que habían llegado a Los Héroes. Casi sin pensarlo se llevó la mano al bolsillo de la
chaqueta para verificar que estuvieran los pases. Ahí estaban. Los acarició un momento
dentro del bolsillo porque no se atrevió a sacarlos. Era una maniobra arriesgada y
estúpida. Llegaría a su casa y en su pieza, cuando estuviera solo, los lanzaría como los ricos
lanzan billetes al cielo en las películas gringas.
Se llevó la otra mano al bolsillo interno de la chaqueta para cerciorarse que tenía las
fotos del director con Clarita, pero no las encontró. Un escalofrío recorrió su espalda y de
un momento a otro sintió como si se estuviera muriendo. Un mini-infarto. Luego se llevó
la mano al bolsillo contrario y encontró las fotos.
Cuando se bajó del metro era otra persona. Se sentía aliviado. El colegio era una
mierda y había encontrado la forma de sacárselo de encima. Ahora sí podría hacer lo que
quería.
Tal vez hasta podría llegar a conocerse por dentro.
Condensación (2002)

«A la gente le da miedo mezclarse…»


(B.E. Ellis, “Menos Que Cero”)

Era la última noche del mundo.


El Sr. y la Sra. Dios acababan de preparar el último café. Habían pasado toda la noche
hablando y no habían podido dar con una solución pese a los esfuerzos que hacían.
Todo se venía abajo.
El Sr. Dios termina su cigarrillo mientras la Sra. Dios se prepara a encender uno. El Sr.
Dios se acerca a la tablet que está en la mesa de centro y pone Lucky, de Radiohead.
El Sr. Y la Sra. Dios casi siempre estaban en desacuerdo. Siempre tenían conflictos
sobre cómo debían hacerse las cosas.
—Yo diría... —dice el Sr. Dios a su esposa— que hay que terminar con todo de una
vez. Esto ya no da para más.
—¿Así? ¿Sin más? —pregunta la Sra. Dios.
—Sí. Así no más —dice.
La Sra. Dios lo queda mirando y le suplica con los ojos que reconsidere. Él ignora su
mirada y baja la vista. Hace un tiempo ya que las cosas andan mal entre ellos. La Sra. Dios
se iría de la casa al día siguiente. El Sr. Dios se quedaría y quizás hasta terminara consigo
mismo también.
Se oye un suspiro profundo.
—Espera —dice la Sra. Dios, extendiendo su brazo para detenerlo.
—¿Qué pasa? —pregunta Él.
—Yo aún creo que hay posibilidades, mi amor. —La Sra. Dios lo mira con su cara más
tierna, pidiéndole que reconsidere.
—¿Posibilidades? —Pregunta Él, y luego agrega—: ¿Posibilidades de qué? ¡Si ya han
tenido un sinfín de posibilidades! —dice, convencido—. Les hemos dado más posibilidades
de las que han tenido cualquiera de las demás, ¿no crees? ¿No te parece que ya fue
suficiente?
—No, mi amor —se apresura a decir Ella—. Creo que no ha sido suficiente y tengo
que decírtelo, porque a veces siento que te estás poniendo un poco brusco. Dominante.
Huraño. Tú no eras así. Además, no debes olvidar lo que dijo el doctor. Somos dos y
tenemos que tomar este tipo de decisiones juntos y en conjunto, ¿te acuerdas?
Se acerca, se sienta a su lado y le acaricia la cabeza.
—Piensa un poco —continúa la Sra. Dios—. Puede que de un momento a otro las
cosas cambien. Tal vez algo los haga reconsiderar y cambiar. Es un planeta pequeño, raro,
inestable. Está lleno de contradicciones. Como tú mismo.
—¿Como yo? Naaaa… —se burla—. Yo no soy así.
—A ver, entonces explícame —lo desafía Ella—. Dime cuál es la razón esta vez. ¿Por
qué quieres terminar con ellos ahora? ¿Qué fue lo que pasó?
—No lo sé —dice el Sr. Dios y se masajea la cara con ambas manos, los ojos y a
continuación suelta un suspiro—. No sé por qué ahora o por qué me molesta tanto, en
realidad.
Parece aturdido, tratando con dificultad de armar oraciones coherentes dentro de su
cabeza.
—No sé qué hay de particular esta vez, pero siento que tengo que hacerlo. Que tengo
que terminar con esto y comenzar algo nuevo, algo diferente —agrega.
—¿Diferente? —pregunta Ella—. ¿Diferente a qué?
El Sr. Dios toma su tazón de café y se levanta del escaño y comienza a pasearse a lo
largo y ancho de la nube.
—Algo diferente. Diferente de verdad —dice—. Algo… perfecto.
Ella deja salir un suspiro y cruza las manos sobre el regazo.
Él continúa:
—Algo diferente, mi amor. Necesito hacer algo distinto, diferente a todo lo que he
hecho. Algo esencialmente distinto, ¿me entiendes? Ya no quiero estar intentando hacer
que funcionen sin conseguirlo. He tratado por todos los medios posibles y tú lo sabes.
Su cara está roja y sudorosa y le tiemblan las manos.
—Quiero hacer algo importante —continúa—. Algo que vaya más allá de las
posibilidades que yo mismo me he impuesto en estos últimos millones de años.
—Siempre pasa lo mismo —susurra Ella—. Ya no sé para qué los creas si un par de
millones de años después los quieres hacer desaparecer.
—Esta vez va a ser diferente, mi amor, créeme —la queda mirando a los ojos un
momento y tras hacer una pausa, agrega—: Te lo juro, mi amor.
La Sra. Dios se pone de pie. El Sr. Dios agacha la cabeza y luego la levanta hasta dejar
el mentón por encima de sus hombros. Da un par de pasos hacia el vidrio que cuelga del
techo en el que está el mapa de Todo Lo Que Existe. Cierra los ojos y extiende el brazo
derecho con el dedo índice apuntando. Lentamente lo posa sobre el cristal y en menos de
lo que dura un parpadeo la Tierra desaparece en una suave explosión en uno de los
extremos del mapa. Antes de desaparecer, el planeta comienza a calentarse y a hacerse
cada vez más pequeño. Pasa de su azul con blanco característico a un tono rojizo, como el
del cobre gastado, y comienza la condensación.
Luego, sólo desaparece como miles de otros planetas en el universo.
Esa era la última noche del mundo y nadie lo sabía. Según Todos, la mayoría de las
variables en juego estaban siendo controladas, manejadas, dirigidas.
Cualquiera (2011)

—¿Pa’ donde vamos, weona?


—No sé po, galla. A Suecia, yo cacho.
—¿De nuevo a Suecia? ¡Qué lata, galla!
—¿Y si no pa’ donde? ¿A Manuel Montt? Bellavista está lleno de picantes. ¿Supiste lo
de la Maca? En el Bella, po weona…
—¿Que le pasó?
—¿No supiste, galla? ¿De verdad?
—No.
—Se la violaron, weona. ¡En plena calle!
—No te creeeeeeeo...
—¡En serio, galla! Dos tipos. Uno era grandote, con una espalda anchota, así,
musculosa, wachón exquisito, que se parte.
—¡Ay, weona con raja! Seguro que si me violan a mí me toca un weón todo ordinario.
Clarita (2007)

«Y fue maravilloso, obsceno, suave, violento,


y luego nos reímos. Pasamos casi toda la mañana
abrazados, jugueteando, retozando como cachorros, sin
más conciencia que nuestro deleite, haciendo el amor
como nunca pude volver a hacerlo en mi vida.»
(Jaime Hagel, “Pupa, ¡Oh, Pupa!”)

Clarita toma sus botas, se sienta en la cama, se las pone con fuerza en cada una de sus
largas y esbeltas piernas y se levanta de un salto. Son las 6:35 am. Está a punto de
amanecer, hay neblina y hace un frío que cala los huesos.
Clarita se amasa el pelo una vez, dos veces y luego va hacia el espejo que hay sobre el
lavamanos del baño; se asegura de estar perfecta, llena de vida, resplandeciente, rica, sin
achaques. Se tira un beso en el espejo, se pone el abrigo de piel sintética, se cuelga la
cartera y sale de la habitación a paso rápido.
Clarita está en el ascensor cuando recuerda que dejó sus ligas en el baño de la
habitación, pero no se devuelve. Baja en el primer piso y se apresura a salir del hotel.
Ya fuera, Clarita camina hacia la Alameda y en el primer quiosco que encuentra
compra chicles y cigarros. Los hecha dentro de su cartera roja de vinilo y se arregla las
medias caladas, también rojas, furiosas, sexuales. Se apoya sobre las dos piernas con todo
su peso, endereza la espalda hasta quedar completamente erguida, levanta el culo y
comienza a caminar con esa gracia tan característica de ella, sólo de ella; esos pasos no
muy largos, no muy cortos, pero seguros, decididos, dueños del suelo que van pisando.
Clarita lleva la cabeza en alto, el ceño tranquilo, distendido, la cara llena de
maquillaje, rojo, negro, base, uñas postizas, olor a labial y en la cabeza tararea el coro de
una canción de Madonna.
Clarita camina por la Alameda hacia el metro Moneda y no mira más que los autos
que pasan en primera fila, lentos, meciéndose por la avenida casi desierta a esas horas de
la mañana. Va apretando la cartera contra sus caderas anchas, fuertes, sofocantes,
ardientes. El pelo mojado, recién lavado, con olor a champú de hotel caro, como a jazmín,
rulientita, perfume bueno, de marca, necesario, porque a los hombres el sexo les entra
por los ojos, el olfato, el tacto, el gusto y el despecho.
Por todas partes.
Por eso Clarita lo gritaba, lo alentaba, lo prendía con sus piernas y los hombres la
miraban, hermosa, cosita, ricura, ven para lamerte entera, enterita.
No había sido una mala noche la última. El tipo no era feo. Un poco suave, casi
cariñoso, pero no tan mal después de todo. Es que a Clarita le gustaba que la maltrataran
un poco; no con combos, pero que la tironearan, que la empujaran, la apretaran, que la
hicieran sentir rendida, sometida, entregada.
Clarita dobla por Concha y Toro mientras un radiotaxi, un Sonata nuevo, rojo, con los
vidrios polarizados, la imita en su maniobra lentamente. Al llegar a la mitad de la cuadra,
el radiotaxi se estaciona y Clarita queda frente a él, espléndida, arregladita, finura de puta.
Puta buena, de las verdaderas, de las de esfuerzo en el gimnasio. Sólo que la cara, Clarita,
no te sentaba mucho con el cuerpo esbelto.
Uno de los vidrios traseros del radiotaxi se baja lentamente y detrás de él no se ve
nada más que asientos vacíos.
Clarita está de pie en la acera y no dice nada. Espera alguna señal del auto, pero no
pasa nada. Comienza a ponerse nerviosa, quién será, qué querrá que haga.
Se arregla el cabello y se acerca a la ventana del taxi, meneando las caderas, furiosas
de deseo.
Clarita se apoya en la ventana abierta del taxi con los brazos cruzados, mostrando sus
pechos grandes, jugosos, inflados, levantando el trasero lo más posible.
Clarita está ahora más segura que nunca de sí misma. Frente a frente.
Clarita se queda inmóvil cuando siente algo frío, metálico, sobre su sien derecha y
escucha un débil pero claro «no te muevas».
El corazón le salta dentro del pecho, pero no se mueve.
Tum tum tum tum.
Ya casi ni respira.
Silencio. Absoluto silencio.
Puede que Clarita vaya a la pelea de nuevo.
Puede que no.
Terap uta e (2001)

