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El Dipló: Entre dos globalizaciones 1/4 1-08-2014 20:38:33

Edición Nro 182 - Agosto de 2014

Gabriela Francone, x/z/y, 2008 (fragmento, gentileza Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires)

CAMBIOS EN LA ESTRATEGIA INTERNACIONAL ARGENTINA

Entre dos globalizaciones


Por Federico Vázquez*

La visita de los presidentes de China y Rusia confirma un giro en la política exterior argentina, que a la integración
regional suma ahora un abanico más amplio de alianzas. La novedad se explica por la orientación ideológica del
kirchnerismo pero también por el carácter multilateral de la “globalización del siglo XXI”.

Como decía el general Perón, la única verdad es la realidad, y hoy estamos más cerca que nunca.” La frase no
pertenece a un concejal del Partido Justicialista en medio de una campaña electoral sino al presidente de China, Xi
Jinping, en la cena de honor que el gobierno argentino le brindó el pasado 16 de julio, en el marco de la gira regional
por la reunión de los BRICS que se realizó en la ciudad de Fortaleza, en Brasil. Además de palabras, Xi Jinping
prometió inversiones en trenes, represas y un colchón de yuanes como ayuda financiera.

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Cuatro días antes, en una escena similar, la presidenta Cristina Fernández había recibido al líder ruso Vladimir Putin,
quien definió las relaciones con Argentina como “estratégicas”. Avanzaron, además, en acuerdos comerciales e incluso
nucleares: la empresa estatal rusa Rosatom podría involucrarse en la construcción de una nueva planta nuclear en el
país.

Estas visitas no se dan en un mundo tranquilo, más bien todo lo contrario: dos meses antes, Moscú y Beijing firmaron
un convenio energético sin precedentes, por el cual Rusia abastecerá durante 30 años un tercio del total del gas que hoy
consume China. Una contracara del conflicto por el mismo producto que hoy enfrenta a Rusia y Europa en la nueva
“Guerra Fría” que se libra en Ucrania. Este escenario confirma la idea de un mundo en ebullición, donde algunas
claves que parecían obsoletas (la geopolítica, la lucha por recursos básicos, la tensión Occidente-Oriente) vuelven a
tener vigencia. Pero esta vez no se trata de un eco lejano que retumba tardíamente en estas latitudes sino de un impacto
inmediato: el lugar que Argentina (y la región) ocupa en el mundo parece jugarse en estos cambios.

Transformaciones

Desde el fin del proyecto del ALCA en la célebre Cumbre de Mar del Plata en 2005, América del Sur y Argentina
comenzaron a transitar un camino de integración regional que, si bien tuvo sus altibajos (hoy, después de unos años de
febril actividad diplomática de los presidentes, se ve una meseta preocupante) se consolidó como un primer anillo de
alianzas internacionales para cada uno de los países.

Casi diez años después, la reunión de los BRICS en el norte de Brasil, en la que la Unasur participó como invitada –y,
dentro de ese marco, las escalas de Putin y Jinping en Argentina– muestran un segundo paso en la estrategia de
inserción mundial que el país y la región iniciaron en aquel momento. El contraste con el anterior consenso de
“alineamiento automático” con Estados Unidos es demasiado evidente como para necesitar mayor argumentación: sólo
hay que remarcar que el cambio de eje es abrupto, se llevó a cabo en un período menor a una década y, por ahora, los
beneficios parecen mayores que los costos.

Esta aparente esquizofrenia de Argentina, que en diez años cambia sus históricas alianzas continentales y hasta
hemisféricas, no sólo se explica por el signo ideológico del gobierno sino también por un mundo de mercancías e
intercambios que tiene poco que ver con el de hace diez o quince años. En efecto, después de una década en la que las
materias primas se tomaron revancha de los precios declinantes de casi todo el siglo XX y en la que los polos de
producción y consumo se multiplicaron en zonas antes marginales del planeta, las nuevas ecuaciones económicas
comienzan a encontrar una traducción política concreta. Aquellos puntos distantes (Brasil, Argentina, China, India,
etc.), que ya estaban unidos por containers de soja y celulares, pasaron a construir vínculos diplomáticos entre
gobiernos. Lógica pura.

¿Una nueva globalización?

La palabra “globalización”, tan de moda ayer nomás, parece un fósil conceptual. Sin embargo, esa misma velocidad de
envejecimiento nos puede servir como un carbono 14 teórico que nos ayude a entender por qué cambió tanto el mundo
en los últimos años.

