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Ecografía de Una Potencia
Ecografía de Una Potencia
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Ecografía de una
potencia
TIQQUN
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Quello che gli pende lo difende.
Lo que pende en él lo defiende.
Proverbio italiano
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En numerosas ocasiones el monólogo del patriarcado ha sido
interrumpido. Numerosos golpes han sido asestados contra el su-
jeto clásico, cerrado, neutro, objetivo, cósmico. Su imagen ha
sido agrietada bajo el peso de las carnicerías de guerras totales
que han despojado al heroísmo de todo su antiguo aura; su pa-
labra única, hegemónica, ha sido tragada por el barullo del es-
peranto mercantil. Tras esto son formados nuevos parentescos
improbables: el viejo imbécil desposeído de su mundo y el ple-
beyo excluido de todo estarían supuestamente destinados a en-
contrarse del mismo lado de la barricada ahora que ya no hay
ninguna barricada.
Entonces, interrogarse acerca de lo que somos, cómo hemos
llegado aquí, quiénes son nuestros hermanos y hermanas y quié-
nes nuestros enemigos, no es ya un pasatiempo para intelectuales
inspirados por la introspección, sino una necesidad inmediata.
“Una vez que todo fue destruido una sola cosa me faltaba: yo
misma”, decía Medea: partir de sí no es una cuestión de “incli-
naciones”, sino la marcha ingrata de quien fue desposeído de
todo.
El feminismo libró un combate que no existe ya, no porque
hubiera ganado o perdido, sino porque su campo de batalla era
un terreno construible y la dominación ha montado en él sus
cuarteles.
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cantil— una ingenuidad lamentable. Obsceno, en su sentido eti-
mológico, es aquello que no debe aparecer en escena, aquello
que debe permanecer oculto puesto que la relación que mantiene
con la visibilidad oficial es una relación de negación y exor-
cismo, de complicidad y conjuración. Lo que puede decirse o lo
que puede hacerse depende de la relación que ese decir y ese
hacer mantienen con las evidencias éticas que nos constituyen;
ese posible es el margen donde nuestro equilibrio mental puede
oscilar sin hacerse pedazos, donde la desubjetivación puede des-
plegarse sin volverse delirio.
Este texto pretende ser una ecografía no terapéutica: la po-
tencia que atisba no conoce parámetros de conformidad, menos
de terminación para un acto preestablecido.
Existe un discurso sobre el amor o sobre la insurrección que
hace imposible cualquier amor y cualquier insurrección. De la
misma manera en que existe un discurso sobre la libertad de las
mujeres que descualifica a la vez el término “mujer" y el término
“libertad”. Lo que permite a las prácticas de libertad salir a la
superficie no es aquello que no es recuperable por la domina-
ción, sino aquello que desarticula los mecanismos de producción
de nuestro propio desorden sentimental y psicosomático. El ob-
jetivo no es abolir un malestar que empuje a la revuelta para
adaptarnos mejor a un sistema de gestión de los cuerpos eviden-
temente tóxico. El objetivo no es aprender a luchar mejor en los
grilletes de la contingencia presente en nombre de una “estrate-
gia” que nos llevaría a la victoria. Pues la victoria no es la adap-
tación al mundo por medio del combate, sino la adaptación del
mundo al combate mismo. Es por esto que toda la lógica del
aplazamiento favorece a un tiempo sin presente: la única urgen-
cia, para nosotros, ahora, es volver ofensiva la turbación, deve-
nir sus cómplices, puesto que “antes la muerte que la salud que
ellos nos proponen” (G. Deleuze).
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Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es
visible, en el seno de las democracias biopolíticas, está ya colo-
nizado, pero con una obscenidad melancólica, que huye del arre-
bato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutible-
mente de la obscenidad de nuestro tiempo, pero, en este caso, el
espacio de esta connivencia no es inmutable ni indecente, sólo el
resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y
mal, olvidando el patriarcado pero permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos
no son lógicas sino éticas, transmitidas en el seno de un orden
históricamente determinado y no filosóficamente fundadas, pre-
ferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y las mu-
jeres dedican a conservar sus deseos, dentro de la máquina pro-
ductiva y contra ella, pero también contra sí mismos. Cierta-
mente, se subjetivan para ser sexualmente deseables, son sexua-
dos para tener una existencia relacional genérica, pero esto no
es hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a
un orden simbólico, a una trascendencia adecuada para ellos,
que prolongaba la vulgaridad de su deseo en elegantes apéndi-
ces de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corpo-
reidad indecible, descuartizadas entre la imagen de sumisión que
la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la nueva obligación de ser
los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba /
sobre las murallas; / ella, a la que ustedes maldijeron, / no era
sino un fantasma y una sombra arrojada, / una imagen refle-
jada” (Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres
cargan con esa imagen, como la pobre y bella Helena, el fan-
tasma que un deseo de poder de hombres, nacido entre hombres,
sin relación con su placer, se ató a su destino. Un deseo que no
tiene márgenes, puesto que toda transgresión femenina termina
por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don
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Juan despierta la complicidad de la más fiel de las esposas, la
mujer libre sigue siendo un peligro público.
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Ahora que el pacto social está definitivamente disuelto, las
mujeres son bienvenidas en todas partes, y hay algunas de entre
ellas que se encuentran encantadas por esto. Hasta ayer, ellas
permanecían decentemente frente a la puerta, ahora presionan
al Parlamento, falsifican la realidad en la prensa, son explotadas
en los mismos oficios que los hombres, son tan nulas como ellos,
e incluso un poco más a causa del entusiasmo que sueltan cum-
pliendo celosamente las peores tareas.
Uno se pregunta por qué, en efecto, UNO no las utilizó antes.
Es sorprendente, ellas lo disfrutan todo, la mercancía al igual
que la maternidad, el trabajo al igual que el matrimonio, mile-
nios de docilidad y opresión chorrean centenas de pequeños rau-
dales de felicidad reformista o reaccionaria para mujeres.
Por lo demás, a las mujeres actuales no les gustan los Bloom,
que ellas encuentran, en su conjunto, pasivos y demasiado ena-
morados de sus opresores. De vez en cuando los compadecen: ya
ni siquiera son buenos para someternos.
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En el vientre de la máquina de guerra
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forman uno solo. No hay descanso. Entre mi celulitis y mi fatiga,
mi arduo trabajo y mi bella cara, mi conversación y mi paciencia.
Sin descanso, camaradas, sin descanso, querido patrón.
Se le denomina el valor-afecto, siendo éste el valor agregado
de las mujeres heterosexuales, la mercancía más preciada, la que
hace vendible todas las demás, y produce, además, otras mercan-
cías, por ejemplo mercancías comestibles (hace la comida), vivas
(hace niños), penetrables (tiene cuidado de su cuerpo). ¿Una
pizca de transgresión? Por supuesto cariño, trabajo suplementario
para no ser ordinaria.
Y si en tu medio se decreta que todo eso son sólo estupideces,
que estamos más allá de todo ello y también de la necesidad de
escribir este texto, entonces hace falta introyectar —¡deprisa!—
la vergüenza de tener una necesidad que los demás juzgan ilegí-
tima. La vergüenza de estar harta de ser linda y agradable aunque
aparentemente ni siquiera esto te sea exigido… “¿Qué se trae
ella? ¿Tiene la regla? ¿Le dieron mal?” Ni siquiera te lo pregun-
tan porque es algo que está sobreentendido, porque se cree que
la mujer corresponde de arriba abajo a su trabajo cotidiano de
autopoiesis. No hay descanso, ¡todavía! Pero ¡yo tengo un alma,
también! Así es, ¡un alma de trabajadora! Produce dinero, adicio-
nal… Eres gratificada querida, y cuanto más gratificada eres, más
eres dependiente, cuanto más anticonformista es tu vida, más es
cansado mantenerla junta.
“Pero ¿de qué habla ella? ¿Tú entiendes?”
Cuanto menos nos dejamos engañar, más difícil es. La des-
confianza de las demás mujeres, cada una confortablemente —o
dolorosamente— encerrada en su rincón de separación acondi-
cionada. “¿Has visto qué trajo consigo la autoconsciencia femi-
nista?” He visto: la metaconsciencia de la inconsciencia. Se sabe
que el problema de las mujeres es un problema, pero se sabe tam-
bién que decirlo es un problema, y es entonces que tú ves, a
fuerza de reprimir los problemas o plantearlos mal. Y bien, no-
sotras estamos cansadas, y es esto a partir de ahora nuestro ver-
dadero problema.
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Yo veo.
Yo entiendo.
Cuanto más entiendo más desdichada soy, me surgen ganas de
olvidar, me surgen ganas de decirme que soy capas de “reali-
zarme” en el trabajo, en la pareja, en la maternidad, en el entre-
tenimiento, en la decoración, en la literatura, en el sadomaso-
quismo.
La mujer intelectual y transgresora, la domina sádica que co-
noce su obra, ¿todo eso está mal, no? Si cuentas con los medios
y el carácter para ello. Asume tu soledad y haz de ella algo ex-
cepcional. Vuélvete estrella de porno, portavoz del ala más hips-
ter de la antiglobalización. Estarás sola pero menos deprimida,
frustrada pero socialmente reconocida.
—¿Alegrarse?, ¿qué es eso? ¡Pero si alegrarse perjudica!
—¡Deja de quejarte!
—¡Cállate!
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masculina, más incipientemente homosexual de lo que lo es
abiertamente . (La experiencia nazi ofrece de esto un caso ex-
tremo.) Y la comedia heterosexual que se representa, sin contar
—lo que es más persuasivo todavía— el desprecio en el que se
mantiene a los individuos más jóvenes, más suaves, más ‘feme-
ninos’, prueban que la verdadera ética es misógina, o incluso he-
terosexual de una manera más perversa que positiva” (K. Mi-
llet, Política sexual)… Esto me recuerda algo. Me recuerda al
hombre que hay en mí, me plantea un problema. Yo no me siento
solidaria con las mujeres que no quieren luchar, que viven fuera
de la máquina de guerra. Por mi cuenta también, encuentro de
manera inmediata que “las mujeres” no existen, y que si existie-
ran no quisiera encontrarme en medio de ellas. Entre las perras
de guardia y las expertas del maquillaje, entre las amas de casa y
las career women, demasiados sufrimientos diferentes, y malas
respuestas. Demasiadas diferencias sociales e intereses opuestos.
Ningún posible al horizonte.
Súbitamente me surge un problema. No quiero salir de mi má-
quina de guerra, fuera de la máquina de guerra no tendría derecho
a una existencia doméstica. Me querrán domesticar. De bien mo-
biliario, la mujer ha pasado a animal de compañía.
No quiero luchar.
Ayúdenme a luchar.
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¿no sería por casualidad que UNO retocara la farsa del amor cor-
tés, del amor romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga
nunca, no tiene la regla, no tiene cuerpo?
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minoría, su saber y sus historias no han hecho otra cosa que ador-
nar los márgenes del gran relato de Occidente. Las mujeres y la
épicas son una relación complicada…
El lugar común quiere que las mujeres y las anécdotas conoz-
can un parentesco casi innato. En las sociedades preindustriales,
los amores, los dolores, las enfermedades, las muertes y los naci-
mientos atravesaban el tejido humano de las ciudades a través de
palabras pronunciadas por una mujer a la oreja de otra; exacta-
mente igual a como los lugares de trabajo domésticos, donde los
saberes-poderes del día a día circulaban y los modos de vida se
reproducían, eran los lugares de las historias, contadas entre mu-
jeres y por las mujeres a los niños.
