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La humanidad se divide en dos: los amos y los es-

clavos.
ARISTÓTELES, La política  

Venta esclavos en la antigua Roma​. 


 
 
En su descripción de la venta de esclavos en Lagos, en 1444, Zurara,  
el cronista de la corte, relataba lo que desde entonces parece un hito  
en la historia. Sin embargo, pocos sucesos descritos como tales lo  
son aún tras ser examinados, y los portugueses, como todos los eu- 
ropeos meridionales de la época, estaban acostumbrados a los escla- 
vos y a la esclavitud.  
Las sociedades asentadas, en su mayoría, han hecho uso de la  
mano de obra esclava en un momento dado, hasta los orgullosos  
franceses, los eficaces alemanes, los nobles ingleses, los intrépidos  
españoles y, quizá más que nadie, los poéticos rusos, han experimen- 
tado años de servidumbre.  
La esclavitud constituía una de las principales instituciones de la  
Antigüedad. Las tumbas prehistóricas del Bajo Egipto sugieren que,  
hacia el octavo milenio antes de Cristo, un pueblo libio esclavizó una  
tribu de bosquimanos o «negritos». Posteriormente, los egipcios ha- 
rían frecuentes razzias en los principados al sur de su territorio, y du- 
rante la decimoctava dinastía emprendieron asaltos por mar, a fin de  
robar esclavos de lo que ahora es Somalia. Los esclavos construye- 
ron, o al menos ayudaron a construir, las innovaciones de la primera  
revolución industrial del mundo, a saber, el sistema hidráulico de  
China y las pirámides de Egipto. El primer código jurídico, el de  
Hammurabi, que nada decía de temas ahora considerados intere- 
santes, incluía claras disposiciones acerca de la esclavitud, como la  
pena de muerte para quien ayudara a un esclavo a huir, así como  
para quien albergara a un fugitivo, un anticipo de los dos mil años en  
que los esclavos figurarían en casi todos los códigos.  
En los años dorados tanto de Grecia como de Roma, los esclavos  
eran sirvientes domésticos, trabajaban en minas y en obras públicas,  
en grupo o individualmente, en granjas, en el comercio y en las in- 
dustrias caseras. Administraban y servían en burdeles, organización 
nes comerciales y talleres. Había esclavos en Micenas, y Ulises poseía  
cincuenta esclavas en su palacio. Los griegos que los empleaban los  
apreciaban; en su apogeo, había unos sesenta mil esclavos en Atenas,  
cuya policía consistía en un cuerpo de unos trescientos arqueros, es- 
clavos escitas; hasta la rebelión que estalló en el año 103, en sus fa- 
mosas minas de plata de Laurium, trabajaron más de diez mil escla- 
vos, y veinte esclavos -quizá una cuarta parte de los que se dedica- 
ban a tales menesteres- ayudaron a construir el Partenón. Los ate- 
nienses utilizaron a los esclavos para que lucharan por ellos en Ma- 
ratón, si bien primero los liberaban.  
Los romanos los empleaban en las mismas actividades que los  
griegos, aunque tenían muchos más para el servicio doméstico; du- 
rante el reinado del emperador Nerón, un prefecto podía tener hasta  
cuatrocientos en su casa. Habría unos dos millones de esclavos en  
Italia al final de la República. Desde el siglo 1 a. J.e. hasta principios  
del siglo III d. J.e., la prosperidad se fomentaba normalmente a tra- 
vés del uso de estos cautivos. Esto no significa que todos fuesen igua- 
les, pues el estilo de vida de los esclavos rurales y domésticos era muy  
distinto; la vida de un hombre que trabajara en grupo en el campo  
era diferente de la de uno que trabajara en un taller en la ciudad; al- 
gunos esclavos hacían las veces de médicos o abogados; otros eran  
mayordomos de nobles, o pastores en las montañas. Tiro, el secreta- 
rio confidencial de Cicerón, era culto e incluso inventó una taquigra- 
fía que llevaba su nombre.  