Natasha es la mejor terapeuta que he tenido, siempre huele rico. A veces me dice que
no me preocupe, que disfrute, que no me pase rollos y toma una de mis manos y la desliza
suavemente por uno de sus muslos, como si con eso quisiera decirme algo. Algo
importante.
Es buena terapeuta, la mejor de todas.
En cualquier caso, Roxy tampoco está mal. Sólo que no viene a mi casa y a mí me
cargan los moteles.
Por eso Natasha es mil veces mejor. Natasha sí me entiende.
Ya es tarde (1999)

«Twenty-two points, plus triple-word-score,


plus fifty points for using all my letters.
Game's over. I'm outta here.»
(Virus Macro de Word “Melissa”)

Me marcho.
Camino rumbo a casa de Rocío, quebrada, molida, sin fuerzas para seguir viviendo.
Meto las manos en los bolsillos de mi abrigo de piel de visón y mientras pasan muchas
imágenes de muertes de niños en manos de dementes que matan y matan y matan, no
me doy cuenta que ya he pasado los límites de la ciudad y pienso en volver a casa y en la
exquisita posibilidad de no ir a la mansión de Rocío esta noche, aunque la casa es grande y
hay mucho provecho que sacar de ella.
De ambas.
Paso por delante de una de las mansiones más grandes de esta colina y por enfrente
de un motel de siete estrellas que tiene un letrero luminoso de neón rojo y verde, que se
enciende y apaga cuando paso y me quedo un momento pensando si debería o no haber
tomado los ansiolíticos y si realmente me gusta lo que estoy haciendo con mi vida. Me
distraigo encendiendo un Chesterfield sin filtro sin tapar el viento que corre que es helado
y me recuerda las manos frías de Rocío la última noche. Su boca era gélida como el hielo,
como la nieve y su aliento en mi cara, también frío, me hacía sentir que tenía un trozo de
metal macizo entre mis brazos cuando la abrazaba.
En la mansión está Elisa, Rocío y Franco que está tumbado sobre una de las camas de
sol que están alrededor de la piscina. Están todas desordenadas sobre el césped y por
alguna razón las cuento y son veinticuatro y luego vuelvo a contarlas y son veintitrés y
luego nuevamente veinticuatro y por fin a la sexta vez que las cuento y son veinticuatro
me termino de convencer de cuantas son en realidad. Franco está acostado con una
guitarra en el pecho y lleva mi abrigo de piel de leopardo y trato de recordar cuándo se lo
pasé, pero no lo logro, porque inmediatamente me pongo a pensar en otra cosa, a
desvariar, tratando de recordar si el motel de siete estrellas que vi habrá sido el mismo
donde pasé la última noche con Edgardo. Me extraña que Edgardo no esté aquí hoy y que
no haya coca encima de la mesa que fue hecha por una diseñadora de muebles que es lo
último en moda de exteriores y que creo que se apellida Brauer o Bruer y que, según he
escuchado, se acuesta con Elisa eventualmente.
—Es una descarada —dice Elisa.
Hace una pausa mientras da un sorbo a su Martini Naranja. Luego agrega, segurísima
de lo que dice:
—Es una... descarada de mierda.
Salgo de mi ensimismamiento y pregunto:
—¿Quién más es una descarada de mierda? —y me doy cuenta que aunque no he
estado oyendo atentamente la conversación puedo saber, con un porcentaje de seguridad
casi completo, que se trata de la diseñadora top.
—Tú —dice Elisa y me levanta las cejas mientras muestra, como en un brindis de fin
de año, su copa ya casi vacía del todo.
—Sí po —se suma Rocío—. Claro que lo entretenido habría sido que hubieses
escuchado todo lo que dijo Elisa de ti.
Hace una pausa y agrega:
—No habrías aguantado.
Me lanzo con todas mis fuerzas sobre Elisa pasando por los ocho o nueve metros de
ancho de la piscina, agitando los brazos, mostrando mis afilados colmillos y mi rostro
pálido verde ceniza. La tumbo en el césped que rodea la piscina y hago como si la fuera a
morder y ella comienza a gritar, actuando, completamente pasada de clonazepam:
—¡No, por favor! ¡Sáquenmela de encima! ¡Por dios santo, por dios santo! ¡No me
dejen morir!
Todos ríen mientras Elisa y yo hacemos el ridículo y yo me levanto del suelo y ella se
queda sobre el césped frío esperando que la levante pero no lo hago, y pienso que ya no
quiero seguir haciendo esto, que no quiero estar aquí y que quizá pueda conseguir un
gramo de verdad en algún lugar, así que me voy sin decir nada.

**

Me meto al Cyclo pero no veo a nadie interesante y no tengo ganas de acostarme con
ninguno de los tipos que veo, así que vuelo a Xampanyett pero tampoco diviso a nadie
hasta que entre la gente aparecen Abril y Éctor, que está colgando de la cartera de Abril y
me saluda batiendo las alas.
—¿Y a éste que le pasa? —le pregunto a Abril y recuerdo que la última vez que lo hice
con Éctor en su mansión de Buenos Aires estuvo a punto de morderme en la entrepierna y
que me rasgó un poco de piel de los muslos y de las tetas.
Luego de una pausa veo que Abril no logra encajar la mirada en mis ojos, porque lleva
días metiéndose Tonariles y responde, aletargada:
—No sé. No quiere hablar con nadie… —y se larga a llorar sobre mi hombro mientras
Éctor sale por la ventana haciendo sonar sus alas rumbo a la luna llena que se alcanza a
ver sobre la cornisa.
No estoy de ánimo para que Abril me venga con sus típicas historias, pero ya me
agarró.
No hay forma de escapar.
—Esta noche... —aún está con la cabeza apoyada sobre mi hombro y puedo sentir sus
colmillos envidiablemente bien afilados sobre él y me pregunto qué hará para
mantenerlos así—. Me dijo que...
La interrumpo y le pregunto, actuando interés:
—¿Qué es lo que te dijo ese conchesumadre? —aunque en realidad me importa una
verdadera mierda de perro.
Por los parlantes suena una versión remix horrible de Let’s Go To Bed.
—¿Que te dijo ese miserable, mi amor? —le pregunto, pero esta vez sé que me ha
salido un tono demasiado falso y espero que lo note para que me deje tranquila de una
vez, pero aunque lo ha notado no me suelta.
Se supone que somos amigas, por definición. O por idiosincrasia. Así que aguanto un
poco más y le digo:
—¿Qué te dijo? Vamos, linda. Dime.
Luego de una larga pausa, mientras pienso que quizá debí haberme quedado en casa
de Elisa y mientras repaso la posibilidad de volver ahí y acostarme con Rocío o con Elisa o
hasta quizá nuevamente con Éctor, ella dice:
—Me dijo que se va, que me deja.
Pausa.
Saca su cabeza de mi hombro y siento el impulso de morderla pero soy consciente de
que estamos en un bar de Providencia y que no puedo hacerlo por razones obvias y luego
ella agrega, gritando como loca:
—¡Me ha dicho que soy una puta! ¡Me ha dicho que soy una maldita puta, la más
puta de todas y que no tengo la más remota idea de lo afortunada que soy con todo esto y
que se arrepiente incluso de haberme conocido!
Veo que su rostro está cubierto de lágrimas y que por primera vez desde que la
conozco la veo llorar de verdad, no fingiendo como siempre lo hacemos, y puedo sentir
como sólo nosotros podemos hacerlo, que tiene un vacío tremendo en el pecho y que la
angustia la está matando por dentro como un parásito que se sobrealimenta.
Me limito a quedarme de pie frente a ella con cara de «te entiendo» y cuando veo
que pone su mejor cara de «te siento cerca» ya no aguanto más la situación y le digo:
—Pues no hay quién opine lo contrario, linda. —Y agrego—: Sobre lo de puta de
mierda, quiero decir.
Y salgo del bar riéndome a todo lo que da como una pendeja demente.

***

Estoy en casa de Elisa. Son casi las seis. Éctor está colgado de una de las vigas más
altas de la casa y noto que nadie se ha preocupado por el sol. Elisa está sobre un sofá con
forma de ataúd que flota en la piscina y Rocío está sentada a la mesa con la coca y está
enrollando pitos sin parar, uno tras otro, sin siquiera darse cuenta que un ínfimo rayo de
sol está cayendo a su lado, a un par de centímetros de su hombro.
—Ya es tarde —digo a la concurrencia.
—Ya es tarde —Repite Edgardo con su voz de retrasado mental.
—Ya es tarde de verdad —remarco.
—Ya es tarde —dice Elisa, apenas audible.
Hay una pausa larga en que nadie dice nada, absolutamente nada y sé que todos
quieren hablar de lo perfecto que sería quedarnos todos aquí fuera hasta que salga el sol y
que nos quemara a todos nosotros, los últimos de la caterva, los más perdidos y egoístas.
Pero también puedo percibir que todos, a excepción del repartidor de pizzas que se
está desangrando en el piso, convirtiéndose, queremos gritar que ya no hay salida, que ya
es demasiado tarde para hacer cualquier cosa, sea dentro o fuera de lugar y de contexto.
Incendio en la calle (2005)

En ese momento, miró el sol y se dio cuenta que las cosas nunca más serían como
antes. Pensó en el sol, en el calor que hacía y sintió una gota de sudor deslizarse por su
costado.
Estaba aburrido, aburrido de todo.
Cogió el bidón que estaba en el piso y lo colocó a la altura de su cabeza. Sus piernas
flaquearon, pero no iba a dar marcha atrás. Dejó caer el líquido oleoso sobre su pelo a
borbotones.
Pensó en su madre, octogenaria. En su única hija, Alicia.
Lentamente introdujo la mano en el bolsillo derecho de su pantalón de gabardina con
pinzas. Sacó una cajetilla de Belmont corriente. Puso uno en su boca, prendió el
encendedor y de un momento a otro, como un bosque arrasado por las llamas, comenzó a
incendiarse en presencia de todos, a plena luz del día.
No te apegues (2000)

«A diferencia del amor, el respeto no se puede comprar»


(Homero Simpson)

Mi viejo para el auto y la Anita se pone como loca de emoción. Llevamos más de dos
horas de viaje y no ha parado de moverse y cantar todo el rato. Me encanta. No sé qué
haría sin ella.
Abro la puerta y la Cindy se baja ladrando y se pone a dar vueltas por todo el patio,
como si estuviera tratando de decirnos algo.