En su significado original, la globalización evocaba tanto el triunfo del capitalismo sobre el bloque comunista como la
hegemonía estadounidense, el sujeto concreto de esa victoria. Casi de un día para el otro, un solo Estado-nación fijaba
las reglas para el resto. Esto, en alguna medida, significaba que esa condición de Estado-nación, al menos en su
concepción integral, quedaba reservada para ese único jugador, y el resto de los países debían conformarse con una
soberanía condicionada. Esta hegemonía estadounidense, bajo los paraguas discursivos del “mercado” y la
“democracia”, aparecía sólida e irrefutable. McDonald’s y CNN, tan atractivos como fáciles de consumir, operaban
como la materialización empresaria de esas dos ideas-fuerza. Aunque sonara jocosa la tesis del fin de la historia, nadie
discutía que un nuevo orden mundial había llegado para quedarse...

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Sin embargo, el mundo siguió cambiando. Y muy rápido. Si la locomotora china ya era parte de las conjeturas
geopolíticas al menos desde mediados de los 90, nadie adivinó que Rusia se levantaría de las ruinas de la Unión
Soviética en sólo dos décadas. Y menos todavía que los ex rivales comunistas, además de hacer las paces entre sí,
asumirían la representación de las economías emergentes.

Paradojas de la historia: estos dos gigantes, ahora con sus economías volcadas sobre el mercado internacional
capitalista, son hoy competidores más serios a la hegemonía estadounidense que cuando se presentaban como la
expresión de un sistema ideológico opuesto. Ya sin el peso de ser el “otro”, hoy pueden multiplicar las relaciones
comerciales con países y regiones antes vedadas por la lógica de la Guerra Fría.

En este marco, en los últimos diez años el comercio entre China y América Latina creció en promedio un 29% anual.
Ya en 2009 China desplazó a Estados Unidos como principal socio comercial de Brasil y, todavía más sorprendente,
hizo lo mismo en Chile y Perú, países que han firmado acuerdos de libre comercio con Washington. Pero no se trata
sólo de China: países como India o Brasil (y en menor medida también Sudáfrica), que eran vistos poco menos que
como territorios de ayuda humanitaria de las ONG internacionales, se convirtieron en importantes centros fabriles y de
consumo popular.

La crisis financiera de 2008, de la cual Estados Unidos aún se recupera y en la que Europa sigue empantanada, volvió
todavía más transparente la emergencia de ese nuevo motor productivo y comercial mundial. Un año después, al pie de
los Urales y como poniendo en cuestión la cartografía política global, la ciudad rusa de Ekaterimburgo recibía a los
presidentes de Brasil, Rusia, India y China, y se fundaba el BRIC.

Seis cumbres después, el mes pasado en Fortaleza, los ahora BRICS (en el 2011 se incorporó Sudáfrica, más por su
pertenencia al continente africano que por compartir magnitudes con los otros cuatro miembros) pusieron en marcha un
banco de desarrollo y un fondeo de reservas. El paso, si bien todavía en la lógica económica más que política, empieza
a rozar una estrategia de desarrollo autónomo más visible. Un circuito comercial Sur-Sur ya robusto –y, ahora, un
circuito financiero propio– perfilan un sistema de intercambios que cada vez debe pasar menos por las capitales de los
países centrales.

Volviendo al concepto inicial, ¿estamos ante una nueva oleada globalizadora? Abusando una vez más de la metáfora
eterna, alguien podría decir: es la expansión del capitalismo, estúpido. Y tendrá razón: los BRICS, así como el proceso
de integración de América del Sur, no se inscriben en una estrategia disruptiva de la economía capitalista sino que son
más bien una muestra de su vitalidad. En cambio, sí parece estar en cuestión el carácter uniforme que imaginábamos de
la globalización de los 90 y la centralidad que se les otorgaba en ese esquema a Estados Unidos y Europa. No se trata
sólo de cambiar nombres de países: esta nueva fase globalizadora también difiere en cuestiones bien relevantes, como
el rol de los Estados en la economía o la subordinación de las finanzas como palanca para la producción y el comercio.

Para Argentina, y también para la región, ese cambio global, a diferencia de otros que llegaron a esta parte del mundo
muy a contrapelo de las necesidades propias, parece beneficioso. La razón es sencilla: ni Estados Unidos ni Europa
parecen tener reservado un lugar muy claro en sus esquemas políticos y económicos para nuestros países. No resulta
extraño: en un momento histórico donde los mismos proyectos internos de los países centrales están, si no en declive al
menos en una transición brumosa, ¿qué lugar le puede caber a un territorio que es parte de “Occidente” pero sólo como
extremidad (tomando el concepto del libro clásico de Alan Rouquie), periferia o patio trasero?