Al parecer, en la época en que más confiaba en sí misma -diga- 
mos que entre el año 50 a. J.e. yel año 150 d. J.C.-, Roma precisa- 
ba medio millón de esclavos al año. El Estado mismo poseía incon- 
tables esclavos; setecientos, por ejemplo, estaban encargados del  
mantenimiento de los acueductos de la ciudad imperial. A principios  
del imperio quizá uno de cada tres habitantes era esclavo. Se dice  
que una dama rica, Melania, liberó a ocho mil esclavos a principios  
del siglo v a. J.e., cuando decidió convertirse en asceta cristiana.!  
Tanto en Grecia como en Roma los esclavos eran cautivos de gue- 
rra, o personas capturadas en razias a confiadas islas o ciudades. Se  
dice que en la tercera guerra púnica se tomaron cincuenta y cinco mil  
cautivos y recordemos que César llevó «muchos esclavos a Roma» du- 
rante las guerras galas. En siglos posteriores numerosos germanos  
fueron esclavizados. Septimio Severo llevó cien mil cautivos tras de- 
rrotar a los partos en Ctesifón. Quince mil esclavos galos fueron cam- 
biados por vino italiano en el siglo 1 a. J.e. La piratería y el bandidaje  
también desempeñaron un papel a la hora de suministrar a Roma la  
mano de obra que deseaba.  
Ya en la época dorada de Grecia se habían establecido mercados  
dedicados exclusivamente a la venta de esclavos, como los de Quíos,  
Rodas y Delos. Durante cientos de años, Éfeso fue el mayor del mun- 
do clásico, si bien las pruebas de la cantidad de esclavos que allí se  
vendieron resultan insatisfactorias. Se trataba de populares centros  
de descanso para todos los patricios y en ellos la mayoría de escla- 
vos vendrían del Este. La venta de esclavos nacidos en el Imperio ro- 
mano constituía igualmente una próspera empresa, y es probable  
que a algunos los criaran especialmente para su venta en los mer- 
cados.  
Numerosos esclavos de la antigua Roma eran rubios, celtas o ger- 
manos, incluyendo sajones. «Los hermosos rostros de los jóvenes es- 
clavos», escribió el gran historiador Gibbon, «estaban cubiertos con  
una costra o ungüento medicinal que los protegía de los efectos del  
sol y el hielo».2 Debían de ser del norte de Europa, quizá de la tierra  
del propio historiador.  
También existían los esclavos negros. Egipto trató siempre de  
asegurar militarmente su frontera meridional con Nubia, aunque el  
comercio la cruzaba en ambas direcciones. Herodoto hablaba de la  
trata egipcia de negros; en las épocas más afortunadas de los farao- 
nes, los nubios enviaban con regularidad, Nilo abajo, tributos que,  
aparte de oro y ganado, incluían cautivos etíopes. Negros, sin duda  
esclavos de Etiopía, lucharon en el ejército de Jerjes, así como en el  
de Gelón, tirano de Siracusa. Se ha registrado la presencia de etíopes  
en numerosas partes del Mediterráneo en esa época: bailarines y  
boxeadores, acróbatas y aurigas, gladiadores y cocineros, prostitu- 
tas/prostitutas y sirvientes domésticos. Se observan cabezas negras  
en jarrones y vasijas griegos y en objetos de terracota de Alejandría;  
en un mosaico del siglo 1 en Pompeya figura un esclavo negro sir- 
viendo en un banquete. Séneca habló de «uno de nuestros hombres  
elegantes con escoltas y númidas».3 El dramaturgo romano Terencio  
había sido esclavo en Cartago y, según Suetonio, quizá fuese mulato.  