**

Me pongo la parca y salgo a dar una vuelta para tomar aire. Casi no tengo equipaje, y
entre mi hermano mayor y mi padre pueden bajar lo más pesado. No es que no quiera
ayudar; si fuera más robusto lo haría, pero no lo soy. Soy flaco, como un lápiz Bic.
Me pongo el walkman y me echo un par de pilas nuevas en el bolsillo para no quedar
en pana. Por la misma razón me meto un encendedor en la chaqueta, aparte del que
tengo en el pantalón y una cajetilla casi llena en el bolsillo. Camino hacia la playa y ya
puedo sentir las vacaciones. Esa sensación me provoca una efusiva e intensa alegría, pero
la primera fumada del cigarro ahoga gran parte de la diversión.
Me siento en las rocas y disfruto un rato del viento frío y del ruido de las olas. Hace
tiempo que no venía a la playa. Desde hace un par de veranos. Abro el libro en la página
marcada y a los quince minutos estoy llorando como un tarado. Lo cierro y tengo los ojos
llenos de lágrimas. Me siento ridículo, así que me seco la cara con el antebrazo y me
levanto.
Aún con la vista borrosa intento bajar de la roca en la que estaba sentado, tratando
de no caerme. No soy bueno para estas cosas, tengo pésimo equilibrio. Tropiezo con una
piedra suelta y no alcanzo a afirmarme bien con la mano que tengo libre y me rasmillo el
antebrazo. Algo leve, superficial. Apenas tengo sangre, pero me han quedado unas marcas
rojas que lo hacen ver peor de lo que es en realidad.
Mientras me seco la sangre del brazo veo al chico. Tiene unos siete u ocho años, el
pelo corto y rubio y lleva puesto un jockey vuelto hacia atrás, como los beisbolistas. En la
mano tiene un juguete, un robot o algo así; eso es lo que alcanzo a ver desde donde estoy.
Bajo por fin de la roca con el brazo medio hecho mierda. Siento la sal del aire marino
colarse por las aperturas del rasmillón quemando todo a su paso.
No, nunca tanto, pero igual arde.
Veo cuando el niño se aleja de su familia y comienza a caminar hacia el borde del
acantilado. No deben ser más de nueve o diez metros de profundidad, pero son
suficientes para que el niño se reviente abajo si se cae. Es flaco, menudo y con cara de
pocos amigos.
—¡A comeeeeeeeer!
Su madre lo llama, pero el chico no responde. Ni se inmuta.
Sigo bajando de la roca y el chico se acerca un poco más a la orilla. Me acerco a su
lado y le digo:
—¿Qué estás haciendo?
No me mira. Me pesca menos que a su madre que lo está llamando hace más de cinco
minutos sin siquiera recibir un «¡ya voy!» para que deje de gritar.
Me apresuro a taparle el paso hacia el acantilado. Se nota que sabe lo que hace,
parece un chico listo, pero lo hago porque no puedo dejar de pensar en las probabilidades
de que se caiga sin querer.
—¿Qué estai' haciendo? —repito. Esta vez soy más enérgico, porque me siento como
un idiota parado frente a él sin que me mire siquiera.
—¿Y a vo' que te importa, weón? —contesta, todavía sin mirarme.
Veo que tiene las rodillas rasmilladas y con moretones y dos marcas azules ovoidales
en el cuello, como si lo hubiesen apretado con las manos.
Siento un poco de lástima por él, luego por mí y por un momento fugaz siento un
inmenso e intenso odio por los abusadores de menores, porque han arruinado la
posibilidad de que los adultos humanos podamos relacionarnos sanamente con todos los
niños humanos, y no sólo con los de la propia familia.
—Nada en realidad... —respondo—. Me imaginaba que tal vez podríamos conversar.
Pero ya veo que...
—Ya… ¿Y por qué iba a querer conversar con vo', si ni te conozco? —responde,
decidido—. ¿Soy petófilo, acaso?
Me río y le corrijo:
—Es pedófilo, no petófilo.
—Es la misma weá... —contesta y vuelve a darme la espalda.
Silencio.
Se sienta en el borde del acantilado y se pone a tirar piedras hacia el mar, como si
estuviera tratando de darle a algo en particular. En el fondo de las rocas diviso algo
brillante, de formas rectas y coloridas.
—¿Es tu robot? —le pregunto, apuntando hacia el juguete. Recién me doy cuenta que
por eso está ahí.
—Depende. —contesta.
—¿De qué?
—¿Lo podí' sacar de ahí? ¿Podí' bajar a buscarlo?
Me siento a su lado y calculo la distancia que hay entre nosotros y el juguete. Deben
ser unos dos o tres metros más de lo que suponía.
—No sé... —le digo—. A lo mejor si bajo escalando por las rocas...
Me queda mirando y me dice:
—No te preocupí'. Yo tampoco bajo ni cagando —dice, resignado—. Está muy lejos.
Robot culiao, tampoco me gustaba tanto.
—¿Quién te lo regaló? —le pregunto, un poco para cambiar de tema, un poco para
desviar la conversación y zafarme de tener que bajar. Me arde el brazo y no es una idea
que me llame especialmente la atención, en realidad.
—Nadie.
—¿Cómo nadie? —le pregunto.
—Nadie, po’. Me lo pelé yo. Bueno, con el Mauro. A mí si me pillan los pacos no me
hacen nada. Si tengo hambre les digo y casi siempre me hacen un aliado o un pan con
paté. Después me van a dejar a la casa. El teniente siempre en el camino se pone a hablar
de cosas importantes y yo después me acuerdo de esas cosas. De algunas, no de todas.
Una vez me dijo que había escuchado a alguien decir que no hay Plan B, que el Plan B es
echarle pilas al Plan A. No tengo idea qué mierda son esos planes de los que hablaba, pero
me dijo que me lo grabara bien en la cabeza.
Descansa del largo discurso que ha dado y luego toma aire, sólo para preguntar:
—¿Tú sabes qué es lo del Plan A y el Plan B?
Lo quedo mirando y le digo:
—¡Claro! El Plan A es aquello a lo que le pones pilas diariamente en tu vida. Es un
mapa de lo que quieres conseguir, que está construido con miles de otros pequeños
mapas que deberás recorrer para llegar al final.
Me queda mirando con cara de reprobación y me dice:
—Tengo ocho.
No entiendo inmediatamente por qué lo dice.
—¿Qué?
—Que no caché nada. Habla bien —me pide.
—Ok —me río—. Dime cuál es tu mayor meta en la vida.
Me queda mirando de nuevo, esta vez como cabreado, y me dice:
—Tengo ocho. No tengo una meta en la vida.
Considero su inteligencia y la comparo con la mía a los ocho años, veinte años atrás, y
por un breve momento siento vergüenza de lo estúpido que era cuando niño y no puedo
evitar pensar en lo estúpido que soy ahora mismo.
Me cruzo de brazos y le digo:
—Todos tienen una meta. Lo que pasa es que todavía no sabes cuál es.
—¿Y pa' decir eso te demoraste tanto?
Me da risa su forma tan agresiva de hablar, porque físicamente es escuálido y débil y
tiene cara de cabro bueno.
—¿Qué quieres ser cuando grande? —le pregunto.
—¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando?
—Si vas a trabajar toda tu vida, lo que quieras hacer cuando grande será lo más
importante.
—No me digas —se burla.
—Pues sí. Te lo puedo decir por experiencia propia.
—Y dale…
—Quiero decir que yo ya he vivido eso, yo ya elegí y ahora estoy pagando las
consecuencias de las decisiones que tomé.
—¿Y qué tal? —me pregunta.
Una parte lúcida de mí me hace preguntarme si no habré hablado demasiado.
—Bueno… —me rasco la cabeza—. A veces bien, a veces mal. Como todo el mundo.
Me queda mirando con cara de duda, y repite:
—Como todo el mundo.
Silencio.
Trato de imaginar qué estará pensando, pero no lo consigo. De pronto, se gira y me
dice:
—Todo el mundo elige una meta y eso define su futuro.
—Sí, eso —le digo—. Puedes elegir un camino y abortarlo y luego tomar otro, pero
una o dos veces en la vida. O tres, quizás. Pero no muchas más.
—Ok, pero al final el camino que tomes da un poco lo mismo, porque a todos les va a
veces bien y a veces mal. «A todo el mundo», dijiste.
Me doy cuenta del error lógico de mi argumento anterior y me avergüenzo, pero me
avergüenzo realmente cuando me doy cuenta que ha sido develado por un pequeño de
ocho años, y no puedo evitar pensar en la inmensa cantidad de veces que alguien puede
haberse dado cuenta de las inconsistencias de lo que digo sin decírmelo.
—Claro. Pero la cosa es que las decisiones que tomas ayudan a que te vaya mejor o
peor —le digo, y agrego—: Siempre te van a pasar ambas cosas, pero si eliges bien te
ahorras harta mierda por adelantado.
Nos quedamos un rato más en silencio, mirando el juguete. Pienso en que cuando le
diga a sus padres que se le cayó al acantilado le van a sacar la cresta de nuevo.

***

Algunos piensan que después de eso no me caí, sino que me tiré. Yo tampoco estoy
muy seguro de qué fue lo que pasó en realidad. No recuerdo nada. Me acuerdo que me
senté en el borde del precipicio y nos quedamos callados un buen rato mirando el mar.
Puede que el chico me haya empujado o puede que me haya convencido de bajar a
buscarlo. De verdad no me acuerdo.
En cualquier caso, prefiero pensar que fue un accidente.

****

Cuando vuelvo a abrir los ojos tengo un intenso dolor de espalda y no siento las
piernas. Siento el sonido de las olas abalanzándose sobre las rocas, atacándolas, casi como
si yo estuviera dentro de ellas.
Trato de mover la cabeza para ver dónde estoy, pero de un momento a otro una
oleada de punzadas recorre todo mi cuerpo. Es insoportable. Siento como si me
estuviesen enterrando varillas de metal al rojo vivo por todas partes.
Luego de eso, las olas, las gaviotas.
El mar. El intenso y nervioso mar.
Una punzada, dos destellos de luz en mi visión y después… la calma.
De vuelta a la calma.

*****

Los médicos me dicen que no me preocupe, que es una reacción normal después de
un golpe como el que me he dado. «Caerse a un acantilado es algo serio, señor Andrade»,
me dice. Yo me río pero parece que me lo dice en serio, así que me callo de inmediato.
Me giro y veo al chico parado en la ventana de mi habitación del hospital mirando
hacia afuera, pensativo. Al verlo me reconforto de saber que está bien, que a él no le pasó
nada. El dolor que recorre mi espalda es tan fuerte que no podría describirlo. Imagino la
cantidad de rebotes que debo haber dado en las filosas rocas antes de caer al fondo.
El niño tiene el robot tomado de una pierna y la otra pierna del juguete está amarrada
con una lana roja a su propia muñeca.
Cuando se da cuenta que lo he visto se da la vuelta y me queda mirando.
—¿Oye? —dice—. ¿Te puedo preguntar algo?
Por la voz que pone parece que es algo importante.
—Claro —le digo.
Una nueva punzada, como un rayo, se posa ahora sobre mis lumbares.
—¿Te caíste o te tiraste?
La pregunta me hace recuperar vagas imágenes de los segundos antes de caer y que
se me apagara la conciencia.
—No sé —le digo—. Dime tú. Tú estabas ahí, ¿o no?
—Sí, estaba ahí. Pero no sé. Fue como si hubieras querido caerte. Pero no eres tan
weón, ¿o sí?
Nos reímos.
Vuelve a su seriedad habitual y me da la espalda nuevamente, mirando por la
ventana.
—En todo caso... gracias. Lo rescataste —dice—. Ahora va a ser mi favorito.
—No hay problema —le digo.
Silencio y luego agrega:
—Te agradezco el gesto pedófilo que tuviste —dice, remarcando la sílaba «do»—.
Pero, por favor, para la próxima, no te tires. Siempre es más fácil robarse otro.
Se da la vuelta y me fijo en la polera que lleva puesta. Dice “NO TE APEGUES” en
inglés con letras naranja sobre tela blanca.
Luego de eso, el chico desaparece por la puerta de la pieza con la mano derecha
detrás de la espalda, levantando el dedo medio y dejando escapar una risa tenue, que por
alguna razón que desconozco, me reconforta.
Conciencia en La Torre (2012)

«La realidad es, de hecho, virtual»


(Serial Experiments Lain)

—¿Me quieres?
Hoy nos toca Filosofía y quiero hablar con Julieta sobre el amor y la autoconciencia.
Estamos en la cocina preparando el desayuno. No hay nadie más en la casa.
—Mucho —me responde, mostrando una sonrisa llena de inocentes baches en sus
pequeños dientes y estirando los brazos hacia el cielo.
—Ok, esa fue una pregunta tramposa —me delato—. En realidad uno nunca sabe
cuando quiere o no a alguien...
—Ahhhhh… yo sí.
Se cruza de brazos. Se lleva una cucharada de cereal con leche a la boca y hace un
gesto de seguridad que me llena de ternura de un segundo a otro.
La tomo en mis brazos y le doy un abrazo muy apretado mientras le digo que la amo
mucho.
—¿Y cómo lo sabes? —le pregunto—. Me refiero a cuáles son las cosas que te hacen
pensar que quieres a alguien.
Me mira, se limpia la boca con una servilleta y pregunta:
—¿Ya estamos en clase?
—Sí, Filosofía. Ya empezamos —le digo.