Y todavía hoy. Las amistades femeninas siguen siendo amis-
tades narrativas, en las que la otra es necesaria para volver a
verse, recomponerse, reconocerse. Pero la necesidad de un relato
de sí, para no sucumbir a la pereza identitaria, a la resignación
frente a sus propias faltas, a la locura de no encontrarse ya en sus
gestos, llena ahora los bolsillos de los psicoanalistas. Hasta el
punto que ya no hay nada que decir: una vez que experiencia y
relato han quedado divorciados, sólo nos queda la información,
neutra, ascéptica, espantosa, y nuestra pasividad de receptores.
Aquí no contaré una historia, sino algunas historias de una ex-
periencia múltiple y heterogénea que tuvo lugar principalmente
en Italia, pero no exclusivamente, entre los años sesenta y setenta.
La librería de las mujeres de Milán forma parte de ella, muchas
voces de mujeres y hombres de horizontes diferentes también.
Las voces que reúno arbitrariamente aquí bajo el nombre
de feminismo extático tienen en común una línea de fuga, una
promesa, un tono, a veces una revuelta, una necesidad de fuerza.
En esta contestación brillan la inviolabilidad de las mujeres y el
deseo de cambiar la relación entre inmanencia y trascendencia; y
después el rechazo a la abstracción de la ley, a la representación
institucional desencarnada de los cuerpos, y la exigencia de un
plan(o) de consistencia político compartido entre hombres y mu-
jeres, la hipótesis mixta.
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Lo que trazo es una anarqueología, que lleve a cabo en el in-
terior del desorden una exhumación de los fragmentos rotos y los
interrogue sobre su posibilidad más que sobre su pertenencia. La
reticencia frente a las grandes síntesis o a las opiniones rebanadas
sobre esta historia se justifica por el hecho de que ésta no está
cerrada, de que ha permanecido en parte muda y en parte contada
por falsificadores.
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Primado de la práctica: partir de sí
Una política que no tiene siempre el nombre de
política
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la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a
una determinada imagen del poder-ley […] Y es de
esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del
privilegio teórico de la ley y de la soberanía, si se
quiere realizar un análisis del poder dentro del
juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es
preciso construir una analítica del poder que ya no
tome al derecho como modelo y como código. […]
Pensar a la vez el sexo sin la ley, y el poder sin el
rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber
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las bases de una práctica distinta, de otra aritmética de los posi-
bles: acusar a la filosofía de haber espiritualizado la jerarquía de
los destinos asignando al hombre a la trascendencia y a la mujer
a la inmanencia equivalía a reivindicar para sí el derecho a hacer
la historia, a concebir de otra manera el nacimiento, la muerte y
la guerra, a decir su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana —leemos en No creas tener dere-
chos— como a la libertad de las mujeres hacen falta el acto de
trascendencia femenina, la mayor cantidad de existencia que po-
damos ganar al superar simbólicamente los límites de la expe-
riencia individual y la naturalidad del vivir”, pero la historia
avanza por otra dirección. En los años setenta, en Italia, la toma
de consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la opresión
sufrida; la “condición femenina” no reflejaba la realidad social y
política articulada que habría tenido que portar, pero sí mostraba
a unas mujeres deseosas de libertad y de potencia una imagen
degradante y deformada con la que ellas tenían el deber moral de
identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experien-
cia estadounidense, algunos grupos de autoconsciencia comenza-
ron a constituirse. El silencio era vencido pero la satisfacción per-
manecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin
ninguna razón se vivían como inferiores en la familia, en el tra-
bajo y en los grupos políticos, acaba por producir una caja de
resonancia que hacía de esta realidad contingente algo infran-
queable. “Esto nos hace conscientes —decía una mujer sobre el
tema de la autoconsciencia— pero no nos da instrumentos, no
nos hace desarrollar ningún poder contractual en la transforma-
ción de lo social, sólo consciencia y rabia.” (No creas tener de-
rechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mu-
jeres que anteriormente habían sido mudas, algo había tomado
cuerpo que se conservó en la tradición feminista: una cierta rela-
ción de intimidad y abstracción con la esfera de lo sensible, un
vaivén entre concreción y abstracción que agrietaba la superficie
lisa de los discursos de legitimación del poder.
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Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia,
esa prisión en la que la sociedad las tenía confinadas y de la cual
el separatismo se avergonzaba en hacerlas salir. Hacía falta libe-
rarse de la imagen de la “madre mortífera” (L’erba voglio, n° 15)
que alimenta pero devora, imagen a la vez de la devoción hacia
el prójimo y de la heteronomía, de aquella que renuncia a la vio-
lencia pero la ama en el hombre por procuración otorgada y con-
tra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en
1976: “Excluyendo la agresividad todo se conserva puro en la
superficie, incluso si en el interior de nosotras, entre nosotras, en
profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se
queda afuera no será por casualidad algo reprimido y prohibido
desde siempre a las mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el
mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que todo el mundo dice, o
bien lo nuevo y extravagante que sucede entre nosotras?” (No
creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autó-
noma”: “Para decirlo más sencillamente, existe un miedo feme-
nino a exponer el deseo propio, a exponerse con su deseo, que
lleva a la mujer a pensar que los demás impiden su deseo, y es
así como ella lo cultiva y lo manifiesta, como la cosa que le es
negada por la autoridad exterior. En esta forma negativa el deseo
femenino se siente autorizado a expresarse. Pensemos por ejem-
plo en la política femenina de la paridad, llevada por las mujeres
que jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y
exclusivamente por lo que los hombres tienen para ellas solas y
que les es es negado.” (No creas tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposi-
ble de echar fuera, continuaba acosando las relaciones entre mu-
jeres. “He experimentado una envidia insensata —cuenta Lea,
implicada en la experiencia de los grupos de mujeres— por mis
amigas que volvían de Portugal [en ese entonces, en 1975, estaba
en curso una tentativa de revolución social en Portugal], que vie-
ron ‘el mundo’, que guardaban una familiaridad con el mundo.
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Me sentí extraña por su experiencia, pero no indiferente. La cons-
ciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede vol-
verse indiferencia al mundo sin sumergirse de nuevo en la exis-
tencia… Nuestra práctica política no puede provocarnos el daño
de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto?
¿El movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad
de descubrir la historia del cuerpo sin dejarse tentar por el infan-
tilismo (refuerzo de la dependencia, omnipotencia, indiferencia
al mundo, etc.)?” (Sottosopra, n° 3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas
en todo Italia siguiendo el ejemplo de la Librairie des femmes
parisina; y centros de documentación y bibliotecas de mujeres
surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más
aumentaba la moderación y la “satisfacción de sobrevivir” se vol-
vía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar
sobre prácticas de subjetivación que se desvinculaban del mise-
rabilismo antes que sobre el psicoanálisis y la función terapéutica
de la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa
de Col di Lana abierta en la primavera de 1976 describe un fra-
caso considerable: “Cuando la Casa fue arreglada —cuentan las
protagonistas—, las mujeres vinieron a montones. Durante
reuniones enormes, el miércoles por la tarde, la sala principal se
encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande
y abierto ni siquiera funcionaba para la confrontación política ex-
tendida. Sus dimensiones no hacían otra cosa que ampliar el fe-
nómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño nú-
mero. Siempre que la sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se
ponían a hablar de la lluvia o del buen tiempo de la manera más
agradable, como lo hace una clase de mujeres en espera del pro-
fesor. Ese estado de espera a medias paraba cuando una u otra,
pero eran siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político
por el cual se encontraban reunidas. El trabajo avanzaba con las
intervenciones de una u otra, siempre las mismas, una decena
aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de
cambiar ese ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo,
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las demás continuaban parloteando con la misma vivacidad. Si,
una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez re-
tomaba la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio.
Los temas debatidos eran igualmente impotentes para agitar la
situación. Al final, como es fácil imaginar, ningún tema tenía ya
razón de ser discutido salvo la situación misma que se había
creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni siquiera este tema
tuvo ningún efecto de transformación. Fue planteado y discutido
por las mismas diez que hablaban ante la presencia inevitable-
mente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No creas tener
derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que os-
tentaba su simple presencia masiva y enigmática contra la volun-
tad política de las diez que hablaban, dio lugar a doce comisiones
de trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres
explicaron que temían a la conflictualidad política, que la perci-
bían como algo amenazante para la solidaridad entre mujeres y
la cohesión de lo colectivo, en resumen, para su nuevo equilibrio
subjetivo. Esas mujeres se habían efectivamente subjetivado,
pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha
de discurso y de transmisión de un saber distinto, a fuerza de
nunca enfrentarse a lo que la contradecía se veía sin palabras y
sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al ex-
ponerse, lo habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la uni-
dad protectriz que querían a todo precio preservar había muerto
por su temor a modificarla, ellas no tenían ya nada que decir, ha-
bían recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su en-
cuentro tenía supuestamente la intención de sacarlas. “El colec-
tivo, si hemos comprendido bien, no era por consiguiente el lugar
de existencia autónoma posible, sino el símbolo vacío que las
mujeres tienen de dicha existencia.” (ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco
exigentes las relaciones entre mujeres, las nivelaba desde abajo:
toda divergencia se volvía un peligro. Ahora bien, una política
que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las prácticas
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sucesivas de la librería de las mujeres de Milán iban en una di-
rección que pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la
asunción de las discrepancias entre mujeres. La práctica de con-
fiarse a una “madre simbólica” se volvió el centro de su acción y
de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuesta-
mente constituye la mediación infranqueable y más fiel con el
mundo, reabsorbía el diferencial de poder al encarnarlo. La auto-
ridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una
falsa sonoridad generadora de neurosis e inmovilismo. La fase
extática del feminismo diferencialista se volvía a cerrar sobre la
madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su
consecuencia lógica: el abandono del separatismo y la hipótesis
mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta última perspectiva la
que consideramos, conservar el nombre de feminismo y no su-
mergirlo en el pensamiento del género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mu-
jeres nunca han sido movimientos de minoría: las mujeres, es
bien sabido, son numéricamente mayoritarias sobre el planeta; la
segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la es-
cena del saber y del arte, fueron civilizadas de manera imper-
fecta, sin trascendencia propia, y por esta razón siguen siendo
portadoras de una potencia política por venir: fueron integradas
a la gestión y al capitalismo, pero no realmente a sus formas po-
líticas.
La tercera es que el cuerpo de las mujeres junto al de los niños,
más aún que al de los homosexuales o de los transexuales, es el
cuerpo biopolítico por excelencia, el objeto de inversión de la ca-
libración ciudadana y de la publicidad, el soporte por excelencia
de la escritura del deseo mercantil.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto
mujeres desde hace ya mucho tiempo, pero esto no basta para
mantener la promesa de una práctica política de libertad que una
medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin
importar lo que ella obtenga, no conocerá jamás la libertad […].
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La libertad es el único medio para alcanzar la libertad.” (No creas
tener derechos)
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“Hemos observado durante 4000
años. No importa, ¡ahora hemos visto!”
Manifesto di Rivolta femminile, 1970
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¿Qué es un testigo modesto? Según Donna Haraway es al-
guien cuya invisibilidad para sí mismo es elevada a la dignidad
de instrumento epistemológico.
El universalismo occidental vivió con el mito del ser neutro
productor de verdad, dándose así las armas de una opresión in-
nombrable, creando una relación de fuerza para la cual el voca-
bulario del saber existente no podía proporcionar palabras. El bo-
rramiento del sujeto y el surgimiento del Bloom son los efectos
sísmicos de un sistema de saber-poder que durante milenios se
fundó a sabiendas sobre la ficción del “yo transparente”, aquel
que se puede componer con el modelo del saber tecnocientífico
sobreponiéndose en él sin nunca ser cuestionado por su discurso,
como una máquina de guerra inocente.