Una útil guía de navegación del mar Rojo del siglo II, Periplo Maris  
Erythaei, habla de tráfico marítimo de esclavos entre la costa orien- 
tal africana y Egipto. Los esclavos negros resultaban atractivos. Se  
dice que Séneca comentó que los romanos creían que las mujeres ne- 
gras eran más sensuales que las blancas; las romanas, por su parte, sentían 
la misma admiración voluptuosa por los hombres negros: el  
poeta Marcial alabó a una mujer «más negra que la noche, que una  
hormiga, que el carbón, que una chova, que una cigarra».4 En la Bi- 
blia, a la reina de Saba se la describía como hermosa y negra; en el  
Cantar de los Cantares figura la firme declaración: « Una negra soy,  
pero grata a la vista, oh hijas de Jerusalén, como las tiendas de Ke- 
dar, [y no obstante] como las telas de tienda de Salomón.»5 Según  
Herodoto, que navegó por el Nilo hasta Elefantina, la ciudad fronte- 
riza con Nubia, el etíope era el más hermoso de los pueblos. 6  
No todos los africanos negros en el Mediterráneo eran esclavos.  
Euribato, un heraldo que acampa fió a Odisea cuando éste fue a ha- 
blar con Aquiles, lo era, supuestamente (fue en parte gracias a su re- 
cuerdo de Euribato que Penélope reconoció a su marido); y un tal  
Aethiops, tal vez un hombre libre africano (¿o acaso no era sino un  
apodo?) estuvo presente en la fundación de Corinto.  
Al menos desde la época de Jenófanes (el primer europeo que es- 
cribió acerca de las diferencias físicas entre blancos y negros), en el  
siglo VI a. J.c., los griegos y los romanos no tenían prejuicios por ra- 
zones de raza, les daba igual que alguien de piel negra fuese superior  
a alguien de piel blanca o al revés. No sorprende, pues, que el mesti- 
zaje no resultase ni repugnante ni inesperado; ninguna ley se refería  
al tema y numerosos/numerosas etíopes se casaron con griegos/grie- 
gas o egipcios/egipcias. En el siglo VIII a. J.C., los etíopes, que habían 
suministrado soldados y esclavos a Menfis, conquistaron Egipto y le  
dieron su vigésima quinta dinastía.  
Casi todos los africanos negros de la Antigüedad venían de Etio- 
pía, pasando por Egipto. Varias expediciones fueron enviadas allí, y  
Plinio el Viejo habla de más de una. No obstante, parece que en el si- 
glo 11 se abrió una nueva ruta de caravanas en Lepcis Magna, en lo  
que ahora es Libia, que unía el Imperio romano a Guinea.  
Se ha sugerido un tanto peregrinamente que la civilización anti- 
gua de Grecia era de origen tanto egipcio como negro. Este enfoque  
imaginativo que, de ser cierto, afectaría a la historia de la trata en el  
Atlántico, deriva de un relato contado por un historiador griego, Dio- 
doro de Sicilia, en el siglo 1 a. J.e. No existen, sin embargo, pruebas  
que lo confirmen y no es más probable que el mitológico primer rey  
de Atenas, Cécrope, fuese negro que el que la parte inferior de su  
cuerpo fuese de pez. Quizá Sócrates fuese negro, pero no es nada  
probable; tal vez por las venas de Cleopatra corriese sangre negra, si  
bien resulta sumamente improbable.  