**

Termino de cortar los últimos trozos de damascos en la frutera y la dejo sobre la mesa
mientras me siento a desayunar con ella. Antes que pueda hacerlo, Julieta se para, saca
dos pocillos fruteros, dos cucharas, un cucharón y se sienta nuevamente en la mesa.
—No sé —retoma—. Sé que quiero a alguien cuando lo necesito. Si necesito a alguien
es porque lo quiero.
Sirve fruta en los pocillos, se queda con uno y me acerca el otro mientras reflexiona.
Miro los pocillos y veo que me ha dejado la mayoría de las rodajas de plátano a mí y que
ella tiene sólo uno o dos.
El plátano es nuestra fruta favorita.
—Bien, veamos. ¿A qué te refieres con necesitar a alguien? —le pregunto.
—A ver… —Se rasca la cabeza y mira al techo y luego agrega—: Por ejemplo, cuando
me gusta un chico, al principio me gusta estar con él, pasamos horas y horas juntos
hablando y me gustaría que nunca tuviera que irse de mi lado. Cuando ya ha pasado un
tiempo y hemos hecho muchas cosas juntos, empiezo a necesitarlo para esas cosas, para
que tengan sentido. Cuando voy al parque. O cuando estamos en el colegio. Ya no es que
sólo me guste hacer cosas con él, sino que ya no las disfruto si no está. Ahí es cuando lo
quiero de verdad, cuando me doy cuenta que es un chico importante para mí.
—Entonces cuando no está, sabes que lo necesitas... —resumo.
—Claro —dice Julieta—. Cuando lo pierdes te das cuenta de que lo querías.
—Si lo necesitas, es porque lo quieres.
—Exacto.
—¿Y cómo puedes saber que lo necesitas teniéndolo a tu lado, sin tener que
perderlo?
Me queda mirando y repite un gesto con los ojos que ha heredado de su madre y no
puedo dejar de emocionarme al darme cuenta que Julieta es, de manera literal, una
pequeñita copia de la mujer que más amo en el mundo.
—Te puedes imaginar sin él y al hacerlo te das cuenta que no te gustaría que se fuera
—me dice.
—Aunque, de hecho, esté.
—Sí, aunque esté. —Y luego agrega—: Puedes imaginarlo. Imaginar que no está a tu
lado. Recrearlo en tu mente. Como en una película.
—Ok, y...
—Y al imaginarlo, te disuelves. No funcionas —me interrumpe.
—Dependes…
—Sí, dependes —repite—. Eres uno con él. Así lo sientes, al menos.
Escucho que Laura abre la puerta y deja las llaves sobre la mesa.
—¿Y qué haces sin él? ¿Si no está? —le pregunto.
—Te acabas.
—Ok, entiendo. Pero, ¿qué haces si se va? ¿Qué crees que te pasaría?
Laura saluda con un grito al que Julieta y yo contestamos desde la cocina.
—No sé. Al comienzo puedes llorar harto y deprimirte y a ratos crees que la vida sin él
no tiene sentido. Cada cosa que haces parece vacía porque lo necesitas y no está. Esa es la
sensación para mí ahora a los casi 12. Aunque es distinta a cuando tenía 10…
—Pero, ¿logras continuar cuando se acaba todo, cuando él ya no está?
—A veces no —asegura—. Por eso hay personas que se matan por amor, porque no lo
soportan.
—Porque ya no se necesitan a sí mismos tampoco —infiero.
Me mira, se para de la mesa, llena el plato de comida de la Cindy que está tan vieja
que apenas camina y vuelve a sentarse a la mesa para continuar su desayuno.
—Algo así. Es como que sientes que… ya no te necesitas si ya no está contigo.
—A ver, veamos eso —le pido—. Hablaste de que ya no lo tienes. O sea que cuando
quieres a alguien necesitas tenerlo.
—Claro. Tenerlo para ti.
—Y eso, ¿es por egoísmo?
Se descoloca un poco, pero no lo suficiente como para dejar de defender su
argumento.
—¿Egoísmo? No, no, te estás confundiendo. Cuando quieres a alguien no es que
quieras tenerlo para que los demás no lo tengan. Lo quieres tener porque lo necesitas. ¿Tú
quieres tener aire para poder respirar o para que otros no lo tengan, papá? ¿Quieres tener
dinero para vivir mejor o para que otros vivan peor? Es algo parecido a eso, aunque la
analogía sea grotesca y horrible.
—¿Horrible? ¿Por qué? —le pregunto.
—Porque el dinero no se puede comparar con el amor.
—¿Por qué?
—Porque en el dinero hay codicia, papá. Y no hay sentimientos —define, segura.
—¡Pero en el amor también hay codicia! —protesto.
—Sí, po'. Pero es distinta —se defiende.
—¿Por qué?
—Porque es por amor.
—A ver... no po', eso es trampa —le digo.
—Sí, sorry —me muestra los dientes sonriendo y le sonrío de vuelta cerrándole un
ojo.
—Dale, está bien. Pero detengámonos un poco donde estábamos —le pido—. Tú hace
un rato ligaste amor y necesidad. Cuando necesitas a alguien, lo quieres. ¿Era así?
—Sí, más o menos. Una cosa habla de la otra, pero no son exactamente lo mismo —
me corrige.
—Concedo. Pero dejemos el contenido de lado un momento y quedémonos sólo con
la forma de lo que estamos reflexionando, sólo como ejercicio filosófico —la animo—.
Según el razonamiento que me has dado, tenemos que «si necesitas, quieres».
—Algo así.
—¿Necesitas el dinero? —le pregunto.
—Sí, pero...
—... entonces lo quieres —la interrumpo.
—No. O quizá sí, pero de otra forma. No como puedo querer a alguien.
La Cindy entra a la cocina caminando lento con sus bigotes canosos y su cola que
apenas se mece y se pone a comer. Podría jurar que, mientras conversamos, nos mira y
hace un gesto que interpreto como «estos tarados están hablando puras estupideces» y
siento un poco de miedo de su capacidad de comprensión de lo humano y una profunda
pena por nuestra escasa comprensión de lo perruno. Imagino la relevancia que tendría
para los humanos el desarrollo de vínculos inteligentes inter-especies si el mundo no
estuviese gobernado por adultos limitados cognitiva, emocional y valóricamente.
Mientras pienso todo esto, Laura baja a saludarnos con el pelo mojado aún por la
ducha que se acaba de dar.
—¡Hola, preciosa! —saluda Laura.
—¡Hola, mamita! —le grita Julieta, levantando los brazos.
Son escalofriantemente iguales. Las amo.
—Hola, mi amor —Laura se acerca, me da un beso suave en los labios y el olor a
manzana verde de su crema corporal me inunda y vuelvo a enamorarme de ella por
segunda vez en lo que va del día.
—Hola, preciosa —le devuelvo el beso y la abrazo un par de segundos contra mi
pecho para sincronizar latidos.
—Toma, mami. —Julieta le acerca un pocillo de fruta para que desayune.
—Gracias, pequeñita —le sonríe Laura y hace un gesto para que sigamos con la clase.