En esta configuración, la subjetividad no existe ya sino a título
de existencia lírica e inofensiva al margen de la objetividad téc-
nica omnipotente; las particularidades de cada persona, pero más
aún las consecuencias políticas de su ser-cuerpo y de su tener-
lugar, ya sólo son preocupaciones de esteta ocioso frente a un
saber-poder que ataca con perfecta mala fe la idea misma de una
integridad psico-física humana.
El antihumanismo más salvaje de las ciencias “humanas”, por
ejemplo, está a años luz de retraso frente a la medicina que cura
al hombre vivo a partir del paradigma anatómico del cadáver, que
sólo ve cuerpos parcelados, enfermedades mentales orgánica-
mente tratables, fenómenos de inmunodeficiencia ligados proba-
blemente a una falta de gratificación del sujeto… La ética que
proporcionaría un sentido político al hecho de estar en el mundo,
o de no estar más en él, se disuelve en el ácido suprapotente del
biopoder; la vida orgánica asexuada vuelta heterónoma bajo
efecto de un entorno tóxico, se convierte en el objeto ininterro-
gable del poder de hacer vivir y hacer morir.
Encontrar un sentido a una vida que pertenece a las sondas, a
los microscopios y a los espéculos de manos ajenas, a los arte-
factos desapasionados de la ciencia, es en lo que viene una ur-
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gencia política central. Es a través de estos cuerpos que nos fue-
ron arrancados por la biopolítica como si estuvieran condenados
a una resurrección clínica independiente de nuestros actos y elec-
ciones, y a veces incluso contrario a ellos, que el feminismo ex-
tático quiso liberarse primero. Respondió al chantaje de un deseo
unívoco que ignoraba su placer mediante un discurso crudo sobre
la anatomía femenina, relegada hasta los años sesenta a lo uní-
voco de los murmullos, a la penumbra de los confesionarios y las
recámaras, entregada a la tortura de los abortos clandestinos.
El pudor ha sido sin duda el dispositivo de dominación más
fino con el que las mujeres han tenido que vérselas, ya que se
trata de un sentimiento de sí inculcado desde el exterior pero cuya
prueba performativa de existencia consiste en ser reproducido
por el sujeto mismo que lo padece. La vida privada se vuelve en-
tonces el refugio seguro contra la amenaza desocializante de la
vergüenza.
Ser para sí misma la fuente posible de un deshonor aplastante
cuyos mecanismos de producción son incontrolables ha sido el
chantaje que el deseo patriarcal ha hecho pesar sobre las mujeres
en medio de su cuerpo. Todo disfuncionamiento o síntoma du-
doso, toda impudicia o manifestación de deseo heterodoxo de ese
cuerpo que a todo precio tenía que ser dócil, ha sido reprobado
como moralmente inaceptable.
El cuerpo de la mujer, con su funcionamiento hormonal deli-
cado, con su placer complejo que un silencio envilecedor ro-
deaba, ha seguido siendo a pesar de todo el continente negro de
toda buena intención emancipadora. Lo que la civilización ha he-
cho al cuerpo de las mujeres no es diferente de lo que ha hecho a
la tierra, a los niños, a los enfermos, al proletariado, en pocas
palabras, y por consiguiente, a todo aquello que no tiene el per-
miso de “hablar”, o encima, a aquello que los saberes-poderes del
gobierno y de la gestión no quieren escuchar, y que acaba de este
modo relegado a la exclusión de toda actividad reconocida, al pa-
pel de testigo. ¿Pero cuál es la diferencia entre el testigo modesto
que vehicula, al mismo tiempo que se borra detrás de una preten-
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dida objetividad científica o económica, relaciones de poder “in-
eludibles” en el interior de su sistema teórico, y ese otro testigo
mudo, marginal, del que no se sabe que habla porque principal-
mente es necesario saber no escucharlo? La diferencia reside to-
davía del lado del cuerpo. El hombre del saber-poder “objetivo”
esconde su existencia psicosomática sexuada y débil cuando de-
lega el monopolio de la violencia a una policía que puede ensu-
ciarse las manos igual que alimenta la ilusión contradictoria de la
incorporeidad humana en nombre de la cual los demás cuerpos
pueden aparecer como objetos ajenos, emotivamente indiferen-
tes. Desarrolla su anestesia sensual para ejercer mejor el conoci-
miento en medio de las prótesis técnicas, erige la separación
como condición de objetividad y su falta de intimidad con sus
semejantes como deformación necesaria profesional.
El cuerpo de los excluidos del discurso, en cambio, es un
cuerpo hablante y no escuchado, que tiene como característica
central buscar reducir la separación, ya que ésta sólo es para él
fuente de fragilidad y nunca instrumento de poder. Es el testigo
que se disuelve y muere con el objeto de su testimonio, el mismo
que no es capaz de extraerse del vientre de la dominación sin mo-
rir, que no cuenta con la distancia que permite al sujeto sostenido
por la institución (única condición en la que existe el sujeto idén-
tico a sí mismo) fingir una extrañeza en relación al horror del
mundo, recortar un espacio limitado a su complicidad con el
desastre.
El testigo que no entra en el modelo de discurso autorizado
por el saber-poder es la figura paradójica de la culpa y la impo-
tencia; su cuerpo y su estar-ahí sólo producen ambos el grito inar-
ticulado de quien, diciendo “yo”, busca realmente designarse y
miente de tal modo y se adhiere del lado de los culpables.
No existe virginidad alguna del lado de los oprimidos, de los
excluidos de la historia, ya sean mujeres, minoría o clase; al con-
trario, el oprimido es aquel que no tiene otra opción que partici-
par en la máquina de dominación, es incluso su producto más de-
pendiente y el menos capaz de autodeterminación.
32
Es en la ruptura del juego significante, que la ofensiva perma-
nente sostiene para hacernos identificar con nosotros mismos,
que pueden desprenderse perspectivas para una práctica de liber-
tad. Lo que es preciso combatir es nuestra desconfianza última a
dejar hablar a los cuerpos sufrientes sin encadenarlos a un “yo”,
pues es justamente sobre este encadenamiento que la dominación
toma apoyo, negándolo cuando reivindica la independencia y
volviéndolo a hacer funcionar cuando deja a la vista la toxicidad
de una vida situada bajo el yugo del gobierno.
Lo que es preciso callar es el discurso del biopoder, sobre
nuestro sufrimiento al igual que sobre nuestro goce. Toda prác-
tica de libertad parte de ahí.
33
}
34
Lealtad efímera, coherencia
imposible
35
Estos movimientos tres veces al día —aunque el
desayuno no es tan completo en cambio no he con-
tado el servicio del café por la tarde y por la noche—
suman veintiuno cada día, por trescientos sesenta y
cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y
cinco, por diez años de matrimonio, setenta y seis
mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese
puesto el mismo número de ladrillos tendría cons-
truidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he
construido nada… como si hubiese arado en el
agua… esta noche tengo que volver a empezar, y
mañana y pasado y siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975
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La homosexualidad masculina tuvo una reputación revolucio-
naria debido a que no jugaba el juego de la sublimación civiliza-
dora exigida por el pacto social entre hombres. Los homosexua-
les masculinos tomaban la política al pie de la letra: si es un
asunto de hombres, quedémonos pues entre nosotros, sin moles-
tias. Esto es algo que no solucionaba las rivalidades viriles;
creaba la hetería, la gran fraternidad que se libera del paterna-
lismo con una risa maliciosa. Pero esto tenía todavía que ver con
el pacto social, era de alguna manera su radicalización, incluso si
implicaba efectos de poder y corolarios del deseo totalmente di-
ferentes.
El verdadero bicho raro, se sostuvo, era la homosexualidad
femenina, verdaderamente desleal, en lo que a ella respecta, pues
se sustraía a la vez del deseo masculino de paternizar y del deseo
femenino de dar a luz [enfanter]. La mujer homosexual viene de
un país lejano, de una isla, Lesbos; el mar fue puesto entre ellas
y el resto del mundo; llegaron súbitamente, por otra parte, ¡no
crecieron en nuestras familias si no son edípicas o si no quieren
hijos!
Existe, por lo tanto, una lógica en la creación de un universo
de deseo lésbico en el interior de los movimientos feministas,
pero la experiencia italiana de las librerías de las mujeres se en-
contró bastante rápido en las manos de las contradicciones que
surgían del mito de la “tranquilizadora extranjería”, último truco
del inconsciente colectivo para encerrar a las mujeres en la culpa
blanca. O el extranjero se integra a la otra cultura, o representa el
no-derecho en calidad de agravio: no está en su lugar.
La construcción de otra normalidad, incluso desviada, no nos
surge del punto muerto presente. El deseo puede cambiar de ala,
el poder lo acompaña con una censura productiva nueva, con otra
arbitrariedad. El “liberalismo” imperial se adecua muy bien, de
hecho, a la anomia y la perversión; las contradicciones del viejo
mundo heteronormado entran por la ventana de su exterior. La
cuestión no es ya la cuestión de la forma del deseo en sí, sino de
su funcionamiento en el seno de todo aquello que se opone a la
dominación presente.
37
No se trata de pensar la sexuación contra los vínculos sociales,
sino contra la sociedad: el deseo en sí carece de autonomía.
Como escribe por ejemplo Léo Bersani en contra de los lugares
comunes más gastados sobre el sadomasoquismo: “Suponiendo
que la reversibilidad cuestionara asunciones sobre el poder que
se reparten ‘naturalmente’ en un sexo o una raza, lo que se puede
decir es que los simpatizantes del sadomasoquismo tienen una
actitud extremadamente respetuosa hacia la dicotomía domina-
ción/sumisión en sí misma.” (Homos)
Abandonar el terror de la conformidad al igual que el chantaje
del anticonformismo es el único a-moralismo posible en el seno
del biopoder.
Si el deseo del Bloom no revela ninguna verdad última acerca
de la opresión o la libertad, en cambio permite o no permite
desubjetivaciones, incrementa o disminuye la potencia colectiva.
Y puesto que el biopoder nos toma por los cuerpos, es por los
cuerpos que podremos liberarnos de él, exponiéndolos a la vio-
lencia, al peligro, al placer, fuera de la ley y de su transgresión,
en el espacio que ocupa la dominación de nuestros días.
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Sebben che siamo donne paura non ab-
biamo
A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo
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El hecho de que “machista” y “feminista” designen, según el
filtro generalizado de lo politically correct, realidades respecti-
vamente negativas y positivas, tendría ya que darnos razón de lo
absurdo de la alternativa. Toda perspectiva dualista es un poli-
ciaje que se camufla, del mismo modo en que la construcción de
una automitología negativa es sólo el pretexto para abandonar el
campo de batalla sin siquiera haber sido abatido, y sin tener la
apariencia de huir. El problema al que han sido históricamente
confrontados los feminismos radica en que criticar la civilización
exige más autocrítica que denuncia, más introspección que tribu-
nales populares.
Quien a la fecha sigue erigiendo a las mujeres contra los hom-
bres permanece prisionero de las antinomias de la sociedad tra-
dicional, juega con abstracciones vacías, sólo se dedica a incre-
mentar la culpabilidad y la confusión. Quien equipara a la madre
de diez años con ablación de Malí con la titular de algún minis-
terio en Occidente sobre la base de su común pertenencia a un
“sexo oprimido” razona en el interior del recorte significante de
la dominación que pretende combatir, forcejea dentro de contra-
dicciones accesorias en relación a la contradicción central: ¿qué
hace de alguien un “hombre” o una “mujer”? ¿De qué modo el
destino de un sujeto es un “destino anatómico”?
