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EL RATÓN DE CAMPO Y EL RATÓN DE CIUDAD

Érase una vez… un ratón de ciudad que, durante una gira por el campo, conoció a un
ratoncillo campestre. Pasearon todo el día juntos y se hicieron amigos; el ratoncillo llevó a su
amigo a los campos y huertos, y le hizo probar los frutos de latierra. El ratón de ciudad se
enamoró de tanta belleza, aunque los alimentos que le ofrecía su amigo no fuesen tan
refinados como los que solía comer en la ciudad. En agradecimiento por una jornada tan
agradable, el ratón de ciudad invitó a su nuevo amigo a que le visitara. Cuando llegó ese día,
el ratoncillo campestre quedó asombrado: jamón, queso, aceite, harina, miel y mermelada
llenaban la despensa junto con otras muchas cosas.

- ¡Nunca había visto nada igual! -exclamó-. ¿De verdad se pueden comer tantas cosas
maravillosas?

- Pues claro que sí! -respondió el anfitrión. Y puesto que eres mi huésped, puedes comer
cuanto quieras.
Empezaron a banquetear, y el ratoncillo procuraba no comer demasiado porque
deseaba probar un poco de todo, antes de llenarse la barriga.

Excitado le dijo:

-¡Eres el ratón más afortunado que conozco!


El ratón de ciudad escuchaba complacido los comentarios de su amigo, cuando de pronto
unos pasos interrumpieron el banquete.

-¡De prisa! ¡Vámonos!- susurró el ratón de ciudad a su amigo. Apenas si tuvieron tiempo de
escapar: a dos pasos estaben los enormes pies de la dueña de casa.

-¡Qué miedo! -Por suerte, la mujer se alejó y los dos reanudaron su banquete.

-¡Ven! -Dijo el ratón de ciudad-. No te preocupes, ¡sigamos! ¡Ahora probaremos la miel!


¡Verás que buena es! ¿La has probado alguna vez?

- Sí, una vez, pero hace mucho tiempo – mintió el ratoncillo con cieto desparpajo. Pero al
tragarla no pudo por menos que exclamar: -¡Qué rica es! ¡Juro por el Rey de los Ratones
que nuca había probado algo parecido!

Pero el ruido otra vez de pasos, en esta ocasión más vigorosos, hizo huir de nuevo a los dos
animalitos. El dueño había entrado para buscar el tarro de la miel, pero al verla esparida por
el suelo, gritó: -¡Sin vergüenzas, ratones, creía haberlos exterminados a todos! ¿Voy a
buscar al gato!

Los dos quedaron petrificados por el miedo, no tanto por la presencia del dueño, como por
sus palabras. Estaban atemorizados que se sintieron incapaces de respirar para no ser
descubiertos. Al poco rato, y viendo que nada sucedía, tuvieron el coraje suficiente para salir
de su escondite.
-¡Ven, se ha ido! -le cuchicheó el ratón de ciudad a su amigo.

De golpe, la puerta chirrió y los pobrecitos temblaron de miedo otra vez: dos enormes ojos
del color de la paja, se iluminaron en la penumbra. Un gigantesco gato exploraba la
despensa en busca de su presa. Los dos, intentando no hacer ruido, se escondieron de
nuevo. En aquel momento hubiesen deseado que su corazón dejara de latir para que el gato
no pudiera oírlo.
Por suerte, el gato se distrajo con una suculenta salchicha, olvidándose de su deber y del
motivo por el cual su dueño lo había mandado venir. Luego de saciar su apetito, decidió
dejar para otro día la cacería y se fue a echar un sueñecito.

El ratoncillo campestre, cuando se percató de que no había moros en la costa, no quiso


esperar un minuto más. Le dio la mano amigablemente al ratón de ciudad, diciéndole:

-¡Gracias por todo, pero me largo deprisa y corriendo! ¡No puedo soportar tanto sobresalto!
Prefiero comer unas pocas bellotas en el campo que exquisiteces abundantes en la ciudad
rodeado

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