***

Miro a Julieta.
—Entonces parece que necesitar no es suficiente para querer —retomo—. Hay que
necesitar de una forma particular. No se necesita igual a una persona que al dinero. Pero,
¿cuál es la diferencia?
—No sé. Quizás tiene que ver con para qué lo necesitas. Es distinto cuando necesitas
algo para saciar algo externo a ti que cuando lo necesitas para saciar tu interior. No sé si
me expreso bien. Por ejemplo, el dinero. El dinero te sirve para saciar cosas externas, qué
sé yo, para saciar la parte materialista de la personalidad. Hay gente más materialista que
otra, o sea, gente que se preocupa más por saciar lo externo que lo interno —reflexiona.
—O sea, que no puedes saciar lo interno y lo externo con lo mismo. Hay límites claros.
El dinero, por ejemplo, ¿no puede saciar un hambre interna? ¿No podemos alimentar
nuestro interior con el dinero porque es, por definición, un satisfactor exterior? ¿A eso te
refieres? Interno, externo, dentro, fuera... ¿realmente están en todo?
—Claro. Hay un adentro y un afuera en todo. Todo tiene sus propios límites —
asevera.
—Veamos eso luego. Sigamos con lo de las necesidades. ¿Cómo era lo del dinero?
—El dinero lo necesitas para cosas externas: para comprar algo que te falta, por
ejemplo. —Hace dibujos en el aire mientras habla, para mostrar los caminos posibles en
su argumentación—. El amor, en cambio, lo necesitas para algo interno, propio, algo que
no sabes bien qué es, pero que te mueve.
—¿Puede que sea para sentirse lleno? ¿Con el ser lleno de algo? —sugiero.
—Sí, algo así.
—O sea, quieres para llenar una parte de ti que está vacía sin el amor...
—Sí, sí, eso.
—¿Y no puedes llenar esa parte de alguna otra forma?
—No.
—Entonces, uno podría pensar que hay algo dentro de uno que pertenece al amor y
que sólo se llena con él.
—Exacto —dice.
—Y de la misma forma, hay algo que se llena con otro tipo de sustancia. Por lo que me
dices, parecen haber parcelas específicas y bien delimitadas dentro de cada persona. Y no
parecen tener demasiada comunicación entre ellas dado lo específicas y delimitadas que
son. En otras palabras, las parcelas no parecen entenderse.
—Mmmm… Sí, algo así.
—Y por otra parte, estas parcelas no parecen ser muy... no sé cómo decirlo. Muy...
conscientes para nosotros cuando las usamos. Me refiero a que no siempre sabemos bien
cuál de todas las parcelas estamos alimentando con determinada situación. A mí me
sucede habitualmente que con una sola sustancia alimento más de una parcela, aunque
debo decir que yo no creo en esas parcelas ni en esos límites de los que hablaste. Pero
siguiendo ese razonamiento, con la sustancia amor alimento la parcela de la amistad, la
del trabajo o intelecto, la de la imaginación y muchas otras. A veces pienso que a todas les
cae un poco de esa sustancia, la más importante para mí: el amor. A mi parecer, más que
parcelas específicas lo que hay son zonas que nosotros mismos hemos ido parcelando.
Muchas veces he escuchado que «para tal situación hay que usar tal o cual parte de la
personalidad, del modo de ser». Para los estudios, el pensamiento. Para el amor, las
emociones. ¡Y que no se te vaya a ocurrir ponerte a pensar sobre las emociones o
emocionarte con lo que piensas! Ahí es cuando las cosas se confunden y se desordenan.
—Claro, pastelero a tus pasteles –me dice.
—Pero veamos. Hay algo que me parece digno de atender. La pregunta es, ¿por qué
es mejor así? ¿Por qué es mejor hacerlo parcelado? O mejor, ¿por qué lo hemos hecho
parcelado hasta ahora? Me refiero a que está claro que se puede mezclar todo, sin
embargo, nosotros lo parcelamos. Incluso me atrevería a pensar que todo viene
naturalmente mezclado en nosotros, en las relaciones con los demás, pero nosotros lo
ordenamos de esta manera particular. ¿Por qué?
—No sé…
—A ver, veamos esto a la inversa —la invito—. ¿Qué pasaría si no ordenáramos todo
esto en parcelas?
—Se desordena todo —responde.
—Exacto. O sea, al parecer, parcelamos para poder ordenar las cosas. Para darles un
lugar, un sentido.
—Claro, para entenderlas.
—¡Correcto! Para entender las cosas. Para entendernos. Para entender lo que nos
pasa y para entendernos con otras personas. Tal parece que hay algo de consensual en
toda esta operación de comunicación.
—¿Como en Luhmann? ¿Lo que estuvimos viendo ayer sobre las operaciones
comunicativas? —pregunta.
—Exacto. Ese tipo de consenso. Piensa en lo siguiente. En una ocasión, para investigar
esto, me dirigí a un buen amigo que tengo y le pedí que me dijera todo lo que sabía acerca
del funcionamiento del amor en una ecuación. Él es ingeniero. De los buenos. Le dije que
tenía un problema de amor y que lo tenía que resolver con urgencia. Le dije que yo sabía
que él resolvía problemas muy importantes y complejos utilizando ecuaciones. Le pedí
que resolviera el mío con una ecuación, porque los problemas del amor son complejos e
importantes. ¿Sabes qué fue lo que me respondió?
—Claro. Que no podía.
—Algo así —puntualizo, y luego agrego—: Me dijo que yo estaba confundiendo las
cosas. Que los problemas del amor no se resuelven con ecuaciones, sino con el corazón.
Cuando le pregunté por qué, me dijo que las cosas eran así, que él no sabía por qué, pero
que eran de esa forma.
—Claro.
—Pero hace un rato nos dimos cuenta que las cosas no son así, sino que las hemos
hecho así para mantener un cierto orden. Una coherencia.
—Sí, una coherencia que nos permita entendernos a nosotros mismos y a los demás.
—Claro. Y lo importante de eso que nos dimos cuenta está en el entendernos. ¿Qué
entiendes tú por entenderse?
Sonríe por el juego de palabras y luego responde:
—Bueno… entenderse es estar hablando de lo mismo.
—Sí y no. Porque aunque sabemos que no podemos constatar si estamos hablando de
lo mismo exactamente, sabemos que hay ciertas coincidencias en el lenguaje que nos
permiten hablar y entendernos, aunque no estemos diciendo lo mismo. A eso lo llamamos
ayer «espacios de coherencia», ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo perfecto. Como si fuera ayer.
Reímos.
Luego continúo:
—Pero la pregunta que nos interesa aquí, entonces, es «¿cuándo sabemos que
estamos hablando de lo mismo?» Quiero decir… ¿qué debemos hacer antes de poder
decir que estamos hablando de lo mismo? ¿Cómo lo conseguimos?
—Debemos... crear un orden, un consenso.
—Sí, un consenso. La única forma de que ahora podamos decir que estamos hablando
los dos en este momento es que ambos tengamos la misma idea (o parecida) de lo que es
dos. Y debemos poder diferenciarlo de tres, así como debemos poder conectarlo con las
demás palabras de nuestra lengua si lo que queremos es mantener una conversación
coherente. Pero yo me pregunto, ¿y si ese consenso de las parcelas para mantener el
orden se rompe? Quiero decir… ¿qué pasa si lo que a mí me sucede no se ajusta a este
consenso que como sociedad hemos hecho? ¿qué pasa si intento enviar al pastelero a
construir casas o a enseñar geografía?
Julieta me queda mirando con esa cara que me avisa que con lo que hemos
conversado es suficiente. Con esa cara que pone puedo darme cuenta que, en su cabeza,
lo que hemos hablado le ha generado una cantidad suficiente de preguntas y espacios de
curiosidad.
—Bueno, si hago eso me confundo —dice—. Me vuelvo un caos. Me enredo. Pero,
¿Dónde quieres llegar? No te entiendo.
—Está bien. Ya le hemos dado suficientes vueltas a este asunto. Vayamos al próximo
nivel de análisis. ¿Por qué queremos orden?
Laura está a unos dos o tres pasos de nosotros, en la sala de estar, estirándose
mientras sigue nuestra clase. La Cindy la acompaña a su lado, descansando y moviendo la
cola de vez en cuando.
—Porque si no hay orden no entendemos nada —dice.
—Ya volveremos a eso en otra oportunidad, pero aceptémoslo por ahora. Digamos
que queremos entender, saber lo que pasa, y tener una idea de cómo se van a desarrollar
las cosas; por ejemplo, cuando hablamos, en la comunicación.
—¿Cómo es eso? —pregunta Julieta.
—Uno de los motivos es delimitar las posibles expresiones o respuestas que podemos
tener en la comunicación cotidiana. Delimitar lo que es posible de decir. Si yo te pregunto
«¿cuántos hijos tienes?» demarco un reducido espacio de respuestas posibles. Puedes
decirme un número, o decir que no tienes o que estás esperando uno, entre otras posibles
respuestas coherentes. Pero tal parece que una respuesta como «las ocho y cuarto» o
«con nubosidad parcial» no son coherentes con lo que te he preguntado. No sé si ves lo
que quiero decir cuando hablo de los límites que hace la pregunta a la respuesta.
—Alcanzo a entender, pero como de lejos —dice—. No cacho muy bien para dónde
vas con esto, papá.
—Sí, lo sé. Pero, ¿alcanzas a ver que ya en la pregunta hay una gran parte de la
respuesta?
—Sí, definitivamente –asegura-. Y es para mantener el orden del que hablábamos.
—Claro, exactamente. Pero veamos lo siguiente, ¿Para qué quiero yo ese orden? He
escuchado a algunos que dicen que este orden es para que las cosas funcionen, pero
sabemos que cuando estos consensos no se respetan las cosas funcionan de todas formas,
aunque distinto. Debiéramos decir, entonces, que las cosas funcionan de una forma
atípica cuando los consensos no se respetan, que no funcionan de la forma que
esperamos que funcionen.
—Claro. Ahí está la cosa. Estos consensos son para que las cosas pasen como
esperamos que pasen —dice—. Y eso nos permite también integrarnos a lo que estamos
explicando.
No puedo creer que se dé cuenta de esto a los 12 años.
—Exacto. Es justo ahí donde quería ir a parar. Los consensos nos aseguran ciertas
formas de funcionamiento coherente, nos aseguran —en un grado bastante alto— lo que
queremos que pase. La pregunta «¿cuántos hijos tienes?» nos asegura un número, un
adverbio o algo parecido y nos prepara para la siguiente frase en el flujo de la
conversación. Pero, ¿tú crees que esta seguridad es por azar?
Cuando termino de preguntar siento aquella sensación en el estómago que me avisa
que estoy yendo demasiado lejos. Tomo conciencia de mi entusiasmo y decido terminar la
clase antes de lo que había contemplado. Laura nos mira a unos pasos de distancia
custodiada por la Cindy, que en sueños mueve la cola frenéticamente y luego la deja
completamente tiesa e inmóvil por unos segundos antes de volver a relajarse.
—No creo —responde Julieta después de pensar durante más tiempo de lo
acostumbrado.
Debo terminar la conversación ahora mismo.
—¿Y por qué será?
—No sé —me dice—. Quizás porque queremos que las cosas sucedan de una forma y
no de otra. No queremos que todo lo construido se desmorone.
—Aquí es donde me detengo yo en la reflexión acerca de la Sociedad —le digo—. En
efecto, como tú has dicho, creo que uno de los procesos más temidos por la humanidad es
el que aparece representado en el Tarot por La Torre. ¿Te acuerdas de la clase del
sábado?
—Sí, perfecto —dice entusiasmada—. La Torre era la que representaba los procesos
de cambios profundos, de cuestionamiento de las bases de lo que hemos construido en
nuestro paso por la vida.
—Precisamente. Y el problema surge cuando nos rehusamos a escarbar en los
cimientos y escogemos seguir construyendo sin importar si las bases en las que nos
sustentamos siguen siendo firmes aún. La reflexión se ha perdido por obviar este proceso.
La humanidad ya no reflexiona. Le teme a la reflexión, porque la reflexión es la mejor
manera de develar las injusticias que surgen en la vida social de hoy. La transmisión de
conclusiones que han sacado nuestros antecesores es acabada y segura para la mayoría.
Los padres son todo para ellos cuando son pequeños, y cuando se hacen grandes esto no
cambia en absoluto. Si tomas a cualquier adulto de, digamos, cuarenta años, y lo
entrevistas y luego entrevistas a sus padres, mucho de lo que vas a encontrar son
coincidencias. En un número espantosamente alto de los casos no vas a encontrar nada
original, sino una mera repetición, casi calcada, de patrones de pensamiento que no se
cuestionan, que se convierten en axiomas que rigen la vida y se contagian de generación
en generación. Y más aberrante es cuando los comparas entre sí y ves que no sólo los
discursos de los padres y sus hijos son iguales, sino también entre los padres y los hijos de
cualquier otra parte del mundo. Los problemas son los mismos, los errores que cometen
son los mismos, lo que desean y buscan son lo mismo, tal como si salieran de una fábrica
en serie. Como máquinas. En este proceso hemos logrado disociar y escindir desde las
acciones cotidianas hasta la infinitud del alma, pasando por la comunicación; todas cosas
que, en esencia, tienen un factor común que las hace indisociables. Este factor común de
todas las cosas, del alma, de las relaciones, de las casas y los mares, es el movimiento.
Nunca te olvides de eso, preciosa. Ser uno mismo es estar en movimiento. Todo lo vivo
está en movimiento. Entonces, cabe preguntarse, ¿por qué no queremos escarbar en los
cimientos del edificio de la humanidad?
Miro a la Cindy que ha vuelto a hacer su baile frenético con la cola, pero esta vez no la
ha relajado del todo. Parte de ella sigue tiesa, como inerte.
—Porque podemos encontrar que no son firmes y que se pueden caer.
—¿Y qué sucede si se caen?
—Quedamos sin piso. Sin algo que nos sostenga. Quedamos a la deriva, sin ninguna
seguridad.
—Así es. Parece que volvemos a lo mismo. Parece que todo lo que hacemos lo
hacemos para estar seguros. Queremos tener al otro cuando lo amamos para estar
seguros de que no se va a ir y para asegurarnos que no nos vamos a quedar solos.
Hacemos consensos para asegurarnos que nos vamos a entender, para asegurarnos de
estar hablando de lo mismo. Yo me pregunto, ¿quién más que un inseguro necesita
seguridad en todo lo que hace? Ya lo ha dicho muy bien el psicoanálisis sobre la vida
cotidiana: inventamos maneras de defendernos, para estar seguros de no encontrarnos
cara a cara con lo que no queremos ver o para anular o transformar aquello que trata de
escapar hacia nuestra conciencia. Inventamos las religiones y los dioses para estar seguros
de lo que nos va a pasar tras la muerte y para estar seguros de que estamos haciendo lo
correcto en la vida. Pero, ¿por qué somos tan inseguros?
Tengo la sensación de que la Cindy se está yendo en el sueño como dijeron los
doctores que pasaría por estos días.
—No sé —dice—. Se me ocurre que es por todas las situaciones terribles que nos
amenazan. Cerramos la puerta con llave para asegurarnos que no nos maten o roben...
—¿Y los consensos? ¿Qué calamidad nos puede suceder si no nos aseguramos de
estar hablando de lo mismo? O lo que es lo mismo, ¿qué nos puede pasar si no formamos
coherencias en el lenguaje, en la comunicación?
—Bueno, pues, quizás no podríamos comunicarnos. No podríamos hablar unos con
otros y nos quedaríamos solos.
Correcto. Es eso lo que nos pasaría. Una de las calamidades que nos podría suceder si
no nos comunicamos es quedarnos solos. Y no tener más remedio que conversar con
nosotros mismos.