La cuestión es la de la de/re/construcción de la identidad. Si
no queremos encadenar al oprimido a su condición, si por tanto
la consideramos a ésta como contingente, ¿desde dónde vemos la
potencia? Desde el interior, tan simplemente.
Si bien es cierto que la relación de fuerza modifica la identidad
de los sujetos implicados, y que es esto, y no lo que permanece
sin cambios, lo que es decisivo sobre el plano político, entonces
la tentación esencial se aleja.
“Llenando un formulario —escribe Teresa De Lauretis— la
mayoría de nosotras, las mujeres, marca sin duda la casilla F an-
tes que la M. Difícilmente se nos ocurre marcar M. Sería como
hacer trampa, o peor, no existir, borrarse del mundo. […] Desde
40
la primerísima vez que hemos puesto una marca a la F del for-
mulario, hemos entrado de manera oficial en el sistema sexo/gé-
nero, y nos hemos vuelto mujeres en-gendradas: lo cual significa
no solamente que los demás nos consideren como hembras, sino
que a partir de ese momento nosotras nos representamos como
mujeres. Entonces yo me pregunto: ¿no podría decirse que
la F que marcamos llenando el formulario, se nos ha pegado en-
cima como un vestido húmedo? O que mientras pensábamos que
estábamos marcando la F en el formulario, ¿de hecho era
la F quien estaba marcándonos?” (Tecnologías del género. Ensa-
yos en teoría, película y ficciones, 1987). Una mujer no es más
una mujer de lo que un gato es un gato. Y es a partir de esta con-
tingencia misma que es preciso volver a escribir, volver a vivir,
volver a contar la historia de las mujeres, hasta que deje de haber
todo eso, historia separada, departamentos, guetos. El abandono
del resentimiento previo a toda hipótesis mixta no puede ocurrir
en el seno de una visión binaria (varones opresores/mujeres opri-
midas o viceversa) ni en la dialéctica (la contradicción se re-
suelve en la mediación = integración de las mujeres en la idea de
“mujer”).
Lo que es importante en el feminismo extático no son las mu-
jeres (ni los hombres, por lo demás) sino el deseo de autono-
mía que ha tenido la desvergüenza de surgir contra toda conven-
ción social, familiar, económica y psicológica.
El hecho de decir que la sociedad, y no sus contradicciones,
plantea problema, abre una perspectiva mucho más grande que la
cuestión de la sexuación concebida separadamente de una pers-
pectiva política ofensiva. El horizonte de la hipótesis mixta es el
de la guerra partisana, una guerra en la que hombres, mujeres y
niños practican una forma de disciplina no militar, reapropián-
dose la violencia, instalándose en la duración para liberar espa-
cios materiales y no tan materiales. Este tipo de articulación de
la lucha desbarata al mismo tiempo la disciplina y la autoridad,
traza un horizonte diferente tanto a aquel de la “casa de los hom-
bres” como a aquel del separatismo.
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42
Género
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más estrecho que aquel entre la política y el discurso. La libertad
prescinde de la habladurías. No necesita indicar su objetivo, es
para sí misma su medio y su fin.
Liberados de la obligación de hablar, de explicarse, tal vez las
mujeres y los plebeyos nunca han dado un paseo por los jardines
ordenados e imperfectos de la metafísica o de las ciencias “hu-
manas”, pero han practicado una política del gesto.
Robar, golpear, trabajar o hacer la huelga son actos políticos
que hablan por sí mismos y no necesitan traducción, son autoevi-
dentes, vehiculan un sentido inmediato que condiciona la presen-
cia tanto como el estado de ánimo. Exactamente igual a como
cocinar, educar a los hijos, amar o no a su marido son otros tantos
discursos que el poder hace pasar por ruidos de fondo.
44
La Grieta
45
tiempo de la impersonalidad de masas. Concierne a la singulari-
dad; es la enfermedad inclasificable de las idiosincrasias, la afec-
ción de la forma-de-vida en cuanto tal, que depende de la com-
plicidad que no se consigue establecer con el mundo, o que se
renuncia a buscar. Mediante las aprobaciones, las resistencias, las
derrotas y las victorias, la grieta se alarga, se remata, se profun-
diza en nosotros, desde la superficie alcanza el fondo de la carne
y compromete o preserva la salud del cuerpo. La armonía o la
disonancia entre la civilización y nuestro destino da dirección a
la grieta: los hombres y las mujeres se agrietan de manera dife-
rente. Pero éste es un efecto, no una causa de su subjetivación.
La diferencia entre las formas-de-vida está estrechamente li-
gada a la diferencia de sus grietas. Una aproximación materialista
quiere que un cuerpo de mujer sea distinto de un cuerpo de hom-
bre, pero una aproximación esencialista quiere de igual modo que
el modo en que estos cuerpos son habitados es lo que determina
su identidad sexual. Cuestión de “género” pero también de re-
vuelta.
¿Qué ha hecho el poder para conseguir someter a una norma
única de deseo y a un catálogo definido de transgresiones a tantos
cuerpos con pulsiones desordenadas e inclinaciones realmente di-
versas?
Historia de una represión cotidiana a través del envilecimiento
y los microdispositivos, a través del desaliento familiar y el en-
carcelamiento, a través de la marginalización y la criminaliza-
ción. A través de la imposición continua de una coherencia iden-
titaria en relación a fisiologías que no tenían una, hasta hacer de
ellas “hombres” y “mujeres”.
Y sin embargo.
Yo no cuento la historia de la grieta de las mujeres como una
historia de opresión ni de emancipación: las mujeres han ocu-
pado, ciertamente, un lugar subalterno en el seno de la circula-
ción de los poderes oficiales en Occidente, pero ellas no son una
clase ni un grupo social homogéneo. Además de esto, esa manera
de mantener la distancia al mismo tiempo que se está adentro, de
46
vivir con la lengua cortada en un universo que siempre ha tratado
bien la diferencia “femenina” al mismo tiempo que hace como si
la ignorara o que solapa el miedo que suscita, todo ese chantaje
que las “mujeres” en cuanto categoría cultural habrían aceptado
pasar, no es un escándalo que apele la venganza ni una opresión
que demande justicia, sino una relación social de “género” que
estructura nuestras identidades.
47
las afinidades electivas, bajo la sospecha de que la circulación del
poder es una cuestión de cualidad que se encarna, de que el po-
der pasa a través de los cuerpos.
En su curso de 1980-1981, Foucault explica cómo a partir de
ahora la cuestión del gobierno es la cuestión de la conducta de las
conductas. El poder se vuelve, por tanto, un bio-poder, puesto
que da forma a las vidas que gestiona; para hacer esto debe tener
una influencia sobre los cuerpos, que son aquello que individua-
liza y separa a los seres, y por medio de estadísticas y observa-
ciones debe actuar sobre los deseos que éstos encierran.
El dominio del deseo del otro es, en efecto, aquello que hace
de éste el verdadero esclavo, pues ninguna emancipación, que no
sea la emancipación de tal deseo de emancipación, podrá sacarlo
de las relaciones de fuerza donde forcejea. Este mecanismo, que
se ubica, por otra parte, en la base de la sociedad mercantil, ha
hecho históricamente de las mujeres una masa humana vibrante
de sufrimiento y de rabia en contra de las fábulas de felicidad
conyugal y maternal que las deseaban risueñas en una circulación
de afectos lisa y llanamente inexistente en la realidad vivida.
Cada polarización ética, cada forma-de-vida, no es más que el
resultado de la adhesión a un relato sobre la felicidad, relato a
menudo mudo pero implícito en el tejido de las prácticas que nos
rodean: una cuestión de transmisión. Los seres se mueven hacia
la dirección fantaseada de la alegría y la libertad, y si se cruzan
en esta trayectoria, comparten un trozo de camino. Las insurrec-
ciones son los momentos en que la curiosidad por otros itinera-
rios se extiende a colectividades de paseantes y en que los meca-
nismos de subjetivación se ven asfixiados o trastornados. La ci-
nética de los deseos sabiamente regulados se altera, los destinos
singulares se comunizan contra el imperativo de conformidad. La
potencia se vislumbra entonces en la pantalla de nuestra ecogra-
fía, pero escapa al panopticón de la dominación y esto no es una
casualidad; la tecnología de la resonancia que dio lugar a la eco-
grafía actual nació para la guerra submarina y se fuga a continua-
ción desviada hacia otro uso, mientras que el panopticón sólo
48
sirve a un solo régimen de visibilidad: el de la vigilancia. La gue-
rra y sus tecnologías pueden devenir partisanas, y por lo tanto
mixtas y no exclusivamente guerreras, la disciplina, por su parte,
permanece masculina, como relación de conjuración con la po-
tencia, con la libertad.
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50
Histéricas y abogadas
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tido estricto —escribe Lia Cigarani— revela algo que todas no-
sotras somos, incluso cuando conseguimos controlarnos. Muchas
veces el movimiento de las mujeres ha tenido que ver con las si-
muladoras. Frente a las asambleas éstas se veían obligadas a des-
mentir su historia, o eran desmentidas por los jueces después del
interrogatorio. Pero para los representantes de la ley, la simula-
dora, la histérica se volverá una enemiga. En efecto, la histérica,
inventando un crimen, se burla de la ley. Y todo termina en el
ridículo. Los más afectados por la burla son, evidentemente, las
mujeres que creen en la ley. […] Y frente a esto, ¿cuál debe ser
nuestra atención, nuestra práctica política? ¿La de comprender el
mensaje de la histérica (de aquella que parece sostener la ley y el
deseo del hombre pero a través de la deformación y el teatro los
niega) o castigarla porque nos hace quedar mal?” (La violación
simbólica, en Il Manifesto 20/11/79)
En el sufrimiento de la simuladora se daba, contiguo a la en-
fermedad mental en su incodificabilidad, la expresión de un re-
chazo a su propia esclavitud tan impulsada que apenas podía re-
conocerlo como existente. “Era falso —se lee en No creas tener
derechos— pretender abordar la contradicción entre los sexos in-
terviniendo en el momento patológico de la violación y aislán-
dolo del conjunto del destino femenino, de sus formas ordinarias,
ahí donde se consume la ‘violencia invisible’ que despoja al sexo
femenino de su unidad viviente de cuerpo-mente.” La forma de
dominación que coloniza los afectos produce en sus sujetos una
imposibilidad para servirse de los sentimientos propios como de
instrumentos hermenéuticos, para desconfiar de uno mismo bus-
cando salir del terreno familiar minado. Muy a menudo, esos su-
jetos chocan con la incapacidad de encontrar un espacio para una
insumisión tan radical que acaba siendo percibida como desleal
por aquellas y aquellos mismos que deberían unirse a ella. Pero,
continúa Cigarani, “¿en el momento en que me encuentro en un
proceso, que me da la posibilidad de reaccionar a la violación
simbólica del juez, del abogado y la ley? […] Esta ley regula una
contradicción interna al mundo de los hombres. Hay hombres que
tienen un comportamiento desviado respecto a la moral burguesa.
En el proceso adviene la regulación de esta contradicción.” (cit.)
52
La tranquilizadora extranjería del mundo de la ley se con-
vierte, en el momento de la violación, en desesperación, desespe-
ración por la introyección de la interpretación anatómica que
nuestra cultura proporciona del destino de la mujer.
Aun si una mujer consiguiera “reapropiarse” los fragmentos
de “feminidad” todavía no colonizados por la medicina, el Es-
pectáculo, el machismo tradicional o la religión, ¿qué haría con
ellos si sus deseos no siguen, si su inconsciente no se dinamiza a
la misma velocidad que su necesidad de liberación? ¿Qué hay
que hacer con las mujeres que tienen el “fantasma de la viola-
ción”, que experimentan placer siendo violadas?