Los atenienses fueron los primeros en buscar motivos para hablar  
de la esclavitud como institución y de explicarla (como ocurría con la  
mayoría de asuntos). Por ejemplo, en el primer libro de su Política,  
Aristóteles afirmó que «la humanidad se divide en dos: los amos y los  
esclavos, o, si se prefiere, en griegos y en bárbaros, los que tienen de- 
recho a ordenar y los nacidos para obedecer». Esto parece dar a en- 
tender que para un ateniense cualquiera que no fuese griego podía  
ser capturado y esclavizado, y hasta debía serlo. Según Aristóteles,  
«un esclavo es una propiedad con alma», con lo que acepta la escla- 
vitud como institución; declaró también que «el uso de animales do- 
mésticos y de esclavos es más o menos el mismo; ambos prestan sus  
esfuerzos físicos para satisfacer las necesidades de la existencia». No  
obstante, apuntó igualmente que había quienes alegaban que «el do- 
minio del amo sobre el esclavo es contrario a la naturaleza, y que,  
como la diferencia entre amo y esclavo sólo existe en la ley e interfie- 
re con la naturaleza, es injusto». Estas propuestas ambiguas tendrían  
su importancia en el siglo XVI, cuando se consideraba a Aristóteles el  
guía de casi todo. 7  
Por su parte, Platón comparó al esclavo con el cuerpo y al amo  
con el alma, y dio por sentada la esclavitud de los extranjeros, aun- 
que deseaba poner fin a la de los griegos.  
Sin embargo, Eurípides, el dramaturgo, se percató de que el asun- 
to era más complejo de lo que creían los filósofos. Por ejemplo, en su  
Hécuba, Polixena, nacida para casarse con reyes, declara que prefie- 
re la muerte a la esclavitud. Sus contemporáneos, los sofistas, lleva- 
ron esta reflexión a su conclusión lógica y llegaron a alegar que la es- 
clavitud no tenía fundamento en las leyes de la naturaleza, puesto  
que se derivaba de la costumbre. Al exigir que los espartanos libera- 
ran a los mesenios, el retórico Alcidamas pensaba que las diferencias  
entre un hombre libre y un esclavo eran desconocidas en la naturale- 
za. Según los cínicos, un esclavo conservaba el alma libre, aun sien- 
do el instrumento de la voluntad de su amo, y Diógenes observó que  
el hombre que dependía del trabajo de un cautivo era el verdadero es- 
clavo. No obstante, tan complejas reflexiones no ejercieron ningún  
efecto en la práctica.  
Los romanos establecieron la figura jurídica del esclavo (servlls) y  
lo diferenciaron del siervo (COIOl1llS). En Roma un esclavo era un obje- 
to, res; no podía hacer testamento, dar testimonio en un juicio civil ni  
demandar por lo penal, aun cuando (gracias a una ley de Adriano) se  
le protegía, en teoría, del asesinato y de daños físicos a manos de su  
amo. Sin embargo, el hecho mismo de que a un esclavo romano se le  
podía castigar por delitos y crímenes cometidos sugiere que desde el  
punto de vista jurídico, el esclavo era una persona y no una mera cosa.  
En sus críticas a la esclavitud, algunos grandes escritores latinos  
denunciaban la crueldad hacia los esclavos en lugar de poner en tela  
de juicio la institución en sÍ. Cicerón y Séneca esperaban que a los es- 
clavos se les tratara humanamente, si bien no pensaban en el fin de  
la esclavitud. Cicerón, según e! cual toda desigualdad (y, por ende, la  
esclavitud) se explicaba por la degeneración, escribió en De Republi- 
ca que la reducción de un pueblo conquistado a la esclavitud era le- 
gítima si e! pueblo en cuestión no era capaz de gobernarse por sí mis- 
mo; Séneca introdujo la idea de que la esclavitud era cuestión de  
cuerpo y que el alma era otra cosa; también creía que la diosa Fortu- 
na (a la que rezaría Zurara) ejercía sus derechos tanto sobre los hom- 
bres libres como sobre los esclavos; después de todo, la manumisión  
no era algo fuera de lo común, ni en Roma ni en Grecia.  
En los últimos años de la República romana, y de nuevo bajo los  
Antoninos, emperadores del sigloII, se introdujeron algunas cláusu- 
las en la legislación que requerían un trato más humano de los escla- 
vos; estos cambios no alteraron la definición básica de! esclavo como  
propiedad, pero limitaban en aspectos concretos los derechos del  
amo sobre los esclavos, al igual que sus derechos sobre otras propie- 
dades. El emperador Antonino Pío trató de limitar el carácter arbi- 
trario de la institución de la esclavitud, aunque también declaró que  
el poder del amo sobre e! esclavo era indiscutible. Para justificar sus  
leyes humanitarias afirmó que velaban por el interés de los amos.  