****

Esa noche, la Cindy caminaba lentamente de lado a lado de la habitación, como si


estuviese buscando algo. Reunimos todas sus cosas y las dejamos a su alcance, por si era
alguna de ellas lo que estaba buscando. Sabíamos que esa noche moriría, pero no fue
necesario decirlo. Los tres, sentados en el sillón principal de la sala de estar, nos
quedamos mirando cómo la Cindy iba de un lado para otro, trastabillando algunos pasos.
En un momento se cayó y no logró volver a levantarse. Estaba débil y delgada, aunque no
se quejaba.
Cuando cayó al piso, Julieta se acercó y la tomó en sus brazos con los ojos llenos de
lágrimas. Era su primer duelo. La levantó y volvió a sentarse en el sillón y Laura y yo la
abrazamos. Nos quedamos un largo rato los cuatro abrazados sobre el sillón sin decir una
sola palabra. Todos llorábamos y nos hacíamos cariño para consolarnos.
Laura largó el llanto cuando la Cindy soltó su último aliento antes de desvanecerse. La
abracé y le dije que la amaba.
Le di un beso en la frente a Julieta.
Julieta nos abrazó a ambos y nos dijo, tratando de mantener un tono entendible al
hablar, que ella no se iba a morir nunca, que siempre se iba a quedar con nosotros.
Se acabaron los cigarros (2007)

«La botella no está ni medio vacía ni medio llena,


está por la mitad, que lo interpreten como quieran.»
(El Chojín, “Apagado o fuera de cobertura”)

Mi tío es una de las mejores personas que he conocido. Me enseñó a escuchar a la


gente. Siempre tenía tiempo para escucharme a mí. A veces (cuando yo tenía 12 ó 13
años) salíamos a dar vueltas por la playa y él me hablaba de miles de temas. Yo me
hipnotizaba con todo lo que él sabía.
A veces hablaba de cuánto quería a mi padre y de lo incondicional que era la amistad
que los unía. Ahora entiendo mejor aún todo eso; ahora que escucho los profundos
lamentos de mi viejo porque mi tío murió.
Mi tío siempre leía mis cuentos. Era un lector excelente. Me decía con franqueza y
calidez sus opiniones, que no siempre eran buenas. Eso era lo que más me gustaba. Mi tío
me decía si un cuento había quedado bueno o si sólo había logrado un par de cosas, sin
que yo me sintiera mal; al contrario, sentía que aprendía con él. Me enseñó que uno
puede decir críticas a la gente sin herirla si es que uno tiene la intención correcta de
fondo. Trato de practicarlo, pero no siempre me resulta.
Mi tío me ayudó a elegir una carrera para estudiar. Siempre me hablaba de lo
importante que es hacer lo que a uno le gusta, de tratar de ser feliz con eso.
Una tarde, no hace muchos meses atrás, fui a tomar once a su casa. Estábamos los
cuatro: mi tío, mi tía, mi prima y yo. Comimos.
Después de comer, mientras fumábamos en la terraza, mi tío me dijo que amaba
mucho que su familia y la nuestra estuviesen tan unidas. Yo lo escuchaba atentamente,
como cuando era chico, a pesar de que habían pasado casi treinta años. Dijo de muchas
maneras distintas y bonitas lo importante que éramos para él y que podíamos contar con
su ayuda siempre e incondicionalmente. Yo agradecí asintiendo con la cabeza,
emocionado. No supe qué decirle. En cualquier caso, todo lo que dijera después de su
discurso iba a sonar forzado y poco genuino, así que asentí y no dije nada.
Se acabaron los cigarros y entramos al departamento. Nos sentamos. Conversamos de
política y juntos, mi tía y mi tío, me contaron lo que habían vivido en el golpe del 73. Fue
una conversación de la que nunca me voy a olvidar. Yo los escuchaba atento,
preguntándoles cómo lo habían vivido y cómo hacían para dormir tranquilos en una locura
como esa.
Esa fue la primera vez que tiré una grosería de grueso calibre delante de ellos.
«Milicos reculiaos», dije.
Se me escapó.
Ambos me miraron, pero ninguno me dijo nada. Pensé que me iban a retar o algo:
ambos eran profesores normalistas, de los buenos y yo no decía groserías fuertes con
ellos, menos en contra de alguien. Mi tía esbozó una leve sonrisa, conteniéndose. Creo
que mi tío también, pero evitó que yo me diera cuenta.
Ahora cada vez que estoy en alguna parte y tengo que salir a fumar al patio, al balcón,
a una terraza o donde sea que haya que ir, me acuerdo de mi tío. Y a veces cuando estoy
solo me pongo los audífonos para que crean que estoy cantando, pero en verdad hablo
con él, lo saludo, le pregunto cómo ha estado y a veces le pido uno que otro consejo sobre
algo que no esté pudiendo resolver de manera consciente en algún ámbito de mi vida.
Que se calle (2001)

—¿Cuándo dice que murió su marido?


—Hace un mes, doctor.
—¿Y qué opina?
—¿De qué?
—De que se haya muerto…
—¿Y usted qué cree? La preguntita...
—Está proyectando su rabia en mí, señora.
—¿No me diga?
—Pues sí.
—¿Y qué? ¿Me va poner mala nota?
—¿Le gustaría, señora?
—¿Me está webeando, mi hijito?
—¿Y si así fuera?
—Le echo a los pacos, chiquillo. Yo ya no estoy para que me weveen.
—¿Desde cuándo no lo está, señora?
—Cállese.
—¿Perdón?
—¡Que se calle! ¡Que se calle la boca!
—Señora, es parte del tratamiento que...
—Cállese o le parto el hocico, ¿me oyó?
El Cuerpo (1999)

«La gente cree que soy una persona bastante extraña.


Eso es incorrecto. Tengo el corazón de un niño pequeño.
Está en un frasco de vidrio sobre mi escritorio.»
(Stephen King)

Nunca me ha gustado llegar a un pueblo que no conozco porque no sé cómo va a ser


la gente. Si me van a tratar bien o mal. A veces se me ocurre que me voy a encontrar con
gente extraña o que me van a encontrar desagradable; y a veces pienso que como soy de
afuera y no me gustan las mujeres me van a discriminar. Nunca se sabe. Pero la mayor
parte de las veces me tranquilizo pensando que lo máximo que me pueden hacer es
aforrarme y echarme del pueblo.
No me van a matar, ya no estamos en la prehistoria.

∗∗∗

Víctor. Pobre Víctor. Nadie daba un peso por él. Ni siquiera nosotros que éramos sus
amigos. Víctor era el único de los seis que no podía salir de su casa más allá de las nueve
de la noche. Lástima. Nunca pasaba nada antes de las nueve en este pueblucho de mierda.
Nada interesante por lo menos.
Había llegado con su padrastro desde Santiago. «Acá en el norte la cosa es distinta,
viejo», le decía el Víctor. Pero él no lo escuchaba. El viejo Adrián —su nuevo padrastro, al
que apenas conocía— estaba todo el día tirado sobre el sillón con la panza llena de papas
fritas y la boca chorreando cerveza. No hacía nada más que quedarse viendo televisión
mientras esperaba que el Víctor hiciera algo por la vida.
—Yo que tú no le aguanto –le decíamos.
—Yo que vo' lo cago. Se lo entrego a los pacos envueltito en papel de regalo.
Yo tampoco lo habría aguantado. No lo habría dejado que me tratara así. Porque hay
que ver cómo trataba el Adrián al pobre Víctor. Y eso que era su hijastro. A la hora que es
su enemigo lo mata.
Pero el Víctor tenía harto de culpa en todo eso. Empezando porque nunca debió
haber aceptado que le pegara. Yo ceo que si el Adrián le aforraba y el Víctor se quedaba
callado era porque en parte le gustaba. A los dos. Tampoco debería haber aceptado que
vendiera motes en la casa; esa casa era del Víctor, se la había dejado su mamá y podía
hacer con ella lo que quisiera.
Parece que el Víctor tenía sida. Se rumoreaba. No sé muy bien si los demás lo sabían o
si sólo lo molestaban porque era medio amariconado, pero el Víctor me lo había contado
esa vez que llegué antes de lo acordado a su casa y lo sorprendí. Como nadie me abría la
puerta y se escuchaba música adentro, di la vuelta para entrar por atrás (Bazinga). Sentí
unos ruidos extraños, así que me escondí en unos matorrales que estaban justo frente a la
pieza del Adrián y sentí la voz del Víctor. Gemidos. Como entre dolor y placer.
Me asomé un poco entre las ramas rogando que no me fueran a ver y cuando lo vi
ahí, humillándose, me quedé paralizado: ahí estaba nuestro querido Víctor, el amigo de la
capital, en una indigna posición recibiendo los tulazos de su padrastro con los pantalones
arrugados a la altura de los tobillos.
No me podía mover. Me congelé. No podía creer lo que estaba viendo.
Cuando el Adrián lo dejó en paz se subieron los pantalones mutuamente y ni siquiera
se miraron. Ambos estaban despeinados y Víctor caminaba con las piernas un poco más
abiertas de lo habitual.