Para oponerse a la prisión que coincide con su corporeidad,
las mujeres incluso han llegado a formular acusaciones contra el
deseo masculino en cuanto tal, a rechazar la penetración reapro-
piándose su lectura más machista, a reivindicar la homosexuali-
dad femenina declarada contra la homosexualidad masculina im-
plícita que el orden patriarcal fundó. Esto entraba en una estrate-
gia contraria a todo aquello que ciertamente había minado, pero
también volvió extraordinariamente ricas ciertas experimentacio-
nes políticas feministas, como el rechazo a abrazar cualquier tipo
de jerarquía, la voluntad de no darse nombre, prioridad, reglas,
afrontando las contradicciones a medida que se presentaran, sin
prisa y sin arrogancia, sin anticiparse a ellas y sin canalizarlas.
La fuerza del feminismo consistía en no proponer modelo alguno
de liberación, sino buscar una libertad coextensiva a la existencia,
una forma de vida que fuera también una forma de lucha.
Se daba ahí una indisponibilidad sin precedentes, que sin duda
contribuyó a volver muy antipático al movimiento feminista, y
que se justificaba afirmando que “la disponibilidad acabó forzo-
samente por volverse para las mujeres su única condición de su-
pervivencia. Pensar en vivir únicamente al hacer vivir a los de-
más: parece que las mujeres no tuvieron otro modo de legitimar
simbólicamente su existencia. Esto es la condición más dramática
y más difícil por modificar.” (Convegno dell’Umanitaria, 1984)
53
Pero se daba también un poderoso rechazo a la representación
política e identitaria que hirió en el corazón a toda la institución
demócrata y republicana. Las mujeres que no querían ley sobre
la violencia sexual sostenían que “si la representación está insti-
tucionalizada, otorgada sobre la base de criterios formalistas
como por ejemplo los objetivos inscritas en un estatuto, la soli-
daridad se vuelve presunción, independientemente de su reali-
dad; la lucha se transforma en ritual y la toma de consciencia se
vuelve el banal registro de un dato normativo” (No creas tener
derechos).
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Papá-mamá y nosotros victorianos
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de los modos de circulación del poder de la sociedad contestada
en las prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracteri-
zando a numerosas formaciones subversivas, se deriva de un
cuestionamiento o rechazo excesivamente esquemático de la eco-
nomía capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el
hecho de que en la relación entre sexos se juega otra dialéc-
tica sin amos ni esclavos, se arranca conscientemente los ojos por
su complicidad con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde
la opresión es una fuente codificada de goce e incluso el único
socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdica-
mente ante una cuestión tan farragosa como la de la “opresión”
al preferirle el término aséptico de “explotación”, con el cual, por
supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el psicologismo.
Pero el problema es que no existe ninguna objetividad cuantifi-
cable de la explotación, pues ésta depende, también, del dominio
de lo cualitativo. La cuestión que se plantea no es tanto cuánto se
es explotado, sino cómo se es, desde qué punto de vista la explo-
tación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez des-
trozado, no queda nada que liberar. Porque la deslegitimación so-
cial preventiva de ciertos deseos por parte del poder, vuelve a
tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos apenas
siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La
dialéctica psicológica compleja que hace del reformista el
enemigo más peligroso del revolucionario, los opone en realidad
basándose en dos aproximaciones distintas del goce; la apuesta
revolucionaria es que la indecencia esencial de todo deseo de
vida acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que
las identidades se elaborarán de modo relacional y contingente y
no se establecerán en función de una conformidad social compar-
tida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abas-
tecería, pero no habla de subjetivación; ¿sobre qué base unos
56
cuerpos extraídos de los eslabones identitarios del Estado, o de
su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto per-
manece por debajo de las preocupaciones del materialista que
atacará la propiedad privada de los cuerpos, la esclavitud, la vio-
lencia, para después estamparse con lo inexplicable del sadoma-
soquismo, del deseo de embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia
la mujer es el proletario y el hombre el burgués, al ser retribuido
y reconocido el hombre, y explotada y relegada al silencio de la
vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de que
en la sociedad el burgués no proporciona placer al proletario y el
amor o el deseo sólo se mezclan de modo oblicuo a sus relacio-
nes. Todavía hoy, el punto ciego más sorprendente de la lectura
de clase sigue siendo la relación de sexo, mientras que la familia
y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente por re-
componerse en calidad de falsas alternativas a las relaciones ca-
pitalistas. Encarnando una situación en la que la circulación de
poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por
tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de
la familia continúa estructurando los imaginarios y las prácticas
que se pretenderían en ruptura con la sociedad. Ahora bien, la
economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es la
primera cosa a interrogar, pues es el tierno e inocente corazón de
todo régimen de poder, aquello que en él nos reclama una irresis-
tible complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la
socialización de los medios de producción en absoluto ha mer-
mado la institución familiar tradicional, más bien la ha reforzado
en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la
figura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asu-
mido y expresado personalidades y valores típicamente patriar-
cales y represivos, que han repercutido en la organización de la
sociedad, primero como estado paternalista, y luego como verda-
dero estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y
por tanto la exclusión de la mujer como parte activa en la elabo-
57
ración de los temas del socialismo, ha hecho de esta teoría revo-
lucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una
vida de marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso
e ideólogo, encargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la
sirvienta. La abolición de la familia no significa, en efecto, ni la
puesta en común de las mujeres, como incluso Marx y Engels
habían elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer
un instrumento de ‘progresos’, sino la liberación de una parte de
la humanidad que habrá hecho escuchar su voz y habrá comba-
tido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad bur-
guesa, sino a cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre
como principal protagonista, situándose más allá de la lucha con-
tra la explotación económica denunciada por el marxismo.” (Es-
cupamos sobre Hegel, 1974)
58
Fuera de clase
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Reapropiarse la diferencia, que mientras tanto se ha conver-
tido en el principal instrumento de gestión del biopoder, es evi-
dentemente una apuesta de antemano perdida. De manera simé-
trica, apostar por su negación, por la abstracción legalista de la
igualdad, es un error que el tiempo no perdona. Esta diferencia
ha sido jugada “en contra” de las mujeres a fin de su exclusión
(de la esfera pública, de la circulación del poder) y “a favor” de
ellas en la hipocresía de la galantería que les atribuye una inocen-
cia y una virginidad directamente indexadas a esa marginalidad.
La familia es el lugar originario de repartición de las respon-
sabilidades, así como es el primer foco de subjetivación. En ella,
el destino biológico de la mujer, y ahora el destino ciudadano de
los homosexuales en unión civil, se consuma con la bendición
social.
La lucha de clases sólo es capaz de atravesar la puerta del ho-
gar familiar cojeando: es una economía distinta la que reina en
él, la gratificación afectiva no tiene poder adquisitivo, el trabajo
de cuidados no tiene sindicalistas, la política clásica tartamudea,
la norma tiene la última palabra.
“Incluso si era nuevo y molesto, un camarada detenido podía
sin esfuerzo reconocer al detenido de derecho común como a un
proletario, como a un ‘sujeto revolucionario’ potencial, estando
ese reconocimiento respaldado por una tradición de lucha polí-
tica. Gracias a una consciencia de sí simplemente ‘pre-política’
representaba y expresaba en todos los casos, a través de su acción
ilegal, un antagonismo al sistema. Pasar del crimen contra la pro-
piedad (por mucho el más común de acuerdo con los datos esta-
dísticos) a la lucha contra el sistema capitalista es un paso lógico
que presupone por supuesto una síntesis política, pero que cons-
tituye también una elección razonada y determinada. Pero la mu-
jer que cometió su crimen ‘pre-político’ clásico, el crimen contra
la familia, el infanticidio, no puede seguir un recorrido tan lineal.
¿Cómo podemos reconocer a la mujer infanticida como a nuestra
hermana, en nombre de la expropiación puesta en obra por el Ca-
pital? Su prisión es más profunda e interior, es violentamente re-
60
chazada: su gesto lo prueba. […] Si el hombre tiene a su disposi-
ción un patrimonio cultural, político y simbólico para ‘justificar’
sus acciones violentas, ¿qué patrimonio puede invocar la ‘mujer
infanticida’ para justificar las suyas?
Sin embargo, la familia, el hijo, el marido ¿no pueden ser los
elementos de una opresión material, no pueden ser la señal de una
miseria desesperada, el símbolo de una jaula que puede conducir
a la mujer a una momentánea ruptura de su equilibrio psíquico y
hacerla cumplir un gesto loco? […] Si bien es cierto que los ca-
maradas han comprendido profunda y fuertemente que las condi-
ciones materiales de detención, pudiendo por sí mismas construir
una unidad, comenzando por ese tiempo y lugar, podían ser gira-
das contra la institución, las mujeres han tenido muchas dificul-
tades para dar un sentido, una ‘unidad política’, a esas rebeliones
solitarias y desprovistas de todo dominio inmediato en el interior
del esquema de la opresión de clase.” (I. Faré, F. Spirito, Mara e
le altre)
61
62
Un cierto escepticismo
63
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a
una necesidad de modernización del aparato productivo: la ex-
plotación de las amas de casa simplemente ya no era suficiente.
El fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus
overoles azules, su fuerza bruta en las luchas y en la fábrica. El
trabajador era un profesional de su propia explotación, un aficio-
nado de la existencia. La producción era su dominio, la reproduc-
ción el espacio de su incompetencia. No sólo que la regeneración
de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su pro-
blema” sino el de su mujer, así como los cuidados de los hijos y
la limpieza de la casa. El trabajador del fordismo atravesaba una
vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía sucio
y vacío a una célula familiar en la que los cuerpos eran domesti-
cados y tocados de un modo distinto a los de sus colegas en el
cementerio libidinal de la fábrica, moría ignorante y lleno de ra-
bia, víctima de la desposesión de una potencia cuyo nombre ni
siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni siquiera había
localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de
esa ignorancia de la vida patrocinada por el Capital forma parte
de lo que llamo el feminismo extático. Su escándalo consistió en
hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su nove-
dad consistió en extraerse de la esfera estratégica que inspira a la
contestación y su objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de
las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el
movimiento obrero se había fundado en el ataque cruzado contra
el fordismo, en el que se oponía a la lógica maquínica de la pro-
ducción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmé-
tica mecánica del tiempo de fábrica la inconmensurabilidad del
tiempo de vida. Pero esta convergencia era problemática: si los
hombres podían investir con las luchas el terreno convencional
del asalariado u oponérsele con el rechazo al trabajo, las mujeres
ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto
que se veían en una falta de reconocimiento y de cuantificación
de su trabajo, que era más o menos coextensivo a su vida. Hablar
64
el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para luchar contra
las desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los
trabajos cualificados equivalía a legitimar el verdadero sistema
de esclavitud subterránea que había llevado a tal situación, es de-
cir, la extracción de plusvalía continua de toda actividad domés-
tica y familiar de la mujer bajo el disfraz de una necesidad social-
mente normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inme-
diatamente desolidarizante con todo combate masculino, un de-
seo violento de separatismo, de interrupción del double bind que
roe la vida de toda mujer en lucha, obligándola a separar una di-
mensión privada —en la que el juicio es aplastado por la necesi-
dad de la indulgencia y la obligación a adherir las normas que
han sido la fuente de su idea de amor— de una dimensión política
o social en la que se habla la lengua de los propios hombres que
son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior
como algo más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado,
su desgracia era socialmente ritualizada y políticamente recono-
cida, pero la desgracia de Penélope, quien para habitar la doble
restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un
hombre que un marido ausente no echa fuera, separada de un es-
poso que la olvida pero alimentando su recuerdo para no perder
dignidad ante sus propios ojos, ésa es una desgracia que no tiene
derecho de ciudad. El sufrimiento de quien pierde su sueño min-
tiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo con-
tradictorio (la buena madre y la trabajadora diligente, la mujer
liberada y la esposa fiel, la camarada y la que lava los calcetines,
la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es
tenido por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social
impregnado de ignorancia de los cuerpos, de la alegría, de los
niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce vacacio-
nes ni recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la
capa más superficial de la existencia, entre temor y frivolidad,
sigue sin encontrar una oreja para escucharlo, un combate para
afrontarlo.