Estas innovaciones fueron en parte resultado de dos influencias:  
la de la filosofía estoica en su etapa tardía, y la del cristianismo; la  
primera era la más subversiva de las dos. A partir de entonces, en  
todo caso, si un amo maltrataba mucho a un esclavo, tendría que  
venderlo, y si abandonaba a un esclavo enfermo, éste podía emanci- 
parse. No obstante, ni los estoicos ni los cristianos ponían en tela de  
juicio la esclavitud como institución; suponían que esta condición  
era eterna; aunque un amo no ejerciera todos sus derechos sobre sus  
esclavos, esta concesión no lo obligaba y podía revocarse. El estoico  
Epicteto, nacido esclavo y liberado por su amo, llegó a preguntarse  
si la emancipación supondría un beneficio para todos los esclavos,  
aunque también le preocupaban los efectos nocivos de la esclavitud  
en los amos.  
Las enseñanzas de Cristo en el sentido de que «todas las cosas que  
quieren que los hombres les hagan, también ustedes de igual manera  
tienen que hacérselas a ellos», junto con la idea de san Pablo de que  
Dios «da a toda [persona] vida y aliento [ ... ]. E hizo de un solo [hom- 
bre] toda nación de hombres», tuvieron algo que ver con la historia  
de la abolición en los Estados Unidos del siglo XIX, pero en los pri- 
meros tiempos del cristianismo se supuso que como Jesús no se ha- 
bía referido concretamente a los esclavos, éstos estaban excluidos de  
la generosidad divina. 9  
San Pablo, como Séneca, creía que la esclavitud era algo externo  
y recomendó a los esclavos que sirvieran a sus amos «con temor y  
temblor». Según él, «en el estado en que cada uno haya sido llamado,  
que permanezca en él. ¿Fuiste llamado a ser esclavo? No dejes que te  
preocupe; pero si también puedes hacerte libre, más bien aprovécha- 
te de la oportunidad». (Es curioso constatar que en la versión autori- 
zada inglesa la traducción de servlls es sirviente y no esclavo.) 10 El  
apóstol creía, cierto, que el esclavo llamado a ser cristiano es «el  
hombre libre del Señor>>, pero lo que da a entender es que esa liber- 
tad sólo podía esperarla en la vida después de la muerte. La Epístola  
a Filemón el Griego describe cómo el apóstol devolvió un esclavo fu- 
gitivo, Onésimo, a su amo, no sin recomendar a este último que fue- 
se indulgente. Posteriormente, las iglesias usarían este gesto para  
rechazar la idea de que los esclavos fugitivos tenían derecho a refu- 
giarse en los templos, como hacían los delincuentes comunes; en el  
siglo XVIII, el traficante hugonote francés lean Barbot creía que la  
epístola probaba que si bien la esclavitud era legal, a los esclavos ha- 
bía que tratarlos bien. Un obispo de principios del cristianismo y uno  
del Medievo podían consolarse con el pensamiento de que, después  
de todo, Cristo había venido, no a cambiar las condiciones sociales,  
sino a cambiar los esquemas mentales: non venit mutare conditiones  
sed mentes. ¿Que «el esclavo [o el siervo] es interiormente libre y es 
piritualmente igual a su amo»? Daba igual, no era sino una posesión;  
por supuesto, los esclavos podían esperar la libertad en la vida después  
de la muerte, pero, entretanto, debían aguantar su condición terrestre  
para mayor gloria de Dios, cuyos caminos eran inescrutables. I I  
Varios siglos después de san Pablo, el austero padre de la Iglesia  
san Juan Crisóstomo aconsejó a los esclavos que prefirieran la segu- 
ridad del cautiverio a la inseguridad de la libertad. San Agustín esta- 