En este contexto, América del Sur, y dentro de ella Argentina, pueden ensayar una inserción internacional con relativa
autonomía. Pero una política “regionalista” no es suficiente: la comunión con países hermanos que tienen
prácticamente las mismas carencias difícilmente resuelva todos los problemas: escasez de capitales, marginación en la
toma de decisiones a escala mundial, desarrollo industrial endeble, son escollos que América del Sur no puede
enfrentar en soledad. Incluso Brasil, que por su tamaño explica la mitad del territorio, la población y la riqueza de la
región, se encuentra en la misma situación. La búsqueda de socios externos que contribuyan a mitigar esas falencias era
el lógico eslabón siguiente, después de casi una década de integración vecinal endógena.

A esta necesidad regional se sumó en el último tiempo una urgencia argentina. Cuando el país se encaminaba a cerrar
el último capítulo de la reestructuración de su deuda, el sistema financiero tutelado por Estados Unidos y Europa
volvió a mostrar su cara más áspera. Aún después de una serie de gestos contundentes (pago al Club de París, arreglo

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con Repsol, reforma del Indec), Argentina fue puesta nuevamente en la cornisa del default. Más allá del resultado final
de las negociaciones con los fondos buitre, la enseñanza más o menos obvia es la conveniencia de tomar toda la
distancia posible de una estructura financiera (y política) global que parece atravesar un caos de una magnitud tal que
hace que quien patee el tablero sea el jugador más poderoso y no el más débil. Argentina puede argumentar que intentó
durante estos años seguir las reglas del juego, “volver al mundo” pagando lo que éste le pedía y, casi al final del
camino, descubre que todo ese esfuerzo puede no ser suficiente. Si además se encuentra con jugadores de peso que
prometen un mejor trato, el incentivo para cambiar de amistades parece evidente.

Los peligros del nuevo mundo

El principal riesgo para esta nueva inserción internacional de Argentina es básico: el mundo nuevo se parece (bastante)
al viejo. Detrás de las buenas intenciones chinas, rusas o regionales asoman los intereses nacionales y empresariales,
más parecidos entre sí que divergentes.

El ejemplo más cercano es Brasil: desde la constitución del Mercosur, la alianza estratégica fue reafirmada por todos
los gobiernos y, aún con la sintonía personal y política de Lula y Néstor Kirchner primero y Dilma y Cristina después,
los cortocircuitos comerciales siguen a la orden del día. Incluso algunas versiones indicaron que Itamaraty incidió para
que finalmente Argentina participara de la reunión de los BRICS sólo como miembro de la Unasur, cuando semanas
antes de la cumbre hubo señales diplomáticas de Rusia y China que apuntaban a una invitación más jerarquizada. Algo
comprensible desde la lógica de Brasil, que pretende actuar como líder regional y para quien Argentina es su socio más
importante pero también su competidor más cercano.

El vínculo comercial con China tampoco está exento de claroscuros: el vaso medio lleno es el crecimiento exponencial
del intercambio en los últimos 20 años (saltó de 1.000 millones a 15.000 millones de dólares), pero la alarma se
enciende no sólo por el obvio desbalance entre una canasta de exportación argentina casi monopolizada por la soja y la
importación de diversos productos manufacturados chinos, sino porque desde 2008 la balanza final es negativa para
nuestro país.

En el caso de Rusia, con un vínculo económico muchísimo más modesto, las cosas parecen más lineales, al menos por
ahora. Las reservas de Vaca Muerta, sedientas de inversiones, pueden ser un terreno fértil para que los rusos, dueños de
la petrolera estatal más grande del mundo, desembarquen junto a otras compañías internacionales. La energía atómica,
una de esas rarezas argentinas que nos ubica en el pequeño club de países con potencial nuclear, también es un punto
de encuentro importante, por el nivel de intercambio científico y técnico que se puede desarrollar.

Como sea, los peligros están ahí, y ahora depende de la capacidad del país para analizarlos y sortearlos. Lo que aparece
en el horizonte es una nueva oportunidad de pensar a Argentina en el mundo, un mundo muy distinto al de diez años
atrás: más abierto, menos homogéneo, con algunas grietas por donde intentar un desarrollo propio, que decididamente
no puede ser imaginado desde la autarquía nacional plena pero sí eligiendo con quién y cómo asociarse para avanzar en
este objetivo. Con la última globalización del siglo XX las cosas no salieron muy bien, veremos si con la primera del
siglo XXI se puede escribir otra historia.

* Periodista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Por Federico Vázquez* -4- Edición Nro 182 - Agosto de 2014

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