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66
67
Bartleby; feminista extático
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la supervivencia de aquellos a los que estamos afec-
tivamente vinculadas, tendríamos también dificulta-
des para continuar la resistencia.
Coordinación emiliana por el salario en el trabajo do-
méstico, Boloña, 1976
No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar
la noche en su oficina. Su gris existencia de pequeño empleado
se desvanece sobre el tiempo de ocio que parece de paso imposi-
ble, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el tra-
bajo y la vida: se tratan, para él, de dos posibilidades inconcilia-
bles, dos imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el
69
juego, vive su vida como un empleado y se conduce al puesto de
trabajo como si pudiera vivir tranquilamente en él. Por supuesto,
no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y
entonces qué? En este universo desolado, poblado de tareas por
cumplir y relaciones abstractas entre hombres-trabajadores,
Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga completa-
mente nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo.
“En verdad —afirma, resignado, su jefe de oficina—, era su dul-
zura prodigiosa por encima de todo, la cual no sólo me desar-
maba, sino que, por así decir, me despojaba de toda actitud viril.”
Bartleby es sorprendido holgazaneando en las instalaciones de
una oficina cualquiera de Wall Street, un domingo, medio des-
nudo, pero nadie encuentra las fuerzas para echarlo: su lugar está
ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero exactamente
como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier
momento, permite con toda tranquilidad a su subordinado que le
dé órdenes y que lo expulse de sus propias instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un
acto de rechazo genérico: no es la violencia, sino la pálida sole-
dad de alguien que “prefiere no”, lo que la consciencia del jefe
de oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos maridos
repelidos con la misma firme determinación injustificable de una
preferencia negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el
Magistrado de la Cancillería, superior de Bartleby, le impide des-
embarazarse de este espectro mudo que ya no demanda nada, que
rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace
alusión a un espacio distinto donde las oficinas no serían ya los
lugares de la fastidiosa esclavitud de los contadores y donde los
jefes recibirían órdenes. “Raras veces pierdo los estribos —pre-
cisa el patrón—, y más raras son las veces en las que caigo en
peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este se-
ñor es alguien tranquilo, equilibrado, y sin embargo pierde todo
poder de acción sobre Bartleby; su dulce insumisión lo seduce,
su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una au-
toridad que se vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía
70
inexplicable por su empleado holgazán se decanta por la menos
lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás de tu
excusa, pensé; no te perseguiré más, eres inofensivo y silencioso
como una de esas viejas sillas; en pocas palabras, nunca me he
sentido en mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo
veo, lo siento; imagino el propósito predestinado de mi vida. Y
estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados; pero mi
misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por
el tiempo que juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna
huelga ha obtenido jamás condiciones tan favorables como ésta:
la convicción del patrón acerca del carácter esencialmente abu-
sivo de su papel, el rechazo al trabajo que desemboca en su abo-
lición remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en esto a la
de las feministas, es una huelga humana, una huelga de los ges-
tos, del diálogo, un escepticismo radical frente a toda forma de
opresión que pretenda avanzar sin obstáculos, incluyendo el
chantaje afectivo o las convenciones sociales más incuestiona-
bles — como la necesidad de trabajar y de volver a la oficina
después del cierre. Pero es una huelga que no se extiende, que no
contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferen-
cias negativas; porque Bartleby no tiene nada que explicar —y
aquí radica su fuerza—, no tiene ninguna legitimidad, no ame-
naza con ya no hacer nada, de modo que avala una relación con-
tractual, pero recuerda solamente que no tiene más deber que
desear y que tiene una preferencia, en este caso, por la abolición
del trabajo. “Pero como a menudo sucede —continúa el jefe de
la oficina—, el constante roce con mentes no liberales acaba por
disolver las buenas resoluciones de los más generosos.” La
huelga humana sin comunización de las costumbres acaba en tra-
gedia privada, es considerada un problema personal, una enfer-
medad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina durante el
día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que
camina ocioso con las manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y
frente a su rechazo categórico a ejecutarlas y a su impunidad ab-
soluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una injusticia
incalificable. La metáfora es incluso demasiado clara, uno se
puede imaginar la amenaza de desvilirización que sentían los
71
abogados y los magistrados cuando su autoridad era ignorada y
despreciada por un simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —se
queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de que en todo
el círculo de mis relaciones profesionales corría un murmullo de
asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto
me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser longevo y que
seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autori-
dad; e incomodando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi
reputación profesional; y arrojando una sombra siniestra sobre el
establecimiento. […] Resolví acumular todas mis fuerzas, y li-
brarme para siempre de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión,
debido a que su des/ocupación solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un
arrestado. Su escepticismo radical no encontró el confort de nin-
guna pertenencia, pero en esta noticia inquietante que escenifica
una dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva que
la del paradigma hegeliano, se da una promesa de práctica por
venir. El trabajo subterráneo de la mujer, en vista de su congruen-
cia con la vida, sólo puede detenerse mediante una huelga salvaje
de los comportamientos, una huelga humana, que salga de las co-
cinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas.
Esta huelga humana no adelanta ninguna reivindicación, antes
bien desterritorializa el ágora, devela lo “no político” como el
lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del
trabajo no remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano
explicaban: “No encontramos criterios y no nos interesa separar
la política de la cultura, del amor, del trabajo. Una política así,
separada, no nos complacería y no la sabríamos hacer.” (L. Ciga-
rini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en Critica marxista,
1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que inte-
gró a las mujeres a la esfera productiva mejor que ningún modo
de producción anterior, fue una indiferenciación creciente del es-
pacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la vida. Cada
vez son más los trabajadores que se encuentran en la situación de
72
Bartleby, situación que fue exclusivamente femenina hasta fina-
les del siglo veinte en Occidente, pero ellos prefieren no rechazar,
por ahora. El trabajo y la vida están enredados como probable-
mente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión econó-
mica que fue femenina es ahora unisex, y la huelga humana apa-
rece como el único disolvente posible de la situación. Porque
“preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un
teletrabajador, una mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios;
la preferencia negativa es antes que nada un acto político: “Yo no
soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro posible ahora”. De-
jando de creer en lo que los demás dicen de ti, oponiendo la in-
tensidad política de tu existencia a los convencionalismos del re-
conocimiento, y sobre todo no queriendo poder alguno, porque
el poder mutila, el poder exige, el poder vuelve mudo y entonces
alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des cuenta
de ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga
humana. Pero, ya, la esquizofrenia acecha a todos los desvincu-
lados, a todos los incautos del poder, a todos los esquiroles de la
huelga humana.
73
De la ventriloquia política
Yo digo yo
¿Quién dijo que la ideología es también mi
aventura?
Aventura e ideología son incompatibles.
Mi aventura soy yo.
Un día de depresión, un año de depresión, cien
años de depresión.
Dejo la ideología y ya no soy nada.
La perdición es mi prueba.
Ya no tendré un momento de prestigio a mi dis-
posición.
Pierdo atracción.
Ya no tendrás en mí una referencia.
¿Quién dijo que la emancipación fue desenmas-
carada?
Ahora me cortejas […]
Esperas de mí la identidad y no te decides.
Tuviste del hombre la identidad y no la dejas.
Viertes sobre mí tu conflicto y me eres hostil.
Esperas mi integridad.
Quisieras ponerme sobre un pedestal.
Quisieras ponerme bajo tutela.
Me alejo y no me lo perdonas.
No sabes quién soy y te haces mi mediador.
Lo que tengo que decir lo digo sola.
¿Quién dijo que te has beneficiado de mi causa?
Yo me he beneficiado de tu carrera.
“Io dico io”, en Rivolta femminile, 1977
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En 1977, en Italia, aparecía en Rivolta femminile un texto ti-
tulado Yo digo yo, especie de carta abierta dirigida a feministas
demócratas que se anunciaban de manera cada vez más pública
en las alegres y animadas manifestaciones que la historia espec-
tacular hace pasar como EL feminismo.
El sentimiento de malestar hacia la ventriloquia política era ya
muy difuso en la época y teorizado como necesidad de propor-
cionar una voz coherente al cuerpo propio, lo cual es estricta-
mente imposible en las democracias biopolíticas.
“Después del primer día y medio —cuenta un participante en
la reunión de Pinarella— se me ocurrió una cosa extraña: debajo
de las cabezas que hablaban, escuchaban, reían, había cuerpos; si
yo hablaba (con qué tranquila serenidad y ausencia de autoafir-
mación, ¡hablaba ante 200 mujeres!) en mis palabras estaba de
una u otra manera mi cuerpo, que encontraba una extraña manera
de hacerse palabra.” (Serena, Sottosopra, n° 3, 1976)
Es el problema de la cabeza, que incesantemente se busca una
solución en los movimientos feministas radicales; en él se com-
prende que es urgente encontrar un remedio a la distancia entre
la ausencia de sofisticación y refinamiento femenino del lado del
discurso, y su exceso del lado del cuerpo; que hace falta buscar
genealogías de mujeres que no sean familiares sino culturales. La
búsqueda de otra modalidad de expresión no tiene aquí el tono
vanguardista de quien quiere decir las cosas de un modo distinto
para desmarcarse, sino la urgencia de hacer del discurso mismo
el terreno de expresión de otro posible, que lo expone pues como
lugar de conflicto y de revelación implícita de las relaciones de
fuerza. Se trataba, mediante un desacoplamiento simbólico, de
hacer existir de un modo distinto unos cuerpos y sus historias. En
el caso de las mujeres, fuera de las cualidades que les son atri-
buidas por medio del metro de medida masculino —ya sea que
se encuentre en las manos de un hombre o de una mujer, poco
importa—, “ellas sólo podrían existir en su sentido empírico, de
modo tal que su vida sería una zoé antes que un bios. Así pues,
no nos sorprende —escribe Adriana Cavarero— que la pulsión
75
in-nata a la auto-exhibición de la unicidad se cristalice para mu-
chas mujeres en el deseo del bios como deseo de biografía.” (Tu
che mi guardi, tu che mi racconti) Es aquí que la autoconsciencia
devenía una práctica de recomposición y de compartir a la vez,
de producción de subjetividad por medio de los discursos y de
discursos por medio de las subjetividades.
En 1979, una mujer que formaba parte de un grupo armado
feminista cuenta lo siguiente, de forma anónima, al teléfono: “Yo
soy conservación, autoconservación, vida cotidiana, adaptación,
mediación de conflictos, relajamiento de tensiones, superviven-
cia de mis objetos de amor, alimento; yo soy todo esto contra mí
misma, contra la posibilidad de comprender quién soy y de cons-
truir mi propia vida, yo soy en mi locura, en mi autodestrucción.