***

Cuando el Adrián desapareció de mi campo visual te tiraste sobre la cama y hundiste


la cabeza en la almohada. No sé si lloraste pero casi podría apostar que sí. ¡Pobre Víctor!
—No se lo cuentes a nadie... por favor —me dijiste cuando te conté lo que había
visto—. No se lo cuentes... a nadie... —y luego agregaste—: a nadie, por favor.
Luego me abrazaste y te echaste a llorar y yo no sabía si ayudarte o salir arrancando.
Cuando murió el Adrián te quedaste solo. Completamente solo. Porque, a decir
verdad, nosotros no éramos mucho para ti. Menos tú para nosotros. Tú eras el recién
llegado, el aparecido. Nosotros éramos dueños del pueblo y nuestros padres eran
ingenieros en minas y teníamos plata, mucha plata y aunque no había en qué gastarla en
este pueblucho de mierda, al menos la teníamos. Pero tú no. Sé que el Adrián guardaba
debajo del colchón lo que no se gastaba en estupideces y que cuando se murió tú tomaste
toda esa plata y te la dejaste para ti solo.
Nunca llegó ninguna visitadora social, ni un detective, ni un abogado de maletín y
terno gris, ni menos una encomienda con plata o comida para ti. No. Ni siquiera llegó un
paco para ver qué le había pasado al Adrián.
Estabas solo.
Yo creo que no les importaba demasiado tu padrastro, porque de todos modos no
había que hacerle papeles de defunción ni nada. Se había muerto pero según los papeles
ni siquiera había nacido, así que no importaba. Tampoco era una gran pérdida. Tú ya no
tendrías que soportar las encamadas con él. Pero te habían gustado al principio, Víctor,
amigo del alma. Te había gustado que te redujera a su objeto sexual mientras bebía
cervezas y comía papas fritas.
¡Tú te lo buscaste, Víctor!
¡Igualito que te lo buscaste con nosotros!
***

La última noche tenía que ser buena. De las mejores. Te arrendamos un culo firme, no
uno viejo como el del Adrián. Te compramos un vestido de encajes que te hiciera juego
con las botas hasta la rodilla que te gustaban tanto y que te habías comprado hace un par
de semanas atrás. La casa la habíamos adornado con fotos de Sailor Moon y James Dean
por todos lados. Habíamos echado harto desodorante ambiental de ese con olor a lirios
que tanto te gustaba, e incluso nos habíamos conseguido una cinta de Boy George y otra
de la Marta Sánchez para ponerle onda a la fiesta.
También habíamos comprado un tarro de vaselina. Por si acaso.
Cuando llegaste a tu casa esa noche no lo podías creer. Se te llenaron los ojos de
lágrimas de emoción. Te desfiguraste.
Cuando ya saliste de tu ensimismamiento te pusiste a gritar como loca. ¡Ay, Víctor, las
cosas que hay que hacer por los amigos! Estabas feliz, completamente feliz. No podías
creerlo. De hecho al comienzo no entendías demasiado lo que realmente estaba pasando.
—¡¿Qué chucha les dio, loco?! ¡No entiendo nada! —Me dijiste mientras me servías
una copa de vino blanco, muerto de curado y con las trenzas sueltas hasta el piso. Pero yo
no te dije nada.
El vedeto hizo lo suyo subido a la tarima que habíamos puesto en medio del patio de
tu casa y luego te llevó a la pieza mientras nosotros bailábamos con las Jiménez, las más
ricas de Chorrillos. Eran siete hermanas: la menor y la mayor eran exquisitas y bien putas,
la del medio era quitadita de bulla y las demás eran todas igual e infinitamente calientes.
Yo me tiraba a la chica, la que usaba moñitos y hacía gimnasia rítmica.
—Y... ¿qué le van a hacer? —Me preguntó la Jiménez chica cuando empezamos a
atracar.
—Y... ¿tú que creí? —La imité.
Se quedó callada un rato y luego dijo:
—No sé po'. Qué sé yo. Lo único que me preocupa de verdad es que no lo hagan sufrir
mucho —me dijo.
Se quedó pensando un rato y luego agregó:
—Yo le pegaría un palo en la cabeza. Así se muere al tiro y no sufre.

***

Antes de hacer la fiesta lo planeamos todo. Nos dábamos cuenta que el pobre Víctor
no era el culpable de estar tan solo, de no tener amigos, ni de no querer seguir viviendo.
Nunca lo había dicho, pero nadie lo habría dicho así, abiertamente, como si nada. Son
cosas que se piensan. Nosotros lo deducíamos. Ya no tenía ni planes, ni vida. Ya no le
importaba nada. Bueno, a quién le importa algo en su caso. Por eso le habíamos hecho esa
fiesta y por eso ahora estamos tranquilos. Si no hubiésemos hecho nada y nos hubiéramos
quedado de brazos cruzados, la cosa ahora sería muy distinta.
***

—Esta es la mejor noche de toda mi vida —me dijo el Víctor, mientras le servía la
última copa de vino blanco.
—La mejor y la última —le dije yo, y parece que no entendió la broma porque me
quedó mirando y sonrió.

***

Cuando las pastillas le hicieron efecto, lo levantamos del piso entre todos y lo
llevamos afuera en andas. Estábamos todos tan borrachos que olvidamos ejecutar el plan
correctamente. Pero improvisamos.
—Uuuuuno... Doooooooos... Treeeeeees... Cuaaaaaaatro.
El Víctor volaba por los aires mientras todos le dábamos patadas y le tirábamos los
mejores escupos de la vida. Yo había salido desabrigado y con el pelo mojado casi todos
los días desde que planeamos matarlo, porque Quería tirarle los mejores pollos, esos que
se recuerdan. Todos en el pueblo habían cooperado con algo. Los padres de todos nos
habían apoyado firmemente en la causa. No sabían que lo íbamos a matar, pero sabían
que estábamos tratando de ayudarlo. Todos entendían muy bien el letargo por el que
estaba pasando el pobre Víctor, así que todos colaboraron y se involucraron. Algunos
pusieron plata para el vino, otros para los materiales y otros se habían hecho los
desentendidos porque, como en todo, no faltan los insensibles.
Yo construí un cuadrado de cuatro por cuatro con cemento y rocas puntudas en el
patio del Víctor. Mientras lo elevábamos entre gritos y patadas se suponía que debíamos
soltarlo todos al mismo tiempo cuando llegáramos a diez, para que cayera sobre las rocas
y el cemento y no fuera a caer en el pasto y quedar vivo. De todos modos habíamos
llevado picotas y martillos por si eso ocurría, pero no era la idea.
—¡Ooooocho…! ¡Nueeeeeve…!
El Víctor salió volando por los aires con mucha fuerza pero poca puntería. Voló como
treinta metros entre las miradas expectantes de todos. Al aterrizar se azotó contra el
pasto, a dos metros del cuadrado de cemento y rocas que yo había construido.
Fallamos.
Ahí quedó el cuerpo del Víctor hecho bolsa sobre el piso. Se retorcía levemente en el
suelo con todas las extremidades molidas y con la cabeza hecha añicos. La sangre cubría
casi todas las partes de su cuerpo y había salpicado sobre nuestra ropa. Nadie decía nada.
Todos estaban paralizados mirando cómo se retorcía mientras agonizaba.
—Aquí se ven los amigos, po' —le susurré a la chica Jiménez, viendo que nadie le daba
el golpe de gracia y todos disfrutaban del espectáculo.
Parece que no agonizó mucho rato. De todos modos ni se quejaba. La chica Jiménez
dice que los agonizantes no se quejan porque saben que se van a morir de todos modos,
pero que igual les duele. Yo no sé. Ahora me arrepiento un poco de no habérselo
preguntado al Víctor cuando se estaba muriendo.
Aunque no sé si me habría contestado.
∗∗∗

Me acerqué al cuerpo a vista y paciencia de todos y le di con la picota un par de veces


hasta que estuve seguro que estaba muerto. No me correspondía, porque yo ni siquiera
era del pueblo. De hecho, yo no conocí al tipo que habían matado. Víctor, creo que se
llamaba. Yo solo había pasado por afuera de la casa y como sentí música y en este
pueblucho infernal nunca pasa nada, entré. Me salió a recibir una tipa chica que tenía
unos quince años y que usaba unos moños ridiculísimos en la cabeza. Era bonita para ser
del pueblo, pero he visto millones de minas mejores. Me estiró una copa de vino blanco y
me dijo que entrara. Mientras estábamos en la sala conversando le pregunté cuál era el
motivo de la fiesta.
—Es que vamos a matar al Víctor —me dijo, como si nada.
Seguimos tomando y le conté que era recién llegado al pueblo, que éramos de
Santiago. Mi padrastro Adrián y yo. Me preguntó si tenía novia y le dije que no, que no le
hacía mucho a las tipas. Parece que no me entendió. Me preguntó qué hacía mi padrastro
y le conté que era traficante, total no me importaba que lo supiera, porque lo más seguro
era que ni siquiera entendiera lo que significaba ser traficante. Le conté que mi madre
había muerto hace poco, que me había dejado una casa acá en Chorrillos pero no pareció
interesarle mucho.
Pero da lo mismo. Total, tengo toda una vida por delante en este extraño pueblucho.
Sordera (1999)

Metro Plaza de Armas. Es tarde. Me cago de frío. Acelero el paso para entrar en calor.
En el walkman a todo volumen, Los Ramones. No hay nadie más en la plaza. Bajaste del
carro y saliste de la estación de metro junto a mí, pero no te logré mirar de frente. Apenas
te alcancé a ver, pero noté que estás aún más linda que la última vez que te vi.
Demoro un poco el paso y escucho tus pisadas. Te amaba locamente, de verdad.
Debería darme vuelta y hablarte, pero no me atrevo. Han pasado demasiados años. Entre
la estridente música en mis audífonos logro distinguir tus pasos, tus tacos, ahora más
cerca, pero no volteo. Me detengo. No hay nadie más en la Plaza de Armas a estas horas
de la noche.
De pronto, siento tus pisadas casi sobre mí. Está oscuro y hace muchísimo frío. Oigo
que tus pasos se detienen y siento tu presencia a mis espaldas. Fuimos completamente
felices, todavía me acuerdo. No llevas tu perfume de siempre, lo cambiaste.
Ya no hay más remedio: me tengo que dar vuelta y saludarte. Me va a doler, estoy
seguro. Todavía te amo un poco. No sé qué te voy a decir. Inhalo con fuerza para juntar
cojones y me giro lentamente para saludarte de una vez. Pero cuando me doy vuelta, veo
a un tipo vestido de mujer con tacones altos y un cuchillo en la mano amenazándome para
que le entregue el walkman.
El pololo de la Juli (2009)

«Lo menos frecuente en este mundo es vivir.


La mayoría de la gente existe, eso es todo.»
(Oscar Wilde)

«Todo se está yendo a la mierda»


(The Cure, “Grinding Halt”)

***

Tanto para Francia como para Felipe el hecho que la Juli —la hija adolescente de
ambos— tuviese su primer pololo era todo un acontecimiento. Era ese tipo de sucesos
que hacían que Francia se revolucionara entera haciéndola volver a su propia
adolescencia.
Para Felipe la sensación era tan extraña que no sabía bien cómo reaccionar. Su cabeza
le decía que todo estaba bien, que tener un pololo era síntoma de que estaban haciendo
las cosas bien, que la Juli estaba creciendo sana y con la posibilidad de relacionarse
adecuadamente con gente de su edad, con sus pares. Pero a sus tripas les importaba una
mierda todo eso. Quería matar al muy hijo de puta. Era su hija. Su Juli. La misma que con
Francia habían nombrado desde hace muchos años antes que naciera. La que hizo que él
se desmayara de la emoción en el parto. Era esa misma Juli. La preciosa razón de su vida.
La noche en que Francia le había dicho a Felipe que la Juli estaba pololeando hacía un
calor insoportable. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Francia llevaba puesto
sólo un calzón blanco y una polera negra de algodón con pabilos. Estaba descalza y
sentada sobre la cama pintándose las uñas de los pies.
Cuando le preguntó «¿qué dirías si la Juli se enamorara de un chico?» Felipe supo de
inmediato que no se trataba de una suposición, sino de una típica introducción femenina a
una conversación complicada. Algo así como una vacuna que implanta el microbio para
que el cuerpo se prepare para la batalla.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Felipe, mientras se sacaba la corbata y la
colgaba en una percha en el clóset.
—Eso —respondió Francia—. ¿Qué dirías?
Felipe no puede evitar imaginar lo que pasó antes en la habitación de la Juli, mientras
le contaba a su mamá que estaba enamorada. Se las imaginaba conversando como un par
de adolescentes, como dos buenas amigas que se cuentan hasta lo más íntimo de sus
secretos.
—¿Que qué diría? —preguntó Felipe.
—Sí —dijo ella—. ¿Qué dirías, mi amor?
Se quedó mirándolo fijo, dulce pero intentando darle un tono de seriedad al asunto.
—Bueno… —Felipe se tomó un momento para responder. Se sentó en la silla que
estaba junto a la cama para poder ordenar un poco las cosas que se le venían como
ráfagas a la cabeza. Pensó en una escopeta de caza, luego en un tipo estrangulado y
azotado amarrado a una silla, luego en una decapitación, y luego de eso volvió a sus
pensamientos normales para intentar contestar lo que Francia le estaba preguntando.
—Creo que… —titubeó un momento mientras se revolvía el pelo con la mano,
tratando de ordenar los pensamientos—. Creo que sería algo… complicado. Algo muy
complicado… —y luego—: ¿No tiene apenas cinco años?
Francia lo miró con cara de desaprobación, pero tierna, dulce.
—No, mi amor, va a cumplir quince —dijo y suspiró reprobatoriamente.
Felipe se restregó las manos por la cara, nervioso.
Ella lo miró y dijo:
—¡Ya po', pelaito! ¡Concéntrate! ¡Te estoy haciendo una pregunta!
En el computador sonaba una versión acústica de Pretty Girls Makes Graves de los
Smiths. Felipe se acomodó en la silla tratando de no mostrar todo lo nervioso que estaba,
intentando parecer un verdadero adulto, consciente de que no lo conseguía del todo.
—Pues… creo que estaría bien —dijo—. Aunque de manera hipotética, porque la Juli
no está enamorada, ¿o sí?