ba de acuerdo; según él, la primera causa de la esclavitud era el pe- 
cado «que ha sometido el hombre al hombre», cosa que «no se hizo  
sin la voluntad de Dios, que no conoce la injusticia». Agustín, nacido  
en Hipona en el África septentrional, creía en la igualdad de las ra- 
zas: «quienquiera que nazca, en dondequiera que nazca, como ser  
humano, es decir, como ser racional y mortal, por muy extraña que  
nos parezca la forma de su cuerpo, su color, sus movimientos o sus  
palabras, o cualquier facultad, parte o característica de su naturale- 
za, que ningún verdadero creyente dude que este individuo descien- 
de del único hombre que existió primero». No obstante, el pecado es- 
clavizó a los hombres y Agustín recordó la maldición de Ham en el  
Génesis. 12 San Ambrosio, en su comentario a la Epístola de san Pablo  
a los Colosenses, afirmaba creer que los amos tenían deberes hacia  
sus esclavos y sospechaba que Dios pretendía que todos los hombres  
fuesen libres, pero que las trágicas condiciones de la vida suponían  
que quienes fuesen naturalmente libres podían, como resultado de  
una guerra, ser esclavizados. El Concilio General de la Iglesia Cris- 
tiana (c. 345) en Gangra, Paflagonia (o sea, Turquía septentrional)  
condenó a todos los que, so pretexto de la religión, enseñaban a los  
esclavos a odiar a sus amos; uno de los concilios de Cartago (419) in- 
cluso negó a los esclavos manumitidos el derecho a testificar en un  
tribunal. El papa León el Grande proclamó en 443 que ningún escla- 
vo podía convertirse en sacerdote. Posteriormente, el emperador Jus- 
tiniano trató de cambiar esta cláusula con objeto de que a los escla- 
vos se les permitiera ingresar en el sacerdocio si sus amos no se  
oponían; sin embargo, aunque se haya encontrado un grillete con la  
inscripción «Félix el arcediano», la tolerancia implícita en la desig- 
nación tuvo poco efecto en el imperio occidental.  
En 1806, en uno de sus últimos discursos, durante un debate en la  
Cámara de los Comunes, ese apasionado abogado de la libertad, Char- 
les James Fox, declaró que era «una de las glorias del cristianismo [ha- 
ber] eliminado paulatinamente la trata y hasta la esclavitud, donde- 
quiera que se sintiera su influencia». 13 Esta refulgencia, sin embargo,  
permaneció muchos siglos oculta.  
Pese a todo, aunque la Iglesia no pusiera en tela de juicio la insti- 
tución de la esclavitud, sí que alentaba la manumisión: ya hemos  
mencionado lo hecho por santa Melania, y se dice que un día de Pas- 
cua, un tal Hermes, convertido al cristianismo durante el reinado de  
Adriano, liberó a mil doscientos cincuenta esclavos. En el año 321, el  
emperador Constantino el Grande aprobó un decreto de Manwnissio  
in ecclesia.  
Sólo en el caso de los judíos la jurisdicción romana no favoreció  
a los amos. Sin embargo, Constantino decretó que los judíos no po- 
dían poseer esclavos cristianos y si un judío compraba un esclavo  
que no fuese judío y le obligaba a circuncidarse, el Código de Teodo- 
sio daba al esclavo el derecho a la libertad. Según una más refinada  
ley de 417, ningún judío podía comprar esclavos cristianos y sólo po- 
día heredarlos a condición de que no intentara convertirlos al judaís- 
mo. Así pues, desde muy pronto se planteó el problema de los judíos  
y la esclavitud, si bien no exactamente de un modo que pareciera per- 
tinente a los polemistas del siglo xx.  
 

 
 
 
 

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