Entonces miro dentro de mí misma y trato de dejar de pensar en
lo que está bien y lo que está mal, en lo que es correcto y lo que
es falso… Siento la necesidad de romperme, de destrozarme, de
no pensarme siempre en continuidad con mi historia. Tal vez por-
que no tengo historia, tal vez porque todo lo que me viene a los
ojos como historia me parece algo ajeno, me parece un vestido
que me ha sido puesto en la espalda y del que no consigo desves-
tirme… Entonces comienzo a pensar que el hecho de destro-
zarme, de estallar, de fragmentarme, de buscarme en el interior
de nuestra búsqueda colectiva, de nuestros posibles, de nuestras
utopías colectivas, quiere decir que no puedo romper con mi re-
signación y subordinación si no rompo con los enemigos que he
identificado, si no reconozco mi rabia y la saco fuera, con mi vio-
lencia contra la ideología y el aparato de violencia que me
oprime… Si no encuentro con las otras mujeres mi deseo de salir,
de atacar, de destruir… Destruir, abatir todos los muros y todas
las barreras…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre, 1979)
El anonimato femenino, la ausencia de las mujeres del gran
relato de la Historia, les hace preferible el silencio a la exposición
de sí, la sustracción al heroísmo. Ser extraordinaria, formar parte
de una excepción, para una mujer constituye un riesgo de sepa-
ración de la masa silenciosa de sus compañeras, y más que una
traición de clase, casi un suicidio social. “Por definición —cuenta
76
otra mujer que eligió la lucha armada— la mujer no piensa. Si se
coloca fuera del orden establecido se dice que lo hizo porque ‘si-
gue’ a su marido, y su locura continúa. […] Cuando comencé a
decir ‘no’, en mi casa, no sabía cómo hacer, tenía miedo. Miraba
a los hombres muy atentamente para imitarlos, los ‘absorbí’, en-
tendí que podía hacer como ellos. Pero no era realmente sufi-
ciente para emanciparme. Ellos también tenían miedo, incluso de
mí…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre). La cuestión biográfica
es para las mujeres la cuestión del cómo hacer. Si no existe nin-
guna prisión material que las encierre en un rol o un silencio, en-
tonces ¿cómo desarticular los reflejos de alguien más que mate-
rializan a ese sexo y ese silencio, cómo demoler la imagen que
los otros nos dan de nosotros sin autodestruirse a sí mismo? Para
las mujeres, la biografía es por lo tanto una cuestión técnica antes
que narcisista; el relato de sí es la respuesta a la cuestión de saber
cómo fue que las otras mujeres que no querían ser “mujeres” ni
“mujeres que querían ser hombres” salieron de esto. Cómo, bási-
camente, un cuerpo de mujer puede llegar a detentar un discurso
que no estaba previsto para él, que estaba por el contrario previsto
para hacerlo callar. Cómo salir del silencio y seguir siendo anó-
nima, seguir siendo cualquiera, lo cual representa la única manera
de desbaratar a la ventriloquia política.
Cuando el feminismo extático se apropiaba de ello, esta aten-
ción al discurso en cuanto vehículo privilegiado del poder aca-
baba apenas de surgir y no conocía para sí mismo un futuro pro-
metedor en la mala fe de los universitarios; si había algo ejemplar
en esta búsqueda de un lenguaje que proporcionaría una dignidad
política al día a día sumergido y no codificado de una multitud
de mujeres ávidas de sentido para sus existencias, era el rechazo
a todo principio de autoridad. Esta búsqueda inauguraba una ló-
gica distinta de guerra, en la que lo que está en juego no es vol-
verse inatacable por un adversario interior, sino ponerse en lucha
contra el enemigo interior. En la que desmovilización física y
descolonización simbólica coinciden en un movimiento de des-
prendimiento de sí.
77
Se trataba de un gesto que se deseaba libre, que reivindicaba
para sí el derecho al error (que de igual modo es siempre el dere-
cho a la errancia, al vagabundeo, al hallazgo más amplio.) Pero
quien rechaza ser corregido, al final, critica la ley y el sistema
penal, y el movimiento de deslegislación del feminismo extác-
tico sigue siendo en esto una herencia fundamental para ser
opuesta al imperialismo de la integración a todo precio y a todo
avance de lo politically correct. Esto es algo que escandalizaba,
como cuando en plena lucha por el derecho al aborto, algunas
mujeres decían que no querían ley alguna sobre su cuerpo, sobre
la violación, sobre la maternidad. Que ya no querían ley, en ab-
soluto.
Pues la única salida honorable de un estado de minoría no es
la obtención del reconocimiento, por parte de quien domina, de
que la relación de fuerza ha cambiado, sino la deconstrucción del
mecanismo del reconocimiento mismo y de la idea de victoria.
Leemos en el Manifiesto de Rivolta femminile de 1971: “Recha-
zamos hoy sufrir la afrenta de que algunas miles de firmas, mas-
culinas o femeninas, sirvan de pretexto para exigir a los hombres
en el poder, a los legisladores, aquello que en realidad ha sido el
contenido expresado por millares de vidas de mujeres enviadas
al matadero del aborto clandestino.”
Aceptar dejarse arrancar de la zona opaca de la no-ley, de la
arbitrariedad de las relaciones afectivas —en las cuales, se sabe
bien, nadie debe implicarse— para ser conducidas bajo la luz in-
decente de los proyectores de la política espectacular, ha sido el
principal error del feminismo; todas las cuestiones que había le-
vantado permanecen desde entonces peligrosamente irresueltas,
y la vía para volverlas a plantear está ahora interceptada. ¿Qué
más envilecedor que ver a un movimiento que exigía otro espacio
político conformarse con aquel que conscientemente organizó su
exclusión, acompañado de una mezcla de buen sentido de madre
de familia que sabe que “de todos modos hay que hacer que mar-
che” y de orgullo de la mujer liberada que manipula totalmente
sola el motor de su coche?
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Podemos leer un testimonio desolador de este compromiso
en Deux femmes au royaume des hommes de Roselyne Bachelot
y Geneviève Fraisse; “Siempre hay que prestar atención a nuestra
apariencia física. […] Siempre estamos sobre el hilo de la navaja.
Si tenemos una falda demasiado corta o un escote demasiado am-
plio, conmocionamos. Si al contrario nos ponemos un traje pare-
cido a un saco de papas, nos caen encima burlas. […] Recuerdo
una reunión pública en Millau, dentro de un cine abandonado,
con una estrada muy alta y sin tener nada para ocultar nuestras
piernas. Al final de la reunión, un señor vino a decirme: ‘¡Tienes
calzones blancos!’ Y es ahí que nos decimos que, realmente, nada
está hecho para las mujeres.” Comenzando por las faldas, para
acabar con el deseo de afirmarse sobre escena, a imagen de los
hombres…
La abstracción de la política institucional no es reapropiable
por parte de las mujeres en la medida en que la figura del ciuda-
dano, que es su núcleo, existe en contra de la materialidad y la
singularidad de los cuerpos, a favor y en la lógica de la represen-
tación. La imposible “mujer-ciudadana”, capaz de integrarse a la
política clásica ocultando su vergüenza de tener vergüenza por
no ser un hombre, acosa al cuerpo femenino con otro espectro: el
del feto. Eso que ni siquiera es todavía una náusea para ella, es
ya un cuerpo a ser gobernado para el Estado. El feto es el ciuda-
dano que la mujer lleva en su vientre, aquello que es invisible y
sin existencia pero ya sujeto de derecho en contra de ella, hablado
por el biopoder.
“En el transcurso de pocos años —escribe Barbara Duden—
el hijo se ha vuelto un feto, la mujer embarazada un sistema ute-
rino de abastecimiento, el bebé por nacer una vida y la ‘vida’
un valor católico-secular, por consiguiente omnicomprensivo.”
(Der Frauenleib als öffentlicher Ort)
El cuerpo de la mujer como fábrica potencial de ciudadanos
nace con aquello que Foucault denomina la biopolítica. “Desde
1800 —continúa Barbara Duden—, el interior de la mujer se ha
vuelto público desde el punto de vista médico, policíaco y jurí-
dico, en tanto que paralelamente —ideológica y culturalmente—
79
es emprendida la privatización de su exterior. Creo que me en-
cuentro sobre las huellas de un desarrollo contradictorio típico de
la ‘creación’ de la mujer como hecho científico en el transcurso
del siglo XIX al igual que del ciudadano de la civilización indus-
trial.” Así pues, la Ilustración organizó un régimen distinto de
visibilidad y previsibilidad de los cuerpos vivos que exigía escru-
tar desde el interior a la mujer, y que transformó su fisiología en
espacio público. Entre medicalización y representación política
existe una coincidencia no sólo cronológica: tanto el ciudadano
como el feto son ficciones producidas por el biopoder, y en
cuanto tales son los enemigos declarados del feminismo extático.
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Los estragos sombríos de la hipótesis
represiva
Genealogía de la misandría
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a un derecho adquirido de expropiación sin contrapartida. Es aquí
que la violación encuentra su fuente, manifiesta sólo de manera
patente y práctica la opinión que se expresa en el prejuicio uni-
versal en contra de las mujeres libres.
Las mujeres no tienen derechos porque no tienen derecho al
placer —pues todo derecho, en el fondo, es la traducción de una
autorización a un placer o a la interrupción de un sufrimiento—;
los hombres, por su parte, han tenido el derecho de tomárselo, ese
placer, e incluso de sujetos no consentidores. Las mujeres que no
querían derechos habían comprendido, por tanto, que
el nexus poder-ley-deseo debía ser deshecho o reorganizado, que
si existe goce dentro de los grilletes, no se trata de condenarlo ni
de negarlo, sino de tener presente en la mente que no crea nin-
guna libertad, y que otros placeres son posibles también. No hay
sexualidad reaccionaria, al igual que no hay sexualidad subver-
siva, pero sí existe una política del sexo que tiene efectos sobre
los cuerpos y los lenguajes, que produce determinados juegos de
poder y censura otros. El disfraz del feminismo como política de
paridad desplazó la cuestión del intercambio de placer hacia la
cuestión del intercambio de poder, lo cual conviene ciertamente
a las democracias biopolíticas. Un mundo donde incluso las mu-
jeres ignoran la autonomía de su goce en relación a los mecanis-
mos del gobierno y temen la castración, es decir, la privación de
un poder fantasma que no las vuelve más potentes, no es ya sino
una extensión formidable de cuerpos dóciles.
“No creas tener derechos”, esto quería decir no creas recibir
una protección a cambio de tu obediencia, porque desde hace mi-
lenios proporcionas tu obediencia sin exigir contrapartida, como
pura pérdida; no creas poder realizarte en una sociedad creada
para excluirte: si se te dan derechos es porque para exigirlos te
has dejado normalizar y porque ahora el enemigo puede inte-
grarte a su gusto.
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¿Afuera? ¿Dónde está eso?
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dispositivo del derecho funciona como una expulsión peristáltica
de la contradicción fuera del cuerpo de la sociedad; la criminali-
zación es la producción por parte del biopoder de una enemistad
entre partidos que tienen intereses comunes pero modos diver-
gentes de perseguirlos. Ocultando el parentesco invisible que une
a los oprimidos, la Ley se ha erigido históricamente como proge-
nitor único de todo lo social, y garante de su cohesión. Pero las
mujeres, así como los plebeyos, se han encontrado en una posi-
ción muy ambigua con respecto a la ley, no siendo protegidas ni
representadas, sino exclusivamente entorpecidas y amenazadas
por ella. Su rechazo violento a la Ley era, por tanto, la exigencia
de una edad adulta que supere la definición mezquina de la Ilus-
tración. Si permanecemos a la sombra de Ley, seguiremos per-
maneciendo en estado de tutela. Si el monopolio estatal de la vio-
lencia legítima sobrevive, ninguna práctica de libertad tendrá una
legitimidad que rechace someterse al envilecimiento de un itine-
rario de liberación (de los hombres, de los patrones, de los ma-
chistas, de los prejuicios, y en el fondo de nosotros mismos).