***

Felipe conoció a Francia en la escuela en que trabajaban y desde el primer momento


que la vio se dio cuenta que era la chica con la que quería tener a sus hijos. Muchos. No
estaba seguro de querer casarse con ella, porque el tiempo y la experiencia le habían
mostrado que el matrimonio no era más que un contrato de muy poco valor y lo que
Felipe quería con ella era mucho más que un insignificante contrato. Quería una vida, una
razón para levantarse en las mañanas y desde que la conoció sabía que ella era esa razón
que le faltaba.
Pasados los años, Francia se había convertido para él en mucho más que una razón
por la cual levantarse en las mañanas y el matrimonio se había convertido en mucho más
que el mero contrato que siempre le había parecido.

***

La noche anterior a la boda de la Juli, Felipe había vuelto a tener un sueño que había
sido recurrente desde el día en que Bruno, su futuro yerno, se había presentado en la casa
diciendo que quería casarse con ella. En el sueño, una tropa de matones llegaba a la casa a
embargarlo. Él se encontraba completamente desnudo y los tipos entraban a la casa con
una actitud vehemente, botando todo lo que se les atravesaba en su camino. Él no podía
moverse, pese a que intentaba hacerlo, como suele suceder en las pesadillas.
Después de la boda, la Juli se había ido a vivir definitivamente y sin retorno a la casa
de Bruno, su nuevo esposo. Hace tiempo que vivían juntos, pero antes del casamiento no
era algo realmente oficial. Al menos para Felipe.
Para Francia, la boda era un rito importante y sagrado, pero lo importante para ella
era que sabía que la relación entre la Juli y el Bruno era mucho más que un contrato. Sabía
que la Juli se casaba porque lo amaba y que el matrimonio era para ella mucho más que
un mero acuerdo legal. Sabía perfectamente qué es lo que la Juli sentía por Bruno y que
ese sentimiento venía alimentándose desde hacía mucho tiempo atrás.
Para Felipe, el casamiento de su hija tenía dos caras. Era positivo en la medida que
adoraba que su hija pudiera sentirse feliz con otra persona. Pero era insoportable, porque
no podía estar dentro su cabeza para corroborar que la decisión que estaba tomando era
la correcta. Le daban ganas de abrazarla y decirle todo lo contenta que sería haciendo feliz
al hombre que amaba, como él se sentía cada día con su mamá; pero sentía también la
responsabilidad de transmitirle lo caótica y perversa que era la vida, la gente, el mundo.
—Sí, acepto. —Dijo la Juli, y Felipe sintió cómo una parte de sí mismo se separaba de
él. Como si algo se quebrara dentro de su pecho.
—Yo también. —Dijo Bruno, antes de que el cura pudiera siquiera preguntárselo y
todos rieron en la iglesia.

***

Una noche, un par de meses después del matrimonio de la Juli, Felipe le preguntó a
Francia mientras se preparaban para dormir:
—¿Crees que Julieta va a ser feliz con él?
Antes de responder, Francia se arregló el pelo y, con una seguridad que jamás volvería
a proyectar con tanta potencia, respondió:
—Sí, estoy segura de eso.
Esa respuesta bastó para que Felipe dejara de tener las pesadillas que lo habían
atormentado durante los últimos cuatro meses.
—¿Y cómo puedes estar tan segura de eso? —contratacó Felipe.
Francia dejó lo que estaba haciendo y antes de responder se dio vuelta y se quedó
mirándolo:
—¿Te acuerdas cuando nos dimos besos por primera vez en el parquecito? —le
preguntó.
Sacó un algodón de su neceser y lo untó con una leche de limpieza facial con olor a
frutilla.
—Por supuesto que me acuerdo —dijo Felipe—. Veníamos de almorzar y…
—Sí, yo también me acuerdo eso… —dijo Francia—. Pero, ¿te acuerdas de la
sensación? ¿Te acuerdas de lo que sentiste en ese momento? ¿De la sensación que
tuviste?
Dejó el trozo de algodón sobre un espejo de mano con aumento que usaba para
sacarse el maquillaje. Felipe estaba de pie, a su lado, apoyado sobre el umbral de la
puerta.
—Claro… —dijo Felipe—. Fue una sensación increíble. Algo que jamás había sentido
antes.
Francia sonrió y se encogió de hombros para suspirar, recordando los primeros besos,
y luego le dijo:
—Bueno, eso es lo que le pasó a la Juli.
—¿De verdad? —Preguntó Felipe.
—Sí —contestó ella—. Lo vi en su cara la primera vez que me habló del Brunito.
Cuando me lo contó me transmitió exactamente la misma sensación.
A los días siguientes, Felipe sintió como si una parte de sí se hubiera encendido, como
un auto al que no se le ha dado contacto en años. Sintió aquella sensación de la que le
hablaba Francia ese día. Sintió aquella sensación extraña, mezcla de deseo y dependencia,
que lo había trastornado. Sintió que estaba reconociendo sus emociones, que por primera
vez en la vida estaba pudiendo dejar salir la parte romántica que tanto le había importado
y definido desde pequeño, aquella parte de sí mismo que permanece en cada cosa que
hace y que lo levanta en las mañanas y le permite sentir que tanto la Juli como Francia
están tan dentro de sí mismo, que se confunden con su propia personalidad, inundando
todo lo que siente y piensa en cada momento.
Y eso bastó para que pudiera dormir de nuevo, tranquilo, como si una parte de sí
mismo se estuviera recuperando.
FIN
Sobre el autor

Álvaro Millán Espinoza (1979) nació en Chile, en la ciudad de Chillán, octava región. Llegó
a Santiago junto a su familia antes de cumplir su primer año de vida. Creció en el barrio
Bellavista mientras estudiaba en el Liceo Leonardo Murialdo de los Padres Josefinos.

En séptimo básico ingresó al Instituto Nacional de Chile, colegio del que egresó del
electivo físico-matemático. Fue parte de la Academia de Letras Castellanas, ALCIN, y
participó de diversos talleres literarios. En último año de secundaria trabajó como escritor
en la Revista Zona de Contacto de El Mercurio, donde comenzó a cimentar su tortuoso
noviazgo con la escritura.

Entró a la carrera de psicología en la Universidad Diego Portales el año 1998 pese a que
había sido aceptado en la carrera de Letras de la Universidad de Chile. Durante su
formación como psicólogo siempre pensó su carrera como una manera de comprender al
ser humano para construir mejor sus personajes literarios, pero a medida que avanzaba se
enamoró del psicoanálisis, de la teoría de sistemas y del Paradigma Complejo. Durante sus
años de formación como psicólogo fue profesor ayudante del maestro Fabio Santibáñez,
filósofo de la Universidad de Valparaíso, con quien desarrolló las ayudantías de Filosofía,
Lógica, Modos de Razonamiento, Epistemología e Introducción a los Procesos No Lineales.
Fabio se convirtió en el mejor amigo y mentor intelectual de Millán durante todos los años
de carrera en psicología.

Su primer reconocimiento en investigación llegó con su tesis de grado, donde consiguió el


segundo lugar en el concurso Tesis Digitales 2004 con su investigación sobre la
construcción de identidad de los adolescentes en Internet, proceso en el que se enamoró
de las nuevas tecnologías y las comunidades digitales.

Su primer trabajo fue como psicólogo clínico en el Consultorio de Atención Psicológica de


la Universidad Diego Portales, supervisado por sus maestros Paola Andreucci y Sergio
Balbontín. Pero sus reales placeres estuvieron siempre en la investigación, donde
incursionó bajo la tutoría del maestro Iban de Rementería, realizando estudios sociales en
la quinta región.

Luego de esta inmersión en los estudios sociales entró a la consultora CADEM Advertising,
actual Millward Brown Chile, donde aprendió lo necesario para convertirse en
investigador en estudios de mercado bajo el alero de sus maestros Mauricio Yuraszeck y
Magdalena Toro. Posteriormente, trabajó como consultor freelance en diversas empresas
de estudios de mercado junto a su gran amiga y colega Consuelo Valenzuela. Su escuela
definitiva fue la desaparecida ICCOM donde se benefició personal y profesionalmente al
conocer a su maestra y muy querida amiga Nelda Soto con quien mantiene una amistad a
prueba de todo.

Millán es Diplomado en Análisis de la Complejidad Sociocultural por la Universidad de


Chile y actualmente es socio fundador y Gerente de Innovación y Desarrollo en la
consultora Brújula Investigación y Estrategia, junto a su amiga Nelda y a su nuevo amigo
Patricio Carrasco. Es estudiante del Magíster Internacional en Comunicación de la
Universidad Diego Portales, donde cursa la mención en Estudios de Opinión Pública.

Es maratonista, practica parkour y sobrevivencia de manera amateur y se declara un


nuevo fanático (pero sin remedio) del rap conciencia gracias a la influencia de su gran
amigo Paulo Moya. Se define como agnóstico, pesimista por idiosincrasia, realista por
patología emocional, activista radical de la lucha contra la miseria, promotor ilegal de la
indignación social y la guerra contra la discriminación, y ferviente admirador de la lucha de
los estudiantes chilenos contra el lucro en la educación y la recuperación de la dignidad en
los sistemas básicos de la Sociedad.

Por Dentro es su ópera prima y recoge una selección de cuentos escritos entre 1999 y
2012. Sus influencias en este momento de su vida fueron, principalmente, Bret Easton
Ellis, Jaime Hagel Echeñique, Oscar Wilde, Raymond Carver, Stephen King, Chuck
Palahniuk, William Shakespeare, J.D. Salinger y las líricas de Morrissey, The Cure,
Radiohead y Belle & Sebastian.

Actualmente prepara su segunda obra, la novela «Nuestra Tragedia», narrativa coral sobre
un grupo de adolescentes intelectualmente aventajados que operan una organización
anti-sistémica.

Hoy vive en Providencia, a la espera de migrar a alguna localidad rural durante el año 2015
para dedicarse de lleno a la actividad literaria y académica.

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