No es introduciendo en el cuerpo social unos dispositivos au-
torrepresivos como el antirracismo, el antifascismo o el antima-
chismo que supuestamente actúan en cada ser como la separación
se reduce o la potencia se libera. ¡Ninguna esperanza! Cada
“No”, cada “No hay que…” llega a agregarse al montón de prohi-
biciones que constituye la vida de todos, comenzada con papá-
mamá, proseguida con el Estado-sociedad y acabada en los bra-
zos del Biopoder.
La libertad no es forzosamente algo lindo de ver, ella que es
“la razón de la madre infanticida, de la mujer que no quiere ma-
rido, de la poeta homosexual, de la hija egoísta… y así sucesiva-
mente, hasta abarcar las numerosas maneras en que la humanidad
femenina trata de significar su necesidad de existencia libre,
desde el hijo que cae en el lavadero hirviendo hasta el impulso de
robar en los supermercados.” (No creas tener derechos) El re-
chazo de la asunción de la “deportación del destino femenino”
(A. Cavarero) hacia el terreno ajeno de los poderes y sublimacio-
nes masculinas, es decir, “civilizados”, fue la apuesta del primer
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feminismo que se constituyó separadamente practicando el “con-
flicto por sustracción”. Pero la fuerza para deshacer los mecanis-
mos de subjetivación no se produjo en el seno de la heterotopía
monosexual, y la secesión de las feministas siguió siendo una pe-
queña hemorragia de sentido en el gran cuerpo de la política clá-
sica.
“Un día no muy lejano —escribe Teresa De Lauretis—, de
una u otra manera, las mujeres tendrán una carrera, sus propios
apellidos y propiedad, hijos, esposos y/o amantes femeninas se-
gún sus preferencias, todo esto sin alterar las relaciones sociales
existentes y las estructuras heterosexuales en las cuales nuestra
sociedad, y muchas otras, están firmemente ancladas.” (Tecnolo-
gías del género) Ese día, en efecto, no nos parece del todo lejano;
sinceramente, se asemeja mucho al presente de una minoría “pri-
vilegiada”.
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Oikonomia
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tal es el oficio de vivir para una mujer. Y no es así sólo por la
explotación masculina, es algo localizado como intersección en-
tre el patriarcado y el capitalismo, en un dominio económico,
porque la economía está regida por la ley de los deseos, y todo lo
que es objeto de deseo, incluso si se trata de un sujeto, entra ple-
namente en ella. Somos, en suma, deseables como somos solven-
tes, tenemos un capital-encanto, un capital-belleza que hay que
saber administrar, y esto es ahora igualmente cierto para los hom-
bres y para las mujeres, un hecho que se debe a la metamorfosis
de la producción y la circulación de los cuerpos antes que a una
“revolución” de las costumbres. Fundirse en una fatal y compla-
ciente intimidad con las cosas se ha vuelto una actividad masiva
para los Bloom fetiche-compatibles. Ésa solía ser la especificidad
del sexo débil.
Si aparentemente no se dan más coitos en la vida de los hom-
bres y las mujeres desde la “liberación sexual” de los años se-
senta, es algo que se explica así: el principio económico de cir-
culación de los deseos —y la lectura de cualquier revista feme-
nina o masculina lo confirmará— tiene la intención de que el
coito, el consumo y la consumación de sí y del otro, sea optimi-
zado.
La temible contigüidad entre economía libidinal y economía
mercantil es un efecto de la transformación de las formas del tra-
bajo: “La inversión del deseo —explica Bifo— está en juego en
el trabajo, a partir del momento en que la producción social em-
pezó a incorporar fragmentos cada vez mayores de la actividad
mental, de la acción simbólica, comunicativa y afectiva. En el
proceso de trabajo cognitivo queda involucrado lo que es más
esencialmente humano: ya no son el cansancio muscular ni la
transformación física de la materia, sino la comunicación, la crea-
ción de estados mentales, la afección y el imaginario lo que son
el producto al que se aplica la actividad productiva. El trabajo
industrial de tipo clásico, sobre todo en la forma organizada de la
fábrica fordista, no tenía ninguna relación con el placer, salvo la
de comprimirlo, aplazarlo, hacerlo imposible. No tenía ninguna
relación con la comunicación que, antes bien, era obstaculizada,
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fragmentada, impedida mientras los obreros se encontraban en la
cadena de montaje e incluso fuera de su jornada de trabajo, en su
aislamiento doméstico. […] El obrero industrial no tenía otro lu-
gar de socialización que la comunidad obrera en la que él podía
organizarse contra el capital.” (La fábrica de la infelicidad)
Víctimas de la ilusión de que cualquiera podría “realizarse”
en el trabajo comunicacional, las mujeres ponen al servicio del
Capital sus habilidades relacionales adquiridas en el curso de mi-
lenios de sumisión durante los cuales tuvieron interés de hacerse
amables. La publicidad, la moda, los clubes nocturnos, los cafés
e incluso la planta baja del triste edificio del “trabajo inmaterial”
cuyos bares y aceras se encuentran poblados de putas, funcionan
como valor agregado mujer. Vueltas inevitablemente supercons-
cientes de su precio, las mujeres se han convertido en la moneda
viva con la que SE compra a los hombres. De este modo el círculo
de la economía prostitucional se cierra sin afuera, salvo por un
lumpenproletariado de indeseables, minusválidos o invendibles,
parados y paradas de la fábrica libidinal.
El coito —y cuanto más alto es el valor agregado relacional
de los sujetos más cierto es esto— se convierte entonces en el
espacio de la construcción de un capital-reputación, de un trabajo
de autopromoción que, si no se orienta hacia ninguna oportuni-
dad, tampoco debe nunca “desacreditarte”. Es así como el “re-
lapso” y las prácticas sexuales de rechazo de la seguridad han de
interpretarse: como pequeñas transgresiones que permiten al tra-
bajador total regresar embriagado a su trabajo y repleto del sen-
timiento de un “gasto” realmente peligroso. Aquí se pone en pe-
ligro su capital-salud como en otro tiempo el burgués ponía en
peligro su matrimonio al recoger a una amante.
Don Juan era un angelito en comparación con el hipster.
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Anatomía de lo deseable
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la han oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posi-
ción inconscientemente cómica cuyo humor no domina. El sádico
—contrariamente a lo que el capitalismo quisiera hacernos
creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro
modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los de-
seos de relación entre hombres y mujeres se desenganchan de la
necesidad de acumulación y de explotación, la liquidación del
masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a
ser franqueada para los dos sexos. “Las mujeres —escribe Ida
Dominijanni— han sido confinadas por el orden simbólico pa-
triarcal al desorden de relaciones rivales medidas a partir del de-
seo masculino; han estado históricamente excluidas de las jerar-
quías sociales, construidas a imagen y representación de la se-
xualidad masculina; han sido luego asignadas, en los paradigmas
de la emancipación y de la liberación, a una revolución ‘de gé-
nero’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la
adecuación a los modelos masculinos. Para destrozar esta doble
prisión de la exclusión y de la homologación, es necesario rein-
ventar la estructura simbólica del deseo y del intercambio.” (El
deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las muje-
res contra sus congéneres machistas proviene de un comporta-
miento fundado en un odio de sí aumentado. El odio, en primer
lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno renuncia a
expresar de un modo articulado para contentarse a reducirlo al
silencio de la vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e
infantil él acepta proteger, parte justamente secretada por una
cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en
toda relación sexual el espectro de la violación, manifestado con
ello sólo la pena que las mujeres tienen a verse como objeto de
un deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su
complicación, un deseo monista o binario. Sin importar que lo
quieran o no, el cuerpo de las mujeres pertenece al deseo de los
violadores, a tal grado que son incapaces de suscitar otros deseos.
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Salir de la culpabilización para comenzar un verdadero diálogo
de la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo
extático. Esto es algo que concerniría a los niños abusivamente
deseados o desantes, a los viejos excluidos del placer y a los per-
versos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y
se establece a cada instante entre los seres concernidos, toda mo-
ral normativa que tiene como único objetivo imponer un compor-
tamiento más “productivo” y controlable que los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación senti-
mental y psicosomática adecuada para sí misma que sólo puede
ser combatida sobre el terreno ético, que sólo puede ser derrotada
mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nue-
vos intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las for-
mas-de-vida inscribiendo unos posibles determinados en la su-
perficie de los cuerpos. La sexuación es la inscripción princeps,
aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna
todo cuerpo a un ethos determinado (y a sus variantes estableci-
das por el Espectáculo), que hace que, incluso si el margen de
tolerancia moral respecto a “problemas de género” parece mayor
actualmente, el summum de lo indescifrable siga siendo el cuerpo
con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración
de las transgresiones y de las perversiones sexuales en el seno de
la taxonomía de la dominación no depende tanto de una apertura
de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de
una necesidad de colonización de territorios de deseos que emer-
gen de manera cada vez más abierta. Y si, por tanto, el terreno
ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser una zona franca
respecto a la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la
reproducción de la familia, al día de hoy está tan investida y agi-
tada por el Espectáculo que su integración simbólica en las insti-
tuciones ha sido forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una
subsunción progresiva de sus deseos ha terminado por transfor-
mar toda veleidad de anticonformismo sexual en nuevo terreno a
ser construido para la publicidad mercantil.
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Economía política de una voluntad de
saber
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Por lo pronto, nosotros estamos muy cansados. Es hora de en-
tablar una buena huelga. Una huelga humana que será tan radi-
calmente destructora que destruirá en su movimiento mismo al
enemigo que se localiza en nosotros. Y sólo entonces nos dare-
mos cuenta de todo aquello que tomaba lugar en nosotros y exigía
alguna indulgencia, de todo aquello que también era útil, de todo
aquello que colaboraba, participaba de nuestra coherencia (la
coherencia mortal de los hijos de la dialéctica).
La huelga humana no exige —en cierto sentido, es incluso su
contrario— una revolución sexual, sino una revolución psicoso-
mática. La cuestión epistemológica es en ella una cuestión afec-
tiva que decide nuestra relación con el mundo; la cuestión polí-
tica es en ella una cuestión existencial que pone en juego nuestro
estar-en-el-mundo. La huelga humana se lanza al ataque de la
economía mercantil por los bordes: socavando sus dos bases, la
economía política y la economía libidinal.
¿Es eso peligroso?
Sí, y es bello.
Por lo demás, lo que carece de peligro carece también de dig-
nidad.
Se ha hecho a la mujer amable por su fragilidad; se la ha con-
sagrado al amor haciéndola incapaz de vivir, transformando su
existencia en una serie de amenazas que la obligan a refugiarse
en los brazos necesarios del hombre. Ahora nos hace falta un pe-
ligro que excluya todo refugio, nos hacen falta pasiones que pres-
cindan de compasión.
El héroe era lamentable por ignorancia. Le retiramos su mo-
nopolio del combate, dejando de tenerle lástima y de dispensarlo.
Milenios de cultura que hicieron penetrar en los hombres la con-
vicción de que no debían tener miedo a morir, produjeron en es-
tos últimos el miedo a vivir. La lucha contra este miedo es el co-
mienzo de la guerra partisana, donde toda forma-de-vida es tam-
bién una forma de lucha, la cual aparece por fragmentos en los
gestos contenidos detrás de estas líneas.
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Lo que importa, en el fondo, no es lo que sea retenido de la
historia extraña y contradictoria del feminismo extático, sino lo
que demolió, los pequeños desmoronamientos internos que si-
guen a la sacudida de las familiaridades.
¿Esto es algo que no lleva a nada? ¡Sí que lleva!
¡Sí, sí!
Esto es algo que hace lugar. Para vivir. Para reír. Para luchar.
“Destruir rejuvenece” escribía Benjamín, y tenía razón.
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